La
escuela redentora de la humanidad
1.
El siglo XIX
Alguna
vez hemos dicho que el siglo XIX representa la culminación
de una maravillosa aventura humana: comenzó con el
Renacimiento y en lo esencial consistió en hacerse
el hombre dueño de sí mismo. "El humanismo
y el Renacimiento son un vasto y profundo movimiento cultural,
riquísimo en motivos y actitudes, que tiene sus raíces
en el siglo XIV, florece con grandioso esplendor en los siglos
XV y XVI y se halla todavía latente en los siglos XVII
y XVIII (Galileo y Vico son todavía hijos del Renacimiento)"*.
Es verdad. El siglo XVIII es heredero de la inspiración
renacentista: liberar al hombre de todos los amos que hasta
entonces lo esclavizaban, liberarlo más en su espíritu
que en su cuerpo, más en su capacidad de ser dueño
de sí y de sus pasiones que en un sentido político
y económico. Tampoco esto último se descuidó,
por cierto, y los movimientos liberales y republicanos son
consecuencia inmediata de posiciones filosóficas de
sólido arraigo en el humanismo del cuatrocientos. La
postura heroica de algunos carbonarios, el sacrificio de la
propia vida ante la fuerza de los tiranos que inspiró
a muchos mártires republicanos en el siglo XIX, se
inspiran, de una u otra manera, y a pesar de la posición
antirreligiosa de la mayoría de ellos, en el principio
pascaliano: "Toda nuestra dignidad consiste, pues, en
el pensamiento". Pero ese principio no se entiende ni
cobra fuerza sin el contexto del cual es conclusión:
"El hombre no es más que una caña, la más
débil de la Naturaleza, pero una caña que piensa.
Para destruirla no es necesario que se aúne el Universo
entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el
Universo lo destruye, el hombre es, todavía, más
noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que
el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él".
Es
indispensable, sin embargo, que se inicie el siglo XIX para
que el hombre comience a sospechar que aquel ideal de liberación
está al alcance de la mano. El temor a las fuerzas
misteriosas de la Naturaleza queda atrás por los avances
de la ciencia, el temor al hambre y a la miseria ceden por
los progresos de la técnica que, aplicada a la producción,
ha logrado hacer desaparecer, al menos, los siniestros períodos
de hambruna; las pestes horribles son azotes menos frecuentes,
el temor a los tiranos decrece, porque la libertad de todos
los hombres, ahora ciudadanos, comienza a estar asegurada;
el temor a un Dios bíblico que premia y castiga parece
también ceder paso a la razón, que no cree sino
en lo que puede demostrar, y a la libertad, que no acepta
sino lo que quiere aceptar. El iluminismo dieciochesco entiende
la ciencia como "medio de poder y de dominio, como instauratie
ab imis del regnum hominis... es ilusión cualquier
causa no física, providencial o finalista (Dios), como
cualquier otra autoridad (Iglesia, Estado) superior a la Razón
y jactanciosa de sus orígenes no humanos es falsa autoridad,
la cual campea a expensas de las 'supersticiones' y de la
'ignorancia' de los pueblos. Aclarar con las 'luces' de la
razón las 'tinieblas' de la superstición, de
modo que sea redimida la Humanidad del peso de la autoridad
del pasado y de los poderes constituidos, ídolos adorados
bajo los falsos despojos de la verdad, es el fin perseguido
por los iluministas, a la vez con fe y con fanatismo de apóstoles"^.
Recordemos las últimas palabras, "a la vez con
fe y con fanatismo de apóstoles".
Así,
entonces, el hombre del siglo XIX entra en la historia, sintiendo
detrás de sí un vasto trabajo, un largo madurar
de centurias que lo instalan al borde de su reinado. Siente
que está al borde de la tierra prometida por la ciencia
y la razón, a un paso de las grandes verdades y de
la instauración del orden social, basado en la justicia
y en la libertad.
Lo
sustentan el racionalismo cartesiano con su duda metódica;
el Novum Organum de Bacon con su método experimental.
Es el triunfo de Galileo: "E pur si muove..." Caña
pensante, ha podido morir, pero sabía que moría
y su dignidad era superior a quienes forzaban su voluntad
y doblegaban, en apariencia, su libertad.
El
positivismo decimonónico no agrega nada nuevo. Quizá,
por el contrario, al sentirse vencedor, pone un toque de jactancia
en su postura. "En el siglo XIX, la filosofía
aparece formalmente negada, lo cual supone un peculiar hastío
del filosofar, provocado, al menos parcialmente, por el abuso
dialéctico en que cae el genial idealismo alemán.
Entonces surge la necesidad apremiante de atenerse a las cosas,
a la realidad misma... y la mente europea de 1830 encuentra
en las ciencias particulares el modelo que ha de trasladar
a la filosofía. La física, la biología,
la historia van a aparecer como los modos ejemplares de conocimiento.
De esta actitud nace el positivismo."+
El
positivismo, pues, desdeña la metafísica. Se
apoya en las ciencias que, a su vez, han florecido sobre el
método experimental, el Novum Organum. La duda metódica
permite al hombre racional no aceptar sino lo que son verdades
'claras y distintas'. El mundo nuevo está a las puertas.
A
todo esto se añaden las concepciones políticas
y económicas que otorgan también su sello distintivo
a esta centuria. Como en el caso de las ideas filosóficas,
esas concepciones tienen su origen en momentos históricos
anteriores, pero es ahora cuando parece que llega el instante
de su aplicación concreta. La democracia es un ideal
filosófico-político. Su primera aspiración
es hacer efectiva, vigente en el plano de la vida cotidiana,
la idea cristiana de la igualdad. Mil novecientos años
atrás esa idea quedó proclamada como fundamento
de la visión cristiana del mundo y del hombre. Entonces
llegará la oportunidad de tornarla operante en el plano
de las circunstancias temporales. La igualdad ante la ley;
la igualdad de las oportunidades, la igualdad para decidir
sobre el propio destino, la igualdad para sufrir y para disfrutar
de los males y de los bienes que cada grupo social tiene asignados.
Igualdad de los individuos a despecho de sus familias, de
sus orígenes, de su sangre. "La Nación
Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento...":
es el viejo credo de la Revolución Francesa, transformado
en norma constitucional.
La
segunda aspiración de la democracia es la libertad,
en lo político, en lo social. Librar al hombre de la
opresión de los tiranos de los monarcas absolutos –que
tiempo atrás habían sido aliados de los pueblos
en la lucha contra los señores feudales, pero que en
ese momento eran sus nuevos amos– y, además,
de la esclavitud que imponían las organizaciones gremiales,
las corporaciones de cualquier tipo. No más obligación
de tomar el oficio del padre, del abuelo. Cada hombre es dueño
de su destino, es libre de resolver su vida como mejor le
parezca o según se lo permitan sus posibilidades, sus
inclinaciones, sus aptitudes libremente desenvueltas. Cada
hombre tiene derecho a ser respetado en su cuerpo y en su
espíritu. La prisión debe justificarse por medio
del aparato de la ley, el arresto por órdenes escritas
de autoridad competente. La violencia no debe ejecutarse ni
en lo físico ni en lo moral. Nadie puede ser empujado
a una religión que no admite por sí mismo ni
a un oficio que no ha elegido ni a una celda que no haya merecido
de acuerdo con los códigos.
La
democracia quiere algo más, por fin. Esta libertad,
esta igualdad, exigen el derecho de los pueblos, de los hombres,
de ser dueños de sus destinos como sociedades organizadas.
La soberanía vuelve al pueblo. La teoría del
"contrato social" se torna realidad y opera por
medio de la representación: "Nos, los representantes
del pueblo..." La monarquía sabauda, al ceñirse
la corona de Italia unificada merced a la colaboración
de los republicanos, llega a una transacción y firma
sus disposiciones: "Rey, por la gracia de Dios y la voluntad
de la Nación... "Los americanos van más
allá y ningún país del nuevo continente
acepta reyes: la República es el ideal que impera del
norte al sur.
Este
conjunto de ambiciones debe realizarse en la práctica.
Es necesario organizar la vida política y social de
los pueblos para que funcionen institucionalmente, para que
exista el orden y no sobrevenga la anarquía; para que
el progreso, no el caos, sea la consecuencia de la libertad
y la igualdad, para que los derechos de cada uno concluyan
donde comienzan los de los otros ciudadanos; para que el pueblo
pueda elegir sus representantes y estos gobernar en su nombre
y rendirle cuentas. No olvidemos que los hombres del siglo
XIX son herederos del iluminismo y del racionalismo. Sus grandes
éxitos han llegado por las de la ciencia experimental
y de los principios y métodos positivos. Entonces,
de lo que se trata es de organizar 'racionalmente' el contrato
social y montar un sistema de gobierno y administrativo 'claro
y distinto'. El resultado es una Constitución. El constitucionalismo
es la traducción política de los ideales del
iluminismo y del racionalismo. La doctrina de los tres poderes
es, simplemente, el más alto ejemplo de racionalismo
político que podamos encontrar. Queremos un gobierno
eficaz, pero también queremos evitar despotismos: dividamos
sus funciones básicas en tres partes, pues de esa manera
podrá cumplir mejor su tarea. Es el principio racional
de la división del trabajo, de la especialización.
Pero, además, se monta un delicado sistema mediante
el cual cada 'poder' vigila y controla al otro: al menor exceso
o avance de uno de ellos los dos restantes intervienen y,
si fuera necesario pueden destituirlo y convocar a su reemplazo.
Las
constituciones representan, asimismo, conjuntos de leyes fundamentales
que establecen los principios esenciales sobre los cuales
se habrá de sostener la vida política y social;
que dan las normas centrales del 'funcionamiento' del cuerpo
social, que establecen las garantías, las libertades,
los derechos y las obligaciones capitales; que reglan, por
fin, las relaciones entre las diversas instituciones y jurisdicciones
o partes que componen la Nación.
Algo
más todavía: en América las constituciones
asumen un papel diferente del que cumplen en Europa. "Allá
es nada más que una etapa en la transformación
multisecular; aquí, el punto de partida de toda evolución."#
Por
eso, también se puede decir con justicia que entre
nosotros la Constitución es, más que nada, un
programa por realizar, una ambición por cumplir, un
ideal por lograr. Cuando la Constitución argentina
dice: "La Nación Argentina adopta para su gobierno
la forma republicana, representativa, federal..." debe
entenderse que a partir de ese instante, a partir de esa declaración,
se procurará, se intentará que la Argentina
tenga un gobierno republicano, representativo, federal. A
partir de ese momento todos habremos de esforzarnos por cumplir
ese programa de acción, por hacer realidad ese enunciado
que nos ha de servir de guía, de norte. La Constitución
–sobre todo en América– ha de ser escrita.
Cito nuevamente a Carlos Sánchez Viamonte:
"Asombra
que se hable de Estado de Derecho... sin reconocer que eso
es una pura ilusión, cuando no un sarcasmo, sino existe
el ordenamiento integral, estable e inviolable contenido en
una Constitución escrita, puesta con solemnidad y trascendencia
de ley moral, y hasta con ciertas características de
tabú, a gobernados y a gobernantes por voluntad del
pueblo y para el logro de su posible felicidad." Y más
adelante: "La expresión 'Estado de Derecho' significa
que la comunidad humana se halla sometida, toda ella, sin
excepción, a normas fundamentales, cuya vigencia excluye,
en principio, la arbitrariedad. Es evidente que tal cosa no
puede ocurrir si estas normas aparecen escritas, porque 'sólo
la escritura' puede darles la exactitud y fijeza indispensable
para su conocimiento y aplicación uniforme, con fuerza
igual sobre todos los miembros de la sociedad".
Estamos
frente a un aspecto importantísimo y quizá no
suficientemente estudiado: la fijeza de la escritura va unida
a la racionalidad de la expresión, a la claridad del
concepto y –dato fundamental– a la posibilidad
de que el pueblo-soberano pueda leer el texto correspondiente.
Como la Biblia para los protestantes, la Constitución
es el libro por excelencia para los republicanos del XIX,
y así como la Iglesia de la Reforma debió ser
docente y alfabetizadora, la democracia no pudo dejar de serlo,
so pena de perder las bases sobre las que había de
sustentarse en la realidad de su funcionamiento.
Para
concluir este panorama, queda por señalar que las posiciones
de los economistas no son sino las líneas necesariamente
coincidentes con los principios filosóficos y políticos
enunciados. La fisiocracia es la consecuencia de las ideas
de la ciencia experimental aplicada a la producción
agropecuaria. La tierra, como sustento de la Riqueza de las
naciones, es una especie de corolario irrefutable derivado
de las circunstancias y de los datos que podía ofrecer
la época, en lo referente al mundo de la producción
y del trabajo. El liberalismo económico, la teoría
de la libre competencia entre los hombres y entre los pueblos,
la división del trabajo entre las naciones, la ley
de la oferta y la demanda y la misión del Estado, de
custodio del orden necesario para el mundo de la economía,
son principios racionales e indispensables para el poder mantener
una coherencia lógica del pensamiento y la debida correlación
con la evolución histórica.
Queda
un punto final por considerar dentro del panorama histórico
del siglo XIX. Se trata del fenómeno de la constitución
definitiva de las nacionalidades modernas. Como es sabido,
este proceso se inicia muy atrás, pues prácticamente
la quiebra del feudalismo tiene sus primeras manifestaciones
–por supuesto, desde un punto de vista muy general y
al margen de las prácticamente innumerables circunstancias
de detalle que un estudio especializado podría señalar–
ya en los siglos XII y XIII. La aparición de las monarquías
absolutas es un paso hacia la constitución de los estados
centralizados contemporáneos. Contra lo que suele aceptarse,
representan no la antinomia con un concepto de libertad política
de estilo democrático sino la contrapartida de organizaciones
políticas, donde el poder se atomizaba y donde la ley
–buena o mala, despótica o benévola–
queda al fin en manos de incontables señores. Por eso
es que la famosa frase de Luis XIV –el Estado soy yo–
que suele mencionarse como ejemplo de absolutismo contrapuesto
al espíritu de libertad de la Revolución Francesa,
es, en verdad, algo muy diferente. El monarca que la pronunció
no tenía probablemente en vista, cuando la dijo, a
los 'individuos' que componían la Francia de entonces,
ni la intención de señalar su poder omnímodo
sobre ellos, cosa, por lo demás, que ni siquiera pensaba
porque no se le ocurría suponer que pudiera discutirse.
El sentido exacto de esa expresión es advertir a todos
los restos del antiguo orden feudal: las viejas corporaciones,
los estados eclesiásticos y de cualquier otro tipo
de organización por entonces existente, que en Francia
no había sino un gobierno y que el Estado estaba representado
única y exclusivamente por el Rey. Era, en síntesis
la afirmación de la definitiva derrota del feudalismo,
del regionalismo, de la pluralidad de cualquier naturaleza.
El
proceso de consolidación de los estados nacionales
modernos puede simbolizarse, en la evolución de España,
desde la unión de Fernando e Isabel. Con su bisnieto
Felipe II, de hecho queda consolidada la unidad nacional española,
como con Luis XIV la de Francia, por supuesto que sobre la
obra de sus antecesores, a partir de Luis XI pero, en particular,
por la acción decisiva de Richelieu durante el reinado
de Luis XIII. El siglo XIX es nada más, desde este
punto de vista, que la conclusión del proceso: con
Alemania e Italia queda completo el cuadro de las grandes
nacionalidades modernas y desde entonces la 'nación'
es el sustento político de Occidente. O, como dice
Julián Marías, "desde 1870 la nación
es el gran supuesto de la vida política europea".
Pero
lo que a nosotros nos interesa destacar es que la constitución
de las nacionalidades modernas acusa un largo proceso histórico
que encuentra sus mayores exigencias formales ahora, en el
siglo XIX. Estas "unidades nacionales" se logran
sobre la base de disputas seculares y de conflictos de vieja
raigambre. Es necesario superar diferencias raciales, lingüísticas,
religiosas, de usos y costumbres, de formas de vida, geográficas,
etcétera. No es fácil lograr ese tipo de superaciones.
En muchos casos ha sido imposible. En otros se obtuvo éxito
parcial, en algunos pocos, completo. Es indispensable un ligero
análisis del tema.
Las
diferencias raciales sólo se vencen mediante tres caminos:
la integración y mezcla sexual de los componentes de
los diferentes grupos humanos hasta que mediante un largo
tiempo –siglos, por lo menos– van desapareciendo
los rasgos distintivos de cada uno y comienzan a perfilarse
los de la nueva raza o agrupación étnica; la
expulsión de los que componen los grupos minoritarios,
o que carecen de fuerza y poder, fuera de los límites
geográficos del territorio nacional; o el genocidio.
Los dos últimos medios repugnan, por supuesto, los
criterios éticos y los sentimientos más elementales.
En algunos casos dramáticos, el último fue intentado,
sin embargo, y quedan en la historia de la humanidad como
muestras de la existencia de disposiciones morales de increíble
perversidad. El segundo tiene su versión contemporánea
en la doctrina del apartheid o en actitudes racistas que también
suelen merecer la condena de los mejores sectores sociales.
El primero es, como dijimos, muy largo en el tiempo y presenta
otra dificultad insuperable: no se puede forzar, no se puede
imponer por ley. Es fruto de circunstancias especiales que
se dan o no al margen de la voluntad de los gobiernos y de
las necesidades políticas. Por lo tanto, frente al
problema de la diversidad racial no le ha quedado otro camino
a los estados nacionales modernos, que aceptar la doctrina
del pluralismo y de la concesión de la nacionalidad
jurídica a todos los naturales del territorio nacional
sin atender a sus orígenes étnicos.
Luego
del período de las luchas religiosas a que dio origen
la Reforma, y después de los dolorosos esfuerzos de
países como España por superar, mediante conversiones
obligatorias o expulsiones, las diferencias de credos en su
suelo, los estados nacionales han debido concluir también,
por aceptar, de buen o mal grado, con mayor o menor honradez,
pero siempre de manera institucionalizada, la pluralidad religiosa.
El edicto de Nantes es el símbolo de esta postura:
por encima de la religión, el Estado exige la adhesión
a la nacionalidad. Con esa condición, permite o tolera
todos los credos, todos los cultos.
Hay
aún otro problema delicado: el idioma. Es sabido que
no puede aceptarse, prácticamente, la existencia de
una unidad nacional si todos sus componentes no pueden siquiera
entenderse, si hablan diversas lenguas. No podemos entrar
ahora en el análisis menudo de este problema: el de
la unificación lingüística de las nacionalidades
modernas; pero, es sabido que constituye un capítulo
apasionante y riquísimo de la historia de estos pueblos.
Los esfuerzos, que la mayor parte de los estados nacionales
han hecho por lograr esa unificación, son muchos, y
revelan las grandes dificultades que es necesario superar.
Los resultados son variados. Existen países que han
logrado un margen de éxito apreciable; otros afrontan
todavía luchas internas en este sentido; y algunos
pocos han concluido también –como en el caso
de la religión– por aceptar el pluralismo idiomático,
de lo cual Bélgica y Suiza son los ejemplos más
notables. Aunque los resultados, por lo que se refiere a la
efectiva unidad de la población, son completamente
distintos en uno y otro caso.
Queda,
por último, el vasto campo de lo que puede denominarse
técnicamente 'cultura folk': los usos, costumbres,
tradiciones locales, formas de vida, modas en el vestir, hábitos
de comensalía..., manifestaciones literarias, musicales,
plásticas, que caracterizan las culturas de los diferentes
grupos humanos. ¿Qué perspectivas hay de lograr
que algunos de esos elementos sean aceptados con carácter
'nacional' y pasen a formar parte de una comunidad política
unificada por encima de regiones y de grupos locales? ¿Tiene
sentido –o es en última instancia un contrasentido
si hablamos con propiedad– intentar un 'folklore nacional'?
Pero
todos estos esfuerzos están debidamente fundados en
una necesidad absoluta, de vida o muerte para los estados
nacionales modernos.
Esa
necesidad es la siguiente: todas las comunidades políticas
requieren de sus miembros componentes, un sentimiento de adhesión,
de afecto –racionalizado o no– hacia la 'institución'
política, hacia el grupo políticamente definido.
Desde las comunidades primitivas esto se manifestaba en las
conocidas deformaciones físicas o en el señalamiento
físico con caracteres indelebles, de tal manera que
ninguno de sus miembros pudiera abandonar el grupo o, siquiera,
dejar de ser reconocido como perteneciente a él. Ahora
bien: las comunidades políticas, anteriores a las nacionalidades
modernas, tenían ciertos rasgos que facilitaban esos
sentimientos de adhesión de pertenencia, ya fuere –repetimos–
racionalizados o no, ya con conciencia de su existencia o
no. Una cierta pequeñez territorial daba a la comunidad
política una identificación con un paisaje geográfico
más o menos visible, más o menos factible de
ser recorrido o reconocido. Un clima, un ámbito identificado
por llanuras o por montañas se unía en el ánimo
del israelita, del romano, del ateniense, del vasallo, del
señor feudal, con el sentimiento de adhesión
a la estructura política institucional correspondiente.
Todos los miembros que componían esa comunidad, además,
se identificaban por la participación en el uso de
una misma lengua, por el acatamiento de usos y costumbres
idénticos, por la práctica del mismo culto religioso,
por la pertenencia a una misma raza. Fuera de ese mundo, existían
los 'otros': los gentiles para los judíos, los bárbaros
para los romanos.
Cuando
comienzan a formarse las 'naciones' muchos de estos elementos,
como queda dicho, desaparecen. El paisaje geográfico
–excepción hecha de algunas naciones de reducidísima
extensión– no cuenta ya como elemento unificador,
y queda sólo como dato que apega al 'terruño',
al solar natal. Es imposible para la visión humana
abarcar la amplitud territorial y solamente un mapa –elemento
puramente abstracto, racional, que requiere un previo proceso
intelectual formativo– puede suplir esa visión.
La lengua no siempre es elemento de contacto. La religión,
tampoco. La cultura folk, menos todavía. Pero las monarquías
contaban aún con un importante elemento a favor de
esta unidad nacional: el sentimiento de adhesión al
monarca, que era la representación visible y concreta
de la nacionalidad. Mientras todos los habitantes de España
y de Italia se reconociesen como súbditos de un monarca
común, algo podía esperarse, y esa adhesión,
además, era posible lograrla sobre la base de una persona
de carne y hueso, que los miembros integrantes de la nación
podían ver y hasta tocar.
Las
repúblicas ni siquiera disponen de este recurso. Prácticamente,
¿qué les queda como elemento unitivo? ¿Sobre
qué elementos lograrán esa unidad nacional,
ese sentimiento de adhesión a la comunidad política?
La nación es un concepto abstracto y racional, no una
persona de carne y hueso como el monarca. La República
es un ideal de gobierno, no un territorio identificable con
un paisaje. Los compatriotas son hombres y mujeres que a veces
hablan lenguas diferentes, que creen en dioses distintos,
que practican costumbres que en nada se parecen, que provienen
de razas desconocidas, que viven, en fin, de otro modo.
Los
estados nacionales modernos se ven, entonces, y desde sus
más remotos orígenes, enfrentados a una exigencia
dramática: lograr la unidad nacional obtener sentimientos
de adhesión a la comunidad política que ellos
representan por encima de todas las diferencias, por sobre
los pluralismos de cualquier naturaleza. Que haya en Alemania
católicos y protestantes, pero que se reconozcan todos,
de alguna manera, como alemanes. Cuando en 1860 se instala,
por fin, la monarquía italiana sobre el vasto mosaico
de regiones, ciudades y reinos que por siglos habían
formado el variado muestrario político de la península
mediterránea, uno de los más lúcidos
luchadores por ese ideal dijo: "Hemos hecho a Italia;
nos falta hacer a los italianos". ¿Qué
decir de los países americanos, conformados aluvionalmente
sobre la base de inmigraciones no siempre seleccionadas y
que en un primer momento provocaron situaciones críticas
por la disparidad de lenguas, religión, costumbres
y modos de vida, amén de las heridas abiertas por luchas
fratricidas y rencillas localistas de todo tipo?
*M.
F. Sciacca, Historia de la filosofía, E~I. L. Miracle,
Barcelona, 1954, p. 262.
^M.
F. Sciacca, op. cit. p. 377.
+Julián
Marías, Historia de la filosofía, Educativa.
Revista de Occidente, Madrid, 1943, p. 295.
#Carlos
Sánchez Viamonte, conferencia dictada en el Colegio
de Abogados de Buenos Aires.
2.
El Estado cultural
Recapitulemos
los datos de la situación descripta y podremos deducir
la consecuencia necesaria. Coincide con lo que la historia
nos demuestra. El hombre vive en pleno imperio del racionalismo
y de la fe en el progreso científico, técnico
y social. Los estados nacionales modernos se han consolidado
políticamente, pero afrontan una dificultad enorme,
a veces aparentemente insuperable, para obtener el sentimiento
de unidad nacional, de adhesión a las patrias nacionales.
El pueblo, por otra parte –o sea: la totalidad de los
miembros integrantes de la comunidad política nacional,
sin distinciones de ningún tipo– ha de asumir
sus derechos y deberes, en una palabra, ha de ejercer la soberanía
que le corresponde y vigilar que ningún tirano vuelva
a oprimirlo. En paz, en orden, cada nación y cada hombre
alcanzará la plenitud de su destino y quien llegue
a poco, sólo deberá achacarlo a su propia incapacidad
o a su escasa voluntad.
Para
lograr esa unidad nacional tan indispensable, hemos visto
que muchos caminos están cerrados, o son difíciles,
o, intentados una vez, demostraron su impracticabilidad. La
unidad religiosa no se puede imponer; la unidad racial es
un ideal casi imposible o que al menos exige larguísimos
plazos. Quedan algunas vías donde parece haber mejores
probabilidades de éxito y que en algunos casos han
demostrado ya su transitabilidad. Por ejemplo, el campo del
idioma y el amplio mundo del tesoro cultural propio de los
pueblos que forman las nacionalidades: literatura, artes,
folklores. Comienzan, entonces, los estados nacionales modernos
a ocuparse de ciertas actividades que antes no atendían.
Hablamos, por supuesto, desde el punto de vista de una política
permanente, sistemática, intensiva y no de episodios
anecdóticos o aislados en el curso de la historia.
Tampoco consideramos ahora la acción cultural de ciertos
monarcas, pontífices o señores que la realizaban
por un afán de mecenazgo sincero o interesado o por
una afición personal que poco tenía que ver
con la 'razón de Estado'. El Estado que comienza a
considerar los fenómenos culturales como cuestión
política de importancia es otra cosa: es el que ha
comprendido que allí tiene una base donde poner pie
firme para consolidar una unidad de sentimientos y de ideologías
de que carece por naturaleza. Richelieu, fundando la Academia
Francesa, no es un simple mecenas renacentista ni un monarca
aficionado a las letras, ni siquiera un déspota ilustrado
(que comprende la jerarquía de ciertas manifestaciones
culturales, aunque su compleja personalidad tenga algo de
todo eso: es un hombre de Estado empeñado en unificar
a Francia por encima de duques y de barones, por sobre protestantes
y católicos, por sobre amores localistas de bretones
o de vascongados. Está poniendo ladrillos en el muro
que servirá de apoyo a Luis XIV para su frase famosa
ante los estados generales. España impone la lengua
de Castilla a toda la península: es obra de unidad.
Expulsa a los moros y a los judíos. Pero en el siglo
XIX hay otras armas: no en vano han pasado la ilustración
y la ciencia experimental. Todas las naciones modernas fuerzan
algo que es, en el fondo, un contrasentido: hacer de lo folklórico
un valor nacional. Lo que es, por definición, regional
debe tornarse –puede decirse que por ley– nacional.
A partir del siglo XIX cada país tiene su gran obra
escrita, a la que hay que rendir reverencia de hecho, bajo
pena de irrespetuosidad patriótica. Lo mismo pasa con
la música, con la pintura y con los respectivos autores.
Los aspectos más representativos, más extendidos
o más estéticamente valiosos del folklore se
extienden por todos los medios posibles de difusión
y se les asigna el carácter de representatividad nacional.
Poco a poco, se hace lo mismo con algunas comidas, con ciertas
costumbres y con vestidos, danzas, leyendas. Ha nacido el
Estado cultural.
En
esta labor, la unificación idiomática juega
un papel destacado. La implantación de una lengua común
a toda la nación se hace obra indispensable en un gran
número de casos. Son muy pocos los países que
adoptan la solución del pluralismo idiomático.
La mayoría impone el aprendizaje de una lengua 'nacional'
u 'oficial' por sobre los dialectos o las lenguas regionales
locales. Según las circunstancias y las posibilidades
o las posiciones más o menos autoritarias o liberales,
se admite en mayor o menor grado la supervivencia de esas
lenguas, pero de una u otra manera, se procura su desaparición,
o al menos reducirlas al plano de la comunicación familiar,
regional. Es sabido que estas luchas no han desaparecido,
pero constituyen un capítulo esencial en la política
cultural y educativa de los estados nacionales modernos, en
particular desde el siglo XIX, según veremos un poco
más adelante con algún detalle.
¿Cómo
conseguir satisfacer todas estas necesidades? ¿De qué
medio valerse para obtener estos ideales de unificación
nacional mediante la imposición de pautas y de modelos
culturales comunes, de un idioma nacional, de un modo de vida
que tenga formas similares por sobre todas las diferencias?
¿Cómo elevar a estos viejos súbditos,
acostumbrados a todos los señores de la historia, a
asumir su soberanía como pueblo? ¿Cómo
lograr que estén en condiciones de defender permanentemente
la libertad que han conquistado y de legarla a sus hijos y
a los hijos de sus hijos? ¿Cómo hace que marche
la compleja maquinaria institucional y administrativa montada,
para que de ahora en adelante funcione normalmente, para que
los ciudadanos sepan elegir sus gobernantes, participen de
las grandes decisiones y expresen su voluntad a los representantes
que hablarán por ellos en las cámaras y en los
municipios y en los partidos políticos? La contestación,
para los herederos de la ilustración y del iluminismo,
para los descendientes de Rousseau, los admiradores de Pascal,
los seguidores de Comte, los admiradores de Newton, para los
científicos experimentalistas, para los creyentes en
las doctrinas de la fisiocracia y del liberalismo no podía
ser sino la que fue: la ilustración del pueblo, la
instrucción pública universal, obligatoria,
la alfabetización, como el instrumento madre que logrará
el resultado buscado. La escuela universal, obligatoria, gratuita,
común –y, para muchos de ellos, además,
laica– será también el medio de obtener
la gran unidad nacional, será el crisol donde se fundirán
las diferencias de credos y de razas, de clases y de orígenes.
Ha
nacido la política educativa del siglo XIX, ha surgido
el foco luminoso que llevará la claridad en medio de
las tinieblas de la ignorancia, que abrirá los rumbos
a los pueblos en la defensa de sus libertades, en el ejercicio
de sus derechos, en la formación de sus ideales nacionales.
Si
en este momento de nuestra exposición hacemos un alto
para repasar todos los elementos enumerados en las páginas
anteriores, será fácil comprobar cómo
se engarzan naturalmente, casi como piezas de un rompecabezas
que, de pronto, al ubicar una de ellas, exigen rápida
y claramente la ubicación precisa de las restantes:
a)
por imperiosas necesidades de cohesión y unidad de
los miembros que componen la comunidad política nacional,
surge el concepto de cultura nacional, que –quiérase
o no– debe aceptarse o forjarse mediante una superación
de la realidad, o mediante una ayuda a un proceso social espontáneo
o –inclusive– mediante una labor coactiva que
contradiga ese proceso o esa realidad;
b) surge, consecuentemente, un 'estado cultural' que hace
suyas, manifestaciones culturales de todo tipo, que alienta
cierto tipo de expresiones artísticas, que otorga valor
a algunas y nacionaliza, de hecho o de derecho, a otras y
las difunde de todas formas;
c) todo lo anterior, sumado a las necesidades que surgen de
la puesta en práctica de un sistema democrático
de gobierno, exige la "educación del soberano";
d) las nuevas necesidades de la sociedad industrial exigen,
asimismo, una mayor capacitación cultural, general
para la masa de la población; también la posibilitan,
porque los índices de productividad en ascenso ofrecen
la perspectiva de una mayor disponibilidad de tiempo libre
de lo cual se puede utilizar una porción para la instrucción
y preparación de las generaciones jóvenes;
e) bajo el positivismo, heredero del racionalismo y del iluminismo,
la 'ilustración', el desenvolvimiento de la razón
y la capacitación para el manejo del gran instrumento
racional que es el libro –la letra escrita– son
los recursos que permitirán triunfar en la causa emprendida.
El
corolario es indudable: la obligatoriedad escolar la alfabetización
universal, se convierte en la divisa de la política
educativa de todos los estados nacionales modernos a partir
de la segunda mitad del siglo pasado. Y como consecuencia,
surge, en ese mismo instante, una verdadera política
educativa, es decir, 'la acción sistemática
y permanente del Estado dirigida a la orientación,
supervisión y provisión del sistema educativo
escolar'.
3.
La escuela redentora
Esta
escuela nace, pues, con un sentido misional. Viene a redimir
a los hombres de su doble pecado histórico: la ignorancia,
miseria moral y la opresión, miseria política.
La ilustración los hará otros: serán
libres de su ignorancia y de su esclavitud. Miles de años
atrás se propuso a los hombres salvarse del pecado
original y ser libres de su propia culpa, de sus pasiones
y de sus ambiciones. Por intermedio de su Hijo, Dios convocó,
a todos, a una nueva vida. En el fondo de los mejores espíritus
de los siglos XVIII y XIX, que proclamaron la necesidad de
la instrucción universal para lograr la dignidad de
los pueblos y el ejercicio de sus derechos, latía una
convocatoria a una nueva vida política, a una salvación
en este mundo, a una redención universal. La escuela
era la llamada a realizar la gran obra y los maestros sería
los apóstoles laicos de la gran cruzada.
Está
claro en innumerables testimonios. Analizarlos uno por uno
es una labor que podría ser inacabable, pero que constituiría
un apasionante trabajo de investigación que demostraría
la universalidad de nuestra hipótesis. Espigaremos
solamente unos poquísimos ejemplos, con el único
objeto de aclarar aún más nuestro pensamiento.
Recuérdese
la postura de Carlos Sánchez Viamonte acerca de la
necesidad –sobre todo en tierra americana– de
que la Constitución fuera un cuerpo 'escrito'. Se entenderá,
entonces, la imperiosa exigencia de la alfabetización
popular: demos a los pueblos una Constitución en la
cual estén claramente establecidos sus deberes y sus
derechos y netamente diferenciados los atributos de los distintos
poderes –la figura de Descartes se impone– y de
esa manera el pueblo podrá actuar como es debido en
una república. Pero para ello es indispensable que
el pueblo conozca la Constitución, que sepa leer. Sabiendo
leer, podrá conocer y entender la Constitución.
Conociendo sus derechos y las armas que le han sido dadas
para defenderlas, sabrá impedir que sean conculcados.
La prensa libre completará el cuadro, porque si alguien
osa exceder sus atribuciones de gobernante o violar las libertades
ciudadanas, podrá ser denunciado públicamente
y los restantes poderes ejercerán sus atribuciones.
Una vez que cada ciudadano sepa que 'el domicilio es inviolable'
y que "nadie puede ser arrestado sino en virtud de orden
escrita de autoridad competente", ¿quién
osará violentar su persona? Para el caso hipotético
de que esto ocurra, la Constitución provee los remedios,
pone la Justicia –poder independiente– a su disposición.
El juicio político amenaza a quien se alce contra ella
o al juez que no cumpla su deber. La prensa –el cuarto
poder– difunde los errores y las críticas. Los
procesos eleccionarios periódicos y alternados, en
cuanto a los poderes, no permitirán la reelección
de los malos gobernantes.
Sarmiento
decía, en efecto: "Un pueblo ignorante elegirá
siempre a Rosas". Demos vuelta la frase y nos queda:
"Un pueblo ilustrado siempre elegirá bien a sus
gobernantes".
Belgrano
lo recordaba en sus Memorias como Secretario del Real Consulado,
ya en 1796, discípulo aprovechado de los fisiócratas:
"Tenemos muchos libros que contienen descubrimientos
y experiencias que los antiguos y modernos han hecho en la
agricultura, pero estos libros no han llegado jamás
al conocimiento del labrador y otras gentes del campo..."*
Rivadavia,
en 1812, se mostraba descendiente directo del iluminismo al
procurar la fundación de un colegio de segunda enseñanza,
en su "Anuncio" de la Gaceta Ministerial del 8 de
agosto de 1812: "... la fuerza, la intrepidez, el mismo
amor a la independencia no bastan para asegurarla mientras
'el error y la ignorancia' presidan el destino de los pueblos
y mientras se descuide el fomento de la ciencia... de poco
podría lisonjearse el celo del gobierno sino previniese
con sus esfuerzos esta saludable regeneración proporcionando
a los pueblos un nuevo establecimiento por cuyo medio se 'difundan
las luces y se propague la ilustración'..."
¿Es
necesario señalar el espíritu con que se fundaron
las escuelas normales en nuestro país y el fervor de
misioneros del progreso, de la nacionalidad de la elevación
moral y política de los pueblos con que sus mejores
egresados encararon la tarea? Si fuera, con todo, conveniente
citar algún ejemplo para demostrarlo creemos que bastará
el siguiente párrafo del acta de bautismo que redactó
el presidente Nicolás Avellaneda, para la fundación
de la Escuela Normal Nacional de Maestras de Rosario, el 20
de abril de 1869:
"Inaugurar
una escuela es hacer un llamado a todos los poderes del bien,
y siendo el acto más benéfico, es al mismo tiempo
el más solemne, porque importa ponerse como nunca en
presencia del porvenir. ¿Quién podrá
decir cuánto influirá en la suerte humana un
solo niño que se educa, si al hacerse hombre piensa
como Newton, gobierna como Washington o inventa como Fulton?
Asisto con ustedes a la majestuosa ceremonia y pido al señor
obispo de Cuyo que la termine dejando caer sus bendiciones
sobre el nuevo edificio para que quede 'santificado como un
templo', y las extienda en seguida, sobre la cuna del niño,
sobre la tierna solicitud de la madre, sobre los campos y
sus cosechas, sobre nuestro pueblo y sus destinos."^
Hay,
entre lo mucho –lo innumerable, hemos dicho– que
podría citarse como prueba de lo mismo, un discurso
de Sarmiento que se impone por la fuerza del razonamiento,
por el vigor de la prosa, por la exaltación de la oratoria.
Es síntesis definitiva de la idea redentora que hemos
señalado. No podemos resistir a la tentación
de transcribirlo. Se trata del que pronunció, cuando
se puso la piedra fundamental del edificio de la Escuela de
Catedral al Norte, en Buenos Aires, actualmente llamada José
Manuel Estrada. Eran, las vísperas de la reapertura
de la guerra civil, el 27 de mayo de 1859. Dijo Sarmiento
entonces:
"Señores:
el hombre que hace dos mil años descubrió la
potencia motriz del simple tornillo que impele hoy las naves,
en despecho de Eolo y Neptuno, y todos los mentidos dioses,
agitadores del mar y de los vientos, pedía un punto
de apoyo para la palanca, ese primitivo poder del arte, y
ofrecía sacar la tierra de sus cimientos.
Arquímedes
no había inventado ni el tornillo ni la palanca, que
pertenecen a Dios y a la humanidad. El sólo había
observado la fuerza que poseían y la preconizaba en
vano a sus compatriotas.
"La
Escuela es en lo moral lo que la palanca de Arquímedes
en lo físico, el más vulgar y conocido mecanismo
humano, la más colosal de las fuerzas aplicadas a la
materia o a la inteligencia. Pero esta palanca carecía
en América de apoyo. Donde quiera que se ha intentado
ponerla, el suelo se ha hundido y la potente fuerza ha quedado
neutralizada. En la tierra que ocupan veinte y cinco millones
de seres, que hablan nuestra lengua, y que abraza medio mundo,
con sus archipiélagos e islas esta es la primera vez
que un puñado de padres de familia se reúne
a poner la piedra fundamental para la erección de una
escuela sobre esos cimientos, que bastan para apoyar sobre
ellos la palanca omnipotente. Señores, lo proclamo
en alta voz: la parroquia de la Catedral al Norte de la Ciudad
de Buenos Aires, el pueblo de Buenos Aires, la Legislatura
de Buenos Aires, Buenos Aires en fin, es el primer Estado
Sud-Americano que, erigiendo una construcción especial
para la escuela, solemniza el acto, con la conciencia cierta
de que inaugura una época nueva en nuestros fastos
morales, intelectuales, políticos y comerciales...
Los pueblos antiguos hicieron en pirámides y mausoleos
la apoteosis de lo pasado y de la muerte, ensalzando la tumba.
Los pueblos modernos principian hoy a enaltecer el porvenir
y la vida, erigiendo en la escuela monumental la cuna del
pueblo, donde han de crecer y desarrollarse las virtudes y
las dotes sociales de todos.
"...La
difusión de las luces viene entre nosotros ligada a
las cuestiones políticas y se mezcla en la conciencia
pública con los otros intereses sociales. Por eso el
público se apasiona ardientemente por ellas, por eso
las escuelas decaen entre nosotros cuando los que combaten
por la libertad política son postrados o sucumben...
Que no constituyen un Estado, los altos edificios ni las tierras
labradas, / ni espesas murallas, ni firmes puertas, ni excelsas
ciudades coronadas de pináculos y torres / ni anchas
bahías ni puertos fortificados / donde riéndose
de las tempestades entren las naves ricas / ni cortes de dorada
techumbre / donde la bajeza queme incienso al orgullo. / ¡No
/ hombres! Hombres de alta mente, dotados de potencias que
los eleven mucho más alto que la bestia bruta. / ¡Hombres!
/ Que conozcan sus deberes, pero que conociéndoles,
tengan el coraje de sostenerlos; / y parando el golpe de largo
tiempo preparado: / Aplasten al tirano mientras rozan sus
cadenas.
"Esto
sólo constituye un grande Estado: Que en cuanto a nuestros
enemigos declarados, hubiera querido terminar estas pocas
palabras, dirigiéndome a un 'conscripto', que no está
en este momento entre nosotros, el ayer Coronel, hoy General
Mitre, mi digno y noble amigo. Los generales romanos daban
mucho valor a los augurios favorables o adversos, porque en
ellos creían ver señales misteriosas de la voluntad
del cielo. El sol que alumbra su primer día de 'general',
ve al pueblo de Buenos Aires afanado fundando una escuela.
Si los Augures romanos hubieran sido consultados por Scipion,
le habrían dicho que esto significa que la campaña
que va a abrir, es la campaña de la civilización
contra la barbarie; que se fundarán escuelas a cada
batalla que gane; que las escuelas en su generalización
o en su decadencia están de hoy en más ligadas
a la suerte de sus armas; y que, el historiador de Belgrano,
el patriota, honrado, el sabio modesto que su talento y su
estudio ha devuelto a la posteridad, está destinado
a imitarlo y completarlo, dando batallas y fundando escuelas
a su paso. ¡Gloria al soldado historiador como lo fueron
los grandes capitanes!
"¡Gloria
al Estado de Buenos Aires! ¡Gloria a la ciudad toda
y a la Parroquia de la Catedral al Norte!"+
No
es necesario ceñirnos a nuestro país. La investigación,
que proponemos, podría extenderse al ámbito
comparativo y alcanzar una dimensión inabarcable, prácticamente.
Pero, para no abundar, ¿quién ha olvidado Corazón
de Edmundo de Amicis? La inmortal obra italiana, con carta
de ciudadanía en tantos países del mundo, es
un himno a la misión redentora de la escuela. Trata,
por ejemplo, de plantear la unidad nacional de Italia. Faltaba
hacer a los italianos, había dicho uno de los forjadores
del Reino de Italia: en esa escuela de Turín, la orgullosa
capital del antiguo Reino del norte, se recibiría ahora
a todos los niños de la Nueva Italia, y allí
aprenderían todos a hablar la misma lengua, a respetar
la bandera tricolor, a amarse por encima de las diferencias
regionales, como en el Colegio Nacional fundado por Mitre
en 1863", convivirían los niños
de todas las provincias y superarían los resquemores
localistas de cincuenta años de luchas fratricidas.
¿Es posible olvidar el capítulo del muchacho
calabrés? Las clases acaban de comenzar. Estamos apenas
a 22 de octubre, y el día inicial fue el 17. Enrique
anota esa jornada en su diario y dice:
"Ayer
entró el director con otro nuevo alumno, un muchacho
de cara muy morena, de cabello negro, ojos también
negros y grandes, con las cejas espesas y juntas... el maestro
lo cogió de la mano y dijo a la clase: 'Os debéis
alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en
la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas
de aquí. Quered bien a vuestro compañero que
de tan lejos viene... hacedle ver que todo chico italiano
encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el
pie'. Dicho esto, se levantó y nos enseñó
en el mapa de Italia el punto donde está la provincia
de Calabria. Después llamó a Deroso... 'Como
el primero de la escuela, da el abrazo de bienvenida, en nombre
de toda la clase, al nuevo compañero; el abrazo de
los hijos del Piamonte al hijo de Calabria'... Después
repuso 'Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho
de Calabria está como en su casa en Turín, uno
de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria;
por esto lidió nuestro país cincuenta años
y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar
y querer todos mutuamente; cualquiera de vosotros que ofendiese
a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia,
se haría para siempre indigno de mirar con la frente
levantada la bandera tricolor'."
Recordemos:
están allí todos los puntos esenciales de la
obra que hay que cumplir, de la misión que tiene por
delante la escuela: la lengua, con la cual habrán de
entenderse piamonteses y calabreses; el mapa, símbolo
racional, intelectualizado, de la Nación, sin el cual
es imposible comprender ni sentir a esta nueva comunidad política
que excede la dimensión geográfica del señorío
feudal, del terruño, del paisaje geográfico,
de la ciudad-estado de los antiguos; y por último,
la bandera, el símbolo de la República, el símbolo
que reemplaza a la figura del monarca y que es permanente
por encima de los gobiernos y de las personas que lo encarnan.
Si
faltara algo para demostrar que la idea que latía en
estos italianos era la misma que vibraba en el discurso de
Sarmiento, cuando pone la piedra fundamental de la escuela
de Catedral al Norte o de Avellaneda, cuando redacta el acta
de bautismo de la Escuela Normal de Maestras de Rosario, tenemos
en seguida, siempre en Corazón, la carta primera del
padre a Enrique, esa carta repetida miles de veces en discursos
y ceremonias pero que conserva siempre el mismo vigor, el
mismo impulso:
"El
estudio es duro para ti... no te veo ir a la escuela con aquel
ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera...
pero, oye, piensa un poco y considera qué despreciables
y estériles serían tus días si no fueras
a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías
al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío
y la vergüenza, cansado de la existencia de tus juegos.
Todos, todos estudian 'ahora'. Enrique mío, piensa
en los obreros que van a la escuela por la noche... en las
mujeres, en las muchachas del pueblo que van a la escuela
los domingos después de haber trabajado toda la semana...
piensa en los innumerables niños que se puede decir
que a todas horas van a la escuela en todos los países;
míralos con la imaginación... vestidos de mil
modos, hablando miles de lenguas... millones y millones de
seres que van aprender, en mil formas diversas, las mismas
cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños
de mil pueblos, este inmenso movimiento del cual formas parte,
y piensa: 'si este movimiento cesase, la humanidad caería
en la barbarie'; este movimiento es el progreso, la esperanza,
la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del
inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase
es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la
victoria la civilización humana. ¡No seas un
soldado cobarde, Enrique mío!"
Concluyamos,
mencionando dos trabajos franceses, no traducidos aún
–lamentablemente– entre nosotros. El primero es
el volumen titulado Les instituteurs, de Georges
Duveau (de la colección Le temps qui court,
Edition Du Seuil, 1961). Se trata de una obra de maravilloso
sabor que brinda la historia de los maestros primarios de
Francia, de los normalistas diríamos aquí, desde
la Revolución Francesa en adelante. El capítulo
inicial es definitorio:
"Le
mot 'instituteur' prend place dans le répertoire de
nos lois du 12 décembre 1792. La France traverse alors
des heures graves. . . Avec solennité, la Convention
proclame son souci d'organiser l'instruction publique. . .
Le projet que discute l'Assamblée s'inspire de Condorcet.
L'article ler. adopté le 12 décembre stipule
que 'les personnes chargées de l'enseignement dans
les classes primaires s'appelleront instituteur's. Mot de
résonance clasique, mot d'une belle latinité.
Cicerón: 'instituere civitatem', poser l'Etat, substituer
au chaos la Cité née d'un dessein précis
et raisonnable. Salluste: 'instituere civitatum more', redresser
les moeurs de l'Etat. Et dans l'oeuvre de Jean Jacques Rousseau
et de Condorcet le mot a pris de nouveaux titres de noblesse
républicaine. Certes, la France nouvelle, á
la surprise attristée de ses représentants,
ne surgira pas comme une île d'Utopie sur l'Océan
de l'Histoire et les vieux noms de 'régent', de 'recteur',
de 'maitre d'école' ressteront employés dans
la pratique journalière. Mais le mot 'instituteur'
vibre à l'unisson d'un pays qui rejette avec hauteur
ses traditions et déclare n'obéir désormais
qu'aux lois de la Nature et de la Raison" (pp. 3/4).
Y
apenas un poco más adelante (p. 5) el autor nos recuerda
que en la sesión del 16 de diciembre de 1792, la Convención
decide que la "instrucción nacional" sucede
a la "instrucción pública". El decreto
del 5 de enero de 1794, establece los libros que se usarán
para "formar los ciudadanos": Les Droits de
L'Homme, la Constitution, el Tableau des action héroiques
ou vertueuses (p. 19). Al comenzar el tercer capítulo
de la obra, la República acaba de instalarse. Estamos
en 1848. Los maestros del cantón de Maromme, a seis
kilómetros de Rouen, usan un tono ardiente para proclamar
sus principios:
"...pénétrés de l'importance
de notre mission dans l'oeuvre de régénération
que les principes républicains vont accomplir, nous
vous prions de croire, citoyen, que nous rivaliserons tous
de zêle et d'efforts pour faire bien comprendre à
l'enfance qui nous est confiée la sublimité
du symbole sur lequel repose l'avenir de notre inmortelle
République: Liberté, Egalité, Fraternité"
(pp. 71/72)
En
1879 se constituye el gabinete que integra Jules Ferry, quien
en 1870 había dicho:
"Je
me suit fait un serment: entre tous les problèmes du
temps présent j'en choisirai un, auquel je consacrerai
tout ce que j'ai d'intelligence, tout ce que j'ai d'âme
et de coeur, de puissance physique et de puissance morale
cest le problème de l'éducation du peuple."
(p. 117). Años después decía
ante sus enemigos políticos en el Parlamento: "Nous
croyons à la rectitude naturelle le l'esprit humain,
au triomphe définitif du bien sur le mal, á
la raison et á la démocratie". Y añade
el autor: "Ferry défend la 'cause sacrée
de la science". (p. 122)#
El
número 26 de Planète, enero-febrero 1966, trae
un artículo de Gastón Bonheur que es difícil
traducir –en su espíritu– ya desde el título:
Monsieur l'instituteur: vous méritez une statue. Y
ante la fotografía de una vieja sala de clase francesa
con su maestro, barbado, al frente, se pone este epígrafe:
"Ces profs, ces 'barbus ont imaginé la plus
ambitieuse mission qu'aucune Eglise ait jamais osé
imaginer en si peu de temps". Es nada más
que un recuerdo filial. El padre y la madre de Gastón
Bonheur: eran maestros de escuela antes de la guerra del 14.
El padre se enroló cuando estalló la lucha,
partió al frente y no volvió. Había sido
maestro apenas un par de años en una aldea pequeña.
Cincuenta años después,
"le
village se souvient toujours de mon père. Sa photografie,
accrochée au-dessus de la chaire de l'école
des garçons, a toujours l'air de faire la classe et
reçoit parfois des fleurs. Or sa veuve et ses deux
orphelins (j'était le plus jeune) ont quitté
Belvaines au lendemain de l'armistice. Nous n'y avions aucune
attache, auncun parent. C'est de sa propre initiative que
ce petit village de montagne a établi un veritable
culte à la mémoire du jeune maître d'école
tombé dans une injuste guerre. Quand i'y suis revenu,
l'été dernier, un demi-siècle après,
tout le monde m'a parlé de lui, comme son devait parler
du saint local au temps ou se fondèrent les paroisses".'
Luego,
apenas, un intento de explicación.
Recordamos
entonces cómo se prepararon estos maestros, cómo
se lanzaron a cumplir su misión. Era, dice, ir a cumplir
una grande y bella aventura por todas las aldeas de Francia,
a llevar a los campesinos la luz de un nuevo saber, de una
nueva visión de la vida. Iban, a veces, en pareja.
Intelectuales de izquierda casi siempre,
"il
partagera la vie des paysans. Il fera l'école... il
sera formé avec la rigueur qu'exige la formation d'un
jésuite, et de telle sorte qu'il encarnera le dogme
sans crainte d'hérésie et que partout où
il sera, sera la République."
Concluyamos con el autor:
"Je
rêve parfois d'un monument a l'instituteur, il est en
pierre très blanche, comme de la craie. Il s'élève
sur le socle en escalier d'un perron, a l'ombre d'un arbre
laíque, un arbre de la Liberté, tilleuil, orme
ou micocoulier. Le maître est representé sur
son pas de porte, à l'instant où il frappe joyeusement
dans ses mains pendant que sonne le dernier coup de huit heures.
Nous avons voulu que ce soit un jeune maître, austêre
et doux, le veston haut boutonné d'où s'échappe
la lavallière, la moustache frisée, le regard
bon, les cheveux en brosse. En somme, il ressemble à
mon père, instituteur à Belvailles (Aude), tel
que je peux l'imaginer au matin de sa dernière classe,
le dernier jour de juillet 1914, à la veille de la
Grande Guerre où il allait mourir dès le premier
combat."·
Allá
y aquí, en Italia, en Francia, en la Argentina, en
América: la escuela común, obligatoria, gratuita,
abierta a todos, alfabetizadora, ha surgido para transformar
a la humanidad, para redimir a los hombres de la ignorancia
y de la opresión. Pondrá en sus manos el alfabeto
y el libro, la Constitución y la prensa libre, la ciencia
y la formación moral. ¡Ay de los tiranos!
*M.
Belgrano, Escritos económicos, Ed. Raigal, Buenos Aires,
1954, p 67.
^Citado
por María Amanda Bergnia de Córdoba Latges,
en "La primera escuela normal de Rosario", en La
Capital del 20 de abril de 1969.
+Fundación
de Escuelas Públicas en la Provincia de Buenos Aires
durante el gobierno escolar de Sarmiento, publicaciones del
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires.
Documentos del archivo, tomo IX, La Plata, taller de impresiones
oficiales, 1939, pp. 84/87.
"Cito
mi trabajo: La política educativa de Mitre en Precisiones
Pedagógicas, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1967.
#Con
el auxilio de la profesora Giani hemos procurado obtener versiones
castellanas que nos satisficieran, tanto de esta obra como
del artículo de Gastón Bonheur que más
adelante citaremos. Nunca logramos esa ambición y todas
las versiones logradas nos han resultado inferiores al estilo
y a la fuerza del texto original. Las traducciones que en
ambos casos ofrecemos tienen, pues, solamente, un intento
de aproximación al sentido último de los textos:
"La palabra instituteur se incorpora a nuestros textos
legales el 12 de diciembre de 1792. Francia atravesaba horas
graves... Solemnemente, la Convención proclamó
su intención de organizar la instrucción pública...
El proyecto que discute la Asamblea está inspirado
en Condorcet. El artículo 1º, aprobado el 12 de
diciembre, establece que 'las personas encargadas de la enseñanza
en las escuelas primarias recibirán el nombre de instituteurs.
Nombre de clásica resonancia, palabra de la antigua
y bella latinidad'. Cicerón: 'instituere civitatem',
organizar el Estado, reemplazar el caos por el orden ciudadano
nacido con objetivos claros y razonables. Salustio: 'instituere
civitatum mores', corregir los hábitos del gobierno.
Y en la obra de J. J. Rousseau y de Condorcet, el nombre adquiere
renovados títulos de nobleza republicana. Es verdad:
la nueva Francia, ante la sorpresa atribulada de sus representantes,
no surgirá como la isla de Utopía en el océano
de la Historia y los viejos nombres: regente, rector, maestro
de escuela, seguirán usándose en la realidad
de cada día. Pero el nombre de institutetur vibra junto
a un país que rechaza con soberbia sus tradiciones
y declara que en adelante no obedecerá sino a las leyes
de la Naturaleza y de la Razón." (p. 3/4).
"Convencidos de la importancia de nuestra misión
en la obra de regeneración que los principios republicanos
están llamados a cumplir, os rogamos creer, ciudadano
(administrador) que competiremos en celo y en esfuerzo para
hacer comprender a la infancia que nuestra República
inmortal: Libertad, Igualdad, Fraternidad." (pp. 71/72).
"He hecho un juramento ante mí mismo: entre todos
los problemas de nuestro tiempo, elegiré uno al cual
consagraré toda mi inteligencia, todo mi espíritu
y todo mi corazón, cuanto tengo de fuerza física
y de energía moral: es el problema de la educación
del pueblo." (p. 117).
"Nosotros creemos en la rectitud natural del espíritu
humano en el triunfo definitivo del bien sobre el mal, en
la razón y la democracia." "Ferry defiende
la causa sagrada de la ciencia." (p. 122).
'Cincuenta
años después... la aldea recordaba a mi padre.
Su fotografía, colgada sobre el escritorio de la escuela
de varones, conservaba el aspecto de estar dando clase y cada
tanto recibía el homenaje de algunas flores. Y sin
embargo, su viuda y sus dos huérfanos (yo era el menor)
habían partido de Belvianes al día siguiente
del armisticio. No habíamos dejado relaciones ni parientes.
Era por su propia iniciativa que esta pequeña aldea
montañesca mantenía un verdadero culto a la
memoria del joven maestro de escuela caído en una guerra
injusta. Cuando volví, el último verano, medio
siglo después, todo el mundo me habló de él,
como seguramente se hablaba de los santos locales en el tiempo
en que nacían las parroquias del cristianismo."
·Intelectuales
de izquierda casi siempre, habrían de conmover la vida
de los campesinos. Harían escuela..., serían
formados con el mismo rigor que exige la formación
de un jesuita, de tal suerte que encarnarían el dogma
–sin mancha de herejía– y por donde ellos
fueran, existiría la República..." "A
veces, entreveo un monumento al maestro. De piedra muy blanca,
como la tiza. Sobre un pedestal escalonado y sombreado por
un árbol laico, árbol de libertad, tilo, olmo
o ciprés. El maestro estará por entrar al aula,
mientras, con la última campanada de las ocho, golpea
alegremente sus manos. Quisiera que fuera un maestro joven,
austero bondadoso, con su chaqueta alta, abotonada hasta el
cuello, de la cual surgía, impetuosa, la ancha corbata,
con el bigote rizado, la mirada limpia, los cabellos cortados
al ras. Parecido a mi padre, en fin, maestro en Belvianes,
tal como puedo imaginarlo en la mañana de su último
día de clase, en vísperas de la Gran Guerra,
adonde había de morir en los primeros combates."
4.
La cultura como fenómeno literario.
La culturización como fenómeno escolar La escuela
como eje del proceso educativo
El
medio de comunicación entre los hombres, el instrumento
de transmisión del pensamiento, es la palabra. Durante
un largo tiempo en la historia de la humanidad –desde
los más remotos orígenes de esa historia hasta
un instante que es muy difícil de precisar con exactitud–
sólo hubo la palabra oral. Luego, junto con ella, existió
la palabra escrita, usada principalmente para fijar el mensaje
que se quería trasmitir, para lograr la inmutabilidad
de su texto a lo largo del tiempo.
Pero,
hay una profunda diferencia entre una y otra cosa. De la vía
oral a la escrita va un inmenso trecho que cambia notablemente
el significado del mensaje y altera sustancialmente el modo
de la relación entre quien lo trasmite y quien lo recibe.
'La
palabra oral', o la 'palabra' propiamente dicha es una mezcla
de razón y de pasión. Al escucharla, quien la
recibe es sacudido conjuntamente por una carga conceptual
y emocional. No sólo llega a su razón el sentido
lógico de la frase, sino que sus sentimientos se ven
sacudidos por un gesto, por un tono, por un estado de ánimo
del interlocutor. Inclusive, la vía primera de penetración
es la emoción, y sólo después se abre
–a veces– la vía de la razón pura,
hasta donde esa escisión es posible. Cuando escuchamos
a un orador, el primer movimiento de nuestro espíritu
no es la racionalización o la precisión conceptual,
sino el sacudimiento emotivo que nos provoca su voz, su gesto,
su porte, su entusiasmo o su frialdad. Después comienza
a penetrar en nuestra mente el sentido conceptual de sus palabras,
pero ya estamos envueltos, captados, conquistados, por el
movimiento inicial y la racionalización que hacemos
no puede evadirse de esa atmósfera en la cual queda
envuelta irremediablemente. No es raro que escuchemos una
conferencia verdaderamente entusiasmados, pero cuando tenemos
ocasión de leer su texto, a veces, quedamos algo desilusionados,
cuando no francamente desconformes con las ideas expuestas.
Es que ahora podemos limitarnos a los conceptos; antes estábamos
presos en una red incomparablemente más rica y compleja.
'La
palabra escrita, la letra', es, en cambio, pura razón.
Es la expresión desnuda del concepto y exige un proceso
de captación eminentemente intelectual. La vía
inicial de penetración del mensaje en nuestro ánimo,
cuando llega por la escritura, es la racional. Sólo
después consigue emocionarnos: cuando ese concepto
se ha hecho pasión en nosotros. La emoción sigue
a la razón en este caso: para apasionarnos necesitamos
comprender.
Ahora
bien: hasta que aparece la escritura, la cultura y el proceso
de culturalización de las jóvenes generaciones,
o de influencia mutua cultural de unos miembros de la sociedad
con otros fue exclusivamente cuestión oral. Después,
no ha de creerse que hubo cambios muy profundos, porque salvo
para pequeñísimas minorías –las
minorías letradas– todo siguió igual.
En verdad –y esto es indispensable tenerlo muy presente
para seguir nuestra hipótesis– hasta el siglo
XIX, o sea hasta el instante en que surge el movimiento de
la alfabetización universal y obligatoria, la cultura
y el fenómeno de culturalización fue para las
masas un dominio de la palabra oral. La cultura literaria
era de unos pocos y hasta bien avanzada la Edad Moderna, hubo
grandes señores y hombres de Estado que de hecho no
estaban introducidos en el mundo de la cultura letrada. Es
muy útil seguir brevemente, en este punto, la explicación
que da Joseph Folliet:
"Desde
la invención de la escritura y sobre todo de la imprenta,
la inteligencia humana vivió dos tipos de cultura.
La más antigua, que dominaba en el campo, se remontaba
a los orígenes mismos de la humanidad, trasmitida de
generación en generación, a la vez por tradición
oral y por el efecto de un ambiente, el de la familia o de
la aldea. Más vivida que reflexiva, no era menos una
verdadera cultura, una sabiduría, un arte de vivir
y de gustar la vida, una concepción del mundo y del
hombre, una fuente permanente de alegrías estéticas
y de acciones morales... La segunda forma de cultura, más
reciente, sobre todo urbana, descansaba en la palabra escrita,
signo del concepto. Fue durante mucho tiempo el privilegio,
la riqueza y el poder de una 'élite' restringida, la
de los escribas y los cleros, francmasonería de iniciados
en el seno de las masas profanas.*
Con
la aparición de la imprenta se produce una revolución
cultural cuyos alcances –como suele ocurrir– sólo
habría de advertirse siglos después. La letra
escrita comienza a estar al alcance de sectores muchos más
amplios. El libro deja de ser el artículo de lujo reservado
a minorías reducidísimas. Sin embargo, falta
todavía mucho tiempo para que podamos hablar de una
verdadera masificación de la cultura letrada. De a
poco, aparecen 'libros populares', lo cual en el primer instante
es un contrasentido. El libro era asunto de religión,
de ciencia, de estudio avanzado, no un objeto para el pueblo.
Pero los libros de caballería, o –en lenguas
romances– la Chanson de Roland o El libro de los enxiemplos
o del Conde Lucanor, escapan del molde.
Cuando,
a fines del XVIII y –sobre todo– a principios
del XIX aparecen las primeras y tímidas manifestaciones
del periodismo, puede decirse que estamos a las puertas de
esa penetración de la cultura literaria en los grandes
números de la población. Pero, ¿quiénes
son los que saben leer y escribir? ¿Cuántos,
en realidad, los que pueden penetrar por sí mismos
en estas obras? Por eso, la gran transformación va
a ocurrir sólo cuando en el siglo XIX se lanza la batalla
por la alfabetización universal: las masas serán,
a partir de entonces, partícipes de ese otro mundo
de la cultura letrada. Hay un antecedente, bien que reducido
al campo de la cultura religiosa: la Reforma necesitó
que todos sus fieles fueran capaces de acceder por sí
mismos al mensaje escrito, al Libro Sagrado. Y por eso fue
Iglesia, docente, alfabetizadora. Escuchemos a Folliet nuevamente:
"A partir del siglo XVI la imprenta tendió a hacer
de la cultura gráfica la cultura universal. Con el
diario cotidiano y la instrucción obligatoria se ganó
la batalla. Invadida, con rivales desde el exterior y minada
internamente, la cultura arcaica retrocedió incesantemente
'hasta su desaparición casi total en las sociedades
industriales y urbanas."
Y
termina Folliet con este párrafo al cual concedemos
extrema importancia:
"La
cultura de los 'cleros', que es también, en un cierto
sentido y por sus alianzas históricas, una cultura
burguesa, 'se confundió por un tiempo con la cultura
propiamente dicha'."
Ahí,
en escuelas proceso de confusión y de identificación
está la raíz del problema esencial que ahora
debemos afrontar. La cultura fue siempre para la inmensa masa
de la población, 'una cuestión de vida'. El
proceso de culturalización era un fenómeno de
impregnación, dado por la trasmisión oral y
por las formas de vida familiares, locales, del ámbito
social con el cual se 'convivía'. La formación
religiosa fue siempre una cuestión del 'culto' religioso,
de las ceremonias piadosas, de los actos con que la doctrina
marcaba la vida cotidiana. A ello se añadía
la prédica, la enseñanza de los sacerdotes,
de base fundamentalmente oral. Lo mismo ocurría con
las normas morales, esenciales, que regían la conducta
de los hombres dentro de cada sociedad: eran los actos de
la vida cotidiana las formalidades públicas, las costumbres
y las tradiciones orales, las que conformaban el pilar sobre
el cual se apoyaba la conducta de cada miembro de la sociedad.
Pero la difusión de la cultura letrada cambia las cosas.
No olvidemos, además, que estamos –al llegar
el siglo XIX– en el imperio del positivismo, heredero
del racionalismo y del iluminismo: las luces de la razón
sacarán al hombre de la oscuridad, de la ignorancia,
del temor a los dioses desconocidos, de la sumisión
a los cleros, 'francmasonería de iniciados' que, solos,
dominan el mensaje de ciertos libros y la sabiduría
de ciertos textos. La cultura vital y de base oral comienza
a ser suplantada por la cultura de los libros, literaria,
hasta que, por fin, termina por ser solamente "este tipo
de cultura", y los términos de 'iletrado e inculto'
se hacen sinónimos.
El
iluminismo y el racionalismo; la política educativa
que requiere la obligatoriedad escolar y la alfabetización
universal; las necesidades de los estados nacionales modernos
que exigen una capacitación racional para entender
la idea de comunidad política nacional, a través
de estudios históricos y geográficos, sustentados
en racionalizaciones abstractas; las exigencias que encierra
el ideal de 'educación del soberano'; el constitucionalismo
republicano como régimen y sistema de gobierno; la
difusión popular del libro y de la prensa; la esperanza,
en el poder de la ciencia para mejorar el destino económico
de los individuos y de las naciones; todo, conduce necesariamente,
a la convicción de que, fuera de la cultura literaria,
letrada, conceptual, racionalista, no hay de verdad cultura.
'¿Y cual es el hogar de este proceso de culturalización?
Naturalmente, la escuela'.
A
partir de ahora, 'letrado' es sinónimo de 'culto',
como iletrado de inculto. Un analfabeto es un hombre que no
ha participado del proceso de culturalización propio
de la época; está, pues, al margen de la cultura.
El otro proceso de culturalización, fundamentalmente
vital, de raíz oral y sustentado en el ambiente familiar
y social inmediato, no cuenta ya, no importa, se puede decir
que no existe. Y como –según hemos dicho–
para enseñar a leer la escuela es el paso obligado,
'el proceso de culturalización pasa a convertirse en
un fenómeno escolar. Culturalización y escolarización'
terminan también por ser la misma cosa.
Esto
tras otras consecuencias que afectan, de lleno, todo lo que
se refiere a la política educativa y a las cuestiones
pedagógicas. En efecto: lo dicho anteriormente –que
el proceso de culturalización se confunde e identifica
con la escolarización– representa la inversión
del proceso histórico previo, o de la relación
tradicional entre la cultura vital y la escolar. La educación
escolar (la acción de la escuela) había sido,
hasta ahora, una parte casi significante, desde el punto de
vista cuantitativo, y cualitativamente, por lo que se refiere
a los ideales y formas de vida del proceso educativo integral.
'A partir del siglo XIX pasa a ser la parte principal' de
ese proceso, o a 'pretenderse' que sea la parte principal,
o al menos, a 'creerse' que es la parte principal. En una
palabra: 'la escuela se convierte en el eje del proceso educativo'.
A
partir de la difusión y aceptación de la idea
de la escolaridad universal y obligatoria, es la sociedad
la que, según parece, ha de 'colaborar con' la escuela^;
es la familia, la llamada a 'ayudar' a la escuela; es la sociedad,
en fin, la que debe asistir a la escuela para que esta cumpla
su misión. Inclusive, se admite que la escuela ha de
'salvar' de las influencias 'negativas' que para su educación
ejerza la sociedad o la familia sobre el joven. Por eso se
reclama mayor horario escolar: cómo admitir –se
dice– que el niño esté apenas unas horas
en la escuela asume todos los papeles, acepta todos los fines,
reivindica para sí –o se le imponen– todos
los problemas educativos. Y si deja fuera lo religioso, dentro
de algunas concepciones, no es sino porque pretende dar a
los hombres la posibilidad de discernir por sí su asunción
religiosa. No pretende negar Dios, pero niega a la sociedad,
a la familia, que imponga a Dios sobre los miembros jóvenes
de la comunidad: también acepta este compromiso.
Se
produce, pues, un olvido del papel educativo de la sociedad,
porque se deja de lado y se subestima la fuerza formidable
que la vida tiene como factor formativo. Se subestima la fuerza
de la tradición oral, de la 'convivencia' en el hogar,
en la aldea, en el barrio ciudadano, del ejemplo vivo de la
acción y de las formas cotidianas del mundo adulto.
La
escuela formará ciudadanos: las lecciones de instrucción
cívica lograrán el milagro, y a pesar de la
corrupción de la vida política diaria y de los
ejemplos de la realidad, la enseñanza de la Constitución
–catecismo cívico– y los manuales de instrucción
cívica, forjarán los hombres que asumirán,
cabalmente, sus deberes y defenderán sus derechos:
"un pueblo ilustrado siempre elegirá bien a sus
gobernantes". La escuela forjará la unidad nacional.
Por encima de los regionalismos y las tradiciones locales
seculares, de las costumbres arraigadas en la vida familiar
y social, cuyos orígenes se pierden en la noche de
los tiempos, de los dialectos o de los idiomas y de las razas
y religiones diferentes, la escuela hará el milagro
y obtendrá el 'tipo nacional', la fraternidad de los
hombres unificados tras el ideal de la patria nacional. La
lección del maestro turinés, al presentar a
la clase el muchacho calabrés, dará sus frutos
y ninguno de esos jóvenes olvidará ni la bandera
tricolor ni el mapa de Italia. La escuela no sólo habrá
de enseñar a escribir y a leer: enseñará,
inclusive, a hablar, porque en Italia deberá superar
las diferencias dialectales; en España los idiomas
regionales; en la Argentina el problema formidable de un aluvión
inmigratorio que no domina nuestra lengua y que en algunos
casos se organiza en colonias donde el 'idioma nacional' no
existe y las tradiciones del país son desconocidas.
No importa; el gran ejército de "les instituteur"
partirá a la misión encomendada y superará
las dificultades. Va armado con las armas más valiosas:
el libro, la razón, el alfabeto y la fe –aunque
esta última los acompaña sin que ellos lo adviertan–
en la causa de esta redención de la humanidad.
Los
hombres del siglo xx no comprendemos ningún proceso
de culturalización al margen de la escuela, al margen
del libro; la letra y la escuela son los ejes centrales del
proceso educativo. Lo demás, apenas si cuenta, apenas
si existe para nuestra conciencia.
*Joseph
Folliet, "La cultura y los nuevos medios de difusión
del pensamiento", Revista Criterio, Buenos Aires, Nº
1529, 10 de agosto de 1967.
^Cito
mi trabajo: "Concepto de educación y de escuela",
capítulo 5, La escuela y la sociedad, en La misión
de la Pedagogía, Editorial Columba, Buenos Aires, 1967.
5.
La batalla por la escuela
Una
consecuencia inmediata de este proceso que acabamos de explicar
es la exacerbada polémica que a fines del siglo pasado
se entabló con el nombre de 'libertad de enseñanza'
y que, a nuestro juicio, cabría llamar con más
exactitud la 'batalla por el dominio de la escuela'.
Lo
que ocurrió fue que, vista la importancia y la fuerza
que se le concedió a esta institución –la
escuela– los diversos sectores políticos e ideológicos
que formaban la sociedad entendieron que, dominando la escuela
dominarían el proceso de culturalización. Hagamos
la escuela laica y conseguiremos la laicización de
la sociedad; hagamos la escuela religiosa y mantendremos la
religiosidad de la sociedad, tales fueron los supuestos sobre
los que se dio la batalla, sí que enconada, tanto más,
cuanto más fuertes eran las convicciones sobre el poder
de esa institución. Dado que la educación era
un asunto eminentemente escolar, y lo que pudieran hacer la
familia o la sociedad carecía de importancia, para
la formación religiosa, debía necesariamente
circunscribirse a la acción de la escuela. La Iglesia
Católica, inclusive, olvidó el poder del culto
familiar, de las ceremonias litúrgicas del ámbito
local inmediato, la fuerza educativa de la vida parroquial
y gastó, prácticamente, todas sus fuerzas en
la lucha por la reconquista de la escuela, que un Estado en
general laico y a menudo antirreligioso, le sustraía
de un dominio secular. El razonamiento de la otra parte era
más lógico: fundadas sus convicciones en la
fuerza de la razón, en el poder transformador de la
ilustración, no podía sino estar de acuerdo
con que el dominio de la escuela –hogar de la razón
y del alfabeto– sería el camino adecuado para
formar los 'nuevos hombres'. Unos y otros, de cualquier modo,
dejaron de lado la 'vida' y eligieron la escuela; al sermón
dominical y al rezo familiar sucedió la 'hora' de religión
y el catecismo –letra en cambio de palabra– y
a la vida comunal partícipe y soberana, en relación
cara a cara y en discusión oral callejera, la 'hora'
de instrucción cívica y la lectura de la Constitución:
letra en cambio de vida. La razón, en ambos casos,
reinó absoluta y la pasión vital de la discusión
con el alcalde del pueblo, o la emoción profunda de
las procesiones en los días de fiesta religiosa, quedaron
abandonadas: la escuela y los maestros serían bastante
para suplirlas con ventaja.
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