La misión de la Pedagogía

Prólogo


Hace mucho que nos inquieta la necesidad de ver estructurado un saber pedagógico coherente y de alto nivel, que sustente con rigor y eficiencia la acción educador propiamente dicha.

Desde los años iniciales de nuestros estudios universitarios en esta órbita, sentimos con preocupación creciente la falta de sistematización y de un mínimo acuerdo con respecto a materia tan delicada. En consecuencia nos hemos propuesto desarrollar –no sabemos con qué fortuna– un trípode de reflexiones en torno de las cuestiones que, a nuestro juicio, son las que exigen inicialmente tal sistematización y ese acuerdo mínimo. Ellas son los conceptos de Pedagogía, de Educación y de Escuela. Mezclados, confundidos, llevados y traídos por especialistas y por aficionados, manejados por funcionarios y hasta por el hombre común sin advertir que a más del significado vulgar de toda palabra ellos exigen cierto cuidado cuando se trata de exposiciones que pretenden ser algo más que conversaciones de pasatiempo, llega un instante en que nada significan, por cuanto la oscuridad se convierte en traba insoportable para la reflexión y el análisis. Con las páginas que siguen, en consecuencia –y que podrían llamarse, si no nos detuviera un cierto temor de aparentar presunciones que se hallan lejos de nuestro ánimo, "Introducción a los estudios pedagógicos"–, sólo intentamos colaborar en la construcción de un esquema de pensamiento que ponga algo de orden y claridad para el manejo de esos tres conceptos que entendemos básicos. Pero como hoy no se podrían entender tales argumentos desprendidos del contexto histórico de nuestros días, so pena de caer en n esquematismo formal que podría desalentar a muchos espíritus inquietos por una más concreta ubicación de estos problemas, nos ha parecido prudente añadir dos aspectos insoslayables para tal perspectiva. Es el primero el que se refiere al fenómeno habitualmente denominado como "educación continua", que muestra cómo es inseparable hoy la visión "escolar" propiamente dicha, de los aspectos educativos tradicionales que se daban antes al margen de toda sistematización. El segundo explica las relaciones que deben admitirse, imprescindiblemente, entre los temas educativos y pedagógicos con los del desenvolvimiento material de cualquier sociedad, en cuanto éste no es sino fruto del espíritu del hombre y las valoraciones positivas o negativas que de él puedan formularse dependen de ese espíritu y de su libertad, no a la inversa.

Esperamos pues que el presente volumen pueda dar cumplida satisfacción a aquella inquietud que alberga nuestro ánimo desde los años de nuestros estudios iniciales, y que ello sea útil a otros colegas o interesados en estos problemas que quizá, también, sientan la necesidad de un sistema de pensamiento ordenado y riguroso dentro del cual poder ir desenvolviendo reflexiones ulteriores, fecundas para el pensamiento y para la acción.


I. La misión de la Pedagogía


Es bastante habitual que entre la "teoría y la práctica" se presente algo así como una dicotomía. En los ambientes de formación cultural pobre y aún en otros de discreta preparación escolástica, resulta común presentar el "saber" y el "hacer" como fenómenos que no siempre marchan juntos. Esto se ve, por contraste, en la presentación que, como de mérito extraordinario, se suele hacer de personas que, en cualquier campo, unen a la sabiduría teórica una buena capacidad práctica. Algo más: es también habitual encontrar una especie de lucha sorda o de desprecios mutuos, tácitos o expresos, entre quienes se ubican en el terreno de la teoría y quienes se dedican a la acción. Innumerables ejemplos pueden ilustrar esto: entre el hombre dedicado a conducir en la práctica una empresa y el teórico de la economía se entrecruzan a menudo algo así como miradas despectivas con que se acusan mutuamente. El uno encastillado en la presunción de sus verdades racionales; el otro encaramado en el orgulloso pedestal de sus logros concretos, a veces obtenidos desdeñando el consejo del teorizador. ¿Y no ocurre así, también, en el terreno de la medicina? ¿No es acaso cierto que el médico consagrado a la atención cotidiana de los enfermos suele mirar con un algo de resentimiento al profesor o al investigador dedicado a la elaboración teorética del saber que él aplica para salvar o curar a sus pacientes? ¿Y no es verdad que este investigador desdeña a menudo los aportes que la práctica del primero podría dar a sus estudios?

Pues algo muy similar sucede en el terreno de la pedagogía. También aquí acaece más a menudo de lo deseable que exista algo así como una sima, como un foso, cuando no como una muralla, entre el maestro, entre el educador dedicado a la acción concreta de la enseñanza, y el pedagogo, el teórico de la educación o el profesor de Pedagogía. No necesito ejemplificar ahora las manifestaciones abundantes de esta antinomia, de esta sorda lucha, de este desprecio mutuo, a veces, entre uno y otro sector, ni de cómo esta situación deriva en ocasiones en imprevisibles disgustos y en airadas expresiones. Pero es lo cierto que todo pedagogo lleva, en nuestro país, algo así como una tacha, como un pecado original por su condición de "teorizador", de persona que despreocupada y tranquilamente se encierra en su gabinete a lucubrar doctrinas para luego aconsejarlas con tono pontificial, mientras los verdaderos maestros y profesores luchan cotidianamente en medio de la obra "verdadera" de la enseñanza y deben salvar los escollos que la práctica presenta diariamente y contra la cual parece que las mejores teorías suelen estrellarse. Todo pedagogo, todo profesor de Pedagogía, es en nuestro país un personaje que pide tímidamente disculpas por dedicarse a la teorización mientras otros se fatigan en la dura faena del aula. La hostilidad, en este terreno, suele ser bastante explícita y la Pedagogía argentina siente la tentación permanente de abandonar el camino de la reflexión para volcarse exclusivamente por las vías de la acción.

II

Reflexionemos, sin embargo; tengamos un instante de coraje y dediquémonos unos minutos a la mera teorización, al esfuerzo intelectual. ¿Es verdad que teoría y praxis se oponen? El trabajo y la reflexión ¿son en verdad fenómenos contradictorios o, al menos, separables? En un precioso ensayo, titulado "Trabajo y conocimiento en las concepciones de la antigüedad clásica", Rodolfo Mondolfo sostiene la tesis de que es un error de interpretación atribuir a los griegos la concepción antinómica entre trabajo y conocimiento. "En todos ellos –dice Mondolfo hablando de los filósofos griegos–, junto con la conciencia dl valor económico del trabajo, se abre camino también la de su valor moral. El trabajo aparece como un deber, y si el hombre no cumple con él, le faltan el derecho y la dignidad de la vida". Y continúa: "En parte, estas reivindicaciones del valor del trabajo, tanto en el aspecto económico como en el moral, han sido señaladas ya por varios historiadores del problema y del pensamiento antiguo; pero ellos han descuidado casi siempre el examen del tercer aspecto mencionado, esto es, del valor intelectual y cognoscitivo, que sin embargo varios autores de la antigüedad clásica han reconocido al mismo trabajo manual y a la técnica productiva, dándoles de este modo el carácter y el valor de una actividad espiritual". Señala Mondolfo más adelante cómo hay en ello una anticipación de Vico y de su lema "Conocemos de verdad tan sólo lo que hacemos" y cita a Anaxágoras, que explica la superioridad del hombre sobre los animales por medio de la posesión de l mano, lo cual nos podría llevar a recordar el gran ensayo de Zubiri sobre la mano, precisamente revelador de cómo ese maravilloso instrumento de que dispone el hombre para la acción es el símbolo más elegante de su espíritu y de su intelecto. O inclusive a elaborar aquí un ensayo especial, que muy bien vendría para los educadores y los pedagogos, sobre la vinculación estrecha que debe darse en la obra docente al hacer y al saber y cómo no se opone la técnica al espíritu, o para decirlo con las palabras de Jean Laloup y Jean Nelis en su obra Hombres y máquinas: "No solamente Dios permite, sino que quiere el progreso de las técnicas. Dentro de su trabajo, el hombre es un humilde pero real colaborador de la acción creadora; los objetos que él crea de este modo son el efecto, el testimonio y el símbolo de la colaboración humano-divina".

Tenemos, también en Grecia, el ejemplo de Sócrates, que no distingue diferencias entre "hacer" y "saber" con referencia al bien, pues para él sólo es posible que no practique el bien quien no lo conoce y une así, de la manera más radical, conocimiento y acción. Pero veamos cómo finaliza Mondolfo su magistral exposición: "Es evidente pues –afirma– que Aristóteles condena el divorcio entre la inteligencia y la manualidad, puesto que ambas son necesarias para las actividades de las artes; reclama, en cambio, su intervinculación y las considera más bien una condición natural y dice que la mano le fue dada al hombre como instrumento precisamente porque este posee la inteligencia. Pero aquí, como ya en el Protréptico, la inteligencia se ve asociada a la manualidad como guía y como poder directivo de ella; en cambio, en la Metafísica se muestra que el trabajo y la técnica constituyen ellos mismos un momento necesario del desarrollo cognoscitivo y contienen en sí una actividad intelectual, mejor dicho, la van formando de modo que preparan los grados más altos del saber. Aristóteles reconoce que el trabajo constituye un momento necesario del desarrollo intelectual humano; momento que es condición del otro, más alto, de la teoría pura. De este modo, las técnicas resultan consideradas como algo intrínseco al proceso del desarrollo de las ciencias, mejor dicho, ciencia ellas mismas".

En síntesis: no hay antinomia, no hay choque, no hay oposición entre saber y hacer, entre teoría y práctica. No tiene sentido oponer el teorizador al hombre que ejecuta la acción, puesto que ambos son partícipes de una acción común, son partes indispensables de un proceso unitario. ¿Qué es entonces lo que sucede para provocar esta escisión tan nefasta, esta polémica tan estéril, esta antinomia tan absurda? Hay aquí, en particular en el campo de la Pedagogía como reflexión teórica y la acción educadora concreta, algo similar a lo que sucede entre la filosofía y la vida. La vida transcurre en medio de mil y un trajines y el hombre común que vive esos trajines y esas luchas y dificultades de cada día supone que el filósofo que lucubra reflexiones sobre la vida es un cómodo personaje que recostado sobre su escritorio llena cuartillas fácilmente, sin saber, de verdad, qué cosa es la vida y sin que aquellas cuartillas tengan nada que ver con su propia vida de cada día. Sciacca, en su Historia de la filosofía, lo refuta con párrafos magníficos, ya en la introducción: "La filosofía –dice–, lejos de estar separada de la vida, como un castillo de fórmulas abstractas y de palabras extrañas, como un fútil juego de conceptos o recorrido inútil de soluciones contradictorias –como vulgarmente se cree y como con poca seriedad dicen alguna vez los mismos filósofos–, compromete hasta las raíces nuestra vida espiritual y tiene como objeto de investigación lo que de más serio, de verdaderamente serio hay en nuestra existencia de hombres.

"De modo semejante, el filósofo no es el pierde-tiempo que vive al margen de la vida concreta en el mundo de las nubes persiguiendo fantasías que se le escapan a cada momento de las manos..., sino que es un hombre que tiene claro conocimiento de lo difícil que resulta ser hombre en serio, que medita sobre la vida, que se hace problema de la vida, no para apartarse de ella..., sino para explicarla y vivirla mejor.

"El filosófo es aquel que ve abismos donde el vulgo de los hombres ve llanuras; y en los abismos despliega, héroe de la vida, el ala poderosa del pensamiento. Él, no atendido y si atendido mofado, construye de propia mano, piedra a piedra, el camino por el que la Humanidad camina bien o mal durante siglos, sin percatarse que se mueve, obra, vive y progresa cabalmente por obra de aquella ciencia que cree una apariencia tan lejana de la vida y en apariencia tan inútil".

III

Con estas expresiones, casi conmovedoras, del filósofo italiano, llegamos al nudo central de nuestro pensamiento: lo que el hombre común no entiende es que la filosofía, en sus especulaciones teóricas, sostiene la vida que él vive sin conocer esas especulaciones, como el hombre común tampoco sospecha que su pensamiento reposa sobre una lógica teórica que lo facilita y lo torna más apto para la expresión. La teoría es el sostén de la práctica, como la filosofía es el sostén de la vida. Y aunque el hombre de acción no lo sepa, la teoría es como un andador permanente que él usa sin advertirlo. No hay práctica sin teoría, ni teoría sin acción: es cierto. Pero de esta identidad pareciera que entre nosotros sólo se advierte la instancia que exige la práctica y hemos olvidado –al menos en el orden pedagógico– la alta exigencia que reclama la teoría para sustentar la práctica. Los pedagogos, en nuestro país, nos ruborizamos y un poco a media lengua balbuceamos excusas si parece que carecemos de experiencia abundante en la obra educativa concreta y pedimos casi se nos perdone cuando queremos exponer una teoría, si detrás no podemos alegar una vasta labor docente. ¡Tremendo error! ¡Lamentable confusión! Una teoría vale por sí misma y no por la experiencia práctica de quien la propone. Un buen teorizador no tiene por qué sostenerse en la tarima que le proporciones su práctica sino pura y exclusivamente en la excelencia de su pensamiento, que luego, sin duda, podrá confirmarse y brillar en la acción, pero que podrán desarrollar otros quizá con mayores aptitudes para ella que él mismo.


IV

En el orden pedagógico, los argentinos tenemos una cierta tradición de practicismo explicable y justificable, pero que no invalida el peligro resultante de la permanencia –está injustificable– de aquella tradición. La Pedagogía argentina está preferentemente orientada a la acción. Se explica: en la época de la organización nacional el país enfrentó la urgencia de la acción. Todo había que crearlo y hacerlo sin demora. Era el desierto que había que poblar. Era una estructura social y política fuera de época la que había que ajustar. Había que hacer los códigos; levantar los armazones institucionales y materiales de la patria. Era indispensable sancionar las leyes fundamentales; establecer el orden; vencer los malones; derrotar los localismos..., y refinar los ganados, tender las vías férreas, organizar los ejércitos. En medio de todo, esperaba otra tarea: educar al soberano, alfabetizar a la totalidad de la población, crear escuelas secundarias, forjar maestros, levantar universidades. La Pedagogía argentina se hizo en la acción. No tuvo tiempo de reflexiones detenidas. Se tomó lo que había por entonces señalado como lo mejor. Eran las ideas de Europa y algo de los Estados Unidos. Apenas hubo tiempo para adaptarlas, para reubicarlas en nuestro medio. Los libros de Pedagogía salían de las manos de extranjeros aquí afincados o de los propios hijos del país casi sin tiempo de revisiones. Eran hojas sueltas de apuntes hechos de un año par el otro, dictados para los discípulos que nada tenían. Y las grandes figuras de nuestra Pedagogía cobraron su mejor fama dentro de las disciplinas didácticas o metodológicas, es decir enderezadas a la acción práctica, a la obra docente del aula, a lograr una ayuda eficiente para el maestro que pedía soluciones con urgencia. Es la nuestra una Pedagogía con sabor a aula, con preferencia por la Didáctica, por la aplicación del saber psicológico o biológico a una postura metodológica.

Pero esto tiene sus peligros. Hemos andado ya mucho trecho, y proseguimos vacíos de una buena estructuración teórica de la Pedagogía, que nos permita seguir avanzando con paso firme y resuelto. Como el hombre común cuando carece de una buena base filosófica se tambalea en la vida y busca soluciones donde no las puede hallar, así la obra educativa se tambalea y los esfuerzos metodológicos de acción práctica fracasan o resultan pobres cuando se carece de la base teórica que les permita ubicarse ordenadamente, alinear una conquista o un descubrimiento junto al otro, tomar cada uno su lugar y sin molestarse mutuamente estructurarse en un sistema armónico y de consecuencias prácticas fructíferas.

Carecemos hoy de una teoría pedagógica sólida, coherente, clara. Andamos casi a ciegas, tanteando las paredes con bastones que pretenden suplir a duras penas una visión completa y panorámica de los hechos. No evitamos, con todo, los tropiezos, la lentitud, el desandar caminos, el retroceder sobre nuestros pasos, el girar a veces en derredor sin avanzar un metro. Nos quedamos en la práctica y no ascendemos hasta su escalón inmediato, la teoría, que es la culminación de toda acción.

No se diga que exageramos. ¿Sabemos siquiera, y para comenzar, qué cosa es la Pedagogía? ¿Estamos de acuerdo siquiera en el principio? No. Si en un ambiente de alto nivel, en una facultad o escuela de pedagogía o de ciencias de la educación, o en una reunión donde coincidan profesores de esta disciplina, se intentara un acuerdo acerca de su ámbito y de su naturaleza, se vería que las opiniones son casi tan abundantes como los presentes.

Nos encontraríamos en primer lugar con notorias confusiones terminológicas. No estamos aún de acuerdo en cómo llamar a esta rama del saber. Mientras unos hablan de Pedagogía, otros dicen "Ciencias de la Educación", y dudo mucho de que unos u otros posean argumentos demasiado sólidos para defender sus posturas. ¿Por qué, por ejemplo, Ciencias –en plural– de la Educación, en cambio de Pedagogía? ¿Es que acaso no existe un saber unitario referido a los problemas de la educación? Los licenciados o profesores en Ciencias de la Educación ¿qué es en verdad lo que saben o cuál es en verdad su ramo de estudio o de investigación? ¿Tendrán acaso cada uno de ellos campos distintos, puesto que son varias las "ciencias" a que alude su diploma o la denominación de su título? Entretanto, ¿por qué perduran en el país secciones universitarias de Pedagogía en las universidades, ya oficiales, ya privadas? ¿Por qué la mayoría de los institutos de profesorado hablan de Pedagogía y no de Ciencias de la Educación? O, en todo caso, ¿por qué no hablar de ciencia de la educación en singular? No vale la pena continuar ahora en este terreno, pero las confusiones terminológicas abundan a cada paso, pues –para dar un sólo ejemplo más– mientras hay quienes ven en la Didáctica una disciplina de vasto alcance, exigen profesores de la materia que sostienen que debe desterrarse esa denominación y suplírsela por otras que indiquen los diversos campos que ella pretende equivocadamente abarcar.

V

Pero continuemos estas reflexiones. Uno de los intentos más acabados para estructurar las disciplinas referidas a los fenómenos históricosociales proviene de la corriente de pensamiento que tiene en Dilthey a uno de sus mejores representantes. En su obra Introducción a las ciencias del espíritu sostiene el filósofo alemán: "El lenguaje corriente entiende por ciencia un conjunto de proposiciones cuyos elementos son conceptos completamente determinados, constantes y de validez universal, cuyos enlaces se hallan fundados, y en el que, finalmente, las partes se encuentran entrelazadas en un todo a los fines de la comunicación, ya porque con ese todo se piensa por entero una parte integrante de la realidad, ya porque se regula una rama de la actividad humana". Y añade: "Ciencia del espíritu es todo complejo de hechos espirituales en que se dan esas características".

Es indispensable releer con cuidado aquella definición, para encontrar con claridad cuáles son los requisitos que deberemos encontrar satisfechos para sostener que existe una ciencia del espíritu que podamos llamar con un nombre propio y referida al campo de la educación. Dilthey agrega que "el material de estas ciencias lo constituye la realidad histórica-social en la medida de lo observado en la conciencia de los hombres como noticia histórica y en la medida en que se ha hecho accesible a la ciencia como conocimiento de la sociedad actual", y prosigue explicando que estas ciencias del espíritu deben reunir, necesariamente, tres clases de enunciados: hechos (o elemento histórico del conocimiento); juicios de valor (o elemento teórico) y reglas (o elemento práctico).

Ahora bien: estas tres clases de enunciados se dan como parte integrante de un saber pedagógico. Sin embargo, todo ese conjunto de enunciados se presenta como reflexiones aisladas, sin los debidos enlaces y carentes de las sistematizaciones correspondientes. En síntesis: tenemos proposiciones aisladas, pero no un "conjunto" de proposiciones. No se puede decir que en asuntos pedagógicos tengamos "conceptos de validez universal en todo contexto mental". Tampoco tenemos conceptos "cuyos enlaces se hallen fundados", y a menudo no se encuentran esos enlaces ni fundados ni sin fundamentación. Sencillamente, se enuncian proposiciones sueltas, sin enlaces de ninguna clase. Tampoco se hallan partes debidamente entrelazadas "en un todo a los fines de la comunicación", de tal manera que solamente se dispone de piezas sueltas que se pueden, a lo sumo, mostrar, pero no se pueden comunicar verdaderamente porque carecen de las debidas estructuras armónicas que las vinculan y las tornen inteligibles.

VI

En asuntos pedagógicos tenemos ideas sueltas, reflexiones aisladas, conceptos falsos y verdaderos en una mezcla informe, nombres que nada dicen y otros que pretenden abarcarlo todo, confusión generalizada desde el principio de cómo se debe llamar nuestro saber hasta los límites precisos donde él debe detenerse para dar paso a otras disciplinas. ¿Qué sucede, en fin? Sencillamente que falta la reflexión teórica del saber pedagógico, que falta la teoría pedagógica de alto nivel. Carecemos de la base teórica indispensable sobre la cual es necesario apoyarse para evitar los tanteos y los tropezones, las vueltas y revueltas, las pérdidas de tiempo, las galimatías incomprensibles. Es necesario y urgente que reivindiquemos la alta, la noble misión del teórico de la educación, del "pedagogo" puro si se quiere, al que le pediremos nada más ni nada menos que sea capaz de elaborar la doctrina pedagógica indispensable para sentar las bases teóricas sobre las cuales estructurar los "enlaces fundados", los "contextos universalmente válidos", las posibilidades de "comunicación" y, sobre todo, los armazones lógicos e intelectualmente válidos sobre los que proseguir una acción práctica que sea a la vez consecuencia y sostén de toda la teoría.

VII

Esta es pues la misión básica, transcendente, de los estudios pedagógicos de nivel superior: estructurar las bases teóricas de la Pedagogía, organizar en un sistema coherente de pensamiento ese conjunto de reflexiones sueltas, desordenadas, no enlazadas, que hoy pretenden constituir el saber pedagógico. Debemos decirlo con absoluta claridad para evitar equívocos: no se trata de que los cursos universitarios de Pedagogía formen buenos rectores, por ejemplo, buenos directores y ni siquiera buenos profesores. No se trata de preparar buenos educadores o expertos en conducción educativa, o de forjar la élite de los inspectores o supervisores de las escuelas primarias y secundarias del país. De ninguna manera: la misión esencial de los estudios pedagógicos de nivel superior es otra, no opuesta, entiéndase bien, no contradictoria, no separada, no aislada, ni siquiera alejada de aquellas tareas concretas de la acción educadora, pero sí diferente. Aquellos directores, rectores, inspectores, expertos y planificadores han de forjarse precisamente a través de la experiencia, en la acción misma, con el agregado de la necesaria teoría y formación pedagógica, que es lo que, precisamente, los estudios pedagógicos de nivel superior deben brindarles y que es lo que no hacen ahora.

VIII

En la Argentina afrontamos en estos momentos graves y abundantes dificultades debidas a la falta del cumplimiento de su misión de los estudios pedagógicos del nivel superior, y englobo en esta culpa al conjunto de estudios pedagógicos universitarios, sin distinción de posturas ideológicas, ni de posiciones filosóficas ni de pertenencia a instituciones oficiales, privadas o confesionales.

Una de estas dificultades es lo que suelo llamar la tendencia a la reducción de la Pedagogía. Generalmente, cada época presenta el auge de alguna rama del saber o la preferencia por los estudios de alguna naturaleza o, al menos, se advierte que en cada momento histórico adquieren mayor difusión cierto tipo de investigaciones o de reflexiones. Innumerables motivos pueden explicar o, al menos, intentar explicar ese fenómeno, pero no es nuestro intento referirnos ahora a ellos. Nos limitamos a señalar el hecho y a indicar que él tiene, en lo pedagógico, una consecuencia constante: reducir el ámbito de los estudios pedagógicos a los aspectos educativos que más se vinculan con el campo intelectual que predomina en cada momento. Así, en determinado instante –principios de este siglo– la Pedagogía fue casi fundamentalmente biopedagogía y consecuentemente metodología o técnica de la enseñanza. Alrededor de la década del 20, en Europa, la Pedagogía fue casi exclusivamente filosofía de la educación, y hoy, desde hace algunas décadas, en el nuestro y en otros países la Pedagogía se ha reducido, en gran número de círculos, a Psicopedagogía. La mayoría de los egresados de las carreras pedagógicas universitarias de los últimos veinte años se han especializado en Psicopedagogía y se dedican a los aspectos y fundamentaciones psicológicas del quehacer docente. Por esto es que, entre otras razones, se observa la paradójica situación de que para "reformar" la escuela –empleo las expresiones habituales– se comience por crear gabinetes psicopedagógicos sin preocuparse previamente de qué es lo que pretende lograr esa escuela, o gabinetes llamados de orientación vocacional o escolar sin atender previamente si la escuela brinda o no posibilidades de orientación; o se monta el gabinete sin reflexionar previamente cuál es su entronque con el contexto educativo en el cual se lo inserta. Y todo ello se debe a esta reducción pedagógica, que consiste en ver de lo educativo sólo un aspecto e ignorar el resto. Pero ¿quién tiene la culpa de esto? ¿Los psicopedagogos y los especialistas en gabinetes escolares? No: la culpa es de la falta de una adecuada fundamentación pedagógica teórica que muestre cuál es el sitio de lo psicológico dentro de los fenómenos educativos y señale la relación de ese aspecto con todos los restantes. La falta está en que estos psicopedagogos han egresado de carreras universitarias en Pedagogía que no les han dado la visión completa e integradora del saber pedagógico.

Otro de los peligros que en estos momentos se advierte con mayor nitidez es la tremenda confusión terminológica en que nos hallamos. Ya nos hemos referido a esto con respecto al nombre mismo de nuestros estudios, pero digamos ahora que la anarquía habitual para referirse a las mismas cosas es alarmante. Por influencia de algunos organismos internacionales, de ciertos pretendidos expertos extranjeros que a veces carecen de la más mínima base cultural y pedagógica superior, o por la difusión inevitable de términos extraídos de obras y estudios de origen estadounidense, nos hemos visto inundados en los años recientes por una cantidad de neologismos pedagógicos que en muy pocos casos responden a verdaderas necesidades o, lo que es peor, suelen ser nada más que palabras vacías que nada significan. A veces, utilizar un término nuevo significa decir algo efectivamente nuevo, pero otras veces –muchas más de lo que se supone– ese uso de palabras nuevas es simplemente el apresurado seguimiento de una moda vacía de sentido intelectual o el afán de aparentar sabiduría con el uso de palabras que en un primer momento desorientan a quienes no las conocen. Existe, lamentablemente, gente que cree que utilizar palabras difíciles significa saber mucho. No faltan, asimismo, quienes carecen de formación pedagógica sólida y descubren de pronto, detrás de esas palabras novedosas, conceptos que quienes han estudiado seriamente Pedagogía conocen desde antaño, y entonces se insiste en manejar los asuntos educativos con terminologías exóticas simplemente porque no se conocían las que desde siempre se usaron en nuestro medio y que significan exactamente lo mismo. Finalmente, queda un grupo más peligroso que todos los anteriores, y es el que está formado por aquellos que sean personas o instituciones que fabrican y manejan un léxico especial porque de tal manera garantizan para sí el dominio de un terreno en el cual sólo ellos pueden entenderse y lograr posiciones. Nos permitimos afirmar públicamente, y con los riesgos que esto entraña, que en la Argentina y en toda América Latina hemos padecido y estamos padeciendo a expertos y cursos en asuntos educativos que ganan miles de dólares por enseñarnos nada más que palabras. Así, por otra parte, se prosigue fabricando expertos en palabras que, a su vez, se dedican a ganarse la vida preparando informes incomprensibles e insustanciales pero que se redactan con lenguajes especialísimos que sólo ellos están en condiciones de manejar.

La consecuencia es que el caos aumenta y los estudios pedagógicos universitarios, que debieran ser los encargados de poner freno a tantos excesos, a tanta audacia, se dejan desbordar, por el contrario, y aceptan e introducen el caos y la confusión terminológica en sí mismos.

Véase como tercer grave peligro y como continuación de lo anteriormente dicho, lo que está sucediendo en el país en las carreras universitarias de Pedagogía. Se multiplican las materias y aparecen denominaciones desconocidas hasta hace poco, pero esto no ocurre como fruto de una evolución, aunque rápida, seria y fundamentada. Todo es fruto de la improvisación y del apresuramiento y de un día para el otro aparecen en los planes de estudio materias nuevas que nadie sabe qué significan o qué contienen; o se desdoblan otras sin que exista acuerdo previo sobre los temas de que tratan.

Es común encontrar en los planes de estudio materias diversas cuyos contenidos son tan similares que es casi imposible establecer con algún cuidado su diferencia precisa, y los profesores, con toda naturalidad, repiten en un curso lo que se ha dado en otro o directamente superponen los conceptos y los temas. Aparecen disciplinas cuya metodología ni siquiera está esbozada; cuyos contenidos no están definidos; cuya bibliografía específica es casi inexistente y para las cuales ni siquiera se puede suponer que existan profesores especializados. Si se quiere un ejemplo –y podríamos dar muchos– piénsese simplemente en Educación Comparada, y lo hemos elegido porque se trata precisamente de una disciplina que nos es muy cara. Pero precisamente por eso sostenemos que falta mucho aún para tener elaboradas las bases que permitan la creación de una cátedra de tal especialidad a nivel superior.

Algo más, para concluir con esto. Si se quiere un ejemplo terminante de la gravedad de los peligros que estamos corriendo en el orden pedagógico por falta de una adecuada elaboración teórica de los estudios pedagógicos –o sea, por el incumplimiento de su misión de los estudios pedagógicos universitarios– bastaría señalar lo que viene ocurriendo con lo que se suele denominar "planeamiento integral de la educación". Alguna entidad internacional cuyas nobles finalidades no discuto, aunque sí objeto decididamente la escasa capacidad académica de algunos de sus expertos, descubrió en asambleas latinoamericanas que a los fenómenos educativos se debería aplicar la técnica del planeamiento al igual que se venía haciendo con los fenómenos económicos en muchos países europeos. Pero en el orden de la economía, ningún economista digno de tal nombre, ninguna cátedra de Economía Política o de Teoría Económica, confundió las técnicas de la planificación económica con los estudios teóricos de la economía, con las teorías económicas o con las carreras universitarias de economía. En cambio, en nuestro país, viene sucediendo que bajo el rubro de "planeamiento" se pretende dar ahora la visión total de los fenómenos pedagógicos y los expertos en planeamiento –es decir, los técnicos en estadísticas, en evaluación de situaciones, en coordinación y procesamiento de datos, en elaboración de cuadros, en confección de diagnósticos, etc.– están convirtiéndose por sí y ante sí en los poseedores de la sabiduría total en asuntos pedagógicos y en ocasiones, cambiando nombres e inventando palabras, visten con ropas nuevas lo que todos conocían desde antiguo y venden por mercadería cultural valiosa lo que no es sino chafalonía o ropas de colores distintos para viejos maniquíes.

"El planeamiento de la educación" ha llegado ahora a convertirse, en alguna universidad, en una materia de un plan de estudios, y bajo esa denominación se incluyen desde temas de política educativa hasta otros de Didáctica o de Organización Escolar. No parece que sus cultores estén satisfechos, sin embargo, pues como el planeamiento requiere "una filosofía" (con lo cual usan, además, la palabra filosofía en la acepción norteamericana, totalmente diferente de la habitual que se le da en nuestro medio) también hay que estudiar, en esa "materia", filosofía de la educación, y como instalar gabinetes psicopedagógicos es parte de la tarea del planeamiento, débese también estudiar Psicología Evolutiva, y como lo sociológico, naturalmente, desempeña papel decisivo junto con lo económico han de estudiar también Sociología y Economía...

Como se ve, por este camino, "planeamiento integral de la educación" ya casi no se conforma con ser una materia sino que pasa a ser, en la práctica, una carrera de estudios pedagógicos. Entonces, en adelante, en cambio de estructurar planes para preparar licenciados en Ciencias de la Educación o profesores en Pedagogía habrá que distribuir diplomas de licenciados en planeamiento de la educación...

Además, quienes obtienen títulos o diplomas de expertos en planeamiento, logrados en los cursos que cada tanto se organizan en el país o en el extranjero, de hecho reemplazan a los graduados universitarios, pues parece que tres o cuatro meses de estudio de esta maravillosa técnica o disciplina o ciencia –pues no se sabe en verdad qué es– son bastantes para superar los cuatro o cinco años de estudios universitarios regulares necesarios para graduarse en una carrera pedagógica y es a ellos a quienes en adelante se consulta sobre cuanto asunto o problema educativo requiera una opinión "autorizada".

Una bibliografía de un curso de planeamiento integral de la educación hemos visto que abarca un conjunto de setenta obras, que van desde los Fundamentos de Pedagogía de García Hoz, o Los principios de Pedagogía según la mente de Santo Tomás de Aquino de García Vieyra, a La crisis de la educación occidental de Dawson, obras de Didáctica, de Política Educativa, de Sociología de la Educación y de Economía. Es decir que quien siguiera ese curso completo y tuviera ocasión de leer y de comprender aproximadamente la cuarta parte de la bibliografía propuesta podría decirse que habría concluido una carrera completa de estudios pedagógicos.

En una guía de estudios sobre planeamiento que hemos tenido ante nuestra vista se definen o intentan definir conceptos que todo estudiante de Pedagogía ha visto en sus cursos regulares, pues el "fin de la educación" es un tema propio de la Pedagogía general o de la filosofía de la educación según como se entienda una concepción pedagógica. Luego se discrimina el "objetivo general de la educación", del "objetivo general de nivel" (por ejemplo, del nivel primario), del objetivo general de grado o año (por ejemplo de quinto grado) y del objetivo general de materia. Pero, como se ve, hace más o menos dos siglos y medio que todo eso está enunciado y aclarado y cualquier estudiante normalista lo ha visto en sus más elementales estudios de Pedagogía.

Podríamos seguir este análisis más a fondo pero no es ese el tema específico de nuestra disertación, aunque sí advertimos que un detenido estudio de los apuntes y de las obras que se suelen seguir para este tema del planeamiento –dejo expresamente aparte las publicaciones de origen europeo– demostraría la falta de solidez conceptual de la mayoría de sus páginas, ya que se aceptan apriorísticamente afirmaciones que pueden y deben ser muy discutidas desde todo punto de vista y se mezclan concepciones filosóficas y terminologías de todo tipo, con una extraña mezcla de orígenes semánticos que aumentan gravemente la confusión (1).

(1) Esta crítica no abarca, por supuesto, la totalidad de los "expertos" o de los cursos de tipo internacional ni la obra en conjunto de meritorias instituciones internacionales. Hace referencia a confusiones y precipitaciones que son notorias en nuestro país y en el resto de América Latina. Mi respeto por figuras de la talla de Giovanni Gozzer o Ricardo Díaz Hocleitner –por no citar sino dos nombres– es bien conocido. He sido el primero en la Argentina en dar a conocer el nombre de Gozzer y he prologado con entusiasmo hace ya varios años una de sus principales obras. En mis cátedras utilizo –traducidos personalmente– algunos de sus trabajos sobre planeamiento; y en otras publicaciones he señalado mi juicio altamente positivo sobre las tareas de planificación educativa o de investigaciones pedagógicas de la O. C. D. E. Todo ello me exime de mayores explicaciones y es prueba de que las críticas de este trabajo no se dirigen contra instituciones, personas o teorías en general sino contra lo que entendemos que es una equivocada difusión o utilización de ideas que no son erróneas en sí mismas.

 

IX

Todo lo dicho es consecuencia de que los estudios pedagógicos universitarios han descuidado su misión esencial. Los pedagogos universitarios han olvidado su primer deber: ser grandes teorizadores, estudiar profundamente, pensar planteándose las mayores exigencias de rigor intelectual.

Será útil recordar que no es necesario ser un gran maestro o un gran profesor o saber manejar bien un colegio para ser un buen pedagogo. En nuestro país se suelen citar a menudo, con expresiones condenatorias, casos de pedagogos que son incapaces de dar una buena clase o de mantener la disciplina de un aula o que fracasan en la administración de un colegio. Son estos argumentos deleznables: un pedagogo debe juzgarse por el valor de su obra como tal, es decir por el valor de su obra de elaboraciones doctrinarias y teóricas en asuntos educativos. Un economista no se valora por el éxito financiero que pueda obtener como empresario, sino por la verdad de sus teorías económicas. Él no tiene por misión llevar al éxito a una empresa, como el empresario no tiene por misión descubrir teorías de los fenómenos económicos o explicaciones valederas de las crisis de producción. No tengo por qué juzgar a un maestro de quinto grado o a un profesor de geografía porque sea incapaz de entender bien a Dilthey, pero no tengo por qué exigir a un estudiante universitario de Pedagogía que sea capaz de ser un brillante maestro de quinto grado. Eso sí: no puedo admitir que un estudiante universitario de Pedagogía sea incapaz de entender la definición de ciencia del espíritu que da Dilthey. Un pedagogo universitario debe ser un buen pensador, capaz de escribir páginas llenas de sentido, de hilación, de acertadas relaciones entre los conceptos; de estructurar sistemas de pensamiento coherentes y de no caer en trivialidades, en superficialidades, hasta en necedades a veces. Debe ser capaz de distinguir lo esencial de lo accesorio; de comparar las líneas centrales del pensamiento de un autor o de una corriente con las de otro u otras; y, finalmente, debe ser capaz de separar lo que son apenas formas diversas de lo que son en verdad fondos distintos, de no dejarse llevar por apariencias sino de ir a las esencias. En una palabra, los estudios pedagógicos de nivel superior deben cumplir, en cuanto al pensamiento pedagógico que elaboren, la exigencia que tan magistralmente expresa André Revuz en su libro hace poco vertido al castellano, Matemática moderna, matemática viva, cuando se refiere al papel que el rigor cumple dentro de la estructuración del pensamiento matemático, con expresiones que pueden aplicarse perfectamente al orden de las ideas pedagógicas. "Contrariamente a una opinión muy difundida –dice Revuz, con claridad de exposición que es honra del pensamiento francés y en general del europeo, y que lamentablemente la Pedagogía argentina está perdiendo– el rigor no es esterilizante. Se lo representa uno, muy a menudo, como una censura austera que sólo expresa prohibiciones. Pero muy lejos de tener un papel puramente negativo, tiene, al contrario, un papel fecundante. En efecto: ¿qué es un pensamiento no riguroso? En términos generales, se puede pensar que razonamiento falso y razonamiento no riguroso son sinónimos. Esto sería mostrar más estrechez de espíritu que rigor. El razonamiento falso es o bien el razonamiento inconsistente, desprovisto de toda cohesión, o bien el que lleva a una contradicción que está en flagrante oposición con las leyes de la lógica. De él nada puede extraerse, salvo un ejemplo que no debe seguirse. El razonamiento no riguroso es el que no enuncia claramente todas sus razones, el que admite ciertos resultados parciales sin demostración verdadera o el que parte de premisas mal precisadas. Tomado al pie de la letra, concluye en un resultado inexacto; pero se lo puede completar para hacer de él un razonamiento correcto y llegar a un resultado correcto".

Queremos significar, en consecuencia, que el rigor, entendido en el sentido que acabamos de señalar, debe presidir toda elaboración conceptual pedagógica, y afirmamos que actualmente no sucede así. Se aceptan premisas no bien clarificadas ni precisadas; no se enuncian claramente todas las razones que forman parte de un sistema coherente de ideas; se llega a resultados parciales sin previas conclusiones o demostraciones valederas. Falta rigor, falta precisión, falta claridad. La distinción de André Revuz con respecto a razonamiento falso y razonamiento riguroso creemos que puede aplicarse justamente a las elaboraciones conceptuales que se vienen haciendo bajo la denominación de planeamiento integral de la educación y a las cuales ya nos hemos referido. Pero ahora es llegado el momento de aclarar que es este un ejemplo típico de un sistema de pensamiento al que no cabría calificar de falso, puesto que tiene elementos valiosos y acertados –quizá en abundancia–, pero sí de no riguroso. No descartamos pues ni desconocemos la riqueza de pensamiento ni la originalidad creadora ni los conceptos originales o valiosos que se encierran en los actuales discursos sobre el planeamiento de la educación, pero afirmamos que toda esa elaboración necesita urgentemente el auxilio del rigor, del tamiz que ponga en orden lo que hasta ahora es un conjunto desordenado de ideas y conceptos, ente los que se mueven algunos verdaderos y otros falsos y se entremezclan los de distintos órdenes y familias (2).

(2) Un modelo de ese "rigor", de esta labor de "ajuste conceptual", es un artículo de Camilo Tamborlini denominado "Los presupuestos del planeamiento de la educación" y publicado en el volumen documental El planeamiento de la educación (Roma, Collana Scuola Europea, Fratelli Palombi, 1961), que resume el encuentro efectuado en el Centro Europeo de la Educación de Villa Falconieri, Frascati, entre el 12 y el 14 de mayo de ese año. En nuestro país falta ese "rigor mental" y hay apresuramiento e improvisación.

 

X

Tampoco es misión esencial de los pedagogos universitarios hacer, ellos, en la acción concreta, sea política, sea escolar, la reforma de la educación o de la escuela. Sí deben ser capaces, empero, de proporcionar los elementos esenciales de la estructura teórica de esa reforma y los conceptos fundamentales sobre los que se ha de desarrollar una reforma. No es su misión fundamental ser "expertos en planeamiento" ni dirigir las oficinas o los órganos ejecutores del planeamiento, pero sí darle a ese planeamiento las bases teóricas sobre las cuales ha de sustentarse.

No quiere decir lo anterior que les esté prohibido ocuparse de las acciones prácticas antedichas. Lo que afirmamos es que no es esa su misión esencial. Podrán hacerlo accesoriamente, si las circunstancias los llevan a ello, así como un catedrático de Derecho Constitucional puede ser, quizás, un buen convencional constituyente, pero su misión esencial como profesor universitario de Derecho Constitucional no es esa, sino sentar las bases teóricas fundamentales de esa rama del Derecho y de la organización política y social de los pueblos.

XI

Conviene advertir, en este punto, la posibilidad de un equívoco que podría suscitarse por el afán puesto ahora, al desarrollar nuestro pensamiento, en exaltar la importancia y la necesidad de la teoría. Hemos comenzado por destacar el error habitual de admitir una especie de dicotomía entre la acción y la teoría, para afirmar que una y otra son necesarias y se conjugan en una unidad indisoluble. Con ello quisimos también condenar ciertos procesos que miran despectivamente a las posiciones teóricas y reivindican la acción como única obra valiosa. Pero al exaltar luego la importancia y la jerarquía de lo teórico podría creerse que caemos en el error opuesto, y que estamos en una postura despectiva de la acción, o que hemos caído en la misma dicotomía que condenábamos al principio aunque la motivación de esta sea ahora la exaltación de la teoría y el desprecio de la acción.

Adviértase bien que no es esa nuestra posición. Teoría pedagógica y práctica docente son ambas necesarias y de similar dignidad, pero lo que sostenemos es que actualmente, y en nuestro país, hay un desequilibrio motivado por la carencia del adecuado soporte teórico de la acción y que las teorizaciones pedagógicas que se intentan son pobres, imprecisas y a menudo incoherentes y confusas.

No desdeñamos pues la acción pedagógica concreta ni a sus realizadores, pero reivindicamos y exaltamos la necesidad de la teoría pedagógica, la dignidad –desdichadamente olvidada– de la misión de los pedagogos teóricos y la urgencia de la elaboración de una teoría sólida, coherente, precisa, clara, densa en contenidos y hasta expresada con altura y elegancia, pues esta elegancia del estilo es casi siempre la prueba –digan lo que quieran los espíritus superficiales y bastos que desdeñan la belleza– de que el pensamiento que se expresa tiene aquella precisión y claridad que es propia de los sistemas valederos.

XII

Queda planteada, entonces, una alta, difícil misión. Es una misión que compromete al hombre en sus raíces más profundas. Recordemos a Sciacca: el filósofo es el hombre más comprometido con la vida y con sus teorías, a tal punto que nadie arriesga tanto como el filósofo, pues él no tiene por delante simplemente un saber sino un saber que lo obliga a vivir de un modo determinado. Sócrates es el ejemplo cabal. Nadie se compromete tanto en la vida como un teorizador, que debe poner en juego su vida entera tras la doctrina que él entiende cierta. Para decirlo con palabras de Lombardo Radice: "Mi verdad no es sólo mía, sino que quiero hacerla tuya y apenas llego a descubrir 'mi' verdad siento que no pueda vivir sin que sea 'la' verdad". Es noble esta misión, porque es desinteresada como ninguna, pues nada da a quien la cumple. Y es noble, además, porque exige a menudo el renunciamiento a la fama fácil, a los cargos, a los honores y al aplauso. Es labor oscura, de gabinete, de reflexión ininterrumpida y esforzada en la intimidad de los cuartos poblados de libros y de revistas, sobre mesas y escritorios en los que se amontonan hojas y papeles borroneados, reflexiones sueltas y un intento a veces angustioso, a veces dramático, a veces hasta físicamente doloroso, por lograr asir en una visión integradora y unitaria la multitud de los hechos y de los conceptos; por armar con todo ello el esquema revelador y definitorio.

Es una obra dura la que proponemos, fatigosa; de años, de lustros; de una vida, mejor, ya no de años ni de lustros.
Pero es la misión, la única, la auténtica, la trascendente: la que justifica la presencia de los estudios pedagógicos en las aulas universitarias.


XIII

Creemos que es oportuno y necesario formular hoy, en nuestro país, este llamado. Es necesario, a veces, elegir las rutas difíciles. Pero ha llegado el momento de que los estudios pedagógicos universitarios retomen un nivel que han perdido. Se trata, en última instancia, de la más difícil y arriesgada tarea humana: la del "héroe del pensamiento", la de aquel que ve abismos donde el hombre común ve llanuras, la del artesano de la ciencia y de la filosofía.

Esta es la misión última que la Pedagogía de nivel superior le compete.

 

II. Concepto de educación y de escuela


1. Hombre, sociedad, educación


El hombre es un ser que se plantea problemas, pero en un sentido muy peculiar. Los problemas de los hombres, aquellos que pueden ser llamados específicamente humanos, o sea aquellos que sólo le competen a él como hombre, son problemas que desde cierto punto de vista puede decirse que ostentan una categoría: la inutilidad. Es decir, los problemas del hombre son, desde cierto punto de vista, problemas inútiles. Todos los problemas que pueden ser llamados útiles, que en verdad "sirven para algo", son problemas que pueden afectar al hombre y a muchos otros seres, o que afectan al hombre en determinados aspectos: esos en que él participa de otras características que no son específicamente humanas. El hombre es, en cambio, el único ser sobre la tierra que se plantea problemas sin tener necesidad de resolverlos de manera inmediata, sin que la solución hipotética de ese problema que se ha planteado le resuelva ninguna urgencia de la vida cotidiana o concreta; en una palabra, el hombre puede plantearse estos problemas "inútiles", que son los auténticamente humanos. Claro está que no todo hombre comprende esto. El hombre común que nos rodea a veces nos increpa: "¿para qué te hacés problema si no lo podés resolver?". ¿Para qué hacerse problema de esto cuya solución quizá sea imposible? o ¿para qué hacerse problema de tal cuestión si ella no es indispensable para nuestra vida cotidiana?

Por eso, observemos bien, los seres animales, por ejemplo, no "se hacen problema" de ciertas cosas. El animal es un ser que "tiene" algunos problemas, pero que no "se hace" problema, y permítase el uso de esta fórmula "hacerse problema", que tiene mucho que ver con lo que vamos a decir. El animal es un ser que no "se hace" problema, por ejemplo, de la vida o de la muerte. El animal es un ser que, simplemente, vive y muere; pero el hombre es un ser que sí se hace problema de la vida, por ejemplo, pero se hace problema de la vida no en el sentido de resolver una serie de detalles y de situaciones que cada día le permitan seguir viviendo; simplemente, "se hace problema de la vida", la asume como problema. No es que enfrente un problema que quiera resolver: se plantea el problema total de la vida aunque esto, desde cierto punto de vista, no le sirva para poder seguir viviendo cotidianamente, como se plantea el problema de la muerte y se hace problema de la muerte aunque con eso, naturalmente, no soluciona el problema de la muerte.

El hombre es, entonces, un ser que se caracteriza por plantearse estos problemas, que, desde el punto de vista de las necesidades de cada momento de nuestra existencia, son inútiles.

Esto de hacerse problema pues es una categoría humana muy singular, muy especial, y que sólo le atañe al hombre; lo demás es "tener" problemas, no "hacerse" problema. Hacerse problema es un fenómeno que sólo le atañe al hombre en cuanto hombre, en cuanto él vive entero un problema. Así, el filósofo, por ejemplo, es el eterno criticado por los demás hombres que no comprenden la necesidad de "hacerse problema" de una cantidad de cosas que al filósofo lo preocupan.

En la Introducción de su Historia de la filosofía, dice Michele Federico Sciacca: "No se puede renunciar a la solución del problema sobre el significado de la existencia sin renunciar a la misma existencia", y añadimos nosotros: a la misma existencia de hombre. Se puede vivir sin resolver el problema del significado de la vida, pero la vida de hombre, esa, exige tener resuelto, o al menos reflexionar sobre el problema de la vida. Ese es el problema que se hace el hombre en cuanto es auténticamente hombre, y continúa: "El filósofo no es el pierde-tiempo que vive al margen de la vida concreta, en el mundo de las nubes, persiguiendo fantasías que se le escapan a cada momento de las manos, sino que es un hombre, cuando es verdaderamente filósofo, que tiene claro conocimiento de lo difícil que resulta ser hombre en serio, que medita sobre la vida, que se hace problema de la vida, no para apartarse de ella o agriarla, sino para explicarla. El filósofo es aquel que ve abismos donde el vulgo de los hombres ve llanuras y en los abismos despliega, héroe de la vida, el ala poderosa del pensamiento". Es decir, mediante el pensamiento, mediante la reflexión, el hombre se convierte en el héroe de la vida, o sea que el hacerse problema de las cosas inútiles es el gran heroísmo del hombre.

Retomando una expresión citada tan a menudo y de diversas maneras y con distintos sentidos, podríamos decir que la gran aventura de la vida del hombre es, precisamente, el hacerse problemas, y este tipo de problemas inútiles, no aquellos que necesita para salir del paso de lo que a cada momento se le presenta con urgencia inmediata.

En este sentido tocamos, entonces, el tema de la educación como problema. Es uno de esos problemas inútiles en el sentido vulgar, común, de la palabra, pero es esencial para el hombre porque es una de las tantas cosas que a él lo preocupan como hombre en el más hondo sentido de la palabra. En este sentido, entonces, decimos que la educación va a ser para nosotros un problema, pero no en cuanto tengamos un problema educativo concreto. No es que nos interese la educación porque tenemos un problema, con la educación de este o de aquel, de aquel momento o de aquel lugar; queremos, simplemente, tratar de saber algo sobre qué es esto de la educación, con este desinteresado saber humano, así como tampoco nos hacemos problema de la vida para vivir mejor y más tranquilos, como a veces en una triste, superficial, trivial explicación se nos dice, al igual que en ocasiones se nos pide que estudiemos filosofía o, inclusive, que seamos religiosos para vivir más tranquilos; no, no es por eso o para eso que queremos hacernos problema de la vida –quizá nos hacemos problema de la vida para vivir más difícilmente todavía–, pero es que queremos vivir una vida de hombre.

Entonces, también por esto, con ese mismo saber desinteresado y no para resolver circunstancias de cada momento, nos hacemos problema de la educación porque en cuanto hombre nos apasiona esta incógnita que tenemos por delante, que nos afecta en cada momento de nuestra existencia, a nosotros, a nuestros hijos, a nuestro prójimo, que la ha afectado siempre y que la seguirá afectando, y que es la educación. De esto queremos saber, con este espíritu, con este afán y en ese sentido nos hacemos problema de la educación.

Por ello, como el filósofo, entonces, debemos enfocar el problema de la educación con estas disposiciones fundamentales que son las que en cierta medida dejo como invitación al lector para las páginas que siguen.

En primer término, con una especie de voto de pobreza en materia de sabiduría y de conocimiento, que nos permita dejar de lado, quizás, una cantidad de conceptos hechos y de ideas formadas y asomarnos a este terreno con la inocencia con que el filósofo auténtico se asoma a los problemas de la vida, que aunque tratados desde hace muchos siglos, cada vez presentan un matiz nuevo y un nuevo enfoque.

Segundo: con afán por llegar a la esencia de las cosas, es decir a no quedarnos en sus apariencias, en sus aspectos superficiales o particulares. No trataremos solamente de ver cómo esto de la educación se desenvuelve aquí o allá o en esta hora o en este sistema, sino, en un principio, tratar de captar la esencia última del fenómeno. Y para ello, entonces, necesitamos un poco de esa humildad esencial con que el hombre se aboca a este tipo de problemas, humildad que, aclaramos, compete en primer término a quien esto escribe.

Así enfocado entonces el tema, y con esta disposición de ánimo, nos asomamos al problema de la educación, al hecho de la educación, a ese fenómeno, a eso que ocurre siempre, que nos rodea, que tenemos por delante. Nos ponemos a mirarlo, a reflexionar sobre ello, y lo primero que advertimos es esto que acabo de decir. ¿Dónde ocurre el hecho de la educación?; ¿a quién le sucede? Respuesta inicial: es algo que le ocurre al hombre. Todos decimos: el hombre se educa, pero también decimos: al hombre educamos; y también decimos: el hombre es educado.

Observemos cada una de estas expresiones: el hombre se educa, al hombre educamos, el hombre es educado. Tenemos una pasiva refleja: el hombre se educa. Tenemos una expresión que exige un complemento directo u objeto: al hombre educamos; y también tenemos una pasiva propiamente dicha: el hombre es educado, el hombre resulta ser educado, resulta víctima, resulta paciente de un fenómeno que sobre él ocurre. Pero también parece que él mismo lo cumple, que él mismo lo desarrolla. Entonces es algo que ocurre "en" el hombre y ese fenómeno es algo que además, hacemos "al" hombre.

En consecuencia, se nos plantea ya enseguida una serie de preguntas: ¿Qué sucede en el hombre cuando este hombre se educa? ¿Qué hacemos con él cuando lo educamos? ¿Quién lo hace, en todo caso? Y luego, ¿cómo se hace eso con él? ¿Qué ocurre en el hombre cuando se educa? ¿Qué sucede en él? ¿Qué se hace con él? ¿Quién lo hace? ¿Cómo ocurre eso en el hombre y cómo se hace eso con el hombre? Entonces aquí encontramos los aspectos de la psicología, los aspectos inclusive biológicos, los aspectos sociológicos, naturalmente; todos los fenómenos concomitantes que están rodeando este tipo de problemas que se dan en el hombre. Pero, como ustedes ven, hemos llegado al hombre, tenemos ahora al hombre; entonces, al partir de la educación como problema, necesitamos ver al hombre como problema igual que antes queríamos llegar a la educación como problema. Es decir, el enfoque de la educación como problema nos lleva, necesariamente, al enfoque del hombre como problema, porque no podríamos analizar todo lo anterior si no conocemos a este ser en el cual ocurren todos los problemas, todos los fenómenos educativos, y al cual, digamos, sometemos a este fenómeno.

Pero aquí se afronta un problema muy singular que ya todos los filósofos que han reflexionado sobre ello suelen señalar: nos encontramos con que considerar al hombre como problema convierte a éste en sujeto y objeto de la reflexión. Ahora se pone a sí mismo bajo la lupa, se mira a sí mismo, y aunque el hombre goce con esta capacidad extraordinaria de objetivarse y salir un poco de sí mismo para mirarse desde arriba y hacerse objeto de la reflexión, no puede dejar de cualquier manera de saber que es él mismo el que se está mirando, y cualquier cosa que digamos sobre el hombre, en alguna medida hace que estemos pensando sobre nosotros mismos. Pero aún con estas dificultades siempre presentes, queremos mirar al hombre. Y ¿qué hombre es el que ahora nos interesa?

Pues este hombre que educa y es educado es el hombre en la sociedad, es decir aquel animal político, ese ser social de que hablaba ya Aristóteles, el hombre que está en el seno de una sociedad. Este es el hombre en el cual ocurre el fenómeno de la educación y el hombre al cual educamos; por lo que necesitamos ineludiblemente llegar al fenómeno de la sociedad también como problema. Por lo cual se ve con claridad que nosotros pasamos de enfocar el problema de la educación a la necesidad absoluta de enfocar el problema del hombre, y enfocar el problema del hombre nos lleva a enfocar el problema de la sociedad. Es decir: de la educación partimos y llegamos al hombre; del hombre a la sociedad, y todo esto como problema. Pero luego debemos aclarar el problema de la sociedad, el problema del hombre, el problema de la educación: es decir, partiendo nuestra reflexión de la educación, vamos al hombre, vamos a la sociedad, y ahora necesitamos hacer entonces la aclaración de sociedad-hombres-educación.

Claro está que si nosotros quisiéramos ahora considerar todos estos aspectos, necesitaríamos un curso de filosofía completo y un curso de sociología, y no sabríamos salir del paso en este momento con tanta complejidad. Vamos a ir, entonces, a algo más sencillo, y no tanto por estrategia del desarrollo del tema, sino porque la realidad nos lleva a eso y esto es lo que necesitamos.

"Sociedad-hombre-educación": decíamos que necesitábamos analizar cada uno de esos elementos, de estos problemas. La primera conclusión sin embargo resultaría que entonces "educación-hombre-sociedad" sería un solo y único problema, o sea que al partir de la educación vamos ineludiblemente al hombre, y al partir de este –que nos interesa por aquella– vamos ineludiblemente a la sociedad, por lo cual resulta que como este hombre que se educa es el hombre que está en la sociedad, tenemos que hacer un cierto esfuerzo por englobar a estos tres elementos en una sola unidad conceptual y pensar en la sociedad, el hombre y la educación como un solo y único gran problema, para poder llegar a una síntesis, a una visión unitaria de ese fenómeno que nos permita aclararlo. Y ¿por qué esto? Porque pensar en el hombre es, necesariamente, pensar en la educación, porque no podemos mirar al hombre si nos olvidamos que el hombre es un-ser-que-se-educa, porque lo que nos aclara esta naturaleza del hombre es precisamente el hecho de que sea un ser-que-se-educa.

En su libro Líneas preliminares de filosofía de la educación dice el autor italiano Lombardo Radice: "Ser hombre significa educarse, porque somos hombres en cuanto nos hacemos hombres", y continúa: "A cada instante de la vida que merece ser llamada nuestra nos aceptamos". Es indispensable observar con cuidado cada uno de estos pronombres posesivos en primera persona que está usando: "A cada instante de la vida que merece ser llamada nuestra, nos aceptamos y reconocemos por aquello que hemos llegado a ser y al mismo tiempo nos reconocemos insuficientes a nosotros mismos; no nos contentamos con sólo lo que llegamos a poseer. Si lo que creemos ser no nos sirviera de base para continuar construyendo nuestra vida siguiendo un íntimo criterio de aprobación, esta vida no tendría ningún valor". Volvemos al concepto que decía: el ser hombre significa un proceso continuo de "hacerse" hombre. No es una categoría que se dé terminada de una vez para siempre: somos hombres, nos hacemos hombres. Ese hacerse hombre es el proceso de educarse. Por eso el hombre es un ser-que-se-educa y por eso digo que mirar al hombre y mirar la educación es mirar un mismo y único problema que no se entiende el uno sin el otro.

Ser hombre significa educarse. Cuando decimos "el hombre se educa" estamos diciendo que es "un-ser-que-se-hace-hombre". ¿Cómo? Educándose. Continúa el mismo autor: "El hombre es hombre en cuanto tiene fe en sí mismo, y resuelve ser sí mismo, o sea en cuanto resuelve ser hombre, en tanto cuanto quiere sentirse sin incoherencia y sin oscuridad interna". Ahí está el sentido inicial de esos problemas inútiles de los cuales hablábamos al principio. ¿Por qué? Porque el hombre no admite, en cuanto es hombre, esa incoherencia y esa oscuridad interna, y cuando el hombre vive pero no se ha explicado o intentado explicar el sentido de la vida, entonces es un ser que vive incoherentemente, oscuramente. Por eso el hombre necesita hacerse problema de la vida también, no para vivir, sino para vivir sin incoherencia y sin oscuridad interna, lo cual es tanto como decir que el hombre resuelve ser sí mismo, resuelve ser él mismo.

Esta actitud de decidir el hombre ser él mismo la encontramos muy profundamente establecida en lo que podemos llamar la filosofía del cristianismo, que es un llamado a ser hombres en cuanto resolvemos serlo, en cuanto queremos serlo. Todos recordamos el famosísimo pasaje del Evangelio según San Juan, cuando dice: "Había un hombre de la secta de los fariseos llamado Nicodemo, príncipe de los judíos, el cual fue de noche a Jesús y le dijo: Maestro, nosotros conocemos que eres un Maestro enviado de Dios porque ninguno puede hacer los milagros que Tú haces a no tener a Dios consigo". Respondióle Jesús: "En verdad te digo que quien no naciere de nuevo no puede ver el Reino de Dios". Dice Nicodemo: "¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Puede, acaso, volver otra vez al seno de su madre para renacer?" "En verdad, en verdad te digo, respondió Jesús, que quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios". "Por tanto no extrañes que haya dicho: os es preciso nacer otra vez".

Este llamado que nos formula la filosofía del cristianismo a "nacer otra vez", es un llamado no a nacer de una vez para siempre, sino al "renacer cada vez". Tenemos que nacer cada vez, lo cual significa resolver cada vez ser hombres, ser nosotros mismos. El llamado a este renacimiento es el llamado a esa coherencia y a esa claridad interna que debemos tener. Es el llamado a que en cada oportunidad decidamos ser hombres.

Un párrafo que sigue, del mismo Lombardo Radice, aclara esto, con palabras profundas y emotivas: "Una sutil y aguda nostalgia nos punza en las horas tristes en que no estamos satisfechos de nosotros mismos. Es la nostalgia de la vida plena, del acuerdo interior, de la paz con nosotros mismos. Quien una vez ha sentido agrado íntimo de sí, reavivado por la aprobación de su más íntima voz, quien está en un momento incierto en la vida, irritado por la niebla que le decolora el mundo, siente en lo más profundo de su alma un lamento que no puede traducirse en palabras porque es más vivo que ellas, un lamento que le hace sentir: yo no soy yo, mi yo es extraño a mí mismo, he perdido mi vida, yo no soy mío".

"Yo no soy yo, mi yo es extraño a mí mismo": este grito de angustia es el del hombre cuando cobra conciencia de que ha pecado: "yo no soy yo", ese yo es extraño a mí mismo. Ese hombre no quiere ser el hombre, por ejemplo, que ha pecado. Es ese hombre que en ese momento ha perdido su coherencia, su claridad interior. Entonces este hombre, que en cada instante de su vida está conquistándose como hombre, como sí mismo, este es el hombre que se educa. Cuando no ocurre esto, no hay educación en el hombre; el hombre que se educa es el que se compulsa a sí mismo cada día, que cada día siente su coherencia interior y lucha por tenerla. Hombre es, por lo tanto, un ser no tanto que vive cuanto que hace su vida, o sea que se educa, que se conoce, y en acto de conocerse, es hombre.

Entonces vemos cómo el proceso de hacerse hombre es el proceso de educarse. Este proceso lo encontramos también muy bien explicitado en uno de los grandes autores españoles de nuestro tiempo: Miguel de Unamuno. En su prólogo de Tres novelas ejemplares y un prólogo nos recuerda: "Además del que uno es para Dios y del que es para los otros y del que cree ser, hay el que quisiera ser".

Aquí Unamuno, quizá llevado de su genial exageración, dice que no hay dos yo, sino que él nos pasa ahora a cuatro yo: el yo que somos para Dios, el yo que somos para los otros, el yo que creemos ser y, por último, el yo que queremos ser. Y añade: "Y este, el que uno quiere ser, es el real de verdad y por el que hayamos querido ser nos salvaremos o nos perderemos".
Efectivamente, este yo que queremos ser es el más real, el más auténtico, siempre y cuando –el mismo Unamuno lo dice más adelante– queramos serlo de verdad y no de mentirijillas. Cuando queremos ser efectivamente, entonces, ese es el yo que vale, y es verdad que esto tiene dificultades, luchas, cuesta esfuerzos, pero es la tarea de cada día: esa es la tarea de nacer de nuevo. Y esa labor de renacer cada día, de hacernos hombres, es la labor de educarse. Pero: ¿dónde hacemos todo esto?, ¿lo hacemos solos?, ¿solos con nosotros mismos? No: lo hacemos con los otros hombres, con nuestro prójimo, con nuestra sociedad, con un ámbito, que es el que nos ayuda y procura darnos los elementos para esta tarea de hacernos hombres. Lo que un hombre educa en sí no es algo individual, que sólo tenga un valor limitado o relativo, porque quien pudiese decir: esto que pienso es verdad sólo para mí, no encontraría el acuerdo consigo mismo que busca, no se justificaría a sí mismo su pensamiento y sus acciones, porque este "mí" es un "mí" en medio de la sociedad, es un "mí" en esta sociedad que me rodea, es un "mí" que luego intenta la tarea más difícil de hacerse un "nosotros", y por esto entonces este proceso de "educarse" desemboca necesariamente en un proceso de "educar a los otros", y este proceso de educar a los otros, si se cumple, exige en aquellos a quienes se eduque ese proceso de educarse que, a su vez vuelve a generar el proceso de educar a los otros.

Vamos ya desentrañando un poco este fenómeno de la educación como algo que ocurre en el hombre y que ocurre al hombre. Ahora tenemos desde otro punto de vista, tal vez algo más complejo, pero más armonizado, el concepto "hombre-educación-sociedad", en una sola visión unitaria que nos ha llevado a la conclusión, paradójica, como en el planteamiento inicial, de que no podemos ver separado el fenómeno "educación-hombre-sociedad". Lo cual permitirá ir comprendiendo cuál es el apoyo de la filosofía y del saber filosófico que por lo tanto necesita la pedagogía. Por eso necesitamos el apoyo de la filosofía, que es el saber que puede darnos estas clarificaciones fundamentales sobre el hombre y la sociedad, para entender esa integración; y por ese motivo, la pedagogía, que no es filosofía ni se reduce a la filosofía, se asienta sin embargo en la filosofía porque sólo sobre sus conclusiones previas puede comenzar a ascender; porque toda esta labor previa de entendimiento del hombre como ser que se educa, como ser que nace de nuevo, como ser que quiere ser, todo esto lo da la filosofía, lo clarifica la filosofía.

Desde este punto de vista, desde esta integración unitaria del fenómeno de la educación como proceso que se cumple en el hombre y que cumplen los demás hombres sobre él, o sea la sociedad sobre él, este proceso así unitario, resuelve casi todas las aparentes contradicciones que a menudo se quieren ver y que muchos manuales de pedagogía suelen citar como las antinomias de la educación; entre otras, por ejemplo: hombre-sociedad o libertad-autoridad. ¿Por qué no hay choque ni contradicción? Porque aquí la autoridad es simplemente la voz del maestro, en el humilde sentido de la palabra cotidiana y del maestro con mayúscula, que nos insta a nacer de nuevo cada día. Y tiene que ser el hombre, entonces, el que respondiendo a esto que se hace con él, que es educarlo, responda con eso otro que se cumple en él, que es educarse. Entonces se completa el proceso, y todo ello en el marco de la sociedad.

Si ejemplificamos ahora todo esto y partimos de una concepción cristiana del hombre, dicha con palabras de Maritain: "Criatura divina, caída y llamada a la salvación por medio de la gracia", y con la racionalidad y la libertad como notas esenciales, podemos decir: El hombre está llamado a la salvación, pero es él quien se salva. Por medio de la gracia, sí, pero no sólo por la gracia: él no puede salvarse sin la gracia (no puede educarse sin que lo eduquemos), pero no puede tampoco salvarse si él no decide hacerlo (no podemos educarlo si él no se educa).

La sociedad es el ámbito en el cual ha sido creado como ser social y la educación es el medio de que se vale esa sociedad para dar a cada hombre la posibilidad de su salvación y de que se vale el hombre para tener la oportunidad de su salvación. Y todo esto no es, en manera alguna, contradictorio ni antinómico con muchas otras concepciones sobre la educación que pueden citarse y decirse con otras palabras y que a menudo se enfocan con otros términos, sino que encajan perfectamente en ellas. Esto es lo mismo que decir, por ejemplo, que por medio de la educación se desarrollan todas las potencias del hombre. ¿Qué es esto? Simplemente decir que la educación es lo que permite que el hombre pueda ser hombre, y volvemos a la unidad integral íntima de que hablábamos al principio entre educación y hombre. Aquello de que "es lo que permite que se desarrollen sus potencias", eso es, precisamente, decir que la educación le permite ser hombre. Digamos que la educación es el crecimiento anímico del hombre: pero este crecimiento anímico del hombre será siempre este mismo proceso de hacerse hombre. Cuando se dice, por ejemplo, que el hombre se culturaliza, que la educación es acceder a todas las formas de la cultura, está claro que el hombre para poder mantener este proceso de educarse necesita integrarse con todas las formas culturales de la sociedad en la cual está, si no, no se entiende el papel que esta sociedad cumple ni se entiende cómo puede realizarse este proceso educativo. Y esto es lo mismo, en última instancia, que decir que el hombre también accede mediante la educación a todas las formas de la técnica, por ejemplo, y a todas las pautas de conducta, de costumbres, de hábitos y de normas necesarias para la supervivencia de esa sociedad que es, a la vez, la condición necesaria para la supervivencia de él como hombre.

Esta concepción no deja de lado los demás elementos menores del fenómeno educativo, porque el hombre, para lograr la salvación de que hablaba al principio, está ubicado en una sociedad y como es una criatura divina, creada en medio de una sociedad, ahí es donde se salva, donde se hace hombre. Es decir, el hombre "nace de nuevo", pero no se evade de esa sociedad, de este mundo, de este lugar, no pierde el contacto con su prójimo ni necesita evadirse de aquéllos, sino que es en ello y por ello como se educa y llega a ser hombre.

Concluimos diciendo que desde este punto de vista, el hombre, la educación y la sociedad configuran un solo conjunto armónico. El hombre es hombre en tanto se educa, y el hombre, porque se educa, llega a ser hombre, y este educarse es lo que hace que el hombre eduque a los demás, porque su verdad, su salvación, es la de los demás, es la del prójimo: de ellos le viene y a ellos les va y por lo tanto es un fenómeno conjunto en la vida de la sociedad. El hombre, criatura divina, caída y llamada a la salvación, se encuentra en un ámbito que es la sociedad, en la cual ha sido creado como ser social, y en ese ámbito que es la sociedad, en la cual ha sido creado como ser social, y en ese ámbito la educación es el medio de que se vale la sociedad –y de que se vale cada hombre– para poder llegar a su destino. Y todos los demás conceptos, definiciones, que podemos encontrar encajan en última instancia en esto en cuanto esta posición de salvación, de realización como hombre, no está separada de este afincamiento en esta sociedad, en este mundo, y en las circunstancias culturales, tecnológicas inclusive, en las cuales está situado.

2. Los modos de la educación

El proceso educativo, como tantos otros fenómenos que aparecen en la vida del hombre, se desarrolla en un primer momento sin que el hombre tome conciencia clara de su realización, sin que el hombre reflexione sobre el proceso. Así como el hombre piensa primero, sin que eso quiera decir que reflexiona sobre el pensar como fenómeno educativo: se cumple de modo que podríamos llamar espontáneo, sin que el hombre tome conciencia plena de que ello está ocurriendo, tanto desde el punto de vista del proceso interior de este educarse, como de este proceso por el cual el hombre educa a su prójimo. En algunas sociedades muy elementales, el fenómeno educativo se da también sin que exista ningún tipo de institucionalización del fenómeno educativo en sí mismo, por lo cual hay muchos autores que prefieren no utilizar la palabra educación para este tipo de proceso, y emplean algún otro tipo de palabra: formación, en muchos casos, integración social, adaptación, etc. Habría aquí una serie de matices que distinguir que nos llevaría a un tratamiento demasiado menudo del tema, pero basta decir que en todo proceso social, en toda comunidad, se da el proceso de la educación aunque no exista la reflexión sobre él, aunque el hombre no tome conciencia expresa de que ese proceso se está realizando, aunque el hombre no lo analice, no lo medite, no lo describa, no le ponga nombre. Es un fenómeno que podríamos llamar inconsciente o espontáneo, aunque inconsciente no en el sentido de que el hombre pueda llegar a ser hombre inconscientemente, sino inconsciente en el sentido de que no medita o reflexiona sobre ese proceso educativo que en él está ocurriendo.

Naturalmente que es un primer momento; muy pronto el hombre cobra conciencia de la realización de ese proceso educativo y entonces añade a la realización del proceso educativo una serie de ideas fundamentales. El hombre cobra conciencia de la finalidad del proceso educativo. La idea de fin tiene que quedar delineada, aclarada: es necesario que el hombre tenga idea clara de cuáles son los fines de ese proceso educativo. Y luego, en este tipo de acción educadora, el hombre realiza otra labor, que es lo que llamamos la selección de los elementos y los contenidos utilizables para esos fines que le interesan de manera particular.

Con esto, en alguna medida, la educación ha perdido, desde el punto de vista cultural general, aquel carácter de integridad que es más propio de os procesos educativos de tipo inconsciente o espontáneo, en los cuales el conjunto total de un marco cultural determinado se utiliza como elemento o factor desencadenante del proceso educativo.

En cuanto la educación cobra conciencia de su fin y comienza a seleccionar contenidos y elementos determinados dentro de un marco cultural, pierde en buena medida ese carácter de integralidad, pero lo pierde en cuanto es este proceso de educación consciente que tiene idea de fin y selecciona contenidos, porque –es lo que debemos destacar en primer término– de ninguna manera quiere decir que al aparecer este tipo de educación y acción educadora consciente, aquel otro inconsciente y espontáneo va a desaparecer o ser dejado de lado o perder su vigencia. Uno y otro prosiguen su labor.

Todos los fenómenos de la educación inconscientes o espontáneos que se realizan en el marco de lo social siguen teniendo vigencia aunque se añadan estos otros que tienen idea clara de fin, que seleccionan contenidos; en una palabra, que se realizan conscientemente. Pero a pesar de realizarse de esta manera, este tipo de procesos no requieren obligatoriamente un marco de sistematización o de organización. Pueden realizarse perfectamente, conscientemente, con idea de fin, con contenidos más o menos seleccionados, pero de manera ocasional, asistemática; es decir, de acuerdo con lo que las circunstancias van determinando en cada momento. Ejemplo de esto es en buena medida el marco de la educación en el ámbito de la familia. Los padres participan de una labor de educación consciente, algunos de ellos tienen idea clara de los fines que persiguen con la educación de sus hijos, no utilizan cualquier elemento dentro del marco cultural de que disponen, pero no hay en el ámbito familiar una acción educadora que pueda llamarse sistematizada, organizada, determinada en una serie de circunstancias que permita decir que hay un sistema, sino que las circunstancias del diario vivir van determinando las ocasiones en que todos estos procesos educativos conscientes se cumplen de manera ocasional, y eso tampoco significa –quede claro– que todo el otro proceso de educación inconsciente haya desaparecido. Es decir: ahora se añaden las notas de idea de fin y selección de contenidos. Algunos autores prefieren llamar a esto "idea de fin", intencionalidad de la labor educativa, y muchos manuales suelen dar esto como una de las notas distintivas y aún necesarias para que podamos hablar de educación propiamente dicha.

Ahora bien, a estas notas de finalidad, intencionalidad, conciencia de fin, selección de contenidos, se pueden añadir otros caracteres, como es la organización de esta tarea. Ya entonces podría hablarse de "sistematización" de la tarea educativa, y luego aún de lo que puede llamarse la "metodización" de la tarea, es decir la búsqueda de cómo realizar una tarea educadora, organizada, en marcos determinados de circunstancias, lugares, días y horas, con determinados contenidos también organizados, y luego buscar toda una metodología, en cuanto camino para poder obtener esos fines, o sea que a las notas de organización y de metodización se añaden también aquellas notas iniciales de idea de fin o intencionalidad y de selección de contenidos.

Cuando tenemos una acción educadora que se realiza con idea de fin, que ha seleccionado sus contenidos y está organizada y en buena medida metodizada, nos hallamos ante fenómenos educativos conscientes y sistematizados.
Una interpretación que casi se impone sin querer hace que a medida que se van analizando estos nuevos modos de la educación, los otros desaparezcan de nuestro marco referencial y pensemos muy rápidamente que los demás modos de la educación van desapareciendo o perdiendo importancia. Y no es así, de ninguna manera. Los otros modos de la educación subsisten siempre con el mismo vigor con la misma fuerza y presencia.

Estos son modos nuevos que van siendo determinados a medida que una serie de circunstancias lo exigen o determinan, pero los demás se mantienen. Es decir que la aparición de modos nuevos de la educación no implica disminución o desaparición de los demás, que se mantienen siempre idénticos a sí mismos.

Cuando aparecen estos modos de la educación, que tienen como carácter distintivo la idea de fin, la selección de contenidos, la organización y la metodización, puede ocurrir finalmente algo más: que todo ello se institucionalice en el marco de una sociedad, o sea que con toda esta tarea educadora se cree una "institución" en medio de la sociedad. Esa tarea se ubica y fija mediante instituciones sociales, jurídicas, sociológicas diría, mediante establecimientos determinados y, finalmente, cuenta con un tipo de personal especializado para realizar esa labor. Entonces nos encontramos ya con la presencia del educador profesional, profesional en el sentido de que su misión en el ambiente de la sociedad es esta de la educación en el sentido que dejamos dicho.

Cuando llegamos a este punto estamos ya en la escuela, pero como institución social, como un establecimiento con su personal especializado para cumplir este tipo de labor educadora, pero ello no significa en modo alguno que todos los demás aspectos hayan desaparecido, decaído, o hayan cobrado menor importancia. Es una especie de tendencia mental casi irrefrenable suponer que cuando aparece la escuela la educación como acción social, como fenómeno humano, ha quedado encerrada en la escuela.

Esto lleva a no entender el fenómeno educativo y, consecuentemente, a no entender tampoco qué es la escuela ni el ambiente escolar.

Es decir: debemos estudiar la escuela, analizar qué pasa en la educación dentro de este ambiente, sin olvidar nunca que partimos de todo este otro fenómeno educativo que tienen su origen en el hombre en la sociedad y que está respondiendo a la misma concepción, porque entonces sabremos, cuando el maestro de primer grado inferior enseña el alfabeto, cuando el profesor de geografía de segundo año enseña tal tema, cuando el maestro hace tal o cual observación, en qué sentido general y amplio encaja todo esto. De lo contrario el estudio del ámbito escolar será un contacto con cosas que no entendemos y que no comprenderemos en su finalidad última.

El proceso educativo institucionalizado y organizado en el ámbito escolar es nada más que una parte de todo un proceso muy amplio, que es el fenómeno educativo que hemos analizado anteriormente.

Cuando en el parágrafo próximo estudiemos la escuela, sus orígenes, su evolución, su relación con el medio, no deberemos olvidar que todos los modos de la educación se reducen al primero: aquel hacerse hombre, ser el yo que se quiere ser. Aún para enfocarlo desde un punto de vista más estrictamente escolar, todos estos modos de la educación se reducen a este hacerse hombre, a este ser hombre, que desde el punto de vista metodológico es el proceso que Sócrates seguía con sus discípulos, ese proceso que los llevaba a sentir su ignorancia como una falta, como un pecado, del cual había que liberarse. Ese sacudimiento que Sócrates quería lograr con sus discípulos y que era el paso inicial de la mayéutica, este proceso que en última instancia es un proceso metodológico general de toda enseñanza de cualquier naturaleza, este sacudimiento que él lograba era en cierta medida el sacudimiento que hay que lograr en todo hombre.

Y por eso concluimos que todos los modos de la educación, aún los más institucionalizados, los más escolásticos, se reducen a este primer modo que es el hacerse hombre, el educarse, el nacer de nuevo en cada momento.

3. La escuela


Los educadores son unos personajes que tienen un destino muy especial en cierto aspecto. Todas las profesiones pasan por un período escolar. Todos los profesionales, en cuanto requieren algún tipo de estudio de nivel medio o superior, pueden pasar un lapso de su vida en el ambiente escolar, pero lo concluyen y pasan a desempeñarse en cualquier otra esfera. Para ellos, en adelante, la escuela es un recuerdo, casi siempre embellecido por los colores que el tiempo va poniendo a los años de la adolescencia, y generalmente la presencia de los hijos o de otros niños refresca el recuerdo de estos ámbitos escolares. De cualquier manera, en adelante, son básicamente un recuerdo.

Pero los educadores son especímenes particulares, que concluido el período escolar de preparación vuelven sin más a la escuela. Salen y vuelven a ella. Para ellos la escuela y el ámbito escolar no es un recuerdo simplemente; es su lugar de trabajo. Pasan la vida en la escuela. Apenas concluidos sus estudios retornan y pasan el resto de su vida en ella. Cambia solamente el papel que cumplían dentro de esas paredes: de alumnos pasan a maestros. Por esto la escuela tiene para los educadores profesionales cierta resonancia muy especial; y toda esta constante de permanencia en la escuela constituye un peligro bastante grave del cual, a veces, no se cobra conciencia.

Ese peligro es ni más ni menos que el encerrarse dentro del ámbito escolar. A veces este encierro tiene consecuencias funestas para el desenvolvimiento intelectual, cultural y aún personal.

La escuela es un ámbito "sui generis" que tiene ciertos caracteres especiales. Es una comunidad con ciertas circunstancias que le otorgan una dimensión singular. Pasarse la vida dentro de la escuela tiene sus peligros, y el peligro, el más grave, es que vemos la cosa desde dentro, nunca desde fuera. Falta perspectiva. Aquí se podría usar la tan mentada frase: los árboles no dejan ver el bosque.

Como se está enfrascado en la tarea, frente al problema de tal alumno, de tal enseñanza, frente al problema de la escuela en general falta tiempo y oportunidad para verlo desde fuera, desde arriba; en una palabra, como en el problema del hombre, ocurre también que se es sujeto y objeto de lo que se quiere analizar. Poder hablar de la escuela es, en buena medida, hablar de uno mismo. Entonces, paradójicamente, para ir a la escuela es necesario un convite inicial para salir de ella. Hagamos el esfuerzo de salir de la escuela, olvidémonos del conflicto que tuvimos hoy mismo, dejemos de lado lo que nos espera para mañana, ignoremos la clase que tenemos que preparar o la foja de concepto o la discusión que tuvimos con tal colega o el problema urgente que hay que resolver para la semana que viene. Dejemos eso al margen, salgamos un poco de la escuela y procuremos verla desde más arriba, desde fuera, tratemos de observarla como si no fuéramos educadores que estamos todo el día dentro de ella. Y entonces retornaremos a la escuela quizá con una visión más fecunda o, al menos, un tanto distinta de aquella que es la que tenemos constantemente, directamente, y que es probable que deje de lado algunos aspectos que resultan esenciales.

Hemos llegado al problema escolar partiendo del fenómeno de la educación y decíamos que era indispensable no olvidar que había un fenómeno básico que era el de la educación con los caracteres que hemos descripto y que la escuela formaba parte de ese fenómeno. Efectivamente, la educación existe desde mucho antes de que exista la escuela. La escuela es la institucionalización de un proceso que tiene ciertos caracteres y que se institucionaliza por las razones que luego veremos, pero es necesario partir del proceso mismo.

Todas las sociedades tienen procesos educativos antes de tener escuelas. Sociedades de tipo primitivo, sociedades antiguas, desenvuelven fenómenos educativos muy intensos sin tener ningún tipo de establecimientos escolares. Los estudiosos de algunas civilizaciones primitivas, especialmente los antropólogos, dicen a menudo con algo de asombro que resulta curioso ver cómo en muchos pueblos primitivos, sin que nadie se ocupe de educar, se logran resultados educativos excelentes. Es decir que las generaciones jóvenes van asimilando el caudal cultural de esos pueblos en forma casi perfecta a pesar de que no se advierte ningún tipo de proceso educativo, y mucho menos procesos educativos sistematizados, institucionalizados, es decir: de tipo escolar, pero el tesoro cultural propio de cada pueblo se transmite a las jóvenes generaciones con toda perfección.

Hay un vasto proceso de educación que hemos llamado inconsciente, espontáneo, que permite que las jóvenes generaciones lleguen a la vida adulta en posesión del tesoro cultural propio de cada comunidad, y así costumbres, normas, concepciones de vida, bienes culturales de cualquier tipo, técnicas de trabajo, principios religiosos, todo se incorpora a las nuevas generaciones de manera muy acabada. Pero luego ocurre que ese tesoro cultural se hace más amplio, más vasto, mucho más rico, no sólo en una dimensión cuantitativa, sino cualitativa. Las técnicas laborales, por ejemplo, se hacen más y más abundantes y, además, comienzan a hacerse más complicadas; los principios morales se pueden comenzar a elaborar con más precisión, forman códigos, organizaciones doctrinarias y jurídicas; la estructura política se complica también, y el tesoro cultural que se resume en lo que es saber propiamente dicho, también se hace mayor cuantitativamente y más complejo.

Cuando ocurre esto, sucede entonces que la transmisión a las nuevas generaciones de todo este tesoro cultural así enriquecido en cantidad y en calidad se hace un poco complicada para poder realizarla mediante una acción educadora asistemática, espontánea. Ya no es un fenómeno sencillo. Por ejemplo, algunos pueblos comienzan a tener cierto tipo de formalidades en las cuales algunos autores pretenden ver las primeras formas de acciones educadoras sistematizadas, en las llamadas ceremonias de iniciación, que a menudo no son sino probanzas de la comunidad con respecto al grado de madurez que la generación joven tiene a fin de poder ser incorporada como miembro adulto de pleno derecho a la comunidad, pero que en otras ocasiones van asumiendo caracteres más directamente escolares, en cuanto suele ser común que se agrupen los jóvenes que están ya, diríamos así, "a punto", casi maduros para incorporarse a la sociedad, y con la conducción de un miembro mayor de la comunidad pasen una temporada en la cual perfeccionan ese grado de madurez, o este miembro mayor es el que se ocupa de ajustar esas probanzas definitivamente, y luego los trae a la comunidad de vuelta, en una especie de examen final.

Esto ya significa que la complejidad del marco cultural dentro del cual tienen que ubicarse los jóvenes es un poco mayor, y que una cierta sistematización de la labor de la tradición cultural es necesaria. Pero sigue esto avanzando y llega el momento en que ni siquiera este sistema alcanza para poder transmitir un tesoro cultural que prosigue incansablemente su tarea de enriquecimiento y de mayor complejidad.

Aparecen entonces bienes culturales cuya transmisión se hace realmente dificultosa. Al decir bienes culturales nos referimos tanto a técnicas como a normas, doctrinas, principios, conocimientos intelectuales, etc. Sin ir más lejos: el alfabeto, o lengua escrita, constituye un bien cultural de una dimensión muy superior, desde el punto de vista de la complejidad, al de la lengua oral, al de la lengua hablada. ¿Cómo se transmite a las generaciones jóvenes el lenguaje oral? Por medio de la acción educadora de tipo asistemático, ocasional, espontáneo. Nadie realiza una tarea sistemática de enseñanza, pero llegados a los seis o siete años, los jóvenes miembros de una comunidad manejan perfectamente el lenguaje propio de esa comunidad y lo perfeccionan ulteriormente.

Pero el lenguaje escrito no puede ser trasmitido así. Exige una sistematización, una organización, exige hasta un establecimiento y un grupo social que se dedique especialmente a esa tarea. Es un ejemplo de cómo la mayor complejidad de los contenidos culturales por transmitir a las jóvenes generaciones es causa determinante del nacimiento de un sistema educativo organizado y sistematizado, para poder cumplir esa tarea de transmisión cultural. Por ejemplo, en el campo de la técnica, es bastante sencillo, y no hace falta contar con una gran organización, transmitir a las jóvenes generaciones las técnicas necesarias para ahuecar troncos de árboles y usarlos como botes que permitan cruzar cursos de agua, pero, sin embargo, es indispensable montar grandes sistemas muy bien organizados para poder transmitir a las jóvenes generaciones todas las técnicas y los conocimientos previos consiguientes para poder construir un transatlántico moderno, que al fin y al cabo no es otra cosa que un elemento para cruzar cursos de agua.

Pero para poder transmitir las técnicas y los conocimientos que se necesitan para ello sí hace falta una vasta organización, mientras que para la otra técnica no hace falta montar una gran organización, y las generaciones jóvenes que acompañan a los mayores van aprendiendo directamente esa técnica.

Entonces llega un momento en que, en las diversas comunidades, la dimensión cuantitativa y cualitativa de su riqueza cultural les exige establecer instituciones que se dediquen particular y específicamente a la tarea de la transmisión de ciertos bienes culturales, que no pueden ya ser transmitidos mediante aquel otro tipo de labor asistemática y ocasional. Y cuando esto ocurre aparece una institución que se suele llamar escuela, es decir cuya labor específica es la transmisión cultural, la tradición de ciertos bienes culturales.

El ejemplo de la escritura es bastante interesante, porque casi siempre en la historia de la humanidad escritura y escuela aparecen juntas; es bastante habitual que el nacimiento del alfabeto, del lenguaje escrito, traiga como consecuencia inmediata el nacimiento de las instituciones escolares, porque además de ser el lenguaje escrito un elemento cultural cuya dificultad para poder ser transmitido de manera espontánea y asistemática es muy grande, es un bien cultural que permite la fijación, la sistematización, a su vez, de otros bienes culturales, tales como, por ejemplo, normas morales y jurídicas; permite el nacimiento o la actualización de los códigos, de las recopilaciones históricas, de los grandes libres sagrados, etc., y eso permite una labor de tradición cultural también sistemática y organizada (1).

En síntesis, si recopilamos lo dicho podemos llegar ya a una especie de definición de escuela que no sería sino armar todo lo que hemos venido diciendo. Escuela, según esto, ¿qué es? Simplemente una institución creada por la sociedad (Estado, Iglesia, familia, etc.) para ocuparse específicamente de la transmisión a las jóvenes generaciones de los contenidos culturales que por su complejidad no pueden ser transmitidas mediante la acción educadora asistemática, habitual, de la sociedad.

Esta definición tiene validez para la escuela como institución, de cualquier nivel, de cualquier época y de cualquier lugar. Es decir, esta definición es válida para la escuela elemental tanto como para la universidad; para la escuela de sociedades primitivas muy antiguas o para escuelas modernas; para escuelas de tipo llamado clásico por sus contenidos, o para las escuelas técnicas de nuestra época.

Para poner a prueba la definición pensemos en una escuela técnica de nuestra época y veamos si es exactamente lo que hemos dicho. La técnica en la historia de la humanidad se desenvuelve en un largo proceso que no es del caso historiar ahora. Pero ¿cómo se transmiten estas técnicas a las nuevas generaciones? Simplemente en el mismo mundo del trabajo: lo más parecido a una organización de enseñanza técnica que nos brinda la historia es el sistema de los gremios medioevales, pero obsérvese bien que no puede ser ello llamado exactamente escuela porque no deja de ser el taller del maestro, o sea: es el mundo del trabajo al cual llegan los aprendices para que aprendan mientras ayudan y participan del trabajo real y auténtico de la producción; pero no es un establecimiento, no es una institución que se separa del mundo del trabajo y que tiene por misión específica, única, transmitir conocimientos técnicos, transmitir técnica. El aprendiz en el taller medioeval o en el taller actual, donde a veces todavía funciona el sistema del aprendizaje, no es una persona que está exclusivamente aprendiendo, sino participando de un proceso del mundo del trabajo concreto y, a la vez, aprendiendo, hasta que llega el momento en que las técnicas son tan complejas, tan grandes, y requieren a su vez tal tipo de conocimiento previo, que ya es imposible ir enseñándolas a la par del trabajo. ¿Cuándo ocurre esto? ¿Cuándo llega este momento a la humanidad? Cuando a partir de la revolución industrial las técnicas alcanzan un grado tal de complejidad que van exigiendo la separación: por eso no es casual que la enseñanza técnica así propiamente dicha, organizada como tal, y al margen de escuelas y aisladas excepciones, como sistema de enseñanza técnica organizado un poco en todo el mundo, comience a surgir en pleno siglo XIX y esté ahora en plena marcha ascendente. La razón es siempre la misma: cuando esas técnicas tienen una complejidad tal que no pueden ser transmitidas mediante procesos de tipo asistemático, entonces surgen las escuelas técnicas.

La definición también debe ser pensada desde otro punto de vista, y es el siguiente: la escuela nace para realizar tareas educativas que no puede cumplir la sociedad mediante esa labor de acción educadora asistemática y espontánea, pero no para reemplazar absolutamente nada de la acción educadora general que la sociedad cumplía antes y que sigue cumpliendo. Porque esta es la gran confusión: apenas aparece la escuela, inmediatamente aparece la errónea creencia de que la escuela reemplaza a la sociedad en algunas de sus funciones educadoras.

No es así. Lo que la escuela hace es, simplemente, cumplir funciones que la sociedad no podía cumplir; entonces, como no puede cumplirlas mediante esa labor educadora asistemática, crea una institución para que las cumpla, pero no para que la reemplace en nada que antes hacía. La escuela nunca reemplaza ni puede reemplazar nada de lo que la sociedad hace por sí misma, sino que nace para realizar algunas funciones educadoras que la sociedad no puede hacer.

La confusión se agiganta un poco porque las funciones de este tipo, las funciones educativas que tiene que hacer la escuela, van también creciendo, cada vez son muchas más. Entonces la escuela crece y se agiganta y hay una especie de tendencia a creer que lo hace a expensas de la labor educadora de la sociedad y de todas sus instituciones, pero nunca es así. La escuela cumple esta función en todo aquello que exige una acción educadora sistematizada, organizada, metodizada, por la naturaleza y calidad de los contenidos culturales que deben ser transmitidos. Esto no quiere decir que esa naturaleza y calidad implique una valoración mayor de estos contenidos culturales con respecto a aquellos otros que debe transmitir la sociedad; simplemente decimos que son de naturaleza y calidad diferentes y por eso los tiene que transmitir la escuela mediante esta labor. Pero la escuela no quita, digamos, un ápice a la labor educadora de la sociedad. Cuando lo intenta hacer, fracasa, porque su misión es otra.

Hay en nuestro tiempo una tendencia bastante peligrosa a pretender que la escuela realice acciones educadoras que por su índole no puede hacer, y esta tendencia deriva un poco de esa confusión de creer que la escuela al nacer va limando, quitando funciones educadoras a la sociedad y a todas sus instituciones, familia, iglesia, comunidad, gremios, etc. De ninguna manera: la escuela nace para cumplir todo aquello que no puede hacer la sociedad, que es mucho y que a medida que pasa el tiempo es cada vez más.

(1) En la historia de la humanidad, escuela y escritura son dos fenómenos que marchan muy cerca uno de otro, y esto también explica por qué la escritura en sus orígenes marcha muy unida a todo lo que sea instituciones de tipo eclesiástico, que son instituciones que están muy apegadas a este tipo de bienes culturales. Los primeros libros de la humanidad en casi todas las civilizaciones son o grandes recopilaciones jurídicas o libros sagrados. Por eso la Iglesia siempre está apegada al fenómeno de la escritura y por eso, además, necesita un conjunto de miembros que formen parte de ella, el clero, que requiere una formación referente a estos libros sagrados. Entonces ellos van organizando el primer tipo de instituciones escolares, de tal manera que eso explica, no por supuesto de manera absoluta y total, que escuela, escritura, iglesia, maestros, sacerdotes sean categorías que en sus orígenes marchan siempre muy cerca una de la otra.

 

4. Evolución de las instituciones escolares

Cuando aparece la escuela como institución en la sociedad, hay una primera etapa que puede llamarse de indiferenciación. Hay tres grados de indiferenciación que son: 1) la indiferenciación entre el saber y la tarea de transmisión del saber; 2) la indiferenciación entre los diversos contenidos del saber, y 3) la indiferenciación entre los diversos grados del saber.

En un primer momento, quienes dominan los contenidos culturales que deben ser transmitidos a las nuevas generaciones de manera sistemática toman a su cargo la misión docente.

Aquel que sabe es el que enseña; maestro es el que sabe y por eso en la antigüedad maestro es sinónimo de sabio. Todo sabio es a la vez maestro. Hoy no es igual. A veces decimos: todo sabio es un maestro, pero dándole a la palabra maestro otro sentido; es un maestro con su ejemplo, simplemente.

El sabio encerrado en su laboratorio, en su gabinete, ya por esa sola acción ejemplar es un maestro en ese sentido casi moral, pero no todo sabio está dedicado a la tarea de enseñar; inclusive hoy estamos distinguiendo mucho entre el investigador y el docente, mientras que en un principio de la historia de la humanidad, aquel que dominaba un saber lo enseñaba.

Hoy admitimos que se puede ser un gran sabio y no ser un educador en el sentido profesional de la palabra. Hoy se puede ser un filósofo y no ser un profesor, no enseñar filosofía; en cambio, en la antigüedad, el filósofo enseñaba filosofía. En una primera etapa están indiferenciados el saber y la misión del saber.

Tampoco se diferencian los que hemos llamado contenidos diversos. En el momento inicial de la evolución del tesoro cultural de cada comunidad los contenidos culturales propios de este tipo de sabiduría son unitarios, están unidos; por eso la sabiduría es filosofía y por eso el sabio es el filósofo, el que ama la sabiduría en su conjunto.

Tampoco, finalmente, hay diferencias entre grados de saber. No hay un saber elemental, un saber medio, un saber superior.

Cuando los niños griegos en Atenas aprenden a leer no tienen libros de lectura: aprenden a leer en la Ilíada y en la Odisea.

Los niños romanos aprenden sus primeras palabras con la Ley de las Doce Tablas, y los niños judíos aprenden directamente sobre el texto de sus libros sagrados, y los rabinos son además los maestros. Prueba esta, por otra parte, de la indiferenciación entre el saber y el enseñar. Y aprenden a leer directamente sobre los textos sagrados, o sea que aprenden el Talmud, aprenden las dos cosas a la vez. No hay un saber elemental y un saber superior. No hay un curso introductorio de filosofía después del cual se va a dialogar con Aristóteles.

Pero luego aparece una segunda etapa: la separación entre los niveles del saber, o sea los grados del saber.

Esto se divide entre dos grandes niveles que perdurarán luego por largos siglos –se puede decir que hay que llegar a la Alta Edad Media para que comience a notarse una diferenciación– y son el saber de tipo elemental y el saber superior. Por una parte está el saber elemental en cuanto saber instrumental, en cuanto se comienza por una tarea que es dar un instrumento cultural. Por ejemplo –y es típico–, el leer y escribir como instrumento cultural. Por otro lado está el saber superior.

Así definía Alfonso el Sabio en las Siete partidas: "studium generale", que correspondía al nivel universitario, y "particular", o sea el de las primeras letras.

Es cierto que las historias de a educación a menudo traen como ejemplo los diversos grados en que aparecía la enseñanza en la Roma antigua o en Grecia, por ejemplo, pero, como opinión absolutamente personal, tengo para mí que esto es una especie de tendencia a trasponer lo que tenemos ahora a lo que había antes, como una tendencia a creer que lo que tenemos ahora es lo que siempre tenía que haber.

A mi juicio, esos escalonamientos que se advierten en los procesos educativos de Grecia y Roma antigua no se pueden comparar de ninguna manera con nuestros niveles escolares.

Lo que sí se puede separar es fundamentalmente una enseñanza de tipo instrumental en cuanto se dan algunos elementos instrumentales (elementales, como la palabra indica: elementos) y luego, ya directamente, el saber de tipo superior.
Prácticamente tenemos que llegar casi a la Alta Edad Media para que comiencen a advertirse matices diferenciadores y se pueda hablar de un grado intermedio del saber.

La tercera etapa es cuando comienza a separarse directamente el saber en sí mismo de la tarea de la enseñanza, cuando comienza a haber quienes saben y quienes enseñan; cuando comienza a aparecer la persona que sabe pero no enseña, aquella que domina ciertos contenidos culturales pero no se dedica a la tarea inmediata de la transmisión metódica del conocimiento, sino que simplemente es el gran sabio, el gran investigador.

Luego comienzan a aparecer los grupos profesionales que tienen por tarea específica y constante la enseñanza, la transmisión metódica del conocimiento, sin ser ellos mismos investigadores, sino que simplemente son recipiendarios y transmisores de un saber. Por otro lado hay personajes que son grandes sabios, grandes investigadores, grandes creadores, pero no están en la tarea de la enseñanza. Entonces, ahora podemos decir, y sólo ahora, que nos encontramos con la institución escolar tipificada con sus elementos fundamentales. Esos elementos son: el grupo profesional que se dedica nada más que a la transmisión del saber; la división y organización en grados de ese saber; la separación en contenidos fundamentales diversos, y la generación joven dispuesta conscientemente a la asimilación y recepción de estos contenidos culturales. Esta es la escuela como institución típicamente diferenciada, específicamente organizada en el seno de una sociedad.

5. La escuela y la sociedad


Expondremos ahora una línea de pensamiento que puede parecer en un primer momento un poco desequilibrada desde el punto de vista de su fuerte inclinación hacia uno de estos dos elementos, escuela y sociedad, pero creo que se ajusta más a la realidad y que debe ser entendido como un enfoque inicial del tema, que para ser comprendido requiere la observación atenta de lo que se diga luego de la primera presentación.

Hemos dado una definición de escuela según la cual esta es creada por la sociedad o por cualquiera de sus instituciones, o sea que según esta definición –por lo cual insisto mucho en ella porque era lo que iba a servir de base para todo el esquema subsiguiente– la escuela es hija de la sociedad, es fruto de ella y, por lo tanto, dependiente de ella. Ha sido creada por la sociedad, para servir ciertos fines de la sociedad o de sus instituciones (uso la palabra sociedad en el sentido muy amplio), ciertos fines que esta sociedad no podía satisfacer por sí misma.

En consecuencia, la escuela es hija de la sociedad, es fruto y es dependiente de ella. Podría decirse que es una institución hecha a imagen y semejanza de la sociedad. Este es un detalle que tiene mucha importancia, porque a menudo se exige para la escuela cierta suma de cualidades –no digo virtudes, digo cierta suma de características– diferentes de las que son propias de la sociedad en la cual esa escuela está insertada, y desde el punto de vista lógico y siempre que la definición que hayamos dado sea exacta, este es un contrasentido porque la escuela no puede asumir caracteres diferentes de la sociedad en la cual está insertada, puesto que es fruto de esa sociedad, consecuencia de esa sociedad y, por lo tanto, tienen que ser hecha a imagen y semejanza de ella. Por el contrario, la escuela es una institución que tiene que representar lo más perfectamente posible los caracteres propios de la sociedad que le ha dado origen, que la ha creado. No sólo la escuela no puede ser diferente en sus características esenciales de la sociedad de la cual es fruto, sino que tiene que representarla en grado sumo, y los caracteres de esa sociedad tienen, necesariamente, que estar marcados en esa escuela con lujo de detalles, con perfección. La escuela atiene que ser típicamente representativa de esa sociedad, y esos caracteres, sean vituperables, sean excelentes, deben darse en la escuela.

La escuela tiene que estar caracterizada por los mismos elementos que caracterizan y definen a cada comunidad históricamente tipificada.

La escuela también, por lo mismo, toma sus contenidos, esos bienes culturales que maneja y que debe dar a las nuevas generaciones de la sociedad que la ha creado. Los contenidos culturales que maneja no puede tomarlos de ningún otro lado sino de esa sociedad, casi diríamos mejor: ni siquiera los toma, se los da la sociedad para que ella los maneje, los reelabore cuando sea necesario y los transmita a las nuevas generaciones, pero no es la escuela la creadora de esos contenidos culturales.

Toma también sus fines de esa sociedad. Los fines y objetivos que la escuela persigue en su acción le son marcados y señalados por las instituciones sociales que la han creado y de las cuales depende. Toma incluso sus normas de tipo general básico de esa misma sociedad. No, por cierto, sus normas particulares desde el punto de vista de la función misma que ella cumple en su interioridad, por ejemplo los elementos de tipo didáctico, aunque naturalmente las metodologías no están tomadas sino de las pautas culturales fundamentales que cada momento histórico y en cada comunidad vienen naciendo, así que en última instancia hasta esto también es tomado de la sociedad, pero, en fin, es mucho más elaborado por ella misma. Pero en cuanto a las grandes normas básicas de su estructura y de su organización, están también dadas y tomadas de la sociedad. Toma algo más de esa sociedad –algo que a menudo se olvida y que se relaciona con lo que señalé al principio sobre los educadores– toma sus elementos humanos de esa sociedad, y este es un detalle decisivo.

El elemento humano que compone la vida escolar, sea alumno, sea educador, sale de esa misma sociedad que la ha creado, no viene de ningún otro ámbito. Los educadores son también fruto de la sociedad que ha creado la escuela, son miembros de esa sociedad y gozan de los mismos caracteres fundamentales que se exigen a los miembros maduros de esa sociedad y tiene que responder a esos caracteres. No sólo no pueden diferenciarse en mucho sino que, por el contrario, deben responder lo más acabadamente posible al tipo humano propio de cada comunidad históricamente diferenciada también.

Cada comunidad, cada grupo social, idealiza un tipo de hombre, tiene un tipo humano que representa su modelo ideal, y los educadores deben responder lo más acabadamente posible a ese tipo de hombre. Las sociedades de cualquier tiempo y lugar suelen admitir en su seno a personas que quizá no respondan muy acabadamente al tipo humano de esa sociedad, siempre y cuando la línea que podemos llamar de desviación del tipo ideal no sea exagerada.

Supongamos que los espartanos admitieran en su seno a un espartano que no hubiera demostrado extraordinaria valentía en la batalla: lo admitirían siempre y cuando no hubiera demostrado extraordinaria cobardía, cosa que los espartanos no hubieran permitido de ninguna manera. Siempre y cuando su línea de distanciamiento del tipo ideal no fuera exagerada, podían admitirlo, pero nunca lo hubieran admitido como educador de las juventudes espartanas.

En nuestra sociedad, dentro de ciertos ambientes morales más o menos definidos –y hagamos un poco de abstracción de lo confusas que están las cosas en este orden en nuestro tiempo–, es probable que admitamos a personas que se aparten en alguna medida de este tipo ideal en cuanto a pautas, normas y conductas morales, pero difícilmente admitiremos ese personaje, aún con ese leve apartamiento del tipo ideal, para educador de nuestros hijos. Quiero decir que el elemento humano propio de la escuela es fruto de la sociedad; por supuesto, es tomado de esta sociedad y debe responder muy típicamente al tipo humano propio de ella, con su conjunto de virtudes y defectos, si se quiere, pero que son el conjunto de características que tipifican a cada miembro de cada comunidad históricamente ubicada. Entonces, también en cuanto al elemento humano que compone el ámbito escolar, la escuela es hija de una sociedad y dependiente de ella.

El elemento autoridad de la escuela, inclusive, lo toma también de la sociedad; es ella la que da su autoridad a la escuela. Son las familias, el Estado, la Iglesia, la sociedad en conjunto la que crea la escuela y la inviste de una autoridad básica y esencial para que ejerza su labor, y esto podría ejemplificarse de muchas maneras: desde el ámbito de leyes escolares hasta la delegación tácita de la autoridad que hacen los padres en los maestros cuando les confían a sus hijos.

En una palabra, esta escuela es una institución que hace una parte de un todo y son la sociedad y todas sus instituciones: familia, Estado, Iglesia, gremios, comunidades libres, etc., las que influyen sobre la escuela, la determinan, la caracterizan, le fijan normas, le dan sus fines, la proveen de contenidos y hasta le otorgan el elemento humano necesario para desarrollar su labor.

Al llegar aquí supongo que quizás esta línea de pensamiento pueda parecer un poco desequilibrada en orden a lo que la sociedad es frente a la escuela y la escuela puede empezar a parecernos algo un tanto pobre en medio de esta sociedad que la determina, la manda, la influye, la caracteriza, y los educadores, en el ámbito escolar, serían algo así como nada más que fieles servidores de un conjunto de normas, ideas, circunstancias que les son impuestas.

En primer lugar no debe asustar este concepto antes de ver si es exacto o no, porque si fuera así, aunque no nos resultara grato, siempre seguiría siendo exacto.

En segundo lugar, recordemos lo dicho al principio: salgamos de la escuela, olvidémonos de que estamos dentro de ella, olvidemos que somos sujeto y objeto de la visión y reflexionemos desde el punto de vista de las estrellas y miremos a la escuela ahí debajo, a ver qué ocurre con ella.

Si nos ponemos en esa postura vamos a ver que indudablemente todo lo que hemos dicho hasta ahora es inobjetable, es por definición así y no puede ser de otra manera. Ahora ocurre que esto es así por definición y por esencia, pero además ocurren otras cosas, que vamos a señalar ahora no para ablandar un poco el concepto o para conformar a los educadores, que están en el ámbito escolar, sino porque también son fenómenos que tienen existencia real.

La escuela, institución así creada, criatura de la sociedad, dependiente de ella, hecha a su imagen y semejanza, se pone en marcha, comienza a caminar, a andar por sí misma, y cobra algunos caracteres particulares que es su prestigio.

Un prestigio muy singular en la vida de la sociedad, determinado entre otras cosas por los contenidos que la sociedad confía a la escuela. ¿Qué contenidos son ellos? Los de mayor jerarquía, de mayor valor intelectual, los más ricos, los más valiosos para ella desde algunos puntos de vista (no todos los contenidos más valiosos están en la escuela, por cierto, pero sí los más difíciles de ser transmitidos). Quiere decir que la escuela, las instituciones escolares, andando el tiempo se van convirtiendo en algo más: no sólo son transmisoras de bienes culturales, sino que son recipiendarias de esos bienes culturales, y son por eso mismo custodios de esos bienes culturales. Entonces, las instituciones culturales van adquiriendo en medio del ámbito de la sociedad un prestigio singular, van imponiendo una fuerza por sí misma, y a pesar, entonces, de ser criaturas de la sociedad, hijas de ella y dependientes de ella, suelen imponerse ante la misma sociedad por un prestigio que andando el tiempo fluye de toda su acción y de todas sus paredes.

Nos pasa en un plano individual con los maestros de nuestros hijos, con los profesores: somos nosotros los que los llevamos y se los entregamos; por nosotros ese maestro y ese profesor gozan de una autoridad sobre nuestro hijo y en última instancia, desde este punto de vista jerárquico, él es dependiente en cierta medida de mi persona, que le confía un hijo y le delega su autoridad, pero debido a la trascendencia de la misión que le confío, a la altura de los bienes culturales que debe transmitir, ese maestro –si es digno de su labor, naturalmente– se impone también con su prestigio especial ante mí mismo y lo respeto, y acato a veces sus opiniones y lo escucho. Entonces, este maestro, que es un servidor mío –por supuesto, en el alto sentido de la palabra servidor–, está cobrando un prestigio singular.

Desde este punto de vista diríamos que la escuela es, efectivamente, sierva de la sociedad, ha nacido para servirla, pero adquiere en su servicio la altísima dignidad que le confiere la tarea que le ha sido confiada; adquiere la altísima dignidad del servidor, en el sentido más alto que podemos dar a esta palabra, porque cumple una función de servicio.

Este prestigio de la escuela hace que a menudo adquiera por sí misma una autoridad que ya entonces no le es dada, que no depende de lo que la sociedad le señaló, sino que ella obtiene por obra de ese prestigio. Y entonces, andando el tiempo, la escuela como institución cobra una autoridad que es propia, auténtica, que nace de su labor, y el maestro junto con la institución escolar gozan frente a sus alumnos de una autoridad que ya no depende de aquella original que le ha sido dada, sino que han conquistado por el prestigio de su tarea, por la dignidad de su oficio. Cuando esto sucede, aquella influencia que venía de la sociedad y sus instituciones hacia la escuela comienza a revertirse, y va de la escuela hacia la sociedad, y como la historia enseña con tantos ejemplos, se advierte que las instituciones escolares han influido decididamente en la sociedad en diversos ámbitos, y hasta hemos visto cómo ciertas instituciones sociales han detenido en algunas ocasiones su propio poderío frente a la institución escolar.

Y ocurre algo más: como el proceso de elaboración cultural y de acrecentamiento de la complejidad del campo cultural no detiene jamás su marcha, se llega a instantes en que proseguir la labor de creación cultural se hace cada día más difícil. La labor de creación cultural no es propia del ámbito escolar por definición. El ámbito escolar, lo hemos dicho, nace para la transmisión de aquellos contenidos culturales que por su complejidad no puede transmitir la sociedad mediante su acción educadora asistemática y espontánea, pero quien realiza la labor de creación cultural es la sociedad y todos sus órganos y todos sus miembros en el campo de a técnica, de la ciencia, de las normas, de las costumbres, de los hábitos, de la investigación, de la literatura, de la música, etc., pero a medida que este campo cultural se hace más complejo, más difícil, poco a poco la labor de creación cultural se hace también más difícil y más compleja. Entonces ella no se puede realizar fácilmente en el aislamiento de los laboratorios y de los gabinetes. Así, por ejemplo, en el campo científico hace ya mucho tiempo que el hombre de ciencia trabaja en grupo, en equipo, en los institutos, en los laboratorios. Hoy, prácticamente, en el campo de las ciencias llamadas exactas, físicas o naturales, la labor de creación cultural aislada, del genio o del creador individual, es un fenómeno desconocido. Poco a poco, este fenómeno va pasando incesantemente hacia las llamadas ciencias del espíritu, o ciencias humanas o sociales. Cada vez son menos los campos donde las posibilidades de la creación aislada, separada de la comunidad, tienen aún alguna posibilidad. Es natural que las labores de creación cultural, de investigación, vaya centralizándose, institucionalizándose, también ellas, en estos ámbitos específicos, que hasta ahora han sido los grandes recipiendarios del saber y de la cultura, es decir las instituciones escolares en su nivel superior; por eso es tan común que hoy las universidades culminen todas con institutos de investigaciones de alguna naturaleza. Es lógico, es natural, es, casi diría, económico en el sentido organizativo, que las instituciones dedicadas a la investigación, a la creación y a la recreación cultural, se monten sobre estas instituciones culturales de nivel superior.

Observemos, en consecuencia, que, sin que desde el punto de vista conceptual pierda nada de exactitud todo lo que dijimos al principio sobre la relación original entre la escuela y la sociedad, resulta cierto también que por esta otra suma de factores, derivados unos del prestigio social, moral, intelectual, que la escuela cobra, y otros por las circunstancias especiales de la vida contemporánea que han complejizado nuestra estructura cultural, las instituciones escolares tengan una acción que podemos llamar "de ida y vuelta" en cuanto a su relación con la sociedad, y siendo originariamente criatura suya pueden influir sobre ella, luego, por variados caminos.

Resulta sumamente necesario no olvidar, sin embargo, el punto inicial en cuanto a la dependencia original y básica de la escuela con respecto a la sociedad. Insistimos mucho en ello porque por una tendencia muy natural del hombre, como estamos en la función de educadores y en el ámbito escolar, nos tienta un poco acordarnos de aquello que eleva o prestigia la institución en la cual estamos y nos es grato tener presente mucho de lo que nosotros, los educadores profesionales, representamos para la sociedad, de lo que la escuela puede significar hacia la sociedad, pero nos olvidamos de aquella otra relación original y primera. En segundo lugar, otra tendencia bastante habitual en los estudios pedagógicos de los últimos siglos ha puesto exagerado énfasis en este papel de la escuela y en su prestigio y capacidad, y ha olvidado la relación original entre escuela y sociedad.

Si esto no se tiene en cuenta, no se puede entender el papel que la escuela cumple en realidad. Los educadores somos los primeros que debemos tener siempre en cuenta esta relación inicial, esta dependencia de la escuela con respecto a la sociedad, este papel que asumimos en cuanto mandatarios de una sociedad determinada. Ello conduce a recordar que muy habitualmente se formulan quejas contra lo que la escuela hace y contra lo que la escuela logra. A menudo esas quejas son ciertas y muy justas pues es verdad que hace mal muchas cosas, pero otras veces estas quejas son simplemente equívocos con respecto a la misión de la escuela y a lo que la escuela puede hacer, porque, debido a que se olvida esto de que la escuela, por ejemplo, es fruto de una sociedad y hecha a su imagen y semejanza, se le pide de pronto a la escuela que determinados problemas de la sociedad los resuelva por sí misma, y como si los educadores y la escuela fueran artífices todopoderosos, se les pide que, transformando una serie de circunstancias de la vida social, tomen a su cargo una serie de tareas que ellos no están en condiciones de hacer.

Los educadores deben ser los primeros en ubicarse bien con respecto a lo que la escuela debe hacer y puede hacer o está en condiciones de hacer, y señalar con toda claridad ese papel, asumir luego esa responsabilidad, y esa sí cumplirla con toda dignidad y con toda altura.

Hay una especie de grandilocuencia exagerada en torno de la escuela, que permanentemente cae un poco sobre los educadores y sobre la escuela, que por un lado halaga sus oídos, pero por otro lado hace correr riesgos muy grandes, y es que luego se les achaque un poco todos los fracasos, errores y culpas de la sociedad y de sus instituciones.

La escuela, entonces, debe saber ponerse en su lugar, evitar la grandilocuencia, y no admitírsela a los demás, pero para ser verdaderamente grande, es decir para poder cumplir su papel.

Los fracasos de la escuela o de lo que a la escuela se le ha pedido pueden ser muy a menudo fracasos de lo que la escuela no podía hacer, o sea: el error estuvo en pedir a la escuela lo que ella no estaba en condiciones de hacer. La escuela es imagen de una sociedad y tiene que cumplir ciertas misiones; estas sí con gran altura y eficacia. Se suele decir, por ejemplo, y muy a menudo: lo que pasa es que la escuela se ha alejado de la vida. Este ha sido un "leitmotiv" bastante habitual en muchas circunstancias. Podríamos citar una serie de ejemplos, de circunstancias, de autores que de esto hablan.

Es necesario saber poner las cosas en su lugar y decir con toda franqueza: la escuela no puede ser igual que la vida en cuanto se quiera decir con ello que la escuela tiene que transformarse en algo completamente similar a todo lo demás que la rodea. No, la escuela es algo distinto, la escuela no es exactamente igual que la familia, que la Iglesia, que las demás instituciones sociales. La escuela, por ejemplo, por más que nos halague el oído, no es ni puede ser segundo hogar, ni la maestra puede ser segunda madre, porque la madre tiene que cumplir su papel y la maestra el suyo, que no es el mismo. La escuela tiene un papel absolutamente diferente del que concierne al hogar, porque si tuviera que hacer lo mismo que el hogar no haría falta la escuela. Si ha nacido la escuela es porque tenía otras cosas que hacer. La escuela debe decir: no, segundo hogar no, porque segundo hogar será siempre hogar imperfecto, hogar defectuoso, y si se me pide que cumpla lo que el hogar y la familia hacen, lo haré siempre a medias, irregularmente; pídaseme lo que yo debo hacer, y esto sí debo comprometerme a realizarlo.

Es necesario quitar de encima de la escuela un conjunto de palabras, de frases y de literatura que a menudo, repito, halagan los oídos, y son aptos para discursos de toda índole, pero que no justifican, no dicen con exactitud el papel de la escuela. Entonces, cuando se haya ajustado con precisión lo que la escuela puede y debe hacer, eso sí debe serle exigido, y de esos fracasos sí debe dar cuenta.

Esos son los deberes de la escuela. Los educadores tienen que cobrar clara conciencia de ello y ser los primeros en saber situarse en su lugar.

Evítese la grandilocuencia de las palabras que halagan los oídos o los sentimientos, y acéptese las definiciones tal vez menos ampulosas, pero que hablan más a la justa razón. En el cabal cumplimiento de sus fines propios la escuela encontrará efectivamente la grandeza que en innumerables ocasiones ha merecido.

 

 

III. La educación continua o de lo estático a lo dinámico
en el campo cultural

 

I

La necesidad de completar y actualizar los conocimientos técnicos y profesionales que los estudios regulares hayan proporcionado, con el fin de poder desempeñar eficazmente el cometido de la misión que las diversas especialidades tienen asignadas en el campo del trabajo humano, está reconocida desde antaño y podría decidirse, desde ese punto de vista, que el perfeccionamiento no es una novedad. Pero esto es cierto si nos limitamos a aquella concepción inicial de perfeccionamiento, es decir a una visión limitada escuetamente al sentido estricto del término. Diferente es, en cambio, el concepto y distinto es el grado de novedad de este fenómeno si nos referimos, cuando hablamos de perfeccionamiento, a la situación que se difunde cada vez con mayor fuerza en nuestros días y que consiste en un auge inusitado de todos los sistemas de actualización y de todas las formas posibles de completar y renovar el saber, dentro de todas las profesiones y actividades.

No es necesario retroceder mucho en el tiempo para encontrarnos con una concepción de perfeccionamiento bastante distinta de la actual. Tres o cuatro décadas atrás, por ejemplo, se admitía comúnmente, aun entre el vulgo o entre los grupos de mediana formación cultural, que el médico era un caso típico de profesional que “siempre debía seguir estudiando”. Así se decía y así se admitía. Pero ¿qué se entendía entonces por ese “seguir estudiando”? La idea que uno se forjaba del médico que “seguía estudiando” era la de un hombre que de vez en cuando, con más o menos regularidad, al término de la labor de cada día, en cambio de destinar sus horas libres exclusivamente al esparcimiento o al descanso, se consagraba en su hogar a repasar sus textos o a leer e informarse de algunas de las novedades que en el campo de la medicina fueran apareciendo. La imagen hace pensar en un médico que luego de las horas de consultorio, quizás antes de la cena, quizá antes de ella, se encerraba un par de horas a leer, en silencio, el volumen o el tratado con la última novedad o el último descubrimiento.

Con respecto a la profesión docente, ya la ley 1420, de 1884, preveía la obligatoriedad, para los maestros, de concurrir a las “conferencias” que debía organizar el Consejo Nacional de Educación con fines de actualización y perfeccionamiento. Claro está que en aquel tiempo esto se pensaba, en gran medida, como un paliativo frente a la carencia de personal docente diplomado, es decir egresado de los establecimientos destinados a capacitarlos técnicamente para su labor.

Hoy, en cambio, cuando se habla de perfeccionamiento, la imagen es otra. Se piensa en seguida en cursos, en cursillos, en grupos de adultos, profesionales en ejercicio en una u otra actividad, asistiendo a clases y a lecciones, vueltos, en una palabra, a la actitud de alumnos y retornando, periódicamente, a la postura espiritual y hasta formal de estudiante. Entre los médicos el fenómeno se da en forma clarísima. El Departamento de Graduados de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires organiza anualmente cientos de cursos sobre toda clase de temas científicos o sobre sistemas y técnicas. Es muy difícil encontrar hoy un médico –sobre todo si es relativamente joven– que junto con el ejercicio de su profesión no está concurriendo simultáneamente a uno o más cursos y rindiendo exámenes.

No es necesario señalar lo que ocurre en el sector docente, puesto que es bien sabido cómo se ha multiplicado este tipo de ofrecimientos para los maestros y profesionales y son irrefutables las muestras de interés con que los educadores responden a esos ofrecimientos.

Pero el fenómeno es similar –aunque se presenta con modalidades disímiles– en casi todas las actividades. Lo más notable es que este concepto de la “necesidad de seguir estudiando”, que antes era sólo privativo de las profesiones de alto nivel cultural y muy particularmente de las universitarias, se extiende también para las funciones de nivel medio, y con el nombre de “capacitación”, las empresas modernas suelen montar sistemas de perfeccionamiento y actualización de su personal o acuden a instituciones que preparan cursos especiales para esa misión. Así, se ha convertido actualmente en un hecho común que los “ejecutivos” –para emplear la palabra que se ha impuesto en nuestro medio– sigan cursos especialmente creados para ellos; y que los “capataces”, en la industria, deban tomar obligatoriamente clases que incluyen desde conocimientos técnicos hasta nociones de psicología laboral. En una palabra: si bien el concepto estricto y originario del “perfeccionamiento” no es una novedad, sí lo es en cambio la extensión inusitada que ha tomado en nuestros días. Puede decirse pues que nos hallamos frente a un fenómeno nuevo, propio de nuestro tiempo, que se da universalmente y que abarca, de hecho, todas las profesiones y todas las actividades de cualquier nivel.

Es hora, entonces, de analizar los motivos determinantes de esta nueva situación y de procurar aclarar e interpretar las modalidades que el perfeccionamiento cobra en nuestros días.


II

¿Qué es lo que ha sucedido para provocar esta necesidad masiva y urgente de actualización y de estudio permanente para hombres y mujeres que ya han concluido sus cursos escolares regulares y obtenido títulos, grados o diplomas que los habilitan formalmente para el ejercicio de una profesión, arte u oficio? Creemos que son dos los motivos determinantes del fenómeno. Dos motivos que, en última instancia, se confunden en un solo proceso. Nos referimos a la magnitud enorme de la complejidad cultural del mundo contemporáneo y a la velocidad extraordinaria que ha adquirido últimamente el proceso de renovación y de progreso cultural.

III

Analicemos el primero punto: la gran complejidad cultural de nuestro tiempo. Sobre cualquier campo del saber y del hacer humano que dirijamos la mirada, nos encontraremos con una complejidad notable. Cincuenta años atrás un médico era una persona que prácticamente dominaba la casi totalidad del saber de la medicina de su tiempo. Los especialistas eran relativamente escasos y en general se reputaba tales a los grandes maestros y profesores de la ciencia médica. O, en todo caso, las especialidades eran unas pocas y muy diferenciadas, verbigracia de cirugía o la pediatría. No es un secreto para nadie que, por el contrario, la multiplicación actual de las especialidades, en medicina, ha alcanzado ya extremos sorprendentes, y el proceso no tiene miras de detenerse. Por otra parte, la cantidad, simplemente la cantidad de conocimientos que un médico debe adquirir hoy en su etapa formativa es notablemente mayor que medio siglo atrás. Las escuelas de medicina de todo el mundo procuran incorporar a los años iniciales de la carrera algunas disciplinas básicas que antes ni se soñaba enseñar, como Matemáticas, y con respecto a otras, como Química, las exigencias son notablemente mayores.

En síntesis: la Medicina, como ciencia y como arte, como saber y como profesión, enfrenta hoy un problema doble: por un lado ampliar la base de formación general común a todos; por otro, multiplicar las especialidades y formar a esos especialistas sobre la base de los graduados que ya tengan aquella excelente y amplia base general. Más, al principio, en lo general; más, al final, en lo específico. Lo mismo ocurre en otras profesiones, aunque el común de las personas lo advierta menos. Pero el fenómeno es absolutamente el mismo entre los economistas, por ejemplo, o en el campo de las ciencias jurídicas y sociales. ¿Y qué decir de las tradicionalmente llamadas disciplinas humanísticas, que hoy enfrentan la necesidad de colocar una materia que se llama “Estadística”, que requiere ineludiblemente buenos conocimientos matemáticos, entre las que componen sus planes de estudio?

Pero esta complejidad cultural no se refiere solamente a los estudios o las carreras universitarias. Es un fenómeno que afecta la vida cotidiana de todos nosotros, que se da en las circunstancias más triviales de cada día. Así como en una empresa comercial se complican cada día más los procedimientos de trabajo –y aparece la necesidad de un gabinete psicotécnico, por ejemplo, para el reclutamiento del personal y para realizar eficientemente las promociones o el movimiento interno del personal–, se hace más difícil, desde el punto de vista cultural propiamente dicho, la vida hogareña, pues manejar un lavarropas automático moderno es incomparablemente más complicado –aunque menos fatigoso para el músculo– que fregar ropa sobre una tabla. Ganamos en comodidad y ahorramos fatigas y esfuerzos musculares, pero la humanidad se exige cada día más a sí misma en el orden intelectual y se complica cada día más dentro del marco de la cultura.

IV

Dijimos que había otro motivo determinante de estas exigencias de perfeccionamiento permanente. Y nos referimos a la velocidad del progreso. La renovación cultural, la aparición de novedades dentro de cualquier campo, sea en lo referente a costumbres y usos (formas de saludar, modas), sea en lo referente a técnicas (maneras de cultivar el suelo, reemplazo del barco de vela por el de vapor) o a normas de vida (aceptación del crédito sin rechazos éticos como parte integrante de la vida económica empresaria o familiar), finalmente, a aspectos de la ciencia y de la metodología profesional, es un proceso que tiene sus leyes propias. No entraremos a analizarlas, pues no es el tema que nos corresponde ahora, pero sí debemos citar una de ellas: la lentitud. La renovación social, en cualquier terreno en que se presente, se caracteriza por realizarse lentamente, tan lentamente que puede decirse que los hombres no alcanzan a darse cuenta de que se está produciendo. Es esta una sagaz manera que la sociedad ha encontrado para progresar sin sufrir trastornos que la alteren en demasía. Los procesos renovadores bruscos pueden acarrear graves inconvenientes a un pueblo. La lentitud en aceptarlos garantiza a la sociedad la completa participación de la comunidad en el proceso renovador y permite su integración total en el grupo sin violencias y sin dificultades. Lo normal es que el cambio ocurra, como dijimos, casi sin que el grupo se dé cuenta.

Pero esto no es siempre así. Hay etapas históricas que pueden denominarse de “aceleración” del proceso de renovación. Es decir, momentos en los cuales, por circunstancias diversas, el cambio se produce con rapidez anormal y el grupo tiene tiempo de advertirlo y de vivir las dificultades que ese cambio provoca. Se admite hoy sin discusión que vivimos una de esas épocas de cambio acelerado y que, probablemente, nunca presenció la humanidad momentos en los cuales la renovación y el cambio hayan sido tan intensos y, sobre todo, tan rápidos. Limitemos nuestro análisis a un solo punto: la velocidad del progreso científico y técnico. Hasta pocas décadas atrás, las novedades científicas o técnicas se sucedían pausadamente, al menos desde el punto de vista de la duración de la vida humana. Si bien veinte años constituyen un breve instante de la historia de la humanidad, son un lapso bien largo desde el punto de vista de un hombre. Supongamos que en algún campo de la ciencia se produzcan novedades realmente fundamentales cada veinte años: entonces, la vida de un hombre dedicado a ese campo, considerando que desde su graduación universitaria dispondrá, a lo sumo, de cuarenta o cincuenta años de vida útil, le alcanzará para tener que acomodarse a no más de dos o tres novedades fundamentales. Y conviene recordar que ha habido etapas históricas durante las cuales la aparición de nuevas ideas o conceptos o la aparición de novedades verdaderamente esenciales se produjeron con lapsos mucho más prolongados entre una y otra. En cambio, en nuestros días, cada hombre se ve enfrentado a la dramática situación que le plantea un proceso casi alucinante de aparición de novedades una tras otra, que le exigen un esfuerzo notable para no quedarse atrás, y que lo ponen frente a dificultades a veces insalvables, pues a menudo no le alcanzan ni el tiempo de que dispone ni sus energías para poder “mantenerse al día” dentro de su arte o de su ciencia. Fenómeno que no debe confundirse, por supuesto, con el afán de “estar al día” respecto de la última moda o del último acontecimiento social o de la última ocurrencia artística de tal o cual grupo, que es propio del “esnobismo”. Más aún: al margen de un saber o de un que hacer concreto y determinado, resulta hoy necesario un esfuerzo nada sencillo simplemente para no quedarse atrás en la comprensión general del mundo que nos rodea y para poder mantenernos al día en la interpretación de los fenómenos sociales y políticos que nos rodean. Viven hoy muchos hombres que siguieron con profunda atención el proceso político internacional hasta aproximadamente la conclusión de la segunda gran guerra mundial, y estuvieron atentos a los más importantes problemas y acontecimientos que en el siglo se fueron produciendo. Pero de 1945 acá, la multitud de fenómenos realmente sustanciales que se han ido sucediendo y cambiando prácticamente cada lustro la perspectiva total y el enfoque general de los problemas es tan grande, que buena parte de esas personas no han logrado mantener esa ubicación dentro de la problemática general y se mantienen en un esquema de “postguerra”, digamos así, que los incapacita para entender lo que pasa hoy. No sería exagerado –aunque parezca broma– decir que está haciendo falta un gran cursillo de perfeccionamiento para poder comprender los lineamientos básicos de la situación internacional contemporánea.

V

En una palabra: llegamos a lo que constituye el nudo central del pensamiento que deseamos exponer. La cultura de nuestro tiempo ha dejado de poseer un carácter “estático” para pasar a un carácter “dinámico”.

La cultura tradicional era, para la perspectiva histórica de la vida humana, un fenómeno “estático”, es decir que para cada hombre el caudal cultural que recibía en sus etapas formativas (niñez, adolescencia, juventud) representaba un conjunto de normas, costumbres, formas de vida, concepciones religiosas, filosóficas, morales y políticas, y, además, un conjunto de conocimientos científicos y técnicos que se mantenía prácticamente invariable a lo largo de toda su existencia o que, a lo sumo, registraba escasas variaciones, en cantidad y en calidad. Un médico de otro tiempo también se perfeccionaba, es verdad, pero el caudal de conocimientos científicos y técnicos con que había egresado de la universidad constituía, durante toda su vida, el grueso esencial de su formación. También podían variar las costumbres y las formas de vida de un hombre cualquiera, pero en líneas generales el caudal cultural heredado de sus mayores en cuanto a concepción de vida, formas de proceder e interpretación de los sucesos de la vida cotidiana la acompañaba prácticamente sin cambios esenciales hasta su muerte. Podría decirse que –siempre hablando desde el punto de vista de la perspectiva histórica de la duración de la vida humana– la cultura era un caudal “congelado”. Esto también otorgaba un carácter estático a los grandes repositorios del saber humano: bibliotecas, museos, libros. La imagen de la sabiduría se halla ligada desde hace siglos a la imagen de enormes bibliotecas con hileras de volúmenes alineados en innúmeras estanterías. La idea que el vulgo se forma de un hombre de gran formación intelectual, un gran científico por ejemplo, está asociada a la imagen de un mueble lleno de grandes libros, inmóviles tras los vidrios, como tras celosos custodios de un saber bien establecido. Todos tenemos presente, por otra parte, la visión del bufete del gran abogado, o del consultorio del gran médico de antaño, que ostentaba casi siempre los volúmenes capitales de su formación y de su caudal cultural, esos volúmenes que en sus años de estudiante él consumió –valga la expresión– en largas jornadas, y que posteriormente lo acompañaban como fieles amigos, como fuentes magistrales a las que podía acudir en cualquier instante.

Todo eso es una imagen del pasado. Cada vez tiene esto menor importancia y esas grandes colecciones de volúmenes, ya jurídicos, ya científicos, ya técnicos, bien encuadernados en papeles de alta calidad –como una prueba más de un sentido último de permanencia y de estaticidad–, comienzan a ser miradas como elemento decorativo o de presuntuoso mal gusto antes que como auténtico elemento de trabajo o de valía cultural.

El carácter dinámico de la cultura –ese carácter que antes, para poder ser advertido, requería situarse en una perspectiva histórica abarcadora de siglos– se pone de relieve ahora aún para el breve lapso que abarca la vida de un hombre, y es por esto que ahora cada hombre se ve obligado a vivir en medio de un caudal cultural no hecho de una vez para siempre sino en proceso permanente de transformación.

A cada hombre ya no le es dado un caudal que ha de constituir su núcleo esencial para desenvolverse en el campo científico o técnico o simplemente para “vivir” ubicado en su medio, sino que le es dado apenas un equipo de elemento con los cuales él ha de procurar mantenerse en un constante proceso de “culturalización”.

Si se nos permite una imagen, diríamos que antes se proveía a cada hombre de algo así como de un salvavidas adecuado a su oficio o profesión con el cual podía mantenerse a flote sin mayores problemas durante el resto de su vida. A lo sumo, cada tanto debería hacer una revisión de su salvavidas, controlar la presión del aire o ajustar algún elemento. Ahora, dentro del marco cultural contemporáneo, lo mas que podemos hacer con cada hombre científico, profesional, técnico o simplemente ciudadano o padre de familia, es enseñarle bien a nadar, y su misión consistirá en nadar por el resto de su vida. En cuanto deje de hacerlo, la corriente lo arrastrará o lo ahogará.

Por eso es que aquellas imágenes estáticas de la cultura tradicional han sido reemplazadas por otras que pueden llamarse dinámicas. Los grandes volúmenes, los libros de antaño, son actualmente reemplazados con ventaja por la revista de alto nivel, especializada, de aparición periódica y regular. Si un jurista o un médico o un arquitecto de nuestro tiempo quiere destacar ante sus clientes su alto nivel profesional o académico, mejor que colocar detrás de sí en imponentes anaqueles hileras de volúmenes lujosamente encuadernados, deberá desparramar sobre su escritorio los últimos números de las principales revistas especializadas del país y del extranjero que reciba regularmente. Obsérvese que el gran volumen, la gran obra, significa también un fenómeno cultural fruto de una lenta elaboración. Largos años fueron seguramente necesarios para armar el saber que encierra el gran volumen; otros muy largos años para escribirlo. Quizá veinte, quizá treinta; no es raro encontrar esas obras que demandaron una vida. Luego se editaban, y hasta materialmente, como dijimos, adquirían su carácter de permanencia. Después, por años, eran la fuente principal de consulta, de estudio, de información. Muy poco sentido tendría hoy esto, frente al sucederse de las novedades científicas y técnicas, que tornan envejecido en un par de años el último descubrimiento y que exigen la difusión rápida de esos descubrimientos y novedades.

Ciertas cátedras universitarias no ponen ya a disposición de los alumnos ni de los visitantes imponentes anaqueles con enromes volúmenes, sino un eficiente sistema de recepción de revistas y de catalogación inmediata de artículos. Me atrevería a decir que el concepto tradicional de “biblioteca” va siendo reemplazado por el de “centro de documentación”, que implica, por su estructura y funcionamiento, ese elemento de dinamismo que venimos señalando como esencial del mundo cultural contemporáneo.

Así pues, a la biblioteca, elemento estático, se opone hoy el centro de documentación. Al libro, al gran volumen, la revista especializada de alto nivel, o el libro pequeño, el folleto, de rápida impresión y de rápida circulación.

VI

Algo muy similar a todo esto es pues lo que sucede con el fenómeno de los “cursos” o “cursillos”. Al gran curso magistral de antaño comienzan a superponerse los “cursillos, como fenómeno dinámico frente al carácter preferentemente estático de aquel. Antes, lo único aceptable era asistir al gran curso dictado por el gran maestro, que resumía en las lecciones de un año el amplio caudal de su saber. Hoy no es raro que ese mismo gran maestro, dentro del proceso de evolución cultural en el cual se halla inmerso, organice sus cursos o cursillos relativamente breves para explicar tal o cual tema, tal o cual novedad, para aclarar tal o cual concepto nuevo o enseñar tal o cual técnica recientemente aparecida.

En una palabra: asistimos a un proceso que puede denominarse de “revalorización” o de “jerarquización” de procedimientos que se consideraban antes como de tipo menor, y que algunas personas –precisamente faltas de una comprensión de los problemas de la hora– consideran un tanto despectivamente: el curso aislado, el cursillo, el artículo, el folleto, la revista.

Es imposible no advertir un problema de nuestra época: el envejecimiento de los libros, que constituye un fenómeno aterrador, pues es frecuente el caso de una obra que después de haber costado largos años de compaginación queda envejecida por nuevas ideas, nuevos problemas o nuevas circunstancias muy poco tiempo después de su aparición.

Entiéndase bien que con las palabras precedentes no queremos decir que desdeñamos el valor del libro o del gran volumen, que dentro de otro contexto y dentro de su nuevo papel habrá de llenar siempre una misión. Tampoco desdeñamos el papel del curso fundamental. Lo que afirmamos es que al lado de todo eso surge hoy este otro aspecto de la cultura dinámica, estos otros fenómenos que son las revistas, los cursillos, los folletos, que adquieren una dimensión nueva y una jerarquía que no tenían tres décadas atrás. Y consideramos un grave error esa postura despectiva con que ciertas personas o grupos enfocan la obra que este tipo de procedimientos cumplen. Aunque a veces, en verdad, detrás de esas posturas y de ciertas pretendidas exigencias no se oculta sino un desesperado afán por impedir que los vientos de la renovación y del avance cultural se hagan presentes mientras ellos se sienten impotentes para mantener su propia actualización y para seguir de cerca ese proceso de renovación y de avance.

VII

Llegamos, al fin, a comprender que en la situación cultural que vive el mundo de nuestros días no puede aceptarse ya en ningún caso una postura estática para el caudal cultural, de cualquier tipo y de cualquier nivel de persona alguna, sino que debe exigirse una postura de “dinámica cultural”.

Claramente muestra esta nueva situación la expresión que se ha difundido últimamente de “educación continua”.

Creemos que ella revela con absoluta claridad lo que debe entenderse hoy con el concepto de “perfeccionamiento”, y que ella es suficientemente reveladora, por un lado, de la importancia que alcanzan este tipo de cursos y por otro del sentido dinámico que adquiere el mundo de la cultura.

Permítasenos citar, en este punto, lo dicho en el diario La Nación del 15 de julio de 1964: “¿Qué se quiere decir con esta expresión? Sencillamente que la etapa de los estudios regulares no concluye con la obtención de los estudios o diplomas que concedan las casas de estudio, sino que el proceso educativo ha de proseguir permanentemente a lo largo de la vida. Los departamentos o institutos de graduados, también llamados a veces escuelas de “post-graduados”, cumplen la misión esencial de permitir este proceso de educación continua a médicos, abogados, ingenieros, hombres de ciencia o especialistas en disciplinas estéticas o humanísticas. No se concibe hoy, en efecto, que alguna de estas profesiones pueda ser ejercida sin una constante actualización de conocimientos y sin un esfuerzo sistemático que prácticamente convierte a los egresados de las universidades en estudiantes perpetuos.

“El concepto de la «educación continua» ha venido a modificar también profundamente otro antiguo concepto pedagógico: el que se refiere a la educación de adultos. Hasta ahora esta rama de la actividad escolar se consideraba como un complemento que se ofrecía a aquellos adultos que por cualquier motivo no hubieran podido completar sus estudios regulares en las etapas normales de la vida, es decir la niñez o la adolescencia. A lo sumo, se extendía a brindar instrucción básica a personas que se incorporaban ya adultas al seno de una sociedad –como los inmigrantes, por ejemplo– o a dar alguna posibilidad de perfeccionamiento a trabajadores en actividad. Hoy, en cambio, se acepta que la educación de adultos no es sino un capítulo de la educación continua, y que a los hombres y mujeres que han pasado las etapas juveniles de la vida se les debe seguir ofreciendo la oportunidad de frecuentar estudios regulares que por un lado completen, perfeccionen y actualicen los conocimientos recibidos en el paso por las aulas en otros años de su vida, y en segundo término les permitan mejorar sus aptitudes para la vida cotidiana, en el marco de la familia o de la vida cívica, por ejemplo”.

Es que, efectivamente, la “educación continua” es una necesidad indispensable de la vida contemporánea. Quede aclarado que siempre se aceptó que el proceso educativo no se cerraba ni en la juventud ni en las aulas escolares, pero cuando ahora se habla de “educación continua” no quiere decirse simplemente que “continúa” un proceso educativo asistemático y espontáneo, sino que debe continuar un proceso educativo sistematizado, de tipo escolar, es decir organizado en forma regular. Es que hoy ya no puede el médico o el ingeniero o el profesor de física o el maestro de escuela primaria “mantenerse al día” utilizando algunas de sus horas libres leyendo en su casa, por sí mismo, un artículo o un libro. La complejidad y la rapidez de la evolución cultural, como lo hemos señalado, exigen que sea mediante cursos o cursillos organizados como él podrá lograr esa actualización.

Decía en un discurso, el exrector de la Universidad de Buenos Aires, ingeniero Hilario Fernández Long: “La Universidad debe organizar cursos no demasiado extensos, ni excesivamente recargados, de pocas materias fundamentales dadas en profundidad, que acostumbren al alumno a pensar con serenidad, a enfrentar con imaginación situaciones inesperadamente nuevas y a trabajar en equipo”.

“Justamente, a causa de que el título debiera darse después de estudios no excesivamente prolongados, y en razón del continuo avance del progreso, la Universidad debe seguir proporcionando a sus egresados educación continua. En este sentido, uno tendría la tentación de imponer a los profesionales la obligación de mantener permanente contacto con la Universidad, como condición obligatoria para que los títulos profesionales no pierdan su validez. Y, en verdad, un ingeniero, por ejemplo, que ha recibido su título hace quince años y no tiene otros conocimientos que los que recibió en su momento en la Facultad, es decir, que no ha continuado su formación manteniendo contacto con cursos, bibliotecas, laboratorios y seminarios, no tiene ya en sus manos un diploma de ingeniero, sino un trozo de papel sin valor.”

Obsérvese que se llega, de tal manera, a la aparición de otra idea que si bien no es –ella tampoco– absolutamente nueva u original, sólo en estos últimos años comienza a abrirse camino con relativa amplitud y a ser considerada como una probabilidad muy efectiva. Nos referimos a la tesis que sostiene que los títulos o diplomas de tipo profesional, para cualquier carrera, deben estar sometidos a exámenes periódicos de reválida, para garantizar que su poseedor se mantiene al día con el avance cultural de su respectiva especialidad. Nada absurdo parece esta propuesta a pesar de las innegables dificultades prácticas que entrañaría su realización, puesto que todo profesional que pase actualmente un cierto número de años falto de actualización queda muy lejos de poseer la capacitación mínima adecuada para el ejercicio de sus tareas.

Si pensamos en lo que en este sentido puede suceder dentro del campo docente, veremos que la situación es totalmente similar y que también aquí pensar en exigencias periódicas de reválida del título no constituye algo absurdo. Imaginemos un profesor de matemática o de ciencias naturales que haya egresado hace quince o veinte años y que durante ese lapso no haya actualizado sus conocimientos científicos ni haya tomado conciencia de las renovaciones didácticas en su especialidad. ¿Aceptaremos que posee un diploma válido? Todos aquellos maestros que durante los últimos diez o cinco años han sentido la preocupación de saber algo acerca de nuevos métodos y procedimientos, o que de una forma u otra han procurado estudiar o aprender nuevos procedimientos metodológicos o nuevas maneras de encarar la tarea de la enseñanza o de la evaluación del aprendizaje –cito a modo de ejemplo–, pueden comprobar por sí mismos la gravedad del problema derivado del hecho de que muchos colegas se hallan absolutamente al margen de estas novedades y todo su caudal cultural –desde el punto de vista didáctico o pedagógico– se reduce a lo que adquirieron durante sus años de normalistas.

La verdad es que, sin necesidad de exagerar en lo más mínimo, podría concluirse diciendo que hoy inclusive para ser padre o madre de familia, hasta para ser buen esposo o esposa –y nada digamos, por obvio, con respecto a ser buen ciudadano– sería necesario un proceso de educación continua y de cursos de perfeccionamiento. Cuando nuestros padres nos decía a nosotros “haz esto” o “no hagas aquello”, procedían según una estructura cultural que los había provisto de una vez para siempre de normas de vida “estáticas”, mientras que cuando hoy nuestros hijos exigen de nuestros labios la admonición de lo que se debe o no se debe hacer, nos vemos enfrentados al problema a veces angustioso de que carecemos de un caudal cultural así “congelado”, así adquirido definitivamente, y debemos acudir a esta situación “dinámica” que obliga al replanteo de cada caso, a la solución para cada instante y a la improvisación –en el mejor y más alto sentido de esta palabra– de la norma o el consejo realmente eficaz para cada problema.

He aquí pues que la actualización, la puesta al día, la educación continua, en fin, es una necesidad universal de todo profesional de nuestro tiempo, a tal punto que se ve llegar ya el instante en que esta labor de perfeccionamiento vaya delineándose como una obra regular y hasta institucionalizándose mediante títulos y diplomas.

VIII

Pero precisamente aquí, donde parece que la obra del perfeccionamiento llega a su culminación y a su mayor triunfo, es donde aparecen los peligros. No observarlos conduciría a estropear los beneficios que hasta ahora se advierten de la obra realizada. Hasta el momento, puede decirse que esta gran labor de actualización y de educación continua, tanto en el campo de los docentes como de otros profesionales y en general dentro del campo empresario, viene cumpliéndose gracias a los esfuerzos de la iniciativa privada y en un ambiente de absoluta libertad. La libertad, claro está, tiene sus peligros. No podemos ignorar que al amparo de esta necesidad surgen los improvisadores y hasta los que ofrecen como válida mercadería cultural falsa. No es un secreto para nadie que junto a las instituciones de alta jerarquía que ofrecen cursos de capacitación para dirigentes de empresa existen quienes lucran mediante cursos improvisados y carentes de base científica y que al lado de cursos serios de perfeccionamiento pueden haber florecido otros de menguado nivel. Pero los problemas de la libertad los corrige la libertad, y en muy poco tiempo estas improvisaciones se desprestigian a sí mismas y luego de engañar a unos pocos por poco tiempo desaparecen y se hunden en el olvido. En cambio, es este ambiente de libertad y este espíritu que sólo puede surgir de la iniciativa privada el que permite que los cursos de perfeccionamiento y los sistemas de educación continua cumplan su verdadera misión de “actualización”, pues es ese ámbito de libertad el que les permite y el que a la vez garantiza que ellos responderán a las últimas inquietudes culturales: proveerán a los asistentes de las más recientes novedades y mantendrán al día su bagaje técnico-científico, pues de no responder auténticamente a las necesidades de la sociedad, esta –puesto que el clima es de libertad y no de imposición– rechazará lo que se le da innecesaria o mezquinamente y buscará lo que en realidad es útil.

Se corre un riesgo muy grave en cuanto se piensa en oficializar este tipo de actividades de actualización o de perfeccionamiento, y también se lo corre cuando las instituciones privadas que los desarrollan llevan más allá del mínimo necesario la estructura organizativa, sea porque ellas así lo dispongan, sea por exigencias externas. Ese riesgo es el “endurecimiento” que toda oficialización o excesiva organización trae consigo, endurecimiento que puede llevar a los cursos de perfeccionamiento a perder dinamismo y a recaer en caracteres estáticos que son lo contrario de su naturaleza. No pidamos a los cursos de perfeccionamiento esquemas rígidos o sistemas demasiado organizados. Dejemos que ellos se desenvuelvan –dentro, naturalmente, de un margen decoroso de seriedad y de organización– llevados más bien por el ímpetu de la dinámica cultural de nuestros días, que rechaza los grandes cursos magistrales y prefiere, para este aspecto de la educación continua, el cursillo breve; que no necesita de la organización perfecta sino de una planificación que más bien se vaya haciendo sobre la marcha, a medida que las necesidades culturales y las exigencias de los interesados van presentando las situaciones. Cuidado con las oficializaciones de cursos y de sistemas que llevarán inexorablemente a formar equipos permanentes de profesores, que será necesario amparar en un régimen de estabilidad laboral y tenderán luego, por la fuerza de los hechos, a congelar sus cursos y sus programas. Muy grave riesgo corre toda la institución oficial de perfeccionamiento si para alterar el plan general o el programa de un curso o para introducir un nuevo capítulo debe esperar una aprobación burocrática que quizá requiera largas tramitaciones. Muy grave es el riesgo que se hará correr a las instituciones privadas si, en nombre de presuntos riesgos, se les comienza a exigir organizaciones y planificaciones y detalles que deban ser estructurados con larga antelación y que una vez previstos no puedan modificarse sin previa consulta y quizá no puedan modificarse de ninguna manera. Solamente la iniciativa privada y un clima de libertad prácticamente absoluta pueden garantizar el mantenimiento de ese carácter dinámico que es la esencia de este fenómeno de perfeccionamiento de educación continua. Todo lo que tienda a añadir elementos estáticos al proceso entraña peligros gravísimos, de tal manera que podría decirse que la educación continua y en particular de perfeccionamiento docente es un proceso que por esencia, por definición, corresponde asumir a la iniciativa privada y dentro del máximo de libertad. Diríamos que lo único que puede y debe controlar el Estado es que no se atente contra el bien común y no se falseen normas elementales de conducta moral. Es mil veces preferible correr alguno de los riesgos que tiene la libertad que pretender evitarlos con medidas coercitivas de esa libertad, pues los males consecuentes suelen ser mucho peores que los que se hubieran querido evitar.

En nuestro país todavía seguimos teniendo miedo a la libertad y ante cada peligro, ante cada riesgo, solemos acudir al Estado para que mediante su fiscalización nos proteja. Es necesario que nos acostumbremos a encontrar la protección contra los riesgos a detener los peligros por nosotros mismos y dentro de la libertad. El camino puede parecer así, inicialmente, más difícil, pero a su término nos encontramos con que los resultados son mucho más sólidos. Mejor que impedir un curso porque a algún funcionario, aun bien intencionado, no le ha parecido conveniente o acertado, es obtener que los cursos inconvenientes o desacertados desaparezcan, aunque algo más lentamente, porque la misma sociedad, libremente, los rechaza. Esto nos garantizará que su desaparición es auténtica, pues así como un funcionario hoy lo impidió, otro mañana puede imponerlo, y además habremos impedido que, quizá, se hayan prohibido otros cursos que en verdad eran necesarios. Dejemos pues que este proceso que con tanto éxito viene cumpliendo la iniciativa privada en materia de perfeccionamiento docente siga adelante. Ella, en un clima de libertad, es la única que puede mantenerlo en la buena senda.

Nos atreveríamos a sostener que este tipo de cursos configura un caso similar al que dio nacimiento a las más altas casas de estudio, cuando allá por los siglos XII y XIII comenzaron a estructurarse las universidades medievales, que después fueron honra de Europa. ¿Qué fueron ellas en sus orígenes?

Bien lo dice Alfonso el Sabio en sus Partidas, cuando define “qué cosa es estudio” y afirma: “estudio es ayuntamiento de maestros de escolares con la voluntad y el entendimiento de aprender los saberes”. He ahí magníficamente sintetizado el origen de toda escuela, de toda casa de estudios; he ahí el más auténtico origen de toda acción docente: la unión –“ayuntamiento” en castellano arcaico– de los maestros y los escolares, de quienes enseñan y de quienes aprenden, unos con la voluntad de enseñar, otros con la voluntad de saber. Pero véase bien qué dice Alfonso: “con la voluntad”, es decir que libremente quieren unos enseñar y otros saber, pues no hay voluntad si no hay libertad, y ese “ayuntamiento”, ese encuentro de maestros y alumnos a que él se refiere es el encuentro de voluntades libres, sin lo cual no ha habido nunca ni la habrá enseñanza ni escuela, maestros ni discípulos. Y así se formaron los claustros iniciales de las grandes universidades medievales, desde Salamanca a Bologna, desde Oxford a París, pues como su nombre lo indica, eran originalmente “universitas magistrorum el scholarum”, es decir corporación, unión, ayuntamiento de maestros y de escolares, libremente reunidos para enseñar y aprender.

Ese es el espíritu que debe presidir la tarea del perfeccionamiento. El sentido dinámico de la cultura es la novedad de nuestro tiempo; la libertad, su esencia eterna.

IV. El desarrollo en lo cultural

Hace ya más de un decenio que, desde las principales tribunas internacionales y desde los centros máximos de estudios e investigaciones, se viene señalando una nueva concepción del papel que lo cultural y lo educativo desempeñan en el desenvolvimiento integral de la sociedad. Sin embargo, posturas mentales anteriores, muy difundidas entre la totalidad de la población y no solamente en niveles de baja formación intelectual, perduran con mucha fuerza y es habitual que dirigentes de alta posición, profesores universitarios y políticos muy bien intencionados, escuchen y acepten esas nuevas ideas, pero, casi sin darse cuenta ellos mismos, procedan en última instancia guiados por estructuras mentales envejecidas que –quizá subconscientemente– los siguen dominando. No es fácil, en efecto, este “aggiornamento” que los fenómenos culturales y educativos requieren con urgencia.

Debido a esta situación, creemos que nuestra posición debe dividirse en tres partes. En la primera analizaremos los errores más difundidos todavía y consideraremos cómo influyen en la realidad, es decir cómo, al margen de las especulaciones teóricas que se aprueban en congresos, asambleas o publicaciones especializadas, ellos determinan la situación de hecho. En la segunda parte estudiaremos las bases sobre las que, a nuestro juicio, debe planificarse el desarrollo en lo cultural.
Por último, en la tercera, esbozaremos algunas líneas directrices que esa planificación debe seguir.

1. Los equívocos


Las raíces del movimiento universal por la difusión de la cultura, en el doble sentido de la atención a las formas superiores de las letras y las ciencias y del esfuerzo por la implantación de un “mínimo” de instrucción a todos los habitantes, se nutren de tres fuentes básicas: la filosofía, la economía y la política propias de los siglos XVIII y XIX.

El iluminismo y la ilustración llevaron a sus últimas consecuencias su postura al exaltar la razón –y a su arma básica: el método científico o experimental– como elemento generador del progreso y del bienestar individual y social. Es por eso que el despotismo ilustrado comienza una labor de difusión cultural y esto explica, también, que los primeros intentos de alfabetización obligatoria nazcan por obra de algunos de estos monarcas ilustrados, guiados y aconsejados por el pensamiento de filósofos y estudiosos. La cédula real de Carlos III de 1781 es a este respecto un documento claramente revelador de lo que sostenemos, ya que en ella se dice que la difusión de la instrucción traerá consigo el “adelanto general del reino”. La obra que en el Virreinato del Río de la Plata cumplió en ese sentido el obispo fray José Antonio de San Alberto, y la acción de Sobremonte como gobernador de Córdoba –que lográ implantar escuelas de primeras letras en casi todas las villas y pueblos de su dependencia– y, finalmente, la acción de Manuel Belgrano como secretario del Real Consulado, tienen el mismo fundamento. Conviene recordar que la famosa frase “educar al soberano” tiene su origen en el despotismo ilustrado, que sostuvo la necesidad de que los monarcas y quienes estaban destinados a serlo –es decir, los príncipes herederos– recibieran la indispensable formación intelectual en las letras y las ciencias, en la filosofía y en el derecho, para poder atender adecuadamente los asuntos del gobierno.

La economía puso también su grano de arena. La transformación del mundo de la producción, determinada en última instancia por las aplicaciones técnicas de los adelantos científicos, modificó en gran medida antiguas formas laborales y presentó nuevas exigencias de capacitación y de formación cultural. Hay en esto un doble juego: por un lado, la revolución industrial necesitó elemento humano con mayor preparación, no solamente para atender nuevas formas laborales sino también para desenvolverse en el nuevo marco socio-cultural que ella misma aparejó. (Piénsese, simplemente, en el urbanismo y los caracteres culturales que la gran ciudad exige a sus habitantes, comparados con los del hombre de zonas rurales). Pero, por otro lado, la revolución industrial permitió el aumento de esos niveles de instrucción popular, pues –superados los dolorosos y tremendos decenios iniciales, con su secuela dramática de explotación inicua y de trabajos forzados para mujeres y niños– el aumento de la productividad determinó que las naciones industrializadas necesitaran para satisfacer sus necesidades globales un total de “horas/hombre” de trabajo inferior al de la época anterior. El superávit de esas “horas/hombre” –es decir, la aparición global en la totalidad de la población de “horas/ocio”– se distribuyó por varias vías: una de ellas fue la escolaridad elemental obligatoria, que, a medida que la productividad sigue aumentando, encuentra también la oportunidad de prolongarse. (Los cuadros estadísticos internacionales revelan con absoluta correspondencia cómo los índices de escolaridad se prolongan en cada país en relación con los índices de productividad. China comunista, por ejemplo, podrá elevar sus tasas de alfabetización a medida que eleve su tasa de productividad, mediante la tecnificación y la industrialización a la vez, para mantener esa tecnificación y esa industrialización, requerirá un alto índice de escolaridad. En cambio, la situación de Cuba comunista es totalmente contradictoria: en medio de espectaculares planes de alfabetización, el régimen de Castro ha disminuido en buena medida las “horas/ocio” de su pueblo, con lo cual, y a pesar de jactanciosas afirmaciones de eliminación del analfabetismo, el “standard” cultural de los cubanos está inexorablemente destinado a bajar).

Finalmente, tenemos la fuente política que alimentó las raíces del movimiento universal por la educación y la cultura de los siglos mencionados. Esta fuente política, a su vez, abrevó de dos manantiales: la formación de las nacionalidades modernas y la concepción filosófica de la democracia. Las naciones –desde mediados del siglo XIX, recuerda Marías, la nación es el gran supuesto de toda la política universal– se formaron a través de procesos seculares y se organizaron venciendo diferencias de razas, lenguas, religiones, tradiciones, costumbres y formas de vida. Es decir: se aposentaron sobre diferencias culturales muy marcadas. Los estados nacionales se vieron en la necesidad ineludible de formar un subsuelo cultural nacional sobre el que se pudieran asentar principios unitarios. Intentaron luchar en varios terrenos, en algunos de los cuales fueron vencidos, como por ejemplo en el religioso. La mayoría de los estados nacionales aceptaron también la coexistencia de razas diferentes y aún tuvieron que aceptar la perdurabilidad de hablas distintas. Por su parte, los países americanos vieron situaciones parecidas por los aluviones inmigratorios que se volcaron sobre ellos. Sin embargo, los estados nacionales dieron batalla en otros rubros, sobre los que pudieron lograr mejores resultados. Así, todas las naciones crean tradiciones históricas comunes; difunden una lengua escrita común y obligatoria para la vida oficial y para los estudios, desde los elementales hasta los superiores; fuerzan el nacimiento de literaturas nacionales, convirtiendo a autores regionales en símbolo del país; exaltan algún tipo de folklore –que es siempre un fenómeno localista– al grado de nacional; glorifican a uno o dos héroes como símbolos legendarios de la nacionalidad y procuran –por todos los medios– que exista una unidad de sentimiento nacional que permita superar las diferencias antedichas. Nace así el llamado “estado cultural”: es el estado que crea academias de la lengua o de las letras; que se ocupa de la educación y al que interesa la obligatoriedad de la instrucción elemental en cuanto mediante esa actividad escolar encuentra el único medio que –por entonces– le garantiza una formación uniforme mínima de sus miembros.

El otro manantial de tipo político es el de la forma democrática de gobierno. Este ideal requiere que todos los súbditos del Estado participen del gobierno, ya como dirigentes, ya al menos como electores de esos dirigentes o representantes. Es indispensable entonces capacitar al ciudadano para que cumpla su misión: la democracia le toma la palabra al despotismo ilustrado y sostiene que, en efecto, es necesario “educar al soberano”, pero como ahora el soberano es el pueblo, a quien hay que educar es al pueblo. Por otra parte, la democracia garantiza derechos que el ciudadano debe conocer para poder defenderlos y hacer que se respeten. Por eso un iletrado es un pobre defensor de sus derechos, ya que prácticamente no puede conocerlos. Esto mismo explica la importancia especialísima que alcanzan las constituciones, particularmente en los países americanos, y también –como lo ha señalado Sánchez Viamonte– la necesidad de que la constitución sea “escrita” (es decir, compilada en un solo cuerpo orgánico). El razonamiento de los hombres del XIX es simple y lógico. Es un ejemplo de silogismo propio de la ilustración, que llevó la aplicación del método experimental a las cuestiones sociales, sin advertir que dicho traslado no podía hacerse de manera directa: demos una constitución escrita, que explique con claridad derechos y deberes (el domicilio es inviolable... no se puede detener a nadie sin orden escrita de autoridad competente... el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes); luego enseñemos a todo el pueblo a leer y escribir; en consecuencia, el pueblo conocerá sus deberes y derechos y nadie podrá conculcarlos. La democracia pues había encontrado su camino en la instrucción popular.

Finalmente, la democracia exige también dar a cada ciudadano la oportunidad de desarrollar sus talentos: es la famosa igualdad de oportunidades que Estados Unidos elevó a principio rector de toda su política educativa. Nadie debe quedar atrás por no habérsele brindado la ocasión de desarrollar sus posibilidades.

Con esto queda –en forzada síntesis– resumido el origen de los movimientos de difusión cultural y educativa propios del siglo pasado. Con ello se ve claramente el entronque de dicho movimiento con las circunstancias económicas, políticas y filosóficas de la época. Pero durante el siglo actual ha ocurrido un fenómeno curioso. De todo ese vasto mosaico de fenómenos determinantes del avance cultural y educativo, algunos quedaron ocultos y otros fueron utilizados permanentemente como motivos esenciales de la necesidad de la cultura y la educación. Las raíces filosóficas y las económicas quedaron ocultas y en cambio se agitó constantemente la raíz política: es decir que actualmente sólo se citan como causales de la necesidad de la educación la formación nacional y democrática. Ahora bien: la mayoría de los grupos dirigentes de nuestra sociedad son, en el fondo, bastante escépticos con respecto a las posibilidades de formación nacional y democrática por la vía de la educación, aunque casi nadie lo confiese abiertamente. El siglo XX ha mostrado que aquel sencillo y aparentemente irrefutable silogismo del XIX no es exacto. No basta ilustrar al pueblo para que funcione la democracia. La raíz del error está en que a los fenómenos sociales no se los puede analizar exclusivamente con los instrumentos del método experimental, útil para las ciencias de la naturaleza pero no para las del hombre como ser social. Tampoco es muy grande el éxito que se puede obtener –por la exclusiva vía escolar– para formar los sentimientos de nacionalidad.

Como resultado queda esto: hoy, el hombre común (incluyo en la denominación de hombre común a muchísimos altos y excelentes dirigentes políticos u hombres de ciencias y letras) cree, en última instancia y aunque no se atreva quizás a confesárselo a sí mismo, que la acción cultural y educativa es sólo una tarea de “caridad”, entendida la palabra en su dimensión más alta. Es decir que se debe dar educación y atender el desarrollo cultural porque el hombre tiene, además de sus necesidades materiales, un destino trascendente o un espíritu que excede esas necesidades materiales. Pero se ha perdido el enlace entre los fenómenos de la economía, de la producción, de la técnica y aún de la política con los educativos y los genéricamente llamados culturales. Esto determina que –a pesar de los discursos y de las grandes palabras– a los fenómenos culturales y educativos no se los atienda o se los sostenga apenas con los rezagos de los presupuestos. Y cuando se atiende mal y tardíamente algún reclamo salarial docente o alguna protesta ya muy indignada de un director de museo o de un presidente de academia, se lo hace por razones de tipo electoralista o para no quedar demasiado mal ante la opinión. Sin embargo, esta misma opinión formula el reclamo a favor del museo o de la academia sin comprender la relación entre este ámbito cultural y los aspectos políticos y económicos.

Este es el primer equívoco grave que existe hoy en el plano del desarrollo cultural: su enfoque como misión que la sociedad encara porque es una sociedad “buena”; porque quiere preocuparse del hombre y mejorarlo espiritualmente. De aquí deriva, lógicamente, el segundo error (y creemos que este silogismo sí es exacto): lo cultural y lo educativo resultan aspectos que se pueden o no atender; que se pueden postergar; o que se pueden atender mejor o peor, según los apremios económicos. Dígase lo que se quiera; proclámese lo que se proclame en discursos de cualquier índole; júrese, inclusive, que el espíritu de tal o cual prócer o que el ideal de la democracia inspira la acción de los gobiernos: lo absolutamente cierto es que en América del Sur ningún país atiende lo cultural ni lo educativo en forma orgánica ni comprende la necesidad de hacerlo. Una propaganda masiva de tipo universal (por ejemplo, la de la UNESCO) los lleva, a lo sumo, a preocuparse, por razones de prestigio, por las cifras del analfabetismo, pero esa propaganda no logra hacer comprender por qué hay que desterrar el analfabetismo. Ella es también una mala propaganda y participa del pecado común a las asociaciones de docentes de casi todo el mundo y en el cual incurren asimismo pedagogos y especialistas: es demagógica, clama a la democracia y al espíritu del hombre contraponiéndolo a la técnica y a la economía. Por eso se centra la batalla en el analfabetismo, cuando lo importante es lograr la propaganda de la instrucción primaria. Hoy, Bolivia podría salir de su situación de subdesarrollo con la misma masa de analfabetos, siempre y cuando tuviera una minoría amplia con instrucción secundaria y una minoría reducida con excelente formación universitaria. Y ello le permitiría –luego– concluir con el analfabetismo en poco tiempo. Una vez que enseñemos a leer a todos los analfabetos de ese país, no habremos logrado sino grandes masas consumidoras de historietas, puesto que previamente no se habrán dado las condiciones indispensables para el desarrollo. (Es obvio que los demagogos de la educación interpretarán esto como que no queremos la alfabetización de las masas y dirán que pretendemos culturas de élite. No importa. Otros dirán que referimos todo lo espiritual a la economía y deducirán nuestro marxismo. Unos y otros interpretarán superficialmente lo dicho. Es un riesgo que debemos correr.)

Por último, existe otro equívoco –el tercero– que está dañando de manera grave a toda nuestra generación: es la antinomia forzada que se hace entre técnica y espíritu, entre trabajo y cultura, entre educación y economía. El mundo contemporáneo ha escindido los valores estéticos del mundo técnico. Busca la belleza en los museos y cree que quien diseña un automóvil o el envase de un producto es un “esclavo de la técnica” que debe ganar su sustento en un mundo cruel e injusto realizando una labor mezquina, orientada sólo hacia un interés material. Esto lo cree también el diseñador, que al salir de su trabajo procura reencontrarse a sí mismo y marcha hacia el museo donde intenta hallar aquel valor estético que él supone –mal orientado y peor informado– que no existe en su trabajo cotidiano. Hemos creado el hombre escindido, que trabaja en algo que no siente y en una profesión o empleo al que sólo asigna valor de obtención material de recursos. Hemos escindido la economía del espíritu, la técnica de lo cultural, lo educativo del mundo del trabajo. Y con ello destruimos el mundo cristiano más auténtico, que es unión de materia y espíritu; que es consagración del hombre a Dios en el mundo; que es exaltación de la obra de Dios completándola y perfeccionándola; que es mejoría de las condiciones del trabajo en busca de una mayor dignidad de cada ser; que es procurar dar a cada prójimo un mejor nivel de vida para que pueda elevar mejor su espíritu. Sin darnos cuenta, hemos caído en las redes del error marxista: sostener que todo depende de la economía pareció tal blasfemia contra el espíritu, que desde entonces nos dedicamos a separar ambos campos, y con ello, efectivamente, hemos escindido al hombre, que dedicado al menester económico cree estar desligado de su destino trascendente o de su espíritu. El error marxista era otro: la economía depende del espíritu en cuanto es el espíritu humano quien crea las formas de vida económicas, quien crea las técnicas, quien diseña los instrumentos, quien canaliza la producción.

Y es el espíritu humano quien –al pecar –pervierte la economía, la técnica y los instrumentos y conduce mal la producción. Es absolutamente indispensable –para salvar al hombre moderno de esta tremenda escisión que lesiona su integridad y lo anula como hombre– reintegrar en plenitud el concepto de unidad de lo productivo con lo espiritual, lo económico con lo trascendente, lo estético con lo útil. ¿Por qué tememos sostener que la educación debe atender las necesidades del desarrollo económico y del mundo del trabajo, cuando ese desarrollo económico y ese mundo del trabajo no son sino fruto del espíritu humano, que transforma la obra de Dios y la encauza al servicio de la trascendencia del ser? El hombre –su espíritu– es el creador de la técnica y el responsable de la economía. El mundo del trabajo es hijo suyo: no lo separemos de su padre. Al hacerlo, servimos la causa que queremos atacar: entonces sí el hombre está alineado, está enajenado al trabajo y a la técnica. No existe trabajo humano, no existe técnica, no existe economía, no existe organización política que no sea fruto del espíritu. Y su único objetivo es el hombre. Al establecer el corte dejamos sin sentido trascendente el trabajo y la economía: ese es el triunfo del ateo y del marxista, y entonces el hombre está perdido.

2. Las bases


He aquí pues que, en nuestro razonamiento, la planificación del desarrollo de cualquier comunidad históricamente tipificada se integra con el desarrollo en lo cultural, pero no por razones de “caridad” –o sea para evitar que se niegue al hombre alguna dimensión más alta o trascendente que las que brindan los aspectos de la economía o del mundo del trabajo– sino porque lo cultural se integra forzosamente con esos otros aspectos. Mejor dicho: lo cultural –es decir todo lo que habitualmente, en un lenguaje no muy preciso, hace referencia a aspectos preferentemente llamados espirituales– determina y es el agente causal de lo económico, de lo tecnológico, del mundo del trabajo en última instancia, en lo cual deben incluirse desde los aspectos de la organización de la empresa hasta los de la publicidad, desde la racionalización de la producción hasta los problemas salariales.

Lo primero será, entonces, “pensar” el planeamiento cultural y educativo desde este ángulo, lo cual exige una conversión mental bastante más profunda de lo que se puede creer a primera vista. Los educadores en particular tienen en la mayor parte de los casos una especie de orgullo desdeñoso con respecto a los fenómenos de tipo económico o referidos al mundo del trabajo. Generalmente, para disimular resentimientos por la forzada pobreza monetaria a que están condenados o envidias y frustraciones por las riquezas que ostentan otros sectores profesionales, exageran y fuerzan una diferencia que no tiene razón de existir y desprecian ostentosamente ese otro mundo del trabajo y de la producción. Es habitual oír expresiones que señalan el “materialismo” o el “egoísmo” de las tareas productivas –un empresario, un contador, un comerciante..., etc.– y a la vez laudatorias expresiones referidas a la “desinteresada” obra de los educadores, al sacrificio que impone esta “vocación” y a cómo maestros y profesores hallan su “premio”, no en grandes salarios o en retribuciones monetarias sino en “espirituales” compensaciones. Creemos todo esto producto del error y de una pedagogía declamatoria, sin fundamentos serios y que con toda justicia ha cobrado muy mala fama en nuestro país. La verdad es que, teniendo en cuenta la tarea poco útil que cumple el sistema escolar argentino, los deficientes resultados que obtiene y el derroche económico que exige debido a una pésima organización y a los anticuados criterios con que se siguen manejando sus estructuras, los educadores reciben de la sociedad –hablando en sentido global y no individual– todavía más de lo que merecen. Afuera de educador y de pedagogo opino francamente que no tienen ningún sentido ni plañideras lamentaciones sobre nuestro destino económico ni jactanciosas afirmaciones sobre nuestra apostólica vocación: lo que ha de hacerse es demostrar con claridad que lo que hacemos tiene un profundo sentido y es una función de similar jerarquía y necesidad que cualesquiera otras. Entonces la sociedad –y ya comienza, muy de a poco, a hacerlo– remunerará a un experto en educación como hoy a un experto en economía. En verdad, no tiene sentido pagar a centenares de miles de maestros en todo el territorio nacional para que gasten horas y horas de trabajo enseñando a los niños cuestiones tales como “El Día del Bombero Voluntario” o “Necesidad de respetar a la paloma mensajera” o “conveniencia de respirar aire puro”. De los programas actuales de nuestra escuela primaria sobra la mitad y de la mitad restante un cincuenta por ciento se puede transmitir y enseñar mejor con otros sistemas que no son los escolares. En síntesis: pedagogos y educadores deben comprender y aclararse a sí mismos, en primer lugar, y luego explicarlo a la sociedad, qué papel desempeña lo educativo y lo cultural en el mundo de hoy. Saber entroncar lo cultural con todos los restantes planos de la vida –lo cual no es sino, repetimos, poner las cosas en su lugar, ya que esos restantes planos son hijos de la cultura y del espíritu– y pensar un sistema escolar y educativo (que son dos cosas distintas: lo educativo incluye lo escolar como el todo a una parte) que efectivamente responda a necesidades reales y pueda satisfacerlas adecuadamente. Todo sistema pensado sin considerar los restantes planos es falso e inútil. Ningún educador o pedagogo que ignore la realidad de la vida empresaria moderna, que no tenga en cuenta la existencia de los medios modernos de comunicación del pensamiento, que desconozca los avances y el papel de la técnica y que pretenda seguir condenando las formas de vida moderna como si existiera la más remota posibilidad de retrocesos en la historia, podrá estructurar un sistema educativo con sentido ni con probabilidades de ser aplicado. Quien quiera condenar la vida en casas de departamentos o la tendencia al urbanismo, quien prefiera hacerse sus vestidos con sus manos, quien lamente los progresos en los medios de transporte, tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, a escribir tratados al respecto y a defender sus puntos de vista; pero si es un educador profesional, un pedagogo o tiene la responsabilidad de planificar el desarrollo educativo y cultural debe abandonar su misión. El maestro o el profesor que desea ver exterminada la televisión puede dedicarse a organizar una campaña para obtener su ideal, pero ningún pedagogo tiene hoy el derecho de desconocer la existencia de la televisión para resolver los problemas que plantean las nuevas y urgentes necesidades educativas. Nadie le exige a un filósofo especialista en ontología que conozca el mundo de la empresa moderna (aunque no le haría mal), pero un pedagogo no puede ignorarlo.

Ahora bien: establecer este enlace implica otra obligación mental ineludible, que consiste en otorgar sentido “humano” o “trascendente” a los fenómenos económicos y productivos en general. Cultivar cereales o criar novillos, llevar la contabilidad de una empresa, procurar abaratar los costos de una línea de producción, diseñar automóviles o dibujar tapas de álbumes de discos, manejar un torno o idear “jingles” de publicidad para televisión, conducir un avión de chorro o enseñar latín, curar cuerpos o encauzar almas: todo apunta al hombre, todo entronca en última instancia con el fin último del hombre, naturalmente que ordenado según lógicas jerarquías. En este punto son los economistas y los hombres del mundo del trabajo quienes deben procurar una revisión de sus ideas básicas: un poco, ellos son víctimas de errores ampliamente difundidos y hasta es común que muchos de estos hombres se sientan apesadumbrados por dedicarse a menesteres sin vinculación –según ese falso concepto– con cuestiones humanas de más alta dignidad. Pero otro poco ocurre que esta escisión, esta falta de sentido humano de su labor, es conveniente para quienes efectivamente llevados de designios innobles prefieren dejar de lado tal dimensión para obtener beneficios materiales cada vez mayores y de cualquier manera. Es misión, precisamente, del buen desarrollo cultural y educativo que esto no ocurra. Debe procurarse que aquellos hombres del mundo del trabajo productivo no se equivoquen creyendo que su tarea está desconectada de la dimensión trascendente o de valores éticos; y que estos otros no puedan seguir utilizando ese equívoco como excusa para una postura que, desde el punto de vista cristiano, es la del pecador y, desde el punto de vista de cualquier teoría moral agnóstica, es a todas luces condenable.

3. Las líneas directrices mínimas


Quedan descriptas hasta aquí las bases sobre las que debe pensarse el planeamiento del desarrollo en lo cultural. Comprendemos que son bases difíciles de lograr y que quizá no sean las que podrían haberse esperado bajo tan denominación. Creemos, sin embargo, que estas posiciones mentales son, justamente, los requisitos previos indispensables y que, hasta tanto no se logren –pero de verdad, en profundidad, comprendiendo la esencia de la cuestión, y no meramente con discursos o declamaciones o satisfaciéndose con recomendaciones de congresos internacionales–, todo desarrollo cultural será falso, es decir no habrá desarrollo de tal naturaleza. Y todo planeamiento educativo será, en tal caso, modificar parcialmente un cuadro caduco, que en adelante ostentará un marco muy bonito, con pretensiones de moderno, pero que seguirá afectado de su intrínseca fealdad e inutilidad.

Supuestas pues estas bases, nos queda por decir, en breves líneas, cuáles son –a nuestro juicio– las líneas principales que debería seguir el desarrollo cultural y educativo en los países del tipo de la Argentina, Chile, Brasil o Uruguay.

En primer término, es indispensable obtener una buena base de desarrollo intelectual mínimo en cada uno de los miembros de la comunidad. Entiendo por esto obtener para todos los habitantes una escolaridad mínima equivalente a unos diez años, aproximadamente. Para por lo menos la mitad de la población, será necesario contemplar además una prolongación de estudios regulares que abarque tres o cuatro años más, y estos deberán ser orientados hacia carreras universitarias o permitirán obtener capacitadores ocupacionales bien definidas en unos pocos núcleos básicos.

En segundo lugar, todo planeamiento del desarrollo cultural y educativo ha de contemplar necesariamente el desplazamiento de muchos objetivos que hasta ahora se intentaban lograr por medio de la escuela, a otros medios de comunicación del pensamiento.

Creo, por ejemplo, que la historia nacional debe desterrarse totalmente del ciclo inferior de la escuela primaria y encargar la misión que compete a ese contenido en tal ciclo a la televisión, al cinematógrafo y las revistas y periódicos infantiles. Estos ejemplos pueden multiplicarse.

Como tercera línea directriz, ha de pensarse en una escuela totalmente diferente de la actual: en ella, unos cuantos técnicos y expertos en cuestiones determinadas –verbigracia, alfabetización o enseñanza de operaciones con enteros– serán los responsables de obtener, en plazos prefijados, la “producción” correspondiente en cantidad y calidad. La mayor parte de las finalidades de formación patriótica y cívica deben desplazarse también a otros sistemas educativos.

Cuarto: los diferentes niveles educativos –primario, medio, universitario– deben integrarse en el planeamiento y en el gobierno educativo general, pudiendo sin embargo respetarse autonomías de tipo académico o de investigación científica o modalidades de trabajo docente. Pero la organización de las diferentes carreras universitarias, la fijación de objetivos profesionales o culturales de tipo general, la asignación de recursos, las tareas de racionalización de administración y de edificación, los enlaces entre uno y otro nivel y la modificación de cada uno de ellos para atender las necesidades comunes exige una coordinación de tipo general. Es decir, un planeamiento en verdad “integral”.

Quinto: el Estado tiene que asumir en todo esto el papel que se le reconoce actualmente en los países de sólida estructura democrática para los fenómenos económicos o genéricamente llamados sociales (salud pública, por ejemplo). Es decir: el Estado no puede de ninguna manera permanecer al margen del planeamiento del desarrollo en lo cultural y en lo educativo, pero mucho menos puede asumir en tal aspecto un carácter de único orientador o de poseedor de la verdad absoluta. La intervención del Estado n creemos que pueda mantenerse ya en aquel papel “supletorio”, exclusivamente, pues tal postura correspondería un poco a la actitud liberal del Estado frente a la “cuestión social” (la pérdida del trabajo por un grupo grande de personas por cierre de una empresa), que se sostenía a fines del XIX. No nos parece prudente que hoy el Estado se limite, en materia educativa, a hacer solamente lo que la familia o la sociedad u otras instituciones no pueden hacer. O mejor dicho: lo que ahora ni la familia ni la sociedad genéricamente considerada ni la misma Iglesia pueden hacer en materia educativa es mucho más de lo que se preveía o se pensaba a principios de siglo. Y el Estado debe pues actuar, no ya sólo como vigilante del bien común o para atender a sus propias necesidades de tipo cívico político (formación nacional y formación ciudadana), sino para atender los problemas de entronque de lo cultural con todos los otros planos de la vida del país, en los cuales su presencia es hoy insoslayable hasta para los más ortodoxos en materia de liberalidad o no intervención estatal. Curiosamente, mientras sostenemos lo que antecede, pensamos que esta intervención del Estado debe ser efectivamente mayor que antes, pero en otro tipo de cuestiones, no en las que hasta ahora ha intervenido principalmente. Pues a la vez defendemos el principio de que la familia, la Iglesia y sobre todo las comunidades locales deben aumentar en gran medida su labor en el desarrollo cultural y educativo. En la Argentina, por ejemplo, la comunidad local o la familia le han disputado siempre al Estado el derecho de imponer una determinada orientación ideológica o religiosa en las escuelas pero, salvo eso, no ha tomado intervención directa en las cuestiones educativas. El desarrollo cultural y educativo del futuro debe lograr que el Estado tome su puesto en los múltiples problemas que hemos indicado en el punto cuatro de estas líneas directrices y que de ninguna manera podría asumir, por más que lo quisiera, la Iglesia o la familia o la comunidad local. Pero estas últimas instituciones deben cobrar un papel muchísimo más activo que hasta ahora en la dirección de los asuntos escolares inmediatos, en la formación ideológica o religiosa de los alumnos de las diversas confesiones o de las diferentes comunidades, en la actuación a través de los modernos medios de comunicación del pensamiento, que son notablemente más eficaces que la escuela para obtener ciertos fines formativos de tipo cívico o moral, y en la propia acción –caso de la familia– para la conducción espiritual de la generación joven. En síntesis: el Estado y las restantes instituciones deben aumentar su acción, pero en sectores diferentes de aquellos en los que hasta ahora centraron su tarea. Ocúpese el Estado de establecer un adecuado enlace vertical entre los ciclos diferentes y en planificar necesidades en materia de capacitación ocupacional, y deje en cambio de determinar punto por punto programas analíticos para todas las escuelas.

Como sexta y última línea directriz básica del desarrollo cultural dentro de una planificación integral del desarrollo, permítasenos indicar otra que reputamos ineludible: la preparación de especialistas y expertos en cuestiones de planeamiento educativo y cultural. Hasta ahora, estos cuadros humanos se llenan a duras penas y malamente con “educadores” o pedagogos. No es lo mismo: ser un buen maestro o un buen profesor de historia, un buen director o un buen supervisor, no significa necesariamente que se posea la capacidad indispensable para estas otras funciones. De entre los educadores y los pedagogos debe salir, seguramente, y mediante una formación específica, una buena parte de aquellos especialistas y expertos. Otra parte debe reclutarse, además, de entre economistas, técnicos y empresarios.

4. Conclusión


Permítasenos, al concluir, una brevísima explicación final. La mayor parte de las ideas que sostenemos en el presente trabajo requerirán, en caso de intentarse su aplicación, ajustes y replanteos adecuados. No las exponemos tal como quedan dichas por falta de comprensión de esa probable necesidad, sino porque se encuentran todavía en un estado de inmadurez de desarrollo que nos afecta personalmente y que, salvo unas pocas y lúcidas excepciones, es común en el mundo contemporáneo. Por eso nos atrevemos a darlas tal como aquí quedan y el vigor afirmativo de muchas expresiones o el ton polémico de otras no significan, en modo alguno, la pretensión de enunciar verdades definitivamente conquistadas ni de molestar o agraviar gratuitamente a ningún sector. Sencillamente, eso se debe por un lado a un entusiasmo honestamente sentido por la difusión de principios que creemos justos y acertados y por otro a la conveniencia de ir diciendo ciertas cosas con suficiente claridad, aun a riesgo de interpretaciones erróneas o de reproches por quienes no entiendan bien lo dicho o sientan afectarse posiciones personales, puesto que en materia de asuntos culturales y educativos la incomprensión, la dejadez y el atraso en que algunos países latinoamericanos se debaten empieza ya a ser insostenible.




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Junio 1993
Buenos Aires, Argentina