Prólogo
Hace mucho que nos inquieta la necesidad de ver estructurado
un saber pedagógico coherente y de alto nivel, que
sustente con rigor y eficiencia la acción educador
propiamente dicha.
Desde
los años iniciales de nuestros estudios universitarios
en esta órbita, sentimos con preocupación creciente
la falta de sistematización y de un mínimo acuerdo
con respecto a materia tan delicada. En consecuencia nos hemos
propuesto desarrollar –no sabemos con qué fortuna–
un trípode de reflexiones en torno de las cuestiones
que, a nuestro juicio, son las que exigen inicialmente tal
sistematización y ese acuerdo mínimo. Ellas
son los conceptos de Pedagogía, de Educación
y de Escuela. Mezclados, confundidos, llevados y traídos
por especialistas y por aficionados, manejados por funcionarios
y hasta por el hombre común sin advertir que a más
del significado vulgar de toda palabra ellos exigen cierto
cuidado cuando se trata de exposiciones que pretenden ser
algo más que conversaciones de pasatiempo, llega un
instante en que nada significan, por cuanto la oscuridad se
convierte en traba insoportable para la reflexión y
el análisis. Con las páginas que siguen, en
consecuencia –y que podrían llamarse, si no nos
detuviera un cierto temor de aparentar presunciones que se
hallan lejos de nuestro ánimo, "Introducción
a los estudios pedagógicos"–, sólo
intentamos colaborar en la construcción de un esquema
de pensamiento que ponga algo de orden y claridad para el
manejo de esos tres conceptos que entendemos básicos.
Pero como hoy no se podrían entender tales argumentos
desprendidos del contexto histórico de nuestros días,
so pena de caer en n esquematismo formal que podría
desalentar a muchos espíritus inquietos por una más
concreta ubicación de estos problemas, nos ha parecido
prudente añadir dos aspectos insoslayables para tal
perspectiva. Es el primero el que se refiere al fenómeno
habitualmente denominado como "educación continua",
que muestra cómo es inseparable hoy la visión
"escolar" propiamente dicha, de los aspectos educativos
tradicionales que se daban antes al margen de toda sistematización.
El segundo explica las relaciones que deben admitirse, imprescindiblemente,
entre los temas educativos y pedagógicos con los del
desenvolvimiento material de cualquier sociedad, en cuanto
éste no es sino fruto del espíritu del hombre
y las valoraciones positivas o negativas que de él
puedan formularse dependen de ese espíritu y de su
libertad, no a la inversa.
Esperamos
pues que el presente volumen pueda dar cumplida satisfacción
a aquella inquietud que alberga nuestro ánimo desde
los años de nuestros estudios iniciales, y que ello
sea útil a otros colegas o interesados en estos problemas
que quizá, también, sientan la necesidad de
un sistema de pensamiento ordenado y riguroso dentro del cual
poder ir desenvolviendo reflexiones ulteriores, fecundas para
el pensamiento y para la acción.
I. La misión
de la Pedagogía
Es bastante habitual que entre la "teoría y la
práctica" se presente algo así como una
dicotomía. En los ambientes de formación cultural
pobre y aún en otros de discreta preparación
escolástica, resulta común presentar el "saber"
y el "hacer" como fenómenos que no siempre
marchan juntos. Esto se ve, por contraste, en la presentación
que, como de mérito extraordinario, se suele hacer
de personas que, en cualquier campo, unen a la sabiduría
teórica una buena capacidad práctica. Algo más:
es también habitual encontrar una especie de lucha
sorda o de desprecios mutuos, tácitos o expresos, entre
quienes se ubican en el terreno de la teoría y quienes
se dedican a la acción. Innumerables ejemplos pueden
ilustrar esto: entre el hombre dedicado a conducir en la práctica
una empresa y el teórico de la economía se entrecruzan
a menudo algo así como miradas despectivas con que
se acusan mutuamente. El uno encastillado en la presunción
de sus verdades racionales; el otro encaramado en el orgulloso
pedestal de sus logros concretos, a veces obtenidos desdeñando
el consejo del teorizador. ¿Y no ocurre así,
también, en el terreno de la medicina? ¿No es
acaso cierto que el médico consagrado a la atención
cotidiana de los enfermos suele mirar con un algo de resentimiento
al profesor o al investigador dedicado a la elaboración
teorética del saber que él aplica para salvar
o curar a sus pacientes? ¿Y no es verdad que este investigador
desdeña a menudo los aportes que la práctica
del primero podría dar a sus estudios?
Pues
algo muy similar sucede en el terreno de la pedagogía.
También aquí acaece más a menudo de lo
deseable que exista algo así como una sima, como un
foso, cuando no como una muralla, entre el maestro, entre
el educador dedicado a la acción concreta de la enseñanza,
y el pedagogo, el teórico de la educación o
el profesor de Pedagogía. No necesito ejemplificar
ahora las manifestaciones abundantes de esta antinomia, de
esta sorda lucha, de este desprecio mutuo, a veces, entre
uno y otro sector, ni de cómo esta situación
deriva en ocasiones en imprevisibles disgustos y en airadas
expresiones. Pero es lo cierto que todo pedagogo lleva, en
nuestro país, algo así como una tacha, como
un pecado original por su condición de "teorizador",
de persona que despreocupada y tranquilamente se encierra
en su gabinete a lucubrar doctrinas para luego aconsejarlas
con tono pontificial, mientras los verdaderos maestros y profesores
luchan cotidianamente en medio de la obra "verdadera"
de la enseñanza y deben salvar los escollos que la
práctica presenta diariamente y contra la cual parece
que las mejores teorías suelen estrellarse. Todo pedagogo,
todo profesor de Pedagogía, es en nuestro país
un personaje que pide tímidamente disculpas por dedicarse
a la teorización mientras otros se fatigan en la dura
faena del aula. La hostilidad, en este terreno, suele ser
bastante explícita y la Pedagogía argentina
siente la tentación permanente de abandonar el camino
de la reflexión para volcarse exclusivamente por las
vías de la acción.
II
Reflexionemos,
sin embargo; tengamos un instante de coraje y dediquémonos
unos minutos a la mera teorización, al esfuerzo intelectual.
¿Es verdad que teoría y praxis se oponen? El
trabajo y la reflexión ¿son en verdad fenómenos
contradictorios o, al menos, separables? En un precioso ensayo,
titulado "Trabajo y conocimiento en las concepciones
de la antigüedad clásica", Rodolfo Mondolfo
sostiene la tesis de que es un error de interpretación
atribuir a los griegos la concepción antinómica
entre trabajo y conocimiento. "En todos ellos –dice
Mondolfo hablando de los filósofos griegos–,
junto con la conciencia dl valor económico del trabajo,
se abre camino también la de su valor moral. El trabajo
aparece como un deber, y si el hombre no cumple con él,
le faltan el derecho y la dignidad de la vida". Y continúa:
"En parte, estas reivindicaciones del valor del trabajo,
tanto en el aspecto económico como en el moral, han
sido señaladas ya por varios historiadores del problema
y del pensamiento antiguo; pero ellos han descuidado casi
siempre el examen del tercer aspecto mencionado, esto es,
del valor intelectual y cognoscitivo, que sin embargo varios
autores de la antigüedad clásica han reconocido
al mismo trabajo manual y a la técnica productiva,
dándoles de este modo el carácter y el valor
de una actividad espiritual". Señala Mondolfo
más adelante cómo hay en ello una anticipación
de Vico y de su lema "Conocemos de verdad tan sólo
lo que hacemos" y cita a Anaxágoras, que explica
la superioridad del hombre sobre los animales por medio de
la posesión de l mano, lo cual nos podría llevar
a recordar el gran ensayo de Zubiri sobre la mano, precisamente
revelador de cómo ese maravilloso instrumento de que
dispone el hombre para la acción es el símbolo
más elegante de su espíritu y de su intelecto.
O inclusive a elaborar aquí un ensayo especial, que
muy bien vendría para los educadores y los pedagogos,
sobre la vinculación estrecha que debe darse en la
obra docente al hacer y al saber y cómo no se opone
la técnica al espíritu, o para decirlo con las
palabras de Jean Laloup y Jean Nelis en su obra Hombres y
máquinas: "No solamente Dios permite, sino que
quiere el progreso de las técnicas. Dentro de su trabajo,
el hombre es un humilde pero real colaborador de la acción
creadora; los objetos que él crea de este modo son
el efecto, el testimonio y el símbolo de la colaboración
humano-divina".
Tenemos,
también en Grecia, el ejemplo de Sócrates, que
no distingue diferencias entre "hacer" y "saber"
con referencia al bien, pues para él sólo es
posible que no practique el bien quien no lo conoce y une
así, de la manera más radical, conocimiento
y acción. Pero veamos cómo finaliza Mondolfo
su magistral exposición: "Es evidente pues –afirma–
que Aristóteles condena el divorcio entre la inteligencia
y la manualidad, puesto que ambas son necesarias para las
actividades de las artes; reclama, en cambio, su intervinculación
y las considera más bien una condición natural
y dice que la mano le fue dada al hombre como instrumento
precisamente porque este posee la inteligencia. Pero aquí,
como ya en el Protréptico, la inteligencia se ve asociada
a la manualidad como guía y como poder directivo de
ella; en cambio, en la Metafísica se muestra que el
trabajo y la técnica constituyen ellos mismos un momento
necesario del desarrollo cognoscitivo y contienen en sí
una actividad intelectual, mejor dicho, la van formando de
modo que preparan los grados más altos del saber. Aristóteles
reconoce que el trabajo constituye un momento necesario del
desarrollo intelectual humano; momento que es condición
del otro, más alto, de la teoría pura. De este
modo, las técnicas resultan consideradas como algo
intrínseco al proceso del desarrollo de las ciencias,
mejor dicho, ciencia ellas mismas".
En síntesis:
no hay antinomia, no hay choque, no hay oposición entre
saber y hacer, entre teoría y práctica. No tiene
sentido oponer el teorizador al hombre que ejecuta la acción,
puesto que ambos son partícipes de una acción
común, son partes indispensables de un proceso unitario.
¿Qué es entonces lo que sucede para provocar
esta escisión tan nefasta, esta polémica tan
estéril, esta antinomia tan absurda? Hay aquí,
en particular en el campo de la Pedagogía como reflexión
teórica y la acción educadora concreta, algo
similar a lo que sucede entre la filosofía y la vida.
La vida transcurre en medio de mil y un trajines y el hombre
común que vive esos trajines y esas luchas y dificultades
de cada día supone que el filósofo que lucubra
reflexiones sobre la vida es un cómodo personaje que
recostado sobre su escritorio llena cuartillas fácilmente,
sin saber, de verdad, qué cosa es la vida y sin que
aquellas cuartillas tengan nada que ver con su propia vida
de cada día. Sciacca, en su Historia de la filosofía,
lo refuta con párrafos magníficos, ya en la
introducción: "La filosofía –dice–,
lejos de estar separada de la vida, como un castillo de fórmulas
abstractas y de palabras extrañas, como un fútil
juego de conceptos o recorrido inútil de soluciones
contradictorias –como vulgarmente se cree y como con
poca seriedad dicen alguna vez los mismos filósofos–,
compromete hasta las raíces nuestra vida espiritual
y tiene como objeto de investigación lo que de más
serio, de verdaderamente serio hay en nuestra existencia de
hombres.
"De
modo semejante, el filósofo no es el pierde-tiempo
que vive al margen de la vida concreta en el mundo de las
nubes persiguiendo fantasías que se le escapan a cada
momento de las manos..., sino que es un hombre que tiene claro
conocimiento de lo difícil que resulta ser hombre en
serio, que medita sobre la vida, que se hace problema de la
vida, no para apartarse de ella..., sino para explicarla y
vivirla mejor.
"El
filosófo es aquel que ve abismos donde el vulgo de
los hombres ve llanuras; y en los abismos despliega, héroe
de la vida, el ala poderosa del pensamiento. Él, no
atendido y si atendido mofado, construye de propia mano, piedra
a piedra, el camino por el que la Humanidad camina bien o
mal durante siglos, sin percatarse que se mueve, obra, vive
y progresa cabalmente por obra de aquella ciencia que cree
una apariencia tan lejana de la vida y en apariencia tan inútil".
III
Con estas
expresiones, casi conmovedoras, del filósofo italiano,
llegamos al nudo central de nuestro pensamiento: lo que el
hombre común no entiende es que la filosofía,
en sus especulaciones teóricas, sostiene la vida que
él vive sin conocer esas especulaciones, como el hombre
común tampoco sospecha que su pensamiento reposa sobre
una lógica teórica que lo facilita y lo torna
más apto para la expresión. La teoría
es el sostén de la práctica, como la filosofía
es el sostén de la vida. Y aunque el hombre de acción
no lo sepa, la teoría es como un andador permanente
que él usa sin advertirlo. No hay práctica sin
teoría, ni teoría sin acción: es cierto.
Pero de esta identidad pareciera que entre nosotros sólo
se advierte la instancia que exige la práctica y hemos
olvidado –al menos en el orden pedagógico–
la alta exigencia que reclama la teoría para sustentar
la práctica. Los pedagogos, en nuestro país,
nos ruborizamos y un poco a media lengua balbuceamos excusas
si parece que carecemos de experiencia abundante en la obra
educativa concreta y pedimos casi se nos perdone cuando queremos
exponer una teoría, si detrás no podemos alegar
una vasta labor docente. ¡Tremendo error! ¡Lamentable
confusión! Una teoría vale por sí misma
y no por la experiencia práctica de quien la propone.
Un buen teorizador no tiene por qué sostenerse en la
tarima que le proporciones su práctica sino pura y
exclusivamente en la excelencia de su pensamiento, que luego,
sin duda, podrá confirmarse y brillar en la acción,
pero que podrán desarrollar otros quizá con
mayores aptitudes para ella que él mismo.
IV
En el
orden pedagógico, los argentinos tenemos una cierta
tradición de practicismo explicable y justificable,
pero que no invalida el peligro resultante de la permanencia
–está injustificable– de aquella tradición.
La Pedagogía argentina está preferentemente
orientada a la acción. Se explica: en la época
de la organización nacional el país enfrentó
la urgencia de la acción. Todo había que crearlo
y hacerlo sin demora. Era el desierto que había que
poblar. Era una estructura social y política fuera
de época la que había que ajustar. Había
que hacer los códigos; levantar los armazones institucionales
y materiales de la patria. Era indispensable sancionar las
leyes fundamentales; establecer el orden; vencer los malones;
derrotar los localismos..., y refinar los ganados, tender
las vías férreas, organizar los ejércitos.
En medio de todo, esperaba otra tarea: educar al soberano,
alfabetizar a la totalidad de la población, crear escuelas
secundarias, forjar maestros, levantar universidades. La Pedagogía
argentina se hizo en la acción. No tuvo tiempo de reflexiones
detenidas. Se tomó lo que había por entonces
señalado como lo mejor. Eran las ideas de Europa y
algo de los Estados Unidos. Apenas hubo tiempo para adaptarlas,
para reubicarlas en nuestro medio. Los libros de Pedagogía
salían de las manos de extranjeros aquí afincados
o de los propios hijos del país casi sin tiempo de
revisiones. Eran hojas sueltas de apuntes hechos de un año
par el otro, dictados para los discípulos que nada
tenían. Y las grandes figuras de nuestra Pedagogía
cobraron su mejor fama dentro de las disciplinas didácticas
o metodológicas, es decir enderezadas a la acción
práctica, a la obra docente del aula, a lograr una
ayuda eficiente para el maestro que pedía soluciones
con urgencia. Es la nuestra una Pedagogía con sabor
a aula, con preferencia por la Didáctica, por la aplicación
del saber psicológico o biológico a una postura
metodológica.
Pero
esto tiene sus peligros. Hemos andado ya mucho trecho, y proseguimos
vacíos de una buena estructuración teórica
de la Pedagogía, que nos permita seguir avanzando con
paso firme y resuelto. Como el hombre común cuando
carece de una buena base filosófica se tambalea en
la vida y busca soluciones donde no las puede hallar, así
la obra educativa se tambalea y los esfuerzos metodológicos
de acción práctica fracasan o resultan pobres
cuando se carece de la base teórica que les permita
ubicarse ordenadamente, alinear una conquista o un descubrimiento
junto al otro, tomar cada uno su lugar y sin molestarse mutuamente
estructurarse en un sistema armónico y de consecuencias
prácticas fructíferas.
Carecemos
hoy de una teoría pedagógica sólida,
coherente, clara. Andamos casi a ciegas, tanteando las paredes
con bastones que pretenden suplir a duras penas una visión
completa y panorámica de los hechos. No evitamos, con
todo, los tropiezos, la lentitud, el desandar caminos, el
retroceder sobre nuestros pasos, el girar a veces en derredor
sin avanzar un metro. Nos quedamos en la práctica y
no ascendemos hasta su escalón inmediato, la teoría,
que es la culminación de toda acción.
No se
diga que exageramos. ¿Sabemos siquiera, y para comenzar,
qué cosa es la Pedagogía? ¿Estamos de
acuerdo siquiera en el principio? No. Si en un ambiente de
alto nivel, en una facultad o escuela de pedagogía
o de ciencias de la educación, o en una reunión
donde coincidan profesores de esta disciplina, se intentara
un acuerdo acerca de su ámbito y de su naturaleza,
se vería que las opiniones son casi tan abundantes
como los presentes.
Nos encontraríamos
en primer lugar con notorias confusiones terminológicas.
No estamos aún de acuerdo en cómo llamar a esta
rama del saber. Mientras unos hablan de Pedagogía,
otros dicen "Ciencias de la Educación", y
dudo mucho de que unos u otros posean argumentos demasiado
sólidos para defender sus posturas. ¿Por qué,
por ejemplo, Ciencias –en plural– de la Educación,
en cambio de Pedagogía? ¿Es que acaso no existe
un saber unitario referido a los problemas de la educación?
Los licenciados o profesores en Ciencias de la Educación
¿qué es en verdad lo que saben o cuál
es en verdad su ramo de estudio o de investigación?
¿Tendrán acaso cada uno de ellos campos distintos,
puesto que son varias las "ciencias" a que alude
su diploma o la denominación de su título? Entretanto,
¿por qué perduran en el país secciones
universitarias de Pedagogía en las universidades, ya
oficiales, ya privadas? ¿Por qué la mayoría
de los institutos de profesorado hablan de Pedagogía
y no de Ciencias de la Educación? O, en todo caso,
¿por qué no hablar de ciencia de la educación
en singular? No vale la pena continuar ahora en este terreno,
pero las confusiones terminológicas abundan a cada
paso, pues –para dar un sólo ejemplo más–
mientras hay quienes ven en la Didáctica una disciplina
de vasto alcance, exigen profesores de la materia que sostienen
que debe desterrarse esa denominación y suplírsela
por otras que indiquen los diversos campos que ella pretende
equivocadamente abarcar.
V
Pero continuemos
estas reflexiones. Uno de los intentos más acabados
para estructurar las disciplinas referidas a los fenómenos
históricosociales proviene de la corriente de pensamiento
que tiene en Dilthey a uno de sus mejores representantes.
En su obra Introducción a las ciencias del espíritu
sostiene el filósofo alemán: "El lenguaje
corriente entiende por ciencia un conjunto de proposiciones
cuyos elementos son conceptos completamente determinados,
constantes y de validez universal, cuyos enlaces se hallan
fundados, y en el que, finalmente, las partes se encuentran
entrelazadas en un todo a los fines de la comunicación,
ya porque con ese todo se piensa por entero una parte integrante
de la realidad, ya porque se regula una rama de la actividad
humana". Y añade: "Ciencia del espíritu
es todo complejo de hechos espirituales en que se dan esas
características".
Es indispensable
releer con cuidado aquella definición, para encontrar
con claridad cuáles son los requisitos que deberemos
encontrar satisfechos para sostener que existe una ciencia
del espíritu que podamos llamar con un nombre propio
y referida al campo de la educación. Dilthey agrega
que "el material de estas ciencias lo constituye la realidad
histórica-social en la medida de lo observado en la
conciencia de los hombres como noticia histórica y
en la medida en que se ha hecho accesible a la ciencia como
conocimiento de la sociedad actual", y prosigue explicando
que estas ciencias del espíritu deben reunir, necesariamente,
tres clases de enunciados: hechos (o elemento histórico
del conocimiento); juicios de valor (o elemento teórico)
y reglas (o elemento práctico).
Ahora
bien: estas tres clases de enunciados se dan como parte integrante
de un saber pedagógico. Sin embargo, todo ese conjunto
de enunciados se presenta como reflexiones aisladas, sin los
debidos enlaces y carentes de las sistematizaciones correspondientes.
En síntesis: tenemos proposiciones aisladas, pero no
un "conjunto" de proposiciones. No se puede decir
que en asuntos pedagógicos tengamos "conceptos
de validez universal en todo contexto mental". Tampoco
tenemos conceptos "cuyos enlaces se hallen fundados",
y a menudo no se encuentran esos enlaces ni fundados ni sin
fundamentación. Sencillamente, se enuncian proposiciones
sueltas, sin enlaces de ninguna clase. Tampoco se hallan partes
debidamente entrelazadas "en un todo a los fines de la
comunicación", de tal manera que solamente se
dispone de piezas sueltas que se pueden, a lo sumo, mostrar,
pero no se pueden comunicar verdaderamente porque carecen
de las debidas estructuras armónicas que las vinculan
y las tornen inteligibles.
VI
En asuntos pedagógicos
tenemos ideas sueltas, reflexiones aisladas, conceptos falsos
y verdaderos en una mezcla informe, nombres que nada dicen
y otros que pretenden abarcarlo todo, confusión generalizada
desde el principio de cómo se debe llamar nuestro saber
hasta los límites precisos donde él debe detenerse
para dar paso a otras disciplinas. ¿Qué sucede,
en fin? Sencillamente que falta la reflexión teórica
del saber pedagógico, que falta la teoría pedagógica
de alto nivel. Carecemos de la base teórica indispensable
sobre la cual es necesario apoyarse para evitar los tanteos
y los tropezones, las vueltas y revueltas, las pérdidas
de tiempo, las galimatías incomprensibles. Es necesario
y urgente que reivindiquemos la alta, la noble misión
del teórico de la educación, del "pedagogo"
puro si se quiere, al que le pediremos nada más ni
nada menos que sea capaz de elaborar la doctrina pedagógica
indispensable para sentar las bases teóricas sobre
las cuales estructurar los "enlaces fundados", los
"contextos universalmente válidos", las posibilidades
de "comunicación" y, sobre todo, los armazones
lógicos e intelectualmente válidos sobre los
que proseguir una acción práctica que sea a
la vez consecuencia y sostén de toda la teoría.
VII
Esta es pues la
misión básica, transcendente, de los estudios
pedagógicos de nivel superior: estructurar las bases
teóricas de la Pedagogía, organizar en un sistema
coherente de pensamiento ese conjunto de reflexiones sueltas,
desordenadas, no enlazadas, que hoy pretenden constituir el
saber pedagógico. Debemos decirlo con absoluta claridad
para evitar equívocos: no se trata de que los cursos
universitarios de Pedagogía formen buenos rectores,
por ejemplo, buenos directores y ni siquiera buenos profesores.
No se trata de preparar buenos educadores o expertos en conducción
educativa, o de forjar la élite de los inspectores
o supervisores de las escuelas primarias y secundarias del
país. De ninguna manera: la misión esencial
de los estudios pedagógicos de nivel superior es otra,
no opuesta, entiéndase bien, no contradictoria, no
separada, no aislada, ni siquiera alejada de aquellas tareas
concretas de la acción educadora, pero sí diferente.
Aquellos directores, rectores, inspectores, expertos y planificadores
han de forjarse precisamente a través de la experiencia,
en la acción misma, con el agregado de la necesaria
teoría y formación pedagógica, que es
lo que, precisamente, los estudios pedagógicos de nivel
superior deben brindarles y que es lo que no hacen ahora.
VIII
En la
Argentina afrontamos en estos momentos graves y abundantes
dificultades debidas a la falta del cumplimiento de su misión
de los estudios pedagógicos del nivel superior, y englobo
en esta culpa al conjunto de estudios pedagógicos universitarios,
sin distinción de posturas ideológicas, ni de
posiciones filosóficas ni de pertenencia a instituciones
oficiales, privadas o confesionales.
Una de
estas dificultades es lo que suelo llamar la tendencia a la
reducción de la Pedagogía. Generalmente, cada
época presenta el auge de alguna rama del saber o la
preferencia por los estudios de alguna naturaleza o, al menos,
se advierte que en cada momento histórico adquieren
mayor difusión cierto tipo de investigaciones o de
reflexiones. Innumerables motivos pueden explicar o, al menos,
intentar explicar ese fenómeno, pero no es nuestro
intento referirnos ahora a ellos. Nos limitamos a señalar
el hecho y a indicar que él tiene, en lo pedagógico,
una consecuencia constante: reducir el ámbito de los
estudios pedagógicos a los aspectos educativos que
más se vinculan con el campo intelectual que predomina
en cada momento. Así, en determinado instante –principios
de este siglo– la Pedagogía fue casi fundamentalmente
biopedagogía y consecuentemente metodología
o técnica de la enseñanza. Alrededor de la década
del 20, en Europa, la Pedagogía fue casi exclusivamente
filosofía de la educación, y hoy, desde hace
algunas décadas, en el nuestro y en otros países
la Pedagogía se ha reducido, en gran número
de círculos, a Psicopedagogía. La mayoría
de los egresados de las carreras pedagógicas universitarias
de los últimos veinte años se han especializado
en Psicopedagogía y se dedican a los aspectos y fundamentaciones
psicológicas del quehacer docente. Por esto es que,
entre otras razones, se observa la paradójica situación
de que para "reformar" la escuela –empleo
las expresiones habituales– se comience por crear gabinetes
psicopedagógicos sin preocuparse previamente de qué
es lo que pretende lograr esa escuela, o gabinetes llamados
de orientación vocacional o escolar sin atender previamente
si la escuela brinda o no posibilidades de orientación;
o se monta el gabinete sin reflexionar previamente cuál
es su entronque con el contexto educativo en el cual se lo
inserta. Y todo ello se debe a esta reducción pedagógica,
que consiste en ver de lo educativo sólo un aspecto
e ignorar el resto. Pero ¿quién tiene la culpa
de esto? ¿Los psicopedagogos y los especialistas en
gabinetes escolares? No: la culpa es de la falta de una adecuada
fundamentación pedagógica teórica que
muestre cuál es el sitio de lo psicológico dentro
de los fenómenos educativos y señale la relación
de ese aspecto con todos los restantes. La falta está
en que estos psicopedagogos han egresado de carreras universitarias
en Pedagogía que no les han dado la visión completa
e integradora del saber pedagógico.
Otro
de los peligros que en estos momentos se advierte con mayor
nitidez es la tremenda confusión terminológica
en que nos hallamos. Ya nos hemos referido a esto con respecto
al nombre mismo de nuestros estudios, pero digamos ahora que
la anarquía habitual para referirse a las mismas cosas
es alarmante. Por influencia de algunos organismos internacionales,
de ciertos pretendidos expertos extranjeros que a veces carecen
de la más mínima base cultural y pedagógica
superior, o por la difusión inevitable de términos
extraídos de obras y estudios de origen estadounidense,
nos hemos visto inundados en los años recientes por
una cantidad de neologismos pedagógicos que en muy
pocos casos responden a verdaderas necesidades o, lo que es
peor, suelen ser nada más que palabras vacías
que nada significan. A veces, utilizar un término nuevo
significa decir algo efectivamente nuevo, pero otras veces
–muchas más de lo que se supone– ese uso
de palabras nuevas es simplemente el apresurado seguimiento
de una moda vacía de sentido intelectual o el afán
de aparentar sabiduría con el uso de palabras que en
un primer momento desorientan a quienes no las conocen. Existe,
lamentablemente, gente que cree que utilizar palabras difíciles
significa saber mucho. No faltan, asimismo, quienes carecen
de formación pedagógica sólida y descubren
de pronto, detrás de esas palabras novedosas, conceptos
que quienes han estudiado seriamente Pedagogía conocen
desde antaño, y entonces se insiste en manejar los
asuntos educativos con terminologías exóticas
simplemente porque no se conocían las que desde siempre
se usaron en nuestro medio y que significan exactamente lo
mismo. Finalmente, queda un grupo más peligroso que
todos los anteriores, y es el que está formado por
aquellos que sean personas o instituciones que fabrican y
manejan un léxico especial porque de tal manera garantizan
para sí el dominio de un terreno en el cual sólo
ellos pueden entenderse y lograr posiciones. Nos permitimos
afirmar públicamente, y con los riesgos que esto entraña,
que en la Argentina y en toda América Latina hemos
padecido y estamos padeciendo a expertos y cursos en asuntos
educativos que ganan miles de dólares por enseñarnos
nada más que palabras. Así, por otra parte,
se prosigue fabricando expertos en palabras que, a su vez,
se dedican a ganarse la vida preparando informes incomprensibles
e insustanciales pero que se redactan con lenguajes especialísimos
que sólo ellos están en condiciones de manejar.
La consecuencia
es que el caos aumenta y los estudios pedagógicos universitarios,
que debieran ser los encargados de poner freno a tantos excesos,
a tanta audacia, se dejan desbordar, por el contrario, y aceptan
e introducen el caos y la confusión terminológica
en sí mismos.
Véase
como tercer grave peligro y como continuación de lo
anteriormente dicho, lo que está sucediendo en el país
en las carreras universitarias de Pedagogía. Se multiplican
las materias y aparecen denominaciones desconocidas hasta
hace poco, pero esto no ocurre como fruto de una evolución,
aunque rápida, seria y fundamentada. Todo es fruto
de la improvisación y del apresuramiento y de un día
para el otro aparecen en los planes de estudio materias nuevas
que nadie sabe qué significan o qué contienen;
o se desdoblan otras sin que exista acuerdo previo sobre los
temas de que tratan.
Es común
encontrar en los planes de estudio materias diversas cuyos
contenidos son tan similares que es casi imposible establecer
con algún cuidado su diferencia precisa, y los profesores,
con toda naturalidad, repiten en un curso lo que se ha dado
en otro o directamente superponen los conceptos y los temas.
Aparecen disciplinas cuya metodología ni siquiera está
esbozada; cuyos contenidos no están definidos; cuya
bibliografía específica es casi inexistente
y para las cuales ni siquiera se puede suponer que existan
profesores especializados. Si se quiere un ejemplo –y
podríamos dar muchos– piénsese simplemente
en Educación Comparada, y lo hemos elegido porque se
trata precisamente de una disciplina que nos es muy cara.
Pero precisamente por eso sostenemos que falta mucho aún
para tener elaboradas las bases que permitan la creación
de una cátedra de tal especialidad a nivel superior.
Algo
más, para concluir con esto. Si se quiere un ejemplo
terminante de la gravedad de los peligros que estamos corriendo
en el orden pedagógico por falta de una adecuada elaboración
teórica de los estudios pedagógicos –o
sea, por el incumplimiento de su misión de los estudios
pedagógicos universitarios– bastaría señalar
lo que viene ocurriendo con lo que se suele denominar "planeamiento
integral de la educación". Alguna entidad internacional
cuyas nobles finalidades no discuto, aunque sí objeto
decididamente la escasa capacidad académica de algunos
de sus expertos, descubrió en asambleas latinoamericanas
que a los fenómenos educativos se debería aplicar
la técnica del planeamiento al igual que se venía
haciendo con los fenómenos económicos en muchos
países europeos. Pero en el orden de la economía,
ningún economista digno de tal nombre, ninguna cátedra
de Economía Política o de Teoría Económica,
confundió las técnicas de la planificación
económica con los estudios teóricos de la economía,
con las teorías económicas o con las carreras
universitarias de economía. En cambio, en nuestro país,
viene sucediendo que bajo el rubro de "planeamiento"
se pretende dar ahora la visión total de los fenómenos
pedagógicos y los expertos en planeamiento –es
decir, los técnicos en estadísticas, en evaluación
de situaciones, en coordinación y procesamiento de
datos, en elaboración de cuadros, en confección
de diagnósticos, etc.– están convirtiéndose
por sí y ante sí en los poseedores de la sabiduría
total en asuntos pedagógicos y en ocasiones, cambiando
nombres e inventando palabras, visten con ropas nuevas lo
que todos conocían desde antiguo y venden por mercadería
cultural valiosa lo que no es sino chafalonía o ropas
de colores distintos para viejos maniquíes.
"El
planeamiento de la educación" ha llegado ahora
a convertirse, en alguna universidad, en una materia de un
plan de estudios, y bajo esa denominación se incluyen
desde temas de política educativa hasta otros de Didáctica
o de Organización Escolar. No parece que sus cultores
estén satisfechos, sin embargo, pues como el planeamiento
requiere "una filosofía" (con lo cual usan,
además, la palabra filosofía en la acepción
norteamericana, totalmente diferente de la habitual que se
le da en nuestro medio) también hay que estudiar, en
esa "materia", filosofía de la educación,
y como instalar gabinetes psicopedagógicos es parte
de la tarea del planeamiento, débese también
estudiar Psicología Evolutiva, y como lo sociológico,
naturalmente, desempeña papel decisivo junto con lo
económico han de estudiar también Sociología
y Economía...
Como
se ve, por este camino, "planeamiento integral de la
educación" ya casi no se conforma con ser una
materia sino que pasa a ser, en la práctica, una carrera
de estudios pedagógicos. Entonces, en adelante, en
cambio de estructurar planes para preparar licenciados en
Ciencias de la Educación o profesores en Pedagogía
habrá que distribuir diplomas de licenciados en planeamiento
de la educación...
Además,
quienes obtienen títulos o diplomas de expertos en
planeamiento, logrados en los cursos que cada tanto se organizan
en el país o en el extranjero, de hecho reemplazan
a los graduados universitarios, pues parece que tres o cuatro
meses de estudio de esta maravillosa técnica o disciplina
o ciencia –pues no se sabe en verdad qué es–
son bastantes para superar los cuatro o cinco años
de estudios universitarios regulares necesarios para graduarse
en una carrera pedagógica y es a ellos a quienes en
adelante se consulta sobre cuanto asunto o problema educativo
requiera una opinión "autorizada".
Una bibliografía
de un curso de planeamiento integral de la educación
hemos visto que abarca un conjunto de setenta obras, que van
desde los Fundamentos de Pedagogía de García
Hoz, o Los principios de Pedagogía según la
mente de Santo Tomás de Aquino de García Vieyra,
a La crisis de la educación occidental de Dawson, obras
de Didáctica, de Política Educativa, de Sociología
de la Educación y de Economía. Es decir que
quien siguiera ese curso completo y tuviera ocasión
de leer y de comprender aproximadamente la cuarta parte de
la bibliografía propuesta podría decirse que
habría concluido una carrera completa de estudios pedagógicos.
En una
guía de estudios sobre planeamiento que hemos tenido
ante nuestra vista se definen o intentan definir conceptos
que todo estudiante de Pedagogía ha visto en sus cursos
regulares, pues el "fin de la educación"
es un tema propio de la Pedagogía general o de la filosofía
de la educación según como se entienda una concepción
pedagógica. Luego se discrimina el "objetivo general
de la educación", del "objetivo general de
nivel" (por ejemplo, del nivel primario), del objetivo
general de grado o año (por ejemplo de quinto grado)
y del objetivo general de materia. Pero, como se ve, hace
más o menos dos siglos y medio que todo eso está
enunciado y aclarado y cualquier estudiante normalista lo
ha visto en sus más elementales estudios de Pedagogía.
Podríamos
seguir este análisis más a fondo pero no es
ese el tema específico de nuestra disertación,
aunque sí advertimos que un detenido estudio de los
apuntes y de las obras que se suelen seguir para este tema
del planeamiento –dejo expresamente aparte las publicaciones
de origen europeo– demostraría la falta de solidez
conceptual de la mayoría de sus páginas, ya
que se aceptan apriorísticamente afirmaciones que pueden
y deben ser muy discutidas desde todo punto de vista y se
mezclan concepciones filosóficas y terminologías
de todo tipo, con una extraña mezcla de orígenes
semánticos que aumentan gravemente la confusión
(1).
(1)
Esta crítica no abarca, por supuesto,
la totalidad de los "expertos" o de los cursos de
tipo internacional ni la obra en conjunto de meritorias instituciones
internacionales. Hace referencia a confusiones y precipitaciones
que son notorias en nuestro país y en el resto de América
Latina. Mi respeto por figuras de la talla de Giovanni Gozzer
o Ricardo Díaz Hocleitner –por no citar sino
dos nombres– es bien conocido. He sido el primero en
la Argentina en dar a conocer el nombre de Gozzer y he prologado
con entusiasmo hace ya varios años una de sus principales
obras. En mis cátedras utilizo –traducidos personalmente–
algunos de sus trabajos sobre planeamiento; y en otras publicaciones
he señalado mi juicio altamente positivo sobre las
tareas de planificación educativa o de investigaciones
pedagógicas de la O. C. D. E. Todo ello me exime de
mayores explicaciones y es prueba de que las críticas
de este trabajo no se dirigen contra instituciones, personas
o teorías en general sino contra lo que entendemos
que es una equivocada difusión o utilización
de ideas que no son erróneas en sí mismas.
IX
Todo lo
dicho es consecuencia de que los estudios pedagógicos
universitarios han descuidado su misión esencial. Los
pedagogos universitarios han olvidado su primer deber: ser
grandes teorizadores, estudiar profundamente, pensar planteándose
las mayores exigencias de rigor intelectual.
Será
útil recordar que no es necesario ser un gran maestro
o un gran profesor o saber manejar bien un colegio para ser
un buen pedagogo. En nuestro país se suelen citar a
menudo, con expresiones condenatorias, casos de pedagogos
que son incapaces de dar una buena clase o de mantener la
disciplina de un aula o que fracasan en la administración
de un colegio. Son estos argumentos deleznables: un pedagogo
debe juzgarse por el valor de su obra como tal, es decir por
el valor de su obra de elaboraciones doctrinarias y teóricas
en asuntos educativos. Un economista no se valora por el éxito
financiero que pueda obtener como empresario, sino por la
verdad de sus teorías económicas. Él
no tiene por misión llevar al éxito a una empresa,
como el empresario no tiene por misión descubrir teorías
de los fenómenos económicos o explicaciones
valederas de las crisis de producción. No tengo por
qué juzgar a un maestro de quinto grado o a un profesor
de geografía porque sea incapaz de entender bien a
Dilthey, pero no tengo por qué exigir a un estudiante
universitario de Pedagogía que sea capaz de ser un
brillante maestro de quinto grado. Eso sí: no puedo
admitir que un estudiante universitario de Pedagogía
sea incapaz de entender la definición de ciencia del
espíritu que da Dilthey. Un pedagogo universitario
debe ser un buen pensador, capaz de escribir páginas
llenas de sentido, de hilación, de acertadas relaciones
entre los conceptos; de estructurar sistemas de pensamiento
coherentes y de no caer en trivialidades, en superficialidades,
hasta en necedades a veces. Debe ser capaz de distinguir lo
esencial de lo accesorio; de comparar las líneas centrales
del pensamiento de un autor o de una corriente con las de
otro u otras; y, finalmente, debe ser capaz de separar lo
que son apenas formas diversas de lo que son en verdad fondos
distintos, de no dejarse llevar por apariencias sino de ir
a las esencias. En una palabra, los estudios pedagógicos
de nivel superior deben cumplir, en cuanto al pensamiento
pedagógico que elaboren, la exigencia que tan magistralmente
expresa André Revuz en su libro hace poco vertido al
castellano, Matemática moderna, matemática viva,
cuando se refiere al papel que el rigor cumple dentro de la
estructuración del pensamiento matemático, con
expresiones que pueden aplicarse perfectamente al orden de
las ideas pedagógicas. "Contrariamente a una opinión
muy difundida –dice Revuz, con claridad de exposición
que es honra del pensamiento francés y en general del
europeo, y que lamentablemente la Pedagogía argentina
está perdiendo– el rigor no es esterilizante.
Se lo representa uno, muy a menudo, como una censura austera
que sólo expresa prohibiciones. Pero muy lejos de tener
un papel puramente negativo, tiene, al contrario, un papel
fecundante. En efecto: ¿qué es un pensamiento
no riguroso? En términos generales, se puede pensar
que razonamiento falso y razonamiento no riguroso son sinónimos.
Esto sería mostrar más estrechez de espíritu
que rigor. El razonamiento falso es o bien el razonamiento
inconsistente, desprovisto de toda cohesión, o bien
el que lleva a una contradicción que está en
flagrante oposición con las leyes de la lógica.
De él nada puede extraerse, salvo un ejemplo que no
debe seguirse. El razonamiento no riguroso es el que no enuncia
claramente todas sus razones, el que admite ciertos resultados
parciales sin demostración verdadera o el que parte
de premisas mal precisadas. Tomado al pie de la letra, concluye
en un resultado inexacto; pero se lo puede completar para
hacer de él un razonamiento correcto y llegar a un
resultado correcto".
Queremos
significar, en consecuencia, que el rigor, entendido en el
sentido que acabamos de señalar, debe presidir toda
elaboración conceptual pedagógica, y afirmamos
que actualmente no sucede así. Se aceptan premisas
no bien clarificadas ni precisadas; no se enuncian claramente
todas las razones que forman parte de un sistema coherente
de ideas; se llega a resultados parciales sin previas conclusiones
o demostraciones valederas. Falta rigor, falta precisión,
falta claridad. La distinción de André Revuz
con respecto a razonamiento falso y razonamiento riguroso
creemos que puede aplicarse justamente a las elaboraciones
conceptuales que se vienen haciendo bajo la denominación
de planeamiento integral de la educación y a las cuales
ya nos hemos referido. Pero ahora es llegado el momento de
aclarar que es este un ejemplo típico de un sistema
de pensamiento al que no cabría calificar de falso,
puesto que tiene elementos valiosos y acertados –quizá
en abundancia–, pero sí de no riguroso. No descartamos
pues ni desconocemos la riqueza de pensamiento ni la originalidad
creadora ni los conceptos originales o valiosos que se encierran
en los actuales discursos sobre el planeamiento de la educación,
pero afirmamos que toda esa elaboración necesita urgentemente
el auxilio del rigor, del tamiz que ponga en orden lo que
hasta ahora es un conjunto desordenado de ideas y conceptos,
ente los que se mueven algunos verdaderos y otros falsos y
se entremezclan los de distintos órdenes y familias
(2).
(2)
Un modelo de ese "rigor", de esta labor de "ajuste
conceptual", es un artículo de Camilo Tamborlini
denominado "Los presupuestos del planeamiento de la educación"
y publicado en el volumen documental El planeamiento de la
educación (Roma, Collana Scuola Europea, Fratelli Palombi,
1961), que resume el encuentro efectuado en el Centro Europeo
de la Educación de Villa Falconieri, Frascati, entre
el 12 y el 14 de mayo de ese año. En nuestro país
falta ese "rigor mental" y hay apresuramiento e
improvisación.
X
Tampoco
es misión esencial de los pedagogos universitarios
hacer, ellos, en la acción concreta, sea política,
sea escolar, la reforma de la educación o de la escuela.
Sí deben ser capaces, empero, de proporcionar los elementos
esenciales de la estructura teórica de esa reforma
y los conceptos fundamentales sobre los que se ha de desarrollar
una reforma. No es su misión fundamental ser "expertos
en planeamiento" ni dirigir las oficinas o los órganos
ejecutores del planeamiento, pero sí darle a ese planeamiento
las bases teóricas sobre las cuales ha de sustentarse.
No quiere
decir lo anterior que les esté prohibido ocuparse de
las acciones prácticas antedichas. Lo que afirmamos
es que no es esa su misión esencial. Podrán
hacerlo accesoriamente, si las circunstancias los llevan a
ello, así como un catedrático de Derecho Constitucional
puede ser, quizás, un buen convencional constituyente,
pero su misión esencial como profesor universitario
de Derecho Constitucional no es esa, sino sentar las bases
teóricas fundamentales de esa rama del Derecho y de
la organización política y social de los pueblos.
XI
Conviene
advertir, en este punto, la posibilidad de un equívoco
que podría suscitarse por el afán puesto ahora,
al desarrollar nuestro pensamiento, en exaltar la importancia
y la necesidad de la teoría. Hemos comenzado por destacar
el error habitual de admitir una especie de dicotomía
entre la acción y la teoría, para afirmar que
una y otra son necesarias y se conjugan en una unidad indisoluble.
Con ello quisimos también condenar ciertos procesos
que miran despectivamente a las posiciones teóricas
y reivindican la acción como única obra valiosa.
Pero al exaltar luego la importancia y la jerarquía
de lo teórico podría creerse que caemos en el
error opuesto, y que estamos en una postura despectiva de
la acción, o que hemos caído en la misma dicotomía
que condenábamos al principio aunque la motivación
de esta sea ahora la exaltación de la teoría
y el desprecio de la acción.
Adviértase
bien que no es esa nuestra posición. Teoría
pedagógica y práctica docente son ambas necesarias
y de similar dignidad, pero lo que sostenemos es que actualmente,
y en nuestro país, hay un desequilibrio motivado por
la carencia del adecuado soporte teórico de la acción
y que las teorizaciones pedagógicas que se intentan
son pobres, imprecisas y a menudo incoherentes y confusas.
No desdeñamos
pues la acción pedagógica concreta ni a sus
realizadores, pero reivindicamos y exaltamos la necesidad
de la teoría pedagógica, la dignidad –desdichadamente
olvidada– de la misión de los pedagogos teóricos
y la urgencia de la elaboración de una teoría
sólida, coherente, precisa, clara, densa en contenidos
y hasta expresada con altura y elegancia, pues esta elegancia
del estilo es casi siempre la prueba –digan lo que quieran
los espíritus superficiales y bastos que desdeñan
la belleza– de que el pensamiento que se expresa tiene
aquella precisión y claridad que es propia de los sistemas
valederos.
XII
Queda
planteada, entonces, una alta, difícil misión.
Es una misión que compromete al hombre en sus raíces
más profundas. Recordemos a Sciacca: el filósofo
es el hombre más comprometido con la vida y con sus
teorías, a tal punto que nadie arriesga tanto como
el filósofo, pues él no tiene por delante simplemente
un saber sino un saber que lo obliga a vivir de un modo determinado.
Sócrates es el ejemplo cabal. Nadie se compromete tanto
en la vida como un teorizador, que debe poner en juego su
vida entera tras la doctrina que él entiende cierta.
Para decirlo con palabras de Lombardo Radice: "Mi verdad
no es sólo mía, sino que quiero hacerla tuya
y apenas llego a descubrir 'mi' verdad siento que no pueda
vivir sin que sea 'la' verdad". Es noble esta misión,
porque es desinteresada como ninguna, pues nada da a quien
la cumple. Y es noble, además, porque exige a menudo
el renunciamiento a la fama fácil, a los cargos, a
los honores y al aplauso. Es labor oscura, de gabinete, de
reflexión ininterrumpida y esforzada en la intimidad
de los cuartos poblados de libros y de revistas, sobre mesas
y escritorios en los que se amontonan hojas y papeles borroneados,
reflexiones sueltas y un intento a veces angustioso, a veces
dramático, a veces hasta físicamente doloroso,
por lograr asir en una visión integradora y unitaria
la multitud de los hechos y de los conceptos; por armar con
todo ello el esquema revelador y definitorio.
Es una
obra dura la que proponemos, fatigosa; de años, de
lustros; de una vida, mejor, ya no de años ni de lustros.
Pero es la misión, la única, la auténtica,
la trascendente: la que justifica la presencia de los estudios
pedagógicos en las aulas universitarias.
XIII
Creemos
que es oportuno y necesario formular hoy, en nuestro país,
este llamado. Es necesario, a veces, elegir las rutas difíciles.
Pero ha llegado el momento de que los estudios pedagógicos
universitarios retomen un nivel que han perdido. Se trata,
en última instancia, de la más difícil
y arriesgada tarea humana: la del "héroe del pensamiento",
la de aquel que ve abismos donde el hombre común ve
llanuras, la del artesano de la ciencia y de la filosofía.
Esta
es la misión última que la Pedagogía
de nivel superior le compete.
II.
Concepto de educación y de escuela
1. Hombre, sociedad, educación
El hombre es un ser que se plantea problemas, pero en un sentido
muy peculiar. Los problemas de los hombres, aquellos que pueden
ser llamados específicamente humanos, o sea aquellos
que sólo le competen a él como hombre, son problemas
que desde cierto punto de vista puede decirse que ostentan
una categoría: la inutilidad. Es decir, los problemas
del hombre son, desde cierto punto de vista, problemas inútiles.
Todos los problemas que pueden ser llamados útiles,
que en verdad "sirven para algo", son problemas
que pueden afectar al hombre y a muchos otros seres, o que
afectan al hombre en determinados aspectos: esos en que él
participa de otras características que no son específicamente
humanas. El hombre es, en cambio, el único ser sobre
la tierra que se plantea problemas sin tener necesidad de
resolverlos de manera inmediata, sin que la solución
hipotética de ese problema que se ha planteado le resuelva
ninguna urgencia de la vida cotidiana o concreta; en una palabra,
el hombre puede plantearse estos problemas "inútiles",
que son los auténticamente humanos. Claro está
que no todo hombre comprende esto. El hombre común
que nos rodea a veces nos increpa: "¿para qué
te hacés problema si no lo podés resolver?".
¿Para qué hacerse problema de esto cuya solución
quizá sea imposible? o ¿para qué hacerse
problema de tal cuestión si ella no es indispensable
para nuestra vida cotidiana?
Por eso,
observemos bien, los seres animales, por ejemplo, no "se
hacen problema" de ciertas cosas. El animal es un ser
que "tiene" algunos problemas, pero que no "se
hace" problema, y permítase el uso de esta fórmula
"hacerse problema", que tiene mucho que ver con
lo que vamos a decir. El animal es un ser que no "se
hace" problema, por ejemplo, de la vida o de la muerte.
El animal es un ser que, simplemente, vive y muere; pero el
hombre es un ser que sí se hace problema de la vida,
por ejemplo, pero se hace problema de la vida no en el sentido
de resolver una serie de detalles y de situaciones que cada
día le permitan seguir viviendo; simplemente, "se
hace problema de la vida", la asume como problema. No
es que enfrente un problema que quiera resolver: se plantea
el problema total de la vida aunque esto, desde cierto punto
de vista, no le sirva para poder seguir viviendo cotidianamente,
como se plantea el problema de la muerte y se hace problema
de la muerte aunque con eso, naturalmente, no soluciona el
problema de la muerte.
El hombre
es, entonces, un ser que se caracteriza por plantearse estos
problemas, que, desde el punto de vista de las necesidades
de cada momento de nuestra existencia, son inútiles.
Esto
de hacerse problema pues es una categoría humana muy
singular, muy especial, y que sólo le atañe
al hombre; lo demás es "tener" problemas,
no "hacerse" problema. Hacerse problema es un fenómeno
que sólo le atañe al hombre en cuanto hombre,
en cuanto él vive entero un problema. Así, el
filósofo, por ejemplo, es el eterno criticado por los
demás hombres que no comprenden la necesidad de "hacerse
problema" de una cantidad de cosas que al filósofo
lo preocupan.
En la
Introducción de su Historia de la filosofía,
dice Michele Federico Sciacca: "No se puede renunciar
a la solución del problema sobre el significado de
la existencia sin renunciar a la misma existencia", y
añadimos nosotros: a la misma existencia de hombre.
Se puede vivir sin resolver el problema del significado de
la vida, pero la vida de hombre, esa, exige tener resuelto,
o al menos reflexionar sobre el problema de la vida. Ese es
el problema que se hace el hombre en cuanto es auténticamente
hombre, y continúa: "El filósofo no es
el pierde-tiempo que vive al margen de la vida concreta, en
el mundo de las nubes, persiguiendo fantasías que se
le escapan a cada momento de las manos, sino que es un hombre,
cuando es verdaderamente filósofo, que tiene claro
conocimiento de lo difícil que resulta ser hombre en
serio, que medita sobre la vida, que se hace problema de la
vida, no para apartarse de ella o agriarla, sino para explicarla.
El filósofo es aquel que ve abismos donde el vulgo
de los hombres ve llanuras y en los abismos despliega, héroe
de la vida, el ala poderosa del pensamiento". Es decir,
mediante el pensamiento, mediante la reflexión, el
hombre se convierte en el héroe de la vida, o sea que
el hacerse problema de las cosas inútiles es el gran
heroísmo del hombre.
Retomando
una expresión citada tan a menudo y de diversas maneras
y con distintos sentidos, podríamos decir que la gran
aventura de la vida del hombre es, precisamente, el hacerse
problemas, y este tipo de problemas inútiles, no aquellos
que necesita para salir del paso de lo que a cada momento
se le presenta con urgencia inmediata.
En este
sentido tocamos, entonces, el tema de la educación
como problema. Es uno de esos problemas inútiles en
el sentido vulgar, común, de la palabra, pero es esencial
para el hombre porque es una de las tantas cosas que a él
lo preocupan como hombre en el más hondo sentido de
la palabra. En este sentido, entonces, decimos que la educación
va a ser para nosotros un problema, pero no en cuanto tengamos
un problema educativo concreto. No es que nos interese la
educación porque tenemos un problema, con la educación
de este o de aquel, de aquel momento o de aquel lugar; queremos,
simplemente, tratar de saber algo sobre qué es esto
de la educación, con este desinteresado saber humano,
así como tampoco nos hacemos problema de la vida para
vivir mejor y más tranquilos, como a veces en una triste,
superficial, trivial explicación se nos dice, al igual
que en ocasiones se nos pide que estudiemos filosofía
o, inclusive, que seamos religiosos para vivir más
tranquilos; no, no es por eso o para eso que queremos hacernos
problema de la vida –quizá nos hacemos problema
de la vida para vivir más difícilmente todavía–,
pero es que queremos vivir una vida de hombre.
Entonces,
también por esto, con ese mismo saber desinteresado
y no para resolver circunstancias de cada momento, nos hacemos
problema de la educación porque en cuanto hombre nos
apasiona esta incógnita que tenemos por delante, que
nos afecta en cada momento de nuestra existencia, a nosotros,
a nuestros hijos, a nuestro prójimo, que la ha afectado
siempre y que la seguirá afectando, y que es la educación.
De esto queremos saber, con este espíritu, con este
afán y en ese sentido nos hacemos problema de la educación.
Por ello,
como el filósofo, entonces, debemos enfocar el problema
de la educación con estas disposiciones fundamentales
que son las que en cierta medida dejo como invitación
al lector para las páginas que siguen.
En primer
término, con una especie de voto de pobreza en materia
de sabiduría y de conocimiento, que nos permita dejar
de lado, quizás, una cantidad de conceptos hechos y
de ideas formadas y asomarnos a este terreno con la inocencia
con que el filósofo auténtico se asoma a los
problemas de la vida, que aunque tratados desde hace muchos
siglos, cada vez presentan un matiz nuevo y un nuevo enfoque.
Segundo:
con afán por llegar a la esencia de las cosas, es decir
a no quedarnos en sus apariencias, en sus aspectos superficiales
o particulares. No trataremos solamente de ver cómo
esto de la educación se desenvuelve aquí o allá
o en esta hora o en este sistema, sino, en un principio, tratar
de captar la esencia última del fenómeno. Y
para ello, entonces, necesitamos un poco de esa humildad esencial
con que el hombre se aboca a este tipo de problemas, humildad
que, aclaramos, compete en primer término a quien esto
escribe.
Así
enfocado entonces el tema, y con esta disposición de
ánimo, nos asomamos al problema de la educación,
al hecho de la educación, a ese fenómeno, a
eso que ocurre siempre, que nos rodea, que tenemos por delante.
Nos ponemos a mirarlo, a reflexionar sobre ello, y lo primero
que advertimos es esto que acabo de decir. ¿Dónde
ocurre el hecho de la educación?; ¿a quién
le sucede? Respuesta inicial: es algo que le ocurre al hombre.
Todos decimos: el hombre se educa, pero también decimos:
al hombre educamos; y también decimos: el hombre es
educado.
Observemos
cada una de estas expresiones: el hombre se educa, al hombre
educamos, el hombre es educado. Tenemos una pasiva refleja:
el hombre se educa. Tenemos una expresión que exige
un complemento directo u objeto: al hombre educamos; y también
tenemos una pasiva propiamente dicha: el hombre es educado,
el hombre resulta ser educado, resulta víctima, resulta
paciente de un fenómeno que sobre él ocurre.
Pero también parece que él mismo lo cumple,
que él mismo lo desarrolla. Entonces es algo que ocurre
"en" el hombre y ese fenómeno es algo que
además, hacemos "al" hombre.
En consecuencia,
se nos plantea ya enseguida una serie de preguntas: ¿Qué
sucede en el hombre cuando este hombre se educa? ¿Qué
hacemos con él cuando lo educamos? ¿Quién
lo hace, en todo caso? Y luego, ¿cómo se hace
eso con él? ¿Qué ocurre en el hombre
cuando se educa? ¿Qué sucede en él? ¿Qué
se hace con él? ¿Quién lo hace? ¿Cómo
ocurre eso en el hombre y cómo se hace eso con el hombre?
Entonces aquí encontramos los aspectos de la psicología,
los aspectos inclusive biológicos, los aspectos sociológicos,
naturalmente; todos los fenómenos concomitantes que
están rodeando este tipo de problemas que se dan en
el hombre. Pero, como ustedes ven, hemos llegado al hombre,
tenemos ahora al hombre; entonces, al partir de la educación
como problema, necesitamos ver al hombre como problema igual
que antes queríamos llegar a la educación como
problema. Es decir, el enfoque de la educación como
problema nos lleva, necesariamente, al enfoque del hombre
como problema, porque no podríamos analizar todo lo
anterior si no conocemos a este ser en el cual ocurren todos
los problemas, todos los fenómenos educativos, y al
cual, digamos, sometemos a este fenómeno.
Pero
aquí se afronta un problema muy singular que ya todos
los filósofos que han reflexionado sobre ello suelen
señalar: nos encontramos con que considerar al hombre
como problema convierte a éste en sujeto y objeto de
la reflexión. Ahora se pone a sí mismo bajo
la lupa, se mira a sí mismo, y aunque el hombre goce
con esta capacidad extraordinaria de objetivarse y salir un
poco de sí mismo para mirarse desde arriba y hacerse
objeto de la reflexión, no puede dejar de cualquier
manera de saber que es él mismo el que se está
mirando, y cualquier cosa que digamos sobre el hombre, en
alguna medida hace que estemos pensando sobre nosotros mismos.
Pero aún con estas dificultades siempre presentes,
queremos mirar al hombre. Y ¿qué hombre es el
que ahora nos interesa?
Pues
este hombre que educa y es educado es el hombre en la sociedad,
es decir aquel animal político, ese ser social de que
hablaba ya Aristóteles, el hombre que está en
el seno de una sociedad. Este es el hombre en el cual ocurre
el fenómeno de la educación y el hombre al cual
educamos; por lo que necesitamos ineludiblemente llegar al
fenómeno de la sociedad también como problema.
Por lo cual se ve con claridad que nosotros pasamos de enfocar
el problema de la educación a la necesidad absoluta
de enfocar el problema del hombre, y enfocar el problema del
hombre nos lleva a enfocar el problema de la sociedad. Es
decir: de la educación partimos y llegamos al hombre;
del hombre a la sociedad, y todo esto como problema. Pero
luego debemos aclarar el problema de la sociedad, el problema
del hombre, el problema de la educación: es decir,
partiendo nuestra reflexión de la educación,
vamos al hombre, vamos a la sociedad, y ahora necesitamos
hacer entonces la aclaración de sociedad-hombres-educación.
Claro
está que si nosotros quisiéramos ahora considerar
todos estos aspectos, necesitaríamos un curso de filosofía
completo y un curso de sociología, y no sabríamos
salir del paso en este momento con tanta complejidad. Vamos
a ir, entonces, a algo más sencillo, y no tanto por
estrategia del desarrollo del tema, sino porque la realidad
nos lleva a eso y esto es lo que necesitamos.
"Sociedad-hombre-educación":
decíamos que necesitábamos analizar cada uno
de esos elementos, de estos problemas. La primera conclusión
sin embargo resultaría que entonces "educación-hombre-sociedad"
sería un solo y único problema, o sea que al
partir de la educación vamos ineludiblemente al hombre,
y al partir de este –que nos interesa por aquella–
vamos ineludiblemente a la sociedad, por lo cual resulta que
como este hombre que se educa es el hombre que está
en la sociedad, tenemos que hacer un cierto esfuerzo por englobar
a estos tres elementos en una sola unidad conceptual y pensar
en la sociedad, el hombre y la educación como un solo
y único gran problema, para poder llegar a una síntesis,
a una visión unitaria de ese fenómeno que nos
permita aclararlo. Y ¿por qué esto? Porque pensar
en el hombre es, necesariamente, pensar en la educación,
porque no podemos mirar al hombre si nos olvidamos que el
hombre es un-ser-que-se-educa, porque lo que nos aclara esta
naturaleza del hombre es precisamente el hecho de que sea
un ser-que-se-educa.
En su
libro Líneas preliminares de filosofía de la
educación dice el autor italiano Lombardo Radice: "Ser
hombre significa educarse, porque somos hombres en cuanto
nos hacemos hombres", y continúa: "A cada
instante de la vida que merece ser llamada nuestra nos aceptamos".
Es indispensable observar con cuidado cada uno de estos pronombres
posesivos en primera persona que está usando: "A
cada instante de la vida que merece ser llamada nuestra, nos
aceptamos y reconocemos por aquello que hemos llegado a ser
y al mismo tiempo nos reconocemos insuficientes a nosotros
mismos; no nos contentamos con sólo lo que llegamos
a poseer. Si lo que creemos ser no nos sirviera de base para
continuar construyendo nuestra vida siguiendo un íntimo
criterio de aprobación, esta vida no tendría
ningún valor". Volvemos al concepto que decía:
el ser hombre significa un proceso continuo de "hacerse"
hombre. No es una categoría que se dé terminada
de una vez para siempre: somos hombres, nos hacemos hombres.
Ese hacerse hombre es el proceso de educarse. Por eso el hombre
es un ser-que-se-educa y por eso digo que mirar al hombre
y mirar la educación es mirar un mismo y único
problema que no se entiende el uno sin el otro.
Ser hombre
significa educarse. Cuando decimos "el hombre se educa"
estamos diciendo que es "un-ser-que-se-hace-hombre".
¿Cómo? Educándose. Continúa el
mismo autor: "El hombre es hombre en cuanto tiene fe
en sí mismo, y resuelve ser sí mismo, o sea
en cuanto resuelve ser hombre, en tanto cuanto quiere sentirse
sin incoherencia y sin oscuridad interna". Ahí
está el sentido inicial de esos problemas inútiles
de los cuales hablábamos al principio. ¿Por
qué? Porque el hombre no admite, en cuanto es hombre,
esa incoherencia y esa oscuridad interna, y cuando el hombre
vive pero no se ha explicado o intentado explicar el sentido
de la vida, entonces es un ser que vive incoherentemente,
oscuramente. Por eso el hombre necesita hacerse problema de
la vida también, no para vivir, sino para vivir sin
incoherencia y sin oscuridad interna, lo cual es tanto como
decir que el hombre resuelve ser sí mismo, resuelve
ser él mismo.
Esta
actitud de decidir el hombre ser él mismo la encontramos
muy profundamente establecida en lo que podemos llamar la
filosofía del cristianismo, que es un llamado a ser
hombres en cuanto resolvemos serlo, en cuanto queremos serlo.
Todos recordamos el famosísimo pasaje del Evangelio
según San Juan, cuando dice: "Había un
hombre de la secta de los fariseos llamado Nicodemo, príncipe
de los judíos, el cual fue de noche a Jesús
y le dijo: Maestro, nosotros conocemos que eres un Maestro
enviado de Dios porque ninguno puede hacer los milagros que
Tú haces a no tener a Dios consigo". Respondióle
Jesús: "En verdad te digo que quien no naciere
de nuevo no puede ver el Reino de Dios". Dice Nicodemo:
"¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?
¿Puede, acaso, volver otra vez al seno de su madre
para renacer?" "En verdad, en verdad te digo, respondió
Jesús, que quien no renaciere del agua y del Espíritu
Santo no puede entrar en el Reino de Dios". "Por
tanto no extrañes que haya dicho: os es preciso nacer
otra vez".
Este
llamado que nos formula la filosofía del cristianismo
a "nacer otra vez", es un llamado no a nacer de
una vez para siempre, sino al "renacer cada vez".
Tenemos que nacer cada vez, lo cual significa resolver cada
vez ser hombres, ser nosotros mismos. El llamado a este renacimiento
es el llamado a esa coherencia y a esa claridad interna que
debemos tener. Es el llamado a que en cada oportunidad decidamos
ser hombres.
Un párrafo
que sigue, del mismo Lombardo Radice, aclara esto, con palabras
profundas y emotivas: "Una sutil y aguda nostalgia nos
punza en las horas tristes en que no estamos satisfechos de
nosotros mismos. Es la nostalgia de la vida plena, del acuerdo
interior, de la paz con nosotros mismos. Quien una vez ha
sentido agrado íntimo de sí, reavivado por la
aprobación de su más íntima voz, quien
está en un momento incierto en la vida, irritado por
la niebla que le decolora el mundo, siente en lo más
profundo de su alma un lamento que no puede traducirse en
palabras porque es más vivo que ellas, un lamento que
le hace sentir: yo no soy yo, mi yo es extraño a mí
mismo, he perdido mi vida, yo no soy mío".
"Yo
no soy yo, mi yo es extraño a mí mismo":
este grito de angustia es el del hombre cuando cobra conciencia
de que ha pecado: "yo no soy yo", ese yo es extraño
a mí mismo. Ese hombre no quiere ser el hombre, por
ejemplo, que ha pecado. Es ese hombre que en ese momento ha
perdido su coherencia, su claridad interior. Entonces este
hombre, que en cada instante de su vida está conquistándose
como hombre, como sí mismo, este es el hombre que se
educa. Cuando no ocurre esto, no hay educación en el
hombre; el hombre que se educa es el que se compulsa a sí
mismo cada día, que cada día siente su coherencia
interior y lucha por tenerla. Hombre es, por lo tanto, un
ser no tanto que vive cuanto que hace su vida, o sea que se
educa, que se conoce, y en acto de conocerse, es hombre.
Entonces
vemos cómo el proceso de hacerse hombre es el proceso
de educarse. Este proceso lo encontramos también muy
bien explicitado en uno de los grandes autores españoles
de nuestro tiempo: Miguel de Unamuno. En su prólogo
de Tres novelas ejemplares y un prólogo nos recuerda:
"Además del que uno es para Dios y del que es
para los otros y del que cree ser, hay el que quisiera ser".
Aquí
Unamuno, quizá llevado de su genial exageración,
dice que no hay dos yo, sino que él nos pasa ahora
a cuatro yo: el yo que somos para Dios, el yo que somos para
los otros, el yo que creemos ser y, por último, el
yo que queremos ser. Y añade: "Y este, el que
uno quiere ser, es el real de verdad y por el que hayamos
querido ser nos salvaremos o nos perderemos".
Efectivamente, este yo que queremos ser es el más real,
el más auténtico, siempre y cuando –el
mismo Unamuno lo dice más adelante– queramos
serlo de verdad y no de mentirijillas. Cuando queremos ser
efectivamente, entonces, ese es el yo que vale, y es verdad
que esto tiene dificultades, luchas, cuesta esfuerzos, pero
es la tarea de cada día: esa es la tarea de nacer de
nuevo. Y esa labor de renacer cada día, de hacernos
hombres, es la labor de educarse. Pero: ¿dónde
hacemos todo esto?, ¿lo hacemos solos?, ¿solos
con nosotros mismos? No: lo hacemos con los otros hombres,
con nuestro prójimo, con nuestra sociedad, con un ámbito,
que es el que nos ayuda y procura darnos los elementos para
esta tarea de hacernos hombres. Lo que un hombre educa en
sí no es algo individual, que sólo tenga un
valor limitado o relativo, porque quien pudiese decir: esto
que pienso es verdad sólo para mí, no encontraría
el acuerdo consigo mismo que busca, no se justificaría
a sí mismo su pensamiento y sus acciones, porque este
"mí" es un "mí" en medio
de la sociedad, es un "mí" en esta sociedad
que me rodea, es un "mí" que luego intenta
la tarea más difícil de hacerse un "nosotros",
y por esto entonces este proceso de "educarse" desemboca
necesariamente en un proceso de "educar a los otros",
y este proceso de educar a los otros, si se cumple, exige
en aquellos a quienes se eduque ese proceso de educarse que,
a su vez vuelve a generar el proceso de educar a los otros.
Vamos
ya desentrañando un poco este fenómeno de la
educación como algo que ocurre en el hombre y que ocurre
al hombre. Ahora tenemos desde otro punto de vista, tal vez
algo más complejo, pero más armonizado, el concepto
"hombre-educación-sociedad", en una sola
visión unitaria que nos ha llevado a la conclusión,
paradójica, como en el planteamiento inicial, de que
no podemos ver separado el fenómeno "educación-hombre-sociedad".
Lo cual permitirá ir comprendiendo cuál es el
apoyo de la filosofía y del saber filosófico
que por lo tanto necesita la pedagogía. Por eso necesitamos
el apoyo de la filosofía, que es el saber que puede
darnos estas clarificaciones fundamentales sobre el hombre
y la sociedad, para entender esa integración; y por
ese motivo, la pedagogía, que no es filosofía
ni se reduce a la filosofía, se asienta sin embargo
en la filosofía porque sólo sobre sus conclusiones
previas puede comenzar a ascender; porque toda esta labor
previa de entendimiento del hombre como ser que se educa,
como ser que nace de nuevo, como ser que quiere ser, todo
esto lo da la filosofía, lo clarifica la filosofía.
Desde
este punto de vista, desde esta integración unitaria
del fenómeno de la educación como proceso que
se cumple en el hombre y que cumplen los demás hombres
sobre él, o sea la sociedad sobre él, este proceso
así unitario, resuelve casi todas las aparentes contradicciones
que a menudo se quieren ver y que muchos manuales de pedagogía
suelen citar como las antinomias de la educación; entre
otras, por ejemplo: hombre-sociedad o libertad-autoridad.
¿Por qué no hay choque ni contradicción?
Porque aquí la autoridad es simplemente la voz del
maestro, en el humilde sentido de la palabra cotidiana y del
maestro con mayúscula, que nos insta a nacer de nuevo
cada día. Y tiene que ser el hombre, entonces, el que
respondiendo a esto que se hace con él, que es educarlo,
responda con eso otro que se cumple en él, que es educarse.
Entonces se completa el proceso, y todo ello en el marco de
la sociedad.
Si ejemplificamos
ahora todo esto y partimos de una concepción cristiana
del hombre, dicha con palabras de Maritain: "Criatura
divina, caída y llamada a la salvación por medio
de la gracia", y con la racionalidad y la libertad como
notas esenciales, podemos decir: El hombre está llamado
a la salvación, pero es él quien se salva. Por
medio de la gracia, sí, pero no sólo por la
gracia: él no puede salvarse sin la gracia (no puede
educarse sin que lo eduquemos), pero no puede tampoco salvarse
si él no decide hacerlo (no podemos educarlo si él
no se educa).
La sociedad
es el ámbito en el cual ha sido creado como ser social
y la educación es el medio de que se vale esa sociedad
para dar a cada hombre la posibilidad de su salvación
y de que se vale el hombre para tener la oportunidad de su
salvación. Y todo esto no es, en manera alguna, contradictorio
ni antinómico con muchas otras concepciones sobre la
educación que pueden citarse y decirse con otras palabras
y que a menudo se enfocan con otros términos, sino
que encajan perfectamente en ellas. Esto es lo mismo que decir,
por ejemplo, que por medio de la educación se desarrollan
todas las potencias del hombre. ¿Qué es esto?
Simplemente decir que la educación es lo que permite
que el hombre pueda ser hombre, y volvemos a la unidad integral
íntima de que hablábamos al principio entre
educación y hombre. Aquello de que "es lo que
permite que se desarrollen sus potencias", eso es, precisamente,
decir que la educación le permite ser hombre. Digamos
que la educación es el crecimiento anímico del
hombre: pero este crecimiento anímico del hombre será
siempre este mismo proceso de hacerse hombre. Cuando se dice,
por ejemplo, que el hombre se culturaliza, que la educación
es acceder a todas las formas de la cultura, está claro
que el hombre para poder mantener este proceso de educarse
necesita integrarse con todas las formas culturales de la
sociedad en la cual está, si no, no se entiende el
papel que esta sociedad cumple ni se entiende cómo
puede realizarse este proceso educativo. Y esto es lo mismo,
en última instancia, que decir que el hombre también
accede mediante la educación a todas las formas de
la técnica, por ejemplo, y a todas las pautas de conducta,
de costumbres, de hábitos y de normas necesarias para
la supervivencia de esa sociedad que es, a la vez, la condición
necesaria para la supervivencia de él como hombre.
Esta
concepción no deja de lado los demás elementos
menores del fenómeno educativo, porque el hombre, para
lograr la salvación de que hablaba al principio, está
ubicado en una sociedad y como es una criatura divina, creada
en medio de una sociedad, ahí es donde se salva, donde
se hace hombre. Es decir, el hombre "nace de nuevo",
pero no se evade de esa sociedad, de este mundo, de este lugar,
no pierde el contacto con su prójimo ni necesita evadirse
de aquéllos, sino que es en ello y por ello como se
educa y llega a ser hombre.
Concluimos
diciendo que desde este punto de vista, el hombre, la educación
y la sociedad configuran un solo conjunto armónico.
El hombre es hombre en tanto se educa, y el hombre, porque
se educa, llega a ser hombre, y este educarse es lo que hace
que el hombre eduque a los demás, porque su verdad,
su salvación, es la de los demás, es la del
prójimo: de ellos le viene y a ellos les va y por lo
tanto es un fenómeno conjunto en la vida de la sociedad.
El hombre, criatura divina, caída y llamada a la salvación,
se encuentra en un ámbito que es la sociedad, en la
cual ha sido creado como ser social, y en ese ámbito
que es la sociedad, en la cual ha sido creado como ser social,
y en ese ámbito la educación es el medio de
que se vale la sociedad –y de que se vale cada hombre–
para poder llegar a su destino. Y todos los demás conceptos,
definiciones, que podemos encontrar encajan en última
instancia en esto en cuanto esta posición de salvación,
de realización como hombre, no está separada
de este afincamiento en esta sociedad, en este mundo, y en
las circunstancias culturales, tecnológicas inclusive,
en las cuales está situado.
2.
Los modos de la educación
El proceso
educativo, como tantos otros fenómenos que aparecen
en la vida del hombre, se desarrolla en un primer momento
sin que el hombre tome conciencia clara de su realización,
sin que el hombre reflexione sobre el proceso. Así
como el hombre piensa primero, sin que eso quiera decir que
reflexiona sobre el pensar como fenómeno educativo:
se cumple de modo que podríamos llamar espontáneo,
sin que el hombre tome conciencia plena de que ello está
ocurriendo, tanto desde el punto de vista del proceso interior
de este educarse, como de este proceso por el cual el hombre
educa a su prójimo. En algunas sociedades muy elementales,
el fenómeno educativo se da también sin que
exista ningún tipo de institucionalización del
fenómeno educativo en sí mismo, por lo cual
hay muchos autores que prefieren no utilizar la palabra educación
para este tipo de proceso, y emplean algún otro tipo
de palabra: formación, en muchos casos, integración
social, adaptación, etc. Habría aquí
una serie de matices que distinguir que nos llevaría
a un tratamiento demasiado menudo del tema, pero basta decir
que en todo proceso social, en toda comunidad, se da el proceso
de la educación aunque no exista la reflexión
sobre él, aunque el hombre no tome conciencia expresa
de que ese proceso se está realizando, aunque el hombre
no lo analice, no lo medite, no lo describa, no le ponga nombre.
Es un fenómeno que podríamos llamar inconsciente
o espontáneo, aunque inconsciente no en el sentido
de que el hombre pueda llegar a ser hombre inconscientemente,
sino inconsciente en el sentido de que no medita o reflexiona
sobre ese proceso educativo que en él está ocurriendo.
Naturalmente
que es un primer momento; muy pronto el hombre cobra conciencia
de la realización de ese proceso educativo y entonces
añade a la realización del proceso educativo
una serie de ideas fundamentales. El hombre cobra conciencia
de la finalidad del proceso educativo. La idea de fin tiene
que quedar delineada, aclarada: es necesario que el hombre
tenga idea clara de cuáles son los fines de ese proceso
educativo. Y luego, en este tipo de acción educadora,
el hombre realiza otra labor, que es lo que llamamos la selección
de los elementos y los contenidos utilizables para esos fines
que le interesan de manera particular.
Con esto,
en alguna medida, la educación ha perdido, desde el
punto de vista cultural general, aquel carácter de
integridad que es más propio de os procesos educativos
de tipo inconsciente o espontáneo, en los cuales el
conjunto total de un marco cultural determinado se utiliza
como elemento o factor desencadenante del proceso educativo.
En cuanto
la educación cobra conciencia de su fin y comienza
a seleccionar contenidos y elementos determinados dentro de
un marco cultural, pierde en buena medida ese carácter
de integralidad, pero lo pierde en cuanto es este proceso
de educación consciente que tiene idea de fin y selecciona
contenidos, porque –es lo que debemos destacar en primer
término– de ninguna manera quiere decir que al
aparecer este tipo de educación y acción educadora
consciente, aquel otro inconsciente y espontáneo va
a desaparecer o ser dejado de lado o perder su vigencia. Uno
y otro prosiguen su labor.
Todos
los fenómenos de la educación inconscientes
o espontáneos que se realizan en el marco de lo social
siguen teniendo vigencia aunque se añadan estos otros
que tienen idea clara de fin, que seleccionan contenidos;
en una palabra, que se realizan conscientemente. Pero a pesar
de realizarse de esta manera, este tipo de procesos no requieren
obligatoriamente un marco de sistematización o de organización.
Pueden realizarse perfectamente, conscientemente, con idea
de fin, con contenidos más o menos seleccionados, pero
de manera ocasional, asistemática; es decir, de acuerdo
con lo que las circunstancias van determinando en cada momento.
Ejemplo de esto es en buena medida el marco de la educación
en el ámbito de la familia. Los padres participan de
una labor de educación consciente, algunos de ellos
tienen idea clara de los fines que persiguen con la educación
de sus hijos, no utilizan cualquier elemento dentro del marco
cultural de que disponen, pero no hay en el ámbito
familiar una acción educadora que pueda llamarse sistematizada,
organizada, determinada en una serie de circunstancias que
permita decir que hay un sistema, sino que las circunstancias
del diario vivir van determinando las ocasiones en que todos
estos procesos educativos conscientes se cumplen de manera
ocasional, y eso tampoco significa –quede claro–
que todo el otro proceso de educación inconsciente
haya desaparecido. Es decir: ahora se añaden las notas
de idea de fin y selección de contenidos. Algunos autores
prefieren llamar a esto "idea de fin", intencionalidad
de la labor educativa, y muchos manuales suelen dar esto como
una de las notas distintivas y aún necesarias para
que podamos hablar de educación propiamente dicha.
Ahora
bien, a estas notas de finalidad, intencionalidad, conciencia
de fin, selección de contenidos, se pueden añadir
otros caracteres, como es la organización de esta tarea.
Ya entonces podría hablarse de "sistematización"
de la tarea educativa, y luego aún de lo que puede
llamarse la "metodización" de la tarea, es
decir la búsqueda de cómo realizar una tarea
educadora, organizada, en marcos determinados de circunstancias,
lugares, días y horas, con determinados contenidos
también organizados, y luego buscar toda una metodología,
en cuanto camino para poder obtener esos fines, o sea que
a las notas de organización y de metodización
se añaden también aquellas notas iniciales de
idea de fin o intencionalidad y de selección de contenidos.
Cuando
tenemos una acción educadora que se realiza con idea
de fin, que ha seleccionado sus contenidos y está organizada
y en buena medida metodizada, nos hallamos ante fenómenos
educativos conscientes y sistematizados.
Una interpretación que casi se impone sin querer hace
que a medida que se van analizando estos nuevos modos de la
educación, los otros desaparezcan de nuestro marco
referencial y pensemos muy rápidamente que los demás
modos de la educación van desapareciendo o perdiendo
importancia. Y no es así, de ninguna manera. Los otros
modos de la educación subsisten siempre con el mismo
vigor con la misma fuerza y presencia.
Estos
son modos nuevos que van siendo determinados a medida que
una serie de circunstancias lo exigen o determinan, pero los
demás se mantienen. Es decir que la aparición
de modos nuevos de la educación no implica disminución
o desaparición de los demás, que se mantienen
siempre idénticos a sí mismos.
Cuando
aparecen estos modos de la educación, que tienen como
carácter distintivo la idea de fin, la selección
de contenidos, la organización y la metodización,
puede ocurrir finalmente algo más: que todo ello se
institucionalice en el marco de una sociedad, o sea que con
toda esta tarea educadora se cree una "institución"
en medio de la sociedad. Esa tarea se ubica y fija mediante
instituciones sociales, jurídicas, sociológicas
diría, mediante establecimientos determinados y, finalmente,
cuenta con un tipo de personal especializado para realizar
esa labor. Entonces nos encontramos ya con la presencia del
educador profesional, profesional en el sentido de que su
misión en el ambiente de la sociedad es esta de la
educación en el sentido que dejamos dicho.
Cuando
llegamos a este punto estamos ya en la escuela, pero como
institución social, como un establecimiento con su
personal especializado para cumplir este tipo de labor educadora,
pero ello no significa en modo alguno que todos los demás
aspectos hayan desaparecido, decaído, o hayan cobrado
menor importancia. Es una especie de tendencia mental casi
irrefrenable suponer que cuando aparece la escuela la educación
como acción social, como fenómeno humano, ha
quedado encerrada en la escuela.
Esto
lleva a no entender el fenómeno educativo y, consecuentemente,
a no entender tampoco qué es la escuela ni el ambiente
escolar.
Es decir:
debemos estudiar la escuela, analizar qué pasa en la
educación dentro de este ambiente, sin olvidar nunca
que partimos de todo este otro fenómeno educativo que
tienen su origen en el hombre en la sociedad y que está
respondiendo a la misma concepción, porque entonces
sabremos, cuando el maestro de primer grado inferior enseña
el alfabeto, cuando el profesor de geografía de segundo
año enseña tal tema, cuando el maestro hace
tal o cual observación, en qué sentido general
y amplio encaja todo esto. De lo contrario el estudio del
ámbito escolar será un contacto con cosas que
no entendemos y que no comprenderemos en su finalidad última.
El proceso
educativo institucionalizado y organizado en el ámbito
escolar es nada más que una parte de todo un proceso
muy amplio, que es el fenómeno educativo que hemos
analizado anteriormente.
Cuando
en el parágrafo próximo estudiemos la escuela,
sus orígenes, su evolución, su relación
con el medio, no deberemos olvidar que todos los modos de
la educación se reducen al primero: aquel hacerse hombre,
ser el yo que se quiere ser. Aún para enfocarlo desde
un punto de vista más estrictamente escolar, todos
estos modos de la educación se reducen a este hacerse
hombre, a este ser hombre, que desde el punto de vista metodológico
es el proceso que Sócrates seguía con sus discípulos,
ese proceso que los llevaba a sentir su ignorancia como una
falta, como un pecado, del cual había que liberarse.
Ese sacudimiento que Sócrates quería lograr
con sus discípulos y que era el paso inicial de la
mayéutica, este proceso que en última instancia
es un proceso metodológico general de toda enseñanza
de cualquier naturaleza, este sacudimiento que él lograba
era en cierta medida el sacudimiento que hay que lograr en
todo hombre.
Y por
eso concluimos que todos los modos de la educación,
aún los más institucionalizados, los más
escolásticos, se reducen a este primer modo que es
el hacerse hombre, el educarse, el nacer de nuevo en cada
momento.
3.
La escuela
Los educadores son unos personajes que tienen un destino muy
especial en cierto aspecto. Todas las profesiones pasan por
un período escolar. Todos los profesionales, en cuanto
requieren algún tipo de estudio de nivel medio o superior,
pueden pasar un lapso de su vida en el ambiente escolar, pero
lo concluyen y pasan a desempeñarse en cualquier otra
esfera. Para ellos, en adelante, la escuela es un recuerdo,
casi siempre embellecido por los colores que el tiempo va
poniendo a los años de la adolescencia, y generalmente
la presencia de los hijos o de otros niños refresca
el recuerdo de estos ámbitos escolares. De cualquier
manera, en adelante, son básicamente un recuerdo.
Pero
los educadores son especímenes particulares, que concluido
el período escolar de preparación vuelven sin
más a la escuela. Salen y vuelven a ella. Para ellos
la escuela y el ámbito escolar no es un recuerdo simplemente;
es su lugar de trabajo. Pasan la vida en la escuela. Apenas
concluidos sus estudios retornan y pasan el resto de su vida
en ella. Cambia solamente el papel que cumplían dentro
de esas paredes: de alumnos pasan a maestros. Por esto la
escuela tiene para los educadores profesionales cierta resonancia
muy especial; y toda esta constante de permanencia en la escuela
constituye un peligro bastante grave del cual, a veces, no
se cobra conciencia.
Ese peligro
es ni más ni menos que el encerrarse dentro del ámbito
escolar. A veces este encierro tiene consecuencias funestas
para el desenvolvimiento intelectual, cultural y aún
personal.
La escuela
es un ámbito "sui generis" que tiene ciertos
caracteres especiales. Es una comunidad con ciertas circunstancias
que le otorgan una dimensión singular. Pasarse la vida
dentro de la escuela tiene sus peligros, y el peligro, el
más grave, es que vemos la cosa desde dentro, nunca
desde fuera. Falta perspectiva. Aquí se podría
usar la tan mentada frase: los árboles no dejan ver
el bosque.
Como
se está enfrascado en la tarea, frente al problema
de tal alumno, de tal enseñanza, frente al problema
de la escuela en general falta tiempo y oportunidad para verlo
desde fuera, desde arriba; en una palabra, como en el problema
del hombre, ocurre también que se es sujeto y objeto
de lo que se quiere analizar. Poder hablar de la escuela es,
en buena medida, hablar de uno mismo. Entonces, paradójicamente,
para ir a la escuela es necesario un convite inicial para
salir de ella. Hagamos el esfuerzo de salir de la escuela,
olvidémonos del conflicto que tuvimos hoy mismo, dejemos
de lado lo que nos espera para mañana, ignoremos la
clase que tenemos que preparar o la foja de concepto o la
discusión que tuvimos con tal colega o el problema
urgente que hay que resolver para la semana que viene. Dejemos
eso al margen, salgamos un poco de la escuela y procuremos
verla desde más arriba, desde fuera, tratemos de observarla
como si no fuéramos educadores que estamos todo el
día dentro de ella. Y entonces retornaremos a la escuela
quizá con una visión más fecunda o, al
menos, un tanto distinta de aquella que es la que tenemos
constantemente, directamente, y que es probable que deje de
lado algunos aspectos que resultan esenciales.
Hemos
llegado al problema escolar partiendo del fenómeno
de la educación y decíamos que era indispensable
no olvidar que había un fenómeno básico
que era el de la educación con los caracteres que hemos
descripto y que la escuela formaba parte de ese fenómeno.
Efectivamente, la educación existe desde mucho antes
de que exista la escuela. La escuela es la institucionalización
de un proceso que tiene ciertos caracteres y que se institucionaliza
por las razones que luego veremos, pero es necesario partir
del proceso mismo.
Todas
las sociedades tienen procesos educativos antes de tener escuelas.
Sociedades de tipo primitivo, sociedades antiguas, desenvuelven
fenómenos educativos muy intensos sin tener ningún
tipo de establecimientos escolares. Los estudiosos de algunas
civilizaciones primitivas, especialmente los antropólogos,
dicen a menudo con algo de asombro que resulta curioso ver
cómo en muchos pueblos primitivos, sin que nadie se
ocupe de educar, se logran resultados educativos excelentes.
Es decir que las generaciones jóvenes van asimilando
el caudal cultural de esos pueblos en forma casi perfecta
a pesar de que no se advierte ningún tipo de proceso
educativo, y mucho menos procesos educativos sistematizados,
institucionalizados, es decir: de tipo escolar, pero el tesoro
cultural propio de cada pueblo se transmite a las jóvenes
generaciones con toda perfección.
Hay un
vasto proceso de educación que hemos llamado inconsciente,
espontáneo, que permite que las jóvenes generaciones
lleguen a la vida adulta en posesión del tesoro cultural
propio de cada comunidad, y así costumbres, normas,
concepciones de vida, bienes culturales de cualquier tipo,
técnicas de trabajo, principios religiosos, todo se
incorpora a las nuevas generaciones de manera muy acabada.
Pero luego ocurre que ese tesoro cultural se hace más
amplio, más vasto, mucho más rico, no sólo
en una dimensión cuantitativa, sino cualitativa. Las
técnicas laborales, por ejemplo, se hacen más
y más abundantes y, además, comienzan a hacerse
más complicadas; los principios morales se pueden comenzar
a elaborar con más precisión, forman códigos,
organizaciones doctrinarias y jurídicas; la estructura
política se complica también, y el tesoro cultural
que se resume en lo que es saber propiamente dicho, también
se hace mayor cuantitativamente y más complejo.
Cuando
ocurre esto, sucede entonces que la transmisión a las
nuevas generaciones de todo este tesoro cultural así
enriquecido en cantidad y en calidad se hace un poco complicada
para poder realizarla mediante una acción educadora
asistemática, espontánea. Ya no es un fenómeno
sencillo. Por ejemplo, algunos pueblos comienzan a tener cierto
tipo de formalidades en las cuales algunos autores pretenden
ver las primeras formas de acciones educadoras sistematizadas,
en las llamadas ceremonias de iniciación, que a menudo
no son sino probanzas de la comunidad con respecto al grado
de madurez que la generación joven tiene a fin de poder
ser incorporada como miembro adulto de pleno derecho a la
comunidad, pero que en otras ocasiones van asumiendo caracteres
más directamente escolares, en cuanto suele ser común
que se agrupen los jóvenes que están ya, diríamos
así, "a punto", casi maduros para incorporarse
a la sociedad, y con la conducción de un miembro mayor
de la comunidad pasen una temporada en la cual perfeccionan
ese grado de madurez, o este miembro mayor es el que se ocupa
de ajustar esas probanzas definitivamente, y luego los trae
a la comunidad de vuelta, en una especie de examen final.
Esto
ya significa que la complejidad del marco cultural dentro
del cual tienen que ubicarse los jóvenes es un poco
mayor, y que una cierta sistematización de la labor
de la tradición cultural es necesaria. Pero sigue esto
avanzando y llega el momento en que ni siquiera este sistema
alcanza para poder transmitir un tesoro cultural que prosigue
incansablemente su tarea de enriquecimiento y de mayor complejidad.
Aparecen
entonces bienes culturales cuya transmisión se hace
realmente dificultosa. Al decir bienes culturales nos referimos
tanto a técnicas como a normas, doctrinas, principios,
conocimientos intelectuales, etc. Sin ir más lejos:
el alfabeto, o lengua escrita, constituye un bien cultural
de una dimensión muy superior, desde el punto de vista
de la complejidad, al de la lengua oral, al de la lengua hablada.
¿Cómo se transmite a las generaciones jóvenes
el lenguaje oral? Por medio de la acción educadora
de tipo asistemático, ocasional, espontáneo.
Nadie realiza una tarea sistemática de enseñanza,
pero llegados a los seis o siete años, los jóvenes
miembros de una comunidad manejan perfectamente el lenguaje
propio de esa comunidad y lo perfeccionan ulteriormente.
Pero
el lenguaje escrito no puede ser trasmitido así. Exige
una sistematización, una organización, exige
hasta un establecimiento y un grupo social que se dedique
especialmente a esa tarea. Es un ejemplo de cómo la
mayor complejidad de los contenidos culturales por transmitir
a las jóvenes generaciones es causa determinante del
nacimiento de un sistema educativo organizado y sistematizado,
para poder cumplir esa tarea de transmisión cultural.
Por ejemplo, en el campo de la técnica, es bastante
sencillo, y no hace falta contar con una gran organización,
transmitir a las jóvenes generaciones las técnicas
necesarias para ahuecar troncos de árboles y usarlos
como botes que permitan cruzar cursos de agua, pero, sin embargo,
es indispensable montar grandes sistemas muy bien organizados
para poder transmitir a las jóvenes generaciones todas
las técnicas y los conocimientos previos consiguientes
para poder construir un transatlántico moderno, que
al fin y al cabo no es otra cosa que un elemento para cruzar
cursos de agua.
Pero
para poder transmitir las técnicas y los conocimientos
que se necesitan para ello sí hace falta una vasta
organización, mientras que para la otra técnica
no hace falta montar una gran organización, y las generaciones
jóvenes que acompañan a los mayores van aprendiendo
directamente esa técnica.
Entonces
llega un momento en que, en las diversas comunidades, la dimensión
cuantitativa y cualitativa de su riqueza cultural les exige
establecer instituciones que se dediquen particular y específicamente
a la tarea de la transmisión de ciertos bienes culturales,
que no pueden ya ser transmitidos mediante aquel otro tipo
de labor asistemática y ocasional. Y cuando esto ocurre
aparece una institución que se suele llamar escuela,
es decir cuya labor específica es la transmisión
cultural, la tradición de ciertos bienes culturales.
El ejemplo
de la escritura es bastante interesante, porque casi siempre
en la historia de la humanidad escritura y escuela aparecen
juntas; es bastante habitual que el nacimiento del alfabeto,
del lenguaje escrito, traiga como consecuencia inmediata el
nacimiento de las instituciones escolares, porque además
de ser el lenguaje escrito un elemento cultural cuya dificultad
para poder ser transmitido de manera espontánea y asistemática
es muy grande, es un bien cultural que permite la fijación,
la sistematización, a su vez, de otros bienes culturales,
tales como, por ejemplo, normas morales y jurídicas;
permite el nacimiento o la actualización de los códigos,
de las recopilaciones históricas, de los grandes libres
sagrados, etc., y eso permite una labor de tradición
cultural también sistemática y organizada (1).
En síntesis,
si recopilamos lo dicho podemos llegar ya a una especie de
definición de escuela que no sería sino armar
todo lo que hemos venido diciendo. Escuela, según esto,
¿qué es? Simplemente una institución
creada por la sociedad (Estado, Iglesia, familia, etc.) para
ocuparse específicamente de la transmisión a
las jóvenes generaciones de los contenidos culturales
que por su complejidad no pueden ser transmitidas mediante
la acción educadora asistemática, habitual,
de la sociedad.
Esta
definición tiene validez para la escuela como institución,
de cualquier nivel, de cualquier época y de cualquier
lugar. Es decir, esta definición es válida para
la escuela elemental tanto como para la universidad; para
la escuela de sociedades primitivas muy antiguas o para escuelas
modernas; para escuelas de tipo llamado clásico por
sus contenidos, o para las escuelas técnicas de nuestra
época.
Para
poner a prueba la definición pensemos en una escuela
técnica de nuestra época y veamos si es exactamente
lo que hemos dicho. La técnica en la historia de la
humanidad se desenvuelve en un largo proceso que no es del
caso historiar ahora. Pero ¿cómo se transmiten
estas técnicas a las nuevas generaciones? Simplemente
en el mismo mundo del trabajo: lo más parecido a una
organización de enseñanza técnica que
nos brinda la historia es el sistema de los gremios medioevales,
pero obsérvese bien que no puede ser ello llamado exactamente
escuela porque no deja de ser el taller del maestro, o sea:
es el mundo del trabajo al cual llegan los aprendices para
que aprendan mientras ayudan y participan del trabajo real
y auténtico de la producción; pero no es un
establecimiento, no es una institución que se separa
del mundo del trabajo y que tiene por misión específica,
única, transmitir conocimientos técnicos, transmitir
técnica. El aprendiz en el taller medioeval o en el
taller actual, donde a veces todavía funciona el sistema
del aprendizaje, no es una persona que está exclusivamente
aprendiendo, sino participando de un proceso del mundo del
trabajo concreto y, a la vez, aprendiendo, hasta que llega
el momento en que las técnicas son tan complejas, tan
grandes, y requieren a su vez tal tipo de conocimiento previo,
que ya es imposible ir enseñándolas a la par
del trabajo. ¿Cuándo ocurre esto? ¿Cuándo
llega este momento a la humanidad? Cuando a partir de la revolución
industrial las técnicas alcanzan un grado tal de complejidad
que van exigiendo la separación: por eso no es casual
que la enseñanza técnica así propiamente
dicha, organizada como tal, y al margen de escuelas y aisladas
excepciones, como sistema de enseñanza técnica
organizado un poco en todo el mundo, comience a surgir en
pleno siglo XIX y esté ahora en plena marcha ascendente.
La razón es siempre la misma: cuando esas técnicas
tienen una complejidad tal que no pueden ser transmitidas
mediante procesos de tipo asistemático, entonces surgen
las escuelas técnicas.
La definición
también debe ser pensada desde otro punto de vista,
y es el siguiente: la escuela nace para realizar tareas educativas
que no puede cumplir la sociedad mediante esa labor de acción
educadora asistemática y espontánea, pero no
para reemplazar absolutamente nada de la acción educadora
general que la sociedad cumplía antes y que sigue cumpliendo.
Porque esta es la gran confusión: apenas aparece la
escuela, inmediatamente aparece la errónea creencia
de que la escuela reemplaza a la sociedad en algunas de sus
funciones educadoras.
No es
así. Lo que la escuela hace es, simplemente, cumplir
funciones que la sociedad no podía cumplir; entonces,
como no puede cumplirlas mediante esa labor educadora asistemática,
crea una institución para que las cumpla, pero no para
que la reemplace en nada que antes hacía. La escuela
nunca reemplaza ni puede reemplazar nada de lo que la sociedad
hace por sí misma, sino que nace para realizar algunas
funciones educadoras que la sociedad no puede hacer.
La confusión
se agiganta un poco porque las funciones de este tipo, las
funciones educativas que tiene que hacer la escuela, van también
creciendo, cada vez son muchas más. Entonces la escuela
crece y se agiganta y hay una especie de tendencia a creer
que lo hace a expensas de la labor educadora de la sociedad
y de todas sus instituciones, pero nunca es así. La
escuela cumple esta función en todo aquello que exige
una acción educadora sistematizada, organizada, metodizada,
por la naturaleza y calidad de los contenidos culturales que
deben ser transmitidos. Esto no quiere decir que esa naturaleza
y calidad implique una valoración mayor de estos contenidos
culturales con respecto a aquellos otros que debe transmitir
la sociedad; simplemente decimos que son de naturaleza y calidad
diferentes y por eso los tiene que transmitir la escuela mediante
esta labor. Pero la escuela no quita, digamos, un ápice
a la labor educadora de la sociedad. Cuando lo intenta hacer,
fracasa, porque su misión es otra.
Hay en
nuestro tiempo una tendencia bastante peligrosa a pretender
que la escuela realice acciones educadoras que por su índole
no puede hacer, y esta tendencia deriva un poco de esa confusión
de creer que la escuela al nacer va limando, quitando funciones
educadoras a la sociedad y a todas sus instituciones, familia,
iglesia, comunidad, gremios, etc. De ninguna manera: la escuela
nace para cumplir todo aquello que no puede hacer la sociedad,
que es mucho y que a medida que pasa el tiempo es cada vez
más.
(1)
En la historia de la humanidad, escuela y escritura son
dos fenómenos que marchan muy cerca uno de otro, y
esto también explica por qué la escritura en
sus orígenes marcha muy unida a todo lo que sea instituciones
de tipo eclesiástico, que son instituciones que están
muy apegadas a este tipo de bienes culturales. Los primeros
libros de la humanidad en casi todas las civilizaciones son
o grandes recopilaciones jurídicas o libros sagrados.
Por eso la Iglesia siempre está apegada al fenómeno
de la escritura y por eso, además, necesita un conjunto
de miembros que formen parte de ella, el clero, que requiere
una formación referente a estos libros sagrados. Entonces
ellos van organizando el primer tipo de instituciones escolares,
de tal manera que eso explica, no por supuesto de manera absoluta
y total, que escuela, escritura, iglesia, maestros, sacerdotes
sean categorías que en sus orígenes marchan
siempre muy cerca una de la otra.
4.
Evolución de las instituciones escolares
Cuando
aparece la escuela como institución en la sociedad,
hay una primera etapa que puede llamarse de indiferenciación.
Hay tres grados de indiferenciación que son: 1) la
indiferenciación entre el saber y la tarea de transmisión
del saber; 2) la indiferenciación entre los diversos
contenidos del saber, y 3) la indiferenciación entre
los diversos grados del saber.
En
un primer momento, quienes dominan los contenidos culturales
que deben ser transmitidos a las nuevas generaciones de manera
sistemática toman a su cargo la misión docente.
Aquel
que sabe es el que enseña; maestro es el que sabe y
por eso en la antigüedad maestro es sinónimo de
sabio. Todo sabio es a la vez maestro. Hoy no es igual. A
veces decimos: todo sabio es un maestro, pero dándole
a la palabra maestro otro sentido; es un maestro con su ejemplo,
simplemente.
El
sabio encerrado en su laboratorio, en su gabinete, ya por
esa sola acción ejemplar es un maestro en ese sentido
casi moral, pero no todo sabio está dedicado a la tarea
de enseñar; inclusive hoy estamos distinguiendo mucho
entre el investigador y el docente, mientras que en un principio
de la historia de la humanidad, aquel que dominaba un saber
lo enseñaba.
Hoy
admitimos que se puede ser un gran sabio y no ser un educador
en el sentido profesional de la palabra. Hoy se puede ser
un filósofo y no ser un profesor, no enseñar
filosofía; en cambio, en la antigüedad, el filósofo
enseñaba filosofía. En una primera etapa están
indiferenciados el saber y la misión del saber.
Tampoco
se diferencian los que hemos llamado contenidos diversos.
En el momento inicial de la evolución del tesoro cultural
de cada comunidad los contenidos culturales propios de este
tipo de sabiduría son unitarios, están unidos;
por eso la sabiduría es filosofía y por eso
el sabio es el filósofo, el que ama la sabiduría
en su conjunto.
Tampoco,
finalmente, hay diferencias entre grados de saber. No hay
un saber elemental, un saber medio, un saber superior.
Cuando
los niños griegos en Atenas aprenden a leer no tienen
libros de lectura: aprenden a leer en la Ilíada y en
la Odisea.
Los
niños romanos aprenden sus primeras palabras con la
Ley de las Doce Tablas, y los niños judíos aprenden
directamente sobre el texto de sus libros sagrados, y los
rabinos son además los maestros. Prueba esta, por otra
parte, de la indiferenciación entre el saber y el enseñar.
Y aprenden a leer directamente sobre los textos sagrados,
o sea que aprenden el Talmud, aprenden las dos cosas a la
vez. No hay un saber elemental y un saber superior. No hay
un curso introductorio de filosofía después
del cual se va a dialogar con Aristóteles.
Pero
luego aparece una segunda etapa: la separación entre
los niveles del saber, o sea los grados del saber.
Esto
se divide entre dos grandes niveles que perdurarán
luego por largos siglos –se puede decir que hay que
llegar a la Alta Edad Media para que comience a notarse una
diferenciación– y son el saber de tipo elemental
y el saber superior. Por una parte está el saber elemental
en cuanto saber instrumental, en cuanto se comienza por una
tarea que es dar un instrumento cultural. Por ejemplo –y
es típico–, el leer y escribir como instrumento
cultural. Por otro lado está el saber superior.
Así
definía Alfonso el Sabio en las Siete partidas: "studium
generale", que correspondía al nivel universitario,
y "particular", o sea el de las primeras letras.
Es
cierto que las historias de a educación a menudo traen
como ejemplo los diversos grados en que aparecía la
enseñanza en la Roma antigua o en Grecia, por ejemplo,
pero, como opinión absolutamente personal, tengo para
mí que esto es una especie de tendencia a trasponer
lo que tenemos ahora a lo que había antes, como una
tendencia a creer que lo que tenemos ahora es lo que siempre
tenía que haber.
A
mi juicio, esos escalonamientos que se advierten en los procesos
educativos de Grecia y Roma antigua no se pueden comparar
de ninguna manera con nuestros niveles escolares.
Lo
que sí se puede separar es fundamentalmente una enseñanza
de tipo instrumental en cuanto se dan algunos elementos instrumentales
(elementales, como la palabra indica: elementos) y luego,
ya directamente, el saber de tipo superior.
Prácticamente tenemos que llegar casi a la Alta Edad
Media para que comiencen a advertirse matices diferenciadores
y se pueda hablar de un grado intermedio del saber.
La
tercera etapa es cuando comienza a separarse directamente
el saber en sí mismo de la tarea de la enseñanza,
cuando comienza a haber quienes saben y quienes enseñan;
cuando comienza a aparecer la persona que sabe pero no enseña,
aquella que domina ciertos contenidos culturales pero no se
dedica a la tarea inmediata de la transmisión metódica
del conocimiento, sino que simplemente es el gran sabio, el
gran investigador.
Luego
comienzan a aparecer los grupos profesionales que tienen por
tarea específica y constante la enseñanza, la
transmisión metódica del conocimiento, sin ser
ellos mismos investigadores, sino que simplemente son recipiendarios
y transmisores de un saber. Por otro lado hay personajes que
son grandes sabios, grandes investigadores, grandes creadores,
pero no están en la tarea de la enseñanza. Entonces,
ahora podemos decir, y sólo ahora, que nos encontramos
con la institución escolar tipificada con sus elementos
fundamentales. Esos elementos son: el grupo profesional que
se dedica nada más que a la transmisión del
saber; la división y organización en grados
de ese saber; la separación en contenidos fundamentales
diversos, y la generación joven dispuesta conscientemente
a la asimilación y recepción de estos contenidos
culturales. Esta es la escuela como institución típicamente
diferenciada, específicamente organizada en el seno
de una sociedad.
5.
La escuela y la sociedad
Expondremos ahora una línea de pensamiento que puede
parecer en un primer momento un poco desequilibrada desde
el punto de vista de su fuerte inclinación hacia uno
de estos dos elementos, escuela y sociedad, pero creo que
se ajusta más a la realidad y que debe ser entendido
como un enfoque inicial del tema, que para ser comprendido
requiere la observación atenta de lo que se diga luego
de la primera presentación.
Hemos
dado una definición de escuela según la cual
esta es creada por la sociedad o por cualquiera de sus instituciones,
o sea que según esta definición –por lo
cual insisto mucho en ella porque era lo que iba a servir
de base para todo el esquema subsiguiente– la escuela
es hija de la sociedad, es fruto de ella y, por lo tanto,
dependiente de ella. Ha sido creada por la sociedad, para
servir ciertos fines de la sociedad o de sus instituciones
(uso la palabra sociedad en el sentido muy amplio), ciertos
fines que esta sociedad no podía satisfacer por sí
misma.
En consecuencia,
la escuela es hija de la sociedad, es fruto y es dependiente
de ella. Podría decirse que es una institución
hecha a imagen y semejanza de la sociedad. Este es un detalle
que tiene mucha importancia, porque a menudo se exige para
la escuela cierta suma de cualidades –no digo virtudes,
digo cierta suma de características– diferentes
de las que son propias de la sociedad en la cual esa escuela
está insertada, y desde el punto de vista lógico
y siempre que la definición que hayamos dado sea exacta,
este es un contrasentido porque la escuela no puede asumir
caracteres diferentes de la sociedad en la cual está
insertada, puesto que es fruto de esa sociedad, consecuencia
de esa sociedad y, por lo tanto, tienen que ser hecha a imagen
y semejanza de ella. Por el contrario, la escuela es una institución
que tiene que representar lo más perfectamente posible
los caracteres propios de la sociedad que le ha dado origen,
que la ha creado. No sólo la escuela no puede ser diferente
en sus características esenciales de la sociedad de
la cual es fruto, sino que tiene que representarla en grado
sumo, y los caracteres de esa sociedad tienen, necesariamente,
que estar marcados en esa escuela con lujo de detalles, con
perfección. La escuela atiene que ser típicamente
representativa de esa sociedad, y esos caracteres, sean vituperables,
sean excelentes, deben darse en la escuela.
La escuela
tiene que estar caracterizada por los mismos elementos que
caracterizan y definen a cada comunidad históricamente
tipificada.
La escuela
también, por lo mismo, toma sus contenidos, esos bienes
culturales que maneja y que debe dar a las nuevas generaciones
de la sociedad que la ha creado. Los contenidos culturales
que maneja no puede tomarlos de ningún otro lado sino
de esa sociedad, casi diríamos mejor: ni siquiera los
toma, se los da la sociedad para que ella los maneje, los
reelabore cuando sea necesario y los transmita a las nuevas
generaciones, pero no es la escuela la creadora de esos contenidos
culturales.
Toma
también sus fines de esa sociedad. Los fines y objetivos
que la escuela persigue en su acción le son marcados
y señalados por las instituciones sociales que la han
creado y de las cuales depende. Toma incluso sus normas de
tipo general básico de esa misma sociedad. No, por
cierto, sus normas particulares desde el punto de vista de
la función misma que ella cumple en su interioridad,
por ejemplo los elementos de tipo didáctico, aunque
naturalmente las metodologías no están tomadas
sino de las pautas culturales fundamentales que cada momento
histórico y en cada comunidad vienen naciendo, así
que en última instancia hasta esto también es
tomado de la sociedad, pero, en fin, es mucho más elaborado
por ella misma. Pero en cuanto a las grandes normas básicas
de su estructura y de su organización, están
también dadas y tomadas de la sociedad. Toma algo más
de esa sociedad –algo que a menudo se olvida y que se
relaciona con lo que señalé al principio sobre
los educadores– toma sus elementos humanos de esa sociedad,
y este es un detalle decisivo.
El elemento
humano que compone la vida escolar, sea alumno, sea educador,
sale de esa misma sociedad que la ha creado, no viene de ningún
otro ámbito. Los educadores son también fruto
de la sociedad que ha creado la escuela, son miembros de esa
sociedad y gozan de los mismos caracteres fundamentales que
se exigen a los miembros maduros de esa sociedad y tiene que
responder a esos caracteres. No sólo no pueden diferenciarse
en mucho sino que, por el contrario, deben responder lo más
acabadamente posible al tipo humano propio de cada comunidad
históricamente diferenciada también.
Cada
comunidad, cada grupo social, idealiza un tipo de hombre,
tiene un tipo humano que representa su modelo ideal, y los
educadores deben responder lo más acabadamente posible
a ese tipo de hombre. Las sociedades de cualquier tiempo y
lugar suelen admitir en su seno a personas que quizá
no respondan muy acabadamente al tipo humano de esa sociedad,
siempre y cuando la línea que podemos llamar de desviación
del tipo ideal no sea exagerada.
Supongamos
que los espartanos admitieran en su seno a un espartano que
no hubiera demostrado extraordinaria valentía en la
batalla: lo admitirían siempre y cuando no hubiera
demostrado extraordinaria cobardía, cosa que los espartanos
no hubieran permitido de ninguna manera. Siempre y cuando
su línea de distanciamiento del tipo ideal no fuera
exagerada, podían admitirlo, pero nunca lo hubieran
admitido como educador de las juventudes espartanas.
En nuestra
sociedad, dentro de ciertos ambientes morales más o
menos definidos –y hagamos un poco de abstracción
de lo confusas que están las cosas en este orden en
nuestro tiempo–, es probable que admitamos a personas
que se aparten en alguna medida de este tipo ideal en cuanto
a pautas, normas y conductas morales, pero difícilmente
admitiremos ese personaje, aún con ese leve apartamiento
del tipo ideal, para educador de nuestros hijos. Quiero decir
que el elemento humano propio de la escuela es fruto de la
sociedad; por supuesto, es tomado de esta sociedad y debe
responder muy típicamente al tipo humano propio de
ella, con su conjunto de virtudes y defectos, si se quiere,
pero que son el conjunto de características que tipifican
a cada miembro de cada comunidad históricamente ubicada.
Entonces, también en cuanto al elemento humano que
compone el ámbito escolar, la escuela es hija de una
sociedad y dependiente de ella.
El elemento
autoridad de la escuela, inclusive, lo toma también
de la sociedad; es ella la que da su autoridad a la escuela.
Son las familias, el Estado, la Iglesia, la sociedad en conjunto
la que crea la escuela y la inviste de una autoridad básica
y esencial para que ejerza su labor, y esto podría
ejemplificarse de muchas maneras: desde el ámbito de
leyes escolares hasta la delegación tácita de
la autoridad que hacen los padres en los maestros cuando les
confían a sus hijos.
En una
palabra, esta escuela es una institución que hace una
parte de un todo y son la sociedad y todas sus instituciones:
familia, Estado, Iglesia, gremios, comunidades libres, etc.,
las que influyen sobre la escuela, la determinan, la caracterizan,
le fijan normas, le dan sus fines, la proveen de contenidos
y hasta le otorgan el elemento humano necesario para desarrollar
su labor.
Al llegar
aquí supongo que quizás esta línea de
pensamiento pueda parecer un poco desequilibrada en orden
a lo que la sociedad es frente a la escuela y la escuela puede
empezar a parecernos algo un tanto pobre en medio de esta
sociedad que la determina, la manda, la influye, la caracteriza,
y los educadores, en el ámbito escolar, serían
algo así como nada más que fieles servidores
de un conjunto de normas, ideas, circunstancias que les son
impuestas.
En primer
lugar no debe asustar este concepto antes de ver si es exacto
o no, porque si fuera así, aunque no nos resultara
grato, siempre seguiría siendo exacto.
En segundo
lugar, recordemos lo dicho al principio: salgamos de la escuela,
olvidémonos de que estamos dentro de ella, olvidemos
que somos sujeto y objeto de la visión y reflexionemos
desde el punto de vista de las estrellas y miremos a la escuela
ahí debajo, a ver qué ocurre con ella.
Si nos
ponemos en esa postura vamos a ver que indudablemente todo
lo que hemos dicho hasta ahora es inobjetable, es por definición
así y no puede ser de otra manera. Ahora ocurre que
esto es así por definición y por esencia, pero
además ocurren otras cosas, que vamos a señalar
ahora no para ablandar un poco el concepto o para conformar
a los educadores, que están en el ámbito escolar,
sino porque también son fenómenos que tienen
existencia real.
La escuela,
institución así creada, criatura de la sociedad,
dependiente de ella, hecha a su imagen y semejanza, se pone
en marcha, comienza a caminar, a andar por sí misma,
y cobra algunos caracteres particulares que es su prestigio.
Un prestigio
muy singular en la vida de la sociedad, determinado entre
otras cosas por los contenidos que la sociedad confía
a la escuela. ¿Qué contenidos son ellos? Los
de mayor jerarquía, de mayor valor intelectual, los
más ricos, los más valiosos para ella desde
algunos puntos de vista (no todos los contenidos más
valiosos están en la escuela, por cierto, pero sí
los más difíciles de ser transmitidos). Quiere
decir que la escuela, las instituciones escolares, andando
el tiempo se van convirtiendo en algo más: no sólo
son transmisoras de bienes culturales, sino que son recipiendarias
de esos bienes culturales, y son por eso mismo custodios de
esos bienes culturales. Entonces, las instituciones culturales
van adquiriendo en medio del ámbito de la sociedad
un prestigio singular, van imponiendo una fuerza por sí
misma, y a pesar, entonces, de ser criaturas de la sociedad,
hijas de ella y dependientes de ella, suelen imponerse ante
la misma sociedad por un prestigio que andando el tiempo fluye
de toda su acción y de todas sus paredes.
Nos pasa
en un plano individual con los maestros de nuestros hijos,
con los profesores: somos nosotros los que los llevamos y
se los entregamos; por nosotros ese maestro y ese profesor
gozan de una autoridad sobre nuestro hijo y en última
instancia, desde este punto de vista jerárquico, él
es dependiente en cierta medida de mi persona, que le confía
un hijo y le delega su autoridad, pero debido a la trascendencia
de la misión que le confío, a la altura de los
bienes culturales que debe transmitir, ese maestro –si
es digno de su labor, naturalmente– se impone también
con su prestigio especial ante mí mismo y lo respeto,
y acato a veces sus opiniones y lo escucho. Entonces, este
maestro, que es un servidor mío –por supuesto,
en el alto sentido de la palabra servidor–, está
cobrando un prestigio singular.
Desde
este punto de vista diríamos que la escuela es, efectivamente,
sierva de la sociedad, ha nacido para servirla, pero adquiere
en su servicio la altísima dignidad que le confiere
la tarea que le ha sido confiada; adquiere la altísima
dignidad del servidor, en el sentido más alto que podemos
dar a esta palabra, porque cumple una función de servicio.
Este
prestigio de la escuela hace que a menudo adquiera por sí
misma una autoridad que ya entonces no le es dada, que no
depende de lo que la sociedad le señaló, sino
que ella obtiene por obra de ese prestigio. Y entonces, andando
el tiempo, la escuela como institución cobra una autoridad
que es propia, auténtica, que nace de su labor, y el
maestro junto con la institución escolar gozan frente
a sus alumnos de una autoridad que ya no depende de aquella
original que le ha sido dada, sino que han conquistado por
el prestigio de su tarea, por la dignidad de su oficio. Cuando
esto sucede, aquella influencia que venía de la sociedad
y sus instituciones hacia la escuela comienza a revertirse,
y va de la escuela hacia la sociedad, y como la historia enseña
con tantos ejemplos, se advierte que las instituciones escolares
han influido decididamente en la sociedad en diversos ámbitos,
y hasta hemos visto cómo ciertas instituciones sociales
han detenido en algunas ocasiones su propio poderío
frente a la institución escolar.
Y ocurre
algo más: como el proceso de elaboración cultural
y de acrecentamiento de la complejidad del campo cultural
no detiene jamás su marcha, se llega a instantes en
que proseguir la labor de creación cultural se hace
cada día más difícil. La labor de creación
cultural no es propia del ámbito escolar por definición.
El ámbito escolar, lo hemos dicho, nace para la transmisión
de aquellos contenidos culturales que por su complejidad no
puede transmitir la sociedad mediante su acción educadora
asistemática y espontánea, pero quien realiza
la labor de creación cultural es la sociedad y todos
sus órganos y todos sus miembros en el campo de a técnica,
de la ciencia, de las normas, de las costumbres, de los hábitos,
de la investigación, de la literatura, de la música,
etc., pero a medida que este campo cultural se hace más
complejo, más difícil, poco a poco la labor
de creación cultural se hace también más
difícil y más compleja. Entonces ella no se
puede realizar fácilmente en el aislamiento de los
laboratorios y de los gabinetes. Así, por ejemplo,
en el campo científico hace ya mucho tiempo que el
hombre de ciencia trabaja en grupo, en equipo, en los institutos,
en los laboratorios. Hoy, prácticamente, en el campo
de las ciencias llamadas exactas, físicas o naturales,
la labor de creación cultural aislada, del genio o
del creador individual, es un fenómeno desconocido.
Poco a poco, este fenómeno va pasando incesantemente
hacia las llamadas ciencias del espíritu, o ciencias
humanas o sociales. Cada vez son menos los campos donde las
posibilidades de la creación aislada, separada de la
comunidad, tienen aún alguna posibilidad. Es natural
que las labores de creación cultural, de investigación,
vaya centralizándose, institucionalizándose,
también ellas, en estos ámbitos específicos,
que hasta ahora han sido los grandes recipiendarios del saber
y de la cultura, es decir las instituciones escolares en su
nivel superior; por eso es tan común que hoy las universidades
culminen todas con institutos de investigaciones de alguna
naturaleza. Es lógico, es natural, es, casi diría,
económico en el sentido organizativo, que las instituciones
dedicadas a la investigación, a la creación
y a la recreación cultural, se monten sobre estas instituciones
culturales de nivel superior.
Observemos,
en consecuencia, que, sin que desde el punto de vista conceptual
pierda nada de exactitud todo lo que dijimos al principio
sobre la relación original entre la escuela y la sociedad,
resulta cierto también que por esta otra suma de factores,
derivados unos del prestigio social, moral, intelectual, que
la escuela cobra, y otros por las circunstancias especiales
de la vida contemporánea que han complejizado nuestra
estructura cultural, las instituciones escolares tengan una
acción que podemos llamar "de ida y vuelta"
en cuanto a su relación con la sociedad, y siendo originariamente
criatura suya pueden influir sobre ella, luego, por variados
caminos.
Resulta
sumamente necesario no olvidar, sin embargo, el punto inicial
en cuanto a la dependencia original y básica de la
escuela con respecto a la sociedad. Insistimos mucho en ello
porque por una tendencia muy natural del hombre, como estamos
en la función de educadores y en el ámbito escolar,
nos tienta un poco acordarnos de aquello que eleva o prestigia
la institución en la cual estamos y nos es grato tener
presente mucho de lo que nosotros, los educadores profesionales,
representamos para la sociedad, de lo que la escuela puede
significar hacia la sociedad, pero nos olvidamos de aquella
otra relación original y primera. En segundo lugar,
otra tendencia bastante habitual en los estudios pedagógicos
de los últimos siglos ha puesto exagerado énfasis
en este papel de la escuela y en su prestigio y capacidad,
y ha olvidado la relación original entre escuela y
sociedad.
Si esto
no se tiene en cuenta, no se puede entender el papel que la
escuela cumple en realidad. Los educadores somos los primeros
que debemos tener siempre en cuenta esta relación inicial,
esta dependencia de la escuela con respecto a la sociedad,
este papel que asumimos en cuanto mandatarios de una sociedad
determinada. Ello conduce a recordar que muy habitualmente
se formulan quejas contra lo que la escuela hace y contra
lo que la escuela logra. A menudo esas quejas son ciertas
y muy justas pues es verdad que hace mal muchas cosas, pero
otras veces estas quejas son simplemente equívocos
con respecto a la misión de la escuela y a lo que la
escuela puede hacer, porque, debido a que se olvida esto de
que la escuela, por ejemplo, es fruto de una sociedad y hecha
a su imagen y semejanza, se le pide de pronto a la escuela
que determinados problemas de la sociedad los resuelva por
sí misma, y como si los educadores y la escuela fueran
artífices todopoderosos, se les pide que, transformando
una serie de circunstancias de la vida social, tomen a su
cargo una serie de tareas que ellos no están en condiciones
de hacer.
Los educadores
deben ser los primeros en ubicarse bien con respecto a lo
que la escuela debe hacer y puede hacer o está en condiciones
de hacer, y señalar con toda claridad ese papel, asumir
luego esa responsabilidad, y esa sí cumplirla con toda
dignidad y con toda altura.
Hay una
especie de grandilocuencia exagerada en torno de la escuela,
que permanentemente cae un poco sobre los educadores y sobre
la escuela, que por un lado halaga sus oídos, pero
por otro lado hace correr riesgos muy grandes, y es que luego
se les achaque un poco todos los fracasos, errores y culpas
de la sociedad y de sus instituciones.
La escuela,
entonces, debe saber ponerse en su lugar, evitar la grandilocuencia,
y no admitírsela a los demás, pero para ser
verdaderamente grande, es decir para poder cumplir su papel.
Los fracasos
de la escuela o de lo que a la escuela se le ha pedido pueden
ser muy a menudo fracasos de lo que la escuela no podía
hacer, o sea: el error estuvo en pedir a la escuela lo que
ella no estaba en condiciones de hacer. La escuela es imagen
de una sociedad y tiene que cumplir ciertas misiones; estas
sí con gran altura y eficacia. Se suele decir, por
ejemplo, y muy a menudo: lo que pasa es que la escuela se
ha alejado de la vida. Este ha sido un "leitmotiv"
bastante habitual en muchas circunstancias. Podríamos
citar una serie de ejemplos, de circunstancias, de autores
que de esto hablan.
Es necesario
saber poner las cosas en su lugar y decir con toda franqueza:
la escuela no puede ser igual que la vida en cuanto se quiera
decir con ello que la escuela tiene que transformarse en algo
completamente similar a todo lo demás que la rodea.
No, la escuela es algo distinto, la escuela no es exactamente
igual que la familia, que la Iglesia, que las demás
instituciones sociales. La escuela, por ejemplo, por más
que nos halague el oído, no es ni puede ser segundo
hogar, ni la maestra puede ser segunda madre, porque la madre
tiene que cumplir su papel y la maestra el suyo, que no es
el mismo. La escuela tiene un papel absolutamente diferente
del que concierne al hogar, porque si tuviera que hacer lo
mismo que el hogar no haría falta la escuela. Si ha
nacido la escuela es porque tenía otras cosas que hacer.
La escuela debe decir: no, segundo hogar no, porque segundo
hogar será siempre hogar imperfecto, hogar defectuoso,
y si se me pide que cumpla lo que el hogar y la familia hacen,
lo haré siempre a medias, irregularmente; pídaseme
lo que yo debo hacer, y esto sí debo comprometerme
a realizarlo.
Es necesario
quitar de encima de la escuela un conjunto de palabras, de
frases y de literatura que a menudo, repito, halagan los oídos,
y son aptos para discursos de toda índole, pero que
no justifican, no dicen con exactitud el papel de la escuela.
Entonces, cuando se haya ajustado con precisión lo
que la escuela puede y debe hacer, eso sí debe serle
exigido, y de esos fracasos sí debe dar cuenta.
Esos
son los deberes de la escuela. Los educadores tienen que cobrar
clara conciencia de ello y ser los primeros en saber situarse
en su lugar.
Evítese
la grandilocuencia de las palabras que halagan los oídos
o los sentimientos, y acéptese las definiciones tal
vez menos ampulosas, pero que hablan más a la justa
razón. En el cabal cumplimiento de sus fines propios
la escuela encontrará efectivamente la grandeza que
en innumerables ocasiones ha merecido.
III.
La educación continua o de lo estático a lo
dinámico
en el campo cultural
I
La
necesidad de completar y actualizar los conocimientos técnicos
y profesionales que los estudios regulares hayan proporcionado,
con el fin de poder desempeñar eficazmente el cometido
de la misión que las diversas especialidades tienen
asignadas en el campo del trabajo humano, está reconocida
desde antaño y podría decidirse, desde ese punto
de vista, que el perfeccionamiento no es una novedad. Pero
esto es cierto si nos limitamos a aquella concepción
inicial de perfeccionamiento, es decir a una visión
limitada escuetamente al sentido estricto del término.
Diferente es, en cambio, el concepto y distinto es el grado
de novedad de este fenómeno si nos referimos, cuando
hablamos de perfeccionamiento, a la situación que se
difunde cada vez con mayor fuerza en nuestros días
y que consiste en un auge inusitado de todos los sistemas
de actualización y de todas las formas posibles de
completar y renovar el saber, dentro de todas las profesiones
y actividades.
No es necesario retroceder mucho en el tiempo para encontrarnos
con una concepción de perfeccionamiento bastante distinta
de la actual. Tres o cuatro décadas atrás, por
ejemplo, se admitía comúnmente, aun entre el
vulgo o entre los grupos de mediana formación cultural,
que el médico era un caso típico de profesional
que “siempre debía seguir estudiando”.
Así se decía y así se admitía.
Pero ¿qué se entendía entonces por ese
“seguir estudiando”? La idea que uno se forjaba
del médico que “seguía estudiando”
era la de un hombre que de vez en cuando, con más o
menos regularidad, al término de la labor de cada día,
en cambio de destinar sus horas libres exclusivamente al esparcimiento
o al descanso, se consagraba en su hogar a repasar sus textos
o a leer e informarse de algunas de las novedades que en el
campo de la medicina fueran apareciendo. La imagen hace pensar
en un médico que luego de las horas de consultorio,
quizás antes de la cena, quizá antes de ella,
se encerraba un par de horas a leer, en silencio, el volumen
o el tratado con la última novedad o el último
descubrimiento.
Con respecto a la profesión docente, ya la ley 1420,
de 1884, preveía la obligatoriedad, para los maestros,
de concurrir a las “conferencias” que debía
organizar el Consejo Nacional de Educación con fines
de actualización y perfeccionamiento. Claro está
que en aquel tiempo esto se pensaba, en gran medida, como
un paliativo frente a la carencia de personal docente diplomado,
es decir egresado de los establecimientos destinados a capacitarlos
técnicamente para su labor.
Hoy, en cambio, cuando se habla de perfeccionamiento, la imagen
es otra. Se piensa en seguida en cursos, en cursillos, en
grupos de adultos, profesionales en ejercicio en una u otra
actividad, asistiendo a clases y a lecciones, vueltos, en
una palabra, a la actitud de alumnos y retornando, periódicamente,
a la postura espiritual y hasta formal de estudiante. Entre
los médicos el fenómeno se da en forma clarísima.
El Departamento de Graduados de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Buenos Aires organiza anualmente cientos
de cursos sobre toda clase de temas científicos o sobre
sistemas y técnicas. Es muy difícil encontrar
hoy un médico –sobre todo si es relativamente
joven– que junto con el ejercicio de su profesión
no está concurriendo simultáneamente a uno o
más cursos y rindiendo exámenes.
No es necesario señalar lo que ocurre en el sector
docente, puesto que es bien sabido cómo se ha multiplicado
este tipo de ofrecimientos para los maestros y profesionales
y son irrefutables las muestras de interés con que
los educadores responden a esos ofrecimientos.
Pero el fenómeno es similar –aunque se presenta
con modalidades disímiles– en casi todas las
actividades. Lo más notable es que este concepto de
la “necesidad de seguir estudiando”, que antes
era sólo privativo de las profesiones de alto nivel
cultural y muy particularmente de las universitarias, se extiende
también para las funciones de nivel medio, y con el
nombre de “capacitación”, las empresas
modernas suelen montar sistemas de perfeccionamiento y actualización
de su personal o acuden a instituciones que preparan cursos
especiales para esa misión. Así, se ha convertido
actualmente en un hecho común que los “ejecutivos”
–para emplear la palabra que se ha impuesto en nuestro
medio– sigan cursos especialmente creados para ellos;
y que los “capataces”, en la industria, deban
tomar obligatoriamente clases que incluyen desde conocimientos
técnicos hasta nociones de psicología laboral.
En una palabra: si bien el concepto estricto y originario
del “perfeccionamiento” no es una novedad, sí
lo es en cambio la extensión inusitada que ha tomado
en nuestros días. Puede decirse pues que nos hallamos
frente a un fenómeno nuevo, propio de nuestro tiempo,
que se da universalmente y que abarca, de hecho, todas las
profesiones y todas las actividades de cualquier nivel.
Es hora, entonces, de analizar los motivos determinantes de
esta nueva situación y de procurar aclarar e interpretar
las modalidades que el perfeccionamiento cobra en nuestros
días.
II
¿Qué
es lo que ha sucedido para provocar esta necesidad masiva
y urgente de actualización y de estudio permanente
para hombres y mujeres que ya han concluido sus cursos escolares
regulares y obtenido títulos, grados o diplomas que
los habilitan formalmente para el ejercicio de una profesión,
arte u oficio? Creemos que son dos los motivos determinantes
del fenómeno. Dos motivos que, en última instancia,
se confunden en un solo proceso. Nos referimos a la magnitud
enorme de la complejidad cultural del mundo contemporáneo
y a la velocidad extraordinaria que ha adquirido últimamente
el proceso de renovación y de progreso cultural.
III
Analicemos
el primero punto: la gran complejidad cultural de nuestro
tiempo. Sobre cualquier campo del saber y del hacer humano
que dirijamos la mirada, nos encontraremos con una complejidad
notable. Cincuenta años atrás un médico
era una persona que prácticamente dominaba la casi
totalidad del saber de la medicina de su tiempo. Los especialistas
eran relativamente escasos y en general se reputaba tales
a los grandes maestros y profesores de la ciencia médica.
O, en todo caso, las especialidades eran unas pocas y muy
diferenciadas, verbigracia de cirugía o la pediatría.
No es un secreto para nadie que, por el contrario, la multiplicación
actual de las especialidades, en medicina, ha alcanzado ya
extremos sorprendentes, y el proceso no tiene miras de detenerse.
Por otra parte, la cantidad, simplemente la cantidad de conocimientos
que un médico debe adquirir hoy en su etapa formativa
es notablemente mayor que medio siglo atrás. Las escuelas
de medicina de todo el mundo procuran incorporar a los años
iniciales de la carrera algunas disciplinas básicas
que antes ni se soñaba enseñar, como Matemáticas,
y con respecto a otras, como Química, las exigencias
son notablemente mayores.
En síntesis:
la Medicina, como ciencia y como arte, como saber y como profesión,
enfrenta hoy un problema doble: por un lado ampliar la base
de formación general común a todos; por otro,
multiplicar las especialidades y formar a esos especialistas
sobre la base de los graduados que ya tengan aquella excelente
y amplia base general. Más, al principio, en lo general;
más, al final, en lo específico. Lo mismo ocurre
en otras profesiones, aunque el común de las personas
lo advierta menos. Pero el fenómeno es absolutamente
el mismo entre los economistas, por ejemplo, o en el campo
de las ciencias jurídicas y sociales. ¿Y qué
decir de las tradicionalmente llamadas disciplinas humanísticas,
que hoy enfrentan la necesidad de colocar una materia que
se llama “Estadística”, que requiere ineludiblemente
buenos conocimientos matemáticos, entre las que componen
sus planes de estudio?
Pero
esta complejidad cultural no se refiere solamente a los estudios
o las carreras universitarias. Es un fenómeno que afecta
la vida cotidiana de todos nosotros, que se da en las circunstancias
más triviales de cada día. Así como en
una empresa comercial se complican cada día más
los procedimientos de trabajo –y aparece la necesidad
de un gabinete psicotécnico, por ejemplo, para el reclutamiento
del personal y para realizar eficientemente las promociones
o el movimiento interno del personal–, se hace más
difícil, desde el punto de vista cultural propiamente
dicho, la vida hogareña, pues manejar un lavarropas
automático moderno es incomparablemente más
complicado –aunque menos fatigoso para el músculo–
que fregar ropa sobre una tabla. Ganamos en comodidad y ahorramos
fatigas y esfuerzos musculares, pero la humanidad se exige
cada día más a sí misma en el orden intelectual
y se complica cada día más dentro del marco
de la cultura.
IV
Dijimos
que había otro motivo determinante de estas exigencias
de perfeccionamiento permanente. Y nos referimos a la velocidad
del progreso. La renovación cultural, la aparición
de novedades dentro de cualquier campo, sea en lo referente
a costumbres y usos (formas de saludar, modas), sea en lo
referente a técnicas (maneras de cultivar el suelo,
reemplazo del barco de vela por el de vapor) o a normas de
vida (aceptación del crédito sin rechazos éticos
como parte integrante de la vida económica empresaria
o familiar), finalmente, a aspectos de la ciencia y de la
metodología profesional, es un proceso que tiene sus
leyes propias. No entraremos a analizarlas, pues no es el
tema que nos corresponde ahora, pero sí debemos citar
una de ellas: la lentitud. La renovación social, en
cualquier terreno en que se presente, se caracteriza por realizarse
lentamente, tan lentamente que puede decirse que los hombres
no alcanzan a darse cuenta de que se está produciendo.
Es esta una sagaz manera que la sociedad ha encontrado para
progresar sin sufrir trastornos que la alteren en demasía.
Los procesos renovadores bruscos pueden acarrear graves inconvenientes
a un pueblo. La lentitud en aceptarlos garantiza a la sociedad
la completa participación de la comunidad en el proceso
renovador y permite su integración total en el grupo
sin violencias y sin dificultades. Lo normal es que el cambio
ocurra, como dijimos, casi sin que el grupo se dé cuenta.
Pero
esto no es siempre así. Hay etapas históricas
que pueden denominarse de “aceleración”
del proceso de renovación. Es decir, momentos en los
cuales, por circunstancias diversas, el cambio se produce
con rapidez anormal y el grupo tiene tiempo de advertirlo
y de vivir las dificultades que ese cambio provoca. Se admite
hoy sin discusión que vivimos una de esas épocas
de cambio acelerado y que, probablemente, nunca presenció
la humanidad momentos en los cuales la renovación y
el cambio hayan sido tan intensos y, sobre todo, tan rápidos.
Limitemos nuestro análisis a un solo punto: la velocidad
del progreso científico y técnico. Hasta pocas
décadas atrás, las novedades científicas
o técnicas se sucedían pausadamente, al menos
desde el punto de vista de la duración de la vida humana.
Si bien veinte años constituyen un breve instante de
la historia de la humanidad, son un lapso bien largo desde
el punto de vista de un hombre. Supongamos que en algún
campo de la ciencia se produzcan novedades realmente fundamentales
cada veinte años: entonces, la vida de un hombre dedicado
a ese campo, considerando que desde su graduación universitaria
dispondrá, a lo sumo, de cuarenta o cincuenta años
de vida útil, le alcanzará para tener que acomodarse
a no más de dos o tres novedades fundamentales. Y conviene
recordar que ha habido etapas históricas durante las
cuales la aparición de nuevas ideas o conceptos o la
aparición de novedades verdaderamente esenciales se
produjeron con lapsos mucho más prolongados entre una
y otra. En cambio, en nuestros días, cada hombre se
ve enfrentado a la dramática situación que le
plantea un proceso casi alucinante de aparición de
novedades una tras otra, que le exigen un esfuerzo notable
para no quedarse atrás, y que lo ponen frente a dificultades
a veces insalvables, pues a menudo no le alcanzan ni el tiempo
de que dispone ni sus energías para poder “mantenerse
al día” dentro de su arte o de su ciencia. Fenómeno
que no debe confundirse, por supuesto, con el afán
de “estar al día” respecto de la última
moda o del último acontecimiento social o de la última
ocurrencia artística de tal o cual grupo, que es propio
del “esnobismo”. Más aún: al margen
de un saber o de un que hacer concreto y determinado, resulta
hoy necesario un esfuerzo nada sencillo simplemente para no
quedarse atrás en la comprensión general del
mundo que nos rodea y para poder mantenernos al día
en la interpretación de los fenómenos sociales
y políticos que nos rodean. Viven hoy muchos hombres
que siguieron con profunda atención el proceso político
internacional hasta aproximadamente la conclusión de
la segunda gran guerra mundial, y estuvieron atentos a los
más importantes problemas y acontecimientos que en
el siglo se fueron produciendo. Pero de 1945 acá, la
multitud de fenómenos realmente sustanciales que se
han ido sucediendo y cambiando prácticamente cada lustro
la perspectiva total y el enfoque general de los problemas
es tan grande, que buena parte de esas personas no han logrado
mantener esa ubicación dentro de la problemática
general y se mantienen en un esquema de “postguerra”,
digamos así, que los incapacita para entender lo que
pasa hoy. No sería exagerado –aunque parezca
broma– decir que está haciendo falta un gran
cursillo de perfeccionamiento para poder comprender los lineamientos
básicos de la situación internacional contemporánea.
V
En una
palabra: llegamos a lo que constituye el nudo central del
pensamiento que deseamos exponer. La cultura de nuestro tiempo
ha dejado de poseer un carácter “estático”
para pasar a un carácter “dinámico”.
La cultura
tradicional era, para la perspectiva histórica de la
vida humana, un fenómeno “estático”,
es decir que para cada hombre el caudal cultural que recibía
en sus etapas formativas (niñez, adolescencia, juventud)
representaba un conjunto de normas, costumbres, formas de
vida, concepciones religiosas, filosóficas, morales
y políticas, y, además, un conjunto de conocimientos
científicos y técnicos que se mantenía
prácticamente invariable a lo largo de toda su existencia
o que, a lo sumo, registraba escasas variaciones, en cantidad
y en calidad. Un médico de otro tiempo también
se perfeccionaba, es verdad, pero el caudal de conocimientos
científicos y técnicos con que había
egresado de la universidad constituía, durante toda
su vida, el grueso esencial de su formación. También
podían variar las costumbres y las formas de vida de
un hombre cualquiera, pero en líneas generales el caudal
cultural heredado de sus mayores en cuanto a concepción
de vida, formas de proceder e interpretación de los
sucesos de la vida cotidiana la acompañaba prácticamente
sin cambios esenciales hasta su muerte. Podría decirse
que –siempre hablando desde el punto de vista de la
perspectiva histórica de la duración de la vida
humana– la cultura era un caudal “congelado”.
Esto también otorgaba un carácter estático
a los grandes repositorios del saber humano: bibliotecas,
museos, libros. La imagen de la sabiduría se halla
ligada desde hace siglos a la imagen de enormes bibliotecas
con hileras de volúmenes alineados en innúmeras
estanterías. La idea que el vulgo se forma de un hombre
de gran formación intelectual, un gran científico
por ejemplo, está asociada a la imagen de un mueble
lleno de grandes libros, inmóviles tras los vidrios,
como tras celosos custodios de un saber bien establecido.
Todos tenemos presente, por otra parte, la visión del
bufete del gran abogado, o del consultorio del gran médico
de antaño, que ostentaba casi siempre los volúmenes
capitales de su formación y de su caudal cultural,
esos volúmenes que en sus años de estudiante
él consumió –valga la expresión–
en largas jornadas, y que posteriormente lo acompañaban
como fieles amigos, como fuentes magistrales a las que podía
acudir en cualquier instante.
Todo
eso es una imagen del pasado. Cada vez tiene esto menor importancia
y esas grandes colecciones de volúmenes, ya jurídicos,
ya científicos, ya técnicos, bien encuadernados
en papeles de alta calidad –como una prueba más
de un sentido último de permanencia y de estaticidad–,
comienzan a ser miradas como elemento decorativo o de presuntuoso
mal gusto antes que como auténtico elemento de trabajo
o de valía cultural.
El carácter
dinámico de la cultura –ese carácter que
antes, para poder ser advertido, requería situarse
en una perspectiva histórica abarcadora de siglos–
se pone de relieve ahora aún para el breve lapso que
abarca la vida de un hombre, y es por esto que ahora cada
hombre se ve obligado a vivir en medio de un caudal cultural
no hecho de una vez para siempre sino en proceso permanente
de transformación.
A cada
hombre ya no le es dado un caudal que ha de constituir su
núcleo esencial para desenvolverse en el campo científico
o técnico o simplemente para “vivir” ubicado
en su medio, sino que le es dado apenas un equipo de elemento
con los cuales él ha de procurar mantenerse en un constante
proceso de “culturalización”.
Si se
nos permite una imagen, diríamos que antes se proveía
a cada hombre de algo así como de un salvavidas adecuado
a su oficio o profesión con el cual podía mantenerse
a flote sin mayores problemas durante el resto de su vida.
A lo sumo, cada tanto debería hacer una revisión
de su salvavidas, controlar la presión del aire o ajustar
algún elemento. Ahora, dentro del marco cultural contemporáneo,
lo mas que podemos hacer con cada hombre científico,
profesional, técnico o simplemente ciudadano o padre
de familia, es enseñarle bien a nadar, y su misión
consistirá en nadar por el resto de su vida. En cuanto
deje de hacerlo, la corriente lo arrastrará o lo ahogará.
Por eso
es que aquellas imágenes estáticas de la cultura
tradicional han sido reemplazadas por otras que pueden llamarse
dinámicas. Los grandes volúmenes, los libros
de antaño, son actualmente reemplazados con ventaja
por la revista de alto nivel, especializada, de aparición
periódica y regular. Si un jurista o un médico
o un arquitecto de nuestro tiempo quiere destacar ante sus
clientes su alto nivel profesional o académico, mejor
que colocar detrás de sí en imponentes anaqueles
hileras de volúmenes lujosamente encuadernados, deberá
desparramar sobre su escritorio los últimos números
de las principales revistas especializadas del país
y del extranjero que reciba regularmente. Obsérvese
que el gran volumen, la gran obra, significa también
un fenómeno cultural fruto de una lenta elaboración.
Largos años fueron seguramente necesarios para armar
el saber que encierra el gran volumen; otros muy largos años
para escribirlo. Quizá veinte, quizá treinta;
no es raro encontrar esas obras que demandaron una vida. Luego
se editaban, y hasta materialmente, como dijimos, adquirían
su carácter de permanencia. Después, por años,
eran la fuente principal de consulta, de estudio, de información.
Muy poco sentido tendría hoy esto, frente al sucederse
de las novedades científicas y técnicas, que
tornan envejecido en un par de años el último
descubrimiento y que exigen la difusión rápida
de esos descubrimientos y novedades.
Ciertas
cátedras universitarias no ponen ya a disposición
de los alumnos ni de los visitantes imponentes anaqueles con
enromes volúmenes, sino un eficiente sistema de recepción
de revistas y de catalogación inmediata de artículos.
Me atrevería a decir que el concepto tradicional de
“biblioteca” va siendo reemplazado por el de “centro
de documentación”, que implica, por su estructura
y funcionamiento, ese elemento de dinamismo que venimos señalando
como esencial del mundo cultural contemporáneo.
Así
pues, a la biblioteca, elemento estático, se opone
hoy el centro de documentación. Al libro, al gran volumen,
la revista especializada de alto nivel, o el libro pequeño,
el folleto, de rápida impresión y de rápida
circulación.
VI
Algo muy
similar a todo esto es pues lo que sucede con el fenómeno
de los “cursos” o “cursillos”. Al
gran curso magistral de antaño comienzan a superponerse
los “cursillos, como fenómeno dinámico
frente al carácter preferentemente estático
de aquel. Antes, lo único aceptable era asistir al
gran curso dictado por el gran maestro, que resumía
en las lecciones de un año el amplio caudal de su saber.
Hoy no es raro que ese mismo gran maestro, dentro del proceso
de evolución cultural en el cual se halla inmerso,
organice sus cursos o cursillos relativamente breves para
explicar tal o cual tema, tal o cual novedad, para aclarar
tal o cual concepto nuevo o enseñar tal o cual técnica
recientemente aparecida.
En una
palabra: asistimos a un proceso que puede denominarse de “revalorización”
o de “jerarquización” de procedimientos
que se consideraban antes como de tipo menor, y que algunas
personas –precisamente faltas de una comprensión
de los problemas de la hora– consideran un tanto despectivamente:
el curso aislado, el cursillo, el artículo, el folleto,
la revista.
Es imposible
no advertir un problema de nuestra época: el envejecimiento
de los libros, que constituye un fenómeno aterrador,
pues es frecuente el caso de una obra que después de
haber costado largos años de compaginación queda
envejecida por nuevas ideas, nuevos problemas o nuevas circunstancias
muy poco tiempo después de su aparición.
Entiéndase
bien que con las palabras precedentes no queremos decir que
desdeñamos el valor del libro o del gran volumen, que
dentro de otro contexto y dentro de su nuevo papel habrá
de llenar siempre una misión. Tampoco desdeñamos
el papel del curso fundamental. Lo que afirmamos es que al
lado de todo eso surge hoy este otro aspecto de la cultura
dinámica, estos otros fenómenos que son las
revistas, los cursillos, los folletos, que adquieren una dimensión
nueva y una jerarquía que no tenían tres décadas
atrás. Y consideramos un grave error esa postura despectiva
con que ciertas personas o grupos enfocan la obra que este
tipo de procedimientos cumplen. Aunque a veces, en verdad,
detrás de esas posturas y de ciertas pretendidas exigencias
no se oculta sino un desesperado afán por impedir que
los vientos de la renovación y del avance cultural
se hagan presentes mientras ellos se sienten impotentes para
mantener su propia actualización y para seguir de cerca
ese proceso de renovación y de avance.
VII
Llegamos,
al fin, a comprender que en la situación cultural que
vive el mundo de nuestros días no puede aceptarse ya
en ningún caso una postura estática para el
caudal cultural, de cualquier tipo y de cualquier nivel de
persona alguna, sino que debe exigirse una postura de “dinámica
cultural”.
Claramente
muestra esta nueva situación la expresión que
se ha difundido últimamente de “educación
continua”.
Creemos
que ella revela con absoluta claridad lo que debe entenderse
hoy con el concepto de “perfeccionamiento”, y
que ella es suficientemente reveladora, por un lado, de la
importancia que alcanzan este tipo de cursos y por otro del
sentido dinámico que adquiere el mundo de la cultura.
Permítasenos
citar, en este punto, lo dicho en el diario La Nación
del 15 de julio de 1964: “¿Qué se quiere
decir con esta expresión? Sencillamente que la etapa
de los estudios regulares no concluye con la obtención
de los estudios o diplomas que concedan las casas de estudio,
sino que el proceso educativo ha de proseguir permanentemente
a lo largo de la vida. Los departamentos o institutos de graduados,
también llamados a veces escuelas de “post-graduados”,
cumplen la misión esencial de permitir este proceso
de educación continua a médicos, abogados, ingenieros,
hombres de ciencia o especialistas en disciplinas estéticas
o humanísticas. No se concibe hoy, en efecto, que alguna
de estas profesiones pueda ser ejercida sin una constante
actualización de conocimientos y sin un esfuerzo sistemático
que prácticamente convierte a los egresados de las
universidades en estudiantes perpetuos.
“El
concepto de la «educación continua» ha
venido a modificar también profundamente otro antiguo
concepto pedagógico: el que se refiere a la educación
de adultos. Hasta ahora esta rama de la actividad escolar
se consideraba como un complemento que se ofrecía a
aquellos adultos que por cualquier motivo no hubieran podido
completar sus estudios regulares en las etapas normales de
la vida, es decir la niñez o la adolescencia. A lo
sumo, se extendía a brindar instrucción básica
a personas que se incorporaban ya adultas al seno de una sociedad
–como los inmigrantes, por ejemplo– o a dar alguna
posibilidad de perfeccionamiento a trabajadores en actividad.
Hoy, en cambio, se acepta que la educación de adultos
no es sino un capítulo de la educación continua,
y que a los hombres y mujeres que han pasado las etapas juveniles
de la vida se les debe seguir ofreciendo la oportunidad de
frecuentar estudios regulares que por un lado completen, perfeccionen
y actualicen los conocimientos recibidos en el paso por las
aulas en otros años de su vida, y en segundo término
les permitan mejorar sus aptitudes para la vida cotidiana,
en el marco de la familia o de la vida cívica, por
ejemplo”.
Es que,
efectivamente, la “educación continua”
es una necesidad indispensable de la vida contemporánea.
Quede aclarado que siempre se aceptó que el proceso
educativo no se cerraba ni en la juventud ni en las aulas
escolares, pero cuando ahora se habla de “educación
continua” no quiere decirse simplemente que “continúa”
un proceso educativo asistemático y espontáneo,
sino que debe continuar un proceso educativo sistematizado,
de tipo escolar, es decir organizado en forma regular. Es
que hoy ya no puede el médico o el ingeniero o el profesor
de física o el maestro de escuela primaria “mantenerse
al día” utilizando algunas de sus horas libres
leyendo en su casa, por sí mismo, un artículo
o un libro. La complejidad y la rapidez de la evolución
cultural, como lo hemos señalado, exigen que sea mediante
cursos o cursillos organizados como él podrá
lograr esa actualización.
Decía
en un discurso, el exrector de la Universidad de Buenos Aires,
ingeniero Hilario Fernández Long: “La Universidad
debe organizar cursos no demasiado extensos, ni excesivamente
recargados, de pocas materias fundamentales dadas en profundidad,
que acostumbren al alumno a pensar con serenidad, a enfrentar
con imaginación situaciones inesperadamente nuevas
y a trabajar en equipo”.
“Justamente,
a causa de que el título debiera darse después
de estudios no excesivamente prolongados, y en razón
del continuo avance del progreso, la Universidad debe seguir
proporcionando a sus egresados educación continua.
En este sentido, uno tendría la tentación de
imponer a los profesionales la obligación de mantener
permanente contacto con la Universidad, como condición
obligatoria para que los títulos profesionales no pierdan
su validez. Y, en verdad, un ingeniero, por ejemplo, que ha
recibido su título hace quince años y no tiene
otros conocimientos que los que recibió en su momento
en la Facultad, es decir, que no ha continuado su formación
manteniendo contacto con cursos, bibliotecas, laboratorios
y seminarios, no tiene ya en sus manos un diploma de ingeniero,
sino un trozo de papel sin valor.”
Obsérvese
que se llega, de tal manera, a la aparición de otra
idea que si bien no es –ella tampoco– absolutamente
nueva u original, sólo en estos últimos años
comienza a abrirse camino con relativa amplitud y a ser considerada
como una probabilidad muy efectiva. Nos referimos a la tesis
que sostiene que los títulos o diplomas de tipo profesional,
para cualquier carrera, deben estar sometidos a exámenes
periódicos de reválida, para garantizar que
su poseedor se mantiene al día con el avance cultural
de su respectiva especialidad. Nada absurdo parece esta propuesta
a pesar de las innegables dificultades prácticas que
entrañaría su realización, puesto que
todo profesional que pase actualmente un cierto número
de años falto de actualización queda muy lejos
de poseer la capacitación mínima adecuada para
el ejercicio de sus tareas.
Si pensamos
en lo que en este sentido puede suceder dentro del campo docente,
veremos que la situación es totalmente similar y que
también aquí pensar en exigencias periódicas
de reválida del título no constituye algo absurdo.
Imaginemos un profesor de matemática o de ciencias
naturales que haya egresado hace quince o veinte años
y que durante ese lapso no haya actualizado sus conocimientos
científicos ni haya tomado conciencia de las renovaciones
didácticas en su especialidad. ¿Aceptaremos
que posee un diploma válido? Todos aquellos maestros
que durante los últimos diez o cinco años han
sentido la preocupación de saber algo acerca de nuevos
métodos y procedimientos, o que de una forma u otra
han procurado estudiar o aprender nuevos procedimientos metodológicos
o nuevas maneras de encarar la tarea de la enseñanza
o de la evaluación del aprendizaje –cito a modo
de ejemplo–, pueden comprobar por sí mismos la
gravedad del problema derivado del hecho de que muchos colegas
se hallan absolutamente al margen de estas novedades y todo
su caudal cultural –desde el punto de vista didáctico
o pedagógico– se reduce a lo que adquirieron
durante sus años de normalistas.
La verdad
es que, sin necesidad de exagerar en lo más mínimo,
podría concluirse diciendo que hoy inclusive para ser
padre o madre de familia, hasta para ser buen esposo o esposa
–y nada digamos, por obvio, con respecto a ser buen
ciudadano– sería necesario un proceso de educación
continua y de cursos de perfeccionamiento. Cuando nuestros
padres nos decía a nosotros “haz esto”
o “no hagas aquello”, procedían según
una estructura cultural que los había provisto de una
vez para siempre de normas de vida “estáticas”,
mientras que cuando hoy nuestros hijos exigen de nuestros
labios la admonición de lo que se debe o no se debe
hacer, nos vemos enfrentados al problema a veces angustioso
de que carecemos de un caudal cultural así “congelado”,
así adquirido definitivamente, y debemos acudir a esta
situación “dinámica” que obliga
al replanteo de cada caso, a la solución para cada
instante y a la improvisación –en el mejor y
más alto sentido de esta palabra– de la norma
o el consejo realmente eficaz para cada problema.
He aquí
pues que la actualización, la puesta al día,
la educación continua, en fin, es una necesidad universal
de todo profesional de nuestro tiempo, a tal punto que se
ve llegar ya el instante en que esta labor de perfeccionamiento
vaya delineándose como una obra regular y hasta institucionalizándose
mediante títulos y diplomas.
VIII
Pero precisamente
aquí, donde parece que la obra del perfeccionamiento
llega a su culminación y a su mayor triunfo, es donde
aparecen los peligros. No observarlos conduciría a
estropear los beneficios que hasta ahora se advierten de la
obra realizada. Hasta el momento, puede decirse que esta gran
labor de actualización y de educación continua,
tanto en el campo de los docentes como de otros profesionales
y en general dentro del campo empresario, viene cumpliéndose
gracias a los esfuerzos de la iniciativa privada y en un ambiente
de absoluta libertad. La libertad, claro está, tiene
sus peligros. No podemos ignorar que al amparo de esta necesidad
surgen los improvisadores y hasta los que ofrecen como válida
mercadería cultural falsa. No es un secreto para nadie
que junto a las instituciones de alta jerarquía que
ofrecen cursos de capacitación para dirigentes de empresa
existen quienes lucran mediante cursos improvisados y carentes
de base científica y que al lado de cursos serios de
perfeccionamiento pueden haber florecido otros de menguado
nivel. Pero los problemas de la libertad los corrige la libertad,
y en muy poco tiempo estas improvisaciones se desprestigian
a sí mismas y luego de engañar a unos pocos
por poco tiempo desaparecen y se hunden en el olvido. En cambio,
es este ambiente de libertad y este espíritu que sólo
puede surgir de la iniciativa privada el que permite que los
cursos de perfeccionamiento y los sistemas de educación
continua cumplan su verdadera misión de “actualización”,
pues es ese ámbito de libertad el que les permite y
el que a la vez garantiza que ellos responderán a las
últimas inquietudes culturales: proveerán a
los asistentes de las más recientes novedades y mantendrán
al día su bagaje técnico-científico,
pues de no responder auténticamente a las necesidades
de la sociedad, esta –puesto que el clima es de libertad
y no de imposición– rechazará lo que se
le da innecesaria o mezquinamente y buscará lo que
en realidad es útil.
Se corre
un riesgo muy grave en cuanto se piensa en oficializar este
tipo de actividades de actualización o de perfeccionamiento,
y también se lo corre cuando las instituciones privadas
que los desarrollan llevan más allá del mínimo
necesario la estructura organizativa, sea porque ellas así
lo dispongan, sea por exigencias externas. Ese riesgo es el
“endurecimiento” que toda oficialización
o excesiva organización trae consigo, endurecimiento
que puede llevar a los cursos de perfeccionamiento a perder
dinamismo y a recaer en caracteres estáticos que son
lo contrario de su naturaleza. No pidamos a los cursos de
perfeccionamiento esquemas rígidos o sistemas demasiado
organizados. Dejemos que ellos se desenvuelvan –dentro,
naturalmente, de un margen decoroso de seriedad y de organización–
llevados más bien por el ímpetu de la dinámica
cultural de nuestros días, que rechaza los grandes
cursos magistrales y prefiere, para este aspecto de la educación
continua, el cursillo breve; que no necesita de la organización
perfecta sino de una planificación que más bien
se vaya haciendo sobre la marcha, a medida que las necesidades
culturales y las exigencias de los interesados van presentando
las situaciones. Cuidado con las oficializaciones de cursos
y de sistemas que llevarán inexorablemente a formar
equipos permanentes de profesores, que será necesario
amparar en un régimen de estabilidad laboral y tenderán
luego, por la fuerza de los hechos, a congelar sus cursos
y sus programas. Muy grave riesgo corre toda la institución
oficial de perfeccionamiento si para alterar el plan general
o el programa de un curso o para introducir un nuevo capítulo
debe esperar una aprobación burocrática que
quizá requiera largas tramitaciones. Muy grave es el
riesgo que se hará correr a las instituciones privadas
si, en nombre de presuntos riesgos, se les comienza a exigir
organizaciones y planificaciones y detalles que deban ser
estructurados con larga antelación y que una vez previstos
no puedan modificarse sin previa consulta y quizá no
puedan modificarse de ninguna manera. Solamente la iniciativa
privada y un clima de libertad prácticamente absoluta
pueden garantizar el mantenimiento de ese carácter
dinámico que es la esencia de este fenómeno
de perfeccionamiento de educación continua. Todo lo
que tienda a añadir elementos estáticos al proceso
entraña peligros gravísimos, de tal manera que
podría decirse que la educación continua y en
particular de perfeccionamiento docente es un proceso que
por esencia, por definición, corresponde asumir a la
iniciativa privada y dentro del máximo de libertad.
Diríamos que lo único que puede y debe controlar
el Estado es que no se atente contra el bien común
y no se falseen normas elementales de conducta moral. Es mil
veces preferible correr alguno de los riesgos que tiene la
libertad que pretender evitarlos con medidas coercitivas de
esa libertad, pues los males consecuentes suelen ser mucho
peores que los que se hubieran querido evitar.
En nuestro
país todavía seguimos teniendo miedo a la libertad
y ante cada peligro, ante cada riesgo, solemos acudir al Estado
para que mediante su fiscalización nos proteja. Es
necesario que nos acostumbremos a encontrar la protección
contra los riesgos a detener los peligros por nosotros mismos
y dentro de la libertad. El camino puede parecer así,
inicialmente, más difícil, pero a su término
nos encontramos con que los resultados son mucho más
sólidos. Mejor que impedir un curso porque a algún
funcionario, aun bien intencionado, no le ha parecido conveniente
o acertado, es obtener que los cursos inconvenientes o desacertados
desaparezcan, aunque algo más lentamente, porque la
misma sociedad, libremente, los rechaza. Esto nos garantizará
que su desaparición es auténtica, pues así
como un funcionario hoy lo impidió, otro mañana
puede imponerlo, y además habremos impedido que, quizá,
se hayan prohibido otros cursos que en verdad eran necesarios.
Dejemos pues que este proceso que con tanto éxito viene
cumpliendo la iniciativa privada en materia de perfeccionamiento
docente siga adelante. Ella, en un clima de libertad, es la
única que puede mantenerlo en la buena senda.
Nos atreveríamos
a sostener que este tipo de cursos configura un caso similar
al que dio nacimiento a las más altas casas de estudio,
cuando allá por los siglos XII y XIII comenzaron a
estructurarse las universidades medievales, que después
fueron honra de Europa. ¿Qué fueron ellas en
sus orígenes?
Bien
lo dice Alfonso el Sabio en sus Partidas, cuando define “qué
cosa es estudio” y afirma: “estudio es ayuntamiento
de maestros de escolares con la voluntad y el entendimiento
de aprender los saberes”. He ahí magníficamente
sintetizado el origen de toda escuela, de toda casa de estudios;
he ahí el más auténtico origen de toda
acción docente: la unión –“ayuntamiento”
en castellano arcaico– de los maestros y los escolares,
de quienes enseñan y de quienes aprenden, unos con
la voluntad de enseñar, otros con la voluntad de saber.
Pero véase bien qué dice Alfonso: “con
la voluntad”, es decir que libremente quieren unos enseñar
y otros saber, pues no hay voluntad si no hay libertad, y
ese “ayuntamiento”, ese encuentro de maestros
y alumnos a que él se refiere es el encuentro de voluntades
libres, sin lo cual no ha habido nunca ni la habrá
enseñanza ni escuela, maestros ni discípulos.
Y así se formaron los claustros iniciales de las grandes
universidades medievales, desde Salamanca a Bologna, desde
Oxford a París, pues como su nombre lo indica, eran
originalmente “universitas magistrorum el scholarum”,
es decir corporación, unión, ayuntamiento de
maestros y de escolares, libremente reunidos para enseñar
y aprender.
Ese es
el espíritu que debe presidir la tarea del perfeccionamiento.
El sentido dinámico de la cultura es la novedad de
nuestro tiempo; la libertad, su esencia eterna.
IV.
El
desarrollo en lo cultural
Hace ya
más de un decenio que, desde las principales tribunas
internacionales y desde los centros máximos de estudios
e investigaciones, se viene señalando una nueva concepción
del papel que lo cultural y lo educativo desempeñan
en el desenvolvimiento integral de la sociedad. Sin embargo,
posturas mentales anteriores, muy difundidas entre la totalidad
de la población y no solamente en niveles de baja formación
intelectual, perduran con mucha fuerza y es habitual que dirigentes
de alta posición, profesores universitarios y políticos
muy bien intencionados, escuchen y acepten esas nuevas ideas,
pero, casi sin darse cuenta ellos mismos, procedan en última
instancia guiados por estructuras mentales envejecidas que
–quizá subconscientemente– los siguen dominando.
No es fácil, en efecto, este “aggiornamento”
que los fenómenos culturales y educativos requieren
con urgencia.
Debido
a esta situación, creemos que nuestra posición
debe dividirse en tres partes. En la primera analizaremos
los errores más difundidos todavía y consideraremos
cómo influyen en la realidad, es decir cómo,
al margen de las especulaciones teóricas que se aprueban
en congresos, asambleas o publicaciones especializadas, ellos
determinan la situación de hecho. En la segunda parte
estudiaremos las bases sobre las que, a nuestro juicio, debe
planificarse el desarrollo en lo cultural.
Por último, en la tercera, esbozaremos algunas líneas
directrices que esa planificación debe seguir.
1. Los equívocos
Las raíces del movimiento universal por la difusión
de la cultura, en el doble sentido de la atención a
las formas superiores de las letras y las ciencias y del esfuerzo
por la implantación de un “mínimo”
de instrucción a todos los habitantes, se nutren de
tres fuentes básicas: la filosofía, la economía
y la política propias de los siglos XVIII y XIX.
El iluminismo
y la ilustración llevaron a sus últimas consecuencias
su postura al exaltar la razón –y a su arma básica:
el método científico o experimental– como
elemento generador del progreso y del bienestar individual
y social. Es por eso que el despotismo ilustrado comienza
una labor de difusión cultural y esto explica, también,
que los primeros intentos de alfabetización obligatoria
nazcan por obra de algunos de estos monarcas ilustrados, guiados
y aconsejados por el pensamiento de filósofos y estudiosos.
La cédula real de Carlos III de 1781 es a este respecto
un documento claramente revelador de lo que sostenemos, ya
que en ella se dice que la difusión de la instrucción
traerá consigo el “adelanto general del reino”.
La obra que en el Virreinato del Río de la Plata cumplió
en ese sentido el obispo fray José Antonio de San Alberto,
y la acción de Sobremonte como gobernador de Córdoba
–que lográ implantar escuelas de primeras letras
en casi todas las villas y pueblos de su dependencia–
y, finalmente, la acción de Manuel Belgrano como secretario
del Real Consulado, tienen el mismo fundamento. Conviene recordar
que la famosa frase “educar al soberano” tiene
su origen en el despotismo ilustrado, que sostuvo la necesidad
de que los monarcas y quienes estaban destinados a serlo –es
decir, los príncipes herederos– recibieran la
indispensable formación intelectual en las letras y
las ciencias, en la filosofía y en el derecho, para
poder atender adecuadamente los asuntos del gobierno.
La economía
puso también su grano de arena. La transformación
del mundo de la producción, determinada en última
instancia por las aplicaciones técnicas de los adelantos
científicos, modificó en gran medida antiguas
formas laborales y presentó nuevas exigencias de capacitación
y de formación cultural. Hay en esto un doble juego:
por un lado, la revolución industrial necesitó
elemento humano con mayor preparación, no solamente
para atender nuevas formas laborales sino también para
desenvolverse en el nuevo marco socio-cultural que ella misma
aparejó. (Piénsese, simplemente, en el urbanismo
y los caracteres culturales que la gran ciudad exige a sus
habitantes, comparados con los del hombre de zonas rurales).
Pero, por otro lado, la revolución industrial permitió
el aumento de esos niveles de instrucción popular,
pues –superados los dolorosos y tremendos decenios iniciales,
con su secuela dramática de explotación inicua
y de trabajos forzados para mujeres y niños–
el aumento de la productividad determinó que las naciones
industrializadas necesitaran para satisfacer sus necesidades
globales un total de “horas/hombre” de trabajo
inferior al de la época anterior. El superávit
de esas “horas/hombre” –es decir, la aparición
global en la totalidad de la población de “horas/ocio”–
se distribuyó por varias vías: una de ellas
fue la escolaridad elemental obligatoria, que, a medida que
la productividad sigue aumentando, encuentra también
la oportunidad de prolongarse. (Los cuadros estadísticos
internacionales revelan con absoluta correspondencia cómo
los índices de escolaridad se prolongan en cada país
en relación con los índices de productividad.
China comunista, por ejemplo, podrá elevar sus tasas
de alfabetización a medida que eleve su tasa de productividad,
mediante la tecnificación y la industrialización
a la vez, para mantener esa tecnificación y esa industrialización,
requerirá un alto índice de escolaridad. En
cambio, la situación de Cuba comunista es totalmente
contradictoria: en medio de espectaculares planes de alfabetización,
el régimen de Castro ha disminuido en buena medida
las “horas/ocio” de su pueblo, con lo cual, y
a pesar de jactanciosas afirmaciones de eliminación
del analfabetismo, el “standard” cultural de los
cubanos está inexorablemente destinado a bajar).
Finalmente,
tenemos la fuente política que alimentó las
raíces del movimiento universal por la educación
y la cultura de los siglos mencionados. Esta fuente política,
a su vez, abrevó de dos manantiales: la formación
de las nacionalidades modernas y la concepción filosófica
de la democracia. Las naciones –desde mediados del siglo
XIX, recuerda Marías, la nación es el gran supuesto
de toda la política universal– se formaron a
través de procesos seculares y se organizaron venciendo
diferencias de razas, lenguas, religiones, tradiciones, costumbres
y formas de vida. Es decir: se aposentaron sobre diferencias
culturales muy marcadas. Los estados nacionales se vieron
en la necesidad ineludible de formar un subsuelo cultural
nacional sobre el que se pudieran asentar principios unitarios.
Intentaron luchar en varios terrenos, en algunos de los cuales
fueron vencidos, como por ejemplo en el religioso. La mayoría
de los estados nacionales aceptaron también la coexistencia
de razas diferentes y aún tuvieron que aceptar la perdurabilidad
de hablas distintas. Por su parte, los países americanos
vieron situaciones parecidas por los aluviones inmigratorios
que se volcaron sobre ellos. Sin embargo, los estados nacionales
dieron batalla en otros rubros, sobre los que pudieron lograr
mejores resultados. Así, todas las naciones crean tradiciones
históricas comunes; difunden una lengua escrita común
y obligatoria para la vida oficial y para los estudios, desde
los elementales hasta los superiores; fuerzan el nacimiento
de literaturas nacionales, convirtiendo a autores regionales
en símbolo del país; exaltan algún tipo
de folklore –que es siempre un fenómeno localista–
al grado de nacional; glorifican a uno o dos héroes
como símbolos legendarios de la nacionalidad y procuran
–por todos los medios– que exista una unidad de
sentimiento nacional que permita superar las diferencias antedichas.
Nace así el llamado “estado cultural”:
es el estado que crea academias de la lengua o de las letras;
que se ocupa de la educación y al que interesa la obligatoriedad
de la instrucción elemental en cuanto mediante esa
actividad escolar encuentra el único medio que –por
entonces– le garantiza una formación uniforme
mínima de sus miembros.
El otro
manantial de tipo político es el de la forma democrática
de gobierno. Este ideal requiere que todos los súbditos
del Estado participen del gobierno, ya como dirigentes, ya
al menos como electores de esos dirigentes o representantes.
Es indispensable entonces capacitar al ciudadano para que
cumpla su misión: la democracia le toma la palabra
al despotismo ilustrado y sostiene que, en efecto, es necesario
“educar al soberano”, pero como ahora el soberano
es el pueblo, a quien hay que educar es al pueblo. Por otra
parte, la democracia garantiza derechos que el ciudadano debe
conocer para poder defenderlos y hacer que se respeten. Por
eso un iletrado es un pobre defensor de sus derechos, ya que
prácticamente no puede conocerlos. Esto mismo explica
la importancia especialísima que alcanzan las constituciones,
particularmente en los países americanos, y también
–como lo ha señalado Sánchez Viamonte–
la necesidad de que la constitución sea “escrita”
(es decir, compilada en un solo cuerpo orgánico). El
razonamiento de los hombres del XIX es simple y lógico.
Es un ejemplo de silogismo propio de la ilustración,
que llevó la aplicación del método experimental
a las cuestiones sociales, sin advertir que dicho traslado
no podía hacerse de manera directa: demos una constitución
escrita, que explique con claridad derechos y deberes (el
domicilio es inviolable... no se puede detener a nadie sin
orden escrita de autoridad competente... el pueblo no delibera
ni gobierna sino por medio de sus representantes); luego enseñemos
a todo el pueblo a leer y escribir; en consecuencia, el pueblo
conocerá sus deberes y derechos y nadie podrá
conculcarlos. La democracia pues había encontrado su
camino en la instrucción popular.
Finalmente,
la democracia exige también dar a cada ciudadano la
oportunidad de desarrollar sus talentos: es la famosa igualdad
de oportunidades que Estados Unidos elevó a principio
rector de toda su política educativa. Nadie debe quedar
atrás por no habérsele brindado la ocasión
de desarrollar sus posibilidades.
Con esto
queda –en forzada síntesis– resumido el
origen de los movimientos de difusión cultural y educativa
propios del siglo pasado. Con ello se ve claramente el entronque
de dicho movimiento con las circunstancias económicas,
políticas y filosóficas de la época.
Pero durante el siglo actual ha ocurrido un fenómeno
curioso. De todo ese vasto mosaico de fenómenos determinantes
del avance cultural y educativo, algunos quedaron ocultos
y otros fueron utilizados permanentemente como motivos esenciales
de la necesidad de la cultura y la educación. Las raíces
filosóficas y las económicas quedaron ocultas
y en cambio se agitó constantemente la raíz
política: es decir que actualmente sólo se citan
como causales de la necesidad de la educación la formación
nacional y democrática. Ahora bien: la mayoría
de los grupos dirigentes de nuestra sociedad son, en el fondo,
bastante escépticos con respecto a las posibilidades
de formación nacional y democrática por la vía
de la educación, aunque casi nadie lo confiese abiertamente.
El siglo XX ha mostrado que aquel sencillo y aparentemente
irrefutable silogismo del XIX no es exacto. No basta ilustrar
al pueblo para que funcione la democracia. La raíz
del error está en que a los fenómenos sociales
no se los puede analizar exclusivamente con los instrumentos
del método experimental, útil para las ciencias
de la naturaleza pero no para las del hombre como ser social.
Tampoco es muy grande el éxito que se puede obtener
–por la exclusiva vía escolar– para formar
los sentimientos de nacionalidad.
Como
resultado queda esto: hoy, el hombre común (incluyo
en la denominación de hombre común a muchísimos
altos y excelentes dirigentes políticos u hombres de
ciencias y letras) cree, en última instancia y aunque
no se atreva quizás a confesárselo a sí
mismo, que la acción cultural y educativa es sólo
una tarea de “caridad”, entendida la palabra en
su dimensión más alta. Es decir que se debe
dar educación y atender el desarrollo cultural porque
el hombre tiene, además de sus necesidades materiales,
un destino trascendente o un espíritu que excede esas
necesidades materiales. Pero se ha perdido el enlace entre
los fenómenos de la economía, de la producción,
de la técnica y aún de la política con
los educativos y los genéricamente llamados culturales.
Esto determina que –a pesar de los discursos y de las
grandes palabras– a los fenómenos culturales
y educativos no se los atienda o se los sostenga apenas con
los rezagos de los presupuestos. Y cuando se atiende mal y
tardíamente algún reclamo salarial docente o
alguna protesta ya muy indignada de un director de museo o
de un presidente de academia, se lo hace por razones de tipo
electoralista o para no quedar demasiado mal ante la opinión.
Sin embargo, esta misma opinión formula el reclamo
a favor del museo o de la academia sin comprender la relación
entre este ámbito cultural y los aspectos políticos
y económicos.
Este
es el primer equívoco grave que existe hoy en el plano
del desarrollo cultural: su enfoque como misión que
la sociedad encara porque es una sociedad “buena”;
porque quiere preocuparse del hombre y mejorarlo espiritualmente.
De aquí deriva, lógicamente, el segundo error
(y creemos que este silogismo sí es exacto): lo cultural
y lo educativo resultan aspectos que se pueden o no atender;
que se pueden postergar; o que se pueden atender mejor o peor,
según los apremios económicos. Dígase
lo que se quiera; proclámese lo que se proclame en
discursos de cualquier índole; júrese, inclusive,
que el espíritu de tal o cual prócer o que el
ideal de la democracia inspira la acción de los gobiernos:
lo absolutamente cierto es que en América del Sur ningún
país atiende lo cultural ni lo educativo en forma orgánica
ni comprende la necesidad de hacerlo. Una propaganda masiva
de tipo universal (por ejemplo, la de la UNESCO) los lleva,
a lo sumo, a preocuparse, por razones de prestigio, por las
cifras del analfabetismo, pero esa propaganda no logra hacer
comprender por qué hay que desterrar el analfabetismo.
Ella es también una mala propaganda y participa del
pecado común a las asociaciones de docentes de casi
todo el mundo y en el cual incurren asimismo pedagogos y especialistas:
es demagógica, clama a la democracia y al espíritu
del hombre contraponiéndolo a la técnica y a
la economía. Por eso se centra la batalla en el analfabetismo,
cuando lo importante es lograr la propaganda de la instrucción
primaria. Hoy, Bolivia podría salir de su situación
de subdesarrollo con la misma masa de analfabetos, siempre
y cuando tuviera una minoría amplia con instrucción
secundaria y una minoría reducida con excelente formación
universitaria. Y ello le permitiría –luego–
concluir con el analfabetismo en poco tiempo. Una vez que
enseñemos a leer a todos los analfabetos de ese país,
no habremos logrado sino grandes masas consumidoras de historietas,
puesto que previamente no se habrán dado las condiciones
indispensables para el desarrollo. (Es obvio que los demagogos
de la educación interpretarán esto como que
no queremos la alfabetización de las masas y dirán
que pretendemos culturas de élite. No importa. Otros
dirán que referimos todo lo espiritual a la economía
y deducirán nuestro marxismo. Unos y otros interpretarán
superficialmente lo dicho. Es un riesgo que debemos correr.)
Por último,
existe otro equívoco –el tercero– que está
dañando de manera grave a toda nuestra generación:
es la antinomia forzada que se hace entre técnica y
espíritu, entre trabajo y cultura, entre educación
y economía. El mundo contemporáneo ha escindido
los valores estéticos del mundo técnico. Busca
la belleza en los museos y cree que quien diseña un
automóvil o el envase de un producto es un “esclavo
de la técnica” que debe ganar su sustento en
un mundo cruel e injusto realizando una labor mezquina, orientada
sólo hacia un interés material. Esto lo cree
también el diseñador, que al salir de su trabajo
procura reencontrarse a sí mismo y marcha hacia el
museo donde intenta hallar aquel valor estético que
él supone –mal orientado y peor informado–
que no existe en su trabajo cotidiano. Hemos creado el hombre
escindido, que trabaja en algo que no siente y en una profesión
o empleo al que sólo asigna valor de obtención
material de recursos. Hemos escindido la economía del
espíritu, la técnica de lo cultural, lo educativo
del mundo del trabajo. Y con ello destruimos el mundo cristiano
más auténtico, que es unión de materia
y espíritu; que es consagración del hombre a
Dios en el mundo; que es exaltación de la obra de Dios
completándola y perfeccionándola; que es mejoría
de las condiciones del trabajo en busca de una mayor dignidad
de cada ser; que es procurar dar a cada prójimo un
mejor nivel de vida para que pueda elevar mejor su espíritu.
Sin darnos cuenta, hemos caído en las redes del error
marxista: sostener que todo depende de la economía
pareció tal blasfemia contra el espíritu, que
desde entonces nos dedicamos a separar ambos campos, y con
ello, efectivamente, hemos escindido al hombre, que dedicado
al menester económico cree estar desligado de su destino
trascendente o de su espíritu. El error marxista era
otro: la economía depende del espíritu en cuanto
es el espíritu humano quien crea las formas de vida
económicas, quien crea las técnicas, quien diseña
los instrumentos, quien canaliza la producción.
Y es
el espíritu humano quien –al pecar –pervierte
la economía, la técnica y los instrumentos y
conduce mal la producción. Es absolutamente indispensable
–para salvar al hombre moderno de esta tremenda escisión
que lesiona su integridad y lo anula como hombre– reintegrar
en plenitud el concepto de unidad de lo productivo con lo
espiritual, lo económico con lo trascendente, lo estético
con lo útil. ¿Por qué tememos sostener
que la educación debe atender las necesidades del desarrollo
económico y del mundo del trabajo, cuando ese desarrollo
económico y ese mundo del trabajo no son sino fruto
del espíritu humano, que transforma la obra de Dios
y la encauza al servicio de la trascendencia del ser? El hombre
–su espíritu– es el creador de la técnica
y el responsable de la economía. El mundo del trabajo
es hijo suyo: no lo separemos de su padre. Al hacerlo, servimos
la causa que queremos atacar: entonces sí el hombre
está alineado, está enajenado al trabajo y a
la técnica. No existe trabajo humano, no existe técnica,
no existe economía, no existe organización política
que no sea fruto del espíritu. Y su único objetivo
es el hombre. Al establecer el corte dejamos sin sentido trascendente
el trabajo y la economía: ese es el triunfo del ateo
y del marxista, y entonces el hombre está perdido.
2.
Las bases
He aquí pues que, en nuestro razonamiento, la planificación
del desarrollo de cualquier comunidad históricamente
tipificada se integra con el desarrollo en lo cultural, pero
no por razones de “caridad” –o sea para
evitar que se niegue al hombre alguna dimensión más
alta o trascendente que las que brindan los aspectos de la
economía o del mundo del trabajo– sino porque
lo cultural se integra forzosamente con esos otros aspectos.
Mejor dicho: lo cultural –es decir todo lo que habitualmente,
en un lenguaje no muy preciso, hace referencia a aspectos
preferentemente llamados espirituales– determina y es
el agente causal de lo económico, de lo tecnológico,
del mundo del trabajo en última instancia, en lo cual
deben incluirse desde los aspectos de la organización
de la empresa hasta los de la publicidad, desde la racionalización
de la producción hasta los problemas salariales.
Lo primero
será, entonces, “pensar” el planeamiento
cultural y educativo desde este ángulo, lo cual exige
una conversión mental bastante más profunda
de lo que se puede creer a primera vista. Los educadores en
particular tienen en la mayor parte de los casos una especie
de orgullo desdeñoso con respecto a los fenómenos
de tipo económico o referidos al mundo del trabajo.
Generalmente, para disimular resentimientos por la forzada
pobreza monetaria a que están condenados o envidias
y frustraciones por las riquezas que ostentan otros sectores
profesionales, exageran y fuerzan una diferencia que no tiene
razón de existir y desprecian ostentosamente ese otro
mundo del trabajo y de la producción. Es habitual oír
expresiones que señalan el “materialismo”
o el “egoísmo” de las tareas productivas
–un empresario, un contador, un comerciante..., etc.–
y a la vez laudatorias expresiones referidas a la “desinteresada”
obra de los educadores, al sacrificio que impone esta “vocación”
y a cómo maestros y profesores hallan su “premio”,
no en grandes salarios o en retribuciones monetarias sino
en “espirituales” compensaciones. Creemos todo
esto producto del error y de una pedagogía declamatoria,
sin fundamentos serios y que con toda justicia ha cobrado
muy mala fama en nuestro país. La verdad es que, teniendo
en cuenta la tarea poco útil que cumple el sistema
escolar argentino, los deficientes resultados que obtiene
y el derroche económico que exige debido a una pésima
organización y a los anticuados criterios con que se
siguen manejando sus estructuras, los educadores reciben de
la sociedad –hablando en sentido global y no individual–
todavía más de lo que merecen. Afuera de educador
y de pedagogo opino francamente que no tienen ningún
sentido ni plañideras lamentaciones sobre nuestro destino
económico ni jactanciosas afirmaciones sobre nuestra
apostólica vocación: lo que ha de hacerse es
demostrar con claridad que lo que hacemos tiene un profundo
sentido y es una función de similar jerarquía
y necesidad que cualesquiera otras. Entonces la sociedad –y
ya comienza, muy de a poco, a hacerlo– remunerará
a un experto en educación como hoy a un experto en
economía. En verdad, no tiene sentido pagar a centenares
de miles de maestros en todo el territorio nacional para que
gasten horas y horas de trabajo enseñando a los niños
cuestiones tales como “El Día del Bombero Voluntario”
o “Necesidad de respetar a la paloma mensajera”
o “conveniencia de respirar aire puro”. De los
programas actuales de nuestra escuela primaria sobra la mitad
y de la mitad restante un cincuenta por ciento se puede transmitir
y enseñar mejor con otros sistemas que no son los escolares.
En síntesis: pedagogos y educadores deben comprender
y aclararse a sí mismos, en primer lugar, y luego explicarlo
a la sociedad, qué papel desempeña lo educativo
y lo cultural en el mundo de hoy. Saber entroncar lo cultural
con todos los restantes planos de la vida –lo cual no
es sino, repetimos, poner las cosas en su lugar, ya que esos
restantes planos son hijos de la cultura y del espíritu–
y pensar un sistema escolar y educativo (que son dos cosas
distintas: lo educativo incluye lo escolar como el todo a
una parte) que efectivamente responda a necesidades reales
y pueda satisfacerlas adecuadamente. Todo sistema pensado
sin considerar los restantes planos es falso e inútil.
Ningún educador o pedagogo que ignore la realidad de
la vida empresaria moderna, que no tenga en cuenta la existencia
de los medios modernos de comunicación del pensamiento,
que desconozca los avances y el papel de la técnica
y que pretenda seguir condenando las formas de vida moderna
como si existiera la más remota posibilidad de retrocesos
en la historia, podrá estructurar un sistema educativo
con sentido ni con probabilidades de ser aplicado. Quien quiera
condenar la vida en casas de departamentos o la tendencia
al urbanismo, quien prefiera hacerse sus vestidos con sus
manos, quien lamente los progresos en los medios de transporte,
tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, a escribir tratados
al respecto y a defender sus puntos de vista; pero si es un
educador profesional, un pedagogo o tiene la responsabilidad
de planificar el desarrollo educativo y cultural debe abandonar
su misión. El maestro o el profesor que desea ver exterminada
la televisión puede dedicarse a organizar una campaña
para obtener su ideal, pero ningún pedagogo tiene hoy
el derecho de desconocer la existencia de la televisión
para resolver los problemas que plantean las nuevas y urgentes
necesidades educativas. Nadie le exige a un filósofo
especialista en ontología que conozca el mundo de la
empresa moderna (aunque no le haría mal), pero un pedagogo
no puede ignorarlo.
Ahora
bien: establecer este enlace implica otra obligación
mental ineludible, que consiste en otorgar sentido “humano”
o “trascendente” a los fenómenos económicos
y productivos en general. Cultivar cereales o criar novillos,
llevar la contabilidad de una empresa, procurar abaratar los
costos de una línea de producción, diseñar
automóviles o dibujar tapas de álbumes de discos,
manejar un torno o idear “jingles” de publicidad
para televisión, conducir un avión de chorro
o enseñar latín, curar cuerpos o encauzar almas:
todo apunta al hombre, todo entronca en última instancia
con el fin último del hombre, naturalmente que ordenado
según lógicas jerarquías. En este punto
son los economistas y los hombres del mundo del trabajo quienes
deben procurar una revisión de sus ideas básicas:
un poco, ellos son víctimas de errores ampliamente
difundidos y hasta es común que muchos de estos hombres
se sientan apesadumbrados por dedicarse a menesteres sin vinculación
–según ese falso concepto– con cuestiones
humanas de más alta dignidad. Pero otro poco ocurre
que esta escisión, esta falta de sentido humano de
su labor, es conveniente para quienes efectivamente llevados
de designios innobles prefieren dejar de lado tal dimensión
para obtener beneficios materiales cada vez mayores y de cualquier
manera. Es misión, precisamente, del buen desarrollo
cultural y educativo que esto no ocurra. Debe procurarse que
aquellos hombres del mundo del trabajo productivo no se equivoquen
creyendo que su tarea está desconectada de la dimensión
trascendente o de valores éticos; y que estos otros
no puedan seguir utilizando ese equívoco como excusa
para una postura que, desde el punto de vista cristiano, es
la del pecador y, desde el punto de vista de cualquier teoría
moral agnóstica, es a todas luces condenable.
3.
Las líneas directrices mínimas
Quedan descriptas hasta aquí las bases sobre las que
debe pensarse el planeamiento del desarrollo en lo cultural.
Comprendemos que son bases difíciles de lograr y que
quizá no sean las que podrían haberse esperado
bajo tan denominación. Creemos, sin embargo, que estas
posiciones mentales son, justamente, los requisitos previos
indispensables y que, hasta tanto no se logren –pero
de verdad, en profundidad, comprendiendo la esencia de la
cuestión, y no meramente con discursos o declamaciones
o satisfaciéndose con recomendaciones de congresos
internacionales–, todo desarrollo cultural será
falso, es decir no habrá desarrollo de tal naturaleza.
Y todo planeamiento educativo será, en tal caso, modificar
parcialmente un cuadro caduco, que en adelante ostentará
un marco muy bonito, con pretensiones de moderno, pero que
seguirá afectado de su intrínseca fealdad e
inutilidad.
Supuestas
pues estas bases, nos queda por decir, en breves líneas,
cuáles son –a nuestro juicio– las líneas
principales que debería seguir el desarrollo cultural
y educativo en los países del tipo de la Argentina,
Chile, Brasil o Uruguay.
En primer
término, es indispensable obtener una buena base de
desarrollo intelectual mínimo en cada uno de los miembros
de la comunidad. Entiendo por esto obtener para todos los
habitantes una escolaridad mínima equivalente a unos
diez años, aproximadamente. Para por lo menos la mitad
de la población, será necesario contemplar además
una prolongación de estudios regulares que abarque
tres o cuatro años más, y estos deberán
ser orientados hacia carreras universitarias o permitirán
obtener capacitadores ocupacionales bien definidas en unos
pocos núcleos básicos.
En segundo
lugar, todo planeamiento del desarrollo cultural y educativo
ha de contemplar necesariamente el desplazamiento de muchos
objetivos que hasta ahora se intentaban lograr por medio de
la escuela, a otros medios de comunicación del pensamiento.
Creo,
por ejemplo, que la historia nacional debe desterrarse totalmente
del ciclo inferior de la escuela primaria y encargar la misión
que compete a ese contenido en tal ciclo a la televisión,
al cinematógrafo y las revistas y periódicos
infantiles. Estos ejemplos pueden multiplicarse.
Como
tercera línea directriz, ha de pensarse en una escuela
totalmente diferente de la actual: en ella, unos cuantos técnicos
y expertos en cuestiones determinadas –verbigracia,
alfabetización o enseñanza de operaciones con
enteros– serán los responsables de obtener, en
plazos prefijados, la “producción” correspondiente
en cantidad y calidad. La mayor parte de las finalidades de
formación patriótica y cívica deben desplazarse
también a otros sistemas educativos.
Cuarto:
los diferentes niveles educativos –primario, medio,
universitario– deben integrarse en el planeamiento y
en el gobierno educativo general, pudiendo sin embargo respetarse
autonomías de tipo académico o de investigación
científica o modalidades de trabajo docente. Pero la
organización de las diferentes carreras universitarias,
la fijación de objetivos profesionales o culturales
de tipo general, la asignación de recursos, las tareas
de racionalización de administración y de edificación,
los enlaces entre uno y otro nivel y la modificación
de cada uno de ellos para atender las necesidades comunes
exige una coordinación de tipo general. Es decir, un
planeamiento en verdad “integral”.
Quinto:
el Estado tiene que asumir en todo esto el papel que se le
reconoce actualmente en los países de sólida
estructura democrática para los fenómenos económicos
o genéricamente llamados sociales (salud pública,
por ejemplo). Es decir: el Estado no puede de ninguna manera
permanecer al margen del planeamiento del desarrollo en lo
cultural y en lo educativo, pero mucho menos puede asumir
en tal aspecto un carácter de único orientador
o de poseedor de la verdad absoluta. La intervención
del Estado n creemos que pueda mantenerse ya en aquel papel
“supletorio”, exclusivamente, pues tal postura
correspondería un poco a la actitud liberal del Estado
frente a la “cuestión social” (la pérdida
del trabajo por un grupo grande de personas por cierre de
una empresa), que se sostenía a fines del XIX. No nos
parece prudente que hoy el Estado se limite, en materia educativa,
a hacer solamente lo que la familia o la sociedad u otras
instituciones no pueden hacer. O mejor dicho: lo que ahora
ni la familia ni la sociedad genéricamente considerada
ni la misma Iglesia pueden hacer en materia educativa es mucho
más de lo que se preveía o se pensaba a principios
de siglo. Y el Estado debe pues actuar, no ya sólo
como vigilante del bien común o para atender a sus
propias necesidades de tipo cívico político
(formación nacional y formación ciudadana),
sino para atender los problemas de entronque de lo cultural
con todos los otros planos de la vida del país, en
los cuales su presencia es hoy insoslayable hasta para los
más ortodoxos en materia de liberalidad o no intervención
estatal. Curiosamente,
mientras sostenemos lo que antecede, pensamos que esta intervención
del Estado debe ser efectivamente mayor que antes, pero en
otro tipo de cuestiones, no en las que hasta ahora ha intervenido
principalmente. Pues a la vez defendemos el principio de que
la familia, la Iglesia y sobre todo las comunidades locales
deben aumentar en gran medida su labor en el desarrollo cultural
y educativo. En la Argentina, por ejemplo, la comunidad local
o la familia le han disputado siempre al Estado el derecho
de imponer una determinada orientación ideológica
o religiosa en las escuelas pero, salvo eso, no ha tomado
intervención directa en las cuestiones educativas.
El desarrollo cultural y educativo del futuro debe lograr
que el Estado tome su puesto en los múltiples problemas
que hemos indicado en el punto cuatro de estas líneas
directrices y que de ninguna manera podría asumir,
por más que lo quisiera, la Iglesia o la familia o
la comunidad local. Pero estas últimas instituciones
deben cobrar un papel muchísimo más activo que
hasta ahora en la dirección de los asuntos escolares
inmediatos, en la formación ideológica o religiosa
de los alumnos de las diversas confesiones o de las diferentes
comunidades, en la actuación a través de los
modernos medios de comunicación del pensamiento, que
son notablemente más eficaces que la escuela para obtener
ciertos fines formativos de tipo cívico o moral, y
en la propia acción –caso de la familia–
para la conducción espiritual de la generación
joven. En síntesis: el Estado y las restantes instituciones
deben aumentar su acción, pero en sectores diferentes
de aquellos en los que hasta ahora centraron su tarea. Ocúpese
el Estado de establecer un adecuado enlace vertical entre
los ciclos diferentes y en planificar necesidades en materia
de capacitación ocupacional, y deje en cambio de determinar
punto por punto programas analíticos para todas las
escuelas.
Como
sexta y última línea directriz básica
del desarrollo cultural dentro de una planificación
integral del desarrollo, permítasenos indicar otra
que reputamos ineludible: la preparación de especialistas
y expertos en cuestiones de planeamiento educativo y cultural.
Hasta ahora, estos cuadros humanos se llenan a duras penas
y malamente con “educadores” o pedagogos. No es
lo mismo: ser un buen maestro o un buen profesor de historia,
un buen director o un buen supervisor, no significa necesariamente
que se posea la capacidad indispensable para estas otras funciones.
De entre los educadores y los pedagogos debe salir, seguramente,
y mediante una formación específica, una buena
parte de aquellos especialistas y expertos. Otra parte debe
reclutarse, además, de entre economistas, técnicos
y empresarios.
4.
Conclusión
Permítasenos, al concluir, una brevísima explicación
final. La mayor parte de las ideas que sostenemos en el presente
trabajo requerirán, en caso de intentarse su aplicación,
ajustes y replanteos adecuados. No las exponemos tal como
quedan dichas por falta de comprensión de esa probable
necesidad, sino porque se encuentran todavía en un
estado de inmadurez de desarrollo que nos afecta personalmente
y que, salvo unas pocas y lúcidas excepciones, es común
en el mundo contemporáneo. Por eso nos atrevemos a
darlas tal como aquí quedan y el vigor afirmativo de
muchas expresiones o el ton polémico de otras no significan,
en modo alguno, la pretensión de enunciar verdades
definitivamente conquistadas ni de molestar o agraviar gratuitamente
a ningún sector. Sencillamente, eso se debe por un
lado a un entusiasmo honestamente sentido por la difusión
de principios que creemos justos y acertados y por otro a
la conveniencia de ir diciendo ciertas cosas con suficiente
claridad, aun a riesgo de interpretaciones erróneas
o de reproches por quienes no entiendan bien lo dicho o sientan
afectarse posiciones personales, puesto que en materia de
asuntos culturales y educativos la incomprensión, la
dejadez y el atraso en que algunos países latinoamericanos
se debaten empieza ya a ser insostenible.
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