El
sistema escolar de masas
1.
Los nuevos medios de comunicación del pensamiento
La
palabra, oral o escrita, es decir, el habla propiamente dicha
y la escritura, fueron y son, desde siempre el medio de comunicación
del pensamiento entre los hombres, la vía para transmitirse
unos a otros sus mensajes.
Ya
hemos analizado las diferencias grandes que separan a la forma
oral de la forma escrita: aunque ambas dicen lo mismo, en
un sentido conceptual, la primera representa la integralidad
del mensaje y la segunda solamente su parte racional.
Pero,
un análisis más detenido puede encontrar todavía
maneras diferentes de expresarse dentro de cada una de esas
formas principales. Son, diríamos, las subformas de
la lengua oral y de la escrita. No es lo mismo el lenguaje
coloquial y familiar que el discurso de un político
o que la prédica de un sacerdote. El lenguaje escrito
ha tenido también en el curso de la historia, métodos
diferentes para presentarse. Sin embargo, bien podría
decirse que sólo nuestro siglo, y aún dentro
de él, su segunda mitad, presenta novedades sustanciales
y fenómenos verdaderamente revolucionarios. A tal punto
que, por ello, se justifica plenamente la expresión
“nuevos medios de comunicación del pensamiento”,
aunque todos sigan basándose en la transmisión
de la palabra oral o escrita.
Hagamos
un rápido análisis de la cuestión.
a)
La palabra oral
Presentó siempre dos limitaciones insuperables: temporal
una, espacial o geográfica la otra. Una vez pronunciada,
la palabra desaparece y sólo perdura en la mente de
quien la recibió, en la memoria del discípulo,
en el ‘recuerdo’ de los receptores del mensaje.
Pero ella misma no existe más. La certeza absoluta
sobre ese mensaje, sobre el concepto expresado, sobre la precisión
de los términos empleados no existe tampoco, pues,
inclusive, el mismo expositor puede confundirse o, quizá,
negar su versión. Por eso es que los profetas, los
reformadores sociales, los filósofos, los grandes maestros
en la antigüedad, necesitaban de los discípulos
que continuaban transmitiendo su mensaje después de
su muerte. Por eso, también, la importancia grande
que tenía la memoria, antes de la escritura y aún
antes de la imprenta, que alcanzaba grados increíbles
para el hombre moderno, en los profesionales que hacían
de la repetición y transmisión de los mensajes
su forma de vida. Eran los ‘repetidores’, que
en todo los pueblos, con nombres diferentes, iban de aldea
en aldea diciendo sus cantos y sus versos. Por eso, también,
la frecuencia de la forma poética con que en esos tiempos
se narraban leyendas, normas religiosas, fórmulas jurídicas,
hasta preceptos sanitarios: no era más que un recurso
nemónico. Todo ello explica también, finalmente,
el tono y el ritmo especial que, aunque no sea en verso propiamente
dicho, tenía siempre el estilo oral: las repeticiones,
las ‘apoyaturas’, las puntuaciones, las pausas.
Es una experiencia común para las personas habituadas
a pronunciar discursos o conferencias, sin escribir previamente
el texto que si graban su exposición y la vuelcan por
escrito, fielmente, se obtiene un resultado horroroso desde
el punto de vista del estilo y de la corrección gramatical
y que cuesta muchísimo quitar, a posteriori, ese “sabor
oral”.*
La
palabra dicha de viva voz, desaparece, pues, apenas pronunciada
y no alcanza más dispersión que la que puede
lograr la voz humana con su máxima fuerza: quizá
un poco más de cien metros, unos cientos en circunstancias
de excepción. Asimismo, alcanza a un número
reducido de personas, cada vez que se pronuncia: precisamente
las que pueden caber en ese ámbito. Es indispensable,
entonces, que el mensaje se repita constantemente ya por medio
del transmisor original, ya por medio de repetidores o de
discípulos.
La
compensación ha sido señalada: los profetas,
los grandes filósofos, los líderes políticos
carismáticos, conseguían la adhesión
de sus oyentes por la fuerza emocional que brotaba de sus
labios. El mensaje estaba encarnado: en un tono de voz, en
un gesto, en una mirada, en un cuerpo de carne y hueso. Lo
acompañaban las manos y los ojos de quien lo transmitía.
Algo de todo esto vive aún en los más altos
niveles del saber, cuando estudiosos de algunas disciplinas
atraviesan el mundo para conocer a un gran maestro, a un gran
especialista, y escuchar sus lecciones en forma directa, aunque
hoy disponen, quizá, de perfectas reproducciones, de
apuntes tomados textualmente, de libros maravillosamente impresos,
en los cuales, esas lecciones dicen las mismas cosas. Algo,
sin embargo, falta...
b)
La escritura
Gracias a la escritura, se vencen las dos barreras –del
tiempo y del espacio– que no se podían superar
con la palabra oral. Una vez escrito, el mensaje perdura por
siempre, salvo que se destruya el material en el cual quedó
fijado. Como existe la posibilidad de repetir la escritura
en más de un elemento –tablilla, piedra, papiro
o papel– y de volver a hacerlo cuantas veces se lo desee,
esa perduración tiene incomparablemente más
perspectivas de lograrse que mediante el sistema de la repetición
oral. Se vence también la imposibilidad de llegar a
más de unos pocos hombres en cada oportunidad, pues
si bien hay que leerlo en alta voz y esto presenta el mismo
problema anterior, la repetición de la lectura, cuantas
veces sea necesaria, garantiza la fidelidad al texto y exige
menos dotes memorísticas, que son poco fáciles
de hallar. Las nuevas generaciones pueden, a partir de ahora,
ser adoctrinadas en las lecciones religiosas o jurídicas
o morales de manera idéntica a través del tiempo
y mediante una nueva casta o profesión: la de los ‘lectores’,
más adelante, los docentes.
Además,
la escritura sirve en sí misma, es decir, mediante
la lectura directa, individual a quienes acceden al manejo
de ese instrumento que es el alfabeto. Estos tienen entonces
la oportunidad de conocer los mensajes de todo tipo, de acceder
a la sabiduría fijada en los textos, a despecho de
la distancia que en el tiempo o en el espacio los separe de
quienes difundieron originalmente esos mensajes o testimoniaron
sus descubrimientos científicos.
Hemos
dicho cuál es la parte negativa de la escritura, qué
es lo que se pierde en la versión escrita. Pero conviene
añadir aquí que el dominio de este instrumento,
que es la lengua escrita, sólo caracterizó,
durante milenios, a minorías reducidísimas de
la humanidad. Por lo tanto, se dieron dos consecuencias. La
primera, es que la aparición de la escritura no alteró
–por lo que hace a las masas, al pueblo, a la inmensa
mayoría de la población de todos los países
del mundo– las formas habituales de transmisión
del pensamiento y los modos de culturalización tradicionales.
La segunda, que esas minorías reconquistan, a poco
andar, buena parte de la riqueza del mensaje, porque solamente
manejan la lengua escrita los grandes estudiosos, los intelectuales
de aquellos tiempos, los amantes del saber. Y éstos
–como ocurre también ahora– captan tan
profundamente la hondura de los textos que leen. Llegan tan
al meollo de los conceptos, que terminan por adivinar, por
‘sentir’ la integralidad del mensaje. Por la vía
racional, llega a sus espíritus también la emoción
del autor y casi puede decirse que en el silencio dialogan
en alta voz con él, ven su mirada, sienten su palabra.
De
todos modos, la escritura no pasa (por mucho tiempo) de ser
un modo de comunicación del pensamiento, que sólo
puede usar porcentajes ínfimos de la humanidad.
c)
La primera gran revolución: la imprenta
Ahora sí nos encontramos con una novedad importantísima,
aunque sustancialmente, no haya modificado el fondo de la
cuestión. Siempre se trata de la palabra escrita como
medio de comunicación, pero la imprenta significa el
descubrimiento de una técnica que provocará,
por primera vez en la historia, la posibilidad del uso masivo
de ese recurso. ‘Comparativamente’ hablando, es
decir, en relación con la cantidad de gente que hasta
el siglo XV tenía acceso a las formas literarias de
la cultura, hay una diferencia muy grande. El libro comienza
a ser artículo popular, en el sentido original de la
palabra: asunto del pueblo, accesible a grandes cantidades
de habitantes y no solamente a los intelectuales, a los sacerdotes,
a los docentes, a los juristas o a los científicos.
No es casualidad que por este mismo tiempo comiencen a aparecer
libros escritos en lengua romance y que traten asuntos de
entretenimientos, de distracción, de aventuras. Son,
simplemente, las viejísimas leyendas, los antiquísimos
romances, las consejas populares de todos los pueblos y países
que comienzan a volcarse por escrito.
Falta
mucho tiempo todavía, sin embargo, para que podamos
hablar de una ‘masificación’ de la cultura
letrada o de la forma escrita de culturalización en
el sentido que hoy le damos al término masificación,
o sea, en el sentido de que una gran mayoría, sino
la totalidad de la población, participe de ella.
d)
La prensa, en el siglo pasado
La aparición de los periódicos, en el siglo
pasado, es el principio de esa masificación de la letra
escrita en el sentido contemporáneo. Esas hojas impresas,
que difundían noticias, que publicaban avisos comerciales,
que ilustraban sobre asuntos científicos o sobre novedades
técnicas y que, sobre todo, transmitían mensajes
de contenido político, social y religioso, constituyeron
junto con la alfabetización universal y el constitucionalismo,
el trípode sobre el cual descansó el ideal de
la democracia decimonónica.
A
partir de ese momento, aumentó considerablemente el
número de personas que en forma regular –a veces
cotidianamente– utilizaban las formas literarias de
comunicación del pensamiento para enterarse de lo que
ocurría a su alrededor, para escuchar nuevas ideas,
para debatir criterios de acción política o
social, para participar, en fin, de la vida política
en el amplio sentido de la palabra.
e)
La prensa actual (diarios y revistas)
Como había ocurrido con la aparición de la imprenta,
cuando la letra escrita comenzó a servir a fines diferentes
de los que hasta entonces había atendido con exclusividad
(contenidos religiosos, doctrinas jurídicas, códigos
morales, testimonios históricos, saber científico,
estudios filosóficos) y pasó a ocuparse de cuestiones
‘populares’, la prensa de este siglo es algo muy
diferente respecto de la centuria anterior. Quedan periódicos
que guardan el estilo de otro tiempo y que, en lo esencial,
no han variado su misión eminentemente política,
social, y de transmisión de noticias ‘serias’
y de sabiduría científica y técnica.
Pero a su lado circulan, en cantidades increíblemente
mayores, multitud de periódicos que atienden otro tipo
de fines y manejan otro tipo de contenidos informativos o
transmiten –directa o indirectamente– otro tipo
de mensajes. Entre el Correo de Comercio, que redacta, entre
otros, Manuel Belgrano, apenas entrado el siglo pasado, en
Buenos Aires, y algunos de los muchos diarios sensacionalistas,
dedicados principalmente a la explotación de noticias
policiales, de acontecimientos deportivos o de problemas de
la vida privada de artistas de gran difusión popular,
media, naturalmente, una diferencia enorme.
Simultáneamente,
se ha dado otro fenómeno: la aparición de las
revistas. Después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente,
el mundo occidental se vio inundado de este segundo tipo de
periodismo escrito, cuya importancia quizá exceda a
la de los periódicos propiamente dichos. Abarcan un
espectro prácticamente inacabable de asuntos: desde
las cuestiones científicas o las tecnológicas
más arduas al deporte de todas clases, modas, de asuntos
domésticos, cuestiones dietéticas y de cocina
hogareña, decoraciones, entretenimientos y hobbys variadísimos,
noticias y comentarios políticos y sociales de cada
país y de carácter internacional... Últimamente
se han difundido, con éxito extraordinario, revistas
que no son sino libros diccionarios, enciclopedias, en forma
de fascículos y que comprenden un material variado
y amplísimo. No en todos los países del mundo
este fenómeno se manifiesta de la misma manera, pero
en los genéricamente llamados del mundo occidental
es bien visible, aunque con diferencias en unos y otros. En
las grandes ciudades, alcanza dimensiones que apenas tres
décadas atrás no se hubieran podido imaginar.
El habitante de cualquiera de esas grande urbes –aunque
con diferencias cuantitativas importantes, pero no como para
negar la identidad esencial de la situación–
se encuentra hoy, cuando está ante un quiosco de revistas,
frente a un inmenso muestrario que le permite satisfacer por
sumas insignificantes, apetencias variadísimas. Van
desde los aspectos menos valiosos, desde un punto de vista
moral, estético o social, hasta los más elevados:
puede comprar material pornográfico de la peor especie,
o revistas científicas con ilustraciones y textos que
medio siglo atrás no tenían posibilidad de adquirir
los mejores especialistas. Puede hartarse de material para
‘matar’ su ocio o su aburrimiento o gastar unos
pocos centavos par encontrar magníficas ideas aplicables
al trabajo sobre tecnología nada simple. Puede empaparse
de todos los fenómenos deportivos que le interesen,
o seguir exhaustivamente las manifestaciones artísticas
de cualquier naturaleza que en su país y en el mundo
se estén produciendo. Está en condiciones de
enterarse de qué pasa social, política, religiosa
o económicamente, en cualquier lugar de la tierra,
y de distinguir las informaciones que dan unas y otras tendencias,
o simplemente puede limitarse a escuchar el mensaje, el comentario
o la interpretación que al respecto le brinda la tendencia
que él ha preferido seguir.
En
una palabra: la prensa actual, con sus virtudes y sus defectos,
‘es el primer medio que verdaderamente puede llamarse
de comunicación de masas, y al transformar todas las
previsiones que, con respecto al uso de la palabra escrita
tenía formuladas el siglo XIX, ha trastocado también
todas las previsiones que ese siglo había hecho para
estructurar una política educativa’.
Porque
ha ocurrido que estamos en presencia de otra institución
de tipo escolar, no organizada como la escuela tradicional
ni en forma de sistema escolar, ni obligatoria, ni guiada
o controlada por el Estado, pero que es, al fin, otra escuela,
de carácter permanente y de inmensos recursos materiales
y didácticos. Se desenvuelve al margen de toda política
educativa y se caracteriza porque brinda, solamente, lo que
sus consumidores quieren voluntariamente recibir. Es, al fin,
el uso que las masas hacen –para bien o para mal, es
otro asunto y que se puede considerar más adelante–
de ese instrumento que en el siglo pasado se dispuso poner
en sus manos. Es el uso que, los hombres de este siglo, hacen
del alfabeto: quizá no es el mismo que practicaron
Lincoln o Sarmiento, pero es el que la realidad nos muestra.
El
movimiento de la escuela nueva no captó la importancia
de la prensa, en este siglo, como fenómeno educativo,
como transmisor de un mensaje y como proceso de culturalización
por medio de la cultura letrada. Siguió aferrado a
la concepción anterior y continuó suponiendo
que la escuela era el ‘hogar único’ de
esa cultura letrada, de todo proceso de culturalización.^
Tampoco
comprendieron la significación de este fenómeno,
los diferentes sectores de la sociedad y sus instituciones,
que mantuvieron sus disputas o batallas por el dominio de
la escuela más o menos en los términos anteriores,
sin advertir que estos nuevos medios de comunicación
de masas eran mucho más importantes para el proceso
formativo integral que la misma escuela, porque actuaban sobre
los adultos y sobre los jóvenes, en forma permanente
y con posibilidades materiales infinitamente más amplias
que las de la escuela.
f)
La radiofonía
Desde la imprenta, por varios siglos se fueron produciendo,
sin prisa y casi sin pausa, novedades tecnológicas
en los métodos de utilización y de presentación
de la palabra escrita. Pero nada había ocurrido por
lo que hace a la palabra oral. Desde los más remotos
tiempos de la humanidad hasta nuestros días, ya bien
entrado el siglo XX, ninguna novedad hubo a ese respecto.
Hasta que con la radiofonía tenemos, a nuestro juicio,
la ‘segunda gran revolución’ –la
primera fue la imprenta– dentro de los medios de comunicación
del pensamiento. ¿Qué es, al fin, la radiofonía?
Simplemente, la derrota definitiva de un obstáculo
que jamás había podido superar la palabra oral:
el espacio, la distancia geográfica. Gracias a este
milagroso descubrimiento de la ciencia y a este prodigio de
la técnica, la voz humana supera las barreras del espacio,
caen las distancias, y el mensaje oral, con la plenitud de
su riqueza, puede llegar a la vez a multitudes innumerables,
a hombres separados entre sí por enormes distancias.
Seamos exactos: con la plenitud de su riqueza no, porque la
voz, desprovista de la presencia viva del orador sólo
lleva el tono, el timbre, la resonancia, ‘algo’
de la emoción con que se habla. Pero es mucho lo que
se recupera, si se lo compara con la transmisión escrita.
La experiencia es indiscutible: escuchar un mensaje por radiofonía
o leerlo impreso en el diario son dos cosas muy distintas.
Recordemos el ejemplo de Perón en su último
discurso de la campaña electoral del 46: “...
salten la tranquera o rompan la tranquera!”. Una cosa
era oírlo, otra hubiera sido leerlo, dentro de un amplio
texto, en una hoja de papel. Para muchísimos lectores,
con seguridad, hubiera sido una frase sin importancia, hubiera
pasado quizá inadvertida. Ninguno de sus oyentes, en
cambio, la ignoró.
La
radiofonía es una novedad que también altera
sustancialmente los esquemas que los ideólogos del
XIX habían forjado. Su ideal de formas democráticas
de gobierno reposaba en una cultura política letrada:
el catecismo cívico que era la Constitución
(necesariamente escrita, recordémoslo); la alfabetización
obligatoria; la prensa libre. La radiofonía introduce
un factor perturbador, que rompe los esquemas, altera las
previsiones, plantea nuevos problemas, sale del marco trazado
originalmente. Casi nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Mientras las multitudes de todos los países –las
masas– se incorporaban en un santiamén a esta
nueva forma de comunicación del pensamiento, y millones
de hombres ‘escuchaban’ radio, durante una cantidad
de tiempo infinitamente mayor que el que destinaban a la lectura
de libros o de periódicos, las concepciones político-educativas
siguieron inamovibles, desatendieron el nuevo fenómeno
y prosiguieron en la búsqueda de sus viejos objetivos
sin advertir que, a su alrededor, el mundo era otro.
g)
La cinematografía
El círculo de la reconstrucción de la integralidad
del mensaje se va completando. El problema crucial que el
hombre había afrontado era que la palabra oral no perduraba
en el tiempo ni se podía difundir más allá
de un cortísimo espacio. La escritura supera ambas
barreras pero a costa de una enorme pérdida, pues sólo
deja el concepto, la racionalidad del mensaje. La radiofonía
permite dar un paso notable, como hemos visto. Sin embargo,
la imagen humana quedaba siempre ausente. La cinematografía
es el otro paso: a partir de ese momento, y sobre todo con
la aparición del cine hablado, imagen y voz pueden
ser conservadas a través del tiempo. Aparece, en la
historia de la humanidad, al lado de la cultura oral y de
la cultura letrada, la cultura de la imagen.
¿Qué
extraño fenómeno determina que los pedagogos
y los educadores están siempre ausentes de estas novedades
decisivas para la marcha de la humanidad? Nuevamente, la escuela,
la política educativa, los docentes y los pedagogos
ignoraron el fenómeno. No comprendieron lo que significaba
el cine como factor educativo, no advirtieron el maravilloso
instrumento didáctico que había aparecido y
la escuela siguió, impertérrita, igual a sí
misma. Desde Comenio, sin embargo, habían sido advertidos.
El Orbis Pictus había sido escrito siglos atrás.
En los textos de Pedagogía se hablaba de la importancia
de las ilustraciones y el movimiento de la escuela nueva realizó
un titánico esfuerzo por incorporar modernos recursos
a la tarea tradicional del aula. Sin embargo, como fenómeno
amplio de político educativa, el cinematógrafo
no significó nada en los ámbitos escolares ni
fuera de ellos. El Estado, la Iglesia y cualquier otro agente
dedicado a sostener y dirigir los sistemas escolares mantuvieron
sus miras inconmovibles dentro de los moldes previos a estas
novedades.
Y
sin embargo, a partir de la difusión del cinematógrafo,
en todos los grupos sociales, en los cuales se introducía
con cierta frecuencia –es decir, en todos los ámbitos
urbanos de dimensiones mínimas– comenzaba una
diferencia capital, desde los procesos de culturalización,
la transmisión de los modos de vida, las costumbres,
ideales, formas de conducta, pautas morales, estilos de vida
familiares y criterios políticos, religiosos y sociales,
en general, son el resultado de las producciones cinematográficas,
más que de las tradicionales formas de comunicación
que hasta entonces se manejaban, por ejemplo, la ‘convivencia’
tradicional.
Las
comunidades cerradas, que tenían difícil acceso
a otros grupos sociales, comenzaron a ser sacudidas fuertemente
por este fenómeno. En adelante, las formas de vestir
y ciertos hábitos sociales dejaron de ser el patrimonio
distintivo de pueblos diversos y de localidades particulares:
pasaron a convertirse en un estilo prácticamente universal.
El cine, que unía la imagen humana a la voz humana,
y añadía el paisaje, el movimiento, luces y
sombras, después color, los trucos que le permitían
lograr cualquier efecto, las reconstrucciones que otorgaban
verismo a cualquier falsedad o calidad didáctica a
determinada circunstancia histórica o geográfica,
técnica o científica, el cine, en fin, ese poderosísimo
recurso docente, ese fabuloso medio de comunicación
del pensamiento, que todavía agregó la casi
hipnótica característica de la sala a oscuras,
sin otra posibilidad que atender a un único punto de
luz, a una única voz, que representaba un casi mágico
elemento que hubiera hecho la dicha de cualquier demiurgo
o charlatán de la antigüedad que quisiera atrapar
a sus oyentes y convencerlos de cualquier cosa, fue otro elemento
más que la política educativa ignoró,
que los gobiernos no consideraron, que los pedagogos no entendieron,
que la escuela no utilizó.
Para
obtener aquella gran misión redentora de la humanidad
propuesta en el siglo XIX, los maestros seguían librados
a sus fuerzas, auxiliados por la tiza, el pizarrón,
el libro de lectura, el texto de la constitución, alguna
biblioteca de aula. El movimiento de la escuela nueva le había
añadido herbarios, huertas escolares, experiencias
más o menos vitales, tallercitos donde hacer algo parecido
a artesanías que más o menos remedaban el mundo
de la producción, algunos aportes de la psicología
evolutiva y métodos y procedimientos sin duda más
valiosos, más eficaces. Pero en el fondo, la escuela
seguía siendo la misma. Las leyes de política
educativa y los gobernantes seguían diciendo a los
maestros que ellos eran los encargados de formar a los ciudadanos
de la democracia, los fervientes creyentes en la idea de la
nacionalidad, los hombres ilustrados... mientras el cinematógrafo
atrapaba a niños, jóvenes y adultos de todas
las clases sociales, de todas las ideologías, de todas
las razas, de todos los cultos y los arrastraba detrás
de los mismos gestos, de las mismas ambiciones, de los mismos
criterios valorativos... o les enseñaba las mismas
lecciones de historia y geografía. En la Argentina,
en las escuelas se seguía enseñando historia
argentina desde primero a último grado. Los chicos
de todo el país, entre tanto, aprendieron magníficamente
otra lección: la conquista del Oeste norteamericano,
la gesta del Far West, la lucha del blanco contra los pieles
rojas.
h)
El disco
Es, simplemente, un esfuerzo de la radiofonía. Permite
conservar la voz humana, la perduración por tiempo
indefinido de un mensaje. Es otro paso en los métodos
de comunicación del pensamiento. Probablemente por
exclusivas razones económicas, derivadas de circunstancias
técnicas no superadas hasta hace muy poco, no se lo
usó –más que en medida insignificante–
para la difusión del canto y de la música. Desde
este punto de vista, representó ser de manera asombrosa
un elemento de elevación cultural para las masas. Actualmente,
personas de recursos económicos muy modestos pueden
alcanzar un nivel de formación musical con las más
exquisitas creaciones de todos los tiempos, que medio siglo
atrás sólo alcanzaban grupos minoritarios. Es
innecesario referirse a su extensión como medio de
difusión de manifestaciones musicales populares. Últimamente
ha comenzado a servir como difusión de mensajes políticos,
sociales, ideológicos y demuestra su enorme capacidad
en tal sentido. La aparición de técnicas renovadas
en el arte de la reproducción permite entrever, a muy
corto plazo, circunstancias que todavía no se advierten
claramente, pero que pueden alcanzar repercusión muy
grande.
i)
La televisión
Llegamos, por fin, a la gran revolución de todos los
tiempos, en materia de comunicación del pensamiento.
La televisión, el gran debate del siglo XX, la gran
conquista para unos, la bestia negra de la cultura para otros,
el avance maravilloso para algunos, el tremendo retroceso
de altísimos valores para muchos. No entraremos, en
modo alguno, en el debate. No interesa para seguir el hilo
del razonamiento que venimos rastreando desde el primer capítulo.
Sólo necesitamos señalar el hecho de su aparición
y de su arrollador e incontenible avance. Allí donde
aparece, penetra con la velocidad del rayo. A los primeros
aparatos siguen en contados días, cientos, miles. Bastan
pocos meses para que una ciudad, una aldea, se convierta en
un bosque de antenas. Ni los palacios de lujo, ni los barrios
acomodados, ni los sectores humildes y ni siquiera las agrupaciones
más miserables que se dan en todas las urbes del mundo,
quedan al margen de su espectacular conquista. Nadie se resigna
a carecer del aparato de televisión dentro de su hogar,
lujoso o miserable. Ya porque tiene de todo y por lo tanto
carecería de sentido no poseerlo, ya porque carece
de lo más elemental y, por lo tanto, necesita imperiosamente
ese recurso que puede convertirlo en un ser igualado con el
más rico, ya que disfruta del mismo espectáculo,
goza con la misma distracción, se informa de la misma
manera y con las mismas noticias y obtiene, en síntesis,
una visión del mundo muy similar a la de aquel. El
más pobre, el más aislado de los mortales que
disponga de televisión, vive ‘en el mundo’
y de alguna manera participa de sus glorias y de sus miserias.
La
televisión ha conseguido vencer todos los límites,
todas las barreras que encerraban a la palabra oral en marcos
estrechos. La difusión espacial es total. Hoy, gracias
a los satélites artificiales, no quedan rincones en
nuestro planeta inaccesibles al mensaje que ella quiera difundir
y en el instante en que desee hacerlo. La perduración
temporal es también absoluta: los video-tape conservan
el mensaje que se quiera por el tiempo que se quiera. La integralidad
del mensaje, ahora sí, es absoluta. La diferencia entre
la presencia viva, inmediata del expositor y la presencia
de su ‘imagen’ en el momento mismo en que lo dice,
suele ser escasa y sólo algunos espíritus muy
sensibles o muy evolucionados intelectualmente, la advierten
de modo intenso. Para la mayoría, es poco significativa.
La
palabra oral, el mensaje de la voz humana, ha conquistado
posibilidades inmensas, insospechadas durante toda la historia
de la humanidad hasta bien entrado este, nuestro siglo. Ya
no es indispensable la escritura para fijar de manera exacta
los términos de un mensaje; para que perdure siempre,
idéntico a sí mismo a lo largo de los tiempos;
para que se difunda a través de toda la tierra. Y ese
mensaje, además, se transmite con toda su riqueza:
con el tono, con el gesto, con la imagen humana que da el
concepto y la emoción que la reviste. La vía
de la pasión nuevamente es la primera; la racionalidad
–si llega– vendrá después. Es el
triunfo de la paradoja incomprendida de Unamuno: los hombres
–ahora– racionalizan las doctrinas por las cuales
se han apasionado previamente, en lugar de apasionarse por
las teorías que han aceptado racionalmente, como creyó
el siglo XIX, como supusieron los hombres que montaron un
ideal de política educativa y le encargaron a la escuela
transformar la humanidad. Por eso, es natural, es comprensible,
es nada más que un retorno a las formas de la democracia
ateniense o a las modalidades políticas de la ciudad-Estado,
que hoy, la televisión sea el instrumento decisivo
de las campañas electorales; que gane el candidato
más simpático, más elegante en sus presentaciones
televisivas, es un escándalo para los racionalistas
de la democracia que siguen exigiendo al ciudadano que decida
su voto, exclusivamente, sobre la base de elementos racionales
de juicio, con los que nada tiene que ver el tono, la voz
y el gesto del candidato. Pero es, al fin, retornar a los
recursos con que Cicerón arengaba a los senadores romanos
para convencerlos de la indignidad de Catilina; es volver
a Marco Antonio mostrando al pueblo romano la túnica
de César ensangrentada y agujereada por los puñales
asesinos, para que la pasión de sus conciudadanos lo
designase sucesor. Es, simplemente, volver a la verdad: el
hombre es mezcla de pasión y razón. De ahora
en más, la política educativa sustentada en
una cultura letrada, en un catecismo cívico escrito,
en una prensa libre dedicada a los asuntos más serios
del Estado, en bibliotecas públicas que ilustrarán
permanentemente a los pueblos, en pueblos universalmente alfabetizados,
en una escuela obligatoria y en programas partidarios, aptos
para el análisis y la meditación individual
y silenciosa, no tiene más sentido. La pantalla de
la televisión lleva a todos el mensaje envuelto en
el ropaje de la pasión, sin necesidad de que quien
lo escuche sepa leer y escribir. La inutilidad del alfabeto
para las masas puede ser, quizá, algo más que
un aterrador fantasma de las obras de ciencia ficción.
*Es
imposible extenderse más en este tema que resulta apasionante.
Son abundantes los estudios realizados al respecto aunque
los escritos originalmente en castellano no abundan en nuestro
país –por motivos que no queremos tampoco entrar
a analizar ahora– parece volcarse con mucho más
entusiasmo hacia los aspectos gramaticales y puristas del
idioma. Me permitiría citar, como consulta muy conveniente
para este punto, el prólogo que el P. Leonardo Castellani
ha puesto a sus comentarios de los Evangelios. (El Evangelio
de Jesucristo, Editorial Itinerarium, Buenos Aires, 1957)
^Entre
nosotros hubo un hombre que intentó una experiencia
sin éxito final: Ernesto Nelson, quien comenzó
a publicar un periódico para niños como suplemento
de un gran diario argentino. Es algo todavía distante
de la cabal comprensión del asunto porque al fin no
pasaba de representar una visión “escolar”.
Pero fue una intuición que no se repitió, ni
aquí ni en otras partes.
2.
El retorno a la cultura como fenómeno vital
Entramos
ahora en un punto crítico de la situación. Es
indispensable seguir despacio el razonamiento y no dejarse
llevar por los arrebatos de nuestras pasiones, para entender
las hipótesis que irán apareciendo. No se trata
de ser inconsecuente con Unamuno: somos, sí, seres
de pasión y de razón. Si la primera se opone,
ahora, a lo que vayamos descubriendo, aceptemos la agonía
que supone domeñar a la primera con la segunda. Es
probable que a poco andar un nuevo apasionamiento, por el
mundo que iremos descubriendo, nos conmueva y nos gane el
ánimo.
Estamos
en un instante histórico en que la sociedad retorna
–después de un breve lapso durante el cual las
cosas sucedieron de modo diferente, o al menos se intentó
o se creyó que sucedería de modo diferente–
a ‘procesos de culturalización extra-literarios’.
Durante ese corto período de tiempo –más
o menos desde el último cuarto del siglo XIX hasta
los años de la segunda posguerra– la falta de
lecturas regulares significaba quedar al margen de las formas
corrientes de la cultura y congelado el propio caudal cultural.
A partir de estos momentos ya no es necesariamente así.
La falta de lectura de libros no implica obligatoriamente
una desconexión de los fenómenos políticos
o de acontecimientos de cualquier clase del mundo circundante.
Un analfabeto puede seguir el proceso vital del mundo entero,
no sólo de su contorno local inmediato, de su comunidad
local. Sin necesidad de leer, puede recibir mensajes referidos
a esos acontecimientos, atender opiniones o estar influido
por tendencias determinadas. En síntesis: la imagen
y la palabra se enseñorean, otra vez, de los procesos
educativos y de culturalización.
Los
planteos de la política educativa del siglo XIX resultaron,
en gran medida, fallidos en dos ocasiones sucesivas en el
tiempo. Primero, cuando las formas de cultura letrada, sobre
las que asentaron sus aspiraciones y el uso que había
supuesto que se le habría de dar al instrumento clave
para la gran empresa redentora, fueron suplantadas o dejadas
de lado por el ‘surgimiento de manifestaciones’
literarias que no podían imaginar que surgirían.
Por segunda vez, cuando los medios de comunicación
de masas: la radiofonía, el cine, la televisión
–apoyados en la palabra y en la imagen, desplazaron
violentamente las formas letradas propias de la escuela, ya
que lo que principalmente subsistía de esa cultura
literaria son manifestaciones que escapaban por completo a
su control y dirección.
Pero
cuidado: no debemos creer que este retorno sea tan simple
que de verdad volvamos a un ayer. Se retorna al imperio de
la palabra oral y de la imagen, es verdad, pero las diferencias
son grandes. Entre Marco Antonio arengando a las turbas fanáticas
que admiraban a César, entre Cicerón pronunciando
sus discursos en el Senado, y De Gaulle por televisión
o John Kennedy ganándole una inmortal batalla de atracción
personal a Nixon, gracias a la pantalla chica encendida simultáneamente
en todos los hogares de Estados Unidos, está la semejanza
esencial de una imagen, una voz, una persona, en fin, que
se ve, se oye, se admira o se rechaza emotivamente. Pero las
circunstancias que rodean estas formas de comunicación
son muy distintas.
En
primer término, ahora se ha perdido algo que los sociólogos
y los psicólogos-sociales llaman el contacto ‘cara
a cara’, es decir, la inmediatez física de los
interlocutores. Jesús, disponiendo de la televisión
o de la radiofonía, hubiera proclamado su mensaje a
miles de hombres a la vez y hubiera superado las barreras
que la distancia le imponía en su tiempo. Pero no es
lo mismo penetrar a través de la pantalla de la televisión
que tocar con su mano al hombre que lo sigue y hablar a la
multitud que lo ve, vivo, de carne y de hueso.
En
segundo término, este tipo de proceso de culturalización
y de trasmisión de mensaje es ‘masivo’:
no se usa para grupos pequeños, ni siquiera para cantidades,
que en otros tiempos hubieran satisfecho ampliamente a exigentes
profetas, políticos, líderes o maestros. Un
político que antaño recorría, en largas
y fatigosas jornadas, el territorio de su país para
conquistar votos, ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo,
hablaba ante distintos grupos de personas y que sentía
muy contento cuando reunía varios miles como auditorio,
hoy, creería haber derrochado tiempo y esfuerzos, si
una audición de televisión agrupa como audiencia
lo que quizá no reunía antes, al cabo de una
gira completa. La televisión, la radiofonía,
el cinematógrafo –lo mismo que las revistas y
el periodismo actual, aunque estos en menor grado– son
expresiones para grandes multitudes. Esa característica
tiende a intensificarse: las audiciones, las películas,
las producciones de todo tipo para esos medios de comunicación
manifiestan la tendencia –por razones económicas,
principalmente por su costo, que necesita grandes rendimientos–
a ser cada vez más exigentes en cuanto a la audiencia.
Todo
ello determina una tercera característica del proceso:
la palabra oral y la imagen han vuelto por sus fueros, pero
no se trata de la palabra oral y la imagen que antes campeaban
victoriosamente, es decir, la palabra y la imagen del vecino,
del hombre que ‘convivía’, con el prójimo
inmediato. El ámbito local o el grupo social de cada
uno pierde, por lo tanto, fuerza y poderío, vencido
por esas trasmisiones hechas para masas que empiezan a ser
mundiales. Esto explica por qué desaparecen las modas
locales desplazadas por formas de vestir que imponen la televisión
y el cinematógrafo –y las revistas– por
todo el mundo. Y téngase presente este fenómeno:
desde el punto de vista de la unidad del idioma nacional,
ha podido más la televisión en una o dos décadas
que la escuela en casi un siglo. En Italia, este es un fenómeno
de comprobación indiscutible. La política educativa
sigue ignorando lo que ocurre a su alrededor y todavía
insiste en que la escuela enseñe a hablar de un modo
determinado, mientras la televisión y la radiofonía
son la única escuela, junto con el contorno social
–que fue la única escuela anterior– que
impone hábitos idiomáticos.
Otra
característica de este nuevo tipo de proceso de culturalización
apoyado en los medios de comunicaciones de masas, es la prodigiosa
rapidez con que difunde sus mensajes. Lo que antes requería
años para imponerse, se consigue ahora en días.
Nuevas modas, nuevas costumbres, nuevas ideas, nuevas pautas
morales, nuevos enfoques mentales que antes sólo cambiaban
con lentitud, se alteran ahora con increíble rapidez.
Esto explica, en buena medida, ese otro fenómeno que
es tan conocido y que ha sido tan estudiado: la velocidad
del cambio de nuestro tiempo, la famosa ‘aceleración
de la historia’ que es quizá la característica
más dramática del siglo xx. Las nuevas conquistas
de la técnica, traducidas por ejemplo en nuevos aparatos
para la vida cotidiana, se imponen en lapsos brevísimos:
de un año para el otro, resulta ‘imposible’
vivir sin el artefacto del cual se careció hasta ese
instante. No hay duda que un acondicionador de aire es utilísimo,
pero sin los fenómenos de la publicidad moderna, sustentados
en el poderío del mensaje que se transmite mediante
la palabra oral y la imagen –y, en todo caso, apoyado
en la publicidad de la letra impresa de diarios y revistas–
jamás se conseguiría que su falta se hiciera
bruscamente insoportable. Hay cosas más graves: las
pautas morales pueden cambiar con facilidad sorprendente.
No será lo mismo que para aceptar una nueva bebida
o un nuevo artefacto hogareño, pero habida cuenta de
la diferencia de categoría axiológica que una
y otra cosa representan, la velocidad con que se puede imponer
el nuevo criterio moral, resulta aterrador.*
Por
último, queda por mencionar otro carácter que
asume este tipo de culturalización, basado en los modernos
medios de comunicación de masas. Es la necesidad insuperable
de que tales medios sean manejados de manera colectiva por
los grupos políticos o económicos que detentan
el poder. Porque la utilización de esos medios, exige,
o un gran poder económico o un gran poder político.
Y esto no ha hecho sino intensificarse y no hará sino
ir en aumento en el futuro.
Jesús,
efectivamente, hubiera dispuesto de un extraordinario aliado
si hubiera tenido la televisión a su disposición,
o la radiofonía. Pero, ¿se la hubieran dejado
usar los poderosos de entonces? Porque no se trata de recursos
al alcance del hombre individual, solo, aislado y ni siquiera,
a disposición de pequeños grupos o de minorías
armadas tan sólo con la fuerza de sus ideas. Estos
medios de comunicación, tan poderosos, de tan notables
efectos, exigen una gran concentración de poder económico
o político para ser puestos en funcionamiento. Es verdad
que los adversarios de Perón, en el 46, no comprendieron
cabalmente la importancia que adquiría la radiofonía
frente a los medios de comunicación basados en las
letras impresas –los diarios, los programas partidarios–
pero también es cierto que aunque lo hubieran comprendido,
cabalmente, no les hubiera sido fácil lograr su acceso
a ese recurso. La transmisión del mensaje cara a cara,
en pequeños grupos, lleva mucho más tiempo,
pero puede alcanzar éxito al margen y aún en
abierta oposición a los designios de los grupos políticos
o económicos que detentan el poder en cada circunstancia
histórica.
Por
todo lo expuesto, se advierte que estamos, efectivamente,
frente a un retorno de la cultura oral y de la imagen, pero
no ante un simple resurgimiento del ayer, sino frente a una
situación radicalmente nueva que coloca a la escuela
ante un problema crítico.
*Lo
cual no implica un juicio de valor sobre esa rapidez porque
en última instancia ese juicio siempre dependerá
de lo que pensemos acerca del nuevo criterio que se haya impuesto.
En una ocasión nos parecerá formidable esa rapidez;
en otra, espantosa.
3.
Desplazamiento de la escuela como eje del proceso educativo
En
el capítulo II explicamos cómo, a partir de
mediados del siglo pasado, la escuela –hogar de la razón
y de la cultura letrada– pasó a convertirse en
el eje del proceso educativo, que hasta entonces había
estado centrado en la sociedad. Y aclaramos: “pasó
a ser el eje del proceso educativo, o se pretendió
que fuera el eje del proceso educativo, o comenzó a
creerse que era el eje del proceso educativo”. Veamos
con un poco de detenimiento la evolución de este proceso.
(Que, como indicamos antes, hemos analizado en parte en el
capítulo sobre “La escuela y la sociedad”
en La misión de la Pedagogía.)
Hasta mediados del siglo XIX, para la gran masa de la población,
el proceso de culturalización y de formación
general era un fenómeno ‘vital’, que se
daba en los ámbitos familiares y sociales. A partir
de ese momento –es todo el desarrollo del capítulo
II de este trabajo– surge la idea de que ser ‘iletrado’
significa ser ‘inculto’, quedar al margen del
proceso de culturalización. La escuela pasa a ser,
para la concepción político-educativa de ese
momento histórico, el eje del proceso educativo.
El
movimiento de la escuela nueva no altera esa concepción.
Allí está el error que le achacamos. Ese movimiento
comprendió que no se habían logrado satisfactoriamente
los ideales redentores asignados a la escuela por la política
educativa del siglo anterior, pero en cambio se entendió
que esos ideales debían ser logrados por otros medios,
se dispuso introducirlos en la escuela y a mejorar la escuela
para poder alcanzarlos.
Pero
ahora, ya entrada la segunda mitad del siglo XX, nos encontramos
con una situación radicalmente nueva, como hemos dicho:
se trata de la aparición de los medios de comunicaciones
de masas, y en particular los que se basan en la palabra oral
y la imagen, que de hecho, y aunque la escuela y la política
educativa lo adviertan o no, lo acepten o no, lo han despojado
de su papel de eje del sistema educativo. Ese eje se ha desplazado
nuevamente hacia la sociedad, como antes, pero con una diferencia:
ahora la sociedad no actúa directamente, sino por obra
de unos intermediarios que son los medios de comunicaciones
de masas.
Cronológicamente,
la evolución es como sigue:
a)
la sociedad es el agente fundamental del proceso de culturalización
de sus miembros. Actúa directamente, en relación
de hombre a hombre, por influencia sobre pequeños grupos,
mediante procesos orales y de convivencia inmediata;
b) la sociedad actúa por sí misma pero, además,
se ayuda para grupos minoritarios y para cierto tipo de contenidos
culturales que debe transmitir, con la escuela y con formas
literarias:
c) la escuela y las formas literarias de la cultura pasan
a convertirse en la base del proceso de culturalización,
fuera de las cuales ese proceso no existe (o se pretende que
no exista, o se cree que no existe...);
d) la sociedad recobra su papel central y principal en el
proceso de culturalización pero no actuando directamente
sino ‘a través de’ los medios de comunicaciones
de masas;
e) los medios de comunicaciones de masas se convierten en
el eje del proceso educativo y de culturalización.
4.
Las tres etapas históricas de la política educativa
Llegamos,
entonces, a la conclusión de nuestra hipótesis.
Hemos analizado lo que llamamos las tres etapas históricas
de la política educativa.
La
primera corresponde al nacimiento de la política educativa
propiamente dicha. Podría indicarse que se desenvuelve
–entendiendo las fechas nada más que como grandes
aproximaciones o generalizaciones, y considerando los momentos
en que las características básicas se dan de
manera clara, definida y permanente en casi todo el mundo–
entre 1870 y 1914. Es la etapa en la cual se asigna a la escuela
la misión redentora de la humanidad.
La
segunda va desde el término de la Primera Guerra Mundial,
1918, hasta el estallido de la guerra civil española,
1936. Corresponde a la difusión del llamado movimiento
de la escuela nueva o de la nueva educación y representa
el intento de perfeccionar los sistemas escolares, para poder
cumplir con más eficacia las misiones que le había
asignado a esos sistemas, la etapa anterior.
La
tercera comienza a desarrollarse al término de la Segunda
Guerra Mundial, es decir, a partir de 1946 y alcanza su momento
culminante en la década del 60 al 70. No se ha perfilado
todavía de manera clara. Significa que la política
educativa comprende que la escuela no es ni puede ser –pero
no por carencias o imperfecciones sino por definición–
el recurso capaz de obtener aquella vastedad, cuantitativa
y cualitativamente hablando, de fines políticos, sociales
y económicos que se le habían encargado en las
etapas anteriores, y que debe encararse, más que una
política educativa referida a los sistemas escolares,
‘una política cultural’ que considere a
esos sistemas como ‘parte’ de una labor mucho
más amplia y compleja. Dentro de esa política
cultural, los medios de comunicaciones de masas tendrán
un papel fundamental y reemplazarán, en gran medida,
funciones y tareas que hasta ahora se le confiaban a la escuela.
Cómo
se desarrollará concretamente esta nueva etapa, cuáles
serán sus manifestaciones legales o institucionales,
y qué modalidades presentarán los conflictos
que, sin duda, habrán de suscitar, habremos de verlo
en las décadas que faltan hasta concluir el siglo XX.
Es probable que sólo alrededor de la última
década del siglo se perfile definitivamente y logre
montar mecanismos de acción propios, que tendrán
muy poco que ver con las modalidades educativas y de culturalización
que hasta este instante estamos habituados a conocer.
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