Capítulo I

La escuela redentora de la humanidad

1. El siglo XIX

Alguna vez hemos dicho que el siglo XIX representa la culminación de una maravillosa aventura humana: comenzó con el Renacimiento y en lo esencial consistió en hacerse el hombre dueño de sí mismo. "El humanismo y el Renacimiento son un vasto y profundo movimiento cultural, riquísimo en motivos y actitudes, que tiene sus raíces en el siglo XIV, florece con grandioso esplendor en los siglos XV y XVI y se halla todavía latente en los siglos XVII y XVIII (Galileo y Vico son todavía hijos del Renacimiento)"*. Es verdad. El siglo XVIII es heredero de la inspiración renacentista: liberar al hombre de todos los amos que hasta entonces lo esclavizaban, liberarlo más en su espíritu que en su cuerpo, más en su capacidad de ser dueño de sí y de sus pasiones que en un sentido político y económico. Tampoco esto último se descuidó, por cierto, y los movimientos liberales y republicanos son consecuencia inmediata de posiciones filosóficas de sólido arraigo en el humanismo del cuatrocientos. La postura heroica de algunos carbonarios, el sacrificio de la propia vida ante la fuerza de los tiranos que inspiró a muchos mártires republicanos en el siglo XIX, se inspiran, de una u otra manera, y a pesar de la posición antirreligiosa de la mayoría de ellos, en el principio pascaliano: "Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento". Pero ese principio no se entiende ni cobra fuerza sin el contexto del cual es conclusión: "El hombre no es más que una caña, la más débil de la Naturaleza, pero una caña que piensa. Para destruirla no es necesario que se aúne el Universo entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es, todavía, más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él".

Es indispensable, sin embargo, que se inicie el siglo XIX para que el hombre comience a sospechar que aquel ideal de liberación está al alcance de la mano. El temor a las fuerzas misteriosas de la Naturaleza queda atrás por los avances de la ciencia, el temor al hambre y a la miseria ceden por los progresos de la técnica que, aplicada a la producción, ha logrado hacer desaparecer, al menos, los siniestros períodos de hambruna; las pestes horribles son azotes menos frecuentes, el temor a los tiranos decrece, porque la libertad de todos los hombres, ahora ciudadanos, comienza a estar asegurada; el temor a un Dios bíblico que premia y castiga parece también ceder paso a la razón, que no cree sino en lo que puede demostrar, y a la libertad, que no acepta sino lo que quiere aceptar. El iluminismo dieciochesco entiende la ciencia como "medio de poder y de dominio, como instauratie ab imis del regnum hominis... es ilusión cualquier causa no física, providencial o finalista (Dios), como cualquier otra autoridad (Iglesia, Estado) superior a la Razón y jactanciosa de sus orígenes no humanos es falsa autoridad, la cual campea a expensas de las 'supersticiones' y de la 'ignorancia' de los pueblos. Aclarar con las 'luces' de la razón las 'tinieblas' de la superstición, de modo que sea redimida la Humanidad del peso de la autoridad del pasado y de los poderes constituidos, ídolos adorados bajo los falsos despojos de la verdad, es el fin perseguido por los iluministas, a la vez con fe y con fanatismo de apóstoles"^. Recordemos las últimas palabras, "a la vez con fe y con fanatismo de apóstoles".

Así, entonces, el hombre del siglo XIX entra en la historia, sintiendo detrás de sí un vasto trabajo, un largo madurar de centurias que lo instalan al borde de su reinado. Siente que está al borde de la tierra prometida por la ciencia y la razón, a un paso de las grandes verdades y de la instauración del orden social, basado en la justicia y en la libertad.

Lo sustentan el racionalismo cartesiano con su duda metódica; el Novum Organum de Bacon con su método experimental. Es el triunfo de Galileo: "E pur si muove..." Caña pensante, ha podido morir, pero sabía que moría y su dignidad era superior a quienes forzaban su voluntad y doblegaban, en apariencia, su libertad.

El positivismo decimonónico no agrega nada nuevo. Quizá, por el contrario, al sentirse vencedor, pone un toque de jactancia en su postura. "En el siglo XIX, la filosofía aparece formalmente negada, lo cual supone un peculiar hastío del filosofar, provocado, al menos parcialmente, por el abuso dialéctico en que cae el genial idealismo alemán. Entonces surge la necesidad apremiante de atenerse a las cosas, a la realidad misma... y la mente europea de 1830 encuentra en las ciencias particulares el modelo que ha de trasladar a la filosofía. La física, la biología, la historia van a aparecer como los modos ejemplares de conocimiento. De esta actitud nace el positivismo."+

El positivismo, pues, desdeña la metafísica. Se apoya en las ciencias que, a su vez, han florecido sobre el método experimental, el Novum Organum. La duda metódica permite al hombre racional no aceptar sino lo que son verdades 'claras y distintas'. El mundo nuevo está a las puertas.

A todo esto se añaden las concepciones políticas y económicas que otorgan también su sello distintivo a esta centuria. Como en el caso de las ideas filosóficas, esas concepciones tienen su origen en momentos históricos anteriores, pero es ahora cuando parece que llega el instante de su aplicación concreta. La democracia es un ideal filosófico-político. Su primera aspiración es hacer efectiva, vigente en el plano de la vida cotidiana, la idea cristiana de la igualdad. Mil novecientos años atrás esa idea quedó proclamada como fundamento de la visión cristiana del mundo y del hombre. Entonces llegará la oportunidad de tornarla operante en el plano de las circunstancias temporales. La igualdad ante la ley; la igualdad de las oportunidades, la igualdad para decidir sobre el propio destino, la igualdad para sufrir y para disfrutar de los males y de los bienes que cada grupo social tiene asignados. Igualdad de los individuos a despecho de sus familias, de sus orígenes, de su sangre. "La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento...": es el viejo credo de la Revolución Francesa, transformado en norma constitucional.

La segunda aspiración de la democracia es la libertad, en lo político, en lo social. Librar al hombre de la opresión de los tiranos de los monarcas absolutos –que tiempo atrás habían sido aliados de los pueblos en la lucha contra los señores feudales, pero que en ese momento eran sus nuevos amos– y, además, de la esclavitud que imponían las organizaciones gremiales, las corporaciones de cualquier tipo. No más obligación de tomar el oficio del padre, del abuelo. Cada hombre es dueño de su destino, es libre de resolver su vida como mejor le parezca o según se lo permitan sus posibilidades, sus inclinaciones, sus aptitudes libremente desenvueltas. Cada hombre tiene derecho a ser respetado en su cuerpo y en su espíritu. La prisión debe justificarse por medio del aparato de la ley, el arresto por órdenes escritas de autoridad competente. La violencia no debe ejecutarse ni en lo físico ni en lo moral. Nadie puede ser empujado a una religión que no admite por sí mismo ni a un oficio que no ha elegido ni a una celda que no haya merecido de acuerdo con los códigos.

La democracia quiere algo más, por fin. Esta libertad, esta igualdad, exigen el derecho de los pueblos, de los hombres, de ser dueños de sus destinos como sociedades organizadas. La soberanía vuelve al pueblo. La teoría del "contrato social" se torna realidad y opera por medio de la representación: "Nos, los representantes del pueblo..." La monarquía sabauda, al ceñirse la corona de Italia unificada merced a la colaboración de los republicanos, llega a una transacción y firma sus disposiciones: "Rey, por la gracia de Dios y la voluntad de la Nación... "Los americanos van más allá y ningún país del nuevo continente acepta reyes: la República es el ideal que impera del norte al sur.

Este conjunto de ambiciones debe realizarse en la práctica. Es necesario organizar la vida política y social de los pueblos para que funcionen institucionalmente, para que exista el orden y no sobrevenga la anarquía; para que el progreso, no el caos, sea la consecuencia de la libertad y la igualdad, para que los derechos de cada uno concluyan donde comienzan los de los otros ciudadanos; para que el pueblo pueda elegir sus representantes y estos gobernar en su nombre y rendirle cuentas. No olvidemos que los hombres del siglo XIX son herederos del iluminismo y del racionalismo. Sus grandes éxitos han llegado por las de la ciencia experimental y de los principios y métodos positivos. Entonces, de lo que se trata es de organizar 'racionalmente' el contrato social y montar un sistema de gobierno y administrativo 'claro y distinto'. El resultado es una Constitución. El constitucionalismo es la traducción política de los ideales del iluminismo y del racionalismo. La doctrina de los tres poderes es, simplemente, el más alto ejemplo de racionalismo político que podamos encontrar. Queremos un gobierno eficaz, pero también queremos evitar despotismos: dividamos sus funciones básicas en tres partes, pues de esa manera podrá cumplir mejor su tarea. Es el principio racional de la división del trabajo, de la especialización. Pero, además, se monta un delicado sistema mediante el cual cada 'poder' vigila y controla al otro: al menor exceso o avance de uno de ellos los dos restantes intervienen y, si fuera necesario pueden destituirlo y convocar a su reemplazo.

Las constituciones representan, asimismo, conjuntos de leyes fundamentales que establecen los principios esenciales sobre los cuales se habrá de sostener la vida política y social; que dan las normas centrales del 'funcionamiento' del cuerpo social, que establecen las garantías, las libertades, los derechos y las obligaciones capitales; que reglan, por fin, las relaciones entre las diversas instituciones y jurisdicciones o partes que componen la Nación.

Algo más todavía: en América las constituciones asumen un papel diferente del que cumplen en Europa. "Allá es nada más que una etapa en la transformación multisecular; aquí, el punto de partida de toda evolución."#

Por eso, también se puede decir con justicia que entre nosotros la Constitución es, más que nada, un programa por realizar, una ambición por cumplir, un ideal por lograr. Cuando la Constitución argentina dice: "La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma republicana, representativa, federal..." debe entenderse que a partir de ese instante, a partir de esa declaración, se procurará, se intentará que la Argentina tenga un gobierno republicano, representativo, federal. A partir de ese momento todos habremos de esforzarnos por cumplir ese programa de acción, por hacer realidad ese enunciado que nos ha de servir de guía, de norte. La Constitución –sobre todo en América– ha de ser escrita. Cito nuevamente a Carlos Sánchez Viamonte:

"Asombra que se hable de Estado de Derecho... sin reconocer que eso es una pura ilusión, cuando no un sarcasmo, sino existe el ordenamiento integral, estable e inviolable contenido en una Constitución escrita, puesta con solemnidad y trascendencia de ley moral, y hasta con ciertas características de tabú, a gobernados y a gobernantes por voluntad del pueblo y para el logro de su posible felicidad." Y más adelante: "La expresión 'Estado de Derecho' significa que la comunidad humana se halla sometida, toda ella, sin excepción, a normas fundamentales, cuya vigencia excluye, en principio, la arbitrariedad. Es evidente que tal cosa no puede ocurrir si estas normas aparecen escritas, porque 'sólo la escritura' puede darles la exactitud y fijeza indispensable para su conocimiento y aplicación uniforme, con fuerza igual sobre todos los miembros de la sociedad".

Estamos frente a un aspecto importantísimo y quizá no suficientemente estudiado: la fijeza de la escritura va unida a la racionalidad de la expresión, a la claridad del concepto y –dato fundamental– a la posibilidad de que el pueblo-soberano pueda leer el texto correspondiente. Como la Biblia para los protestantes, la Constitución es el libro por excelencia para los republicanos del XIX, y así como la Iglesia de la Reforma debió ser docente y alfabetizadora, la democracia no pudo dejar de serlo, so pena de perder las bases sobre las que había de sustentarse en la realidad de su funcionamiento.

Para concluir este panorama, queda por señalar que las posiciones de los economistas no son sino las líneas necesariamente coincidentes con los principios filosóficos y políticos enunciados. La fisiocracia es la consecuencia de las ideas de la ciencia experimental aplicada a la producción agropecuaria. La tierra, como sustento de la Riqueza de las naciones, es una especie de corolario irrefutable derivado de las circunstancias y de los datos que podía ofrecer la época, en lo referente al mundo de la producción y del trabajo. El liberalismo económico, la teoría de la libre competencia entre los hombres y entre los pueblos, la división del trabajo entre las naciones, la ley de la oferta y la demanda y la misión del Estado, de custodio del orden necesario para el mundo de la economía, son principios racionales e indispensables para el poder mantener una coherencia lógica del pensamiento y la debida correlación con la evolución histórica.

Queda un punto final por considerar dentro del panorama histórico del siglo XIX. Se trata del fenómeno de la constitución definitiva de las nacionalidades modernas. Como es sabido, este proceso se inicia muy atrás, pues prácticamente la quiebra del feudalismo tiene sus primeras manifestaciones –por supuesto, desde un punto de vista muy general y al margen de las prácticamente innumerables circunstancias de detalle que un estudio especializado podría señalar– ya en los siglos XII y XIII. La aparición de las monarquías absolutas es un paso hacia la constitución de los estados centralizados contemporáneos. Contra lo que suele aceptarse, representan no la antinomia con un concepto de libertad política de estilo democrático sino la contrapartida de organizaciones políticas, donde el poder se atomizaba y donde la ley –buena o mala, despótica o benévola– queda al fin en manos de incontables señores. Por eso es que la famosa frase de Luis XIV –el Estado soy yo– que suele mencionarse como ejemplo de absolutismo contrapuesto al espíritu de libertad de la Revolución Francesa, es, en verdad, algo muy diferente. El monarca que la pronunció no tenía probablemente en vista, cuando la dijo, a los 'individuos' que componían la Francia de entonces, ni la intención de señalar su poder omnímodo sobre ellos, cosa, por lo demás, que ni siquiera pensaba porque no se le ocurría suponer que pudiera discutirse. El sentido exacto de esa expresión es advertir a todos los restos del antiguo orden feudal: las viejas corporaciones, los estados eclesiásticos y de cualquier otro tipo de organización por entonces existente, que en Francia no había sino un gobierno y que el Estado estaba representado única y exclusivamente por el Rey. Era, en síntesis la afirmación de la definitiva derrota del feudalismo, del regionalismo, de la pluralidad de cualquier naturaleza.

El proceso de consolidación de los estados nacionales modernos puede simbolizarse, en la evolución de España, desde la unión de Fernando e Isabel. Con su bisnieto Felipe II, de hecho queda consolidada la unidad nacional española, como con Luis XIV la de Francia, por supuesto que sobre la obra de sus antecesores, a partir de Luis XI pero, en particular, por la acción decisiva de Richelieu durante el reinado de Luis XIII. El siglo XIX es nada más, desde este punto de vista, que la conclusión del proceso: con Alemania e Italia queda completo el cuadro de las grandes nacionalidades modernas y desde entonces la 'nación' es el sustento político de Occidente. O, como dice Julián Marías, "desde 1870 la nación es el gran supuesto de la vida política europea".

Pero lo que a nosotros nos interesa destacar es que la constitución de las nacionalidades modernas acusa un largo proceso histórico que encuentra sus mayores exigencias formales ahora, en el siglo XIX. Estas "unidades nacionales" se logran sobre la base de disputas seculares y de conflictos de vieja raigambre. Es necesario superar diferencias raciales, lingüísticas, religiosas, de usos y costumbres, de formas de vida, geográficas, etcétera. No es fácil lograr ese tipo de superaciones. En muchos casos ha sido imposible. En otros se obtuvo éxito parcial, en algunos pocos, completo. Es indispensable un ligero análisis del tema.

Las diferencias raciales sólo se vencen mediante tres caminos: la integración y mezcla sexual de los componentes de los diferentes grupos humanos hasta que mediante un largo tiempo –siglos, por lo menos– van desapareciendo los rasgos distintivos de cada uno y comienzan a perfilarse los de la nueva raza o agrupación étnica; la expulsión de los que componen los grupos minoritarios, o que carecen de fuerza y poder, fuera de los límites geográficos del territorio nacional; o el genocidio. Los dos últimos medios repugnan, por supuesto, los criterios éticos y los sentimientos más elementales. En algunos casos dramáticos, el último fue intentado, sin embargo, y quedan en la historia de la humanidad como muestras de la existencia de disposiciones morales de increíble perversidad. El segundo tiene su versión contemporánea en la doctrina del apartheid o en actitudes racistas que también suelen merecer la condena de los mejores sectores sociales. El primero es, como dijimos, muy largo en el tiempo y presenta otra dificultad insuperable: no se puede forzar, no se puede imponer por ley. Es fruto de circunstancias especiales que se dan o no al margen de la voluntad de los gobiernos y de las necesidades políticas. Por lo tanto, frente al problema de la diversidad racial no le ha quedado otro camino a los estados nacionales modernos, que aceptar la doctrina del pluralismo y de la concesión de la nacionalidad jurídica a todos los naturales del territorio nacional sin atender a sus orígenes étnicos.

Luego del período de las luchas religiosas a que dio origen la Reforma, y después de los dolorosos esfuerzos de países como España por superar, mediante conversiones obligatorias o expulsiones, las diferencias de credos en su suelo, los estados nacionales han debido concluir también, por aceptar, de buen o mal grado, con mayor o menor honradez, pero siempre de manera institucionalizada, la pluralidad religiosa. El edicto de Nantes es el símbolo de esta postura: por encima de la religión, el Estado exige la adhesión a la nacionalidad. Con esa condición, permite o tolera todos los credos, todos los cultos.

Hay aún otro problema delicado: el idioma. Es sabido que no puede aceptarse, prácticamente, la existencia de una unidad nacional si todos sus componentes no pueden siquiera entenderse, si hablan diversas lenguas. No podemos entrar ahora en el análisis menudo de este problema: el de la unificación lingüística de las nacionalidades modernas; pero, es sabido que constituye un capítulo apasionante y riquísimo de la historia de estos pueblos. Los esfuerzos, que la mayor parte de los estados nacionales han hecho por lograr esa unificación, son muchos, y revelan las grandes dificultades que es necesario superar. Los resultados son variados. Existen países que han logrado un margen de éxito apreciable; otros afrontan todavía luchas internas en este sentido; y algunos pocos han concluido también –como en el caso de la religión– por aceptar el pluralismo idiomático, de lo cual Bélgica y Suiza son los ejemplos más notables. Aunque los resultados, por lo que se refiere a la efectiva unidad de la población, son completamente distintos en uno y otro caso.

Queda, por último, el vasto campo de lo que puede denominarse técnicamente 'cultura folk': los usos, costumbres, tradiciones locales, formas de vida, modas en el vestir, hábitos de comensalía..., manifestaciones literarias, musicales, plásticas, que caracterizan las culturas de los diferentes grupos humanos. ¿Qué perspectivas hay de lograr que algunos de esos elementos sean aceptados con carácter 'nacional' y pasen a formar parte de una comunidad política unificada por encima de regiones y de grupos locales? ¿Tiene sentido –o es en última instancia un contrasentido si hablamos con propiedad– intentar un 'folklore nacional'?

Pero todos estos esfuerzos están debidamente fundados en una necesidad absoluta, de vida o muerte para los estados nacionales modernos.

Esa necesidad es la siguiente: todas las comunidades políticas requieren de sus miembros componentes, un sentimiento de adhesión, de afecto –racionalizado o no– hacia la 'institución' política, hacia el grupo políticamente definido. Desde las comunidades primitivas esto se manifestaba en las conocidas deformaciones físicas o en el señalamiento físico con caracteres indelebles, de tal manera que ninguno de sus miembros pudiera abandonar el grupo o, siquiera, dejar de ser reconocido como perteneciente a él. Ahora bien: las comunidades políticas, anteriores a las nacionalidades modernas, tenían ciertos rasgos que facilitaban esos sentimientos de adhesión de pertenencia, ya fuere –repetimos– racionalizados o no, ya con conciencia de su existencia o no. Una cierta pequeñez territorial daba a la comunidad política una identificación con un paisaje geográfico más o menos visible, más o menos factible de ser recorrido o reconocido. Un clima, un ámbito identificado por llanuras o por montañas se unía en el ánimo del israelita, del romano, del ateniense, del vasallo, del señor feudal, con el sentimiento de adhesión a la estructura política institucional correspondiente. Todos los miembros que componían esa comunidad, además, se identificaban por la participación en el uso de una misma lengua, por el acatamiento de usos y costumbres idénticos, por la práctica del mismo culto religioso, por la pertenencia a una misma raza. Fuera de ese mundo, existían los 'otros': los gentiles para los judíos, los bárbaros para los romanos.

Cuando comienzan a formarse las 'naciones' muchos de estos elementos, como queda dicho, desaparecen. El paisaje geográfico –excepción hecha de algunas naciones de reducidísima extensión– no cuenta ya como elemento unificador, y queda sólo como dato que apega al 'terruño', al solar natal. Es imposible para la visión humana abarcar la amplitud territorial y solamente un mapa –elemento puramente abstracto, racional, que requiere un previo proceso intelectual formativo– puede suplir esa visión. La lengua no siempre es elemento de contacto. La religión, tampoco. La cultura folk, menos todavía. Pero las monarquías contaban aún con un importante elemento a favor de esta unidad nacional: el sentimiento de adhesión al monarca, que era la representación visible y concreta de la nacionalidad. Mientras todos los habitantes de España y de Italia se reconociesen como súbditos de un monarca común, algo podía esperarse, y esa adhesión, además, era posible lograrla sobre la base de una persona de carne y hueso, que los miembros integrantes de la nación podían ver y hasta tocar.

Las repúblicas ni siquiera disponen de este recurso. Prácticamente, ¿qué les queda como elemento unitivo? ¿Sobre qué elementos lograrán esa unidad nacional, ese sentimiento de adhesión a la comunidad política? La nación es un concepto abstracto y racional, no una persona de carne y hueso como el monarca. La República es un ideal de gobierno, no un territorio identificable con un paisaje. Los compatriotas son hombres y mujeres que a veces hablan lenguas diferentes, que creen en dioses distintos, que practican costumbres que en nada se parecen, que provienen de razas desconocidas, que viven, en fin, de otro modo.

Los estados nacionales modernos se ven, entonces, y desde sus más remotos orígenes, enfrentados a una exigencia dramática: lograr la unidad nacional obtener sentimientos de adhesión a la comunidad política que ellos representan por encima de todas las diferencias, por sobre los pluralismos de cualquier naturaleza. Que haya en Alemania católicos y protestantes, pero que se reconozcan todos, de alguna manera, como alemanes. Cuando en 1860 se instala, por fin, la monarquía italiana sobre el vasto mosaico de regiones, ciudades y reinos que por siglos habían formado el variado muestrario político de la península mediterránea, uno de los más lúcidos luchadores por ese ideal dijo: "Hemos hecho a Italia; nos falta hacer a los italianos". ¿Qué decir de los países americanos, conformados aluvionalmente sobre la base de inmigraciones no siempre seleccionadas y que en un primer momento provocaron situaciones críticas por la disparidad de lenguas, religión, costumbres y modos de vida, amén de las heridas abiertas por luchas fratricidas y rencillas localistas de todo tipo?

*M. F. Sciacca, Historia de la filosofía, E~I. L. Miracle, Barcelona, 1954, p. 262.

^M. F. Sciacca, op. cit. p. 377.

+Julián Marías, Historia de la filosofía, Educativa. Revista de Occidente, Madrid, 1943, p. 295.

#Carlos Sánchez Viamonte, conferencia dictada en el Colegio de Abogados de Buenos Aires.

 

2. El Estado cultural

Recapitulemos los datos de la situación descripta y podremos deducir la consecuencia necesaria. Coincide con lo que la historia nos demuestra. El hombre vive en pleno imperio del racionalismo y de la fe en el progreso científico, técnico y social. Los estados nacionales modernos se han consolidado políticamente, pero afrontan una dificultad enorme, a veces aparentemente insuperable, para obtener el sentimiento de unidad nacional, de adhesión a las patrias nacionales. El pueblo, por otra parte –o sea: la totalidad de los miembros integrantes de la comunidad política nacional, sin distinciones de ningún tipo– ha de asumir sus derechos y deberes, en una palabra, ha de ejercer la soberanía que le corresponde y vigilar que ningún tirano vuelva a oprimirlo. En paz, en orden, cada nación y cada hombre alcanzará la plenitud de su destino y quien llegue a poco, sólo deberá achacarlo a su propia incapacidad o a su escasa voluntad.

Para lograr esa unidad nacional tan indispensable, hemos visto que muchos caminos están cerrados, o son difíciles, o, intentados una vez, demostraron su impracticabilidad. La unidad religiosa no se puede imponer; la unidad racial es un ideal casi imposible o que al menos exige larguísimos plazos. Quedan algunas vías donde parece haber mejores probabilidades de éxito y que en algunos casos han demostrado ya su transitabilidad. Por ejemplo, el campo del idioma y el amplio mundo del tesoro cultural propio de los pueblos que forman las nacionalidades: literatura, artes, folklores. Comienzan, entonces, los estados nacionales modernos a ocuparse de ciertas actividades que antes no atendían. Hablamos, por supuesto, desde el punto de vista de una política permanente, sistemática, intensiva y no de episodios anecdóticos o aislados en el curso de la historia. Tampoco consideramos ahora la acción cultural de ciertos monarcas, pontífices o señores que la realizaban por un afán de mecenazgo sincero o interesado o por una afición personal que poco tenía que ver con la 'razón de Estado'. El Estado que comienza a considerar los fenómenos culturales como cuestión política de importancia es otra cosa: es el que ha comprendido que allí tiene una base donde poner pie firme para consolidar una unidad de sentimientos y de ideologías de que carece por naturaleza. Richelieu, fundando la Academia Francesa, no es un simple mecenas renacentista ni un monarca aficionado a las letras, ni siquiera un déspota ilustrado (que comprende la jerarquía de ciertas manifestaciones culturales, aunque su compleja personalidad tenga algo de todo eso: es un hombre de Estado empeñado en unificar a Francia por encima de duques y de barones, por sobre protestantes y católicos, por sobre amores localistas de bretones o de vascongados. Está poniendo ladrillos en el muro que servirá de apoyo a Luis XIV para su frase famosa ante los estados generales. España impone la lengua de Castilla a toda la península: es obra de unidad. Expulsa a los moros y a los judíos. Pero en el siglo XIX hay otras armas: no en vano han pasado la ilustración y la ciencia experimental. Todas las naciones modernas fuerzan algo que es, en el fondo, un contrasentido: hacer de lo folklórico un valor nacional. Lo que es, por definición, regional debe tornarse –puede decirse que por ley– nacional. A partir del siglo XIX cada país tiene su gran obra escrita, a la que hay que rendir reverencia de hecho, bajo pena de irrespetuosidad patriótica. Lo mismo pasa con la música, con la pintura y con los respectivos autores. Los aspectos más representativos, más extendidos o más estéticamente valiosos del folklore se extienden por todos los medios posibles de difusión y se les asigna el carácter de representatividad nacional. Poco a poco, se hace lo mismo con algunas comidas, con ciertas costumbres y con vestidos, danzas, leyendas. Ha nacido el Estado cultural.

En esta labor, la unificación idiomática juega un papel destacado. La implantación de una lengua común a toda la nación se hace obra indispensable en un gran número de casos. Son muy pocos los países que adoptan la solución del pluralismo idiomático. La mayoría impone el aprendizaje de una lengua 'nacional' u 'oficial' por sobre los dialectos o las lenguas regionales locales. Según las circunstancias y las posibilidades o las posiciones más o menos autoritarias o liberales, se admite en mayor o menor grado la supervivencia de esas lenguas, pero de una u otra manera, se procura su desaparición, o al menos reducirlas al plano de la comunicación familiar, regional. Es sabido que estas luchas no han desaparecido, pero constituyen un capítulo esencial en la política cultural y educativa de los estados nacionales modernos, en particular desde el siglo XIX, según veremos un poco más adelante con algún detalle.

¿Cómo conseguir satisfacer todas estas necesidades? ¿De qué medio valerse para obtener estos ideales de unificación nacional mediante la imposición de pautas y de modelos culturales comunes, de un idioma nacional, de un modo de vida que tenga formas similares por sobre todas las diferencias? ¿Cómo elevar a estos viejos súbditos, acostumbrados a todos los señores de la historia, a asumir su soberanía como pueblo? ¿Cómo lograr que estén en condiciones de defender permanentemente la libertad que han conquistado y de legarla a sus hijos y a los hijos de sus hijos? ¿Cómo hace que marche la compleja maquinaria institucional y administrativa montada, para que de ahora en adelante funcione normalmente, para que los ciudadanos sepan elegir sus gobernantes, participen de las grandes decisiones y expresen su voluntad a los representantes que hablarán por ellos en las cámaras y en los municipios y en los partidos políticos? La contestación, para los herederos de la ilustración y del iluminismo, para los descendientes de Rousseau, los admiradores de Pascal, los seguidores de Comte, los admiradores de Newton, para los científicos experimentalistas, para los creyentes en las doctrinas de la fisiocracia y del liberalismo no podía ser sino la que fue: la ilustración del pueblo, la instrucción pública universal, obligatoria, la alfabetización, como el instrumento madre que logrará el resultado buscado. La escuela universal, obligatoria, gratuita, común –y, para muchos de ellos, además, laica– será también el medio de obtener la gran unidad nacional, será el crisol donde se fundirán las diferencias de credos y de razas, de clases y de orígenes.

Ha nacido la política educativa del siglo XIX, ha surgido el foco luminoso que llevará la claridad en medio de las tinieblas de la ignorancia, que abrirá los rumbos a los pueblos en la defensa de sus libertades, en el ejercicio de sus derechos, en la formación de sus ideales nacionales.

Si en este momento de nuestra exposición hacemos un alto para repasar todos los elementos enumerados en las páginas anteriores, será fácil comprobar cómo se engarzan naturalmente, casi como piezas de un rompecabezas que, de pronto, al ubicar una de ellas, exigen rápida y claramente la ubicación precisa de las restantes:

a) por imperiosas necesidades de cohesión y unidad de los miembros que componen la comunidad política nacional, surge el concepto de cultura nacional, que –quiérase o no– debe aceptarse o forjarse mediante una superación de la realidad, o mediante una ayuda a un proceso social espontáneo o –inclusive– mediante una labor coactiva que contradiga ese proceso o esa realidad;
b) surge, consecuentemente, un 'estado cultural' que hace suyas, manifestaciones culturales de todo tipo, que alienta cierto tipo de expresiones artísticas, que otorga valor a algunas y nacionaliza, de hecho o de derecho, a otras y las difunde de todas formas;
c) todo lo anterior, sumado a las necesidades que surgen de la puesta en práctica de un sistema democrático de gobierno, exige la "educación del soberano";
d) las nuevas necesidades de la sociedad industrial exigen, asimismo, una mayor capacitación cultural, general para la masa de la población; también la posibilitan, porque los índices de productividad en ascenso ofrecen la perspectiva de una mayor disponibilidad de tiempo libre de lo cual se puede utilizar una porción para la instrucción y preparación de las generaciones jóvenes;
e) bajo el positivismo, heredero del racionalismo y del iluminismo, la 'ilustración', el desenvolvimiento de la razón y la capacitación para el manejo del gran instrumento racional que es el libro –la letra escrita– son los recursos que permitirán triunfar en la causa emprendida.

El corolario es indudable: la obligatoriedad escolar la alfabetización universal, se convierte en la divisa de la política educativa de todos los estados nacionales modernos a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Y como consecuencia, surge, en ese mismo instante, una verdadera política educativa, es decir, 'la acción sistemática y permanente del Estado dirigida a la orientación, supervisión y provisión del sistema educativo escolar'.

 

3. La escuela redentora

Esta escuela nace, pues, con un sentido misional. Viene a redimir a los hombres de su doble pecado histórico: la ignorancia, miseria moral y la opresión, miseria política. La ilustración los hará otros: serán libres de su ignorancia y de su esclavitud. Miles de años atrás se propuso a los hombres salvarse del pecado original y ser libres de su propia culpa, de sus pasiones y de sus ambiciones. Por intermedio de su Hijo, Dios convocó, a todos, a una nueva vida. En el fondo de los mejores espíritus de los siglos XVIII y XIX, que proclamaron la necesidad de la instrucción universal para lograr la dignidad de los pueblos y el ejercicio de sus derechos, latía una convocatoria a una nueva vida política, a una salvación en este mundo, a una redención universal. La escuela era la llamada a realizar la gran obra y los maestros sería los apóstoles laicos de la gran cruzada.

Está claro en innumerables testimonios. Analizarlos uno por uno es una labor que podría ser inacabable, pero que constituiría un apasionante trabajo de investigación que demostraría la universalidad de nuestra hipótesis. Espigaremos solamente unos poquísimos ejemplos, con el único objeto de aclarar aún más nuestro pensamiento.

Recuérdese la postura de Carlos Sánchez Viamonte acerca de la necesidad –sobre todo en tierra americana– de que la Constitución fuera un cuerpo 'escrito'. Se entenderá, entonces, la imperiosa exigencia de la alfabetización popular: demos a los pueblos una Constitución en la cual estén claramente establecidos sus deberes y sus derechos y netamente diferenciados los atributos de los distintos poderes –la figura de Descartes se impone– y de esa manera el pueblo podrá actuar como es debido en una república. Pero para ello es indispensable que el pueblo conozca la Constitución, que sepa leer. Sabiendo leer, podrá conocer y entender la Constitución. Conociendo sus derechos y las armas que le han sido dadas para defenderlas, sabrá impedir que sean conculcados. La prensa libre completará el cuadro, porque si alguien osa exceder sus atribuciones de gobernante o violar las libertades ciudadanas, podrá ser denunciado públicamente y los restantes poderes ejercerán sus atribuciones. Una vez que cada ciudadano sepa que 'el domicilio es inviolable' y que "nadie puede ser arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente", ¿quién osará violentar su persona? Para el caso hipotético de que esto ocurra, la Constitución provee los remedios, pone la Justicia –poder independiente– a su disposición. El juicio político amenaza a quien se alce contra ella o al juez que no cumpla su deber. La prensa –el cuarto poder– difunde los errores y las críticas. Los procesos eleccionarios periódicos y alternados, en cuanto a los poderes, no permitirán la reelección de los malos gobernantes.

Sarmiento decía, en efecto: "Un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas". Demos vuelta la frase y nos queda: "Un pueblo ilustrado siempre elegirá bien a sus gobernantes".

Belgrano lo recordaba en sus Memorias como Secretario del Real Consulado, ya en 1796, discípulo aprovechado de los fisiócratas: "Tenemos muchos libros que contienen descubrimientos y experiencias que los antiguos y modernos han hecho en la agricultura, pero estos libros no han llegado jamás al conocimiento del labrador y otras gentes del campo..."*

Rivadavia, en 1812, se mostraba descendiente directo del iluminismo al procurar la fundación de un colegio de segunda enseñanza, en su "Anuncio" de la Gaceta Ministerial del 8 de agosto de 1812: "... la fuerza, la intrepidez, el mismo amor a la independencia no bastan para asegurarla mientras 'el error y la ignorancia' presidan el destino de los pueblos y mientras se descuide el fomento de la ciencia... de poco podría lisonjearse el celo del gobierno sino previniese con sus esfuerzos esta saludable regeneración proporcionando a los pueblos un nuevo establecimiento por cuyo medio se 'difundan las luces y se propague la ilustración'..."

¿Es necesario señalar el espíritu con que se fundaron las escuelas normales en nuestro país y el fervor de misioneros del progreso, de la nacionalidad de la elevación moral y política de los pueblos con que sus mejores egresados encararon la tarea? Si fuera, con todo, conveniente citar algún ejemplo para demostrarlo creemos que bastará el siguiente párrafo del acta de bautismo que redactó el presidente Nicolás Avellaneda, para la fundación de la Escuela Normal Nacional de Maestras de Rosario, el 20 de abril de 1869:

"Inaugurar una escuela es hacer un llamado a todos los poderes del bien, y siendo el acto más benéfico, es al mismo tiempo el más solemne, porque importa ponerse como nunca en presencia del porvenir. ¿Quién podrá decir cuánto influirá en la suerte humana un solo niño que se educa, si al hacerse hombre piensa como Newton, gobierna como Washington o inventa como Fulton? Asisto con ustedes a la majestuosa ceremonia y pido al señor obispo de Cuyo que la termine dejando caer sus bendiciones sobre el nuevo edificio para que quede 'santificado como un templo', y las extienda en seguida, sobre la cuna del niño, sobre la tierna solicitud de la madre, sobre los campos y sus cosechas, sobre nuestro pueblo y sus destinos."^

Hay, entre lo mucho –lo innumerable, hemos dicho– que podría citarse como prueba de lo mismo, un discurso de Sarmiento que se impone por la fuerza del razonamiento, por el vigor de la prosa, por la exaltación de la oratoria. Es síntesis definitiva de la idea redentora que hemos señalado. No podemos resistir a la tentación de transcribirlo. Se trata del que pronunció, cuando se puso la piedra fundamental del edificio de la Escuela de Catedral al Norte, en Buenos Aires, actualmente llamada José Manuel Estrada. Eran, las vísperas de la reapertura de la guerra civil, el 27 de mayo de 1859. Dijo Sarmiento entonces:

"Señores: el hombre que hace dos mil años descubrió la potencia motriz del simple tornillo que impele hoy las naves, en despecho de Eolo y Neptuno, y todos los mentidos dioses, agitadores del mar y de los vientos, pedía un punto de apoyo para la palanca, ese primitivo poder del arte, y ofrecía sacar la tierra de sus cimientos.

Arquímedes no había inventado ni el tornillo ni la palanca, que pertenecen a Dios y a la humanidad. El sólo había observado la fuerza que poseían y la preconizaba en vano a sus compatriotas.

"La Escuela es en lo moral lo que la palanca de Arquímedes en lo físico, el más vulgar y conocido mecanismo humano, la más colosal de las fuerzas aplicadas a la materia o a la inteligencia. Pero esta palanca carecía en América de apoyo. Donde quiera que se ha intentado ponerla, el suelo se ha hundido y la potente fuerza ha quedado neutralizada. En la tierra que ocupan veinte y cinco millones de seres, que hablan nuestra lengua, y que abraza medio mundo, con sus archipiélagos e islas esta es la primera vez que un puñado de padres de familia se reúne a poner la piedra fundamental para la erección de una escuela sobre esos cimientos, que bastan para apoyar sobre ellos la palanca omnipotente. Señores, lo proclamo en alta voz: la parroquia de la Catedral al Norte de la Ciudad de Buenos Aires, el pueblo de Buenos Aires, la Legislatura de Buenos Aires, Buenos Aires en fin, es el primer Estado Sud-Americano que, erigiendo una construcción especial para la escuela, solemniza el acto, con la conciencia cierta de que inaugura una época nueva en nuestros fastos morales, intelectuales, políticos y comerciales... Los pueblos antiguos hicieron en pirámides y mausoleos la apoteosis de lo pasado y de la muerte, ensalzando la tumba. Los pueblos modernos principian hoy a enaltecer el porvenir y la vida, erigiendo en la escuela monumental la cuna del pueblo, donde han de crecer y desarrollarse las virtudes y las dotes sociales de todos.

"...La difusión de las luces viene entre nosotros ligada a las cuestiones políticas y se mezcla en la conciencia pública con los otros intereses sociales. Por eso el público se apasiona ardientemente por ellas, por eso las escuelas decaen entre nosotros cuando los que combaten por la libertad política son postrados o sucumben... Que no constituyen un Estado, los altos edificios ni las tierras labradas, / ni espesas murallas, ni firmes puertas, ni excelsas ciudades coronadas de pináculos y torres / ni anchas bahías ni puertos fortificados / donde riéndose de las tempestades entren las naves ricas / ni cortes de dorada techumbre / donde la bajeza queme incienso al orgullo. / ¡No / hombres! Hombres de alta mente, dotados de potencias que los eleven mucho más alto que la bestia bruta. / ¡Hombres! / Que conozcan sus deberes, pero que conociéndoles, tengan el coraje de sostenerlos; / y parando el golpe de largo tiempo preparado: / Aplasten al tirano mientras rozan sus cadenas.

"Esto sólo constituye un grande Estado: Que en cuanto a nuestros enemigos declarados, hubiera querido terminar estas pocas palabras, dirigiéndome a un 'conscripto', que no está en este momento entre nosotros, el ayer Coronel, hoy General Mitre, mi digno y noble amigo. Los generales romanos daban mucho valor a los augurios favorables o adversos, porque en ellos creían ver señales misteriosas de la voluntad del cielo. El sol que alumbra su primer día de 'general', ve al pueblo de Buenos Aires afanado fundando una escuela. Si los Augures romanos hubieran sido consultados por Scipion, le habrían dicho que esto significa que la campaña que va a abrir, es la campaña de la civilización contra la barbarie; que se fundarán escuelas a cada batalla que gane; que las escuelas en su generalización o en su decadencia están de hoy en más ligadas a la suerte de sus armas; y que, el historiador de Belgrano, el patriota, honrado, el sabio modesto que su talento y su estudio ha devuelto a la posteridad, está destinado a imitarlo y completarlo, dando batallas y fundando escuelas a su paso. ¡Gloria al soldado historiador como lo fueron los grandes capitanes!

"¡Gloria al Estado de Buenos Aires! ¡Gloria a la ciudad toda y a la Parroquia de la Catedral al Norte!"+

No es necesario ceñirnos a nuestro país. La investigación, que proponemos, podría extenderse al ámbito comparativo y alcanzar una dimensión inabarcable, prácticamente. Pero, para no abundar, ¿quién ha olvidado Corazón de Edmundo de Amicis? La inmortal obra italiana, con carta de ciudadanía en tantos países del mundo, es un himno a la misión redentora de la escuela. Trata, por ejemplo, de plantear la unidad nacional de Italia. Faltaba hacer a los italianos, había dicho uno de los forjadores del Reino de Italia: en esa escuela de Turín, la orgullosa capital del antiguo Reino del norte, se recibiría ahora a todos los niños de la Nueva Italia, y allí aprenderían todos a hablar la misma lengua, a respetar la bandera tricolor, a amarse por encima de las diferencias regionales, como en el Colegio Nacional fundado por Mitre en 1863", convivirían los niños de todas las provincias y superarían los resquemores localistas de cincuenta años de luchas fratricidas. ¿Es posible olvidar el capítulo del muchacho calabrés? Las clases acaban de comenzar. Estamos apenas a 22 de octubre, y el día inicial fue el 17. Enrique anota esa jornada en su diario y dice:

"Ayer entró el director con otro nuevo alumno, un muchacho de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas... el maestro lo cogió de la mano y dijo a la clase: 'Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a vuestro compañero que de tan lejos viene... hacedle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie'. Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Deroso... 'Como el primero de la escuela, da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria'... Después repuso 'Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto lidió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente; cualquiera de vosotros que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente levantada la bandera tricolor'."

Recordemos: están allí todos los puntos esenciales de la obra que hay que cumplir, de la misión que tiene por delante la escuela: la lengua, con la cual habrán de entenderse piamonteses y calabreses; el mapa, símbolo racional, intelectualizado, de la Nación, sin el cual es imposible comprender ni sentir a esta nueva comunidad política que excede la dimensión geográfica del señorío feudal, del terruño, del paisaje geográfico, de la ciudad-estado de los antiguos; y por último, la bandera, el símbolo de la República, el símbolo que reemplaza a la figura del monarca y que es permanente por encima de los gobiernos y de las personas que lo encarnan.

Si faltara algo para demostrar que la idea que latía en estos italianos era la misma que vibraba en el discurso de Sarmiento, cuando pone la piedra fundamental de la escuela de Catedral al Norte o de Avellaneda, cuando redacta el acta de bautismo de la Escuela Normal de Maestras de Rosario, tenemos en seguida, siempre en Corazón, la carta primera del padre a Enrique, esa carta repetida miles de veces en discursos y ceremonias pero que conserva siempre el mismo vigor, el mismo impulso:

"El estudio es duro para ti... no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera... pero, oye, piensa un poco y considera qué despreciables y estériles serían tus días si no fueras a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío y la vergüenza, cansado de la existencia de tus juegos. Todos, todos estudian 'ahora'. Enrique mío, piensa en los obreros que van a la escuela por la noche... en las mujeres, en las muchachas del pueblo que van a la escuela los domingos después de haber trabajado toda la semana... piensa en los innumerables niños que se puede decir que a todas horas van a la escuela en todos los países; míralos con la imaginación... vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas... millones y millones de seres que van aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento del cual formas parte, y piensa: 'si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie'; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!"

Concluyamos, mencionando dos trabajos franceses, no traducidos aún –lamentablemente– entre nosotros. El primero es el volumen titulado Les instituteurs, de Georges Duveau (de la colección Le temps qui court, Edition Du Seuil, 1961). Se trata de una obra de maravilloso sabor que brinda la historia de los maestros primarios de Francia, de los normalistas diríamos aquí, desde la Revolución Francesa en adelante. El capítulo inicial es definitorio:

"Le mot 'instituteur' prend place dans le répertoire de nos lois du 12 décembre 1792. La France traverse alors des heures graves. . . Avec solennité, la Convention proclame son souci d'organiser l'instruction publique. . . Le projet que discute l'Assamblée s'inspire de Condorcet. L'article ler. adopté le 12 décembre stipule que 'les personnes chargées de l'enseignement dans les classes primaires s'appelleront instituteur's. Mot de résonance clasique, mot d'une belle latinité. Cicerón: 'instituere civitatem', poser l'Etat, substituer au chaos la Cité née d'un dessein précis et raisonnable. Salluste: 'instituere civitatum more', redresser les moeurs de l'Etat. Et dans l'oeuvre de Jean Jacques Rousseau et de Condorcet le mot a pris de nouveaux titres de noblesse républicaine. Certes, la France nouvelle, á la surprise attristée de ses représentants, ne surgira pas comme une île d'Utopie sur l'Océan de l'Histoire et les vieux noms de 'régent', de 'recteur', de 'maitre d'école' ressteront employés dans la pratique journalière. Mais le mot 'instituteur' vibre à l'unisson d'un pays qui rejette avec hauteur ses traditions et déclare n'obéir désormais qu'aux lois de la Nature et de la Raison" (pp. 3/4).

Y apenas un poco más adelante (p. 5) el autor nos recuerda que en la sesión del 16 de diciembre de 1792, la Convención decide que la "instrucción nacional" sucede a la "instrucción pública". El decreto del 5 de enero de 1794, establece los libros que se usarán para "formar los ciudadanos": Les Droits de L'Homme, la Constitution, el Tableau des action héroiques ou vertueuses (p. 19). Al comenzar el tercer capítulo de la obra, la República acaba de instalarse. Estamos en 1848. Los maestros del cantón de Maromme, a seis kilómetros de Rouen, usan un tono ardiente para proclamar sus principios:
"...pénétrés de l'importance de notre mission dans l'oeuvre de régénération que les principes républicains vont accomplir, nous vous prions de croire, citoyen, que nous rivaliserons tous de zêle et d'efforts pour faire bien comprendre à l'enfance qui nous est confiée la sublimité du symbole sur lequel repose l'avenir de notre inmortelle République: Liberté, Egalité, Fraternité" (pp. 71/72)

En 1879 se constituye el gabinete que integra Jules Ferry, quien en 1870 había dicho:

"Je me suit fait un serment: entre tous les problèmes du temps présent j'en choisirai un, auquel je consacrerai tout ce que j'ai d'intelligence, tout ce que j'ai d'âme et de coeur, de puissance physique et de puissance morale cest le problème de l'éducation du peuple." (p. 117). Años después decía ante sus enemigos políticos en el Parlamento: "Nous croyons à la rectitude naturelle le l'esprit humain, au triomphe définitif du bien sur le mal, á la raison et á la démocratie". Y añade el autor: "Ferry défend la 'cause sacrée de la science". (p. 122)#

El número 26 de Planète, enero-febrero 1966, trae un artículo de Gastón Bonheur que es difícil traducir –en su espíritu– ya desde el título: Monsieur l'instituteur: vous méritez une statue. Y ante la fotografía de una vieja sala de clase francesa con su maestro, barbado, al frente, se pone este epígrafe: "Ces profs, ces 'barbus ont imaginé la plus ambitieuse mission qu'aucune Eglise ait jamais osé imaginer en si peu de temps". Es nada más que un recuerdo filial. El padre y la madre de Gastón Bonheur: eran maestros de escuela antes de la guerra del 14. El padre se enroló cuando estalló la lucha, partió al frente y no volvió. Había sido maestro apenas un par de años en una aldea pequeña. Cincuenta años después,

"le village se souvient toujours de mon père. Sa photografie, accrochée au-dessus de la chaire de l'école des garçons, a toujours l'air de faire la classe et reçoit parfois des fleurs. Or sa veuve et ses deux orphelins (j'était le plus jeune) ont quitté Belvaines au lendemain de l'armistice. Nous n'y avions aucune attache, auncun parent. C'est de sa propre initiative que ce petit village de montagne a établi un veritable culte à la mémoire du jeune maître d'école tombé dans une injuste guerre. Quand i'y suis revenu, l'été dernier, un demi-siècle après, tout le monde m'a parlé de lui, comme son devait parler du saint local au temps ou se fondèrent les paroisses".'

Luego, apenas, un intento de explicación.

Recordamos entonces cómo se prepararon estos maestros, cómo se lanzaron a cumplir su misión. Era, dice, ir a cumplir una grande y bella aventura por todas las aldeas de Francia, a llevar a los campesinos la luz de un nuevo saber, de una nueva visión de la vida. Iban, a veces, en pareja. Intelectuales de izquierda casi siempre,

"il partagera la vie des paysans. Il fera l'école... il sera formé avec la rigueur qu'exige la formation d'un jésuite, et de telle sorte qu'il encarnera le dogme sans crainte d'hérésie et que partout où il sera, sera la République."

Concluyamos con el autor:

"Je rêve parfois d'un monument a l'instituteur, il est en pierre très blanche, comme de la craie. Il s'élève sur le socle en escalier d'un perron, a l'ombre d'un arbre laíque, un arbre de la Liberté, tilleuil, orme ou micocoulier. Le maître est representé sur son pas de porte, à l'instant où il frappe joyeusement dans ses mains pendant que sonne le dernier coup de huit heures. Nous avons voulu que ce soit un jeune maître, austêre et doux, le veston haut boutonné d'où s'échappe la lavallière, la moustache frisée, le regard bon, les cheveux en brosse. En somme, il ressemble à mon père, instituteur à Belvailles (Aude), tel que je peux l'imaginer au matin de sa dernière classe, le dernier jour de juillet 1914, à la veille de la Grande Guerre où il allait mourir dès le premier combat."·

Allá y aquí, en Italia, en Francia, en la Argentina, en América: la escuela común, obligatoria, gratuita, abierta a todos, alfabetizadora, ha surgido para transformar a la humanidad, para redimir a los hombres de la ignorancia y de la opresión. Pondrá en sus manos el alfabeto y el libro, la Constitución y la prensa libre, la ciencia y la formación moral. ¡Ay de los tiranos!

*M. Belgrano, Escritos económicos, Ed. Raigal, Buenos Aires, 1954, p 67.

^Citado por María Amanda Bergnia de Córdoba Latges, en "La primera escuela normal de Rosario", en La Capital del 20 de abril de 1969.

+Fundación de Escuelas Públicas en la Provincia de Buenos Aires durante el gobierno escolar de Sarmiento, publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Documentos del archivo, tomo IX, La Plata, taller de impresiones oficiales, 1939, pp. 84/87.

"Cito mi trabajo: La política educativa de Mitre en Precisiones Pedagógicas, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1967.

#Con el auxilio de la profesora Giani hemos procurado obtener versiones castellanas que nos satisficieran, tanto de esta obra como del artículo de Gastón Bonheur que más adelante citaremos. Nunca logramos esa ambición y todas las versiones logradas nos han resultado inferiores al estilo y a la fuerza del texto original. Las traducciones que en ambos casos ofrecemos tienen, pues, solamente, un intento de aproximación al sentido último de los textos:
"La palabra instituteur se incorpora a nuestros textos legales el 12 de diciembre de 1792. Francia atravesaba horas graves... Solemnemente, la Convención proclamó su intención de organizar la instrucción pública... El proyecto que discute la Asamblea está inspirado en Condorcet. El artículo 1º, aprobado el 12 de diciembre, establece que 'las personas encargadas de la enseñanza en las escuelas primarias recibirán el nombre de instituteurs. Nombre de clásica resonancia, palabra de la antigua y bella latinidad'. Cicerón: 'instituere civitatem', organizar el Estado, reemplazar el caos por el orden ciudadano nacido con objetivos claros y razonables. Salustio: 'instituere civitatum mores', corregir los hábitos del gobierno. Y en la obra de J. J. Rousseau y de Condorcet, el nombre adquiere renovados títulos de nobleza republicana. Es verdad: la nueva Francia, ante la sorpresa atribulada de sus representantes, no surgirá como la isla de Utopía en el océano de la Historia y los viejos nombres: regente, rector, maestro de escuela, seguirán usándose en la realidad de cada día. Pero el nombre de institutetur vibra junto a un país que rechaza con soberbia sus tradiciones y declara que en adelante no obedecerá sino a las leyes de la Naturaleza y de la Razón." (p. 3/4).
"Convencidos de la importancia de nuestra misión en la obra de regeneración que los principios republicanos están llamados a cumplir, os rogamos creer, ciudadano (administrador) que competiremos en celo y en esfuerzo para hacer comprender a la infancia que nuestra República inmortal: Libertad, Igualdad, Fraternidad." (pp. 71/72).
"He hecho un juramento ante mí mismo: entre todos los problemas de nuestro tiempo, elegiré uno al cual consagraré toda mi inteligencia, todo mi espíritu y todo mi corazón, cuanto tengo de fuerza física y de energía moral: es el problema de la educación del pueblo." (p. 117).
"Nosotros creemos en la rectitud natural del espíritu humano en el triunfo definitivo del bien sobre el mal, en la razón y la democracia." "Ferry defiende la causa sagrada de la ciencia." (p. 122).

'Cincuenta años después... la aldea recordaba a mi padre. Su fotografía, colgada sobre el escritorio de la escuela de varones, conservaba el aspecto de estar dando clase y cada tanto recibía el homenaje de algunas flores. Y sin embargo, su viuda y sus dos huérfanos (yo era el menor) habían partido de Belvianes al día siguiente del armisticio. No habíamos dejado relaciones ni parientes. Era por su propia iniciativa que esta pequeña aldea montañesca mantenía un verdadero culto a la memoria del joven maestro de escuela caído en una guerra injusta. Cuando volví, el último verano, medio siglo después, todo el mundo me habló de él, como seguramente se hablaba de los santos locales en el tiempo en que nacían las parroquias del cristianismo."

·Intelectuales de izquierda casi siempre, habrían de conmover la vida de los campesinos. Harían escuela..., serían formados con el mismo rigor que exige la formación de un jesuita, de tal suerte que encarnarían el dogma –sin mancha de herejía– y por donde ellos fueran, existiría la República..." "A veces, entreveo un monumento al maestro. De piedra muy blanca, como la tiza. Sobre un pedestal escalonado y sombreado por un árbol laico, árbol de libertad, tilo, olmo o ciprés. El maestro estará por entrar al aula, mientras, con la última campanada de las ocho, golpea alegremente sus manos. Quisiera que fuera un maestro joven, austero bondadoso, con su chaqueta alta, abotonada hasta el cuello, de la cual surgía, impetuosa, la ancha corbata, con el bigote rizado, la mirada limpia, los cabellos cortados al ras. Parecido a mi padre, en fin, maestro en Belvianes, tal como puedo imaginarlo en la mañana de su último día de clase, en vísperas de la Gran Guerra, adonde había de morir en los primeros combates."

 

4. La cultura como fenómeno literario.
La culturización como fenómeno escolar La escuela como eje del proceso educativo

El medio de comunicación entre los hombres, el instrumento de transmisión del pensamiento, es la palabra. Durante un largo tiempo en la historia de la humanidad –desde los más remotos orígenes de esa historia hasta un instante que es muy difícil de precisar con exactitud– sólo hubo la palabra oral. Luego, junto con ella, existió la palabra escrita, usada principalmente para fijar el mensaje que se quería trasmitir, para lograr la inmutabilidad de su texto a lo largo del tiempo.

Pero, hay una profunda diferencia entre una y otra cosa. De la vía oral a la escrita va un inmenso trecho que cambia notablemente el significado del mensaje y altera sustancialmente el modo de la relación entre quien lo trasmite y quien lo recibe.

'La palabra oral', o la 'palabra' propiamente dicha es una mezcla de razón y de pasión. Al escucharla, quien la recibe es sacudido conjuntamente por una carga conceptual y emocional. No sólo llega a su razón el sentido lógico de la frase, sino que sus sentimientos se ven sacudidos por un gesto, por un tono, por un estado de ánimo del interlocutor. Inclusive, la vía primera de penetración es la emoción, y sólo después se abre –a veces– la vía de la razón pura, hasta donde esa escisión es posible. Cuando escuchamos a un orador, el primer movimiento de nuestro espíritu no es la racionalización o la precisión conceptual, sino el sacudimiento emotivo que nos provoca su voz, su gesto, su porte, su entusiasmo o su frialdad. Después comienza a penetrar en nuestra mente el sentido conceptual de sus palabras, pero ya estamos envueltos, captados, conquistados, por el movimiento inicial y la racionalización que hacemos no puede evadirse de esa atmósfera en la cual queda envuelta irremediablemente. No es raro que escuchemos una conferencia verdaderamente entusiasmados, pero cuando tenemos ocasión de leer su texto, a veces, quedamos algo desilusionados, cuando no francamente desconformes con las ideas expuestas. Es que ahora podemos limitarnos a los conceptos; antes estábamos presos en una red incomparablemente más rica y compleja.

'La palabra escrita, la letra', es, en cambio, pura razón. Es la expresión desnuda del concepto y exige un proceso de captación eminentemente intelectual. La vía inicial de penetración del mensaje en nuestro ánimo, cuando llega por la escritura, es la racional. Sólo después consigue emocionarnos: cuando ese concepto se ha hecho pasión en nosotros. La emoción sigue a la razón en este caso: para apasionarnos necesitamos comprender.

Ahora bien: hasta que aparece la escritura, la cultura y el proceso de culturalización de las jóvenes generaciones, o de influencia mutua cultural de unos miembros de la sociedad con otros fue exclusivamente cuestión oral. Después, no ha de creerse que hubo cambios muy profundos, porque salvo para pequeñísimas minorías –las minorías letradas– todo siguió igual. En verdad –y esto es indispensable tenerlo muy presente para seguir nuestra hipótesis– hasta el siglo XIX, o sea hasta el instante en que surge el movimiento de la alfabetización universal y obligatoria, la cultura y el fenómeno de culturalización fue para las masas un dominio de la palabra oral. La cultura literaria era de unos pocos y hasta bien avanzada la Edad Moderna, hubo grandes señores y hombres de Estado que de hecho no estaban introducidos en el mundo de la cultura letrada. Es muy útil seguir brevemente, en este punto, la explicación que da Joseph Folliet:

"Desde la invención de la escritura y sobre todo de la imprenta, la inteligencia humana vivió dos tipos de cultura. La más antigua, que dominaba en el campo, se remontaba a los orígenes mismos de la humanidad, trasmitida de generación en generación, a la vez por tradición oral y por el efecto de un ambiente, el de la familia o de la aldea. Más vivida que reflexiva, no era menos una verdadera cultura, una sabiduría, un arte de vivir y de gustar la vida, una concepción del mundo y del hombre, una fuente permanente de alegrías estéticas y de acciones morales... La segunda forma de cultura, más reciente, sobre todo urbana, descansaba en la palabra escrita, signo del concepto. Fue durante mucho tiempo el privilegio, la riqueza y el poder de una 'élite' restringida, la de los escribas y los cleros, francmasonería de iniciados en el seno de las masas profanas.*

Con la aparición de la imprenta se produce una revolución cultural cuyos alcances –como suele ocurrir– sólo habría de advertirse siglos después. La letra escrita comienza a estar al alcance de sectores muchos más amplios. El libro deja de ser el artículo de lujo reservado a minorías reducidísimas. Sin embargo, falta todavía mucho tiempo para que podamos hablar de una verdadera masificación de la cultura letrada. De a poco, aparecen 'libros populares', lo cual en el primer instante es un contrasentido. El libro era asunto de religión, de ciencia, de estudio avanzado, no un objeto para el pueblo. Pero los libros de caballería, o –en lenguas romances– la Chanson de Roland o El libro de los enxiemplos o del Conde Lucanor, escapan del molde.

Cuando, a fines del XVIII y –sobre todo– a principios del XIX aparecen las primeras y tímidas manifestaciones del periodismo, puede decirse que estamos a las puertas de esa penetración de la cultura literaria en los grandes números de la población. Pero, ¿quiénes son los que saben leer y escribir? ¿Cuántos, en realidad, los que pueden penetrar por sí mismos en estas obras? Por eso, la gran transformación va a ocurrir sólo cuando en el siglo XIX se lanza la batalla por la alfabetización universal: las masas serán, a partir de entonces, partícipes de ese otro mundo de la cultura letrada. Hay un antecedente, bien que reducido al campo de la cultura religiosa: la Reforma necesitó que todos sus fieles fueran capaces de acceder por sí mismos al mensaje escrito, al Libro Sagrado. Y por eso fue Iglesia, docente, alfabetizadora. Escuchemos a Folliet nuevamente:

"A partir del siglo XVI la imprenta tendió a hacer de la cultura gráfica la cultura universal. Con el diario cotidiano y la instrucción obligatoria se ganó la batalla. Invadida, con rivales desde el exterior y minada internamente, la cultura arcaica retrocedió incesantemente 'hasta su desaparición casi total en las sociedades industriales y urbanas."

Y termina Folliet con este párrafo al cual concedemos extrema importancia:

"La cultura de los 'cleros', que es también, en un cierto sentido y por sus alianzas históricas, una cultura burguesa, 'se confundió por un tiempo con la cultura propiamente dicha'."

Ahí, en escuelas proceso de confusión y de identificación está la raíz del problema esencial que ahora debemos afrontar. La cultura fue siempre para la inmensa masa de la población, 'una cuestión de vida'. El proceso de culturalización era un fenómeno de impregnación, dado por la trasmisión oral y por las formas de vida familiares, locales, del ámbito social con el cual se 'convivía'. La formación religiosa fue siempre una cuestión del 'culto' religioso, de las ceremonias piadosas, de los actos con que la doctrina marcaba la vida cotidiana. A ello se añadía la prédica, la enseñanza de los sacerdotes, de base fundamentalmente oral. Lo mismo ocurría con las normas morales, esenciales, que regían la conducta de los hombres dentro de cada sociedad: eran los actos de la vida cotidiana las formalidades públicas, las costumbres y las tradiciones orales, las que conformaban el pilar sobre el cual se apoyaba la conducta de cada miembro de la sociedad. Pero la difusión de la cultura letrada cambia las cosas. No olvidemos, además, que estamos –al llegar el siglo XIX– en el imperio del positivismo, heredero del racionalismo y del iluminismo: las luces de la razón sacarán al hombre de la oscuridad, de la ignorancia, del temor a los dioses desconocidos, de la sumisión a los cleros, 'francmasonería de iniciados' que, solos, dominan el mensaje de ciertos libros y la sabiduría de ciertos textos. La cultura vital y de base oral comienza a ser suplantada por la cultura de los libros, literaria, hasta que, por fin, termina por ser solamente "este tipo de cultura", y los términos de 'iletrado e inculto' se hacen sinónimos.

El iluminismo y el racionalismo; la política educativa que requiere la obligatoriedad escolar y la alfabetización universal; las necesidades de los estados nacionales modernos que exigen una capacitación racional para entender la idea de comunidad política nacional, a través de estudios históricos y geográficos, sustentados en racionalizaciones abstractas; las exigencias que encierra el ideal de 'educación del soberano'; el constitucionalismo republicano como régimen y sistema de gobierno; la difusión popular del libro y de la prensa; la esperanza, en el poder de la ciencia para mejorar el destino económico de los individuos y de las naciones; todo, conduce necesariamente, a la convicción de que, fuera de la cultura literaria, letrada, conceptual, racionalista, no hay de verdad cultura. '¿Y cual es el hogar de este proceso de culturalización? Naturalmente, la escuela'.

A partir de ahora, 'letrado' es sinónimo de 'culto', como iletrado de inculto. Un analfabeto es un hombre que no ha participado del proceso de culturalización propio de la época; está, pues, al margen de la cultura. El otro proceso de culturalización, fundamentalmente vital, de raíz oral y sustentado en el ambiente familiar y social inmediato, no cuenta ya, no importa, se puede decir que no existe. Y como –según hemos dicho– para enseñar a leer la escuela es el paso obligado, 'el proceso de culturalización pasa a convertirse en un fenómeno escolar. Culturalización y escolarización' terminan también por ser la misma cosa.

Esto tras otras consecuencias que afectan, de lleno, todo lo que se refiere a la política educativa y a las cuestiones pedagógicas. En efecto: lo dicho anteriormente –que el proceso de culturalización se confunde e identifica con la escolarización– representa la inversión del proceso histórico previo, o de la relación tradicional entre la cultura vital y la escolar. La educación escolar (la acción de la escuela) había sido, hasta ahora, una parte casi significante, desde el punto de vista cuantitativo, y cualitativamente, por lo que se refiere a los ideales y formas de vida del proceso educativo integral. 'A partir del siglo XIX pasa a ser la parte principal' de ese proceso, o a 'pretenderse' que sea la parte principal, o al menos, a 'creerse' que es la parte principal. En una palabra: 'la escuela se convierte en el eje del proceso educativo'.

A partir de la difusión y aceptación de la idea de la escolaridad universal y obligatoria, es la sociedad la que, según parece, ha de 'colaborar con' la escuela^; es la familia, la llamada a 'ayudar' a la escuela; es la sociedad, en fin, la que debe asistir a la escuela para que esta cumpla su misión. Inclusive, se admite que la escuela ha de 'salvar' de las influencias 'negativas' que para su educación ejerza la sociedad o la familia sobre el joven. Por eso se reclama mayor horario escolar: cómo admitir –se dice– que el niño esté apenas unas horas en la escuela asume todos los papeles, acepta todos los fines, reivindica para sí –o se le imponen– todos los problemas educativos. Y si deja fuera lo religioso, dentro de algunas concepciones, no es sino porque pretende dar a los hombres la posibilidad de discernir por sí su asunción religiosa. No pretende negar Dios, pero niega a la sociedad, a la familia, que imponga a Dios sobre los miembros jóvenes de la comunidad: también acepta este compromiso.

Se produce, pues, un olvido del papel educativo de la sociedad, porque se deja de lado y se subestima la fuerza formidable que la vida tiene como factor formativo. Se subestima la fuerza de la tradición oral, de la 'convivencia' en el hogar, en la aldea, en el barrio ciudadano, del ejemplo vivo de la acción y de las formas cotidianas del mundo adulto.

La escuela formará ciudadanos: las lecciones de instrucción cívica lograrán el milagro, y a pesar de la corrupción de la vida política diaria y de los ejemplos de la realidad, la enseñanza de la Constitución –catecismo cívico– y los manuales de instrucción cívica, forjarán los hombres que asumirán, cabalmente, sus deberes y defenderán sus derechos: "un pueblo ilustrado siempre elegirá bien a sus gobernantes". La escuela forjará la unidad nacional. Por encima de los regionalismos y las tradiciones locales seculares, de las costumbres arraigadas en la vida familiar y social, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, de los dialectos o de los idiomas y de las razas y religiones diferentes, la escuela hará el milagro y obtendrá el 'tipo nacional', la fraternidad de los hombres unificados tras el ideal de la patria nacional. La lección del maestro turinés, al presentar a la clase el muchacho calabrés, dará sus frutos y ninguno de esos jóvenes olvidará ni la bandera tricolor ni el mapa de Italia. La escuela no sólo habrá de enseñar a escribir y a leer: enseñará, inclusive, a hablar, porque en Italia deberá superar las diferencias dialectales; en España los idiomas regionales; en la Argentina el problema formidable de un aluvión inmigratorio que no domina nuestra lengua y que en algunos casos se organiza en colonias donde el 'idioma nacional' no existe y las tradiciones del país son desconocidas. No importa; el gran ejército de "les instituteur" partirá a la misión encomendada y superará las dificultades. Va armado con las armas más valiosas: el libro, la razón, el alfabeto y la fe –aunque esta última los acompaña sin que ellos lo adviertan– en la causa de esta redención de la humanidad.

Los hombres del siglo xx no comprendemos ningún proceso de culturalización al margen de la escuela, al margen del libro; la letra y la escuela son los ejes centrales del proceso educativo. Lo demás, apenas si cuenta, apenas si existe para nuestra conciencia.

*Joseph Folliet, "La cultura y los nuevos medios de difusión del pensamiento", Revista Criterio, Buenos Aires, Nº 1529, 10 de agosto de 1967.

^Cito mi trabajo: "Concepto de educación y de escuela", capítulo 5, La escuela y la sociedad, en La misión de la Pedagogía, Editorial Columba, Buenos Aires, 1967.

 

5. La batalla por la escuela

Una consecuencia inmediata de este proceso que acabamos de explicar es la exacerbada polémica que a fines del siglo pasado se entabló con el nombre de 'libertad de enseñanza' y que, a nuestro juicio, cabría llamar con más exactitud la 'batalla por el dominio de la escuela'.

Lo que ocurrió fue que, vista la importancia y la fuerza que se le concedió a esta institución –la escuela– los diversos sectores políticos e ideológicos que formaban la sociedad entendieron que, dominando la escuela dominarían el proceso de culturalización. Hagamos la escuela laica y conseguiremos la laicización de la sociedad; hagamos la escuela religiosa y mantendremos la religiosidad de la sociedad, tales fueron los supuestos sobre los que se dio la batalla, sí que enconada, tanto más, cuanto más fuertes eran las convicciones sobre el poder de esa institución. Dado que la educación era un asunto eminentemente escolar, y lo que pudieran hacer la familia o la sociedad carecía de importancia, para la formación religiosa, debía necesariamente circunscribirse a la acción de la escuela. La Iglesia Católica, inclusive, olvidó el poder del culto familiar, de las ceremonias litúrgicas del ámbito local inmediato, la fuerza educativa de la vida parroquial y gastó, prácticamente, todas sus fuerzas en la lucha por la reconquista de la escuela, que un Estado en general laico y a menudo antirreligioso, le sustraía de un dominio secular. El razonamiento de la otra parte era más lógico: fundadas sus convicciones en la fuerza de la razón, en el poder transformador de la ilustración, no podía sino estar de acuerdo con que el dominio de la escuela –hogar de la razón y del alfabeto– sería el camino adecuado para formar los 'nuevos hombres'. Unos y otros, de cualquier modo, dejaron de lado la 'vida' y eligieron la escuela; al sermón dominical y al rezo familiar sucedió la 'hora' de religión y el catecismo –letra en cambio de palabra– y a la vida comunal partícipe y soberana, en relación cara a cara y en discusión oral callejera, la 'hora' de instrucción cívica y la lectura de la Constitución: letra en cambio de vida. La razón, en ambos casos, reinó absoluta y la pasión vital de la discusión con el alcalde del pueblo, o la emoción profunda de las procesiones en los días de fiesta religiosa, quedaron abandonadas: la escuela y los maestros serían bastante para suplirlas con ventaja.


volver a home | libros | capítulo II

© Copyright by
Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina