Las
transformaciones de los ciclos escolarestradicionales
y, en particular, de la escuela media
V)
Los nuevos ciclos escolares
El
orden de aparición histórica de los niveles
escolares entendidos como sistemas organizados y claramente
tipificados sigue un orden inverso al que podría presumirse
lógicamente. En efecto: el primero que se constituye
orgánicamente y queda bien estructurado en sus características
generales, en sus modalidades pedagógicas y en la formación
de un cuerpo profesional docente, es el último en el
orden de los estudios, es decir el superior o universitario.
Lo sigue el nivel medio o secundario, que surge como consecuencia
de los cursos preparatorios que, para poder aprovechar con
éxito las enseñanzas de las cátedras
universitarias, se instituyeron cada vez con mayor rigor hasta
que ya en el siglo XVII, y en especial en el XVIII, lo encontramos
institucionalizado, con caracteres que en buena medida perduran
todavía (1). Finalmente, la enseñanza
primaria o de primeras letras aparece –como sistema,
es decir, como conjunto orgánico y coherente de establecimientos,
no-aislados sino enlazados institucional y didácticamente–
en el siglo XIX y queda cabalmente instalada de manera universal
a principio del XX. Desde entonces, es habitual hablar en
todo el mundo de la existencia de tres ciclos escolares, y
a pesar de diferencias menudas en las denominaciones se los
reconoce sin dificultades en cualquier país. La escuela
primaria, la enseñanza secundaria –o la enseñanza
media, según los lugares y según algunas concepciones
que incluyen aquella en esta–, con sus modalidades profesionales,
y la superior o universitaria son una presencia constante
y el hombre de nuestros días llega a aceptar esto casi
como una estructura asentada de una vez para siempre.
Algo está ocurriendo. Así como el lenguaje sufre
transformaciones que los gramáticos sólo advierten
–y entienden– una vez que estas se han incorporado
sólidamente al habla común, pero se les escapan
en su presencia y en su significado mientras el proceso de
modificación está en pleno desenvolvimiento,
también los sistemas escolares sufren cambios que los
pedagogos y los propios educadores no advierten con claridad
hasta que se encuentran con la sorpresa de que –muy
a menudo, a su pesar– están actuando en otro
sistema del que ellos creían. Esto es, al fin, bastante
normal, pero si la inadvertencia supera cierto lapso prudente
y las formas exteriores del sistema perduran mucho más
allá después que su esencia auténtica
se ha transformado, las dificultades son muy graves y las
consecuencias para los educadores, los educandos y la sociedad
son muy delicadas.
De hecho, en la actualidad, entre el primero y el segundo
ciclo se ha instalado otro, intermedio, y en casi todas partes
del mundo ello constituye una realidad aunque quizá
se la reconozca con nombres diferentes o simplemente no se
le dé ningún nombre propio. La escuela elemental
propiamente dicha es la que concluye, aproximadamente, después
de cinco años, y es la que debe proporcionar los instrumentos
básicos del quehacer cultural. Es muy similar en cualquier
región del mundo y hasta presenta modalidades metodológicas
y estructuras didácticas muy parecidas a pesar de que
la observemos en pueblos completamente distintos. Pero después
de ella ya no se puede hablar sin más de pasar al nivel
medio o secundario tradicional, por muchas razones. En primer
lugar, porque a este ciclo concurrían antes sólo
grupos minoritarios que pensaban exclusivamente en los estudios
universitarios ulteriores, y ahora, en cambio, lo hacen grandes
mayorías que buscan allí cubrir otro tipo de
necesidades culturales, vitales y profesionales. Pero no toda
esa masa ha de concluir el ciclo completo de la escuela media
tradicional y, además del conjunto, una gran parte
requiere orientaciones especiales y tratamientos pedagógicos
singulares. Francia, con denominaciones diversas según
las sucesivas reformas posteriores a 1945 o según los
diferentes proyectos de transformación, ha reconocido
formalmente este nivel intermedio que, ya sea como “ciclo
común de orientación” o como ”tronco
común”, forma parte de una estructura que antes
de admitir el ingreso a la universidad exige bien cumplidos
estos tres ciclos, que son el elemental propiamente dicho,
el segundo –de orientación o común–
y el tercero o verdaderamente preuniversitario. En Italia
ya se había admitido un sistema similar, mucho más
diferenciado en cuanto a las modalidades de los tres niveles
anteriores a la enseñanza superior, desde la reforma
de Gentile de 1923, y ahora acaba de reforzarse al suprimirse
definitivamente cierto tipo de escuelas de aprendizaje profesional
y hacer obligatoria la “escuela secundaria de primer
grado”.
En la Argentina, nuestros quinto y sexto grados tradicionales
–ahora llamados sexto y séptimo– han sido
siempre, por sus contenidos si no por su organización
didáctica, cursos presecundarios que precisamente han
fracasado en buena medida por imponérseles finalidades
y contenidos de una naturaleza dentro de una estructuración
pedagógica de otro tipo. No han sido otra cosa, al
fin, que enseñanza secundaria de nivel inferior dentro
de una escuela primaria. Los ensayos hechos para modificar
su organización, dando a cada grado dos o tres maestros
que tomaran a su cargo cada uno áreas diferentes, no
han sido sino tácitos reconocimientos de esta verdad.
Por otra parte, es innegable que entre la escuela primaria
y la secundaria propiamente dicha existe un vacío que
debe ser llenado mediante un tipo de escolaridad que responda
a las necesidades particulares del niño de 11 a 14
años de edad, aproximadamente, y a las exigencias de
la época actual que pide encauzar a todos hacia estudios
adaptados a sus características y a las circunstancias
sociales. Bien lo vio Víctor Mercante, el eminente
pedagogo fundador de la primera facultad universitaria de
Ciencias de la Educación de América Latina,
que ya en 1914 publicó su Crisis de la pubertad y en
1916 fue figura principal de los pedagogos que fundamentaron
el proyecto de la escuela intermedia (2).
Pero hay algo más todavía. El ámbito
universitario no escapa tampoco a transformaciones profundas.
Las asambleas y congresos internacionales últimas,
así como las publicaciones de asociaciones mundiales
de universidades, y las discusiones o los estudios que en
muchos países se están efectuando, imponen cada
vez con mayor vigor la idea de que los cursos universitarios
deben organizarse en dos ciclos principales. El primero deberá
destinarse a formar los profesionales en las diversas ramas
del quehacer humano que nuestro tiempo requiere, y a los que
no hay que exigirles, necesariamente, los niveles intelectuales
máximos que son propios de la enseñanza universitaria.
Se trata, en suma, del otorgamiento de los famosos títulos
intermedios que pueden dar la oportunidad a un altísimo
número de estudiantes de completa ciclos que les permitan
desempeñarse correctamente en cierto tipo de actividades,
aunque no puedan –por múltiples motivos–
concluir su carrera hasta el punto de mayor nivel posible
y aunque sus condiciones no les permitan afrontar perspectivas
de futuro investigador, docente o luminoso especialista. Después
de este nivel, entonces, corresponde organizar el segundo
ciclo universitario, que ese sí deberá estructurarse
didácticamente de acuerdo con concepciones universitarias
tradicionales, es decir, exigiendo la posibilidad de llegar
hasta el punto más alto del sabe y de la investigación,
preparando a los futuros recreadores y descubridores del campo
de la cultura.
(1)
Ver
capítulo VII: “La escuela media”.
(2)
Tema que hemos desarrollado ampliamente en la obra (en
colaboración con Gustavo F. J. Cirigliano) Ideas y
antecedentes para una reforma de la enseñanza media
(Ed. Theoria, Buenos Aires).
Los
cinco ciclos
De
tal manera es presumible que, antes de finalizar el siglo
actual, los sistemas educativos de muchos países estén
organizados de tal forma que en ellos se distinguirán
con claridad cinco ciclos escolares en vez de los tres a que
hasta ahora estamos habituados. Ellos podrán caracterizarse,
aproximadamente, como sigue:
El primero será la escuela elemental, que como su nombre
lo indica estará destinado a dar los elementos culturales
básicos, comunes a todos e indispensables para toda
formación ulterior de cualquier tipo que esta pueda
ser. Seguramente tendrá una duración de cinco
años, aunque según las tradiciones de cada país
esto puede variar en algo, pero nunca en más o en menos
de un año. Nada difícil sería que algún
país europeo lo organizara en cuatro años, y
que muchas naciones americanas lo hicieran en seis.
El segundo ciclo afrontará diferencias grandes en cuanto
a su denominación: intermedio, secundario de primer
grado, secundario inferior, primario superior, etc., serán
algunos de los nombres que para él se utilizarán.
Tendrá, seguramente, no menos de tres ni más
de cuatro años de duración, pues entre el primero
y el segundo se completarán, de cualquier manera, nueve
o diez años de escolaridad. Estos serán el mínimo
de obligatoriedad que a fin de siglo se considerará
el mínimo aceptable en todos los países desarrollados.
Su función será eminentemente orientadora y
tendrá que recibir a la totalidad de la población
de esa edad, pero para distribuirla por los carriles diferenciados
del ciclo siguiente. Será, también, el ciclo
de más difícil organización didáctica
y metodológica; en torno suyo se centrarán en
las próximas décadas las mayores polémicas.
El tercer ciclo corresponderá, aproximadamente, a la
enseñanza secundaria tradicional y asumirá dos
modalidades principales. Una de tipo preparatorio para los
estudios universitarios, aunque con diferenciaciones por contenidos,
y otra de carácter profesional o técnico para
preparar los especialistas de nivel medio en las diversas
áreas del trabajo contemporáneo.
El cuarto y el quinto ciclos caerán dentro de la esfera
universitaria, que deberá reestructurarse a sí
misma para poder admitir dentro de una armazón secular
tan apegada a sus propias tradiciones y hábitos estas
nuevas modalidades. Sin embargo, no es difícil que
en gran medida el cuarto ciclo vaya organizándose más
y más como una estructura independiente, al modo e
los “colleges” de los Estados Unidos; o de los
institutos tecnológicos superiores de algunos países
europeos; o –para tomar un ejemplo argentino–
de los institutos de profesorado, que siempre han constituido
un nivel superior no propiamente universitario con características
muy singulares, y que en buena medida han funcionado un poco,
sobre todo en los últimos tiempos, como este ciclo
universitarios inferior que hemos descripto. Claramente lo
demuestran los numerosos estudiantes que, una vez concluidos
sus estudios en esas casas, aspiran a completar su preparación
y a obtener un título superior mediante la prosecución
de cursos en la facultad de su especialidad. Las objeciones
formales que se les presentan o las dificultades burocráticas
que los traban no representan, a menudo, sino la incomprensión
por parte de las casas universitarias de un fenómeno
que poco a poco se hace notorio y que resulta conveniente
estimular antes que desalentar. Es que también es probable
que, llevados por ciertos sentimientos más fundados
en posturas no racionales que en meditaciones objetivas, muchos
universitarios se resistan a incluir dentro de sus ámbitos
organismos que respondan a este cuarto ciclo, y en ese caso
la Universidad quedará reservada para los estudios
de máximo nivel y estos otros comenzarán a crear
sus propias instituciones. También aquí la evolución
en uno u otro sentido depende de las costumbres y características
de cada país.
Lo cierto es, entretanto, que hablar hoy de “los tres
ciclos escolares: primario, medio y superior” no es
sino insistir en una estructura cuya existencia es más
formal que real, y que sólo sirve para ocultar hechos
y procesos irreversibles. Es conveniente acostumbrarse a manejar
denominaciones que respondan a la realidad y que sirvan, además,
para el porvenir inmediato. Esa realidad indica la presencia
y la necesidad de cinco ciclos escolares bien diferenciados
y organizados cada uno según sus propias finalidades
y características.
La
pre y la posescolaridad
Todavía
quedan otros defectos por considerar. El “jardín
de infantes” o la “enseñanza preescolar”
se ha incorporado, en los países y regiones de más
alto desarrollo, como un ciclo prácticamente cursado
por la mayoría de la población. Muchas razones
didácticas y psicopedagógicas, además
de motivaciones sociales, hacen aconsejable su difusión,
y no faltan quienes piensen ya en incorporarlo al ámbito
de la obligatoriedad (3).
Además, se está difundiendo cada día
con mayor vigor la convicción de que todas las especialidades
profesionales requieren esfuerzos de constante actualización
y adaptación, por lo cual el concepto de educación
permanente ha pasado a convertirse en parte integrante de
los sistemas educativos contemporáneos.
En consecuencia, no es insólito que se afirme que los
ciclos escolares de nuestro tiempo son seis (si se incluye
el jardín de infantes) o siete si se arriesga considerar
que la “educación permanente” –al
menos para ciertas carreras de nivel superior o universitario–
exigirá una organización reglamentaria (una
institucionalización, en fin) similar a la de los actuales
ciclos.
VI) Las primeras letras
Es probable
que todavía esté por hacerse el gran balance
histórico del siglo XIX. Quizá falte algo más
de perspectiva. Pero a medida que cobremos distancia y podamos
observar mejor y más clamorosamente su verdadera significación
en el devenir de nuestra civilización, advertiremos
que es la culminación de un vasto movimiento que se
inicia en los albores del Renacimiento. El siglo XIX cierra
esta gigantesca etapa, pero no en forma de final decadente
sino que se conmueve con presagios de vida nueva, porque está
acompañado de las grandes rebeldías contra los
principios mismos sobre los que el siglo XIX asentaba su grandeza:
contra el racionalismo, contra el positivismo. El hombre del
Renacimiento se había alzado contra todas las autoridades
que lo oprimían y desde el siglo de las luces sólo
confió en la Razón para descubrir y reconstruir
el mundo por sí mismo, sin báculos ni guías.
Ya en el XIX había armado sus grandes esquemas en lo
político, en lo científico y en lo económico
y se sentía, desde la revolución industrial
y los últimos grandes descubrimientos geográficos,
de verdad señor de la Tierra. Sin embargo tuvo en sus
entrañas los anunciadores de los grandes movimientos
del siglo actual, y quizá podría encontrarse
en Unamuno la figura simbólica del hombre de dos siglos,
con sus luchas –sus agonías– entre su Razón
y su Fe, entre la razón y la pasión.
¿Cuál fue el fenómeno más característico
de ese siglo? La respuesta es, a nuestro juicio, indudable:
el proceso de alfabetización universal. Representa,
justamente, la más clara definición de ese “cierre
de etapa” a que nos hemos referido, muestra, con rigor
cartesiano, los presupuestos mentales sobre los que se asentaba
el credo de los hombres de ese tiempo. Constitucionalismo,
prensa libre y alfabetización universal: sobre ese
trípode habría de alzarse el edificio inconmovible
de una sociedad organizada en orden y con justicia. Desde
los remotos orígenes de la escritura, esta había
constituido siempre un dominio reservado a un grupo numéricamente
insignificante. Un porcentaje escasísimo de la población
sabía leer y escribir: era este un arte apropiado tan
sólo para los grupos dedicados a las ciencias, a las
letras, al gobierno. Aún en los pueblos de mayor nivel
de instrucción, la enseñanza de las primeras
letras se reputaba conveniente solamente para aquellos que
tenían perspectivas de realizar estudios superiores.
Hasta el siglo XIX la formación cultural de las masas
era un asunto eminentemente social, no escolar. Las pautas
básicas de la conducta, las creencias religiosas, las
concepciones políticas, los conocimientos necesarios
para la vida... todo era dado por vías que llegaban
antes a los sentimientos que a la razón.
Los adelantos de la imprenta comenzaron poco a poco a variar
la situación, cuando los libros dejaron de ser artículos
casi inhallables. Pero todavía falta mucho para que
el fenómeno formativo general de los pueblos se viese
alterado sustancialmente.
Fue necesario que ocurriese algo más: la aparición
de la prensa y la idea del constitucionalismo como sustento
de la vida política democrática, para que –como
en un silogismo perfecto– se comprendiese la necesidad
de que todos los hombres supiesen leer y escribir. Entonces
el siglo XIX se lanzó a la gran empresa, a la magna
hazaña que ha transformado a la sociedad del mundo
occidental a tal punto que la comprensión de los modos
de vida anteriores nos resulta muy difícil.
A partir de ese instante la cultura comienza a ser principalmente
libresca. Es cuestión de enseñanza más
que de vivencias. Se trata de “aprender” las normas
morales más que de sentirlas. Se confía en la
escuela como la gran redentora social y política de
la humanidad. La formación cultural de las masas deja
de ser –o aparenta dejar de ser– asunto de vida,
tarea social, para convertirse en un problema de grupos profesionales
–los maestros– que habrán de transmitir
por la vía del alfabeto las nociones esenciales. La
idea es clara: enseñemos a todos los hombres a leer;
demos una constitución escrita donde se expliquen sus
derechos y sus deberes; sostengamos una prensa libre que sea
expresión y cauce natural de la opinión del
pueblo. Luego nadie osará conculcar aquellos derechos
ni engañar a las masas con falsas promesas. Aseguraremos
además una igualdad de oportunidades esencial: la que
surge de la propia capacidad, que mediante el instrumento
clave del alfabeto podrá desarrollarse hasta donde
cada voluntad lo desee.
¿Cómo habrían de lograrse estos milagros?
La escuela primaria fue la llamada, la convocada a la empresa,
la destinataria de tan altos ideales. Debía dar a la
totalidad de la población el pleno dominio de los instrumentos
culturales básicos, con los cuales, después,
cada uno podría llegar hasta donde quisiera. Debía
dar la capacitación cívica y política
suficiente para que el pueblo ejerciera la soberanía
que le es propia y para que supiera defenderla de tiranos
y demagogos. La cultura universal pasó a ser cuestión
de letras, asunto escrito, fenómeno escolar, en fin.
Por eso el magisterio que se formó en el siglo XIX
tuvo algo de sacerdocio laico, espíritu de misión,
aires de cruzada. Son los normalistas de Paraná, en
la Argentina; son “monsieur l’instituteur”
en Francia, formados por la generación del ’48,
que fueron a conquistar las villas y las aldeas hasta que
la guerra del ’14 los llamó a las armas. Fueron
los maestros y las maestras que desde la época de la
Organización Nacional, en nuestro país, recibieron
el encargo de hacer los ciudadanos y de transformar los hijos
de los inmigrantes –hijos de inmigrantes ellos mismos,
muchas veces– en argentinos conscientes de su nacionalidad.
La escuela primaria universal, obligatoria, común,
es la hija dilecta del siglo XIX, la perla más bella
de la corona de sus conquistas, y será, cuando el balance
se haga, el ejemplo mejor del espíritu de esa centuria.
Desde entonces los años han pasado, y tan rápido
que, contados por la intensidad de los sucesos, representan
mucho más que por la cifra cuantitativa que los enumera.
El siglo XX ha redescubierto algunas aristas del hombre que
el siglo anterior había olvidado, y así es que
ahora comprendemos que además de la razón hay
la pasión. Es Unamuno el gran removedor, en lengua
española, de esta verdad (1)
y es por eso que los hombres, aunque instruidos, no siguen
invariablemente el camino recto que se presumía. Los
sistemas democráticos no funcionan perfectamente tan
sólo porque la totalidad de la población esté
convenientemente instruida, ni los fenómenos del trasvasamiento
cultural se agotan con la obra de los libros. Es difícil
formar los sentimientos nacionales mediante la exclusiva tarea
de la escuela. Comienza, lentamente, a insinuarse un cierto
desencanto con respecto al poder redentor de las primeras
letras, y se admite que mucho es lo que se ha adelantado gracias
a ellas, pero no es bastante. Surge la idea de proseguir la
obra, de continuar la instrucción hasta niveles más
altos, de perfeccionar estos mismos instrumentos escolares
mediante la organización de niveles obligatorios de
instrucción cada vez más extendidos.
Pero además se dan otros fenómenos. Se redescubren
otras vías de penetración para la formación
cultural del hombre, se advierte que la sociedad y los grupos
humanos son también factores educativos de primera
magnitud y que las vivencias culturales constituyen elementos
a menudo superiores a las formas escolares de la instrucción
y del conocimiento. No es por azar que a principios de este
siglo surjan movimientos de la “escuela nueva”,
que postulan, entre otras cosas, un acercamiento a “la
vida”, una didáctica basada más en “experiencias”
que en enseñanzas. Ahora pedimos a nuestras escuelas
que eduquen más vivencialmente y menos librescamente.
Los descubrimientos de la psicología de grupos y las
normas y aplicaciones metodológicas de la “dinámica
de grupos” responden a la convicción de la fuerza
educadora que tiene el contexto social, más allá
de la obra de la enseñanza propiamente dicha. Y como
si fuera poco, la difusión actual de los llamados medios
de comunicación de masas –la cinematografía,
la radiofonía, la televisión– provoca
una alteración de fondo en el panorama de la formación
cultural de los pueblos. Se produce un retorno a la santiguas
modalidades, porque la vía oral, de persona a persona,
recobra sus fueros. La lectura, como medio principal de información,
cede la primacía a estos otros que resultan más
accesibles a las personas con menor desarrollo intelectual
y que siempre exigen menos esfuerzo. La letra impresa es pura
razón; la palabra oral viene envuelta en pasión.
El libro resuena primera en nuestro intelecto y después
nos emociona. La transmisión televisiva o la imagen
cinematográfica golpea originalmente nuestros sentimientos
y exige de la razón tan sólo la cuota indispensable
para seguir la línea argumental del mensaje que se
nos transmite y que aceptamos casi indefensos, presos como
estamos en las redes de esa vivencia que nos sacude y nos
conmueve. Así quería hablarnos, a través
tan sólo de la palabra escrita, Unamuno, y así
fueron sus páginas de desgarradas y de rebeldes contra
los moldes habituales. El hombre de nuestro siglo vuelve –paradójicamente,
y por obra de los adelantos que esa culminación positivista
y cientificista que el siglo XIX hizo posible– a ser
fruto de la formación más social que escolar,
a ser conmovido por la imagen antes que por la impresión
intelectual; resulta súbdito de la palabra oral antes
que lector de la letra impresa.
La escuela primaria, entretanto, afronta un grave conflicto.
Sin darse cuenta, ha continuado su marcha sin cobra conciencia
de lo que ocurre a su alrededor. Mantiene sus contenidos y
sus estructuras sin advertir estas novedades. Insiste en usar
los libros de lectura como en las épocas en que ellos
eran, de verdad, la introducción al mundo de las letras
para sus alumnos. Gasta su tiempo en intentar una formación
que la sociedad y otros medios de comunicación consiguen
con mucho mayor rendimiento.
Ahora su deber es ser, con más propiedad que antes,
la verdadera escuela de “primeras letras”, la
dadora insustituible de los instrumentos culturales básicos
con los que los niños deberán acceder a los
niveles escolares siguientes, los únicos que hoy pueden
conseguir, parcialmente, algunos de los viejos y siempre nobles
objetivos que a la escuela primaria del siglo XIX se le marcaron.
Esta gran conquista de la humanidad que es la alfabetización
universal ha dejado de ser un fin en sí misma: pasa
a convertirse en el primer escalón de una serie de
grados escolares que no pueden detenerse hasta bien entrada
la escolaridad que suele llamarse tradicionalmente media o
secundaria. Deja de ser la única responsable de la
formación cultural –y cívica y política–
de las masas para convertirse en el primer paso de la formación
y en la preparadora de los hombres y mujeres que deben ser
capaces de asimilar y manejar la multitud de fuentes de información
que la vida contemporánea les presenta.
Esta
escuela primaria de nuestro tiempo necesita retomar la denominación
que la hizo histórica, pero dando a las palabras su
exacta significación. Porque efectivamente debe ser,
para el hombre de este siglo, la escuela de las primeras letras,
no de las únicas letras, y para un mundo donde esas
letras son, sí, indispensables e importantes, pero
no ya las vías exclusivas ni principales de la formación
cultural.
(1)
Amor
y pedagogía es la obra de Unamuno, en la cual se expresa
el choque profundo entre la pedagogía del siglo XIX
y la que había de surgir apenas concluida la guerra
de 1914. Aunque pocos lo comprendan, el genial don Miguel
es el anunciador del movimiento de la “escuela nueva”.
VII
La es cuela media
I)
Introducción histórica
La
introducción histórica en torno del tema de
la escuela media es indispensable. Este nivel escolar no ha
merecido por parte de los estudiosos una preocupación
similar a la que los otros niveles han encontrado. Si recorremos
en cualquier biblioteca especializada un catálogo temático
hallaremos que abundan estudios, monografías y tratados
sobre historia, desenvolvimiento y orígenes de la escuela
primaria y de la universidad. En cambio son escasos los que
tratan sobre historia y evolución de la escuela media.
Puede resultar curioso que para una labor de transformación
debamos ocuparnos primero del pasado. Pero mal se puede modificar
lo que no se conoce. Por otra parte, las instituciones nunca
se transforman del todo, sino que evolucionan, cambian, se
modifican, pero no dejan de ser del todo ellas mismas.
El esquema que procuraremos desarrollar pretende demostrar
que esta transformación que requiere la escuela media
de nuestro tiempo ha de consistir, precisamente, en que ella
retome la misión que tuvo.
En alguna oportunidad hemos dicho que en la historia de las
instituciones escolares van apareciendo diferenciaciones entre
los grados del saber (1).
Y lo explicamos de la siguiente manera: en un primer momento
en la historia de la humanidad, muy atrás en el tiempo,
no existía lo que hoy llamamos “grados”
del saber (un nivel elemental, un nivel medio, un nivel superior).
Había, simplemente, el saber. Se era “sabio”
o “ignorante”. Actualmente, entre ambos términos
reconocemos múltiples matices.
Solo más tarde aparece una diferencia entre dos grados
–y sólo dos– del saber: el elemental o
instrumental y el superior que, ya avanzado el Medioevo, se
encuentran bien diferenciados. Así los delimita ya
Alfonso el Sabio en la famosísima definición
de “cuántas clases son de estudio”. Dice:
“son dos: el que llaman studium generale y el que llaman
studium particulare o de las primeras letras”. En el
studium generale está el origen de las universidades
medievales y en el studium particulare el de la enseñanza
elemental, de las primeras letras, de los maestros que en
villas y lugares enseñaban a los niños el cálculo
y las nociones elementales.
Es verdad que en los manuales de historia de la educación
se dan diversos grados del saber en las escuelas romanas o
en las escuelas griegas, como ejemplos de los diversos niveles.
Pero pensamos que más bien se trata de un criterio
moderno que los contemporáneos toman de su propia época
y adjudican a la antigüedad. En general, sólo
en la Edad Media encontramos bien diferenciados los dos niveles.
En la Edad Media, precisamente, con la formación de
las universidades aparece una necesidad nueva, especial. Es
la de preparar a los jóvenes que quieren ingresar en
las universidades para que puedan desenvolverse en ellas.
Sobre todas las cosas, estos jóvenes requieren prepararse
en el dominio de la lengua de los estudios de aquella época
que era, naturalmente, el latín.
Esta lengua ocupaba, entonces, una posición que a veces,
en nuestra época, cuesta trabajo entender. En los siglos
XIII, XIV y XV la lengua de los estudios, de los hombres cultos,
era exclusivamente el latín, porque las lenguas romances
o los dialectos bárbaros se utilizaban para el habla
vulgar, para la vida cotidiana, pero de ninguna manera para
los estudios. De manera que el dominio del latín constituía
el requisito indispensable para llegar a la universidad.
Es necesario, por lo tanto, tener la seguridad de que todos
aquellos que desean ir a la universidad dominen el latín.
Y comienzan los cursos, que hoy se llaman preparatorios, de
introducción y que consisten, fundamentalmente en capacitar
a los jóvenes en el manejo de la lengua. Los estudiantes
se agrupan en cursos adscriptos a la universidad y el nombre
de “colegio” –que después va a ser
el nombre básico para las instituciones de enseñanza
media– surge del agrupamiento de los estudiantes en
lo que hoy diríamos “internados” –mezcla
de casas de pensión con establecimientos educativos–
en los alrededores de las universidades medievales. De esa
manera preparaban sus cursos, fundamentalmente de latinidad,
a los que se agregaron algunos de filosofía y de teología.
Más adelante se los organizó con mayor número
de años; se produjo una organización metodológica
y –diríamos hoy– curricular. Poco a poco,
de estos cursos preparatorios dirigidos básicamente
al manejo del latín surgió lo que ya en el siglo
XVI y sobre todo en el XVII puede decirse que es, en los países
europeos, una escuela media organizada, sistematizada, similar
a la que conocemos hoy.
En el siglo XVII, y sobre todo en el XVIII, encontramos en
los principales países europeos escuelas medias organizadas
con una sistematización muy parecida a la que hoy tenemos:
el Gymnasium alemán; las Grammar School de los ingleses;
el Colegio de Francia, organizado principalmente por la Compañía
de Jesús, que luego Napoleón transforma en el
Liceo. Liceo, colegio, gimnasio son denominaciones que en
uno u otro sentido se alternan en los países europeos,
pero que en todos aparecen ya al finalizar el siglo XVII y
responden a establecimientos organizados y ordenados pedagógicamente.
El origen de la escuela media es, entonces, la preparación
para entrar en la universidad. Ello explica la naturaleza
de sus contenidos, esencialmente lingüísticos
y de tipo humanístico, filosófico y literario.
Nelson Bossing, en los capítulos II y III de Principios
de la educación secundaria, logra una síntesis
histórica de las escuelas medias de Europa y de los
Estados Unidos. Señala muy bien cómo era la
educación secundaria en Europa en los siglos XVI y
XVII y da una serie de características básicas.
Dice Bossing:
“Europa soportó durante siglos enteros la aguda
diferencia entre la casta gobernante y el campesino o el trabajador
común; la educación más allá del
mínimo indispensable era un privilegio de los ‘nacidos
en cuna de oro’. A medida que la vida industrial tomó
forma en los países europeos las personas de fortuna
comenzaron a encontrar un lugar en las capas superiores. La
educación secundaria existía para la élite
de los países europeos.
“La segunda característica de las escuelas
secundarias europeas era que se las utilizaba como escuelas
preparatorias para las universidades. Las universidades eran
clásicas por el tono predominante, y fuertemente selectivas.
Se esperaba que los privilegiados que estudiaban en ellas
se convirtieran en los futuros dirigentes del Estado y de
la Iglesia y, hasta cierto punto, de los mercados comerciales.
“Como podía esperarse de la naturaleza selectiva
y preparatoria de la educación secundaria europea,
sus planes de estudio daban gran importancia a los clásicos;
se tenía en gran estima a la literatura griega y romana.
Las primeras escuelas latinas de humanidades de los Estados
Unidos reflejaron muy bien la naturaleza clásica de
las escuelas secundarias europeas de aquel período.
Puesto que la religión tenía gran influencia
sobre la educación, los temas de carácter religioso
formaban parte del plan de estudios”(2)
.
A continuación, el mismo autor describe las características
de las escuelas secundarias de algunos países europeos,
que transcribimos en sus conceptos principales porque son
indispensables para la comprensión de las conclusiones
que pretendemos elaborar en este capítulo.
Expresa Bossing:
“Inglaterra: La escuela inglesa, precursora de la escuela
latina de humanidades norteamericana en el período
colonial, tuvo su origen a comienzos del siglo XVI. En esta
época, el humanismo –a veces mencionado con el
nombre de Renacimiento– que había recorrido Italia
y comenzaba a hacerse sentir en el norte de Europa, fue introducido
en las escuelas secundarias inglesas. Colet, deán de
la iglesia de San Pablo en Londres, volvió a establecer
la St. Paul’s School en 1510, siguiendo una tendencia
humanista. Colet había estado en contacto con el ‘Nuevo
Saber’ mientras estudiaba en Florencia y había
regresado a Inglaterra convertido en un ardiente discípulo
del humanismo. En sus esfuerzos para difundir el pensamiento
humanista lo apoyó el famoso humanista holandés
Erasmo, quien enseñó en la Universidad de Cambridge
de 1510 a 1514, Erasmo alentó a Colet en su labor en
St. Paul’s School y escribió libros para ser
utilizados en la escuela, entre los cuales se cuentan sus
famosos De Copia, libro de proverbios en latín; Adagio,
en griego y latín, y sus Coloquios o diálogos
latinos. St. Paul’s School, con una dirección
tan competente, tuvo una poderosa influencia en la difusión
del humanismo en otras escuelas secundarias de Inglaterra.
La mayoría de las escuelas secundarias que existían
en ese momento se hicieron humanistas hacia fines del siglo
XVI, y la mayoría de las nuevas escuelas organizadas
durante ese siglo comenzaron como centros de estudios humanistas.
“El movimiento humanista en Europa septentrional y
occidental puso el acento en el acercamiento sistemático
al saber y en la rica herencia de la literatura clásica
de las antiguas culturas griega y romana. Unido a esto iba
el interés religioso y moral en el mejoramiento social,
que encontró expresión en el espíritu
de la Reforma. Este interés atendía especialmente
a que el individuo hiciera un estudio más cuidadoso
de las Escrituras, como medio para comprender el espíritu
primitivo del cristianismo. El conocimiento profundo del griego,
como requisito previo para la lectura del Nuevo Testamento
en la lengua original, asignó al estudio de la gramática
griega un importante lugar en el plan de estudios de la escuela
secundaria. Puesto que en el Norte el humanismo estaba íntimamente
asociado con la Reforma, la religión siguió
desempeñando un importante papel en la mayoría
de las escuelas humanistas. El catecismo fue una parte clásica
en todas las escuelas secundarias inglesas durante el siglo
XVI. El efecto principal del movimiento humanista en las escuelas
secundarias de Europa occidental fue hacer del estudio de
las literaturas griega y latina y de estos idiomas las asignaturas
básicas del plan de estudios.
“Como señaló un autor, el Renacimiento
pasó por tres etapas. La primera estuvo caracterizada
por un apasionado entusiasmo por la antigüedad latina
y griega y sus literaturas con un interés natural por
la actividad creadora. La segunda etapa vio a los eruditos
de Italia dedicados al estudio cuidadoso y sistemático
de las antiguas culturas de Roma y Grecia, sus idiomas y sus
literaturas. La tercera y última etapa degeneró
en un formalismo vacío, cuya preocupación principal
fue reproducir el estilo latino de Cicerón. Desgraciadamente
para la cultura del Norte, fue el humanismo de esa tercera
etapa el que ejerció mayor influencia en el reajuste
de las escuelas.
“Por lo tanto no nos debe sorprender que a fines del
siglo XVI se haya perdido en gran parte el espíritu
del humanismo que había entrado en Inglaterra y sus
escuelas. La tarea de las escuelas de humanidades se hizo
muy formalista y tendía a preparar eruditos en latín,
dando cierta importancia al griego. En las mejores escuelas
de humanidades el ingreso se basaba no sólo en la habilidad
para leer o escribir el idioma vernáculo, sino también
en cierta capacidad para leer el latín. En Tunbridge
y Saint Savior, como típicas escuelas de humanidades
de la última parte del siglo XVI, se exigía
que los candidatos a ingresar leyeran perfectamente inglés
y latín. El nombre de Escuela Latina de Humanidades,
como fueron denominadas estas escuelas, fue el resultado lógico
de la exaltación predominante de la gramática
latina y griega, la literatura latina y el estilo literario
del latín clásico.
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“Alemania: La educación secundaria en Alemania
durante el siglo XVI sufrió la influencia del humanismo
que se había infiltrado en el norte de Europa desde
Italia, y de la Reforma. En el siglo XV los Hermanos de la
Vida en Común habían establecido centro humanistas
en los Países Bajos. El más notable de estos
estaba en Deventer, Holanda. Muchos famosos dirigentes humanistas,
como Erasmo, que tanto contribuyó a la difusión
de la educación humanista en Inglaterra, y Agrícola
y Sturm, que se convirtieron en las puntas de lanza del humanismo
en Alemania, habían estudiado en estas escuelas. La
reforma religiosa, que llegó a definirse con Martín
Lutero, tuvo una notable influencia sobre el desarrollo de
la educación secundaria en Alemania.
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“La más notable de las escuelas humanistas de
Alemania en el siglo XVI floreció en Estrasburgo bajo
la dirección de Johann Sturm. En 1536 se hizo cargo
de la escuela latina municipal, la reorganizó y le
dio el nombre de Gymnasium, que tomó de la palabra
griega. Durante los 45 años que Sturm estuvo al frente
de esta escuela hizo de ella la escuela clásica más
famosa de Europa. Se convirtió en el modelo de las
futuras escuelas clásicas de Alemania. También
pasó su nombre a la moderna escuela secundaria clásica
tan conocida en el siglo XX. Fijó el tipo de nombre
–Gymnasium– de la escuela secundaria alemana clásica,
que hoy no ha cambiado materialmente la forma y el carácter
que Sturm le dio. Sturm estaba identificado con los objetivos
de la Reforma y compartía el interés de Lutero
por la educación. Sin embargo, a Lutero el latín
y el griego le interesaban principalmente por sus valores
religiosos, mientras que a Sturm le interesaban los antiguos
clásicos principalmente por su valor literario. Como
él mismo dijo: ’El fin que debe lograr la enseñanza
es triple: abarca la piedad, el conocimiento y el arte de
hablar... El conocimiento y la pureza y elegancia de dicción
deben ser la meta de la erudición, y hacia su logro
los maestros y alumnos deben dirigir celosamente todos sus
esfuerzos’.
El Gymnasium de Sturm estaba organizando sobre la base de
diez clases, una para cada año. Cada clase tenía
un plan de estudios definido y un programa que cumplir que
a su vez estaba cuidadosamente relacionado sobre una base
graduada de logros. Cada clase tenía un maestro distinto,
según un plan aproximadamente similar a nuestro sistema
de escuelas elementales graduadas.
“Los niños ingresaban en el Gymnasium a los
6 años. Después de sus tareas en esta escuela
estaban en condiciones de ingresar en la universidad. El plan
de estudios incluía religión, gramática,
literatura griega y latina, y lógica. El plan de estudios
de las diez clases se da brevemente aquí debido a la
enorme influencia que esta escuela ejerció no sólo
sobre las escuelas secundarias alemanas, sino también
sobre las de otros países:
“Décima clase: estudio del alfabeto; declinaciones
y conjugación latina; lectura y escritura del latín
sencillo; el catecismo alemán.
“Novena clase: adquisición de un vocabulario
latino, memorizando listas de palabras; declinaciones y conjugaciones
de sustantivos y verbos latinos.
“Octava clase: continuación de los ejercicios
de vocabulario; dominio de las ocho partes de la oración;
lectura de cartas elegidas de Cicerón, destacando la
construcción gramatical del lenguaje; ejercicios de
estilo que gradualmente suplantan a los ejercicios de vocabulario.
“Séptima clase: estudio de la sintaxis latina
por medio de las partes de Cicerón; ejercicios de estilo;
domingos, traducción del catecismo al latín.
“Sexta clase: traducción al alemán de
las cartas de Cicerón; comienza el estudio del griego;
atención a la elegancia del estilo latino; sábados
y domingos, traducción al latín del catecismo
y otros temas religiosos.
“Quinta clase: estudio de poesía latina, escansión,
metro y verso, mitología, Catón y Lelio de Cicerón
y las Eglogas de Virgilio; terminación de enciclopedias
de palabras latinas; continuación de griego; continuación
del estudio de estilo y comienzo de versificación;
traducciones improvisadas de pasajes de gran elegancia al
alemán y nuevamente al latín; epístolas
de San Pablo, traducidas de esta manera, los sábados
y domingos.
“Cuarta clase: gramática latina y griega completas
–los alumnos pueden hablar ahora estas lenguas–;
Oración contra Verres de Cicerón, y estudio
de Horacio; continuación de griego; prácticas
de estilo, resúmenes y epístolas de San Pablo.
“Tercera clase: comienzo de retórica, basada,
en latín, en el discurso de Cicerón por Cluentio,
y en griego, en Demóstenes; lectura del primer libro
de la Iliada y de la Odisea; oraciones latinas traducidas
al griego y nuevamente al latín; las Odas de Píndaro
y de Horacio cambiadas a un metro distinto; prácticas
de estilo para mejorarlo; representación de las Comedias
de Plauto.
“Segunda clase: interpretación de poetas y
creadores griegos y de autores latinos; estudio de lógica
y retórica; ejercicios diarios de estilo, y escritura
de breves disertaciones cortas –obras de Aristófanes,
Eurípides o Sófocles, estudio y representación.
“Primera clase: continuación del estudio de
lógica y retórica, y sus reglas aplicadas a
Demóstenes y Cicerón; se completa el estudio
de Virgilio y Homero; Tucídides y Salustio, traducidos
por escrito.
“Es evidente que en el Gymnasium de Sturm se daba
más importancia al estilo que al significado, como
ocurría en las escuelas latinas de humanidades de Inglaterra.
Una escuela así no podía tener mucho valor práctico
para las masas. Era una escuela casi exclusivamente limitada
a los privilegiados, como lo eran otras escuelas similares
en toda Alemania. Que atraía a estudiantes de esta
clase está probado en la afirmación de que,
en una oportunidad, en esta escuela se inscribieron 200 nobles,
24 condes y barones y 3 príncipes. Estudiantes de toda
Europa acudían a ella. Las ideas educativas de Sturm
florecieron en la educación secundaria de toda Europa,
y hasta de los Estados Unidos, que sintió la poderosa
influencia del Gymnasium.
“Francia: durante el siglo XVI, Francia no desarrolló
un sistema de educación secundaria que pudiera compararse
con el que encontramos en Alemania o en Inglaterra. El movimiento
humanista que había sido tan estimulante para el florecimiento
de la educación secundaria en Alemania y en Inglaterra
no encontró campo fértil en Francia. Sin embargo,
como Francia estaba rodeada por la influencia humanista era
constante la presión ejercida para establecer escuelas
secundarias que siguieran el modelo de las creadas por los
Hermanos de la Vida en Común en los Países Bajos,
o como las que se habían establecido en Alemania. Una
cantidad de colleges, como el College de Guyenne, modernizado
en 1534, ofrecían estudios de gramática y literatura
latina que no eran muy distintos de los que ofrecían
otras escuelas humanistas de otros sectores del norte de Europa.
El College de Guyenne ofrecía diez cursos de estudios
secundarios además de dos años adicionales de
filosofía. Los dos últimos años se superponían
en parte a la tarea de la universidad. A mediados del siglo
XVI los jesuitas establecieron en Francia escuelas que eran
esencialmente escuelas latinas de humanidades. Estas escuelas
secundarias se difundieron rápidamente y durante casi
dos siglos fueron los agentes rectores de la educación
secundaria en Francia. En 1598 Francia aprobó nuevos
estatutos educativos que exigían que los estudiantes
usaran solo la lengua latina en los colleges (escuelas secundarias).
El curso general de estudios de los colleges exigió
después que se estudiara gramática y literatura
griega y latina. El plan de estudios parece ser similar al
de la escuela clásica latina que en otros países
estaba bajo influencia humanista. Los alumnos ingresaban en
estos colleges a los nueve años y permanecían
allí cinco. Los estudiantes que conocían bien
el latín y el griego podían seguir un curso
de filosofía que duraba dos años, dedicado a
estudiar ‘lógica, física, metafísica
y ética de Aristóteles’. Este plan establecía
clara distinción entre este sistema de educación
secundaria y el universitario.
“En
1802 Napoleón creó un sistema nacional de educación.
Por la ley de 1802 se establecieron dos tipos de escuelas
secundarias: el liceo y el college comunal, y ambos preparaban
a los jóvenes para las instituciones superiores de
enseñanza. El liceo era el más importante y
estaba bajo control directo del gobierno. Correspondía
al anterior college. El gobierno otorgó edificios y
algunas becas para su sostenimiento. La principal fuente de
ingresos consistía en los derechos y gastos de hospedaje
que pagaban los alumnos. El plan de estudios incluía
lenguas antiguas, lenguas modernas, lógica, retórica,
ética, belles lettres, matemáticas, ciencias
físicas y dibujo” (3).
La transcripción
anterior se complementa muy bien con una obra de Carlos Octavio
Bunge, quien a principios de este siglo (entre los años
1910 y 1920) hizo una gira de estudios por Europa. Dejó
un volumen muy interesante titulado La educación, cuyo
tomo II, “La educación contemporánea”,
sintetiza el estado de las escuelas secundarias, además
de las universidades y escuelas primarias, en los principales
países europeos por esa época. Transcribe los
planes de estudio, sistemas y metodologías de las escuelas
secundarias de Alemania, Francia, Inglaterra y España
(4).
(1) Es
el apartado “Evolución de las instituciones escolares”,
del capítulo II de La misión de la pedagogía
(Ed. Columba, Buenos Aires, 1967) que reiteramos aquí
en la medida indispensable.
(2)
Obra citada (EUDEBA, Buenos Aires, 1961, págs.
71 y 71).
(3)
BOSSING, obra citada, págs.
72 a 78.
(4)
Esta Obra de Carlos Octavio
Bunge mereció ediciones en España y en la Argentina.
Las ediciones españolas han circulado en tres tomos
separados y en un solo volumen que resume los anteriores.
Por nuestra parte, hemos utilizado la impresión de
“La Cultura Argentina”, que lleva el título
La educación (Tratado general de Pedagogía)
–Libro II: La educación contemporánea,
(6ta. Edición. Texto definitivo), Buenos Aires, 1920
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