Publicaciones en diversos medios

Capítulo II

El sistema educativo debe probar su eficiencia


En El secreto de las estructuras competitivas, Octavio Gelinier desarrolla como tesis fundamental la siguiente idea: la estructura monopólica de los servicios prestados por los organismos oficiales –del tipo de la administración pública en general, correos, registros civiles, etc.– determina su desinterés por todo cuanto sea eficiencia, juicios de valor de los usuarios y costos. La experiencia histórica de los últimos ciento cincuenta años en los países europeos y americanos demuestra acabadamente la razón de la tesis de Gelinier, con el agravante, para los segundos, de factores de inmoralidad o incapacidad de los cuadros de la administración aunque con diferencias grandes, por supuesto, entre unos y otros países y sin querer significar que esos dos elementos –inmoralidad o incapacidad– estén totalmente ausentes de los países europeos.
Las causas determinantes de este fenómeno son sencillas: la eficiencia es el factor clave en la empresa privada –o sea las estructuras competitivas– para obtener el favor del público consumidor o recipiendario del servicio de que se trate y para alcanzar costos mediante los cuales la ganancia, o el lucro, sea posible. Los servicios prestados por el Estado mediante disposiciones legales de monopolio absoluto –correos, registro civil, alumbrado, seguridad y muchos otros– en países donde ha crecido notablemente la tendencia a esa modalidad, y entre los cuales suelen contarse la salud o los servicios sanitarios, teléfonos, transportes, etc., no necesitan preocuparse ni por los costos ni consecuentemente por las ganancias pues todo su personal tiene aseguradas de cualquier modo sus fuentes de ingreso, ni por la eficiencia, pues sea cual fuere el juicio del público que recibe el servicio no existe posibilidad de que ese público pueda acudir a otro lado a obtenerlo, y en la mayor parte de los casos los mecanismos presuntamente puestos a disposición para manifestar sus quejas o desagrados son lentos o inocuos.


El sistema educativo


La tesis de Gelinier tiene gran importancia en el plano educativo. Las instituciones educativas –el conjunto del sistema educativo formal– han terminado por constituir, en países como el nuestro, herederos de la tradición del estado cuya organización es fruto borbónico-napoleónico, una estructura de monopolio absoluto y han terminado por asumir las características antes señaladas: despreocupación por la eficiencia, desinterés por el juicio del usuario –alumnos o padres– y desprecio del tema costos.

La existencia de establecimientos privados de enseñanza no altera, en este caso –aunque a primera vista parezca extraño– la afirmación anterior. En efecto: si junto al servicio de correos oficial o del registro civil se admitieran servicios idénticos pero prestados por organizaciones privadas, éstas deberían preocuparse por obtener ganancias razonables que sostuvieran los servicios (y empleados y funcionarios comprenderían que sus salarios no están garantizados por el presupuesto oficial sino por la subsistencia de la empresa) y que justificaran la inversión. Para ello deberían atender a la eficiencia de los respectivos servicios: que las cartas y telegramas llegaran a destino rápidamente y en buen estado; que los usuarios no debieran hacer largas colas para despacharlas u obtener franqueo, etc., o que las inscripciones respectivas se lograran en corto plazo y las copias solicitadas también y la documentación estuviera suficientemente garantizada. Además, debieran preocuparse de establecer tarifas razonables –o competitivas en el mercado– y para ellos debería atender a un problema clave: bajar los costos del servicio hasta niveles compatibles con la eficiencia. Un correo privado no podría poner más empleados de los que soportara la estructura integral de costos ni menos de los que garantizaran la atención al público con un mínimo razonable de eficiencia.

Pero las instituciones privadas de enseñanza en nuestro país deben atender a estos mismos requerimientos de manera muy atenuada. El tema costos se ve notablemente disminuido como preocupación, en un alto número de casos, por los aportes del Estado para pago de salarios. El tema eficiencia prácticamente desaparece, salvo en algunos pocos aspectos –precisamente los que están al margen de la estructura oficial, como idiomas o actividades complementarias, por ejemplo– pues la admisión al sistema educativo se concede sobre la base de una igualdad absoluta de planes, programas y modalidades de régimen pedagógico. (Esta afirmación admite alguna diferencia en el caso de las universidades privadas, pero en los hechos los resultados no son muy diferentes). En síntesis, la situación es esta: en nuestro país se puede elegir entre una escuela oficial y una privada y en general se puede elegir (salvadas circunstancias de ubicación geográfica y de disponibilidad económica) el establecimiento de enseñanza, pero el sistema educativo en su conjunto es una estructura de servicios monopólica porque la población está obligada a recurrir a esa estructura, uniforme y rígida –ya sea en establecimientos oficiales o privados– para obtener los reconocimientos oficiales indispensables para la ley o para la necesidad particular requerida.

Análisis por niveles


La enseñanza primaria es obligatoria. Todo padre está obligado por ley a proporcionar enseñanza a ese nivel a sus hijos. Tiene a disposición para satisfacer esa exigencia el sistema educativo. Pero el régimen es el mismo en ambos, en lo esencial. Las diferencias son insignificantes. Si su hijo cursa el sistema y satisface todos sus requerimientos, obtendrá el certificado correspondiente y la obligación legal habrá quedado satisfecha. Entretanto, si envía a su hijo a un establecimiento ubicado legalmente dentro del sistema educativo, obtendrá también los correspondientes salarios por escolaridad. Con el certificado de estudios primarios completos así obtenido y avalado por el Estado quedará exento de cualquier responsabilidad civil o penal; su hijo tendrá acceso a empleos en la administración pública y –lo que es hoy sin duda principal– podrá acceder al segundo nivel de enseñanza. Pero la única manera de alcanzar estas satisfacciones y disponibilidades es enviarlo al sistema educativo formal –repito, ya se trate de establecimientos oficiales o privados– y cumplir religiosamente todos sus requisitos de organización y de funcionamiento, así como sus modalidades curriculares. Es imposible evadirse de estas exigencias. Por lo tanto, el sistema en su conjunto queda desinteresado de la eficiencia de sus servicios. El sistema no tiene por qué interesarse, en su conjunto, del aprovechamiento real que de sus servicios alcancen los usuarios directos –los niños– o del juicio de valor sobre aquella eficiencia se formen los usuarios indirectos, los padres, pues de todos modos no hay alternativa. El padre podrá, en caso extremo, cambiar a su hijo de escuela y quizá obtenga como resultado –si tiene suerte y ha hecho una elección acertada– una escuela algo mejor, que funcione mejor, quizá con mejor conducción y mejores maestros, pero en esencia será una escuela del mismo sistema, que esencialmente tiene el mismo régimen organizativo, pedagógico y curricular que todas las restantes del sistema. Porque en caso contrario quedaría fuera del sistema, y cuanto pueda hacer un establecimiento o un padre por su cuenta fuera del sistema no sirve para nada desde el punto de vista legal. Ningún otro logro es certificado o avalado si no se recurre a los servicios del sistema. He ahí la esencia del monopolio y he ahí la razón por la cual los resultados auténticos del servicio interesan muy poco a los responsables. Y esto determina además otra consecuencia mucho peor: llega un momento en el cual los usuarios directos o indirectos del sistema –alumnos y padres– conciente e inconcientemente dejan también de preocuparse de la eficiencia del sistema y terminan preocupándose solamente del formalismo encerrado en el acto de cumplir los requerimientos formales del sistema, es decir, se preocupan solamente de cursar el sistema, de obtener la certificación final y no de alcanzar resultados efectivos del servicio prestado. Con el certificado de escolaridad primaria completa se obtiene la posibilidad de ser nombrado agente de policía o de correos o de maestranza en la administración pública o de ingresar a organismos de seguridad en determinados niveles, por ejemplo, amén de que entretanto se cursa el sistema se obtiene el salario correspondiente. Si, además, se ha aprendido a leer y escribir correctamente, es otro asunto. Esto será en todo caso, por añadidura. Pero en la mayor parte de los usuarios esto deja de interesarles sustancialmente. Inclusive, con ese certificado se obtiene una plaza en establecimientos de segunda enseñanza, aunque en una sola página de escritura se comentan veinte errores de ortografía en palabras sencillas. Esto último es un problema de eficiencia del servicio que a lo largo de los siete años de escolaridad primaria no ha preocupado auténticamente ni a los responsables del servicio ni a los usuarios directos o indirectos.

La enseñanza media no es obligatoria. Pero es el escalón obligatorio para acceder a cualquier tipo de estudio de nivel terciario –universitario o no– y en la actualidad resulta indispensable para acceder a una gran cantidad de actividades laborales, esencialmente para cualquier actividad laboral que represente un escalón de ascenso social o económico o brinde requerimientos mínimos de “status”. Para alcanzar, pues, cualquiera de las necesidades que se busca satisfacer con el certificado de enseñanza media completa es también indispensable cursar el sistema como ocurría con el nivel elemental.
Ninguna perspectiva queda abierta para quien pretenda evadirse del sistema. Obsérvese bien que la llamada libertad de enseñanza permite elegir una de estas tres alternativas para lo que nosotros denominamos cursar el sistema: concurrir a un establecimiento oficial, concurrir a un establecimiento privado o estudiar como “libre”. Pero, en última instancia, cualquiera de esas tres alternativas representa satisfacer la totalidad de las exigencias del sistema, formalmente consideradas, salvo, en el caso de la tercera, la asistencia a clases. Si se quiere ingresar a la Universidad, a un instituto de profesorado, al Colegio Militar de la Nación, a un banco oficial, o simplemente conseguir ciertos empleos, es necesario haber cursado o haber aprobado la enseñanza media, es decir, haber satisfecho requisitos formales de asistencia, de exámenes, de pruebas, de comportamiento, de notas formalmente asentadas en libros debidamente rubricados, todo ello mediante un régimen curricular de determinados años de estudios, de contenidos fijados en planes y programas rígidos e inamovibles y obligatorios y de exámenes también rígidamente organizados según esos mismos regímenes curriculares y esos mismos programas analíticos obligatorios. Es inútil hablar inglés como Sir Lawrence Olivier si no se han aprobado los exámenes de primero, segundo y tercer año de inglés del ciclo básico de la escuela media o si no se ha cursado esos tres años y se ha asistido a las clases en las cuales el respectivo profesor ha tratado de enseñar a sus alumnos el ABC de la lengua de Shakespeare y si no se ha obtenido con ese profesor el 7 sacramental o al menos el 4 de marzo. Luego, puede ocurrir que los alumnos con sus certificados de escuela media concluida en regla sean aceptados como postulantes para ingresar a la Universidad o puedan obtener un empleo en el Banco de la Nación Argentina, aunque al cabo de aquellos tres famosos años y de sus gloriosas eximiciones sigan siendo incapaces de distinguir la tercera persona de la primera en la conjugación de los verbos ingleses, mientras aquel otro joven no podrá alcanzar ninguna de esas posibilidades, sean cuales fueren sus logros en idiomas o en cualquier otro contenido académico o en cualquier otra habilidad. O certificado, o nada. Y el certificado sólo se obtiene si uno se somete a las leyes del sistema. Por lo tanto, los usuarios –padres y adolescentes– han terminado por comprenderlo y aceptarlo: hay que cursar la escuela media. En cualquier escuela y de cualquier manear. Pero hay que cursarla. Luego se verá si de verdad se aprende algo o se hace algo. Y las escuelas y sus responsables, en todos sus niveles jerárquicos, de algún modo han terminado de internalizar la misma conducta. Un padre que se muestre muy disgustado por cuanto ocurra en una escuela todo lo que puede hacer es mandar a su hijo a otra... en la cual quedará al fin sometido al mismo régimen, en lo esencial.

El tema que venimos analizando alcanza sus picos más agudos en los niveles elemental y secundario. En el caso del nivel superior del sistema educativo –ámbitos universitarios o no– la situación mejora sensiblemente por varios motivos. Uno de esos motivos es que ahora los usuarios indirectos –los padres– en la práctica desaparecen porque quienes toman las decisiones, sobre todo la decisión de proseguir o no estudiando, son los interesados directos. Y por lo tanto, estos, dada su edad y las particulares condiciones psico-sociales de la juventud actual, se sienten muy poco inclinados a “aguantar” largos años de encierro vital o de simples asistencias a clases o de cumplimiento formal de exigencias académicas y de un modo y otro exigen algo –aunque solamente algo– desde el punto de vista de la eficiencia y la calidad de los servicios educacionales que se les brindan. Otro motivo es que en los ámbitos universitarios, en general, se está más cerca de la realidad vital con la cual los sistemas educativos están comprometidos y las responsabilidades emergentes son más claras, directas y, diríamos, el compromiso social efectivo es más real y menos formalista. En el caso de los establecimientos privados de enseñanza de nivel superior hay algo más: las universidades no tienen apoyo económico del Estado –por lo cual el tema costos tiene mayor significación– y los usuarios suelen medir con un interés muy particular la relación entre el servicio recibido y su calidad y el gasto o la inversión que se les exige, fenómeno que, obviamente, no se da en el caso de la enseñanza secundaria o primaria.
Hay una cuarta razón: los docentes universitarios, en un alto número de casos, son profesionales comprometidos de lleno con la realidad vital en sus campos respectivos, y no pueden sino aportar a sus cátedras esa suma de saber o de capacidad que aquella realidad les impone necesariamente. Muchos de ellos, además, no encuentran en la Universidad el sustento económico fundamental y suelen estar más desprendidos de las reglamentaciones formalistas o se dedican a la cátedra sólo por auténtico interés vocacional. De donde se desprende –de una situación originalmente negativa– un beneficio inesperado: se preocupan por sí mismos de la eficiencia de los servicios educativos que prestan aunque el sistema no se lo exija.
Todas estas aclaraciones, empero, no deben llevar a creer que la situación en el nivel universitario es absolutamente distinta
de la de los restantes niveles del sistema educativo. Porque, para empezar, debemos recordar esto: el régimen propio del sistema educativo formal argentino sólo reconoce los logros alcanzados dentro de sus estructuras formales y desconoce absoluta y totalmente cualquier logro alcanzado por otras vías fuera de él. En esencia, pues, el nivel universitario es tan monopólico como lo son los anteriores, aunque las razones antes apuntadas introducen variaciones significativas en su realidad operativa. De esta forma, el sistema universitario, en su conjunto y como tal, como sistema, tampoco tiene necesidad de preocuparse ni por la eficiencia de los servicios que presta, ni por el costo, ni por el juicio de los usuarios. Esto último debe ser remarcado, y no hay contradicción con una afirmación anterior sobre el peso del juicio de estos usuarios a que antes nos habíamos referido. Es verdad que en los niveles superiores de la enseñanza los jóvenes tienen menos paciencia para proseguir cursos que encuentren de baja calidad o de relativa significación para sus expectativas, pero la disconformidad absoluta sólo encuentra una vía de canalización definitiva: el abandono del sistema educativo, con cuanto esto conlleva como sanción que la sociedad impone al disconforme, pues cuanto pueda alcanzar luego fuera del sistema no le será convalidado ni reconocido formalmente nunca.

La capacidad educadora ociosa de la sociedad


Además de los problemas que hemos señalado –consecuencia, a nuestro juicio, de la estructura monopólica del sistema educativo–, surgen otros que en alguna medida son resultado también de ese mismo carácter y en parte surgen por otros motivos. El sistema educativo, a lo largo de ciento cincuenta años, aproximadamente, ha evolucionado hasta una especie de “gigantismo”, en el sentido de que actualmente ocupa un gran número de años en una gran parte de la población y ocupa esos años de manera casi absoluta o principal.

Una suscinta visión histórica es indispensable, porque una tendencia habitual lleva a olvidar un dato significativo. Hace apenas cien años la iluminación eléctrica era casi desconocida, y la inmensa mayoría de la humanidad seguía viviendo, en lo esencial, según los ritmos de luz y de oscuridad determinados por el ritmo de la Naturaleza. Muy pocas personas hacen hoy esa sencilla reflexión y por lo tanto no se advierte que en la evolución de la especie humana y de las sociedades civilizadas el lapso correspondiente a las formas de vida determinadas por la iluminación artificial –con la consiguiente alteración de los ritmos de vida y la independencia de los ritmos naturales consiguientes– es un fenómeno recientísimo. Lo mismo sucede con la escolaridad, en términos generales. Ciento cincuenta años atrás, la inmensa mayoría de la humanidad pasaba su vida entera sin transitar por el sistema educativo o siquiera por alguna forma de escolaridad. Al fin, no llegan a mucho más de cien años los grandes esfuerzos universitarios por implantar la escolaridad elemental, obligatoria y universal. En los hechos, en los países más adelantados de Europa y de los Estados Unidos, ese ideal apenas comenzó a ser alcanzado en el primer tercio de este siglo. Pero luego, y en particular después de la segunda guerra mundial, los acontecimientos evolucionaron a una velocidad impresionante. Actualmente, los países de mayor desarrollo cuentan con sus poblaciones enteramente escolarizadas hasta los 16 ó 18 años de edad aproximadamente, y hacia esa situación marchan los países que siguen sus huellas de avance cultural y económico. En todos lados, por otra parte, la cantidad de personas que concurre a establecimientos de enseñanza ha aumentado notablemente en las últimas décadas y la enseñanza superior, en particular, ha sufrido –aunque en gran medida el fenómeno es propio del nivel medio– lo que se suele denominar “la explosión escolar”. Creo que es necesario extenderme en un aspecto que a lo largo de los tres o cuatro últimos lustros ha sido tratado abundantemente en toda la literatura pedagógica y económico-social en general.

En una palabra: actualmente, la “Escolarización” es una circunstancia vivida por la inmensa mayoría de la población, en mayor o menor grado. Cada día es más grande el porcentaje de la población que pasa los siete años de su vida entre los 6 y 14 en la escuela, y aumenta también incesantemente la cantidad de jóvenes que pasan hasta veinte años de su vida dedicados exclusivamente a una actividad de tipo escolástica, lo cual quiere decir sustraídos de realidades vitales y de experiencias sociales que antes formaban parte de un proceso educativo y cultural, y socializante, de importancia fundamental. Si se medita un poco en esta circunstancia no es difícil llegar a la conclusión de que nuestro siglo está afrontando un problema muy grave. En efecto, con el afán de “educar” a las juventudes y de perfeccionar la formación de las generaciones no adultas, quizá nuestro siglo haya caído en una trampa que podría resultar mortal. El sistema educativo así considerado podría ser visto como un “boomerang” que se ha vuelto contra la misma sociedad que lo ha lanzado o lo ha puesto en marcha. La sociedad tiene una fuerte capacidad educadora, que además es gratis, es decir que se da por añadidura junto con el funcionamiento mismo de la sociedad. Los niños pasan ahora casi todo el día fuera de los ámbitos familiares, pierden contenidos formativos valiosísimos que ninguna escuela puede brindarles, pero, además, la sociedad malgasta absurdamente recursos en montar organizaciones artificiales para proporcionar a esos niños la educación que la vida familiar, gratuitamente, les proporcionará. Algo así como las madres que disponiendo de abundante, sana y gratuita leche de su propio seno lo volcaran diariamente sin utilizarla y luego gastaran altas sumas en comprar productos alimenticios de reemplazo que al fin nunca podrán ser tan ventajosos como aquel provisto generosamente por la Naturaleza.

El fenómeno se repite luego a lo largo de los restantes niveles de la enseñanza. La sociedad cuenta en todas sus instituciones y en todas sus estructuras funcionales con una riquísima capacidad educadora que se ha dejado de utilizar o que se deja de utilizar cada vez más porque las generaciones jóvenes permanecen progresivamente cada vez más sustraídas de la realidad vital de esa sociedad para ser encerradas en establecimientos educativos que pretenden brindarles toda aquella formación y aquella riqueza de contenidos educativos. Es verdad que en un primer momento, los establecimientos escolares surgieron por una necesidad básica, para cumplir menesteres educativos que la sociedad no puede cumplir por sí misma. Pero la sociedad cayó luego en la trapa de creer que esos establecimientos escolares podían reemplazar toda su capacidad educadora o que cumplirían el cometido formativo y socializante mejor que ella por sí misma en todos los aspectos.
Se ha llegado entonces a este absurdo conceptual y a este grave problema económico: mientras la capacidad educadora de la sociedad está cada vez más ociosa –en el sentido en el que se dice que una instalación empresaria permanece ociosa cuando su capacidad de producción no se usa– se agiganta el sistema educativo que pretende suplantar esa capacidad, con dos consecuencias negativas. Una es que el costo es insoportable para la sociedad; otra es que jamás se logra un reemplazo eficaz.

La escuela o el sistema educativo como mito


Queda algo más, que debe ser expresado con cuidado extremo para evitar malos entendidos. La escuela, o mejor dicho, el sistema educativo de nuestro tiempo –he analizado este tema con mayor extensión en Las etapas históricas de la política educativa– surgió en el último tercio del siglo pasado dentro de una corriente de pensamiento que hizo de las instituciones escolares una especie de iglesia laica y racionalista con finalidades últimas de perfeccionamiento moral, político y social. Esa concepción original acompaña, hasta hoy, a las instituciones escolares. No la atacamos, entiéndase bien, pero nos permitimos disentir de los excesos que suelen acompañarla, y ello también lo hemos fundamentado in-extenso en la obra anteriormente citada. Sin embargo, el problema de fondo no deriva de cuál es el grado adecuado o equilibrado de valoración de las instituciones escolares, sino que consiste en otra cosa: aquella concepción ha llegado a constituir a las instituciones escolares en organizaciones que no pueden criticarse o juzgarse objetivamente. Como los símbolos nacionales o como ciertos valores esenciales propios de cada sociedad, cualquier juicio crítico negativo se toma como irreverencia insolente o disolvente.

Nuestro país, en particular, tiene una tendencia a la creación de mitos intocables muy peligrosa. Casi sin darnos cuenta, hemos llegado a excesos sin sentido en esa materia.

Así, no parece que en estos momentos sea posible una crítica literaria o social al Martín Fierro, por ejemplo, que contradiga juicios de valor habitualmente aceptados, sin correr graves riesgos de condenas generalizadas e inclusive de condenas de carácter oficial que pueden sacar al osado de circulación de los círculos o ambientes oficiales. Personalmente participo de un criterio de valoración altamente positivo con respecto al Martín Fierro, pero simplemente me pregunto qué ocurriría si un texto de literatura en uso en los establecimientos de enseñanza media señalara discrepancias serias con esa valoración.
La tendencia generalizada a la ceración un tanto sensiblera de mitos de este tipo caracteriza a nuestro país en asuntos históricos, en ídolos populares y en temas de la vida cotidiana. Con la escuela pasa algo parecido y cuando nos hemos permitido proponer estructuras escolásticas no graduales, por ejemplo, o una organización curricular por grupos de contenidos sin mantener cohortes de alumnos constantes y ficticiamente homogeneizadas, hemos encontrado casi siempre, expresa o tácitamente, una fuerte oposición fundada esencialmente en el sentimiento largamente arraigado de la figura de la maestra o del maestro de grado como factor irremplazable emocionalmente. Y ni qué decir del punto a que llega esa posición cuando se toca el tema de la maestra del primer grado.

Una posición mental de este tipo acompaña, globalmente considerado, a todo el sistema educativo. Es muy difícil, por lo tanto, discutir académicamente, o mediante metodologías más o menos objetivas sus grados de eficiencia, o su estructura interna en términos de costos o de racionalidad organizativa. Inconscientemente, además, los funcionarios y los miembros pertenecientes al sistema, advierten cómo esa especie de mitología les conviene y suelen ampararse detrás de ella cuando surgen críticas difíciles de levantar o cuando surgen pedidos de explicaciones racionalmente fundadas sobre su labor o sobre su eficiencia.

Una peligrosa confusión


Sería un grave error concluir este punto sin advertir otra circunstancia. En los últimos diez años, en el mundo, y en nuestro país con particular intensidad, se han alzado voces “demitificadoras” de muchas instituciones, las escolares entre otras. Esas voces han criticado acerbamente el conjunto de la sociedad de nuestro tiempo, englobándola genéricamente bajo en nombre de “establishment”, algo así como lo establecido u organizado o aceptado o valorado. La familia, las nacionalidades, las estructuras económicas, las fuerzas armadas y el sistema educativo han sido considerados los agentes represivos destinados al sometimiento físico y mental de las masas para ponerlas al servicio de los mezquinos intereses de minúsculas minorías oligárquicas dispuestas a servirse de ellas en su exclusivo beneficio. De esa manera hemos visto, por ejemplo, surgir análisis –a veces según el método freudiano y en general dentro de una tónica propia del materialismo dialéctico– de los libros de lectura tradicionales de la escuela primaria argentina, desde los más antiguos de este siglo hasta hoy, en los cuales se ha intentado demostrar aquellas tesis.

En otras oportunidades hemos analizado extensamente esa posición; la hemos refutado de manera terminante y creemos que nuestra posición al respecto ha sido reiteradamente manifiesta en esa y en otras múltiples ocasiones, incluyendo otros muchos artículos y ensayos aparecidos en esta publicación. La tesis que por nuestra parte sostenemos no se mezcla con aquella, aunque –y debemos decir lamentablemente– se puede confundir, lo reconocemos. Esto entraña un riesgo muy grave, en una doble dirección. En primer término, en cuanto nuestra tesis puede ser usada por los sostenedores de la anterior para llevar agua a su propio molino. Además, puede acarrear críticas o consecuencias negativas para quien levante hoy las posiciones que estamos sosteniendo, precisamente a causa de esa posible confusión, sobre todo para quien quiera aprovecharse de tal circunstancia para encontrar una fácil y cómoda refutación que quizá no sepa formular de otro modo.
Queda el segundo riesgo: para evitar esa confusión, o como consecuencia de haberse planteado aquella tendencia disolvente en el país a lo largo de los últimos diez años, simultáneamente con la conocida situación político-social vivida en el mismo lapso, ninguna crítica se arriesga actualmente hacia el sistema educativo, y este ha cobrado a lo largo de los últimos cinco años un carácter de inmovilismo y de conservadorismo a ultranza.

Creemos cumplir con un deber de conciencia, pues, si entre ambos riesgos, elegimos el primero. Inclusive, porque creemos que mantener el sistema educativo argentino en una peligrosa senda de quietismo y de congelamiento de sus estructuras puede llegar a constituir, más tarde o más temprano, el mejor caldo de cultivo para el renacimiento de las posturas contestatarias ideológicamente disolventes y sobre todo para empujar a los adolescentes y a los jóvenes a seguirlas.

La desinstitucionalización del sistema educativo o la
desescolarización


Descripta la situación de los sistemas educativos contemporáneos tal como por nuestra parte la vemos, y formuladas las advertencias conceptuales oportunas, terminaremos el desarrollo de la tesis que queríamos exponer con la propuesta que constituye su núcleo central: es conveniente poner en marcha un proceso que lenta, pero inexorablemente, conduzca, de aquí a fines del siglo actual, a una relativa pero significativa desinstitucionalización de los sistemas educativos contemporáneos.
Esto mismo suele enunciarse a veces como la tendencia a la desescolarización, y no tememos admitir la palabra. Por supuesto, no participamos de las posiciones absolutas al respecto ni de las visiones prospectivas que algunos pensadores difundieron alrededor de 1970 y que en nuestro país seguidores de segunda mano, entre los que se reclutaron ingenuos, exitistas, demagogos, pedagogos de escasa formación académica y principalmente ideólogos de izquierda, lanzaron a la circulación haciendo creer que en pocos años la escuela sería absolutamente innecesaria así como ninguna institución social quedaría en pie. No vale la pena entrar de nuevo en las refutaciones consiguientes. Pero entiendo que sin duda los años próximos requerirán una carga de escolaridad sustancialmente menor que la que actualmente soporta la población en su conjunto, es decir, menor en cantidad de años y sobre todo en cantidad horaria cotidiana de dedicación a las instituciones escolásticas puras, si se admite este término.

Entiendo que ninguna persona deberá dedicar, o mejor dicho, consagrar –en el sentido de la dedicación absoluta e inclusive con un sentido casi sacramental o religioso– tantos años de su vida como actualmente le demanda el sistema educativo a quien quiera recorrerlo desde el principio hasta el fin, y que ni siquiera deberá exigírsele a ningún niño y a ningún adolescente o joven que destine prácticamente la totalidad de sus horas de vida cotidianas a la actividad escolar en ninguno de los niveles del sistema. Entiendo que durante la infancia propiamente dicha, o la niñez, es decir, entre los 4 ó 5 años y los 11 ó 12, la escolaridad elemental no tiene por qué exceder de tres o cuatro horas diarias de asistencia y que restarle al niño horas de permanencia en el hogar y de tiempo libre para el ocio o la participación progresiva en la vida social de los adultos es innecesario, negativo y en última instancia absurdo. Así como entiendo también que los actuales medios masivos de comunicación –la televisión en primer término, y los futuros adelantos en la materia referidos a videocasetes y recursos educativos e instructivos de uso individual u hogareños– deberán pasar a formar parte de la capacidad educadora de la sociedad junto con la de las instituciones escolares tradicionales del nivel elemental o primario.

Por cuanto hace a la escuela media, juzgo urgente una intensa disminución de esa carga escolar que actualmente abruma con resultados negativos a la adolescencia. La sociedad está aceptando sin discusión, desde hace décadas, la necesidad de una gigantesca cantidad de contenidos de conocimientos como indispensables para una formación social e intelectual sin detenerse en ningún momento a meditar en las razones concretas y objetivas que justifiquen esa situación. Por otra parte, la experiencia demuestra sobradamente cómo muchos de esos contenidos o de esas destrezas o habilidades se adquieren mejor, en menor tiempo y con menor costo, mediante otros procedimientos organizativos. Sin embargo, se prosigue con las exigencias formalistas tradicionales sin que nadie parezca comprender que esto conduce a la sociedad un gasto enorme y a la adolescencia a un desperdicio realmente pernicioso de sus potencialidades en un momento decisivo e irrepetible de sus vidas.

Por otra parte, en ese momento vital es conveniente no aislar de manera completa a los adolescentes y a los jóvenes de experiencias fundamentales de la sociedad, como es el trabajo u otras responsabilidades de cualquier naturaleza que las familias quieran imponerles.

Y en cuanto a los estudios superiores, a los universitarios en particular y a todos cuantos se dirijan hacia una formación profesional definida, entiendo que si de verdad admitimos las tesis contemporáneas sobre la vigencia del concepto de educación continua –con su consecuente superación de la idea del producto acabado como fruto de una institución escolástica cristalizado en un diploma o título de validez permanente– nadie podrá dudar de la necesidad de estructurar esas instituciones mediante regímenes de períodos alternados de estudio y trabajo o de períodos que integran el estudio y el trabajo y permitan una vida futura de entradas y salidas constantes entre la actividad del mundo adulto o del trabajo efectivo y la del estudiante, del estudioso o del investigador.

Pero la disminución de lo que he llamado la carga de escolaridad propia de los sistemas educativos contemporáneos no es, sin embargo, la esencia de la tesis que me interesa proponer. O, en todo caso, esa disminución no es sino la resultante que deberá darse de la idea de fondo de la tesis: los sistemas educativos contemporáneos deben despojarse de su estructura monopólica. Es decir: la sociedad debe organizar de algún modo el reconocimiento, la aceptación formal o la validez de los logros educativos de cualquier naturaleza alcanzados fuera del sistema educativo formal. Más aún: lo que la sociedad debe exigir son logros, no caminos recorridos. La Universidad, por ejemplo, debe exigir determinados requisitos para acceder a sus aulas. Supongamos uno: el dominio de una lengua extranjera. Supongamos otro: un conocimiento cabal e inteligente de la historia argentina y universal. Supongamos otro: el dominio de las formas de expresión escrita en idioma castellano. Pues bien: para ello no tiene por qué interesarle a la Universidad si el postulante que se presenta a sus aulas cursó regularmente o no la enseñanza media. Debe ocuparse de comprobar fehacientemente que ha alcanzado esos logros. ¿Por qué ocuparse de las vías que haya seguido para alcanzarlos? Lo mismo debería ocurrir con las leyes de instrucción obligatoria. Cuando los hombres del siglo XIX las sancionaron pretendían que la universidad de la población alcanzase determinados logros educativos, entre otros, uno fundamental: leer y escribir. Esto se ha transformado, andando el tiempo, en otro tipo de exigencia: haber cursado la escuela primaria de acuerdo con planes, programas y procedimientos determinados. El fin esencial ha terminado por quedar oculto. En realidad, hoy no se está exigiendo de verdad saber leer y escribir para poder ingresar como ordenanza a la administración pública: se exige solamente un certificado que garantice que el postulante ha satisfecho los requisitos formales del sistema educativo en el nivel respectivo, es decir, que ha cursado la escuela primaria o que ha aprobado los exámenes libres respectivos. Se dirá que si la ha cursado o si ha aprobado esos exámenes debe suponerse que sabe leer y escribir. A eso voy: se supone... no se lo prueba. Y en cambio, aunque el postulante pueda probarlo fehacientemente, no se lo admite, no se le reconoce ni se le otorga validez a ese logro si lo ha alcanzado del sistema.

Llevando mi pensamiento al extremo, tal como lo he insinuado en otro artículo sobre las instituciones universitarias, diré que el proceso de desinstitucionalización en los ámbitos universitarios significa que las altas casas de estudio deberían, en el futuro, dejar de poseer la atribución de conceder por sí y ante sí las prerrogativas propias del ejercicio de las diferentes profesiones u oficios. Las casas de altos estudios deben ser centros de estudios de carácter académico y profesional conjuntamente, pero la habilitación concreta para el ejercicio de las diferentes profesiones debe quedar reservada para organismos de otro carácter que tengan como única misión comprobar fehacientemente las capacidades profesionales respectivas, es decir, la idoneidad profesional, no tendrá por qué quedar reservada como en la actualidad, monopólicamente, para el sistema educativo formal. Siendo ello así, el sistema debería ocuparse de obtener una eficiencia capaz de atraer a los usuarios, pues de lo contrario éstos podrán optar por otras vías para alcanzar los logros que aquellos organismos responsables de la sociedad les exijan para reconocer su idoneidad. Porque, obsérvese bien: aquellos organismos deberán ser instituciones de altísima responsabilidad social, y deberán montar mecanismos de comprobación de idoneidades muy severos. Por lo cual en más de una ocasión podría suceder que los egresados de una universidad integrante del sistema sean rechazados como no idóneos, y ello podría demostrar que esta casa, o el sistema, ha trabajado sin ninguna eficacia, cosa que hoy nadie está en condiciones de probar ni en sentido positivo ni en sentido negativo.

Conclusión


El análisis desapasionado de la eficacia y de la verdadera necesidad social de los sistemas educativos contemporáneos, tal como ellos han llegado a constituirse en la actualidad, es una labor indispensable de la política educativa en nuestros días. La tendencia a la desinstitucionalización de los sistemas educativos, también la moda tendencia a la desescolarización, a pesar de las confusiones que pueden darse con posiciones ideológicas que sólo pretenden fundarse en esas tesis para resultados de otro carácter, es una línea de pensamiento que no debe desecharse sin grave riesgo académico y político.

Proponemos seguirla con todo el rigor que ella merece y como parte de un esfuerzo de perfeccionamiento y de transformación del sistema educativo que, de una u otra forma, estamos seguros que en el siglo XXI se hará presente. Los educadores y los pedagogos serán responsables si esa transformación se da desde fuera del sistema porque ellos no supieron encararla desde adentro.

 

 

El valor de la tradición pedagógica argentina

Revista Noticias de Bunge y Born Nº 67 - Año XV, enero/marzo de 1977

Mirar el ayer con excesos laudatorios, puede ser el resultado de una decadencia senil que viste con tonos rosados cuanto pasó para disimular la angustia o la impotencia de un presente ingrato. Los pueblos pueden caer en ese riesgo. A veces, frente a los múltiples problemas o dificultades de nuestros días, los argentinos parecemos proclives a incurrir en ese error. Pero hay, sin embargo, otro riesgo peor, también derivado de la gravedad de nuestras frustraciones o dificultades contemporáneas: olvidar la riqueza que atesoramos en nuestra propia historia, en un pasado corto, pero digno, y todavía denso en sugerencias y proyecciones; creer que nada podremos hacer ya por nosotros mismos, y que en todos los planos sólo el aporte de otros pueblos podrá sacarnos adelante. Queremos, con este brevísimo ensayo –esbozo de un vasto estudio que hace mucho ambicionamos y quizá nunca lleguemos a ver concluido– alertar, simplemente, sobre los valores intelectuales, pedagógicos y morales que se esconden, listos para rendir frutos multiplicados, en el pasado del sistema educativo argentino.

La Argentina posee un sistema educativo escolar cuya estructura actual es inapropiada e insuficiente para las necesidades de este momento, y sobre todo para las del futuro inmediato; cuyas modalidades pedagógicas se han quedado en formas arcaicas y cuya eficiencia es bajísima en relación con su alto costo. Este juicio tan severo es compartido por numerosos estudiosos y especialistas, y por la mayor parte de quienes se dedican en nuestros días a las investigaciones, o a la acción de gobierno, o conducción en el terreno del sistema educativo formal.

Sin embargo, contándome entre quienes suscribirían, sin dudar un segundo, la severa afirmación inicial de este artículo, me permito insistir en una diferencia de criterio muy marcada con las corrientes o tendencias pedagógicas más difundidas en la Argentina en las últimas dos décadas, aproximadamente. Porque esas corrientes, en general, salvando escasas excepciones de unos pocos autores, investigadores o profesores, se han embarcado de lleno en la difusión, o en el seguimiento conceptual, o metodológico de doctrinas pedagógicas vertidas de autores extranjeros, con olvido casi absoluto de la existencia de una tradición pedagógica nacional de alto valor.

Aclaremos de inmediato: no se trata de caer en el absurdo de negar el valor de los aportes foráneos. Primero porque ello carece siempre de sentido en cualquier parte, en cualquier momento y en cualquier tipo de actividad o estudio. Segundo, porque la Argentina, en particular, es un país cuyos orígenes culturales están todavía muy cercanos a influencias foráneas; y tercero, porque hoy, más que nunca, la interrelación cultural y económica, es una necesidad y una realidad ineludible en el mundo entero.

Lo que condenamos es haber dejado de lado aquella tradición pedagógica nacional, casi como si la Argentina tuviera hoy que partir de cero en materia de doctrinas pedagógicas, o de estructuras político-educativas, y casi como si fuera necesario acudir a fuentes extrañas para los estudios más elementales en cuestiones didácticas u organizativas en materia escolar.

Por el contrario, la Argentina elaboró, a partir de 1860 a 1870, aproximadamente, y hasta 1930 a 1940, también aproximadamente, doctrinas, estructuras y fundamentaciones pedagógicas y político-educativas de tan alto nivel, que pueden resistir todavía ahora la comparación con la de los países más adelantados del mundo.

Reivindicar el valor de esta tradición, y enlazarlo, inteligentemente, con los aportes y los avances de cualquier otro origen, podrá ser, probablemente, un punto de partida fecundo para alcanzar la transformación de un sistema educativo sobre cuya calidad nos hemos expresado negativamente al comenzar este artículo.

Apenas puesta en marcha la ciclópea tarea de la Organización Nacional, inmediatamente después de Caseros, aquella generación destinada a empalmar con los hombres del 80, se lanzó de lleno a atender el problema educacional de la República.

De ese empeño y de su conjugación con un movimiento universal de similares características, brotó, en un lapso relativamente corto, no sólo un sistema educativo de muy respetables virtudes, sino una suma de doctrinas y estudios pedagógicos de muy buen nivel. Las principales leyes educativas argentinas de fines del siglo pasado, referidas esencialmente a fijar la obligatoriedad de la instrucción elemental, y a montar los organismos de gobierno y de supervisión escolar consiguientes, no sólo pueden igualarse con las que por el mismo instante sancionaban los principales países europeos, sino que aún, en algunos detalles pedagógicos propiamente dichos, son claramente superiores. Las referencias de la ley de la provincia de Buenos Aires de 1875, o de la ley 1420, sancionada por el Congreso Nacional en 1884, a la instalación de jardines de infantes, por ejemplo, es una clara demostración de nuestro juicio.

Bastaron pocos años de existencia de las escuelas normales –a partir de 1870 como fecha simbólica, con el decreto de creación de la Escuela Normal de Paraná– para que desde el punto de vista didáctico y metodológico, la escuela primaria argentina se contara entre las más adelantadas.

Simultáneamente, comenzó a difundirse una literatura pedagógica originada en los primeros directores y orientadores de las escuelas normales –José María Torres, Adolfo van Gelderen– y luego en sus discípulos, Rodolfo Senet, Alfredo J. Ferreira, Víctor Mercante, Pablo Pizzurno, Valentín y Lino Mestroni, Ernesto Nelson, José Rezzano, etcétera.

Gran parte de esa obra está dispersa en revistas pedagógicas o escolares, y espera aún la tarea de su recopilación y análisis.
En la provincia de Buenos Aires la "Revista de Educación", y en la Capital Federal el órgano del Consejo Nacional de Educación, "El Monitor de la Educación Común", durante muchas décadas, aportaron orientaciones didácticas, fundamentaciones teóricas y doctrinas político-educativas de alta calidad. Fueron, antes que se inventara esta denominación, verdaderos cursos de perfeccionamiento permanente para todos los maestros de enseñanza primaria, y una especie de "sistema de educación a distancia" cuando nadie soñaba con una iniciativa así llamada.

En la segunda publicación mencionada pueden encontrarse artículos pedagógicos, orientaciones didácticas y estudios o modelos de organización y administración escolar, cuyo valor no ha cedido excesivamente con el correr de los años. En gran medida pueden ser todavía consultadas con provecho por los estudiantes y profesores de los establecimientos de formación docente, y por los docentes mismos en actividad.

Muchos de los temas referidos, por ejemplo, a planificación escolar o "a nivel de aula" y a especificaciones de objetivos, pueden encontrarse en esas páginas. Sin embargo, en nuestro país se procede en la actualidad, como si la única bibliografía disponible fuera la de más reciente aparición en torno de esos temas, casi toda ella de origen extranjero. Se está perdiendo la oportunidad de una síntesis que podría ser muy fecunda.

Otro detalle merece tenerse en cuenta. Bastante antes de finalizar el siglo, la Argentina comenzó a disponer de libros de texto para la enseñanza, redactados por autores argentinos y editados en imprentas argentinas. Sobre este punto y su significación como adelanto notable con respecto a los restantes países de América Latina, no se ha meditado aún suficientemente en nuestro país.

El movimiento comenzó con los libros de lectura para la escuela primaria y siguió –ya más avanzado el siglo actual– con los textos de estudio de la escuela media. No es mérito eso –tanto en el orden intelectual o científico, como en el técnico y económico– que un país como el nuestro haya visto comenzar esta centuria disponiendo de este material enteramente salido de su propia entraña, y que prácticamente la totalidad de los egresados de la escuela media argentina actualmente vivos, hayan utilizado casi enteramente, textos de autores y de editoriales argentinos.

Pero todo esto podría significar solamente una explosión pueril o arrogante de chauvinismo, si se tratara de obras o textos de modesta calidad. Algunos dictadores o demagogos de ciertos países de escaso desarrollo cultural y económico, han obligado al uso de obras de autores nativos, guiados por esos sentimientos baratos y negativos, han condenado a su pueblo a manejarse en las escuelas con textos rudimentarios, de bajísima calidad material e intelectual.

El caso argentino fue diferente: no se trató de un "proteccionismo" de ningún tipo. Las editoriales argentinas, y los maestros y los profesores argentinos, fueron lanzando al mercado obras y textos que se impusieron por su notable calidad pedagógica, por la modernidad y eficacia de su metodología, por el alto nivel de sus contenidos científicos, y por la dignidad de su estructura material, en todo lo referente a papel, encuadernación, ilustraciones, etc.

Entre tanto, los estudiosos de la Pedagogía o de los asuntos educativos prosiguieron su labor. En 1914, se creó, por inspiración de uno de los egresados de la Escuela Normal de Paraná, la primera Facultad de Ciencias de la Educación de América Latina, en la Universidad Nacional de La Plata, hoy Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Dio comienzo de tal manera, un movimiento que habría de extenderse más tarde a otras universidades nacionales, y gracias al cual, al acercarse la década del 40, la Argentina contaba ya con un conjunto de especialistas en asuntos educativos de formación universitaria, un fenómeno cultural cerca del cual tampoco se ha reflexionado todavía lo bastante.

En 1904, por decreto del gobierno nacional, se puso en marcha un régimen de formación de profesores para la enseñanza media, novedad apenas practicada en la mayor parte de los países europeos, donde la preparación pedagógica para ese nivel de la escolaridad es, todavía hoy, apenas un barniz superficial superpuesto a una muy severa –eso sí– formación científica o académica en cada rama del saber.

De tal manera, el siglo actual vio a la Argentina dotada de un cuerpo de profesionales docentes debidamente titulados para los niveles pre-escolar, primario y medio del sistema escolar. Esto representó en América Latina un avance extraordinario y por cuanto hace la enseñanza media, una posición todavía no alcanzada por algunos países europeos. No puede dejar de señalarse, por ejemplo, y sin restar significación en modo alguno a otras especialidades, que por cuanto hace a idiomas extranjeros, el cuerpo profesional docente egresado de los institutos especializados argentinos constituyó –y constituye– un modelo de excelente nivel científico y pedagógico. Los observadores extranjeros suelen quedarse asombrados cuando conversan con nuestros profesores de idiomas, por su excelencia idiomática y metodológica.

Hoy, cuando el país reclama, y necesita una urgente transformación del sistema educativo escolar, sería conveniente y justo tener presente la riqueza en materia de doctrinas, tendencias, orientaciones e iniciativas que duermen olvidadas en la trastienda de nuestro ayer pedagógico. Porque, con seguridad, si somos capaces de poner en marcha ese movimiento renovador desde nuestra realidad, aprovechando cuanto sea factible de aquella riqueza, los frutos serán mejores y más fáciles. Con intención manifiesta, no hemos querido a lo largo de este breve artículo citar textos, autores o figuras –salvo unos pocos nombrados a manera de figuras simbólicas– porque incurriríamos seguramente en el pecado de omisión, de injusticia valorativa o al menos de apresuramiento. El país espera, además, la obra paciente y exhaustiva del estudio integral de la tradición pedagógica nacional, pero mientras esa labor se lleva a cabo –y nunca será bastante cuanto se insista ante los centros académicos y universitarios en tal sentido– es bueno refrescar para la opinión en general que la Argentina cuenta con una valiosa tradición pedagógica nacional, que puede y debe servirnos como punto de partida para hacer, hoy, el sistema educativo que exige el porvenir.

 

La escuela media hoy

Imágenes Ducilo Nº 22.

Al comenzar el siglo actual la Argentina contaba con 6.735 alumnos inscriptos en establecimientos de segunda enseñanza. Hoy –según datos oficiales para 1974– esa cifra alcanza a 1.197. 729. Obviamente, el crecimiento demográfico del país no ha seguido, ni siquiera aproximadamente, esa misma curva de crecimiento. Pues aquel número de alumnos se ha multiplicado. Hablando en términos generales, casi por 200 veces. Admitiendo una población a principios de siglo de no más de cinco millones de habitantes, la Argentina debiera contar con casi mil millones de personas. La población, pues, se multiplicó cinco o en todo caso seis veces. La matrícula de la enseñanza media cerca de 200 veces. Esto muestra un fenómeno de altísimo interés socio-cultural. En primer término, desmiente rotundamente algunas afirmaciones corrientes en los últimos años sobre una mezquina intencionalidad "clasista" en la organización político-educativa del país. En segundo lugar permite señalar a la Argentina como una de las naciones de mayor movilidad ascendente de los sectores sociales más modestos que lograron ocupar en corto tiempo lugares destacados en todos los terrenos de la vida nacional y –finalmente– obliga a un replanteo profundo del sentido y ubicación de la enseñanza media en el contexto de los sistemas educativos contemporáneos.

La escuela media universal


En los países de mayor desarrollo, la enseñanza media está en vías de convertirse en un nivel escolar de carácter universal. Es decir: así como en el siglo pasado la política educativa se lanzó a hacer realidad la escolaridad primaria para la totalidad de la población, el siglo XX finalizará, sin duda, con idéntico objetivo cumplido con respecto a la escuela media. De hecho –o de derecho– ya ocurre así en los Estados Unidos de América, y creemos, también en la Unión Soviética. Los países más adelantados de Europa están año tras año más cerca de esa meta y prácticamente no se discute en la actualidad la afirmación según la cual una escolaridad general, común y obligatoria de por lo menos nueve o diez años a partir de los cinco o seis de edad es el ideal indispensable para atender los requerimientos mínimos de la sociedad de nuestro tiempo.

En ello reside el nudo del problema: ¿por qué –cabe preguntar– se ha producido en todo el mundo una semejante "explosión" de la matrícula en ese nivel de la enseñanza? La respuesta es vasta, compleja y no pretendemos agotarla ahora. Sólo señalaremos un factor explicativo: las circunstancias culturales, políticas, sociales y económicas derivadas de la revolución industrial han provocado nuevas formas de vida en todos sus órdenes, para las cuales es indispensable un mayor nivel de formación general en capas cada vez más extendidas de la población. Pero, además, esas mismas circunstancias permiten que capas cada vez mayores de la población puedan proseguir estudios hasta edades más altas que antaño.

La enseñanza media y el mundo del trabajo


Quisiera detenerme en un punto, pues en este artículo ni puedo ni debo intentar analizar exhaustivamente un tema tan complejo como el apuntado. La enseñanza media, a principio de este siglo, tanto en la Argentina como en el resto del mundo, se consideraba un ciclo cuya única finalidad se encontraba en la prosecución de los estudios universitarios o superiores. Sólo se inscribían en la escuela media los niños cuyas familias presumían la posibilidad de la vida universitaria ulterior. Lo contrario hubiera sido una insensatez para la mentalidad de la época.

La realidad actual es muy distinta. En nuestro país, al menos en los centros urbanos, incluyendo los más pequeños, las familias, hasta las de más modestas condiciones, aspiran a obtener para sus hijos de ambos sexos –adviértase también esa notable diferencia con época pasadas– la conclusión del segundo nivel de enseñanza. Comprenden –con razón, aunque probablemente muchas de ellas no pudieran explicarlo satisfactoriamente– que en el mundo contemporáneo, y mucho menos en el porvenir inmediato, no tendrán lugar o al menos no alcanzarán un lugar decoroso o satisfactorio, quienes carezcan de ciertos mínimos formativos o de capacitación. Esa actitud tiene su correlativo en las demandas del mundo del trabajo contemporáneo: se acrecientan día tras día los requerimientos de capacitación profesional y de formación cultural general para tareas que pocas décadas atrás desempeñaban cómodamente personas con la sola escolaridad primaria.
La escuela media ya no es, pues, ni debe serlo, exclusivamente un camino hacia la Universidad o hacia los estudios superiores. Esa finalidad sigue siendo una parte de sus obligaciones pero no la única ni debe ser la determinante de sus orientaciones pedagógicas, es decir, de sus planes de estudio o de sus modalidades organizativas internas. La escuela media de nuestro tiempo es también la gran central orientadora y distribuidora de la juventud hacia los caminos del trabajo productivo y debe satisfacer esa doble necesidad de sus estudiantes y de la sociedad.

Tendencias contemporáneas de transformación


Quizá las breves líneas anteriores alcancen a explicar la razón de un fenómeno contemporáneo en casi toda Europa y en parte también en Estados Unidos: la agitación inmensa, casi violenta, en torno de múltiples y variados intentos de transformación de la escuela media tradicional. En los hechos, pocos de esos esfuerzos han logrado éxito y las reformas implantadas formalmente no han alcanzado, en muchos casos, a alterar la realidad de estructuras de viejo arraigo. Esto debe también comprenderse a la luz de otra circunstancia: En Europa, la escuela media reconoce una fuerza tradicional extraordinaria y cualquier alteración sobre sus modalidades curriculares choca con tendencias conservadoras sólidamente implantadas y cuyos argumentos no son todos desdeñables.

A grandes rasgos, las líneas centrales sobre las cuales se mueven estas tendencias reformadoras son dos fundamentales. La primera pretende obtener una mayor igualdad de oportunidades impidiendo selecciones prematuras de los alumnos hacia unos u otros tipos de carreras, pues, sostiénese, esas selecciones a temprana edad se apoyan básicamente en condiciones económico-sociales del núcleo familiar y no en las reales capacidades de cada adolescente. Con lo cual, concluyen, las instituciones escolares terminan convirtiéndose en sostenedoras de esas estratificaciones sociales y no en agentes renovadores. Como remedio suelen proponerse ciclos más prolongados de carácter común y orientador, a fin de diferir hasta cuando sea prácticamente posible las opciones definitivas en materia de cursos de carácter académico con apertura hacia los ámbitos universitarios o de tipo práctico o profesional, con salida inmediata al campo laboral.

La segunda línea de transformación participa de la primera en cuanto afirma la necesidad de otorgar una preparación laboral de algún tipo a todos los estudiantes como corolario de sus estudios medios. La segunda enseñanza, dice esa tendencia, debe coincidir con la preparación para el mundo del trabajo productivo –sin mengua de sus finalidades académicas generales o de preparación para los niveles superiores– por dos razones. Una de ellas es que el mundo del trabajo contiene en sí mismo elementos formativos generales –culturales y sociales– de inestimable utilidad e inalcanzables fuera de él. La segunda es que todo egresado de la escuela media debe estar en condiciones de poder incorporarse –si lo desea o lo necesita– a las estructuras productivas con un mínimo de formación inicial que podría llamarse de "semi-capacitación".

La situación argentina


En nuestro país, estas tendencias se han hecho presente no sólo por reflejo del pensamiento universal sino inclusive por la obra de estudiosos argentinos que han analizado esas mismas situaciones con originalidad y sin haber tomado sus ideas allende nuestras fronteras. Inclusive, hay testimonios de propuestas formuladas por destacadas figuras de la educación y de la política, que en gran medida adelantaban iniciativas todavía desconocidas en el resto del orbe. Lamentablemente, múltiples circunstancias han demorado más de la cuenta la urgente actualización de las estructuras básicas de la segunda enseñanza en el país. Hacer de ella un nivel escolar prácticamente universal, con modalidades de polivalente y politécnico, es una urgencia angustiosa para satisfacer las necesidades nacionales hasta fines del siglo actual. Una escuela media abierta a todos, que no fuerce opciones a edades excesivamente tempranas, que oriente en su interioridad a los estudiantes mediante planes flexibles y múltiples, que brinde una mínima capacitación ocupacional –de ahí lo de politécnico– a todos los egresados y simultáneamente les deje abierta la posibilidad de cualquier estudio superior –de ahí lo de polivalente– constituye una meta indispensable de la política educativa argentina actual.


 



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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina