Capítulo III

El sistema escolar de masas

1. Los nuevos medios de comunicación del pensamiento

La palabra, oral o escrita, es decir, el habla propiamente dicha y la escritura, fueron y son, desde siempre el medio de comunicación del pensamiento entre los hombres, la vía para transmitirse unos a otros sus mensajes.

Ya hemos analizado las diferencias grandes que separan a la forma oral de la forma escrita: aunque ambas dicen lo mismo, en un sentido conceptual, la primera representa la integralidad del mensaje y la segunda solamente su parte racional.

Pero, un análisis más detenido puede encontrar todavía maneras diferentes de expresarse dentro de cada una de esas formas principales. Son, diríamos, las subformas de la lengua oral y de la escrita. No es lo mismo el lenguaje coloquial y familiar que el discurso de un político o que la prédica de un sacerdote. El lenguaje escrito ha tenido también en el curso de la historia, métodos diferentes para presentarse. Sin embargo, bien podría decirse que sólo nuestro siglo, y aún dentro de él, su segunda mitad, presenta novedades sustanciales y fenómenos verdaderamente revolucionarios. A tal punto que, por ello, se justifica plenamente la expresión “nuevos medios de comunicación del pensamiento”, aunque todos sigan basándose en la transmisión de la palabra oral o escrita.

Hagamos un rápido análisis de la cuestión.

a) La palabra oral

Presentó siempre dos limitaciones insuperables: temporal una, espacial o geográfica la otra. Una vez pronunciada, la palabra desaparece y sólo perdura en la mente de quien la recibió, en la memoria del discípulo, en el ‘recuerdo’ de los receptores del mensaje. Pero ella misma no existe más. La certeza absoluta sobre ese mensaje, sobre el concepto expresado, sobre la precisión de los términos empleados no existe tampoco, pues, inclusive, el mismo expositor puede confundirse o, quizá, negar su versión. Por eso es que los profetas, los reformadores sociales, los filósofos, los grandes maestros en la antigüedad, necesitaban de los discípulos que continuaban transmitiendo su mensaje después de su muerte. Por eso, también, la importancia grande que tenía la memoria, antes de la escritura y aún antes de la imprenta, que alcanzaba grados increíbles para el hombre moderno, en los profesionales que hacían de la repetición y transmisión de los mensajes su forma de vida. Eran los ‘repetidores’, que en todo los pueblos, con nombres diferentes, iban de aldea en aldea diciendo sus cantos y sus versos. Por eso, también, la frecuencia de la forma poética con que en esos tiempos se narraban leyendas, normas religiosas, fórmulas jurídicas, hasta preceptos sanitarios: no era más que un recurso nemónico. Todo ello explica también, finalmente, el tono y el ritmo especial que, aunque no sea en verso propiamente dicho, tenía siempre el estilo oral: las repeticiones, las ‘apoyaturas’, las puntuaciones, las pausas. Es una experiencia común para las personas habituadas a pronunciar discursos o conferencias, sin escribir previamente el texto que si graban su exposición y la vuelcan por escrito, fielmente, se obtiene un resultado horroroso desde el punto de vista del estilo y de la corrección gramatical y que cuesta muchísimo quitar, a posteriori, ese “sabor oral”.*

La palabra dicha de viva voz, desaparece, pues, apenas pronunciada y no alcanza más dispersión que la que puede lograr la voz humana con su máxima fuerza: quizá un poco más de cien metros, unos cientos en circunstancias de excepción. Asimismo, alcanza a un número reducido de personas, cada vez que se pronuncia: precisamente las que pueden caber en ese ámbito. Es indispensable, entonces, que el mensaje se repita constantemente ya por medio del transmisor original, ya por medio de repetidores o de discípulos.

La compensación ha sido señalada: los profetas, los grandes filósofos, los líderes políticos carismáticos, conseguían la adhesión de sus oyentes por la fuerza emocional que brotaba de sus labios. El mensaje estaba encarnado: en un tono de voz, en un gesto, en una mirada, en un cuerpo de carne y hueso. Lo acompañaban las manos y los ojos de quien lo transmitía. Algo de todo esto vive aún en los más altos niveles del saber, cuando estudiosos de algunas disciplinas atraviesan el mundo para conocer a un gran maestro, a un gran especialista, y escuchar sus lecciones en forma directa, aunque hoy disponen, quizá, de perfectas reproducciones, de apuntes tomados textualmente, de libros maravillosamente impresos, en los cuales, esas lecciones dicen las mismas cosas. Algo, sin embargo, falta...

b) La escritura

Gracias a la escritura, se vencen las dos barreras –del tiempo y del espacio– que no se podían superar con la palabra oral. Una vez escrito, el mensaje perdura por siempre, salvo que se destruya el material en el cual quedó fijado. Como existe la posibilidad de repetir la escritura en más de un elemento –tablilla, piedra, papiro o papel– y de volver a hacerlo cuantas veces se lo desee, esa perduración tiene incomparablemente más perspectivas de lograrse que mediante el sistema de la repetición oral. Se vence también la imposibilidad de llegar a más de unos pocos hombres en cada oportunidad, pues si bien hay que leerlo en alta voz y esto presenta el mismo problema anterior, la repetición de la lectura, cuantas veces sea necesaria, garantiza la fidelidad al texto y exige menos dotes memorísticas, que son poco fáciles de hallar. Las nuevas generaciones pueden, a partir de ahora, ser adoctrinadas en las lecciones religiosas o jurídicas o morales de manera idéntica a través del tiempo y mediante una nueva casta o profesión: la de los ‘lectores’, más adelante, los docentes.

Además, la escritura sirve en sí misma, es decir, mediante la lectura directa, individual a quienes acceden al manejo de ese instrumento que es el alfabeto. Estos tienen entonces la oportunidad de conocer los mensajes de todo tipo, de acceder a la sabiduría fijada en los textos, a despecho de la distancia que en el tiempo o en el espacio los separe de quienes difundieron originalmente esos mensajes o testimoniaron sus descubrimientos científicos.

Hemos dicho cuál es la parte negativa de la escritura, qué es lo que se pierde en la versión escrita. Pero conviene añadir aquí que el dominio de este instrumento, que es la lengua escrita, sólo caracterizó, durante milenios, a minorías reducidísimas de la humanidad. Por lo tanto, se dieron dos consecuencias. La primera, es que la aparición de la escritura no alteró –por lo que hace a las masas, al pueblo, a la inmensa mayoría de la población de todos los países del mundo– las formas habituales de transmisión del pensamiento y los modos de culturalización tradicionales. La segunda, que esas minorías reconquistan, a poco andar, buena parte de la riqueza del mensaje, porque solamente manejan la lengua escrita los grandes estudiosos, los intelectuales de aquellos tiempos, los amantes del saber. Y éstos –como ocurre también ahora– captan tan profundamente la hondura de los textos que leen. Llegan tan al meollo de los conceptos, que terminan por adivinar, por ‘sentir’ la integralidad del mensaje. Por la vía racional, llega a sus espíritus también la emoción del autor y casi puede decirse que en el silencio dialogan en alta voz con él, ven su mirada, sienten su palabra.

De todos modos, la escritura no pasa (por mucho tiempo) de ser un modo de comunicación del pensamiento, que sólo puede usar porcentajes ínfimos de la humanidad.

c) La primera gran revolución: la imprenta

Ahora sí nos encontramos con una novedad importantísima, aunque sustancialmente, no haya modificado el fondo de la cuestión. Siempre se trata de la palabra escrita como medio de comunicación, pero la imprenta significa el descubrimiento de una técnica que provocará, por primera vez en la historia, la posibilidad del uso masivo de ese recurso. ‘Comparativamente’ hablando, es decir, en relación con la cantidad de gente que hasta el siglo XV tenía acceso a las formas literarias de la cultura, hay una diferencia muy grande. El libro comienza a ser artículo popular, en el sentido original de la palabra: asunto del pueblo, accesible a grandes cantidades de habitantes y no solamente a los intelectuales, a los sacerdotes, a los docentes, a los juristas o a los científicos. No es casualidad que por este mismo tiempo comiencen a aparecer libros escritos en lengua romance y que traten asuntos de entretenimientos, de distracción, de aventuras. Son, simplemente, las viejísimas leyendas, los antiquísimos romances, las consejas populares de todos los pueblos y países que comienzan a volcarse por escrito.

Falta mucho tiempo todavía, sin embargo, para que podamos hablar de una ‘masificación’ de la cultura letrada o de la forma escrita de culturalización en el sentido que hoy le damos al término masificación, o sea, en el sentido de que una gran mayoría, sino la totalidad de la población, participe de ella.

d) La prensa, en el siglo pasado

La aparición de los periódicos, en el siglo pasado, es el principio de esa masificación de la letra escrita en el sentido contemporáneo. Esas hojas impresas, que difundían noticias, que publicaban avisos comerciales, que ilustraban sobre asuntos científicos o sobre novedades técnicas y que, sobre todo, transmitían mensajes de contenido político, social y religioso, constituyeron junto con la alfabetización universal y el constitucionalismo, el trípode sobre el cual descansó el ideal de la democracia decimonónica.

A partir de ese momento, aumentó considerablemente el número de personas que en forma regular –a veces cotidianamente– utilizaban las formas literarias de comunicación del pensamiento para enterarse de lo que ocurría a su alrededor, para escuchar nuevas ideas, para debatir criterios de acción política o social, para participar, en fin, de la vida política en el amplio sentido de la palabra.

e) La prensa actual (diarios y revistas)

Como había ocurrido con la aparición de la imprenta, cuando la letra escrita comenzó a servir a fines diferentes de los que hasta entonces había atendido con exclusividad (contenidos religiosos, doctrinas jurídicas, códigos morales, testimonios históricos, saber científico, estudios filosóficos) y pasó a ocuparse de cuestiones ‘populares’, la prensa de este siglo es algo muy diferente respecto de la centuria anterior. Quedan periódicos que guardan el estilo de otro tiempo y que, en lo esencial, no han variado su misión eminentemente política, social, y de transmisión de noticias ‘serias’ y de sabiduría científica y técnica. Pero a su lado circulan, en cantidades increíblemente mayores, multitud de periódicos que atienden otro tipo de fines y manejan otro tipo de contenidos informativos o transmiten –directa o indirectamente– otro tipo de mensajes. Entre el Correo de Comercio, que redacta, entre otros, Manuel Belgrano, apenas entrado el siglo pasado, en Buenos Aires, y algunos de los muchos diarios sensacionalistas, dedicados principalmente a la explotación de noticias policiales, de acontecimientos deportivos o de problemas de la vida privada de artistas de gran difusión popular, media, naturalmente, una diferencia enorme.

Simultáneamente, se ha dado otro fenómeno: la aparición de las revistas. Después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente, el mundo occidental se vio inundado de este segundo tipo de periodismo escrito, cuya importancia quizá exceda a la de los periódicos propiamente dichos. Abarcan un espectro prácticamente inacabable de asuntos: desde las cuestiones científicas o las tecnológicas más arduas al deporte de todas clases, modas, de asuntos domésticos, cuestiones dietéticas y de cocina hogareña, decoraciones, entretenimientos y hobbys variadísimos, noticias y comentarios políticos y sociales de cada país y de carácter internacional... Últimamente se han difundido, con éxito extraordinario, revistas que no son sino libros diccionarios, enciclopedias, en forma de fascículos y que comprenden un material variado y amplísimo. No en todos los países del mundo este fenómeno se manifiesta de la misma manera, pero en los genéricamente llamados del mundo occidental es bien visible, aunque con diferencias en unos y otros. En las grandes ciudades, alcanza dimensiones que apenas tres décadas atrás no se hubieran podido imaginar. El habitante de cualquiera de esas grande urbes –aunque con diferencias cuantitativas importantes, pero no como para negar la identidad esencial de la situación– se encuentra hoy, cuando está ante un quiosco de revistas, frente a un inmenso muestrario que le permite satisfacer por sumas insignificantes, apetencias variadísimas. Van desde los aspectos menos valiosos, desde un punto de vista moral, estético o social, hasta los más elevados: puede comprar material pornográfico de la peor especie, o revistas científicas con ilustraciones y textos que medio siglo atrás no tenían posibilidad de adquirir los mejores especialistas. Puede hartarse de material para ‘matar’ su ocio o su aburrimiento o gastar unos pocos centavos par encontrar magníficas ideas aplicables al trabajo sobre tecnología nada simple. Puede empaparse de todos los fenómenos deportivos que le interesen, o seguir exhaustivamente las manifestaciones artísticas de cualquier naturaleza que en su país y en el mundo se estén produciendo. Está en condiciones de enterarse de qué pasa social, política, religiosa o económicamente, en cualquier lugar de la tierra, y de distinguir las informaciones que dan unas y otras tendencias, o simplemente puede limitarse a escuchar el mensaje, el comentario o la interpretación que al respecto le brinda la tendencia que él ha preferido seguir.

En una palabra: la prensa actual, con sus virtudes y sus defectos, ‘es el primer medio que verdaderamente puede llamarse de comunicación de masas, y al transformar todas las previsiones que, con respecto al uso de la palabra escrita tenía formuladas el siglo XIX, ha trastocado también todas las previsiones que ese siglo había hecho para estructurar una política educativa’.

Porque ha ocurrido que estamos en presencia de otra institución de tipo escolar, no organizada como la escuela tradicional ni en forma de sistema escolar, ni obligatoria, ni guiada o controlada por el Estado, pero que es, al fin, otra escuela, de carácter permanente y de inmensos recursos materiales y didácticos. Se desenvuelve al margen de toda política educativa y se caracteriza porque brinda, solamente, lo que sus consumidores quieren voluntariamente recibir. Es, al fin, el uso que las masas hacen –para bien o para mal, es otro asunto y que se puede considerar más adelante– de ese instrumento que en el siglo pasado se dispuso poner en sus manos. Es el uso que, los hombres de este siglo, hacen del alfabeto: quizá no es el mismo que practicaron Lincoln o Sarmiento, pero es el que la realidad nos muestra.

El movimiento de la escuela nueva no captó la importancia de la prensa, en este siglo, como fenómeno educativo, como transmisor de un mensaje y como proceso de culturalización por medio de la cultura letrada. Siguió aferrado a la concepción anterior y continuó suponiendo que la escuela era el ‘hogar único’ de esa cultura letrada, de todo proceso de culturalización.^

Tampoco comprendieron la significación de este fenómeno, los diferentes sectores de la sociedad y sus instituciones, que mantuvieron sus disputas o batallas por el dominio de la escuela más o menos en los términos anteriores, sin advertir que estos nuevos medios de comunicación de masas eran mucho más importantes para el proceso formativo integral que la misma escuela, porque actuaban sobre los adultos y sobre los jóvenes, en forma permanente y con posibilidades materiales infinitamente más amplias que las de la escuela.

f) La radiofonía

Desde la imprenta, por varios siglos se fueron produciendo, sin prisa y casi sin pausa, novedades tecnológicas en los métodos de utilización y de presentación de la palabra escrita. Pero nada había ocurrido por lo que hace a la palabra oral. Desde los más remotos tiempos de la humanidad hasta nuestros días, ya bien entrado el siglo XX, ninguna novedad hubo a ese respecto. Hasta que con la radiofonía tenemos, a nuestro juicio, la ‘segunda gran revolución’ –la primera fue la imprenta– dentro de los medios de comunicación del pensamiento. ¿Qué es, al fin, la radiofonía? Simplemente, la derrota definitiva de un obstáculo que jamás había podido superar la palabra oral: el espacio, la distancia geográfica. Gracias a este milagroso descubrimiento de la ciencia y a este prodigio de la técnica, la voz humana supera las barreras del espacio, caen las distancias, y el mensaje oral, con la plenitud de su riqueza, puede llegar a la vez a multitudes innumerables, a hombres separados entre sí por enormes distancias. Seamos exactos: con la plenitud de su riqueza no, porque la voz, desprovista de la presencia viva del orador sólo lleva el tono, el timbre, la resonancia, ‘algo’ de la emoción con que se habla. Pero es mucho lo que se recupera, si se lo compara con la transmisión escrita. La experiencia es indiscutible: escuchar un mensaje por radiofonía o leerlo impreso en el diario son dos cosas muy distintas. Recordemos el ejemplo de Perón en su último discurso de la campaña electoral del 46: “... salten la tranquera o rompan la tranquera!”. Una cosa era oírlo, otra hubiera sido leerlo, dentro de un amplio texto, en una hoja de papel. Para muchísimos lectores, con seguridad, hubiera sido una frase sin importancia, hubiera pasado quizá inadvertida. Ninguno de sus oyentes, en cambio, la ignoró.

La radiofonía es una novedad que también altera sustancialmente los esquemas que los ideólogos del XIX habían forjado. Su ideal de formas democráticas de gobierno reposaba en una cultura política letrada: el catecismo cívico que era la Constitución (necesariamente escrita, recordémoslo); la alfabetización obligatoria; la prensa libre. La radiofonía introduce un factor perturbador, que rompe los esquemas, altera las previsiones, plantea nuevos problemas, sale del marco trazado originalmente. Casi nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Mientras las multitudes de todos los países –las masas– se incorporaban en un santiamén a esta nueva forma de comunicación del pensamiento, y millones de hombres ‘escuchaban’ radio, durante una cantidad de tiempo infinitamente mayor que el que destinaban a la lectura de libros o de periódicos, las concepciones político-educativas siguieron inamovibles, desatendieron el nuevo fenómeno y prosiguieron en la búsqueda de sus viejos objetivos sin advertir que, a su alrededor, el mundo era otro.

g) La cinematografía

El círculo de la reconstrucción de la integralidad del mensaje se va completando. El problema crucial que el hombre había afrontado era que la palabra oral no perduraba en el tiempo ni se podía difundir más allá de un cortísimo espacio. La escritura supera ambas barreras pero a costa de una enorme pérdida, pues sólo deja el concepto, la racionalidad del mensaje. La radiofonía permite dar un paso notable, como hemos visto. Sin embargo, la imagen humana quedaba siempre ausente. La cinematografía es el otro paso: a partir de ese momento, y sobre todo con la aparición del cine hablado, imagen y voz pueden ser conservadas a través del tiempo. Aparece, en la historia de la humanidad, al lado de la cultura oral y de la cultura letrada, la cultura de la imagen.

¿Qué extraño fenómeno determina que los pedagogos y los educadores están siempre ausentes de estas novedades decisivas para la marcha de la humanidad? Nuevamente, la escuela, la política educativa, los docentes y los pedagogos ignoraron el fenómeno. No comprendieron lo que significaba el cine como factor educativo, no advirtieron el maravilloso instrumento didáctico que había aparecido y la escuela siguió, impertérrita, igual a sí misma. Desde Comenio, sin embargo, habían sido advertidos. El Orbis Pictus había sido escrito siglos atrás. En los textos de Pedagogía se hablaba de la importancia de las ilustraciones y el movimiento de la escuela nueva realizó un titánico esfuerzo por incorporar modernos recursos a la tarea tradicional del aula. Sin embargo, como fenómeno amplio de político educativa, el cinematógrafo no significó nada en los ámbitos escolares ni fuera de ellos. El Estado, la Iglesia y cualquier otro agente dedicado a sostener y dirigir los sistemas escolares mantuvieron sus miras inconmovibles dentro de los moldes previos a estas novedades.

Y sin embargo, a partir de la difusión del cinematógrafo, en todos los grupos sociales, en los cuales se introducía con cierta frecuencia –es decir, en todos los ámbitos urbanos de dimensiones mínimas– comenzaba una diferencia capital, desde los procesos de culturalización, la transmisión de los modos de vida, las costumbres, ideales, formas de conducta, pautas morales, estilos de vida familiares y criterios políticos, religiosos y sociales, en general, son el resultado de las producciones cinematográficas, más que de las tradicionales formas de comunicación que hasta entonces se manejaban, por ejemplo, la ‘convivencia’ tradicional.

Las comunidades cerradas, que tenían difícil acceso a otros grupos sociales, comenzaron a ser sacudidas fuertemente por este fenómeno. En adelante, las formas de vestir y ciertos hábitos sociales dejaron de ser el patrimonio distintivo de pueblos diversos y de localidades particulares: pasaron a convertirse en un estilo prácticamente universal. El cine, que unía la imagen humana a la voz humana, y añadía el paisaje, el movimiento, luces y sombras, después color, los trucos que le permitían lograr cualquier efecto, las reconstrucciones que otorgaban verismo a cualquier falsedad o calidad didáctica a determinada circunstancia histórica o geográfica, técnica o científica, el cine, en fin, ese poderosísimo recurso docente, ese fabuloso medio de comunicación del pensamiento, que todavía agregó la casi hipnótica característica de la sala a oscuras, sin otra posibilidad que atender a un único punto de luz, a una única voz, que representaba un casi mágico elemento que hubiera hecho la dicha de cualquier demiurgo o charlatán de la antigüedad que quisiera atrapar a sus oyentes y convencerlos de cualquier cosa, fue otro elemento más que la política educativa ignoró, que los gobiernos no consideraron, que los pedagogos no entendieron, que la escuela no utilizó.

Para obtener aquella gran misión redentora de la humanidad propuesta en el siglo XIX, los maestros seguían librados a sus fuerzas, auxiliados por la tiza, el pizarrón, el libro de lectura, el texto de la constitución, alguna biblioteca de aula. El movimiento de la escuela nueva le había añadido herbarios, huertas escolares, experiencias más o menos vitales, tallercitos donde hacer algo parecido a artesanías que más o menos remedaban el mundo de la producción, algunos aportes de la psicología evolutiva y métodos y procedimientos sin duda más valiosos, más eficaces. Pero en el fondo, la escuela seguía siendo la misma. Las leyes de política educativa y los gobernantes seguían diciendo a los maestros que ellos eran los encargados de formar a los ciudadanos de la democracia, los fervientes creyentes en la idea de la nacionalidad, los hombres ilustrados... mientras el cinematógrafo atrapaba a niños, jóvenes y adultos de todas las clases sociales, de todas las ideologías, de todas las razas, de todos los cultos y los arrastraba detrás de los mismos gestos, de las mismas ambiciones, de los mismos criterios valorativos... o les enseñaba las mismas lecciones de historia y geografía. En la Argentina, en las escuelas se seguía enseñando historia argentina desde primero a último grado. Los chicos de todo el país, entre tanto, aprendieron magníficamente otra lección: la conquista del Oeste norteamericano, la gesta del Far West, la lucha del blanco contra los pieles rojas.

h) El disco

Es, simplemente, un esfuerzo de la radiofonía. Permite conservar la voz humana, la perduración por tiempo indefinido de un mensaje. Es otro paso en los métodos de comunicación del pensamiento. Probablemente por exclusivas razones económicas, derivadas de circunstancias técnicas no superadas hasta hace muy poco, no se lo usó –más que en medida insignificante– para la difusión del canto y de la música. Desde este punto de vista, representó ser de manera asombrosa un elemento de elevación cultural para las masas. Actualmente, personas de recursos económicos muy modestos pueden alcanzar un nivel de formación musical con las más exquisitas creaciones de todos los tiempos, que medio siglo atrás sólo alcanzaban grupos minoritarios. Es innecesario referirse a su extensión como medio de difusión de manifestaciones musicales populares. Últimamente ha comenzado a servir como difusión de mensajes políticos, sociales, ideológicos y demuestra su enorme capacidad en tal sentido. La aparición de técnicas renovadas en el arte de la reproducción permite entrever, a muy corto plazo, circunstancias que todavía no se advierten claramente, pero que pueden alcanzar repercusión muy grande.

i) La televisión

Llegamos, por fin, a la gran revolución de todos los tiempos, en materia de comunicación del pensamiento. La televisión, el gran debate del siglo XX, la gran conquista para unos, la bestia negra de la cultura para otros, el avance maravilloso para algunos, el tremendo retroceso de altísimos valores para muchos. No entraremos, en modo alguno, en el debate. No interesa para seguir el hilo del razonamiento que venimos rastreando desde el primer capítulo. Sólo necesitamos señalar el hecho de su aparición y de su arrollador e incontenible avance. Allí donde aparece, penetra con la velocidad del rayo. A los primeros aparatos siguen en contados días, cientos, miles. Bastan pocos meses para que una ciudad, una aldea, se convierta en un bosque de antenas. Ni los palacios de lujo, ni los barrios acomodados, ni los sectores humildes y ni siquiera las agrupaciones más miserables que se dan en todas las urbes del mundo, quedan al margen de su espectacular conquista. Nadie se resigna a carecer del aparato de televisión dentro de su hogar, lujoso o miserable. Ya porque tiene de todo y por lo tanto carecería de sentido no poseerlo, ya porque carece de lo más elemental y, por lo tanto, necesita imperiosamente ese recurso que puede convertirlo en un ser igualado con el más rico, ya que disfruta del mismo espectáculo, goza con la misma distracción, se informa de la misma manera y con las mismas noticias y obtiene, en síntesis, una visión del mundo muy similar a la de aquel. El más pobre, el más aislado de los mortales que disponga de televisión, vive ‘en el mundo’ y de alguna manera participa de sus glorias y de sus miserias.

La televisión ha conseguido vencer todos los límites, todas las barreras que encerraban a la palabra oral en marcos estrechos. La difusión espacial es total. Hoy, gracias a los satélites artificiales, no quedan rincones en nuestro planeta inaccesibles al mensaje que ella quiera difundir y en el instante en que desee hacerlo. La perduración temporal es también absoluta: los video-tape conservan el mensaje que se quiera por el tiempo que se quiera. La integralidad del mensaje, ahora sí, es absoluta. La diferencia entre la presencia viva, inmediata del expositor y la presencia de su ‘imagen’ en el momento mismo en que lo dice, suele ser escasa y sólo algunos espíritus muy sensibles o muy evolucionados intelectualmente, la advierten de modo intenso. Para la mayoría, es poco significativa.

La palabra oral, el mensaje de la voz humana, ha conquistado posibilidades inmensas, insospechadas durante toda la historia de la humanidad hasta bien entrado este, nuestro siglo. Ya no es indispensable la escritura para fijar de manera exacta los términos de un mensaje; para que perdure siempre, idéntico a sí mismo a lo largo de los tiempos; para que se difunda a través de toda la tierra. Y ese mensaje, además, se transmite con toda su riqueza: con el tono, con el gesto, con la imagen humana que da el concepto y la emoción que la reviste. La vía de la pasión nuevamente es la primera; la racionalidad –si llega– vendrá después. Es el triunfo de la paradoja incomprendida de Unamuno: los hombres –ahora– racionalizan las doctrinas por las cuales se han apasionado previamente, en lugar de apasionarse por las teorías que han aceptado racionalmente, como creyó el siglo XIX, como supusieron los hombres que montaron un ideal de política educativa y le encargaron a la escuela transformar la humanidad. Por eso, es natural, es comprensible, es nada más que un retorno a las formas de la democracia ateniense o a las modalidades políticas de la ciudad-Estado, que hoy, la televisión sea el instrumento decisivo de las campañas electorales; que gane el candidato más simpático, más elegante en sus presentaciones televisivas, es un escándalo para los racionalistas de la democracia que siguen exigiendo al ciudadano que decida su voto, exclusivamente, sobre la base de elementos racionales de juicio, con los que nada tiene que ver el tono, la voz y el gesto del candidato. Pero es, al fin, retornar a los recursos con que Cicerón arengaba a los senadores romanos para convencerlos de la indignidad de Catilina; es volver a Marco Antonio mostrando al pueblo romano la túnica de César ensangrentada y agujereada por los puñales asesinos, para que la pasión de sus conciudadanos lo designase sucesor. Es, simplemente, volver a la verdad: el hombre es mezcla de pasión y razón. De ahora en más, la política educativa sustentada en una cultura letrada, en un catecismo cívico escrito, en una prensa libre dedicada a los asuntos más serios del Estado, en bibliotecas públicas que ilustrarán permanentemente a los pueblos, en pueblos universalmente alfabetizados, en una escuela obligatoria y en programas partidarios, aptos para el análisis y la meditación individual y silenciosa, no tiene más sentido. La pantalla de la televisión lleva a todos el mensaje envuelto en el ropaje de la pasión, sin necesidad de que quien lo escuche sepa leer y escribir. La inutilidad del alfabeto para las masas puede ser, quizá, algo más que un aterrador fantasma de las obras de ciencia ficción.

*Es imposible extenderse más en este tema que resulta apasionante. Son abundantes los estudios realizados al respecto aunque los escritos originalmente en castellano no abundan en nuestro país –por motivos que no queremos tampoco entrar a analizar ahora– parece volcarse con mucho más entusiasmo hacia los aspectos gramaticales y puristas del idioma. Me permitiría citar, como consulta muy conveniente para este punto, el prólogo que el P. Leonardo Castellani ha puesto a sus comentarios de los Evangelios. (El Evangelio de Jesucristo, Editorial Itinerarium, Buenos Aires, 1957)

^Entre nosotros hubo un hombre que intentó una experiencia sin éxito final: Ernesto Nelson, quien comenzó a publicar un periódico para niños como suplemento de un gran diario argentino. Es algo todavía distante de la cabal comprensión del asunto porque al fin no pasaba de representar una visión “escolar”. Pero fue una intuición que no se repitió, ni aquí ni en otras partes.

 

2. El retorno a la cultura como fenómeno vital

Entramos ahora en un punto crítico de la situación. Es indispensable seguir despacio el razonamiento y no dejarse llevar por los arrebatos de nuestras pasiones, para entender las hipótesis que irán apareciendo. No se trata de ser inconsecuente con Unamuno: somos, sí, seres de pasión y de razón. Si la primera se opone, ahora, a lo que vayamos descubriendo, aceptemos la agonía que supone domeñar a la primera con la segunda. Es probable que a poco andar un nuevo apasionamiento, por el mundo que iremos descubriendo, nos conmueva y nos gane el ánimo.

Estamos en un instante histórico en que la sociedad retorna –después de un breve lapso durante el cual las cosas sucedieron de modo diferente, o al menos se intentó o se creyó que sucedería de modo diferente– a ‘procesos de culturalización extra-literarios’. Durante ese corto período de tiempo –más o menos desde el último cuarto del siglo XIX hasta los años de la segunda posguerra– la falta de lecturas regulares significaba quedar al margen de las formas corrientes de la cultura y congelado el propio caudal cultural. A partir de estos momentos ya no es necesariamente así. La falta de lectura de libros no implica obligatoriamente una desconexión de los fenómenos políticos o de acontecimientos de cualquier clase del mundo circundante. Un analfabeto puede seguir el proceso vital del mundo entero, no sólo de su contorno local inmediato, de su comunidad local. Sin necesidad de leer, puede recibir mensajes referidos a esos acontecimientos, atender opiniones o estar influido por tendencias determinadas. En síntesis: la imagen y la palabra se enseñorean, otra vez, de los procesos educativos y de culturalización.

Los planteos de la política educativa del siglo XIX resultaron, en gran medida, fallidos en dos ocasiones sucesivas en el tiempo. Primero, cuando las formas de cultura letrada, sobre las que asentaron sus aspiraciones y el uso que había supuesto que se le habría de dar al instrumento clave para la gran empresa redentora, fueron suplantadas o dejadas de lado por el ‘surgimiento de manifestaciones’ literarias que no podían imaginar que surgirían. Por segunda vez, cuando los medios de comunicación de masas: la radiofonía, el cine, la televisión –apoyados en la palabra y en la imagen, desplazaron violentamente las formas letradas propias de la escuela, ya que lo que principalmente subsistía de esa cultura literaria son manifestaciones que escapaban por completo a su control y dirección.

Pero cuidado: no debemos creer que este retorno sea tan simple que de verdad volvamos a un ayer. Se retorna al imperio de la palabra oral y de la imagen, es verdad, pero las diferencias son grandes. Entre Marco Antonio arengando a las turbas fanáticas que admiraban a César, entre Cicerón pronunciando sus discursos en el Senado, y De Gaulle por televisión o John Kennedy ganándole una inmortal batalla de atracción personal a Nixon, gracias a la pantalla chica encendida simultáneamente en todos los hogares de Estados Unidos, está la semejanza esencial de una imagen, una voz, una persona, en fin, que se ve, se oye, se admira o se rechaza emotivamente. Pero las circunstancias que rodean estas formas de comunicación son muy distintas.

En primer término, ahora se ha perdido algo que los sociólogos y los psicólogos-sociales llaman el contacto ‘cara a cara’, es decir, la inmediatez física de los interlocutores. Jesús, disponiendo de la televisión o de la radiofonía, hubiera proclamado su mensaje a miles de hombres a la vez y hubiera superado las barreras que la distancia le imponía en su tiempo. Pero no es lo mismo penetrar a través de la pantalla de la televisión que tocar con su mano al hombre que lo sigue y hablar a la multitud que lo ve, vivo, de carne y de hueso.

En segundo término, este tipo de proceso de culturalización y de trasmisión de mensaje es ‘masivo’: no se usa para grupos pequeños, ni siquiera para cantidades, que en otros tiempos hubieran satisfecho ampliamente a exigentes profetas, políticos, líderes o maestros. Un político que antaño recorría, en largas y fatigosas jornadas, el territorio de su país para conquistar votos, ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo, hablaba ante distintos grupos de personas y que sentía muy contento cuando reunía varios miles como auditorio, hoy, creería haber derrochado tiempo y esfuerzos, si una audición de televisión agrupa como audiencia lo que quizá no reunía antes, al cabo de una gira completa. La televisión, la radiofonía, el cinematógrafo –lo mismo que las revistas y el periodismo actual, aunque estos en menor grado– son expresiones para grandes multitudes. Esa característica tiende a intensificarse: las audiciones, las películas, las producciones de todo tipo para esos medios de comunicación manifiestan la tendencia –por razones económicas, principalmente por su costo, que necesita grandes rendimientos– a ser cada vez más exigentes en cuanto a la audiencia.

Todo ello determina una tercera característica del proceso: la palabra oral y la imagen han vuelto por sus fueros, pero no se trata de la palabra oral y la imagen que antes campeaban victoriosamente, es decir, la palabra y la imagen del vecino, del hombre que ‘convivía’, con el prójimo inmediato. El ámbito local o el grupo social de cada uno pierde, por lo tanto, fuerza y poderío, vencido por esas trasmisiones hechas para masas que empiezan a ser mundiales. Esto explica por qué desaparecen las modas locales desplazadas por formas de vestir que imponen la televisión y el cinematógrafo –y las revistas– por todo el mundo. Y téngase presente este fenómeno: desde el punto de vista de la unidad del idioma nacional, ha podido más la televisión en una o dos décadas que la escuela en casi un siglo. En Italia, este es un fenómeno de comprobación indiscutible. La política educativa sigue ignorando lo que ocurre a su alrededor y todavía insiste en que la escuela enseñe a hablar de un modo determinado, mientras la televisión y la radiofonía son la única escuela, junto con el contorno social –que fue la única escuela anterior– que impone hábitos idiomáticos.

Otra característica de este nuevo tipo de proceso de culturalización apoyado en los medios de comunicaciones de masas, es la prodigiosa rapidez con que difunde sus mensajes. Lo que antes requería años para imponerse, se consigue ahora en días. Nuevas modas, nuevas costumbres, nuevas ideas, nuevas pautas morales, nuevos enfoques mentales que antes sólo cambiaban con lentitud, se alteran ahora con increíble rapidez. Esto explica, en buena medida, ese otro fenómeno que es tan conocido y que ha sido tan estudiado: la velocidad del cambio de nuestro tiempo, la famosa ‘aceleración de la historia’ que es quizá la característica más dramática del siglo xx. Las nuevas conquistas de la técnica, traducidas por ejemplo en nuevos aparatos para la vida cotidiana, se imponen en lapsos brevísimos: de un año para el otro, resulta ‘imposible’ vivir sin el artefacto del cual se careció hasta ese instante. No hay duda que un acondicionador de aire es utilísimo, pero sin los fenómenos de la publicidad moderna, sustentados en el poderío del mensaje que se transmite mediante la palabra oral y la imagen –y, en todo caso, apoyado en la publicidad de la letra impresa de diarios y revistas– jamás se conseguiría que su falta se hiciera bruscamente insoportable. Hay cosas más graves: las pautas morales pueden cambiar con facilidad sorprendente. No será lo mismo que para aceptar una nueva bebida o un nuevo artefacto hogareño, pero habida cuenta de la diferencia de categoría axiológica que una y otra cosa representan, la velocidad con que se puede imponer el nuevo criterio moral, resulta aterrador.*

Por último, queda por mencionar otro carácter que asume este tipo de culturalización, basado en los modernos medios de comunicación de masas. Es la necesidad insuperable de que tales medios sean manejados de manera colectiva por los grupos políticos o económicos que detentan el poder. Porque la utilización de esos medios, exige, o un gran poder económico o un gran poder político. Y esto no ha hecho sino intensificarse y no hará sino ir en aumento en el futuro.

Jesús, efectivamente, hubiera dispuesto de un extraordinario aliado si hubiera tenido la televisión a su disposición, o la radiofonía. Pero, ¿se la hubieran dejado usar los poderosos de entonces? Porque no se trata de recursos al alcance del hombre individual, solo, aislado y ni siquiera, a disposición de pequeños grupos o de minorías armadas tan sólo con la fuerza de sus ideas. Estos medios de comunicación, tan poderosos, de tan notables efectos, exigen una gran concentración de poder económico o político para ser puestos en funcionamiento. Es verdad que los adversarios de Perón, en el 46, no comprendieron cabalmente la importancia que adquiría la radiofonía frente a los medios de comunicación basados en las letras impresas –los diarios, los programas partidarios– pero también es cierto que aunque lo hubieran comprendido, cabalmente, no les hubiera sido fácil lograr su acceso a ese recurso. La transmisión del mensaje cara a cara, en pequeños grupos, lleva mucho más tiempo, pero puede alcanzar éxito al margen y aún en abierta oposición a los designios de los grupos políticos o económicos que detentan el poder en cada circunstancia histórica.

Por todo lo expuesto, se advierte que estamos, efectivamente, frente a un retorno de la cultura oral y de la imagen, pero no ante un simple resurgimiento del ayer, sino frente a una situación radicalmente nueva que coloca a la escuela ante un problema crítico.

*Lo cual no implica un juicio de valor sobre esa rapidez porque en última instancia ese juicio siempre dependerá de lo que pensemos acerca del nuevo criterio que se haya impuesto. En una ocasión nos parecerá formidable esa rapidez; en otra, espantosa.

 

3. Desplazamiento de la escuela como eje del proceso educativo

En el capítulo II explicamos cómo, a partir de mediados del siglo pasado, la escuela –hogar de la razón y de la cultura letrada– pasó a convertirse en el eje del proceso educativo, que hasta entonces había estado centrado en la sociedad. Y aclaramos: “pasó a ser el eje del proceso educativo, o se pretendió que fuera el eje del proceso educativo, o comenzó a creerse que era el eje del proceso educativo”. Veamos con un poco de detenimiento la evolución de este proceso. (Que, como indicamos antes, hemos analizado en parte en el capítulo sobre “La escuela y la sociedad” en La misión de la Pedagogía.)
Hasta mediados del siglo XIX, para la gran masa de la población, el proceso de culturalización y de formación general era un fenómeno ‘vital’, que se daba en los ámbitos familiares y sociales. A partir de ese momento –es todo el desarrollo del capítulo II de este trabajo– surge la idea de que ser ‘iletrado’ significa ser ‘inculto’, quedar al margen del proceso de culturalización. La escuela pasa a ser, para la concepción político-educativa de ese momento histórico, el eje del proceso educativo.

El movimiento de la escuela nueva no altera esa concepción. Allí está el error que le achacamos. Ese movimiento comprendió que no se habían logrado satisfactoriamente los ideales redentores asignados a la escuela por la política educativa del siglo anterior, pero en cambio se entendió que esos ideales debían ser logrados por otros medios, se dispuso introducirlos en la escuela y a mejorar la escuela para poder alcanzarlos.

Pero ahora, ya entrada la segunda mitad del siglo XX, nos encontramos con una situación radicalmente nueva, como hemos dicho: se trata de la aparición de los medios de comunicaciones de masas, y en particular los que se basan en la palabra oral y la imagen, que de hecho, y aunque la escuela y la política educativa lo adviertan o no, lo acepten o no, lo han despojado de su papel de eje del sistema educativo. Ese eje se ha desplazado nuevamente hacia la sociedad, como antes, pero con una diferencia: ahora la sociedad no actúa directamente, sino por obra de unos intermediarios que son los medios de comunicaciones de masas.

Cronológicamente, la evolución es como sigue:

a) la sociedad es el agente fundamental del proceso de culturalización de sus miembros. Actúa directamente, en relación de hombre a hombre, por influencia sobre pequeños grupos, mediante procesos orales y de convivencia inmediata;
b) la sociedad actúa por sí misma pero, además, se ayuda para grupos minoritarios y para cierto tipo de contenidos culturales que debe transmitir, con la escuela y con formas literarias:
c) la escuela y las formas literarias de la cultura pasan a convertirse en la base del proceso de culturalización, fuera de las cuales ese proceso no existe (o se pretende que no exista, o se cree que no existe...);
d) la sociedad recobra su papel central y principal en el proceso de culturalización pero no actuando directamente sino ‘a través de’ los medios de comunicaciones de masas;
e) los medios de comunicaciones de masas se convierten en el eje del proceso educativo y de culturalización.

 

4. Las tres etapas históricas de la política educativa

Llegamos, entonces, a la conclusión de nuestra hipótesis. Hemos analizado lo que llamamos las tres etapas históricas de la política educativa.

La primera corresponde al nacimiento de la política educativa propiamente dicha. Podría indicarse que se desenvuelve –entendiendo las fechas nada más que como grandes aproximaciones o generalizaciones, y considerando los momentos en que las características básicas se dan de manera clara, definida y permanente en casi todo el mundo– entre 1870 y 1914. Es la etapa en la cual se asigna a la escuela la misión redentora de la humanidad.

La segunda va desde el término de la Primera Guerra Mundial, 1918, hasta el estallido de la guerra civil española, 1936. Corresponde a la difusión del llamado movimiento de la escuela nueva o de la nueva educación y representa el intento de perfeccionar los sistemas escolares, para poder cumplir con más eficacia las misiones que le había asignado a esos sistemas, la etapa anterior.

La tercera comienza a desarrollarse al término de la Segunda Guerra Mundial, es decir, a partir de 1946 y alcanza su momento culminante en la década del 60 al 70. No se ha perfilado todavía de manera clara. Significa que la política educativa comprende que la escuela no es ni puede ser –pero no por carencias o imperfecciones sino por definición– el recurso capaz de obtener aquella vastedad, cuantitativa y cualitativamente hablando, de fines políticos, sociales y económicos que se le habían encargado en las etapas anteriores, y que debe encararse, más que una política educativa referida a los sistemas escolares, ‘una política cultural’ que considere a esos sistemas como ‘parte’ de una labor mucho más amplia y compleja. Dentro de esa política cultural, los medios de comunicaciones de masas tendrán un papel fundamental y reemplazarán, en gran medida, funciones y tareas que hasta ahora se le confiaban a la escuela.

Cómo se desarrollará concretamente esta nueva etapa, cuáles serán sus manifestaciones legales o institucionales, y qué modalidades presentarán los conflictos que, sin duda, habrán de suscitar, habremos de verlo en las décadas que faltan hasta concluir el siglo XX. Es probable que sólo alrededor de la última década del siglo se perfile definitivamente y logre montar mecanismos de acción propios, que tendrán muy poco que ver con las modalidades educativas y de culturalización que hasta este instante estamos habituados a conocer.


volver a home | libros | capítulo IV

© Copyright by
Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina