Capítulo
II
El
sistema educativo debe probar su eficiencia
En El secreto de las estructuras competitivas, Octavio Gelinier
desarrolla como tesis fundamental la siguiente idea: la estructura
monopólica de los servicios prestados por los organismos
oficiales –del tipo de la administración pública
en general, correos, registros civiles, etc.– determina
su desinterés por todo cuanto sea eficiencia, juicios
de valor de los usuarios y costos. La experiencia histórica
de los últimos ciento cincuenta años en los
países europeos y americanos demuestra acabadamente
la razón de la tesis de Gelinier, con el agravante,
para los segundos, de factores de inmoralidad o incapacidad
de los cuadros de la administración aunque con diferencias
grandes, por supuesto, entre unos y otros países y
sin querer significar que esos dos elementos –inmoralidad
o incapacidad– estén totalmente ausentes de los
países europeos.
Las causas determinantes de este fenómeno son sencillas:
la eficiencia es el factor clave en la empresa privada –o
sea las estructuras competitivas– para obtener el favor
del público consumidor o recipiendario del servicio
de que se trate y para alcanzar costos mediante los cuales
la ganancia, o el lucro, sea posible. Los servicios prestados
por el Estado mediante disposiciones legales de monopolio
absoluto –correos, registro civil, alumbrado, seguridad
y muchos otros– en países donde ha crecido notablemente
la tendencia a esa modalidad, y entre los cuales suelen contarse
la salud o los servicios sanitarios, teléfonos, transportes,
etc., no necesitan preocuparse ni por los costos ni consecuentemente
por las ganancias pues todo su personal tiene aseguradas de
cualquier modo sus fuentes de ingreso, ni por la eficiencia,
pues sea cual fuere el juicio del público que recibe
el servicio no existe posibilidad de que ese público
pueda acudir a otro lado a obtenerlo, y en la mayor parte
de los casos los mecanismos presuntamente puestos a disposición
para manifestar sus quejas o desagrados son lentos o inocuos.
El sistema educativo
La tesis de Gelinier tiene gran importancia en el plano educativo.
Las instituciones educativas –el conjunto del sistema
educativo formal– han terminado por constituir, en países
como el nuestro, herederos de la tradición del estado
cuya organización es fruto borbónico-napoleónico,
una estructura de monopolio absoluto y han terminado por asumir
las características antes señaladas: despreocupación
por la eficiencia, desinterés por el juicio del usuario
–alumnos o padres– y desprecio del tema costos.
La existencia
de establecimientos privados de enseñanza no altera,
en este caso –aunque a primera vista parezca extraño–
la afirmación anterior. En efecto: si junto al servicio
de correos oficial o del registro civil se admitieran servicios
idénticos pero prestados por organizaciones privadas,
éstas deberían preocuparse por obtener ganancias
razonables que sostuvieran los servicios (y empleados y funcionarios
comprenderían que sus salarios no están garantizados
por el presupuesto oficial sino por la subsistencia de la
empresa) y que justificaran la inversión. Para ello
deberían atender a la eficiencia de los respectivos
servicios: que las cartas y telegramas llegaran a destino
rápidamente y en buen estado; que los usuarios no debieran
hacer largas colas para despacharlas u obtener franqueo, etc.,
o que las inscripciones respectivas se lograran en corto plazo
y las copias solicitadas también y la documentación
estuviera suficientemente garantizada. Además, debieran
preocuparse de establecer tarifas razonables –o competitivas
en el mercado– y para ellos debería atender a
un problema clave: bajar los costos del servicio hasta niveles
compatibles con la eficiencia. Un correo privado no podría
poner más empleados de los que soportara la estructura
integral de costos ni menos de los que garantizaran la atención
al público con un mínimo razonable de eficiencia.
Pero
las instituciones privadas de enseñanza en nuestro
país deben atender a estos mismos requerimientos de
manera muy atenuada. El tema costos se ve notablemente disminuido
como preocupación, en un alto número de casos,
por los aportes del Estado para pago de salarios. El tema
eficiencia prácticamente desaparece, salvo en algunos
pocos aspectos –precisamente los que están al
margen de la estructura oficial, como idiomas o actividades
complementarias, por ejemplo– pues la admisión
al sistema educativo se concede sobre la base de una igualdad
absoluta de planes, programas y modalidades de régimen
pedagógico. (Esta afirmación admite alguna diferencia
en el caso de las universidades privadas, pero en los hechos
los resultados no son muy diferentes). En síntesis,
la situación es esta: en nuestro país se puede
elegir entre una escuela oficial y una privada y en general
se puede elegir (salvadas circunstancias de ubicación
geográfica y de disponibilidad económica) el
establecimiento de enseñanza, pero el sistema educativo
en su conjunto es una estructura de servicios monopólica
porque la población está obligada a recurrir
a esa estructura, uniforme y rígida –ya sea en
establecimientos oficiales o privados– para obtener
los reconocimientos oficiales indispensables para la ley o
para la necesidad particular requerida.
Análisis
por niveles
La enseñanza primaria es obligatoria. Todo padre está
obligado por ley a proporcionar enseñanza a ese nivel
a sus hijos. Tiene a disposición para satisfacer esa
exigencia el sistema educativo. Pero el régimen es
el mismo en ambos, en lo esencial. Las diferencias son insignificantes.
Si su hijo cursa el sistema y satisface todos sus requerimientos,
obtendrá el certificado correspondiente y la obligación
legal habrá quedado satisfecha. Entretanto, si envía
a su hijo a un establecimiento ubicado legalmente dentro del
sistema educativo, obtendrá también los correspondientes
salarios por escolaridad. Con el certificado de estudios primarios
completos así obtenido y avalado por el Estado quedará
exento de cualquier responsabilidad civil o penal; su hijo
tendrá acceso a empleos en la administración
pública y –lo que es hoy sin duda principal–
podrá acceder al segundo nivel de enseñanza.
Pero la única manera de alcanzar estas satisfacciones
y disponibilidades es enviarlo al sistema educativo formal
–repito, ya se trate de establecimientos oficiales o
privados– y cumplir religiosamente todos sus requisitos
de organización y de funcionamiento, así como
sus modalidades curriculares. Es imposible evadirse de estas
exigencias. Por lo tanto, el sistema en su conjunto queda
desinteresado de la eficiencia de sus servicios. El sistema
no tiene por qué interesarse, en su conjunto, del aprovechamiento
real que de sus servicios alcancen los usuarios directos –los
niños– o del juicio de valor sobre aquella eficiencia
se formen los usuarios indirectos, los padres, pues de todos
modos no hay alternativa. El padre podrá, en caso extremo,
cambiar a su hijo de escuela y quizá obtenga como resultado
–si tiene suerte y ha hecho una elección acertada–
una escuela algo mejor, que funcione mejor, quizá con
mejor conducción y mejores maestros, pero en esencia
será una escuela del mismo sistema, que esencialmente
tiene el mismo régimen organizativo, pedagógico
y curricular que todas las restantes del sistema. Porque en
caso contrario quedaría fuera del sistema, y cuanto
pueda hacer un establecimiento o un padre por su cuenta fuera
del sistema no sirve para nada desde el punto de vista legal.
Ningún otro logro es certificado o avalado si no se
recurre a los servicios del sistema. He ahí la esencia
del monopolio y he ahí la razón por la cual
los resultados auténticos del servicio interesan muy
poco a los responsables. Y esto determina además otra
consecuencia mucho peor: llega un momento en el cual los usuarios
directos o indirectos del sistema –alumnos y padres–
conciente e inconcientemente dejan también de preocuparse
de la eficiencia del sistema y terminan preocupándose
solamente del formalismo encerrado en el acto de cumplir los
requerimientos formales del sistema, es decir, se preocupan
solamente de cursar el sistema, de obtener la certificación
final y no de alcanzar resultados efectivos del servicio prestado.
Con el certificado de escolaridad primaria completa se obtiene
la posibilidad de ser nombrado agente de policía o
de correos o de maestranza en la administración pública
o de ingresar a organismos de seguridad en determinados niveles,
por ejemplo, amén de que entretanto se cursa el sistema
se obtiene el salario correspondiente. Si, además,
se ha aprendido a leer y escribir correctamente, es otro asunto.
Esto será en todo caso, por añadidura. Pero
en la mayor parte de los usuarios esto deja de interesarles
sustancialmente. Inclusive, con ese certificado se obtiene
una plaza en establecimientos de segunda enseñanza,
aunque en una sola página de escritura se comentan
veinte errores de ortografía en palabras sencillas.
Esto último es un problema de eficiencia del servicio
que a lo largo de los siete años de escolaridad primaria
no ha preocupado auténticamente ni a los responsables
del servicio ni a los usuarios directos o indirectos.
La enseñanza
media no es obligatoria. Pero es el escalón obligatorio
para acceder a cualquier tipo de estudio de nivel terciario
–universitario o no– y en la actualidad resulta
indispensable para acceder a una gran cantidad de actividades
laborales, esencialmente para cualquier actividad laboral
que represente un escalón de ascenso social o económico
o brinde requerimientos mínimos de “status”.
Para alcanzar, pues, cualquiera de las necesidades que se
busca satisfacer con el certificado de enseñanza media
completa es también indispensable cursar el sistema
como ocurría con el nivel elemental.
Ninguna perspectiva queda abierta para quien pretenda evadirse
del sistema. Obsérvese bien que la llamada libertad
de enseñanza permite elegir una de estas tres alternativas
para lo que nosotros denominamos cursar el sistema: concurrir
a un establecimiento oficial, concurrir a un establecimiento
privado o estudiar como “libre”. Pero, en última
instancia, cualquiera de esas tres alternativas representa
satisfacer la totalidad de las exigencias del sistema, formalmente
consideradas, salvo, en el caso de la tercera, la asistencia
a clases. Si se quiere ingresar a la Universidad, a un instituto
de profesorado, al Colegio Militar de la Nación, a
un banco oficial, o simplemente conseguir ciertos empleos,
es necesario haber cursado o haber aprobado la enseñanza
media, es decir, haber satisfecho requisitos formales de asistencia,
de exámenes, de pruebas, de comportamiento, de notas
formalmente asentadas en libros debidamente rubricados, todo
ello mediante un régimen curricular de determinados
años de estudios, de contenidos fijados en planes y
programas rígidos e inamovibles y obligatorios y de
exámenes también rígidamente organizados
según esos mismos regímenes curriculares y esos
mismos programas analíticos obligatorios. Es inútil
hablar inglés como Sir Lawrence Olivier si no se han
aprobado los exámenes de primero, segundo y tercer
año de inglés del ciclo básico de la
escuela media o si no se ha cursado esos tres años
y se ha asistido a las clases en las cuales el respectivo
profesor ha tratado de enseñar a sus alumnos el ABC
de la lengua de Shakespeare y si no se ha obtenido con ese
profesor el 7 sacramental o al menos el 4 de marzo. Luego,
puede ocurrir que los alumnos con sus certificados de escuela
media concluida en regla sean aceptados como postulantes para
ingresar a la Universidad o puedan obtener un empleo en el
Banco de la Nación Argentina, aunque al cabo de aquellos
tres famosos años y de sus gloriosas eximiciones sigan
siendo incapaces de distinguir la tercera persona de la primera
en la conjugación de los verbos ingleses, mientras
aquel otro joven no podrá alcanzar ninguna de esas
posibilidades, sean cuales fueren sus logros en idiomas o
en cualquier otro contenido académico o en cualquier
otra habilidad. O certificado, o nada. Y el certificado sólo
se obtiene si uno se somete a las leyes del sistema. Por lo
tanto, los usuarios –padres y adolescentes– han
terminado por comprenderlo y aceptarlo: hay que cursar la
escuela media. En cualquier escuela y de cualquier manear.
Pero hay que cursarla. Luego se verá si de verdad se
aprende algo o se hace algo. Y las escuelas y sus responsables,
en todos sus niveles jerárquicos, de algún modo
han terminado de internalizar la misma conducta. Un padre
que se muestre muy disgustado por cuanto ocurra en una escuela
todo lo que puede hacer es mandar a su hijo a otra... en la
cual quedará al fin sometido al mismo régimen,
en lo esencial.
El tema
que venimos analizando alcanza sus picos más agudos
en los niveles elemental y secundario. En el caso del nivel
superior del sistema educativo –ámbitos universitarios
o no– la situación mejora sensiblemente por varios
motivos. Uno de esos motivos es que ahora los usuarios indirectos
–los padres– en la práctica desaparecen
porque quienes toman las decisiones, sobre todo la decisión
de proseguir o no estudiando, son los interesados directos.
Y por lo tanto, estos, dada su edad y las particulares condiciones
psico-sociales de la juventud actual, se sienten muy poco
inclinados a “aguantar” largos años de
encierro vital o de simples asistencias a clases o de cumplimiento
formal de exigencias académicas y de un modo y otro
exigen algo –aunque solamente algo– desde el punto
de vista de la eficiencia y la calidad de los servicios educacionales
que se les brindan. Otro motivo es que en los ámbitos
universitarios, en general, se está más cerca
de la realidad vital con la cual los sistemas educativos están
comprometidos y las responsabilidades emergentes son más
claras, directas y, diríamos, el compromiso social
efectivo es más real y menos formalista. En el caso
de los establecimientos privados de enseñanza de nivel
superior hay algo más: las universidades no tienen
apoyo económico del Estado –por lo cual el tema
costos tiene mayor significación– y los usuarios
suelen medir con un interés muy particular la relación
entre el servicio recibido y su calidad y el gasto o la inversión
que se les exige, fenómeno que, obviamente, no se da
en el caso de la enseñanza secundaria o primaria.
Hay una cuarta razón: los docentes universitarios,
en un alto número de casos, son profesionales comprometidos
de lleno con la realidad vital en sus campos respectivos,
y no pueden sino aportar a sus cátedras esa suma de
saber o de capacidad que aquella realidad les impone necesariamente.
Muchos de ellos, además, no encuentran en la Universidad
el sustento económico fundamental y suelen estar más
desprendidos de las reglamentaciones formalistas o se dedican
a la cátedra sólo por auténtico interés
vocacional. De donde se desprende –de una situación
originalmente negativa– un beneficio inesperado: se
preocupan por sí mismos de la eficiencia de los servicios
educativos que prestan aunque el sistema no se lo exija.
Todas estas aclaraciones, empero, no deben llevar a creer
que la situación en el nivel universitario es absolutamente
distintade
la de los restantes niveles del sistema educativo. Porque,
para empezar, debemos recordar esto: el régimen propio
del sistema educativo formal argentino sólo reconoce
los logros alcanzados dentro de sus estructuras formales y
desconoce absoluta y totalmente cualquier logro alcanzado
por otras vías fuera de él. En esencia, pues,
el nivel universitario es tan monopólico como lo son
los anteriores, aunque las razones antes apuntadas introducen
variaciones significativas en su realidad operativa. De esta
forma, el sistema universitario, en su conjunto y como tal,
como sistema, tampoco tiene necesidad de preocuparse ni por
la eficiencia de los servicios que presta, ni por el costo,
ni por el juicio de los usuarios. Esto último debe
ser remarcado, y no hay contradicción con una afirmación
anterior sobre el peso del juicio de estos usuarios a que
antes nos habíamos referido. Es verdad que en los niveles
superiores de la enseñanza los jóvenes tienen
menos paciencia para proseguir cursos que encuentren de baja
calidad o de relativa significación para sus expectativas,
pero la disconformidad absoluta sólo encuentra una
vía de canalización definitiva: el abandono
del sistema educativo, con cuanto esto conlleva como sanción
que la sociedad impone al disconforme, pues cuanto pueda alcanzar
luego fuera del sistema no le será convalidado ni reconocido
formalmente nunca.
La
capacidad educadora ociosa de la sociedad
Además de los problemas que hemos señalado –consecuencia,
a nuestro juicio, de la estructura monopólica del sistema
educativo–, surgen otros que en alguna medida son resultado
también de ese mismo carácter y en parte surgen
por otros motivos. El sistema educativo, a lo largo de ciento
cincuenta años, aproximadamente, ha evolucionado hasta
una especie de “gigantismo”, en el sentido de
que actualmente ocupa un gran número de años
en una gran parte de la población y ocupa esos años
de manera casi absoluta o principal.
Una suscinta
visión histórica es indispensable, porque una
tendencia habitual lleva a olvidar un dato significativo.
Hace apenas cien años la iluminación eléctrica
era casi desconocida, y la inmensa mayoría de la humanidad
seguía viviendo, en lo esencial, según los ritmos
de luz y de oscuridad determinados por el ritmo de la Naturaleza.
Muy pocas personas hacen hoy esa sencilla reflexión
y por lo tanto no se advierte que en la evolución de
la especie humana y de las sociedades civilizadas el lapso
correspondiente a las formas de vida determinadas por la iluminación
artificial –con la consiguiente alteración de
los ritmos de vida y la independencia de los ritmos naturales
consiguientes– es un fenómeno recientísimo.
Lo mismo sucede con la escolaridad, en términos generales.
Ciento cincuenta años atrás, la inmensa mayoría
de la humanidad pasaba su vida entera sin transitar por el
sistema educativo o siquiera por alguna forma de escolaridad.
Al fin, no llegan a mucho más de cien años los
grandes esfuerzos universitarios por implantar la escolaridad
elemental, obligatoria y universal. En los hechos, en los
países más adelantados de Europa y de los Estados
Unidos, ese ideal apenas comenzó a ser alcanzado en
el primer tercio de este siglo. Pero luego, y en particular
después de la segunda guerra mundial, los acontecimientos
evolucionaron a una velocidad impresionante. Actualmente,
los países de mayor desarrollo cuentan con sus poblaciones
enteramente escolarizadas hasta los 16 ó 18 años
de edad aproximadamente, y hacia esa situación marchan
los países que siguen sus huellas de avance cultural
y económico. En todos lados, por otra parte, la cantidad
de personas que concurre a establecimientos de enseñanza
ha aumentado notablemente en las últimas décadas
y la enseñanza superior, en particular, ha sufrido
–aunque en gran medida el fenómeno es propio
del nivel medio– lo que se suele denominar “la
explosión escolar”. Creo que es necesario extenderme
en un aspecto que a lo largo de los tres o cuatro últimos
lustros ha sido tratado abundantemente en toda la literatura
pedagógica y económico-social en general.
En una
palabra: actualmente, la “Escolarización”
es una circunstancia vivida por la inmensa mayoría
de la población, en mayor o menor grado. Cada día
es más grande el porcentaje de la población
que pasa los siete años de su vida entre los 6 y 14
en la escuela, y aumenta también incesantemente la
cantidad de jóvenes que pasan hasta veinte años
de su vida dedicados exclusivamente a una actividad de tipo
escolástica, lo cual quiere decir sustraídos
de realidades vitales y de experiencias sociales que antes
formaban parte de un proceso educativo y cultural, y socializante,
de importancia fundamental. Si se medita un poco en esta circunstancia
no es difícil llegar a la conclusión de que
nuestro siglo está afrontando un problema muy grave.
En efecto, con el afán de “educar” a las
juventudes y de perfeccionar la formación de las generaciones
no adultas, quizá nuestro siglo haya caído en
una trampa que podría resultar mortal. El sistema educativo
así considerado podría ser visto como un “boomerang”
que se ha vuelto contra la misma sociedad que lo ha lanzado
o lo ha puesto en marcha. La sociedad tiene una fuerte capacidad
educadora, que además es gratis, es decir que se da
por añadidura junto con el funcionamiento mismo de
la sociedad. Los niños pasan ahora casi todo el día
fuera de los ámbitos familiares, pierden contenidos
formativos valiosísimos que ninguna escuela puede brindarles,
pero, además, la sociedad malgasta absurdamente recursos
en montar organizaciones artificiales para proporcionar a
esos niños la educación que la vida familiar,
gratuitamente, les proporcionará. Algo así como
las madres que disponiendo de abundante, sana y gratuita leche
de su propio seno lo volcaran diariamente sin utilizarla y
luego gastaran altas sumas en comprar productos alimenticios
de reemplazo que al fin nunca podrán ser tan ventajosos
como aquel provisto generosamente por la Naturaleza.
El fenómeno
se repite luego a lo largo de los restantes niveles de la
enseñanza. La sociedad cuenta en todas sus instituciones
y en todas sus estructuras funcionales con una riquísima
capacidad educadora que se ha dejado de utilizar o que se
deja de utilizar cada vez más porque las generaciones
jóvenes permanecen progresivamente cada vez más
sustraídas de la realidad vital de esa sociedad para
ser encerradas en establecimientos educativos que pretenden
brindarles toda aquella formación y aquella riqueza
de contenidos educativos. Es verdad que en un primer momento,
los establecimientos escolares surgieron por una necesidad
básica, para cumplir menesteres educativos que la sociedad
no puede cumplir por sí misma. Pero la sociedad cayó
luego en la trapa de creer que esos establecimientos escolares
podían reemplazar toda su capacidad educadora o que
cumplirían el cometido formativo y socializante mejor
que ella por sí misma en todos los aspectos.
Se ha llegado entonces a este absurdo conceptual y a este
grave problema económico: mientras la capacidad educadora
de la sociedad está cada vez más ociosa –en
el sentido en el que se dice que una instalación empresaria
permanece ociosa cuando su capacidad de producción
no se usa– se agiganta el sistema educativo que pretende
suplantar esa capacidad, con dos consecuencias negativas.
Una es que el costo es insoportable para la sociedad; otra
es que jamás se logra un reemplazo eficaz.
La
escuela o el sistema educativo como mito
Queda algo más, que debe ser expresado con cuidado
extremo para evitar malos entendidos. La escuela, o mejor
dicho, el sistema educativo de nuestro tiempo –he analizado
este tema con mayor extensión en Las etapas históricas
de la política educativa– surgió en el
último tercio del siglo pasado dentro de una corriente
de pensamiento que hizo de las instituciones escolares una
especie de iglesia laica y racionalista con finalidades últimas
de perfeccionamiento moral, político y social. Esa
concepción original acompaña, hasta hoy, a las
instituciones escolares. No la atacamos, entiéndase
bien, pero nos permitimos disentir de los excesos que suelen
acompañarla, y ello también lo hemos fundamentado
in-extenso en la obra anteriormente citada. Sin embargo, el
problema de fondo no deriva de cuál es el grado adecuado
o equilibrado de valoración de las instituciones escolares,
sino que consiste en otra cosa: aquella concepción
ha llegado a constituir a las instituciones escolares en organizaciones
que no pueden criticarse o juzgarse objetivamente. Como los
símbolos nacionales o como ciertos valores esenciales
propios de cada sociedad, cualquier juicio crítico
negativo se toma como irreverencia insolente o disolvente.
Nuestro
país, en particular, tiene una tendencia a la creación
de mitos intocables muy peligrosa. Casi sin darnos cuenta,
hemos llegado a excesos sin sentido en esa materia.
Así,
no parece que en estos momentos sea posible una crítica
literaria o social al Martín Fierro, por ejemplo, que
contradiga juicios de valor habitualmente aceptados, sin correr
graves riesgos de condenas generalizadas e inclusive de condenas
de carácter oficial que pueden sacar al osado de circulación
de los círculos o ambientes oficiales. Personalmente
participo de un criterio de valoración altamente positivo
con respecto al Martín Fierro, pero simplemente me
pregunto qué ocurriría si un texto de literatura
en uso en los establecimientos de enseñanza media señalara
discrepancias serias con esa valoración.
La tendencia generalizada a la ceración un tanto sensiblera
de mitos de este tipo caracteriza a nuestro país en
asuntos históricos, en ídolos populares y en
temas de la vida cotidiana. Con la escuela pasa algo parecido
y cuando nos hemos permitido proponer estructuras escolásticas
no graduales, por ejemplo, o una organización curricular
por grupos de contenidos sin mantener cohortes de alumnos
constantes y ficticiamente homogeneizadas, hemos encontrado
casi siempre, expresa o tácitamente, una fuerte oposición
fundada esencialmente en el sentimiento largamente arraigado
de la figura de la maestra o del maestro de grado como factor
irremplazable emocionalmente. Y ni qué decir del punto
a que llega esa posición cuando se toca el tema de
la maestra del primer grado.
Una posición
mental de este tipo acompaña, globalmente considerado,
a todo el sistema educativo. Es muy difícil, por lo
tanto, discutir académicamente, o mediante metodologías
más o menos objetivas sus grados de eficiencia, o su
estructura interna en términos de costos o de racionalidad
organizativa. Inconscientemente, además, los funcionarios
y los miembros pertenecientes al sistema, advierten cómo
esa especie de mitología les conviene y suelen ampararse
detrás de ella cuando surgen críticas difíciles
de levantar o cuando surgen pedidos de explicaciones racionalmente
fundadas sobre su labor o sobre su eficiencia.
Una
peligrosa confusión
Sería un grave error concluir este punto sin advertir
otra circunstancia. En los últimos diez años,
en el mundo, y en nuestro país con particular intensidad,
se han alzado voces “demitificadoras” de muchas
instituciones, las escolares entre otras. Esas voces han criticado
acerbamente el conjunto de la sociedad de nuestro tiempo,
englobándola genéricamente bajo en nombre de
“establishment”, algo así como lo establecido
u organizado o aceptado o valorado. La familia, las nacionalidades,
las estructuras económicas, las fuerzas armadas y el
sistema educativo han sido considerados los agentes represivos
destinados al sometimiento físico y mental de las masas
para ponerlas al servicio de los mezquinos intereses de minúsculas
minorías oligárquicas dispuestas a servirse
de ellas en su exclusivo beneficio. De esa manera hemos visto,
por ejemplo, surgir análisis –a veces según
el método freudiano y en general dentro de una tónica
propia del materialismo dialéctico– de los libros
de lectura tradicionales de la escuela primaria argentina,
desde los más antiguos de este siglo hasta hoy, en
los cuales se ha intentado demostrar aquellas tesis.
En otras
oportunidades hemos analizado extensamente esa posición;
la hemos refutado de manera terminante y creemos que nuestra
posición al respecto ha sido reiteradamente manifiesta
en esa y en otras múltiples ocasiones, incluyendo otros
muchos artículos y ensayos aparecidos en esta publicación.
La tesis que por nuestra parte sostenemos no se mezcla con
aquella, aunque –y debemos decir lamentablemente–
se puede confundir, lo reconocemos. Esto entraña un
riesgo muy grave, en una doble dirección. En primer
término, en cuanto nuestra tesis puede ser usada por
los sostenedores de la anterior para llevar agua a su propio
molino. Además, puede acarrear críticas o consecuencias
negativas para quien levante hoy las posiciones que estamos
sosteniendo, precisamente a causa de esa posible confusión,
sobre todo para quien quiera aprovecharse de tal circunstancia
para encontrar una fácil y cómoda refutación
que quizá no sepa formular de otro modo.
Queda el segundo riesgo: para evitar esa confusión,
o como consecuencia de haberse planteado aquella tendencia
disolvente en el país a lo largo de los últimos
diez años, simultáneamente con la conocida situación
político-social vivida en el mismo lapso, ninguna crítica
se arriesga actualmente hacia el sistema educativo, y este
ha cobrado a lo largo de los últimos cinco años
un carácter de inmovilismo y de conservadorismo a ultranza.
Creemos
cumplir con un deber de conciencia, pues, si entre ambos riesgos,
elegimos el primero. Inclusive, porque creemos que mantener
el sistema educativo argentino en una peligrosa senda de quietismo
y de congelamiento de sus estructuras puede llegar a constituir,
más tarde o más temprano, el mejor caldo de
cultivo para el renacimiento de las posturas contestatarias
ideológicamente disolventes y sobre todo para empujar
a los adolescentes y a los jóvenes a seguirlas.
La
desinstitucionalización del sistema educativo o la
desescolarización
Descripta la situación de los sistemas educativos contemporáneos
tal como por nuestra parte la vemos, y formuladas las advertencias
conceptuales oportunas, terminaremos el desarrollo de la tesis
que queríamos exponer con la propuesta que constituye
su núcleo central: es conveniente poner en marcha un
proceso que lenta, pero inexorablemente, conduzca, de aquí
a fines del siglo actual, a una relativa pero significativa
desinstitucionalización de los sistemas educativos
contemporáneos.
Esto mismo suele enunciarse a veces como la tendencia a la
desescolarización, y no tememos admitir la palabra.
Por supuesto, no participamos de las posiciones absolutas
al respecto ni de las visiones prospectivas que algunos pensadores
difundieron alrededor de 1970 y que en nuestro país
seguidores de segunda mano, entre los que se reclutaron ingenuos,
exitistas, demagogos, pedagogos de escasa formación
académica y principalmente ideólogos de izquierda,
lanzaron a la circulación haciendo creer que en pocos
años la escuela sería absolutamente innecesaria
así como ninguna institución social quedaría
en pie. No vale la pena entrar de nuevo en las refutaciones
consiguientes. Pero entiendo que sin duda los años
próximos requerirán una carga de escolaridad
sustancialmente menor que la que actualmente soporta la población
en su conjunto, es decir, menor en cantidad de años
y sobre todo en cantidad horaria cotidiana de dedicación
a las instituciones escolásticas puras, si se admite
este término.
Entiendo
que ninguna persona deberá dedicar, o mejor dicho,
consagrar –en el sentido de la dedicación absoluta
e inclusive con un sentido casi sacramental o religioso–
tantos años de su vida como actualmente le demanda
el sistema educativo a quien quiera recorrerlo desde el principio
hasta el fin, y que ni siquiera deberá exigírsele
a ningún niño y a ningún adolescente
o joven que destine prácticamente la totalidad de sus
horas de vida cotidianas a la actividad escolar en ninguno
de los niveles del sistema. Entiendo que durante la infancia
propiamente dicha, o la niñez, es decir, entre los
4 ó 5 años y los 11 ó 12, la escolaridad
elemental no tiene por qué exceder de tres o cuatro
horas diarias de asistencia y que restarle al niño
horas de permanencia en el hogar y de tiempo libre para el
ocio o la participación progresiva en la vida social
de los adultos es innecesario, negativo y en última
instancia absurdo. Así como entiendo también
que los actuales medios masivos de comunicación –la
televisión en primer término, y los futuros
adelantos en la materia referidos a videocasetes y recursos
educativos e instructivos de uso individual u hogareños–
deberán pasar a formar parte de la capacidad educadora
de la sociedad junto con la de las instituciones escolares
tradicionales del nivel elemental o primario.
Por cuanto
hace a la escuela media, juzgo urgente una intensa disminución
de esa carga escolar que actualmente abruma con resultados
negativos a la adolescencia. La sociedad está aceptando
sin discusión, desde hace décadas, la necesidad
de una gigantesca cantidad de contenidos de conocimientos
como indispensables para una formación social e intelectual
sin detenerse en ningún momento a meditar en las razones
concretas y objetivas que justifiquen esa situación.
Por otra parte, la experiencia demuestra sobradamente cómo
muchos de esos contenidos o de esas destrezas o habilidades
se adquieren mejor, en menor tiempo y con menor costo, mediante
otros procedimientos organizativos. Sin embargo, se prosigue
con las exigencias formalistas tradicionales sin que nadie
parezca comprender que esto conduce a la sociedad un gasto
enorme y a la adolescencia a un desperdicio realmente pernicioso
de sus potencialidades en un momento decisivo e irrepetible
de sus vidas.
Por otra
parte, en ese momento vital es conveniente no aislar de manera
completa a los adolescentes y a los jóvenes de experiencias
fundamentales de la sociedad, como es el trabajo u otras responsabilidades
de cualquier naturaleza que las familias quieran imponerles.
Y en
cuanto a los estudios superiores, a los universitarios en
particular y a todos cuantos se dirijan hacia una formación
profesional definida, entiendo que si de verdad admitimos
las tesis contemporáneas sobre la vigencia del concepto
de educación continua –con su consecuente superación
de la idea del producto acabado como fruto de una institución
escolástica cristalizado en un diploma o título
de validez permanente– nadie podrá dudar de la
necesidad de estructurar esas instituciones mediante regímenes
de períodos alternados de estudio y trabajo o de períodos
que integran el estudio y el trabajo y permitan una vida futura
de entradas y salidas constantes entre la actividad del mundo
adulto o del trabajo efectivo y la del estudiante, del estudioso
o del investigador.
Pero
la disminución de lo que he llamado la carga de escolaridad
propia de los sistemas educativos contemporáneos no
es, sin embargo, la esencia de la tesis que me interesa proponer.
O, en todo caso, esa disminución no es sino la resultante
que deberá darse de la idea de fondo de la tesis: los
sistemas educativos contemporáneos deben despojarse
de su estructura monopólica. Es decir: la sociedad
debe organizar de algún modo el reconocimiento, la
aceptación formal o la validez de los logros educativos
de cualquier naturaleza alcanzados fuera del sistema educativo
formal. Más aún: lo que la sociedad debe exigir
son logros, no caminos recorridos. La Universidad, por ejemplo,
debe exigir determinados requisitos para acceder a sus aulas.
Supongamos uno: el dominio de una lengua extranjera. Supongamos
otro: un conocimiento cabal e inteligente de la historia argentina
y universal. Supongamos otro: el dominio de las formas de
expresión escrita en idioma castellano. Pues bien:
para ello no tiene por qué interesarle a la Universidad
si el postulante que se presenta a sus aulas cursó
regularmente o no la enseñanza media. Debe ocuparse
de comprobar fehacientemente que ha alcanzado esos logros.
¿Por qué ocuparse de las vías que haya
seguido para alcanzarlos? Lo mismo debería ocurrir
con las leyes de instrucción obligatoria. Cuando los
hombres del siglo XIX las sancionaron pretendían que
la universidad de la población alcanzase determinados
logros educativos, entre otros, uno fundamental: leer y escribir.
Esto se ha transformado, andando el tiempo, en otro tipo de
exigencia: haber cursado la escuela primaria de acuerdo con
planes, programas y procedimientos determinados. El fin esencial
ha terminado por quedar oculto. En realidad, hoy no se está
exigiendo de verdad saber leer y escribir para poder ingresar
como ordenanza a la administración pública:
se exige solamente un certificado que garantice que el postulante
ha satisfecho los requisitos formales del sistema educativo
en el nivel respectivo, es decir, que ha cursado la escuela
primaria o que ha aprobado los exámenes libres respectivos.
Se dirá que si la ha cursado o si ha aprobado esos
exámenes debe suponerse que sabe leer y escribir. A
eso voy: se supone... no se lo prueba. Y en cambio, aunque
el postulante pueda probarlo fehacientemente, no se lo admite,
no se le reconoce ni se le otorga validez a ese logro si lo
ha alcanzado del sistema.
Llevando
mi pensamiento al extremo, tal como lo he insinuado en otro
artículo sobre las instituciones universitarias, diré
que el proceso de desinstitucionalización en los ámbitos
universitarios significa que las altas casas de estudio deberían,
en el futuro, dejar de poseer la atribución de conceder
por sí y ante sí las prerrogativas propias del
ejercicio de las diferentes profesiones u oficios. Las casas
de altos estudios deben ser centros de estudios de carácter
académico y profesional conjuntamente, pero la habilitación
concreta para el ejercicio de las diferentes profesiones debe
quedar reservada para organismos de otro carácter que
tengan como única misión comprobar fehacientemente
las capacidades profesionales respectivas, es decir, la idoneidad
profesional, no tendrá por qué quedar reservada
como en la actualidad, monopólicamente, para el sistema
educativo formal. Siendo ello así, el sistema debería
ocuparse de obtener una eficiencia capaz de atraer a los usuarios,
pues de lo contrario éstos podrán optar por
otras vías para alcanzar los logros que aquellos organismos
responsables de la sociedad les exijan para reconocer su idoneidad.
Porque, obsérvese bien: aquellos organismos deberán
ser instituciones de altísima responsabilidad social,
y deberán montar mecanismos de comprobación
de idoneidades muy severos. Por lo cual en más de una
ocasión podría suceder que los egresados de
una universidad integrante del sistema sean rechazados como
no idóneos, y ello podría demostrar que esta
casa, o el sistema, ha trabajado sin ninguna eficacia, cosa
que hoy nadie está en condiciones de probar ni en sentido
positivo ni en sentido negativo.
Conclusión
El análisis desapasionado de la eficacia y de la verdadera
necesidad social de los sistemas educativos contemporáneos,
tal como ellos han llegado a constituirse en la actualidad,
es una labor indispensable de la política educativa
en nuestros días. La tendencia a la desinstitucionalización
de los sistemas educativos, también la moda tendencia
a la desescolarización, a pesar de las confusiones
que pueden darse con posiciones ideológicas que sólo
pretenden fundarse en esas tesis para resultados de otro carácter,
es una línea de pensamiento que no debe desecharse
sin grave riesgo académico y político.
Proponemos
seguirla con todo el rigor que ella merece y como parte de
un esfuerzo de perfeccionamiento y de transformación
del sistema educativo que, de una u otra forma, estamos seguros
que en el siglo XXI se hará presente. Los educadores
y los pedagogos serán responsables si esa transformación
se da desde fuera del sistema porque ellos no supieron encararla
desde adentro.
El
valor de la tradición pedagógica argentina
Revista Noticias
de Bunge y Born Nº 67 - Año XV, enero/marzo de
1977
Mirar
el ayer con excesos laudatorios, puede ser el resultado de
una decadencia senil que viste con tonos rosados cuanto pasó
para disimular la angustia o la impotencia de un presente
ingrato. Los pueblos pueden caer en ese riesgo. A veces, frente
a los múltiples problemas o dificultades de nuestros
días, los argentinos parecemos proclives a incurrir
en ese error. Pero hay, sin embargo, otro riesgo peor, también
derivado de la gravedad de nuestras frustraciones o dificultades
contemporáneas: olvidar la riqueza que atesoramos en
nuestra propia historia, en un pasado corto, pero digno, y
todavía denso en sugerencias y proyecciones; creer
que nada podremos hacer ya por nosotros mismos, y que en todos
los planos sólo el aporte de otros pueblos podrá
sacarnos adelante. Queremos, con este brevísimo ensayo
–esbozo de un vasto estudio que hace mucho ambicionamos
y quizá nunca lleguemos a ver concluido– alertar,
simplemente, sobre los valores intelectuales, pedagógicos
y morales que se esconden, listos para rendir frutos multiplicados,
en el pasado del sistema educativo argentino.
La Argentina
posee un sistema educativo escolar cuya estructura actual
es inapropiada e insuficiente para las necesidades de este
momento, y sobre todo para las del futuro inmediato; cuyas
modalidades pedagógicas se han quedado en formas arcaicas
y cuya eficiencia es bajísima en relación con
su alto costo. Este juicio tan severo es compartido por numerosos
estudiosos y especialistas, y por la mayor parte de quienes
se dedican en nuestros días a las investigaciones,
o a la acción de gobierno, o conducción en el
terreno del sistema educativo formal.
Sin embargo,
contándome entre quienes suscribirían, sin dudar
un segundo, la severa afirmación inicial de este artículo,
me permito insistir en una diferencia de criterio muy marcada
con las corrientes o tendencias pedagógicas más
difundidas en la Argentina en las últimas dos décadas,
aproximadamente. Porque esas corrientes, en general, salvando
escasas excepciones de unos pocos autores, investigadores
o profesores, se han embarcado de lleno en la difusión,
o en el seguimiento conceptual, o metodológico de doctrinas
pedagógicas vertidas de autores extranjeros, con olvido
casi absoluto de la existencia de una tradición pedagógica
nacional de alto valor.
Aclaremos
de inmediato: no se trata de caer en el absurdo de negar el
valor de los aportes foráneos. Primero porque ello
carece siempre de sentido en cualquier parte, en cualquier
momento y en cualquier tipo de actividad o estudio. Segundo,
porque la Argentina, en particular, es un país cuyos
orígenes culturales están todavía muy
cercanos a influencias foráneas; y tercero, porque
hoy, más que nunca, la interrelación cultural
y económica, es una necesidad y una realidad ineludible
en el mundo entero.
Lo que
condenamos es haber dejado de lado aquella tradición
pedagógica nacional, casi como si la Argentina tuviera
hoy que partir de cero en materia de doctrinas pedagógicas,
o de estructuras político-educativas, y casi como si
fuera necesario acudir a fuentes extrañas para los
estudios más elementales en cuestiones didácticas
u organizativas en materia escolar.
Por el
contrario, la Argentina elaboró, a partir de 1860 a
1870, aproximadamente, y hasta 1930 a 1940, también
aproximadamente, doctrinas, estructuras y fundamentaciones
pedagógicas y político-educativas de tan alto
nivel, que pueden resistir todavía ahora la comparación
con la de los países más adelantados del mundo.
Reivindicar
el valor de esta tradición, y enlazarlo, inteligentemente,
con los aportes y los avances de cualquier otro origen, podrá
ser, probablemente, un punto de partida fecundo para alcanzar
la transformación de un sistema educativo sobre cuya
calidad nos hemos expresado negativamente al comenzar este
artículo.
Apenas
puesta en marcha la ciclópea tarea de la Organización
Nacional, inmediatamente después de Caseros, aquella
generación destinada a empalmar con los hombres del
80, se lanzó de lleno a atender el problema educacional
de la República.
De ese
empeño y de su conjugación con un movimiento
universal de similares características, brotó,
en un lapso relativamente corto, no sólo un sistema
educativo de muy respetables virtudes, sino una suma de doctrinas
y estudios pedagógicos de muy buen nivel. Las principales
leyes educativas argentinas de fines del siglo pasado, referidas
esencialmente a fijar la obligatoriedad de la instrucción
elemental, y a montar los organismos de gobierno y de supervisión
escolar consiguientes, no sólo pueden igualarse con
las que por el mismo instante sancionaban los principales
países europeos, sino que aún, en algunos detalles
pedagógicos propiamente dichos, son claramente superiores.
Las referencias de la ley de la provincia de Buenos Aires
de 1875, o de la ley 1420, sancionada por el Congreso Nacional
en 1884, a la instalación de jardines de infantes,
por ejemplo, es una clara demostración de nuestro juicio.
Bastaron
pocos años de existencia de las escuelas normales –a
partir de 1870 como fecha simbólica, con el decreto
de creación de la Escuela Normal de Paraná–
para que desde el punto de vista didáctico y metodológico,
la escuela primaria argentina se contara entre las más
adelantadas.
Simultáneamente,
comenzó a difundirse una literatura pedagógica
originada en los primeros directores y orientadores de las
escuelas normales –José María Torres,
Adolfo van Gelderen– y luego en sus discípulos,
Rodolfo Senet, Alfredo J. Ferreira, Víctor Mercante,
Pablo Pizzurno, Valentín y Lino Mestroni, Ernesto Nelson,
José Rezzano, etcétera.
Gran
parte de esa obra está dispersa en revistas pedagógicas
o escolares, y espera aún la tarea de su recopilación
y análisis.
En la provincia de Buenos Aires la "Revista de Educación",
y en la Capital Federal el órgano del Consejo Nacional
de Educación, "El Monitor de la Educación
Común", durante muchas décadas, aportaron
orientaciones didácticas, fundamentaciones teóricas
y doctrinas político-educativas de alta calidad. Fueron,
antes que se inventara esta denominación, verdaderos
cursos de perfeccionamiento permanente para todos los maestros
de enseñanza primaria, y una especie de "sistema
de educación a distancia" cuando nadie soñaba
con una iniciativa así llamada.
En la
segunda publicación mencionada pueden encontrarse artículos
pedagógicos, orientaciones didácticas y estudios
o modelos de organización y administración escolar,
cuyo valor no ha cedido excesivamente con el correr de los
años. En gran medida pueden ser todavía consultadas
con provecho por los estudiantes y profesores de los establecimientos
de formación docente, y por los docentes mismos en
actividad.
Muchos
de los temas referidos, por ejemplo, a planificación
escolar o "a nivel de aula" y a especificaciones
de objetivos, pueden encontrarse en esas páginas. Sin
embargo, en nuestro país se procede en la actualidad,
como si la única bibliografía disponible fuera
la de más reciente aparición en torno de esos
temas, casi toda ella de origen extranjero. Se está
perdiendo la oportunidad de una síntesis que podría
ser muy fecunda.
Otro
detalle merece tenerse en cuenta. Bastante antes de finalizar
el siglo, la Argentina comenzó a disponer de libros
de texto para la enseñanza, redactados por autores
argentinos y editados en imprentas argentinas. Sobre este
punto y su significación como adelanto notable con
respecto a los restantes países de América Latina,
no se ha meditado aún suficientemente en nuestro país.
El movimiento
comenzó con los libros de lectura para la escuela primaria
y siguió –ya más avanzado el siglo actual–
con los textos de estudio de la escuela media. No es mérito
eso –tanto en el orden intelectual o científico,
como en el técnico y económico– que un
país como el nuestro haya visto comenzar esta centuria
disponiendo de este material enteramente salido de su propia
entraña, y que prácticamente la totalidad de
los egresados de la escuela media argentina actualmente vivos,
hayan utilizado casi enteramente, textos de autores y de editoriales
argentinos.
Pero
todo esto podría significar solamente una explosión
pueril o arrogante de chauvinismo, si se tratara de obras
o textos de modesta calidad. Algunos dictadores o demagogos
de ciertos países de escaso desarrollo cultural y económico,
han obligado al uso de obras de autores nativos, guiados por
esos sentimientos baratos y negativos, han condenado a su
pueblo a manejarse en las escuelas con textos rudimentarios,
de bajísima calidad material e intelectual.
El caso
argentino fue diferente: no se trató de un "proteccionismo"
de ningún tipo. Las editoriales argentinas, y los maestros
y los profesores argentinos, fueron lanzando al mercado obras
y textos que se impusieron por su notable calidad pedagógica,
por la modernidad y eficacia de su metodología, por
el alto nivel de sus contenidos científicos, y por
la dignidad de su estructura material, en todo lo referente
a papel, encuadernación, ilustraciones, etc.
Entre
tanto, los estudiosos de la Pedagogía o de los asuntos
educativos prosiguieron su labor. En 1914, se creó,
por inspiración de uno de los egresados de la Escuela
Normal de Paraná, la primera Facultad de Ciencias de
la Educación de América Latina, en la Universidad
Nacional de La Plata, hoy Facultad de Humanidades y Ciencias
de la Educación. Dio comienzo de tal manera, un movimiento
que habría de extenderse más tarde a otras universidades
nacionales, y gracias al cual, al acercarse la década
del 40, la Argentina contaba ya con un conjunto de especialistas
en asuntos educativos de formación universitaria, un
fenómeno cultural cerca del cual tampoco se ha reflexionado
todavía lo bastante.
En 1904,
por decreto del gobierno nacional, se puso en marcha un régimen
de formación de profesores para la enseñanza
media, novedad apenas practicada en la mayor parte de los
países europeos, donde la preparación pedagógica
para ese nivel de la escolaridad es, todavía hoy, apenas
un barniz superficial superpuesto a una muy severa –eso
sí– formación científica o académica
en cada rama del saber.
De tal
manera, el siglo actual vio a la Argentina dotada de un cuerpo
de profesionales docentes debidamente titulados para los niveles
pre-escolar, primario y medio del sistema escolar. Esto representó
en América Latina un avance extraordinario y por cuanto
hace la enseñanza media, una posición todavía
no alcanzada por algunos países europeos. No puede
dejar de señalarse, por ejemplo, y sin restar significación
en modo alguno a otras especialidades, que por cuanto hace
a idiomas extranjeros, el cuerpo profesional docente egresado
de los institutos especializados argentinos constituyó
–y constituye– un modelo de excelente nivel científico
y pedagógico. Los observadores extranjeros suelen quedarse
asombrados cuando conversan con nuestros profesores de idiomas,
por su excelencia idiomática y metodológica.
Hoy,
cuando el país reclama, y necesita una urgente transformación
del sistema educativo escolar, sería conveniente y
justo tener presente la riqueza en materia de doctrinas, tendencias,
orientaciones e iniciativas que duermen olvidadas en la trastienda
de nuestro ayer pedagógico. Porque, con seguridad,
si somos capaces de poner en marcha ese movimiento renovador
desde nuestra realidad, aprovechando cuanto sea factible de
aquella riqueza, los frutos serán mejores y más
fáciles. Con intención manifiesta, no hemos
querido a lo largo de este breve artículo citar textos,
autores o figuras –salvo unos pocos nombrados a manera
de figuras simbólicas– porque incurriríamos
seguramente en el pecado de omisión, de injusticia
valorativa o al menos de apresuramiento. El país espera,
además, la obra paciente y exhaustiva del estudio integral
de la tradición pedagógica nacional, pero mientras
esa labor se lleva a cabo –y nunca será bastante
cuanto se insista ante los centros académicos y universitarios
en tal sentido– es bueno refrescar para la opinión
en general que la Argentina cuenta con una valiosa tradición
pedagógica nacional, que puede y debe servirnos como
punto de partida para hacer, hoy, el sistema educativo que
exige el porvenir.
La escuela media hoy
Imágenes
Ducilo Nº 22.
Al comenzar
el siglo actual la Argentina contaba con 6.735 alumnos inscriptos
en establecimientos de segunda enseñanza. Hoy –según
datos oficiales para 1974– esa cifra alcanza a 1.197.
729. Obviamente, el crecimiento demográfico del país
no ha seguido, ni siquiera aproximadamente, esa misma curva
de crecimiento. Pues aquel número de alumnos se ha
multiplicado. Hablando en términos generales, casi
por 200 veces. Admitiendo una población a principios
de siglo de no más de cinco millones de habitantes,
la Argentina debiera contar con casi mil millones de personas.
La población, pues, se multiplicó cinco o en
todo caso seis veces. La matrícula de la enseñanza
media cerca de 200 veces. Esto muestra un fenómeno
de altísimo interés socio-cultural. En primer
término, desmiente rotundamente algunas afirmaciones
corrientes en los últimos años sobre una mezquina
intencionalidad "clasista" en la organización
político-educativa del país. En segundo lugar
permite señalar a la Argentina como una de las naciones
de mayor movilidad ascendente de los sectores sociales más
modestos que lograron ocupar en corto tiempo lugares destacados
en todos los terrenos de la vida nacional y –finalmente–
obliga a un replanteo profundo del sentido y ubicación
de la enseñanza media en el contexto de los sistemas
educativos contemporáneos.
La
escuela media universal
En los países de mayor desarrollo, la enseñanza
media está en vías de convertirse en un nivel
escolar de carácter universal. Es decir: así
como en el siglo pasado la política educativa se lanzó
a hacer realidad la escolaridad primaria para la totalidad
de la población, el siglo XX finalizará, sin
duda, con idéntico objetivo cumplido con respecto a
la escuela media. De hecho –o de derecho– ya ocurre
así en los Estados Unidos de América, y creemos,
también en la Unión Soviética. Los países
más adelantados de Europa están año tras
año más cerca de esa meta y prácticamente
no se discute en la actualidad la afirmación según
la cual una escolaridad general, común y obligatoria
de por lo menos nueve o diez años a partir de los cinco
o seis de edad es el ideal indispensable para atender los
requerimientos mínimos de la sociedad de nuestro tiempo.
En ello
reside el nudo del problema: ¿por qué –cabe
preguntar– se ha producido en todo el mundo una semejante
"explosión" de la matrícula en ese
nivel de la enseñanza? La respuesta es vasta, compleja
y no pretendemos agotarla ahora. Sólo señalaremos
un factor explicativo: las circunstancias culturales, políticas,
sociales y económicas derivadas de la revolución
industrial han provocado nuevas formas de vida en todos sus
órdenes, para las cuales es indispensable un mayor
nivel de formación general en capas cada vez más
extendidas de la población. Pero, además, esas
mismas circunstancias permiten que capas cada vez mayores
de la población puedan proseguir estudios hasta edades
más altas que antaño.
La
enseñanza media y el mundo del trabajo
Quisiera detenerme en un punto, pues en este artículo
ni puedo ni debo intentar analizar exhaustivamente un tema
tan complejo como el apuntado. La enseñanza media,
a principio de este siglo, tanto en la Argentina como en el
resto del mundo, se consideraba un ciclo cuya única
finalidad se encontraba en la prosecución de los estudios
universitarios o superiores. Sólo se inscribían
en la escuela media los niños cuyas familias presumían
la posibilidad de la vida universitaria ulterior. Lo contrario
hubiera sido una insensatez para la mentalidad de la época.
La realidad
actual es muy distinta. En nuestro país, al menos en
los centros urbanos, incluyendo los más pequeños,
las familias, hasta las de más modestas condiciones,
aspiran a obtener para sus hijos de ambos sexos –adviértase
también esa notable diferencia con época pasadas–
la conclusión del segundo nivel de enseñanza.
Comprenden –con razón, aunque probablemente muchas
de ellas no pudieran explicarlo satisfactoriamente–
que en el mundo contemporáneo, y mucho menos en el
porvenir inmediato, no tendrán lugar o al menos no
alcanzarán un lugar decoroso o satisfactorio, quienes
carezcan de ciertos mínimos formativos o de capacitación.
Esa actitud tiene su correlativo en las demandas del mundo
del trabajo contemporáneo: se acrecientan día
tras día los requerimientos de capacitación
profesional y de formación cultural general para tareas
que pocas décadas atrás desempeñaban
cómodamente personas con la sola escolaridad primaria.
La escuela media ya no es, pues, ni debe serlo, exclusivamente
un camino hacia la Universidad o hacia los estudios superiores.
Esa finalidad sigue siendo una parte de sus obligaciones pero
no la única ni debe ser la determinante de sus orientaciones
pedagógicas, es decir, de sus planes de estudio o de
sus modalidades organizativas internas. La escuela media de
nuestro tiempo es también la gran central orientadora
y distribuidora de la juventud hacia los caminos del trabajo
productivo y debe satisfacer esa doble necesidad de sus estudiantes
y de la sociedad.
Tendencias
contemporáneas de transformación
Quizá las breves líneas anteriores alcancen
a explicar la razón de un fenómeno contemporáneo
en casi toda Europa y en parte también en Estados Unidos:
la agitación inmensa, casi violenta, en torno de múltiples
y variados intentos de transformación de la escuela
media tradicional. En los hechos, pocos de esos esfuerzos
han logrado éxito y las reformas implantadas formalmente
no han alcanzado, en muchos casos, a alterar la realidad de
estructuras de viejo arraigo. Esto debe también comprenderse
a la luz de otra circunstancia: En Europa, la escuela media
reconoce una fuerza tradicional extraordinaria y cualquier
alteración sobre sus modalidades curriculares choca
con tendencias conservadoras sólidamente implantadas
y cuyos argumentos no son todos desdeñables.
A grandes
rasgos, las líneas centrales sobre las cuales se mueven
estas tendencias reformadoras son dos fundamentales. La primera
pretende obtener una mayor igualdad de oportunidades impidiendo
selecciones prematuras de los alumnos hacia unos u otros tipos
de carreras, pues, sostiénese, esas selecciones a temprana
edad se apoyan básicamente en condiciones económico-sociales
del núcleo familiar y no en las reales capacidades
de cada adolescente. Con lo cual, concluyen, las instituciones
escolares terminan convirtiéndose en sostenedoras de
esas estratificaciones sociales y no en agentes renovadores.
Como remedio suelen proponerse ciclos más prolongados
de carácter común y orientador, a fin de diferir
hasta cuando sea prácticamente posible las opciones
definitivas en materia de cursos de carácter académico
con apertura hacia los ámbitos universitarios o de
tipo práctico o profesional, con salida inmediata al
campo laboral.
La segunda
línea de transformación participa de la primera
en cuanto afirma la necesidad de otorgar una preparación
laboral de algún tipo a todos los estudiantes como
corolario de sus estudios medios. La segunda enseñanza,
dice esa tendencia, debe coincidir con la preparación
para el mundo del trabajo productivo –sin mengua de
sus finalidades académicas generales o de preparación
para los niveles superiores– por dos razones. Una de
ellas es que el mundo del trabajo contiene en sí mismo
elementos formativos generales –culturales y sociales–
de inestimable utilidad e inalcanzables fuera de él.
La segunda es que todo egresado de la escuela media debe estar
en condiciones de poder incorporarse –si lo desea o
lo necesita– a las estructuras productivas con un mínimo
de formación inicial que podría llamarse de
"semi-capacitación".
La
situación argentina
En nuestro país, estas tendencias se han hecho presente
no sólo por reflejo del pensamiento universal sino
inclusive por la obra de estudiosos argentinos que han analizado
esas mismas situaciones con originalidad y sin haber tomado
sus ideas allende nuestras fronteras. Inclusive, hay testimonios
de propuestas formuladas por destacadas figuras de la educación
y de la política, que en gran medida adelantaban iniciativas
todavía desconocidas en el resto del orbe. Lamentablemente,
múltiples circunstancias han demorado más de
la cuenta la urgente actualización de las estructuras
básicas de la segunda enseñanza en el país.
Hacer de ella un nivel escolar prácticamente universal,
con modalidades de polivalente y politécnico, es una
urgencia angustiosa para satisfacer las necesidades nacionales
hasta fines del siglo actual. Una escuela media abierta a
todos, que no fuerce opciones a edades excesivamente tempranas,
que oriente en su interioridad a los estudiantes mediante
planes flexibles y múltiples, que brinde una mínima
capacitación ocupacional –de ahí lo de
politécnico– a todos los egresados y simultáneamente
les deje abierta la posibilidad de cualquier estudio superior
–de ahí lo de polivalente– constituye una
meta indispensable de la política educativa argentina
actual.
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