| Víctor
Mercante: Un Arquetipo
ENSAYO SOBRE LOS ESTUDIANTES
de
Federico Scanavecchia
Capítulo
I
El
matrimonio de los inmigrantes
En
1869, un matrimonio italiano decide abandonar las tierras
heredadas de sus antepasados y embarcarse, también
ellos, para la gran aventura: América. Convierten en
metálico la fortuna modesta habida en terrenos, en
útiles, en la casa rústica y se embarcan en
una nave de vela que durante noventa días interminables
se bambolea sobre las aguas del Atlántico, rumbo a
la esperanza. Son unos más entre tantos que por la
misma época –un poco antes, un poco después–
llegan a estas otras tierras, fértiles también,
pero aún no exploradas casi por el hombre, apenas cultivadas.
El gran país del norte acoge a muchos; las costas del
Río de la Plata reciben a miles ansiosos de un porvenir
más fecundo.
El
matrimonio de nuestra historia está formado por un
hombre de 30 años que tiene generaciones de labriegos
en su sangre. Ha nacido en 1839 en el pueblo de Zebledazzi,
en la Liguria. Allí, en el valle del Besante, la familia
Mercante –tal es su apellido– ha vivido durante
más de 170 años. Son campesinos con su pizca
de orgullo. Tienen sus fincas; tienen sus escudos de burgueses
honrados. Han vivido del trabajo de la tierra dirigiendo sus
haciendas modestas, sin confundirse con quienes deben contratar
la fuerza de sus brazos para trabajar por cuenta ajena, pero
no han pretendido blasones de nobleza que no les competen.
El abuelo de este Mercante que pisa tierra argentina, en diciembre
de 1869, ha sido soldado de Napoleón el Grande, y en
su pueblo natal fue nombrado, en recompensa, maire,
por lo cual la familia lleva por apodo 'los merlines'. Al
llegar a Buenos Aires, todo queda atrás. América
es un inmenso mundo en el cual se puede llegar a gloria desde
la nada, pero también sabe reducir a la nada las glorias
modestas y sencillas que cada hombre, al nacer, trae consigo
por sus mayores. La mujer que lo acompaña no olvidará
nunca la Italia que deja atrás ni el bienestar humilde
en lo material pero señorial en el espíritu,
gentil en la vida social, rica en las tradiciones, que han
perdido aquí irremisiblemente. Se llama Filomena Lombardi.
Ha nacido en Teramo, en los Abruzzos, súbdita de los
Borbones. Su familia no es noble, pero reconoce una burguesía
de más alta trayectoria que la del esposo. Sus ascendientes
se repartían entre Chieti y Téramo, y hubo entre
ellos médicos, pintores, abogados y músicos.
Anotemos: uno fue director de orquesta en Constantinopla y
en Atenas. Los padres de Filomena no eran pobres, y una tía
poseía un palacio suntuoso en Chieti, donde la sobrina
pasó buena parte de su niñez. Esta inmigrante
que llegaba al puerto de la urbe orgullosa e su destino, a
la gran capital del Sud que cantaba Guido Spano, con el alma
acongojada por el recuerdo de sus lares tan lejanos, el cuerpo
dolorido la navegación inhóspita y el embarazo
del segundo hijo, concebido en Italia –el primero había
muerto apenas nacido– era una mujer de espíritu
delicado, de inteligencia serena, de virtudes bien templadas.
No sabía leer ni escribir. "Mi madre –dirá
mucho después ese hijo que por entonces latía
en su seno– era analfabeta. En tiempo de los Borbones
no se estimaba útil o decente que una mujer aprendiera
a leer o frecuentara las escuelas públicas de Téramo,
que eran tres."
Su
esposo, Antonio, balbuceaba las primeras letras aprendidas
durante el servicio militar, "porque en 1845 la escuela
estaba a veinte kilómetros de Zebledazzi".
Son,
en efecto, apenas unos de tantos de los inmigrantes italianos,
españoles, judíos, vascos, polacos, que a lo
largo de la Organización Nacional llegaron a un país
que emergía lenta y tumultuosamente, todavía,
de los espasmos de la lucha por la independencia y de las
guerras fratricidas enconadas, largas, inacabables.
La
ciudad lo alberga apenas unos días. Luego, la pampa.
Se afincan a unos treinta kilómetros de la urbe. Hoy,
atravesando esos treinta kilómetros, hasta llegar a
Merlo, los trenes eléctricos dejan ver solamente un
abigarramiento permanente de casas, fábricas, comercios
y una calle-ruta que corre por el costado. Rivadavia, en la
desbordan a toda hora automóviles, ómnibus y
camiones en filas apretadas y constantes. Entonces, el viejo
pueblo de Merlo se alzaba en plena pampa. Bastaba llegar a
Flores, apenas a ocho kilómetros del centro de la ciudad,
para encontrarse en medio de quintas inmensas, de chacras
de verduras, de extensiones inabarcables a la vista. La pampa,
con la infinitud de su planicie, la vastedad de la llanura
todavía no alambrada, la riqueza de sus aguadas y arroyos
no contaminados, la variedad de hierbas, de árboles,
de pájaros y de especies que tan bien cantó
Guillermo Enrique Hudson, el paisaje bonaerense, en fin, que
apenas si tiene cuchillas que sólo muestra como por
milagro unas cuantas sierras bajas, que no tiene ríos
caudalosos, que es nada más que pastos y horizontes,
estaba presente en Merlo, pueblo viejo que toma su nombre
del primitivo poblador don Francisco de Merlo, quien en 1723
hizo construir aproximadamente donde hoy se alza la ciudad
homónima un oratorio o capilla que puso bajo la advocación
de Nuestra Señora del Camino y de San Antonio de Padua.
Ese oratorio fue la base del Curato o Parroquia instalado
pocos años después, y a su vez base de la fundación
del pueblo, instalado en 1755.
En
ese lugar se afincan en los últimos días de
1869 Antonio Mercante y Filomena Lombardi. Y allí,
en febrero de 1870, el día 21, nace el hijo primogénito,
en tierra argentina, concebido en Italia, que ha bebido su
alimento en un seno maternal; que respiró por tres
meses los aires salobres del océano en una travesía
desgarrante y esperanzada; que ve la luz primera en medio
de la pampa conmovida, aún, por las luchas fratricidas
y por los afanes del progreso civilizador que la transformaban
día a día.
Víctor
Mercante es el hijo del inmigrante. Su trayectoria es arquetípica.
Dotado de la riqueza incalculable que es el talento virgen,
encuentra en un país que los espíritus más
ambiciosos y honestos están haciendo para que todos
los hombres del mundo tengan su oportunidad, el cauce fecundo
para la siembra certera y la fructificación más
notable. En otros veintidós años, este niño
será un profesor distinguido; un hombre ilustrado mucho
más allá de cuanto podían serlo por entonces
la mayoría de los grandes burgueses de aquellos valles
de los Abruzzos y de la Lombardía; un ciudadano igualado
a todos los restantes, sin que nadie escudriñara en
blasones o antecesores, un catedrático llamado a altos
cargos; un joven recibido con beneplácito en los salones
tradicionales de la sociedad provinciana; un diputado, en
fin, en la Legislatura de San Juan, representante popular
en una democracia naciente.
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Capítulo
II
Federico
Scanavecchia
Nuestra
imagen primitiva de Mercante fue la del pedagogo famoso. Apenas
iniciados nuestros estudios universitarios de Pedagogía,
supimos de la figura del fundador de la primera Facultad de
Ciencias de la Educación en América latina,
en la Universidad de la Plata, base de la actual Facultad
de Humanidades y Ciencias de la Educación. Supimos
también de su fama internacional; de sus investigaciones
y estudios profundos en materia de psicofisiología
del aprendizaje; de la publicación de los Archivos
de Ciencias de la Educación, que circulaba en
los más importantes centros especializados de Europa
y de los Estados Unidos. Más tarde, conocimos algunas
de sus obras principales y en particular los dos tomos de
su Metodología, cumbre del positivismo pedagógico
argentino y libro de texto en las escuelas normales del país
durante muchas décadas. La figura de Mercante, de tal
modo, quedó identificada en nuestro ánimo, como
en la casi totalidad de los maestros argentinos, con la del
insigne pedagogo, Egresado de la Escuela Normal del Paraná
y fundador en el país de los estudios pedagógicos
de nivel superior.
Un
día, a raíz de un comentario periodístico,
tuvimos ocasión de leer un libro titulado Los estudiantes,
de Federico Scanavecchia, seudónimo nada menos que
de Víctor Mercante. Fue un deslumbramiento. Un asombro
extraordinario cundió en nuestro ánimo apenas
comenzamos a recorrer sus páginas, que no pudimos abandonar
hasta que, no sabemos si en horas o en un par de días
consumimos la última línea. Desde entonces,
hemos perdido la cuenta de cuántas veces lo leímos.
De las obras de autores argentinos, ninguna nos ha entusiasmado
tanto, salvo, en nuestra adolescencia, Don Segundo Sombra
o las novelas de Eduardo Cambaceres. Pero la sorpresa mayor
fue encontrar a un Mercante no sólo desconocido sino
casi increíble. ¿Era posible que el gran universitario,
que el famoso creador de métodos, que el consagrado
investigador de resonancia internacional, el director de Archivos,
el positivista severo de la Metodología, el austero
director de la Escuela Normal de Mercedes, el decano-fundador
de la Facultad de Ciencias elegido por Joaquín V. González,
fuera el autor de estas páginas de frescura maravillosa,
de desenfado irreverente, de humor a lo Fray Mocho, de realismo
sin par, de picaresca juvenil desenbozada, de estilo castellano
de notable altura y aún plenas de sarcásticas
irreverencias hacia la Pedagogía engolada y pretenciosa
de quienes habían hecho del metodismo un culto y de
los dogmas normalistas una virtud formalista? Pues sí:
era posible. Los estudiantes, libro que Víctor Mercante
escribió bajo seudónimo, es una obra maestra
de la literatura castellana y revela facetas absolutamente
desconocidas de una figura hasta hoy consagrada bajo un manto
que apenas si muestra una parte –pequeña y escasa,
a pesar de su magnitud– de una personalidad de extraordinaria
envergadura.
Para
poner un poco de orden, dividiremos lo que sigue de este ensayo
en otros tantos capítulos destinados a considerar el
significado literario sociológico y pedagógico
del libro que nos ocupa, aunque es indispensable señalar
que esa separación sólo tiene sentido en función
de una mejor claridad expositiva y por razones que llamaríamos
didácticas, ya que los tres aspectos se entrelazan
y forman un todo indisoluble que es lo que da a la obra su
valor y su riqueza conceptual y estética.
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Capítulo
III
La
riqueza estilística
¿Cómo
aprendió a escribir en español, de manera tan
rica y tan argentina, este hijo de italianos, este hijo de
inmigrantes de un hogar humilde? La figura arquetípica
de Mercante queda delineada también en este aspecto:
como él, son muchos los apellidos itálicos que
han logrado, en su primera generación en esta tierra,
manejar con soltura admirable la lengua de Cervantes y engalanar
nuestras letras con páginas de armonioso estilo, de
singular belleza y de claridad y vigor poco comunes.
Hemos
de añadir, todavía, otro detalle revelador de
las dotes especiales con que el gran estudioso estaba dotado:
cuando contaba siete años, regresa con sus padres a
Italia. Allí aprende a escribir en la lengua familiar
y casi olvida el castellano de la aldea bonaerense. Regresa
a Merlo a los diez años de edad, y sólo entonces
retoma contactos con el español, cursa los primeros
grados de la escuela elemental y se encuentra definitivamente,
con el idioma que le servirá de herramienta, de trabajo
fundamental en el resto de su vida. Más adelante, aprende
el inglés, el francés y puede leer en alemán.
Escribe obras en italiano y gusta del clasicismo del Dante
y sus seguidores. Pero admira a Leopoldo Lugones; es uno de
los primeros conversos al modernismo de _Rubén Darío;
aprecia el intimismo de Amado Nervo –de quien escribe
una conmovida semblanza– y, seguramente, ha nutrido
su fragua del aprendizaje del castellano en los mejores escritores
españoles y americanos. Confiesa que solamente alrededor
de sus treinta años de edad comenzó a sentirse
satisfecho del manejo escrito del idioma.
Los
estudiantes nos revela una pluma como hubo pocas entre
nosotros. Suelen compararse sus páginas con Juvenilia
de Miguel Cané. Efectivamente, la comparación
es inevitable. En esta obra maestra de la literatura nacional,
el autor es un fiel reflejo del patriciado porteño
de la época, español por sus orígenes
ancestrales, criollo de largas generaciones, afrancesado por
la formación cultural propia de su época y de
su clase social. Clubman y porteño, Cané tiene
una prosa rica y galicada; descuidada en su sintaxis; fresca,
espontánea. Es el estilo de Lucio V. Mansilla y de
Lucio V. López en La gran aldea. Es ágil, entretenida,
con mucho de buen causer y poco de la meditación
cuidadosa del literato español novecentista. Más
desenfado que todos ellos tiene todavía Enrique de
Vedia, capaz de intercalar malas palabras de su tiempo –y
muy castizas– en un informe al propio ministro de Instrucción
Pública, aunque las vele con unos puntos suspensivos
que a nadie pueden engañar. La Prosa de Mercante es
otra cosa. Los estudiantes tienen un caudal superior a todos
los autores nombrados. Los galicismos no abundan y si hay
italianismos no forman parte dl discurso corriente, sino que
son intercalaciones introducidas a sabiendas que no afectan
la pureza del estilo. En cambio, son tantas las expresiones
españolas de viejo cuño, que podría sospecharse
un uso pedante y rebuscado del diccionario, si no fuera que
la veta retórica fluye tan natural y libre que demuestra
cabalmente el dominio limpio y espontáneo del decir.
Pero donde, sin duda, Mercante se eleva hasta un plano asombroso
es en las páginas de picaresca. Hemos vuelto, por temor
a dejarnos llevar de entusiasmos poco cuidadosos, a releer
la Vida del Buscón de Quevedo y El Lazarillo
de Tormes. Honestamente, entendemos que Scanavecchia
es superior en el estilo, en el desenfado, en la gracia, en
el realismo de las descripciones. Toda la obra está
plena de pasajes que son una obra maestra de la literatura
picaresca y de otras tantas donde el vuelo lírico o
la profundidad de las expresiones revelan al escritor de garra.
Si Mercante hubiera querido rivalizar con Fray Mocho, la historia
de nuestras letras tendría hoy dos titanes del humor
en sus anales.
Podríamos
citar página tras página, párrafo tras
párrafo, para demostrar nuestras aseveraciones. Mencionemos,
de paso nada más "En lo de las Bruno", "El
asunto Balujera"; "La calaverada de Urpilla";
"La Serenata" o "El Duelo" como memorables.
Pero es imposible dejar de destacar el episodio del naranjero
al que los muchachos limpian, sin remordimientos, de un centenar
de jugosos cítricos, que harto necesitaban sus entrañas
digestivas sometidas a regímenes dietéticos
poco estimulantes de movimientos higiénicos, porque
no es fácil hallar otro modelo de picaresca tan logrado
en nuestro idioma y, sin duda, ninguno de autor argentino.
A pesar de lo cual, creemos que la descripción del
almuerzo de fin de año con el albañil Rastelli
supera todo lo anterior y constituye una página digna
de inmortalizar a cualquier hombre de letras (pp. 68 a 70).
No
es esto todo, sin embargo. La capacidad literaria de Mercante
no concluye en el estilo liberticida de la picaresca, en el
reír buenamente de las purezas gramaticales al modo
de Larra o en el humor –tampoco común, ¡ay!
en nuestros estudiosos e investigadores– con que sabe
tomar a broma los asuntos más solemnes. Es también
un eximio buceador del alma humana y, ya sea como biógrafo
de su propia persona o como narrador de otras vidas, alcanza
síntesis magníficas.
Relata
bien; describe con exactitud y colorido. Pero, como virtud
fundamental, se caracteriza por la economía de palabras
por la riqueza que consigue con dos o tres pinceladas maestras.
El capítulo I de Los estudiantes lo prueba.
Lo titula con una palabra reveladora: "Solo". Son
nada más que cuarenta líneas. Le bastan para
pintar al protagonista por entero: su pasado, su modestia
originaria, su ambición, hasta su destino queda allí
clarificado.
"En
el 'Pingo' llegué al Paraná una mañana
del mes de abril. A la sombra de un aguaribay interpuesto
entre el sol ardiente y yo, meditaba alicaído mi destino;
demasiado para un mozuelo... Me dirigí la palabra;
¡Solo! Solo estás. Pero no te abatas. La soledad
es dulce y compañera... ¿Qué serás?
En este momento eres nada; no puedes comenzar bajo mejores
auspicios... El tañido de la campana interrumpió
mi discurso y alcé los ojos. Esa es la escuela, me
dije... Eran las once. Por las puertas desbordó el
torrente estudiantil y la plaza, tomando aspecto de romería,
se pobló de cabezas y sombrillas que pronto desaparecieron
por las bocacalles... Había en mí un deseo indomable
de volver al beso materno que solía entibiar mi frente
todas las mañanas."
Un
poco más adelante, describe las puestas del sol en
Paraná. Quizá sea injusto que esta ciudad no
tenga enmarcada una página que despierte la ambición
de acudir a conocerla a cualquier espíritu sensible.
"Esta ciudad ofrece perspectivas crepusculares de una
atracción maravillosa. El Paraná, visto desde
el alto, presenta ocasos de un empaste maravilloso. No puedes
imaginarte los encantos de un sol poniente visto desde las
alturas del paseo Urquiza. La calma augusta de la escena,
la bruñida faz del río, las tonalidades del
verde claro al verde negro de sus costas, la invasión
del horizonte por mil riachos de los que emerge una tupida
selva de verdura, la pequeña mar sembrada de goletas
con sus paños tendidos; los campanarios de Santa Fe
surgiendo como gigantescos penachos blancos; el viento ligero,
perfumado y diáfano como el sol, grave como una majestuosa
giba de fuego circundada por un fantástico océano
de sangre próximo a desaparecer dejan en pos de sí
la sensación indecible de la solemne armonía
de las cosas abarcadas por el inmenso radio de la vista que
las contempla. ¡El encanto de la puesta, querido Jorge!
Pienso en ti, tus viajes, tus sueños, cuando tú,
dentro de quince años, ya capitán, surques mares
ignotos, y en extraños países sientas este vértigo
de la belleza incomparable y real."
Podrían
citarse muchas otras páginas. Un análisis menudo
de Los estudiantes nos muestra una riqueza literaria sin par.
Frase tras frase, los hallazgos son innumerables.
El
capítulo "Trece o poco menos" (p. 51) es
una de ellas. "Ese día yo estaba más buey
que otros." Lo mismo la descripción de cómo
organizan la vida de los estudiantes, en el cuarto (p. 715).
"Se declaró bebida de azar el mate, jurisdicción
del estómago el naipe; ejercicio de necesidad el paseo;
acto de circunstancias el robo de artículos alimenticios."
Inolvidable
es el baile en lo de las Bruno (p. 48). Aparecen "ideas
que cruzan la pampa del cerebro" y en medio de todo tipo
de atrocidades, como aquello de: "Para consuelo vi a
Bragheta de tiros largos con una yorkshire atacada
de 'esparganosis' que le reventaba el tocino por las jaretas",
aparece la cuerda sentimental deliciosa y sobriamente apuntada:
"Mi
soledad, poblada hasta entonces de grandes sueños hoscos
y rebeldes, se pobló de sueños tiernos y consoladores
que llenaron de encantos mi silvestre aislamiento. Al tomar
en la mía su mano rosada que era una aurora, sentí
que mi vida se ligaba a esta flor, y que mi corazón
se rendía al fluido turbador que se escapaba de aquel
ser calmado y bello. En la mendicidad de afectos en que vivía
mi corazón, este estremecimiento delicado, esta alba
de amor casi divina, abría un ciclo inesperado a mi
alma... Nos dijimos pocas cosas. Pero tras del silencio ardían
dos hogueras cuyas irradiaciones adivinábamos, yo en
sus ojos ella en los míos. Consumimos deliciosamente
las horas, ella apretando mi mano, yo la suya. Recitamos así,
al ritmo de nuestros corazones, el poema irreferible de la
primera emoción."
Dice
Scanavecchia que el "poema de la primera emoción"
es 'irreferible' y quizá sea cierto. Pero si alguien
ha sido capaz de contarlo, no hay duda que Mercante lo ha
logrado.
Su
estilo es, dijimos, argentino. Es el castellano que manejamos
en esta tierra. No es copia hispanófila o vergonzante
de haber nacido en el Río de la Plata. Dice sin temores:
"Yo no sé, 'che' lo que es la mujer". (p.
83). Usa limpiamente el 'che' rioplatense que nos ha inmortalizado
en América, donde somos 'los che'.
Usa,
a la vez, las voces mejores de nuestro idioma cervantino.
No se trata, por ejemplo, de "llegar lenguitendido a
los pies del bien amado" (p. 89) y aún se pueden
mezclar los modismos provincianos más tradicionales,
como cuando grita Cochon, "que no pudo contener el gusto":
"¡A la miel le han puesto arrope!". Y aún
puede el gran Scanavecchia tomarle el pelo a los estilistas
de baja estrofa, quienes creen que escribir bien es ensamblar
vocablos difíciles y armar trabazones complicadas.
Entonces
advierte con buen humor e ironía (p. 98):
"Todo
lo que interesa es el culteranismo de la frase. El fondo no
importa... Evítense los sonsonetes, porque las terminaciones
se relinchan y mechan el discurso con hiatos lucidos como
el ala aleve, la hora de la aurora de oro, el ruido del horrísono
torrente que ruge... Especie de adoquinado que hace de la
composición, una calle real, si se la empiedra con
mesura y sin colorinches."
En
Los estudiantes, Víctor Mercante se revela
como un notable escritor argentino y unos de los mejores del
idioma castellano. Pero hay otras obras, casi completamente
desconocidas, donde ha dejado páginas memorables que
podrían forjar fama imperecedera para cualquier autor.
Mencionaremos solamente sus recuerdos del día de la
primera comunión en Una vida realizada o sus
semblanzas biográficas de Maestros y educadores,
en particular la conmovedora vida de José María
Torres. Pero dejamos a propósito para el final, su
brevísimo trabajo del tomo III de ese título,
dedicada a Pablo Berutti, porque consideramos que es una obra
maestra por la 'economicidad' con que llega al fondo de una
personalidad notable, la ubica en su tiempo y en su ambiente,
muestra el choque doloroso de aquel espíritu con su
circunstancia, narra con sobriedad viril y pudorosa la amistad
profunda de dos hombres y termina sin ocultar el fracaso y
el dolor de una manera exquisita, que guardó siempre,
para sí, el secreto de sus riquezas y nunca pudo desplegarlas
en una entrega fecunda. Quizá Mercante supo comprender
a Berutti porque en él mismo había mucho oculto,
también, y a pesar de que realizó su vida y
se entregó a una obra, han de haber quedado quizá
ocultos los matices más delicados de su personalidad
y las ambiciones sentidas en o más profundo de su corazón.
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Capítulo
IV
Enfoque
sociológico de la obra
Dijimos
ya que Mercante fue un arquetipo. Efectivamente: su vida entera
sirve como modelo, como ejemplo, claramente revelador de un
fenómeno social característico de nuestro país,
en un período de su historia. Empleamos aquí
las palabras 'arquetipo', 'modelo' y 'ejemplo' en su significación
primigenia, sin el carácter que habitualmente asumen
y que las constituye por sí mismas en un juicio de
valor laudatorio. Mercante, con seguridad, merece ese juicio
de valor y esa alabanza, pero antes que ese aspecto de su
existencia, nos interesa mostrar, objetivamente, lo que representa
como tipo humano, arquetípico de una generación
dentro de un contexto histórico determinado.
Ya
en ocasiones anteriores nos hemos referido a la significación
sociológica del normalismo, en la Argentina. En nuestro
ensayo sobre ese tema, publicado en 1960 como síntesis
de las exposiciones y cursillos dictados entre 1958 y 1959,
sostuvimos que el normalismo constituye un fenómeno
que presenta tres vertientes claramente discernibles, aunque
también férreamente unidas: la pedagógica,
la cultural y la social. No es posible ahora repetir aquí
el desarrollo completo de ese estudio, pero es menester sintetizar
sus ideas capitales.
Pedagógicamente,
el normalismo significa la implantación de doctrinas
teóricas, de realizaciones prácticas y de tendencias
didácticas y metodológicas de relieve propio.
Inspiradas filosóficamente en las posturas del positivismo,
y políticamente en los ideales republicanos y democráticos
liberales, la escuela pedagógica del normalismo bebió
en las fuentes europeas de mayor arraigo y difusión
de la época, floreció en la Argentina con modalidades
propias, recreada por personalidades de valor singular y alcanzó,
por fin, justa fama en el concierto universal. Víctor
Mercante es, en este sentido, el nombre clave. Su figura constituye
la culminación práctica y doctrinaria del normalismo
argentino, y la Pedagogía positivista llegó
con sus obras y sus lecciones al punto más alto de
su trayectoria. Después de él, precisamente,
pareciera haberse agotado ideológicamente la fecundidad
del pensamiento que la sostenía y sólo tuvimos
seguidores, o repetidores, algunos de excelentes intenciones
y buena voluntad, pero ninguno de los quilates intelectuales
de aquellos egresados del Paraná del siglo pasado que
lucen con brillo merecido en la historia de la escuela y la
Pedagogía nacional.
Culturalmente,
el normalismo significa dos grandes pasos adelante: por un
lado, es herramienta fundamental en la lucha contra el analfabetismo
y la ignorancia, es el arma esencial con que los grandes ideales
sarmientinos contarán para su realización. Pero,
simultáneamente, el magisterio egresado de las escuelas
normales vale culturalmente por sí mismo, como grupo
humano elevado en su formación personal por encima
del medio. Su obra de 'culturalización' se realiza,
a la vez, por su tarea profesional propiamente dicha, en la
escuela y en la comunidad, como derivación de la acción
docente del aula, por su simple presencia en el seno de la
sociedad. Los normalistas sirvieron a la elevación
de la cultura nacional de ambas maneras, aún sin proponérselo,
e inclusive se revela esta amplitud de resultados culturales,
si hacemos un somero seguimiento de sus descendientes, puesto
que en una gran cantidad de ocasiones sus hijos alcanzaron
niveles universitarios o intelectuales superiores a los de
sus padres. Nada raro es, en efecto, encontrar detrás
de grandes figuras actuales de las letras, las ciencias, las
artes, la magistratura o la política, un hogar donde
el padre o la madre, o ambos, eran o son representantes de
esa estirpe normalista. Finalmente, el normalismo fue en la
Argentina la puerta que permitió, mucho antes que en
otros países, el ascenso cultural de la mujer hasta
el nivel de la enseñanza media, aporte cuya extraordinaria
gravitación en la vida nacional aún no ha sido
suficientemente valorado.
Este
pensamiento lo resumimos en la breve contribución presentada
en 1968 a las "Jornadas sobre formación de docentes
en la Argentina", organizadas en ese año por la
revista Cátedra y Vida, con el auspicio de la Asociación
de ex alumnos de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta.
Tuvimos entonces ocasión de decir, según la
transcripción hecha en el Nº 72 de esa revista:
"El magisterio primero y el profesorado después
fueron en nuestro país un medio decisivo para la obtención
de varios resultados..."
"Esos
resultados fueron: la incorporación de la masa de la
población a los rudimentos de la cultura mediante la
tarea concreta de la escolarización elemental, la configuración
de una 'élite' –constituida por ellos mismos–
de alta formación cultural y cívico-patriótica,
de extracción social diversa y múltiple, que
es una de las razones que explican el rápido deterioro
de los partidos políticos de carácter clasista;
la facilidad con que se pudo difundir la enseñanza
normal y media en muy breve lapso. La extraordinaria salida
que representó esta profesión para un rapidísimo
proceso de movilidad social, y la incorporación de
la mujer a muy altos niveles de formación cultural".
Y
en otro lugar expresamos:
"Profesión
de clase media, de proletarios en ascenso o con aspiraciones
de ascenso; meta de la pequeña burguesía antes
de que esta se anime a dar el salto hacia la clase alta; hogar-refugio
de intelectuales que no pudieron terminar una carrera o de
artistas que no pudieron llegar a las cumbres, fue y es en
todos los países de nuestra órbita occidental
el ámbito propicio para uno de los estamentos sociales
más firmes sobre los que reposa cada nación."
.........................................................................................................
"Detrás de muchas de las grandes figuras de nuestra
patria, detrás de los hombres y mujeres que en los
años recientes y en los actuales han ocupado y ocupan
cargos relevantes en todos los órdenes, se encuentra,
con extraordinaria frecuencia, un docente o un matrimonio
de docentes que supo formar un hogar caracterizado por la
decorosa medianía de su profesión, y en él
educar a quienes habrían de continuar, hasta los niveles
máximos, ese camino de ascenso y perfeccionamiento
que ellos habían iniciado en las aulas de un instituto
de profesorado o de una escuela normal".
Víctor
Mercante ejemplifica a la perfección todo este proceso:
hijo de padres cuya formación escolástica era
insignificante, se convierte en maestro él mismo y
forma un hogar cuyos descendientes son universitarios. Tres
generaciones bastaron, contando la del matrimonio arribado
a estas tierras con tan escaso bagaje de cultura escolar.
Su hogar, por otra parte, ha sido también arquetípico
en el sentido a que hacíamos referencia y hasta sus
confesadas preocupaciones y ambiciones por poseer en propiedad
la casa familiar, el terreno en el cual asentar el techo hogareño
o afirmar un retiro en la vejez, no hacen sino pintar con
claridad los caracteres de esta burguesía sólida,
de virtudes firmes, plena de potencialidades creadoras, que
no se agita en espasmos histéricos para hacer su obra
pero que, ladrillo tras ladrillo, levanta la riqueza de un
país, computada en obras concluidas, en hijos formados
y con carreras realizadas. Capaces, eso sí, de la heroicidad
cotidiana de la vida de cada día, esa que raramente
pasa a la historia, pero que configura la trama sólida
sobre la cual se puede hacer la historia grande, esa otra
que narran los libros y cantan los poetas.
Finalmente,
el normalismo tiene una profunda significación sociológica
que también analizamos en los trabajos mencionados.
Representa, en la Argentina, un fenómeno de brusca
movilidad social, de intensidad y libertad de realización
muy pocas veces igualado en nuestro país o en otras
partes del mundo.
Y
bien: ¿qué es Mercante sino el hijo de inmigrantes
modestos, de escasísimas posibilidades económicas
pero de firmes y elevadas ambiciones culturales y formativas
para sus hijos? También en esto la figura de Mercante
es arquetípica, y si algo faltara para demostrarlo,
se lo ve bien claro en unas pocas pinceladas de sus recuerdos
autobiográficos en Una vida realizada. En la página
57 narra su situación al retornar del interregno italiano
de tres años, cuando contaba ya diez de edad:
"No
bien se iniciaron las clases fui inscripto en el segundo grado,
porque poseía mal el castellano. (No olvidemos este
detalle: poseía mal el castellano). Mi conducta y aplicación
sedujeron tanto a mi maestro Bernardo Moretti, joven entonces
de 26 años, poseído de nobles entusiasmos por
la enseñanza, que fui el alumno favorito por su cariño,
ese cariño que debía encender tantos deseos
al iluminar el cariño de mi vida ulterior. Fui digno
de su amparo; durante los cuatro años ocupé
el primer puesto entre los de mi clase, premiado con la medalla
de oro..."
El
caso está claro. El hijo mayor de un matrimonio inmigrante
que se debate en la pobreza, brilla por su talento en la escuela
de primeras letras alzada en la campaña bonaerense,
por imperio de las leyes dictadas por una política
educativa sostenida en ideales republicanos. Se encuentra
con un joven maestro iluminado por fervores sarmientinos,
pestalozzianos, tolstoianos, aunque no podemos dar fe de que
conociera ni las obras de Sarmiento, ni las de Pestalozzi
ni las de Tolstoi. Descubre la llama que late en el niño,
en el hijo de italianos que están luchando por la América
no tan cruel episodio. Su pequeña fortuna, el total
de los bienes que poseía en el valle Ligur, incluyendo
el monto formado en común con la dote de la esposa,
lo ha perdido en manos de asaltantes que lo despojaron violentamente,
cuando acudía a ver una chacra que pensaba comprar
a buen precio por la zona norte de Capital.
Se
han debido afincar, 'con lo puesto', otra vez en Merlo. Han
trabajado honrada y duramente, pero apenas si cuentan para
un vivir cotidiano modesto. Las esperanzas para ese hijo mayor
oscilan entre la carrera del mar –navegante como tantos
hijos de Italia– o la del ferroviario, maquinista de
este nuevo Prometeo que surca los campos sobre vías
de hierro.
Pero
un día, don Bernardo le dice a los padres que el gobierno
de la provincia ofrece unas becas para la Escuela Normal del
Paraná. Él lo preparará. El muchacho
es inteligente. La madre ve abierto un camino y en la intimidad
de su espíritu se agitan, esperanzados, los recuerdos
de sus parientes médicos, farmacéuticos, músicos.
El padre accede. El adolescente de quince años conquista
la beca. No hubiera podido estudiar sin ella. "Me concedieron
la beca –contará más tarde– que
llenó de júbilo a mi pobre hogar, abriendo la
puerta de la esperanza, que creíamos cerrada para siempre."
Luego,
la lucha. Es pobre, es humilde. No tiene fortuna material,
ni relaciones, ni protectores. Sus padres nada pueden darle
más que su bendición. Llega a Paraná
solo. "Solo" se titula el capítulo inicial
de Los estudiantes. Es el 'hombre nuevo' ante el
cual se abre la patria americana, la sociedad desconocida.
En provincias, en el interior litoraleño en la ex capital
de la Confederación Argentina, en los pagos de Ramírez
y de Urquiza, en la tierra misma donde todavía está
fresca la sangre de los últimos temblores de las luchas
fratricidas, Víctor Mercante, hijo de Antonio y Filomena
Lombardi, gracias a una beca instituida por el Estado para
formar maestros que ilustrarán al pueblo comienza la
aventura. Como él cientos hicieron lo mismo. No todos
triunfaron. Muchos quedaron en el camino. Otros lo recorrieron
mediocremente. Asombra, sin embargo, saber cuántos
lo completaron triunfalmente y a la vuelta de unos pocos años
sus apellidos, trasmitidos a hijos argentinos brillaban en
la sociedad nacional como empresarios, como políticos
como gobernantes, como artistas, como científicos.
En
Los estudiantes, el pudor de Mercante, oculto tras
la máscara de Federico Scanavecchia, encuentra una
salida y deja paso a abundantes muestras de este fenómeno
sociológico. La soledad, el escaso relieve con que
se presenta ante el grupo escolar y sus maestros, la voluntad
firme, la ambición decidida, el éxito en el
empeño: todo queda claramente revelado a lo largo de
estas páginas memorables. Y si algo faltara para confirmar
el auténtico tono autobiográfico de Los estudiantes,
ahí está el cotejo que fácilmente puede
hacerse con Una vida realizada y que demuestra que
el protagonista del primero es el mismo del segundo.
Ya
hemos citado el principio: "En el Pingo llegué
al Paraná una mañana del mes de abril... Me
dirigí la palabra. ¡Solo!... ¿Qué
serás? En este momento eres nada; no puedes comenzar
bajo mejores auspicios..."
Observemos
las frases: "En este momento eres nada". Es verdad:
el hijo del inmigrante es nada cuando comienza la labrarse
su destino. Su apellido nada significa en esta tierra; sus
blasones familiares, sean los que fueren, no se conocen; sus
parientes no cuentan; riquezas no tiene; sus padres no pueden
apoyarlo más que en el afecto, a veces en un sustento
humilde, y casi siempre en una sana formación moral.
Pero escuchemos la audaz ironía, la orgullosa reflexión
que sigue: "No puedes comenzar bajo mejores auspicios..."
Porque en esa pobreza halla su fuerza, su estímulo,
el acicate de quien sabe lo que vale, lo que quiere, lo que
es y lo que será. "Serás lo que debes ser
o no serás nada": el lema sanmartiniano se habrá
de cumplir una vez más.
Las
referencias a las dificultades del primer momento y a la lucha
entablada para superarlas abundan.
"Seguramente,
los profesores comentaron más de una vez mi estupidez
y más de una vez analizaron socarronamente, el aspecto
hirsuto de mi silvestre persona" (p. 48). Un día,
la catástrofe: en clase de historia, dice una colección
de disparates y gana fama tremenda ante compañeros
y docentes. Sigue la decisión firme de recuperar el
prestigio y de vencer a esa masa que ahora lo desprecia. Pero
Mercante no es un resentido y Scanavecchia narra con humor
de impagable estilo el Decálogo que se confecciona
para cumplir su propósito. Visita a los compañeros
que viven agrupados en 'tribus', tal como confirma Sara Figueroa
en su obra Escuela Normal de Paraná. Datos
históricos, editada en esa ciudad, en 1934 y en
la cual se encuentran asimismo confirmados numerosos episodios,
anécdotas y modalidades estudiantiles narrados por
Scanavecchia. Mercante piensa en sí mismo: "Los
codos sobre las rodillas y las mejillas entre las manos, hice
el análisis de mi propia persona..."
Y
siguen, a lo largo del libro, un sinfín de expresiones
reveladoras de este hacerse lentamente, desde la soledad y
la nada hasta alcanzar la posición ambicionada.
Al
terminar primer año...
"leí,
estirando el cuello como una jirafa, mis clasificaciones en
el cuadro, ocupando el décimo octavo lugar. Luego...
cincuenta y dos eran más imbéciles que yo ...luego,
mis esfuerzos borrando un pasado de ingrata memoria, vencían
a porfía la tenacidad de los profesores que un error
de análisis confabuló contra mí; luego,
'no era aquel un mundo impenetrable para los que desde la
aldea venían buscando luz..." (p. 66)
El
capítulo II comienza de otra manera: "Vida Nueva"
se titula. "Mi vida paranaense recomenzaba bajo otros
auspicios. No era desconocido..." (p.73). Tengamos presente
esta expresión, porque apenas cuatro años después,
o sea cuando inmediatamente de recibirse lo designan en la
Escuela Normal de San Juan, sus contactos y relaciones –logrados
por sí mismo en un ambiente hasta entonces totalmente
nuevo– lo llevan a ser diputado provincial a los veintidós
años. El hijo del inmigrante, que "manejaba mal
el castellano" a los diez años, que pudo ser maestro
sólo gracias a una beca del gobierno, es representante
del pueblo doce años más tarde. Pudo haber seguido
en política, y otros, como él y quizá
con menos talento, llegaron muy alto en ese rumbo. Aquí
también se revela el arquetipo de un fenómeno
social y político típicamente argentino y característico
del normalismo.
Los
estudiantes de la Escuela Normal no tenían acceso a
las casas de las mejores familias de Paraná. Pero la
sociedad argentina de la época no estaba estratificada
en complicadas clases sociales ni regida por pautas de figuración
o status, como las que en la época presente suelen
servir nada más que para ponernos a todos un tanto
en ridículo o para empujarnos a un consumo de 'símbolos'
que estropean nuestra vida familiar en muchas de sus más
nobles manifestaciones. Como la que después pintó
Mercante en la magnífica semblanza de Pablo Berutti,
o sea la sociedad tradicional de San Juan –donde él
encontró la compañera definitiva– la de
Paraná supo abrirle sus salones lentamente y recibirlo
en sus casas. Pero estos muchachos, parecidos a la estudiantina
de todos los tiempos, debían a menudo conformarse con
mirar de lejos las residencias que ofrecían fiestas
elegantes y satisfacer sus ansias de diversión con
menores pretensiones.
La
pobreza generalizada se advierte en todas las páginas
y en la descripción de las formas de vida adoptadas
por las 'tribus'. En Los estudiantes está contada la
artimaña usada para alumbrarse las lecciones nocturnas
a expensas del combustible de los faroles de la plaza, que
también narra Sara Figueroa en su obra mencionada.
Y también está descripto el ardid de que se
vale Mercante –cuya pasión por la música
ha sido quizá la veta más honda de su espíritu–
para asistir a la ópera sin abonar entrada, lo que
asimismo confirma Sara Figueroa.
Hay
algo más que define a Mercante como un ejemplo particularmente
claro de la asimilación que nuestro país logró
hacer de los hijos de los inmigrantes. En él se advierte
la fuerza telúrica del paisaje pampeano, la sugestión
de la llanura infinitamente extendida sobre su alma sensible,
y finalmente, su ligazón más completa con el
suelo donde vio la luz, a pesar, todavía, en su caso,
del viaje que entre los siete y los diez años lo lleva
a permanecer en medio del ámbito en el que por generaciones
sus antecesores habían vivido. En él luchan
casi como en un ejemplo apto para una clase de Derecho, el
ius solis y el ius sanguinis y contra todas
las previsiones, contra todas las deducciones que pudieran
hacerse derivadas de apreciaciones empíricas de carácter
social, triunfa el primero y Mercante termina siendo, sintiéndose
y declarándose, argentino. El paisaje de Merlo, de
sus años primeros, no ha de borrársele jamás
y cuando arriba a los valles ligures, tan ricos en bellezas
de todo tipo, y tan densos en historia, en costumbres, en
leyendas, extraña, sin embargo, la vastedad de la llanura,
de sus pastos, de sus aguadas, de su primitivismo, de su naturaleza
apenas surcada por el hombre. Siente la emoción profunda
que embargó a Sarmiento cuando, adelantado del Ejército
Grande, descubre las extensiones que se abren más allá
del Arroyo del Medio. Sus ojos y su espíritu no pueden,
ya olvidar el desierto y su alma se ha llenado, para siempre,
con la lejanía que otea el hombre de la llanura. Lo
dice él mismo en Una vida realizada: "Allá
en Merlo, veía muy lejos; aquí la sierra se
levantaba como una pared de una prisión' (p. 31).
En
las últimas páginas de esa obra, desdichadamente
interrumpida por la muerte, se explaya con franqueza sobre
la imposibilidad de anudar lazos con la parentela que había
quedado en la península y sobre la decisión
tácita de ser como fundadores de una estirpe:'... Desligados
de la madre patria, nos consagramos a forjar el nuevo hogar,
el hogar argentino, como si nuestro nombre viniera por primera
vez al mundo..." (p. 157). ¡Como si nuestro nombre
viniera por primera vez al mundo! ¡Y qué bien
sabe lo duro –y lo maravilloso– de intentar aventura
semejante este hombre hecho sobre aquel adolescente, casi
un niño, que llegó 'solo', sin amigos, sin recursos,
sin mentores, al Paraná tradicional y heroico de la
Confederación y conquistó un nombre que, sin
duda, brilla en el firmamento de la República como
uno de los más altos formados en esta ciudad! ¡Como
si nuestro nombre viniera por primera vez al mundo! Hay en
esa expresión mucho orgullo, por cierto: del sano,
del noble, del auténtico. Y satisfacción por
la vida lanzada desde el principio sin tutores, en el mundo
nuevo. Arquetipo, sí, de los descendientes de inmigrantes,
Víctor Mercante es, por eso, uno de los arquetipos
argentinos.
|
Addenda
DON
BERNARDO MORETTI
Por
una feliz casualidad, he podido hallar unos pocos datos y
–lo más importante– una hermosa fotografía
de don Bernardo Moretti, el recordado maestro a quien Federico
Scanavecchia dedica su obra, según descubre sagaz y
eruditamente Amaro Villanueva, en el estudio crítico
introductorio de la Edición Hachette (en la Colección
El pasado argentino dirigida por Gregorio Wainberg y que es
la que hemos seguido).
La
casualidad surge del hecho de que mi domicilio actual se encuentra
en la localidad de Ituzaingó, última población
del vasto partido bonaerense de Morón, que linda precisamente
con el de Merlo. Por intermedio de mi esposa, vinculada a
una escuela de Ituzaingó, tuve noticia y trabé
relación con un antiguo poblador consagrado a estudios
sobre el pasado de Morón. Lo interrogué sobre
la posible existencia de alguna obra relativa a la historia
de Merlo, y tuvo la amabilidad de conseguirme de inmediato,
en la propia casa del autor, uno de los últimos ejemplares
de Historia de Merlo, de Jacinto Rodríguez
Aráuz, editada en 1950. ¡Cuál no sería
mi sorpresa cuando, recorriendo sus páginas, encuentro
en una de ellas (capítulo V, p. 156) un espléndido
retrato del venerado maestro de Mercante, con este epígrafe:
"Don Bernardo Moretti, que llegó a nuestro país
en 1870 –había nacido en Italia el 4 de febrero
de 1854– comenzó a trabajar con Bartolito Mitre
actuando con él durante la epidemia de la fiebre amarilla.
Radicado en Merlo al año siguiente se empleó
en el comercio de don Tomás Bergallo, sin abandonar
sus estudios. Su diploma de 'preceptor de escuelas' está
firmado por Domingo Faustino Sarmiento. Siendo director de
la Escuela Nº 1, sobresalió por su actividad e
inteligencia, y en 1884 ingresó al F. C. de la Provincia,
luego F. C. Oeste, obteniendo la jubilación después
de 36 años de servicios. Fue socio fundador de la Sociedad
Italiana de Merlo y falleció el 11 de junio de 1937."
En
los libros municipales de Merlo –sigue diciendo la obra
citada– se cuenta que en 1875 se concedió autorización
a Bernardo Moretti y Domingo Fontana para establecer una escuela.
En la misma página se cita a Víctor Mercante
y a Francisco Brunet como hijos dilectos de Merlo y se recuerda
que Moretti fue el director de la escuela de varones entre
1876 y 1885.
Mercante
ha nacido en el 70; a los diez años regresa de Italia.
En Merlo, lo toma Moretti bajo su protección de maestro,
con diploma de 'preceptor de escuelas firmadas por Sarmiento',
cuando tiene –pues estamos en 1880– 26 años
de edad. Este hombre es quien orienta a Mercante y lo prepara
para la beca, después de haber hablado a los padres.
Es el maestro de escuela del pueblo que sabe –más
que enseñar– descubrir talentos y ponerlos en
la ruta del aprendizaje permanente.
A
este hombre supo rendirle homenaje inmortal su discípulo
aunque detrás del rostro de Federico Scanavecchia,
que, como veremos, le ha servido para librar a la luz sus
sentimientos más sinceros. Rindamos también
nosotros idéntico homenaje y permítaseme formular
votos porque alguna vez en esta casa secular e ilustre de
la Escuela Normal del Paraná, en algún rincón
sin pretensiones quizá al frente de algún aula
de los primeros grados, se exhiba el retrato de don Bernardo
Moretti con una leyenda que diga, apenas algo así como:
"Fue el maestro de Mercante. A él se debe que
este pedagogo ilustre, honra del normalismo argentino, haya
llegado un día a la Escuela del Paraná".
|
Capítulo
V
Enfoque
pedagógico
Llegamos
ahora al aspecto más notable, por lo insólito,
que surge de las páginas de Los estudiantes.
Insólito, decimos, porque si bien asombra que Víctor
Mercante se revele como un notable estilista y un escritor
excepcional, o como un humorista comparable con Fray Mocho,
mucho menos previsible resulta comprobar la tremenda ironía
con que sabe tomarle el pelo a la metodología engolada,
propia de los maestros mediocres. El pedagogo ilustre, el
fundador de la Facultad de Ciencias de la Educación,
el director de Archivos, el gran director de la Escuela
Normal de Mercedes se ríe honestamente de las pedanterías
infatuadas de quienes creen que todo lo entienden y todo lo
dominan.
¿Hay
contradicción entonces entre Víctor Mercante
y Federico Scanavecchia? ¿Hubo doblez en el espíritu
de este hombre excepcional? Estamos seguros que no. La lectura
de Los estudiantes es para nosotros la confirmación
más acabada que pudiéramos haber imaginado jamás
de la hipótesis que habíamos arriesgado en nuestro
ensayo sobre El normalismo elaborado hace alrededor de diez
años.*
Sosteníamos
allí, que el positivismo pedagógico argentino
–sustento doctrinario en lo filosófico y en lo
metodológico del normalismo– había logrado
una gran altura en sus elaboraciones teóricas y en
sus postulaciones didácticas. Pero, seguíamos
afirmando pasada la época que podría llamarse
‘edad de oro’ del positivismo pedagógico,
o sea cuando lentamente, van concluyendo su ciclo vital los
hombres de mayor valor que egresan de Paraná y de otras
escuelas normales, hasta principios de este siglo, aproximadamente,
esas elaboraciones y esas postulaciones caen poco a poco en
el camino de las repeticiones de segunda mano, pierden su
hondura, quedan apenas en formalismos vacíos y comienzan
a ser nada más que apoyos sobre los que se afirman
espíritus de menguado valor intelectual y escaso o
ningún valor creador. Lo que fue avance se convierte,
primero, en inercia; luego en conservatismo y finalmente en
reacción.
El
método, la didáctica positivista fundada en
Herbart, en los principios del cientificismo y el experimentalismo,
se transforma, cuando ya entra la tercera década del
siglo XX en ‘metodismo’, es decir, caricatura
o máscara inauténtica del método. Es
el pecado de quienes ven en todas las conquistas y adelantos
pedagógicos, solamente las formas exteriores y no advierten
que su esencia se encuentra en la profundidad de las doctrinas
que los sustentan, a su vez, surgidas de conocimientos y conceptos
de carácter filosófico y científico que
es indispensable alcanzar en sus líneas básicas,
al menos, para captar precisamente el fondo de aquellas conquistas
o aquellos adelantos.
Ha
pasado siempre. Ocurre hoy mismo con quienes afirman aplicar
o seguir vías renovables de acción docente y
se limitan –a veces sin saberlo, a veces con plena conciencia
de su actitud deshonesta– a exteriorizar formas nuevas,
pero no alteran la línea interior que siempre siguieron.
Ocasiones hay, en que estos seguidores de doctrinas, se convierten
en sus peores enemigos, porque las desprestigian, o las empobrecen,
y no faltan quienes las ponen en ridículo. Así
sucede hoy con los docentes o las instituciones escolásticas
que declaran enseñar matemática moderna, pero
siguen pidiendo a los alumnos definiciones memorísticas
o enseñando a resolver operaciones o problemas mediante
mecanismos fijados con artificios mnemotécnicos, sin
entender que la novedad radical de la matemática moderna
estriba en una postura didáctica que lleve al alumno
a comprender racionalmente lo que hace y jamás a fijar
hábitos operatorios o mecanismos de resolución.
Los
grandes creadores o renovadores pedagógicos han visto
empobrecidos casi siempre sus doctrinas o procedimientos por
sus seguidores o discípulos, quienes, además,
en la mayor parte de los casos, cometen otro grave pecado:
se convierten en una especie de adoradores de la doctrina
o metodología de que se trate; pasan en poco tiempo
a sentirse defensores de una causa sagrada y terminan transformando
en mito intocable, lo que en última instancia no es
sino una etapa histórica, dentro de un proceso evolutivo
del saber y del quehacer humano. Los creadores iniciales ¡jamás
caerían en ese error! porque son los primeros en tener
conciencia de la posibilidad de introducir cambios en sus
propias doctrinas. Y, precisamente, por su capacidad mental
y su altura espiritual, entienden que los aspectos formales
y las apariencias exteriores son lo menos importante.
En
nuestro ensayo mencionado, afirmábamos que Víctor
Mercante era un ejemplo cabal de todo este fenómeno.
Citábamos allí párrafos de su Metodología
como típicamente representativos de los esquemas metodológicos
del normalismo, o del positivismo pedagógico, y textualmente
decíamos:
“Sería
formidable transcribir lo tratado a partir de la página
112, sobre enseñanza de la química, donde transcribe
una ‘lección modelo’ sobre el ‘hidrógeno’.
Es la combinación perfecta del racionalismo cartesiano
aplicado al método experimental de Bacon, y para la
enseñanza propiamente dicha una forma interrogativa
calcada de los diálogos socráticos. En una palabra:
el ideal de un normalista, o mejor dicho, de un profesor de
didáctica actual, de una Profesora de práctica
de la enseñanza o de un maestro de escuela normal que
siempre se desesperan porque sus alumnos en las clases no
responden exactamente como en los ‘planes de clase’
se ha escrito que debían contestar. Veamos el principio
de la clase: “Maestro: hoy vamos a hablar del hidrógeno.
¿Recuerdas qué significa este nombre? Alumno:
deriva del griego y significa generador del agua (¡oh!,
desesperación de practicantes cuando ‘el alumno’
no recuerda la noción anterior con la cual se debe
introducir el tema o lograr la motivación psicológica).
Maestro: En efecto, se lo puede separar del agua, de la que
es uno de sus componentes. ¿Podrás decirme cuáles
son los otros? Alumno: me parece que usted dijo, alguna vez,
el oxígeno...” y así hasta el final.”
Y
a continuación añadíamos:
“Todo
este mundo pedagógico tuvo su esplendor magnífico,
pero vive hoy una decadencia parecida a la de los grandes
imperios de la antigüedad. La mayor parte de las concepciones
pedagógicas están signadas a través de
la historia, por un destino similar: desaparecidos los grandes
creadores que las han dado a conocer, que las impulsan, les
dan vida, las sostienen y las glorifican con el genio de su
acción personal, suelen caer luego, en manos de seguidores
y discípulos, en la rutina, en el esquematismo, en
la frialdad de las reglamentaciones o de los métodos
aplicados sin la chispa original del genio. Así sucedió
con los famosos ‘principios pestalozzianos’. Su
creador –o mejor dicho, su inspirador, ya que fueron
sus discípulos los que los formulares expresamente–
no los aplicaba porque siguiera un decálogo formulado
previamente. Simplemente, los ‘vivía’ en
su acción docente, quizás sin haberse detenido
nunca a meditar sobre ellos.”
“Lo
mismo que con Pestalozzi y sus principios ha sucedido siempre
con otros renovadores pedagógicos: con Montessori y
su método para jardines de infantes, por ejemplo; con
Dewey y sus principios generales; con Tolstoi –o su
seguidor argentino: Vergara– y sus concepciones libertarias;
con Herbart; y también, por supuesto, con los grandes
pedagogos argentinos del positivismo y del racionalismo.
Los
autores que hemos citado –José María Torres,
Víctor Mercante– y tantos otros, fueron en verdad
‘creadores’, tuvieron la chispa vocacional que
protege de la rutina, del esquematismo, de la estrechez mental.
Ellos mismos en sus obras previenen contra quienes toman todo
al pie de la letra y considerada casi como preceptos religiosos
las que no son más que grandes líneas generales
de acción. Mercante, cuando transcribe los modelos
de lecciones que nosotros hemos comentado –quizás
con cierta ironía no dirigida al mismo Mercante justamente–
concibe perfectamente que ello no es más que eso, precisamente:
un modelo, un ejemplo, un ‘ideal’ de lección,
‘nunca una lección real, viva auténtica’
José María Torres previene expresamente en más
de una ocasión contra los excesos de rigorismo metodológico.”
Pues
bien: años después de haber escrito ese ensayo,
cae en nuestras manos Los estudiantes de Federico
Scanavecchia y encontramos que Mercante, con ironía
estupenda, con humor sajón, con estilo impecable, es
el primero en reírse de quienes hacen de esa metodología
un mito, de quienes creen que las clases modelos se dan en
la realidad como él las pinta en sus textos de Metodología
y de quienes suponen que basta repetir lecciones de Didáctica
para ser un buen maestro. En una palabra: el gran pedagogo
argentino, la figura cumbre de nuestro positivismo pedagógico,
el autor de La crisis de la pubertad y de los dos
tomos famosos de Metodología, obra que durante
un cuarto de siglo orientó las cátedras de Didáctica
de las escuelas normales argentinas, muestra, a través
de Scanavecchia, la faz risible y errónea de un formalismo
metodológico superficialmente entendido o tomado al
pie de la letra.
Porque,
en verdad, si alguien quisiera tomar con sentido del humor
a una clase modelo, de esas mismas que pinta Mercante en su
metodología, no podría, seguramente, hacerlo
mejor que Mercante-Scanavecchia a través de la página
que no titubeamos en destacar como una pequeña obra
maestra de la literatura Una lección modelo (pp. 102/107).
Solamente mediante su transcripción completa puede
apreciarse si exageramos. Desde las falsas citas de tomos
de Pedagogía, hasta las intercalaciones disparatadas
de latinismos, todo rezuma gracia y desenfado sólo
posible en los genios auténticos. A través de
su Metodología, Mercante revela que ha sido
un gran pedagogo americano y uno de los grandes de su época.
Pero a través de esta página revela que fue
un espíritu de excepción.
Scanavecchia
ilustra sobre las ilusiones del prácticamente aferrado
a su plancito.
“Llegó
el día, la hora y el momento. Cuarenta infantes formaron
en dos filas dispuestos a molestar.” Scanavecchia-Mercante
no es el declamador de palabras huecas en tono de niñitos
angelicales, blanda arcilla en las manos del maestro. Este
hombre de ciencia, que los ha estudiado según las reglas
más ortodoxas de la psicología cientificista
de principios de siglo, sabe bien con qué bueyes ara
el maestrito que los enfrenta armado de su metodología.
“Se necesitaron cinco minutos de voces destempladas
y el concurso de la regente para ordenar aquel resumen de
la humanidad en período belicoso. Por los cuadernos
de sus 39 compañeros corría el lápiz
de la crítica que era una temeridad.” El diálogo
con los pequeños es encantador. El autor de las ‘lecciones-modelo’
de la Metodología sabe que esas lecciones son sólo
un ideal, una norma de acción, una meta por alcanzar,
la línea teórica –en el más alto
sentido de la palabra teoría– que debe apoyar
la acción. Y Scanavecchia sabe que la realidad marcha
agazapada por debajo, con sus rostros cambiantes y sorpresivos
y que esa línea doctrinaria es el hilo interior de
la clase que debe mantener tenso el maestro en su espíritu,
pero que nunca podrá ser la exteriorización
manifiesta a través de las voces y las respuestas imprevisibles
de 30 ó 40 muchachitos ‘en período belicoso’.
“Bueno, no hables. ¿Con qué vuelan los
pajaritos?
“Yo, señor, yo, señor.
“¡No digan yo, señor! ¿Con qué
vuelan los pajaritos? ¿Berduc?
“Con las alas.
“¿Con qué, Conrado?
“Con las alas. El chimango se come los pollitos.
“No se salga de la baraja... ¡Mire, Chapenco!
En cuanto vuelva a tirar el pelo, lo zumbo afuera...”
Y
llega el final: “Pin, pin... Eran los treinta minutos,
con sorpresa del prácticamente que no había
sino comenzado... La crítica fue despiadada... El lunes
circulaba por el curso una caricatura en la que Bragheta mostraba
el ala de la lechuza, con esta leyenda al pie: “No hay
que matar a los pajaritos. Circule.”
Este
enfoque del aspecto pedagógico de Los estudiantes,
o sea la otra cara de la moneda, esa que Mercante no se atrevió
nunca –no por deshonestidad intelectual, como veremos
luego, sino por timidez y por formación metodológica–
a mostrar y que, escudado tras Scanavecchia, expuso tan magníficamente,
aparece a lo largo del libro reiteradamente y siempre, con
pinceladas de alto vuelo, por la profundidad, el estilo y
el humor.
En
Maestros y Educadores, Mercante ha dejado una buena
semblanza de su maestro Pedro Scalabrini, aquél a quien
le debe el encauzamiento doctrinario filosófico por
el cual transitó su vida entera. Lo recuerda también
en sus apuntes autobiográficos, y en página
inolvidable cuenta cómo a Scalabrini debe el contacto
primero con Fuerza y materia, de Buchner: “su lectura
–dice– fue una revelación devoradora”.
Pero Scanavecchia, dejando correr la veta del humor, despojado
de la seriedad y de la rigidez de principios con que guió
su conducta Mercante, consigue pintarlo magistralmente con
unas pocas palabras que sonrían irreverentes si no
mostraran, en cambio, la calidad suprema de quien dice todo
con tres vocablos: “Libre cambista en la obra del pensamiento”
lo define.
Sigue
narrando con humor y economía sus bases filosófico-pedagógicas
fundamentales.
“Yo
regularicé mis horas... una ración por día
de Buchner para curar de la encefalitis bíblica...”
E inmediatamente, en cuatro líneas, dibuja impecablemente
la escena en la cual un profesor da su mejor clase con displicencia
clásica y un discípulo ávido, capta al
vuelo la semilla lanzada, la recoge y la fecunda: “Lean
a Buchner –dijo un día–, es un buen librito.
¿Quién? Preguntó la turba destinada a
ser guijarro. ¡Buchner! B, u, ch, n, e, r. Fuerza y
materia. Un buen libro. ¡Lean y vayan con Dios! Y yo
leí. Una lectura apasionada, felina. Lectura digerida
equivale a cien lecciones de nuestra educación homeopática”.
Antes
de terminar el volumen, Scanavecchia coincide con Gentile,
el filósofo italiano campeón del antimetodismo,
el de la cruzada antipositivista. Es que uno y otro se encuentran
allá en las cumbres adonde no llegan los seguidores
de los maestros. Se trata ahora, de dar una ‘clase con
experimentos’. El maestro procura explicar las bases
del razonamiento y pregunta: “¿Comprendéis?”
Y los chicos, obsesionados solamente por ver lo que va a pasar.–
“Sí señor; haga, a ver.” Se preocupan
por saber si ‘puede reventar’. Al fin, el experimento
está por consumarse.
“Aproximó
un fósforo al tubo de escape y ¡pum! El estallido
mandó a Chistera bajo la mesa, al techo el tapón
y de espaldas a muchos alumnos atropellados en la disparada...
El fiero cogió una botella de soda, introdujo algunas
tachuelas, agua, diez centavos de ácido, un corcho,
tubo y antes de un minuto mostraba una llama de media cuarta
a sus compañeros estupefactos. Nada más fácil
que hacer hidrógeno.”
La
capacidad mental y el saber auténtico había
vencido a la ortodoxia pedagógica. Mercante no necesitaba
que Gentile le advirtiera de esa realidad: Scanavecchia lo
sabía de sobra.
Idéntica
tendencia se revela en la tremenda diatriba que destina a
los libros de lectura ñoños y alambicados, cargosos
por pueriles y mediocres. “Hay libros calamitosos como
las épocas de sequía.” Y sigue una crítica
despiadada sobre algunas obras de esa naturaleza. Mercante
fue fiel a Scanavecchia, porque cuando escribe un libro de
lectura, hace una obrita de elogiable sobriedad de digna orientación
didáctica y deja un modelo que desearíamos ver
repetirse hoy.
Termina
con un discurso en el cual resplandece una de las características
de los grandes hombres: la bondad y la emoción disimuladas
bajo una dulce ironía y un humor que no es sino defensa
de los sentimientos más hondos, aquellos que duelen
tanto que se prefiere, a menudo, mostrarlos como si fueran
cosa de poca monta para evitar que otros descubran la inmensidad
del valor que para sí mismo tienen.
“Con
el nombre vulgar de maestro es conocido en el país
el magister levitorum a causa de su traje raído, onomatopéyico
casi, que imita, en cadencia, a los cuatro ritmos del necesitado:
paciencia, filosofía, templanza y dignidad... “Y
brinda: ‘Brindo, pues, por Pestalozzi, honra y prez
de nuestro gremio, de quien conviene divulgar sus ideas y
no su retrato porque exagera la fealdad’.”
*Editado
en 1960 por la Comisión Permanente de Educación
media en la imprenta escolar (rotaprint) del Instituto Industrial
Huergo (Chacabuco 629, Buenos Aires). |
Capítulo
VI
El
estudio que en las páginas precedentes hemos esbozado
sobre un Mercante poco conocido revela, a nuestro entender,
que esta figura de la vida argentina espera todavía
la investigación exhaustiva e integral, que ponga,
a plena luz, todos sus méritos y descubra la profundidad
y trascendencia de su obra. Al plantear los esquemas iniciales
del trabajo, tuvimos la intuición de que estábamos
en presencia de una personalidad de la cual la posteridad
sólo había captado una parte, apenas, de la
enorme riqueza que atesoraba. Con el objeto de ahondar un
poco más en el autor de libro del que pensábamos
ocuparnos, comenzamos a hojear su vasta producción
bibliográfica y fue entonces que dimos principio a
una serie de novedades que, creemos, son prácticamente
ignoradas por una inmensa mayoría. Porque, en efecto,
al lado de los volúmenes de carácter pedagógico
propiamente dicho, aparecieron otros reveladores de una capacidad
polifacética de excepción, como por ejemplo
sus dramas líricos, escritos en italiano y en español,
entre los cuales se cuenta Ollantai, de 1920 –o sea,
si no yerro, antes que Ricardo Rojas diera su libro homónimo–
sobre la base de leyendas incaicas muy bien documentadas,
que necesariamente han exigido estudios hondos y largos sobre
esa civilización. Luego, están sus tres tomos
de Maestros y educadores, semblanzas biográficas,
claramente demostrativas de sus orientaciones, y preferencias
en cuestiones políticas, literarias y pedagógicas.
Basta enumerar los hombres a los que dedica esas semblanzas
para iluminar la figura del autor: Bartolomé Mitre,
Florentino Ameghino, José Ingenieros, Manuel Belgrano,
J. M. Fernández Agüero, Marcos Sastre, Pedro Scalabrini,
Joaquín V. González, Juan Vucetich, Pestalozzi,
José Gall, Esteban Echeverría, José María
Torres, Juana Manso, Raúl Legout, Pablo Berutti, José
B. Zubiaur y Amado Nervo.
No
se puede dejar de señalar que el primer tomo se abre
con un ensayo sobre “La inmortalidad” donde Mercante
nos recuerda a Anatóle France, porque, como el notable
autor galo, poseía un profundo amor y conocimiento
de la antigüedad helénica, a la que admiraba y,
sobre todo, comprendía. Ahí se revela también
la posición metafísica de Mercante, creyente
en última instancia en una fuerza y realidad espiritual
trascendente, por lo cual puede admitirse la discusión
sobre su ortodoxia positivista, tal como –por ejemplo–
se produce entre Julio del C. Moreno, el profesor Modesto
T. Leites y el doctor Alfredo Franceschi.
Dos
títulos, en particular, exigen unas pocas palabras.
La semblanza de Pablo Berutti –ya lo hemos adelantado–
es una obra maestra. Creemos muy difícil encontrar
ejemplos de autores argentinos que la iguales, por la profundidad
con que pinta un ambiente y un personaje mediante tan pocas
líneas. La biografía de José María
Torres es otra revelación. Ahora sabemos que la Argentina
tiene una deuda de honor con este nombre que luce en el frontispicio
de la Escuela Normal de Paraná. Está por hacerse
todavía la biografía definitiva de su figura
de excepción, a la que la República le debe
la organización de su enseñanza secundaria y
normal y buena parte de la doctrina pedagógica que
durante el siglo pasado permitió poner en práctica
una política educativa, hasta hoy no superada y ni
siquiera igualada.
Mercante
lo afirma, terminante: “Todo maestro argentino tiene
con José M. Torres una deuda de gratitud que es sagrada”,
y añade: “El deber, aun tullido y mudo, me hubiera
arrastrado al pie del bronce cincelado por Zouza Briano”,
dije en mi conferencia al descubrirse el busto en la Escuela
Normal N° 7 (p. 66)
Más
adelante (p. 83) recuerda que Torres fue el “gran consultor”
de Sarmiento y Avellaneda, y sostiene esta afirmación
que exige meditar en la trascendencia de una labor no valorada
en su justa medida: “Desde 1868 hasta 1880 (ya había
recorrido las provincias) ningún plan, resolución
o decreto sobre enseñanza fue refrendado por el ministro
sin el soplo inspirador de Torres.”
Y
termina con este párrafo que no está dictado
por la gratitud del discípulo sino por el sentimiento
de justicia más estricto:
“La
historia, que recoge solícita el recuerdo de los que
caen con ruido en los campos de batalla, pocas veces tiene
un sitio en sus páginas para guardar los nombres de
los que luchan y sucumben silenciosamente en el recinto de
la escuela. Confiemos, señores, en que sobre la losa
que cierra la tumba de José María Torres no
ha de confirmarse esa amarga ley de silencio y olvido. Confiemos
en que la gratitud de sus discípulos y la justicia
póstuma del pueblo, juntarán su óbolo
para fundir el bronce inmortal que perpetúe la gloria
del maestro. Tales son los rasgos salientes del que fue nuestro
primer inspector general de colegios y escuelas y creara el
arquetipo de la escuela en la que se ha educado durante medio
siglo, el pueblo argentino, y del que dignificó al
que en ella había de forjar nuestra unidad mental después
de 70 años de esfuerzos realizados por nuestras figuras
más destacadas. Así nos tendió España,
después de Ayacucho la mano amiga a través del
Atlántico. Antes de cerrar los ojos en la ciudad de
Gualeguay el 17 de septiembre de 1895, tuvo sin duda, en el
silencio de su retiro, la visión de la obra que había
realizado. Torres no fue el director de una escuela normal
fue el educador de la América de Solís, Mendoza
y Garay” (p. 115).
Por
último, aparece el pequeño tomo autobiográfico
de Víctor Mercante, escrito en sus últimos años
de vida y truncado por una muerte imprevista cuando regresaba
de Chile de un congreso pedagógico internacional, en
1934.
Este
volumen es conmovedor. Pero, a la vez, muestra una personalidad
firme y bien templada.
Comienza
con un párrafo que pocos hombres podrían firmar
con tanta sencillez, con tanto orgullo viril, con tanta verdad:
“He sido un hombre útil”. Observemos bien
la precisión, la modestia y la grandeza del adjetivo
que se aplica a sí mismo: “He sido útil”.
No pretendió otra cosa. Pero esa ambición la
colmó.
Narra
su infancia y pinta una relación intimista y sólida
con el espíritu materno. Confiesa su pasión
por la música y se le escapa: “Mi destino era
ser músico...” Recordemos al ascendiente materno,
director de orquesta en Atenas y en Constantinopla. De estas
páginas hemos extraído la impresión final
de la personalidad que estudiamos y creemos no estar muy lejos
de la verdad si nos arriesgamos a formular una teoría
para explicar la importancia que tiene el libro de Scanavecchia.
Víctor
Mercante fue un hombre de dimensiones excepcionales por su
inteligencia, su capacidad de trabajo, su voluntad y su posición
de extrema rectitud de conducta. Pero era, en última
instancia un espíritu sentimental, profundamente emotivo,
inclinado temperamentalmente al arte y en extremo tímido
para su vida profesional y de relación.
Las
circunstancias no le permitieron elegir su destino. No tuvo
la posibilidad de elegir un camino. Se le impuso, por la fuerza
de los hechos, una vía poco conciliable con su carácter
aunque propicia para su inteligencia. Latía en su fondo
la ambición de ser alguien y de dar cauce a sus dotes.
Para cumplir dignamente la misión que se le ofrecía
como única oportunidad, violentó su naturaleza
original y fue lo que debía ser. Un día, vaya
a saber por qué extrañas motivaciones y circunstancias
escudado tras un seudónimo que ya dice mucho desde
el principio, escribió Los estudiantes y guarecido
detrás de la máscara de Scanavecchia dio rienda
suelta a lo mejor y más auténtico de su personalidad,
que no se atrevía a desplegar a cara limpia porque
la timidez primigenia del hijo de inmigrantes que a los diez
años hablaba mal el castellano en el pueblo de Merlo
y a los quince era un adolescente desaliñado y rústico,
solo y sin mentores en la por entonces señorial e imponente
Paraná, no había de abandonarlo del todo nunca.
Por
eso creemos que en el futuro, quizá ya en el siglo
próximo, a Mercante le espera un destino mucho más
insólito que lo que él y sus discípulos
pudieron soñar alguna vez. Porque cuando su Metodología
y sus Museos Escolares y sus Archivos de Ciencia
de la Educación sean solamente datos históricos
dentro de las etapas de un devenir, perdurará en cambio
–con esa fuerza que otorga vida inacabable a las mejores
creaciones del arte de todos los tiempos– este volumen
llamado Los estudiantes y quizá algunas de sus semblanzas,
como la de Pablo Berutti. A la vuelta de los siglos, podrá
ocurrir que el nombre ilustre del gran pedagogo se vaya oscureciendo,
y de Víctor Mercante se acuerden sólo unos pocos
especialistas dedicados a bucear en el ayer. Pero Federico
Scanavecchia perdurará siempre, porque Los estudiantes
tiene la vida eterna de las obras de los grandes clásicos. |
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Junio 1993
Buenos Aires, Argentina |