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Publicados en el diario La Nación
La
educación y el país
Publicado
el 26 de marzo de 1975
Escuchamos
a menudo: "Todo es un problema de educación".
Por lo tanto, debe admitirse, bastaría mejorar, perfeccionar
la educación para que, aún a plazo mediato,
todo quedara arreglado. Bien. Admitamos el razonamiento prosigamos
con las consecuencias necesarias.
¿Quién
arreglará la educación? Porque es de suponer
que no se arreglará sola, ni por arte de algún
genio surgido de una nueva lámpara de Aladino, ni por
gracia de algún conjunto de personas especialmente
reclutadas a tal fin en algún extraño y perfecto
país. No cabe sino admitir la necesidad de que ese
maravilloso arreglo de "la educación" lo
alcancemos nosotros mismos. Concretamente: el país
debe obtener esa transformación. Quien dice el país
dice sus hombres, sus instituciones y –en fin–
su gobierno. En estos momentos, por ejemplo, la responsabilidad
principal al respecto desde el punto de vista del sistema
educativo escolar en todos sus niveles está en manos
de las autoridades, ya sean nacionales o provinciales.
Y
bien: habíamos partido de aceptar que los problemas
del país serían superados si lográbamos
esa perfecta educación añorada. Pero este objetivo
tiene que lograrlo el país, sumergido en aquellos problemas.
Dicho de otro modo: es un absurdo lógico y práctico
suponer que un país cuyas instituciones en general
y su gobierno en particular padecen tremendas deficiencias
esté en condiciones de transformar su sistema educativo.
De una sociedad enferma no es posible obtener buena descendencia.
Por lo tanto, insistir con la frase remanida de que todo es
un problema de educación, como si mediante un milagroso
toque de varita mágica en nuestras escuelas y universidades
y en todos los órdenes educativos pudiera comenzar
a vivirse una especie de paraíso terrenal de donde
surgirían hombres y mujeres listos para arreglar en
corto tiempo todas las dificultades y problemas actuales,
es una actitud pueril, ingenua o fruto de una profunda confusión.
El
concepto anterior puede ejemplificarse por cuanto hace a los
educadores propiamente dichos, o educadores profesionales.
"¡Logremos una buena educación de los niños
y de los jóvenes y todo lo demás se resolverá
por añadidura!" suele clamarse. Bien. Pero: ¿quién
los educará? ¿De dónde reclutaremos este
ejército inmenso de maestros y profesores y aún
de padres de óptimas condiciones morales y de excelente
capacidad pedagógica y científica para educar
a las nuevas generaciones? Sólo podremos reclutarlos
de la realidad social en la cual nos encontramos. Por lo tanto,
se tratará de seres humanos cuyas características,
modos de conducta social, actitudes vitales y posibilidades
reales de labor serán las mismas que las del resto
de la sociedad.
Es
ingenuo suponer que lograremos transformar ciertas actitudes
mentales o ciertas conductas colectivas o ciertos comportamientos
negativos por vía de la educación porque quienes
educan son sencillamente miembros de una sociedad caracterizada
por esos comportamientos, actitudes y conductas.
Esta
confusión es la que nos ha llevado a estrellarnos repetidamente
–lo seguimos haciendo con la misma impasibilidad del
pez que se estrella en su pecera contra el vidrio, vez tras
vez, vuelta tras vuelta, sin aprender nunca la lección–
mediante la introducción de materias escolares para
mejorar o cambiar la formación cívica o moral
del pueblo. La educación cívica o moral –debiéramos
saberlo ya– es fruto de la vida y no de la escuela.
Es fruto de la acción de los partidos políticos
y de sus dirigentes. Es obra de los gobiernos y no de los
maestros. Y los padres que dan a sus hijos lecciones retóricas
sobre comportamiento cívico o social pero ejemplifican
vitalmente lo contrario, podrían comprobar por experiencia
propia cómo la educación es un asunto de vida
y no de lecciones.
No
es verdad que alcanzaremos madurez y dignidad cívica
por vía de la educación, si entendemos que esta
es la obra de las escuelas o de las lecciones formalistas
y retóricas. La madurez y la dignidad cívica
las alcanzaremos cuando los hombres y las mujeres adultos
querramos, sepamos y podamos comportarnos como ciudadanos
con dignidad y madurez cívica. Cuando los gobiernos
custodien y practiquen esos valores y los dirigentes políticos
no los olviden tras las apetencias del poder. Entonces, quizá,
la educación será válida para esa ansiada
regeneración cívica y moral; pero será
la educación brindada por la sociedad entera, en sus
formas de vivir de actuar en cada día, en cada instante,
por parte de todos sus hombres, sus funcionarios, sus empleados
públicos, sus trabajadores en cada humilde o jerarquizado
menester y sus gobernantes en la totalidad de las esferas
oficiales.
Es
inútil, entretanto, refugiarnos en una cómoda
vía de escape hacia la educación escolarmente
entendida, mientras acontecimientos cotidianos de todos los
niveles de significación contradicen la eticidad de
las conductas de los funcionarios o la dignidad de las normas
republicanas. Un país que haya caído en estos
problemas no puede suponer que podrá educar a sus hijos
en una senda de perfección. Hay que comenzar a atacar
el mal en la misma sociedad, en sus instituciones, en su funcionamiento
cotidiano, en su gobierno. Entonces, y sólo entonces,
tendremos oportunidad de lograr una mejor educación
para quienes sucederán a las generaciones adultas de
hoy.
|
Educar,
o hacer política
Publicado
el 18 de abril de 1975
Desde hace largos años se da en nuestro país
una equivocada actitud mental, en la cual caen, extrañamente,
aún personas de alta capacidad intelectual y de aguda
comprensión de los fenómenos políticos
y sociales. Esa actitud consiste en trasladar al plano de
los problemas educativos –incluyendo los de carácter
universitario– el mito de la historieta del "súper-ratón"
o del súper-man", para decirlo en el idioma con
el cual se ha universalizado un personaje famoso.
En
esas historietas la trama es siempre la misma, y muy simple.
Durante la casi totalidad de su desarrollo, mil y una catástrofes
o calamidades, por obra de la naturaleza o de personajes siniestros
y malvados, caen sobre alguna persona, familia o ciudad. Cuando
la tragedia está a punto de culminar y las víctimas
parecen condenadas irremediablemente, aparece el "súper-ratón"
y en contados instantes –abarcadores apenas de una fracción
insignificante del tiempo o del espacio gráfico empleado
en el desarrollo argumental previo– trastrueca la situación,
pone en fuga o derrota a las fuerzas del mal, restaura las
ruinas, rescata a quienes padecían toda clase de problemas
y desaparece dejando tras de sí –aparentemente
para siempre– una estela de paz y felicidad. Este esquema,
a pesar de su puerilidad e ingenuidad extrema, es el que solemos
escuchar aplicado, casi cotidianamente sin embargo, a la problemática
educativa nacional.
Frente
al complejo panorama de dificultades pedagógicas, laborales
y financieras del sistema educativo argentino, presentes desde
el jardín de infantes hasta el último escalón
universitario, cuyos orígenes se remontan desde muy
atrás en el tiempo y cuyas características se
enlazan con el resto de las dificultades en todos los órdenes
de la vida nacional, suele escucharse a cada instante, como
propuesta salvadora, el reclamo por el nombramiento del "gran"
ministro de Educación. Supónese, con el mismo
infantilismo de los pequeños lectores o teleespectadores
de la citada historieta, que bastará encontrar ese
gran ministro, ese excelente, capaz, honesto, entendido educador
o pedagogo, para que en un plazo relativamente corto los problemas
de la educación en el país comiencen a solucionarse
o al menos a mejorar sensiblemente.
Se
trata, pues, según parece, de encontrar el "súper-ministro".
Entonces, a breve lapso, la situación universitaria
en todo el país habrá cambiado: no habrá
desórdenes, habrá espacio en las aulas y elementos
en los laboratorios, el personal no docente verá satisfechos
sus reclamos laborales, los profesores tendrán asegurada
su estabilidad, los concursos se habrán realizado correcta
y rápidamente, estará superado el problema del
ingreso, cada casa de altos estudios tendrá el presupuesto
requerido y las organizaciones estudiantiles habrán
dejado de lado sus intenciones partidistas para estimular
en cambio a los alumnos al trabajo académico serio
y regular. En la escuela media se habrán renovado los
programas y los planes que llevan medio siglo de atraso sin
que los profesores afectados por las reformas hayan planteado
ninguna protesta. Los docentes de todos los niveles tendrán
salarios adecuados a la jerarquía de su función
sin que ello provoque dificultades en el presupuesto ni estampidas
inflacionarias y se habrá organizado un régimen
de jubilaciones apropiado a la naturaleza de sus funciones.
Por supuesto, está en marcha además un enérgico
plan de construcciones escolares –son cientos de miles
de edificios en todo el país los que necesitamos dentro
del sistema actual– y de equipamiento didáctico.
Finalmente, se habrá encontrado el medio millón
de personas –aproximadamente– de óptimas
condiciones morales, cívicas, pedagógicas y
científicas; de intachables actitudes y formas de vida
y de comportamiento para desenvolverse como docentes, directivos,
supervisores y conductores del sistema educativo. Inclusive,
se habrán logrado soluciones convenientes al viejo
problema de la confusión, choque y superposición
de jurisdicciones entre la Nación y las provincias,
cuestión que arranca desde la sanción de nuestra
Carta Magna y que hasta hoy no ha hecho sino complicarse cada
día más.
El
idílico panorama descripto es, apenas, una síntesis
apretadísima, al correr de la pluma, de cuanto tendría
que alcanzar este "súper-ministro" de Educación
en el cual tantos compatriotas, a lo largo de los últimos
lustros, siguen poniendo ingenuamente sus esperanzas.
Un
pedido sensato
El sentido común exige otras cosas. Pídase –a
fin de comenzar a corregir el error señalado–
un excelente ministro de Educación dentro de un excelente
gabinete, como parte de un buen gobierno. Enmárquese
luego su labor en una acción política integral
bien concebida y mejor ejecutada en lo económico, en
lo social, en lo institucional. Entonces quizá ese
excelente ministro podrá comenzar a poner algo de orden
y de eficacia en nuestro maltrecho sistema educativo. Pídase
que funcionen bien en el país los teléfonos,
los ferrocarriles, los subterráneos, las oficinas públicas,
la atención para el pago de impuestos y servicios;
pídase que se cumplan las ordenanzas municipales que
regulan la convivencia civilizada en los centros urbanos;
que las fuerzas policiales recobren su capacidad para asegurar
la protección de vidas y bienes; que las actividades
productivas se desenvuelvan con seguridad y con capacidad
de rendimiento para el bien común. Y junto con eso
pídase también –pero sólo entonces–
que el sistema educativo escolar cumpla su misión especialísima
singular y fundamental para el destino de la Nación.
Suponer
que podrá lograrse esto último en forma aislada
y como motor primero de la marcha general de la sociedad es
un error capital o una actitud de huida ante la realidad.
La
única solución
Pero, entonces, ¿no hay remedio? Sí lo hay.
Pero no se halla en "la educación" si por
tal cosa entendemos el sistema educativo en su conjunto, o
el Ministerio de Educación de la Nación y sus
similares provinciales, o la acción educativa formalista,
y retórica sobre las jóvenes generaciones. La
solución consiste en entablar sin demoras una lucha
decidida para la transformación y perfeccionamiento
cívico y moral del país en su totalidad, es
decir, de la sociedad adulta, de las instituciones de todo
tipo, incluyendo las del Estado en todos sus niveles y jurisdicciones.
Es el país el que está enfermo y un país
enfermo no puede brindar buena educación a las generaciones
jóvenes. Hay que actuar sobre el país y luego
este podrá ofrecer a sus hijos de menor edad la educación
conveniente. Porque no se trata de un asunto de escuelas o
de universidades o de padres brindando honestas lecciones
a sus hijos en la mesa familiar: se trata de lograr un país
en condiciones materiales aptas para cubrir las exigencias
de un sistema educativo adecuado al actual momento histórico,
un país cuyas instituciones privadas y públicas
funcionen según principios éticos y con un alto
grado de eficiencia en la obra de cada jornada. La solución,
en síntesis, es política. El remedio está
en la acción política que los hombres y mujeres
adultos del país deben comenzar urgentemente para contar
con un país, con un gobierno, con unas instituciones
y con unas formas y actitudes de vida que respondan a ideales
de dignidad, de libertad, y de decoro.
Seguir
diciendo: "todo es un problema de educación"
y creer que la solución a nuestras dificultades actuales
llegará mágicamente por la vía escolar,
es pecar de ingenuidad o caer en confusión. Sólo
tendría sentido esa expresión si admitiéramos
que "la educación" es, en todo caso, la tarea
última de la política. Pero, entonces, pongamos
las cosas en claro: el problema es político. "Todo"
es un problema de política.
Podemos,
claro está, insistir en negarlo o insistir en dejar
de lado la advertencia. Los resultados están a la vista
y no harán sino acentuarse. |
La
universidad de masas
Publicado
el 7 de marzo de 1976
En 1939 –estaba por comenzar la segunda guerra mundial–
la Argentina contaba, aproximadamente con trece millones de
habitantes. Uno, por cada cuatrocientos, concurría
a las aulas universitarias. Un total de 30.669 alumnos estudiaba
en las seis universidades nacionales de ese momento, las únicas
existentes, por otra parte, pues no funcionaban casas de altos
estudios privadas ni provinciales. Han transcurrido treinta
y seis años. La población del país apenas
si se ha multiplicado por dos. Los datos aproximados de 1975
señalan alrededor de veinticinco millones de habitantes,
lo cual revela un índice de crecimiento demográfico
excepcionalmente bajo –junto con el Uruguay, el más
bajo– en toda América Latina. Sin embargo, la
cantidad de estudiantes universitarios se ha multiplicado
por quince: de acuerdo con datos oficiales, en 1975 había
en la Argentina más de quinientos mil alumnos inscriptos
en las veinticinco universidades nacionales en funcionamiento.
(No se computa todavía la Universidad Nacional del
Centro, con la cual el número alcanza ya a veintiséis).
A esa cifra debiera agregarse poco más de cincuenta
mil alumnos estudiando en universidades privadas debidamente
reconocidas. O sea: en treinta y seis años la proporción
de estudiantes universitarios con respecto a la población
total pasó de uno sobre cuatrocientos a uno sobre cuarenta
y ocho.
Si
el país hubiera crecido demográficamente en
la misma medida en que lo ha hecho la matrícula universitaria,
pasaríamos hoy los 180 millones de habitantes. La universidad
argentina se ha convertido en una universidad de masas. Esto
no es un juicio de valor: es un hecho. La política
educativa, la pedagogía y la universidad misma deben
tomar conciencia de la nueva situación y afrontarla.
Del
lejano ayer a la realidad actual
Las instituciones universitarias nacieron en los albores de
la Edad Moderna. A lo largo de los siglos XIII al XV o XVI
surgieron y se desarrollaron estas casas de estudios superiores
que constituyeron luego el centro del intelecto consagrado
a la docencia, a la investigación, a la difusión
del saber, a la preparación de los cuadros profesionales.
Fueron siempre organismos dedicados a trabajar con grupos
reducidos, con minorías pequeñísimas
si se toman cifras porcentuales con respecto a la totalidad
de las poblaciones. Baste recordar la circunstancia de que
hasta mediados del siglo XIX ni siguiera se había logrado
hacer realidad el ideal de la alfabetización universal
y que fue necesario esperar el término de esa centuria
y aún el principio de la actual para verlo alcanzado
–en líneas generales– en los países
más adelantados de Europa o de América. Cuando
se sanciona en la Argentina nuestra primera ley universitaria,
en 1885, sólo contábamos con dos universidades
nacionales: Córdoba y Buenos Aires. En 1905 se nacionaliza
la Universidad de la Plata y después se agregan las
de Tucumán, Litoral y Cuyo. Pero el conjunto de estudiantes
representaba, siempre, una proporción pequeña
con respecto a la población. Idéntica situación
se vivía en el mundo entero.
Después
de la segunda guerra mundial se asiste al fenómeno
que se ha dado en llamar la "explosión escolar".
Es el crecimiento extraordinario, en lapsos muy reducidos,
de la matrícula estudiantil en todos los niveles y
modalidades del sistema escolar. Afecta especialmente a la
enseñanza media y a la superior. La escuela secundaria,
ya sea de carácter general o con orientaciones profesionales,
tiende a convertirse en universal en muchos países
y de hecho o de derecho ya ha alcanzado ese carácter
en Estados Unidos, en la Unión Soviética y en
los principales países europeos y va por ese rumbo
en otros muchos.
Los
estudios universitarios, sin llegar a ese punto, dejan de
ser propios de grupos minoritarios y se expanden continuamente.
Aquellas instituciones nacidas al fin del Medioevo, aún
conservando en gran medida sus caracteres pedagógicos
y organizativos originarios, se transforman por la fuerza
de los hechos en algo diferente. Deben satisfacer nuevas necesidades,
propias de una sociedad profundamente diferente de la que
las vio nacer y atender demandas multitudinarias. El cambio
ha sido excesivamente brusco, es decir, excesivamente rápido.
Como consecuencia, la universidad se debate en medio de dificultades
y problemas crecientes y no atina a encontrar el cauce para
responder a las circunstancias actuales.
Necesidades
verdaderas y errores
La sociedad contemporánea requiere, en efecto, un número
mucho mayor que antaño de personas cultural y técnicamente
capacitadas hasta los más altos niveles. La complejidad
cultural de la vida en nuestro tiempo exige una formación
intelectual general en toda la población muy superior
a la que se necesitaba apenas cuatro o cinco décadas
atrás, y ni qué decir con respecto a un siglo
atrás. Pero, además, para desenvolverse en las
actividades del actual campo ocupacional es indispensable
contar con recursos humanos de altos niveles formativos. Es
un lugar común ya para todos los estudiosos de los
problemas actuales del campo empresario, económico
o laboral señalar cómo van disminuyendo los
planteles del personal de escasa o de ninguna capacitación
o especialización y cómo se incrementan –porcentualmente–
los recursos humanos de alta calificación.
Hacen
falta también más profesionales universitarios.
En todos los ámbitos de la realidad se advierte ese
fenómeno, salvo en algunos rubros, como la abogacía,
por ejemplo, en ciertos países, o la arquitectura por
motivos muy particulares en el caso argentino o algunas especialidades,
"sui generis" como psicología o sociología.
Pero, en general, se advierte cómo la sociedad de nuestro
tiempo requiere la presencia de profesionales universitarios
para el desenvolvimiento adecuado de una gran cantidad de
funciones que, a principios de siglo, podían ser desempeñadas
por personal de mucha menor calificación.
A su vez, cada una de esas profesiones universitarias ha ido
desarrollando una gran cantidad de funciones complementarias
o auxiliares que también requieren formación
de tipo superior. No siempre se trata de carreras universitarias
"completas" o "tradicionales" o "mayores",
pero siempre son formaciones de nivel más alto que
la simple enseñanza media. Las profesiones auxiliares
de la medicina son el mejor ejemplo y en la ingeniería
–o dentro de ese vasto campo así llamado con
tanta imprecisión y vaguedad– el fenómeno
es asimismo notorio, aunque allí no se ha llegado todavía
a perfilar el carácter o las denominaciones de esas
tareas o profesiones auxiliares o intermedias. Lo cual, probablemente,
constituya una de las mayores dificultades del campo de la
ingeniería en la actualidad.
Sin
embargo, se da también otra circunstancia para explicar
el aumento notable de la matrícula universitaria. Lo
anterior señala las razones que podríamos llamar
reales o valederas. Hay otras que derivan de ciertos errores
o conceptos tradicionalmente arraigados en la sociedad.
Una
gran mayoría de la población considera a la
universidad como el principal o quizá el único
factor posible de elevación social, económica,
cultural. Concluida la escuela media, suele creerse que los
estudios universitarios son la única o la principal
vía de acceso a un porvenir brillante. La aspiración
a proseguir estudios universitarios se confunde con los deseos
de superación social o económica y la juventud
y sus familias suelen creer que cualquier otro camino significa,
de algún modo, la aceptación inicial de una
especie de "capitis diminutio" para el resto de
la existencia. El viejo drama de Florencio Sánchez,
"M'hijo el dotor", sigue teniendo extraña
validez en la Argentina de 1975 y en muchos otros países
y explica todavía muchos fenómenos. La posesión
de un título, de un diploma universitario, sigue siendo
considerada en gran medida como el "sésamo ábrete"
para el futuro.
Esa
concepción –naturalmente ayudada por otra comprensible
equivocación: la de suponer que todos están
capacitados para proseguir estudios universitarios porque
hayan concluido la escuela media– se encuentra apoyada
en un gravísimo error de la política educativa
contemporánea. Es el resultado de no haber advertido
a tiempo las nuevas necesidades en esa materia y haber mantenido
hasta hoy inconmovidas las estructuras educativas nacidas
en otro momento histórico. Porque las actuales estructuras
educativas argentinas –en buena medida el problema se
repite en muchos otros países– no prevén
salidas u orientaciones de capacitación, de estudio,
de perfeccionamiento, ulteriores a la escuela media y diferentes
de la universidad propiamente dicha.
Perspectivas
para el siglo XXI
El hecho, incontrovertible, es que nos encontramos frente
a una universidad de masas, es decir, con poblaciones estudiantiles
cada vez más numerosas y porcentualmente cada vez mayores
con respecto a la población total del país.
Este fenómeno, aún cuando quizá siga
un ritmo algo menor que el de los últimos cinco años
–lapso durante el cual ciertas causas de orden transitorio
lo exacerbaron– no hará sino continuar en los
lustros próximos. En estos momentos, en la Argentina,
el 2% de su población está inscripta en las
aulas universitarias. En 1940 sólo cursaba estudios
universitarios el 0,25% de la población total del país.
Aún cuando la curva de crecimiento mantenida hasta
hoy sea considerablemente menor en el futuro –y habría
razones para no aceptarlo así– no parece aventurado
suponer que, salvo fenómenos sociales, políticos
o económicos imprevisibles, en nuestro país
llegaremos al año 2000 con cerca del 10% de la población
siguiendo estudios post-secundarios. Para una población
estimada en 35 millones de habitantes esto representará
una matrícula de más de tres millones de estudiantes.
No hay ninguna posibilidad de atender esa población
estudiantil dentro del actual ordenamiento del sistema universitario.
No hay perspectivas de hacerlo ni desde el punto de vista
económico ni desde el punto de vista académico
o pedagógico.
La
única solución consiste en un enérgico
y audaz replanteo de la organización escolar integral
del país, abarcando la totalidad de su sistema educativo,
desde la enseñanza primaria hasta los más altos
escalones de la enseñanza superior.
Limitándonos,
ahora, al campo universitario propiamente dicho, entendemos
indispensable admitir que ese ámbito deberá
diferenciar en el futuro dos niveles. Uno de ellos será
un ciclo llamado inicial, inferior, básico o intermedio.
Estas dos últimas denominaciones, por razones psico-sociales,
serán quizá las más convenientes.
Tendrá
una duración de dos a cuatro años aproximadamente,
según las diversas carreras u orientaciones y brindará
títulos, diplomas, certificados y licencias académicas
y profesionales aptos para desenvolverse en múltiples
y variadas actividades. Para estos graduados, sin plantear
exigencias formales superiores, la Universidad deberá
organizar sus modalidades de educación continua o permanente
con el objeto de permitirles, en combinación con las
estructuras del mundo laboral, mantener el necesario ritmo
de perfeccionamiento, reconversiones y readaptaciones indispensables.
El segundo ciclo universitario, de tres a cinco años
de duración según cada carrera u orientación,
sobre la base del anterior cursado como escalón previo
obligatorio, corresponderá aproximadamente a las actuales
carreras, títulos, licencias y certificados académicos
y profesionales de carácter tradicional. No necesitarán
dictarse en todas las universidades sino solamente en un porcentaje
reducido de la totalidad de las casas de estudio de esa denominación
en el país y esos cursos seguramente, concentrarán
porcentajes reducidos de la población, no tanto como
los que concurrían a las universidades a fines del
siglo anterior, pero sin duda mucho menores que la concurrencia
masiva que a fines del actual de un modo u otro pretenderá,
con razón y con derecho, cursar estudios superiores
al término de la escuela media.
En
caso contrario, la universidad continuará debatiéndose
en cualquiera de los dos errores básicos en los cuales,
alternativamente, insiste: o abrir demagógicamente
sus puertas a una masa desorientada y confundida disminuyendo
luego hasta límites inadmisibles su jerarquía
académica y profesional y alentando legiones de frustrados
y resentidos sociales, o limitar arbitrariamente el acceso
a sus aulas sin brindar satisfacción ni explicación
alguna a quienes legítimamente aspiran a encontrar
su lugar en la sociedad con lo cual, por otra vía,
provoca el mismo efecto anterior.
UNIVERSIDADES NACIONALES: ALUMNOS
| Universidad
Año |
1939 |
1948 |
1958 |
1968 |
1973 |
1974 |
1975 |
| |
|
|
|
|
|
|
|
| Buenos
Aires |
13.905 |
24.531 |
59.901 |
79.640 |
119.421 |
178.888 |
216.595 |
| Catamarca |
|
|
|
|
|
915 |
944 |
| Comahue |
|
|
|
|
2.079 |
2.419 |
3.236 |
| Córdoba |
3.847 |
6.452 |
16.855 |
26.850 |
42.379 |
55.001 |
60.000 |
| Cuyo |
515 |
1.611 |
4.489 |
5.857 |
5.435 |
8.188 |
8.951 |
| Entre
Ríos |
|
|
|
|
|
1.337 |
1.923 |
| Jujuy |
|
|
|
|
|
748 |
1.068 |
| La
Pampa |
|
|
|
|
1.505 |
1.963 |
2.563 |
| La
Patagonia |
|
|
|
|
|
|
995 |
| La
Plata |
4.495 |
13.106 |
20.303 |
28.511 |
53.977 |
65.147 |
55.863 |
| Litoral |
6.862 |
9.333 |
20.430 |
6.208 |
11.864 |
12.258 |
16.598 |
| L.
de Zamora |
|
|
|
|
2.122 |
3.957 |
3.948 |
| Luján |
|
|
|
|
670 |
2.000 |
2.500 |
| Misiones |
|
|
|
|
|
1.050 |
2.800 |
| Nordeste |
|
|
2.587 |
6.269 |
14.864 |
19.220 |
23.421 |
| Río
Cuarto |
|
|
|
|
2.471 |
3.500 |
3.889 |
| Rosario |
|
|
|
15.974 |
20.712 |
22.402 |
29.403 |
| Salta |
|
|
|
|
2.630 |
4.067 |
4.598 |
| San
Juan |
|
|
|
|
4.423 |
5.612 |
5.383 |
| San
Luis |
|
|
|
|
1.517 |
2.168 |
2.673 |
| Sgo.
del Estero |
|
|
|
|
|
|
925 |
| Sur |
|
|
3.000 |
4.428 |
7.922 |
6.600 |
10.369 |
| Tecnológica |
|
|
2.101 |
8.345 |
27.694 |
33.100 |
32.535 |
| Tucumán |
745 |
1.043 |
6.007 |
9.398 |
17.380 |
18.445 |
20.018 |
| Mar
del Plata |
|
|
|
|
|
|
656 |
| Total |
30.369 |
56.436 |
137.773 |
191.480 |
339.065 |
448.985 |
517.544 |
Nota:
Entre
el folleto citado con el número 5 y los volúmenes
anteriores se han encontrado algunas diferencias importantes
en las cifras de los totales de alumnos universitarios y los
parciales de algunas universidades, en especial con respecto
a la de Buenos Aires en los años 1973, 1974 y 1975.
Pero, de todos modos, esas diferencias, aún cuando
de su verificación resultan exactas las cifras menores
no alteran las conclusiones conceptuales sobre las cuales
se basa la argumentación del artículo. En todo
caso, y precisamente por prudencia, se han manejado cifras
aproximadas que permitirían mantener esas conclusiones
aún cuando debieran disminuirse los datos aportados
por el folleto de la Subsecretaría de Asuntos Universitarios.
Así, por ejemplo, este folleto habla de 517.000 alumnos
universitarios en 1975 solamente para las universidades nacionales.
Pero el volumen anterior, del Departamento de Estadística
de la Subsecretaría de Educación, menciona para
1974, 395.000 alumnos en universidades nacionales y 52.000
para universidades privadas, lo cual significa para ese año
casi 450.000 y permitiría admitir como muy cercana
a la realidad una cantidad total de medio millón de
estudiantes universitarios para 1975 aún cuando aquella
cifra de 517.000 resultara sobrestimada. Estas diferencias
deben tener su origen, presumiblemente, en las anormales circunstancias
vividas por las universidades nacionales a raíz del
ingreso indiscriminado de 1974. En otros años se advierten
diferencias porque las cifras brindadas a los organismos centrales
del Ministerio fueron rectificadas por censos universitarios
cuyos resultados fueron dados cuando las primeras ya estaban
publicadas por aquellos organismos. De todos modos, repetimos,
los conceptos básicos manejados en este artículo
mantienen su validez a despecho de estas precisiones estadísticas.
Fuentes
estadísticas utilizadas
Para
preparar el cuadro incluido en este artículo se han
utilizado las siguientes fuentes:
1)
Estadística. Año 1948 y estadística retrospectiva
1939-1948.
Ministerio de Educación de la Nación. Dirección
de Biblioteca e Información Educativa. División
Estadística. Parera 55, Buenos Aires - 1952.
2)
Argentina. La Educación en cifras. 1958/1967.
Secretaría de Estado de Cultura y Educación.
Departamento de Estadística Educativa. Buenos Aires
- Paraguay 1657.
3)
Estadísticas de la Educación 1965-1974
Ministerio de Cultura y Educación. Departamento de
Estadística Educativa.
Avda. Eduardo E. Madero 235 - 1er. piso.
4)
Estadísticas de las Estadísticas. 1974.
Ministerio de Cultura y Educación. Departamento de
Estadística Educativa.
Avda. E. Madero 235 - 1er. piso.
5)
Universidades Nacionales. Alumnos. Nuevos inscriptos. Egresados.
(Informe preliminar).
Ministerio de Cultura y Educación. Subsecretaría
de Asuntos Universitarios. Estadística. Documentación
e imprenta.
Avda. E. Madero 235 - 5º piso - Bs. As., mayo de 1975.
|
La
peor consecuencia
Publicado
el 19 de mayo de 1976
Los sistemas educativos y los círculos pedagógicos
padecen desde hace varios lustros –en nuestro país
y en muchos otros– dos graves males. Uno es la penetración
de ideologías disolventes de los más altos principios
de nuestra civilización. Mediante espaciosas argumentaciones,
aptas en primer término para aprovechar demagógica
e inmisericordemente las crisis de rebeldía y de angustia
de adolescentes y jóvenes, esas ideologías socavan
los conceptos sobre los cuales se asientan los procesos educativos,
enfrentando como opuestos los que no son sino elementos necesariamente
conjugados: libertad-autoridad, educador-educando, tradición-renovación.
El
segundo mal consiste en el afán de numerosos personajes
o grupos de menguado relieve académico y casi siempre
de escasos fundamentos intelectuales por apropiarse de las
novedades o las propuestas didácticas o pedagógicas
para explotarlas inescrupulosamente, a menudo con afanes de
notoriedad personal, con vistas a alcanzar famas, lauros,
cargos o beneficios materiales, sin importarles ni de la verdad
de aquellas novedades o doctrinas, ni de las exigencias metodológicas
previas ineludibles y ni siquiera del desprestigio que sus
apuros o intereses pueden ocasionar a una buena iniciativa,
a una buena propuesta, a un prometedor ensayo.
Ambos
males terminan en una misma consecuencia, verdaderamente penosa.
Consiste en estropear las posibilidades de un adelanto serio
en las ciencias de la educación, en deteriorar la jerarquía
de los estudios pedagógicos, en impedir transformaciones
fecundas.
En
nuestro país, concretamente en los últimos años,
so pretexto de renovaciones pedagógicas se cometieron
desmanes administrativos y docentes en muchos establecimientos
de enseñanza media y superior. Bajo la máscara
de un "progresismo" educativo se pretendió
captar demagógicamente a la juventud. Aparentando preocuparse
por sus necesidades y por sus conflictos se concedieron o
se toleraron actitudes y situaciones improcedentes y negativas
para los fines auténticos de esos establecimientos.
A menudo quienes cultivaban esa labor con intenciones ideológicas
ocultas –aunque definidas– resultaban acompañados
por espíritus ingenuos o por sectores interesados en
sentar fama de avanzados. No pocos docentes o directivos dejaron
hacer simplemente por comodidad, o por ineptitud intelectual,
o por timidez –a veces por cobardía–, o
finalmente por la esperanza de tomar parte en las migajas
del festín prometido en forma de cargos, títulos
y honores por discernir a estas "nuevas" formas
educativas.
Todo
esto ha constituido –constituye– un mal gravísimo.
La
reacción equivocada
Sin embargo, provoca una consecuencia mucho más grave.
A nuestro juicio la peor de todas las posibles.
Consiste
en suscitar, como reacción, el odio irracional o el
rechazo indiscriminado hacia todas las formas de renovación
educativa, hacia todas las iniciativas de nuestros días
en asuntos pedagógicos, hacia cualquier propuesta de
modernización o transformación del sistema educativo.
Lleva a reivindicar por la sola razón de su antigüedad
el valor absoluto de todas las estructuras tradicionales de
ese sistema o de cualquier metodología usada antaño,
olvidando inclusive que gran parte de las pretendidas renovaciones
tienen también ellas respetable antigüedad o no
son sino nuevos nombres para asuntos bien conocidos. Conduce
a negar siquiera la posibilidad del examen crítico
de cualquier novedad; a condenar en bloque como subversivo
o erróneo cuanto contradiga las tradiciones pedagógicas
del ayer.
En
una palabra: la más nefasta consecuencia de aquellos
dos males presentes en los ambientes pedagógicos de
nuestros días es arrastrarnos a una reacción
negativa y empecinada.
De
tal forma se llega al absurdo conceptual de señalar
la existencia de "el método tradicional"
y "el método progresista" en la educación
como si tal antinomia tuviera un adarme de sentido. Pues nadie
con un mínimo de formación pedagógica
puede admitir la existencia de tales dos métodos como
únicos, definidos, tipificados y, además, absolutamente
opuestos y contradictorios o excluyentes. Quienquiera que
parta de esa arbitraria antinomia llegará obligadamente
a groseros errores conceptuales y calificaciones o valoraciones
inconsistentes.
La
consecuencia peor, en efecto, es caer en una reacción
infundada y estéril, alabando como valioso en forma
indiscriminada cuanto se oponga a las tendencias o propuestas
de renovación o de modificación, aún
cuando de tal manera se alabe también a errores o a
posiciones inaceptables.
Es
la peor de las consecuencias posibles, decimos, porque de
tal guisa se impide la evolución histórica y
el progreso indispensable en un terreno esencial para el adelanto
y la evolución de las sociedades. Porque como resultado,
los adolescentes y los jóvenes caen mucho más
fácilmente en la trampa tendida y al advertir la reacción
equivocada e injusta que pretende negar todo avance, se vuelcan
despechados en manos de demagogos y prometedores de paraísos.
La
situación actual
El sistema educativo argentino padece una situación
de notorio retraso en sus estructuras básicas y en
sus características pedagógicas principales.
Sus planes, programas, metodologías en general, sistemas
de evaluación y de promoción y aún sus
organismos de gobierno y de conducción técnica
requieren urgentemente una profunda transformación.
Hay propuestas inteligentemente lanzadas, hay un acervo de
fundamentos psico-pedagógicos y político-educativos
digno de ser ensayado, analizado, meditado. No nos dejemos
confundir por el mal uso y el abuso de la mayor parte de esas
novedades. Evitemos caer a su respecto en una posición
de cruda reacción negativista. La inteligencia ha sido
dada al hombre entre otros fines para distinguir la paja del
grano. Separemos con decisión y con valentía
a los aprovechadores de novedades, a quienes las explotan
como proselitismo personal de cualquier tipo, a quienes las
utilizan, deformadas y bastardeadas, para sus apetencias ideológicas
y subversivas.
Pero
una vez concluida esta parte de nuestra misión, rescatemos
el oro auténtico del estaño pintado y pongamos
en marcha la gran obra de renovación educativa y pedagógica
que la Argentina requiere para entrar en la historia del siglo
venidero. |
La idea de educación
Publicado
en 1976
En todos los tiempos, en todos los rincones del mundo los
hombres han debido satisfacer algunas necesidades ineludibles
derivadas de la realidad cultural en la cual se embarcaron
para sobrevivir.
Entre
esas necesidades está la educación. Resulta
inútil toda la hojarasca literario-pedagógica
que suele abundar en demasía en torno del tema para
discutir una larga serie de cuestiones vinculadas con el concepto
de educación si no se parte del reconocimiento de la
verdad inicial y elemental: la educación es un fenómeno
que se da siempre y necesariamente en cualquier circunstancia
histórica y en cualquier sociedad. Tiene por misión
la transmisión del tesoro cultural propio de cada comunidad
históricamente determinada a las generaciones jóvenes,
con el objeto de que ese marco cultural perdure por encima
de la desaparición física de los miembros adultos,
pues de lo contrario la comunidad quedaría imposibilitada
de sobrevivir y, además, se extinguiría desde
el punto de vista de su identidad histórica. Como dijo
Durkheim en una expresión inolvidable, después
de afirmar que la educación es un hecho social, podríamos
repetir ahora con referencia a los párrafos anteriores:
esto no es sentar una opinión, es señalar un
hecho.
Cómo
se realiza este proceso de trasmisión cultural, cuáles
son sus caracteres operativos, de qué manera se seleccionan
los contenidos y cuáles son las instituciones creadas
–en su momento– por la sociedad para complementar
su propia labor educativa espontánea es otro problema.
En
ese análisis entonces sí caben diferencias a
veces muy grandes según las circunstancias históricas
y según los pueblos de que se trate. Pues también
son grandes, por supuesto, las diferencias culturales. Pero
la esencia del fenómeno es la misma.
Ocurre
algo parecido a cuanto podría afirmarse de la economía:
desde los más remotos tiempos y en todos los pueblos
las actividades económicas tienen el mismo sentido
esencial. Consisten en el trabajo del hombre para superar
la escasez de los recursos que la naturaleza brinda espontáneamente
para satisfacer sus necesidades. El hombre no necesita trabajar
para poder respirar: la naturaleza le brinda todo el aire
que necesita, sean cuantos fueren los habitantes del globo.
Pero excepción hecha del aire, nada le es así
brindado: debe trabajar para satisfacer todas sus restantes
necesidades. La economía, pues, entendida como el conjunto
de las actividades de un pueblo tendientes a la utilización
y transformación de la naturaleza para poder satisfacer
las necesidades de todos sus miembros integrantes es una realidad
idéntica a sí misma desde la más atrasada
tribu primitiva hasta cualquiera de las más complejas
evolucionadas sociedades propias de nuestros días.
Las variaciones son notables, por cierto, en el grado de complejidad
y de modelo organizativo de una y otra economía, pero
no en la esencia del asunto.
Con
los fenómenos educativos pasa otro tanto. Precisamente,
la extraordinaria complejidad cultural de los pueblos más
civilizados de nuestros días es un obstáculo
para reconocer –por debajo o por dentro de la consecuente
complejidad de los fenómenos educativos actuales–
la simplicidad de sus líneas esenciales, inalteradas
desde los orígenes mismos de las sociedades humanas.
Apenas
se afirma que la educación es, esencialmente, el proceso
por el cual las generaciones adultas trasmiten a las más
jóvenes la riqueza cultural propia de cada sociedad
–entendiendo por riqueza o tesoro cultural la totalidad
del campo del saber, de las técnicas y artesanías,
de las costumbres, creencias y formas organizadas de la convivencia–
surge una réplica, a veces asombrada, a menudo airada,
últimamente dispuesta a la quema –o casi–
del herético capaz de sostener esa posición.
En cualquier caso, el origen de la réplica es el mismo:
¿habremos de admitir, entonces, que la educación
es un proceso que se limita a someter al hombre, a los jóvenes,
a los designios de las generaciones adultas? ¿Dónde
queda entonces la libertad del hombre? Si la educación
es mera "trasmisión" de un marco cultural.
¿qué resta como labor propia, como posibilidad
creadora o renovadora, a las nuevas generaciones? ¿Acaso
la educación no es, no debe ser, un proceso que capacite
a las nuevas generaciones para el cambio, para la renovación
cultural, para la recreación del saber, de las técnicas
de las costumbres y de las creencias? ¿Se limita la
educación a dar al joven un marco cultural definitivamente
realizado y lo oprime entonces dentro de ese marco sin admitir
su propia capacidad, sin respetar su personalidad, sus deseos,
sus ambiciones, sus gustos?
En
una palabra: desde hace bastante tiempo –por lo menos
desde que a partir del siglo XVIII comenzó a desenvolverse
el intento de elaborar una teoría de los fenómenos
educativos, o un saber pedagógico– se plantea
incansablemente la discusión en torno de las preguntas
anteriores. Pero cuanto era hasta hoy una disputa académica
o una inquietud teorética, se convirtió en los
años recientes, particularmente en América Latina,
en bandera de una posición de contornos definidamente
ideológicos y revolucionarios: la educación
en cuanto trasmisión cultural pasó a convertirse
en sinónimo de opresión, o de educación
opresora. Su antítesis sería la educación
liberadora, es decir, una acción educadora que se asentara
en la libertad de los educandos y no se atreviera a imponerles
contenidos de ninguna especie. No pocos profesores y estudiantes
de pedagogía, y no pocos docentes, cayeron ingenuamente
en el error –diríamos mejor, en la trampa dialéctica–
e interpretaron con admirable candidez sobre aquella base
las renovaciones metodológicas por las cuales –afírmase–
el centro de la acción docente es el aprendizaje y
no la enseñanza. Es algo así como decir que
el principio y el fin de un segmento no se requieren el uno
al otro. Sólo hay un principio cuando existe la idea
de un final, y viceversa. Sólo hay aprendizaje porque
hay enseñanza, y viceversa. Los sostenedores de esta
bandera nunca terminaron de aclarar sobre qué bases
habría de efectuarse la tarea educadora. Pues, sin
contenidos culturales dados ¿cómo se produce
la eclosión cultural del educando? ¿Cómo
se daría el proceso de cambio, de transformación,
de recreación cultural?
El
error es simplísimo, casi pueril. Parte de considerar
a los contenidos culturales como dados de una vez, terminados,
estáticos. En cambio, son fenómenos en proceso
eterno de evolución, están siempre haciéndose,
transformándose. En una palabra: la cultura es dinámica.
Y apenas uno de sus contenidos entra en contacto con un nuevo
miembro de la sociedad, deja de ser el mismo para ser ya otro,
es decir, para proseguir su marcha eterna de transformación,
de recreación en el más auténtico sentido
de la palabra.
Por
lo tanto: sólo cuando el contenido cultural de que
se trate ha sido asumido por el educando desde su esencial
libertad puede decirse que ha sido trasmitido. En consecuencia
–y lo que sigue es tautológico como las demostraciones
matemáticas– la trasmisión cultural, misión
esencial de la educación, sólo es posible desde
y gracias a la libertad del educando que nunca recibe nada
hecho, terminado y dado de una vez para siempre, sino que
recibe sólo un contenido vivo, en trance de recreación,
de transformación, de reelaboración.
Si
no lo recibe así, no lo recibe. Puede repetir el dato
científico, pero no lo sabe, no lo ha hecho suyo. No
ha habido aprendizaje, porque tampoco hubo enseñanza.
No hubo "educación como mera trasmisión":
no hubo educación porque no pudo haber trasmisión,
pues no se puede trasmitir muerto lo que es vivo. Puede escuchar
de la existencia de un valor, pero sólo puede hacerlo
suyo –y por ende, luego, negarlo, o transformarlo, o
recrearlo, o reemplazarlo por otro– desde y con la gracia
operante de su libertad. Puede reiterar el cumplimiento de
una costumbre o acatar una norma. No quiere decir que se haya
cumplido un fenómeno educativo si la norma o la costumbre
no fueron aceptadas voluntariamente, y en todo caso perfeccionadas
o transformadas. Hagamos, en todo caso, el razonamiento a
la inversa. Preguntémonos: ¿cómo desplegar
la capacidad personal, la voluntad de recreación, la
posibilidad del cambio o la transformación sin brindar
a las nuevas generaciones la riqueza cultural sobre la cual
se dará el cambio, la transformación, el perfeccionamiento?
Para
quienes siguen todavía perturbados inútilmente
el equívoco conceptual aludido, convendría citar,
a modo de ejemplo, un caso suficientemente ilustrativo. Es
el idioma. He ahí uno de los elementos capitales del
patrimonio cultural propio de cada sociedad históricamente
tipificada. ¿Puede negarse que su trasmisión
a las generaciones jóvenes es una de las finalidades
ineludibles de la educación en todo tiempo y lugar?
¿Puede negarse la absoluta necesidad de satisfacer
esa misión? ¿Puede, acaso, ser ella cumplida
si negamos a las generaciones jóvenes –en aras
de un presunto respeto absoluto por su libertad– el
pan nutricio de la lengua heredada? Pero, acaso, ¿se
conoce un sólo ejemplo de lenguaje invariable a través
de la historia? ¿No es acaso cierto que la lengua se
modifica incesantemente, se transforma, es recreada por cada
uno de sus hablantes? Pues la lengua –como cualquier
otro contenido cultural– es un elemento vivo, dinámico,
que el educando hace suyo y al recibirlo ya está operando
con ella desde su libertad y su capacidad de recreación.
O no lo recibe, es decir, no la hace suya. En cuyo caso no
ha habido trasmisión cultural. No ha habido educación.
Pues –queda visto– la educación requiere
la cultura dada y la libertad creadora. La cultura de la sociedad
educadora y la libertad del educando. Diremos, recordando
a Heráclito: nadie repite dos veces la misma palabra.
La cultura, como el río, fluye eternamente a través
de las generaciones sucesivas. Su cauce es la educación,
trasmisora de cultura, recreadora de cultura.
Cuidemos,
por favor, de hacer libres a los hombres. Cuidemos, por lo
tanto, de educarlos. Cuidemos, en fin, de brindarles generosamente,
desde que nacen la riqueza del patrimonio cultural heredado.
Así lo harán suyo, lo transformarán,
lo harán otro. Es decir, las aguas de la eternidad
de la cultura –jamás la misma, siempre reconocible–
seguirán fluyendo por los siglos de los siglos gracias
a la educación. Es ésta la auténtica
caridad del educador que ama a sus discípulos.
|
El
poder
Publicado
el 9 de junio de 1976
El tema del poder ha hecho correr mucha tinta, además
de mucha sangre, naturalmente. Pero nos ocupamos aquí
del discurrir conceptual y teorético en torno del poder,
como política y de las instituciones. Hoy, quizá
como en pocas ocasiones en la historia, el poder es un tema
casi permanente en esos círculos, ya sea desde las
cátedras universitarias o desde las tribunas periodísticas;
en el libro especializado o en las discusiones o charlas callejeras
y hogareñas. La razón probablemente se encuentre
en las dificultades de nuestros días para desentrañar
los mecanismos del poder, sus raíces, sus manifestaciones
visibles, sus procedimientos y, sobre todo, los requerimientos
para conquistarlo.
La
vocación de poder, se dice con razón, es el
motor inicial de la política. Pero el poder debe ser
conquistado, primero: luego, ejercido; por fin mantenido.
Para acceder al poder se debe desalojar a quien lo detenta.
Luego, inevitablemente más tarde, o más temprano,
será necesario defenderlo de quienes quieren, a su
turno, hacer lo propio. En el ínterin ejercerlo, que
es una manera de sostenerlo y defenderlo, pero no es exactamente
lo mismo.
O
sea: el poder jamás se obtiene para siempre. Es una
posesión a término, aunque este sea desconocido.
Se puede, a lo más, transferirla a otra persona, a
otro grupo, prolongarla por lapsos a veces amplios. Pero fatalmente
requiere acción, dinamismo. El concepto de poder es
irremisiblemente dinámico.
En
otros tiempos, muy atrás en la historia, el poder solía
asentarse en la fuerza, casi exclusivamente. Pero desde sus
más remotos orígenes, el hombre fue trocando
el músculo por la mente, la fuerza por la inteligencia.
Quizá cueste advertir esto en el hombre de la Edad
de Piedra, pero es un grave error –por cuanto entraña
de obstáculo para una comprensión ulterior de
todos los fenómenos históricos– no advertir
que el jefe del clan pre-histórico no asentaba su poder
exclusivamente sobre su fuerza física, como el elefante
macho jefe de la manada, sino en un desarrollo apreciable
de su mente. Pues aunque no lo advirtamos ahora, usar una
maza para vencer al adversario –hombre o bestia–
es un acto incomparablemente más evolucionado desde
el punto de vista del intelecto que la lucha entre dos seres
exclusivamente librados a la fuerza de sus músculos.
Los ejércitos, precisamente, y contra la noción
ingenua del hombre común, no son sólo fuerza
y ni siquiera principalmente fuerza: son, en primer término
y esencialmente, organización, conjunción organizada
de fuerzas, disciplina, o sea cohesión inteligente
y ordenada con vistas a un fin. Desde Julio César hasta
Napoleón –digamos, en una gran simplificación–
los grandes genios de la guerra fueron brillantes inteligencias
y no fornidos atletas.
Después,
la organización y la disciplina se aplicaron a las
estructuras administrativas del poder. Desde los Borbones,
en Europa, las burocracias se aplican, si no a la conquista
del poder, si a su fortalecimiento, sostenimiento y defensa
una vez conquistado. Con los avances de la ciencia y la técnica
a partir de la revolución industrial, el salto es prodigioso:
la fuerza es esencialmente inteligencia aplicada. El siglo
XX lo demuestra ya con claridad al alcance del hombre común.
Desde la fortaleza invencible de las administraciones públicas,
auxiliadas por la computación, hasta la aplicación
de los más notables adelantos para la producción
o para el equipamiento de los ejércitos, todo muestra
cómo la ciencia, la investigación y la organización
–es decir, la inteligencia– constituyen el basamento
de toda riqueza, de toda fortaleza, de todo poder.
El
poder, sin embargo, ha necesitado siempre otro elemento: algún
grado de aceptación por parte de las masas sobre las
cuales es ejercido. En las democracias, debe proceder de aquellas,
esto es, del pueblo. Más aún en las épocas
durante las cuales los gobernantes no se ocupaban de pedir
al pueblo su consentimiento para ejercer el poder, siempre
se ocuparon de convencerlo, de atraerlo, de persuadirlo, sean
cuales fueren las artes usadas para ese fin. Siempre ha sido
así. Más he aquí que hoy ese carácter
eterno de la relación entre el poder y las masas sufre
una alteración muy grande, no en su esencia sino en
el modo de establecerse: es la aparición de los medios
masivos de comunicación.
En
verdad, el fenómeno nació con la imprenta. Allí
apareció por vez primera en la historia la posibilidad
de un papel hasta entonces inaccesible para los intelectuales.
Hasta entonces, sólo poseían ante sí
dos alternativas: servir al poderoso o morir heroicamente.
A partir de la imprenta pueden transmitir sus ideas a las
masas.
Después
llega la prensa, en el XIX, y sus adelantos extraordinarios
en el XX. Ahora, la cinematografía, la radiofonía,
la televisión. Junto con ello, la publicidad.
Entretanto,
la complejidad de las estructuras productivas (las empresas),
de la administración pública (burocracias) y
armadas (ejércitos y policías) ha hecho crecer
hasta grados inimaginables apenas cincuenta años atrás
el papel de la inteligencia –sinónimo de organización,
recuérdese bien– en dichas estructuras de poder.
La
conclusión no es difícil, aunque vastos sectores
se empeñan en ignorarla. La raíz del poder,
entre los seres humanos, está en la inteligencia. Y
hoy, en nuestro siglo, en los intelectuales propiamente dichos,
es decir, los hombres consagrados profesionalmente a las tareas
de más alto nivel en el campo científico, técnico,
literario o artístico. Los intelectuales ponen las
bases de la ciencia y la técnica aplicadas a la economía;
son los únicos capaces de hacer funcionar las gigantescas
maquinarias de la administración pública; son
el origen de la fuerza de los ejércitos y –por
sobre todo– los únicos capaces de obtener el
apoyo de las masas para los hombres o los grupos que detentan
el poder, o el favor de los pueblos para quienes quieren conquistarlo
por vías democráticas.
Esta
lección la han aprendido a la perfección los
marxistas desde hace muchas décadas. Por eso se han
ocupado con tenacidad admirable de penetrar y dominar el centro
neurálgico de la formación y sobre todo del
descubrimiento de los intelectuales de raza: la educación.
La educación se da de dos maneras a partir del siglo
XIX: en el ámbito social y en el sistema educativo
escolar o formal, desde la escuela primaria hasta la Universidad.
A
su vez, desde hace cuatro o cinco décadas, la principal
fuente educativa del ámbito social está constituida
por los medios de comunicación. La conclusión
se impone: dominando o infiltrando el sistema educativo formal
o escolar –desde la escuela primaria hasta la Universidad–
y los medios de comunicación, se poseerá la
llave de la educación de un país. El grupo o
ideología que maneje la educación tendrá
asegurados para su cosecha a la mayor parte de los intelectuales.
Descubrirá los mejores y adoctrinará al resto.
Los pondrá a su servicio, con lo cual, además,
los restará para el servicio de grupos o ideologías
opuestas.
Los
intelectuales serán, así, la vía de acceso
al poder. Luego, cultivados, comprados o sometidos, o, en
caso extremo, violentamente reprimidos, serán el sostén
del poder y su principal defensa. Serán, sobre todo,
los que mantendrán a las masas convencidas de la necesidad
de su adhesión a los grupos que detentan el poder.
Esto explica no sólo la pertinaz –y exitosa–
labor de infiltración del marxismo en todos los terrenos
de la educación, sino también la feroz energía
de los gobiernos marxistas para eliminar y desalentar al intelectual
hostil. Las decisiones brutales del gobierno soviético
contra artistas, escritores o científicos disidentes
se asientan en una verdad de hierro: si algún día
el partido pierde a los intelectuales, habrá llegado
su fin. Bien lo sabe también Mao, y de ahí sus
"revoluciones culturales", que no son, al fin, sino
gigantescas "purgas" de intelectuales.
Pero
los avances del marxismo en este campo no se deben solamente
a sus virtudes de tenacidad y de sagacidad. Se basan, además,
en la incapacidad de muchos de sus opositores para advertir
la verdad simple y evidente de que el poder, hoy más
que nunca, se funda en los intelectuales. Y el intelecto se
descubre y se cultiva mediante la educación. Y la educación
es el sistema escolar y los medios de comunicación.
|
Evaluación
y eximición
Publicado
el 16 de noviembre de 1977
La evaluación es un momento fundamental en el proceso
de enseñanza y aprendizaje. Cumple dos finalidades
básicas. La principal, en términos pedagógicos,
es brindar información al docente sobre los frutos
de la tarea didáctica cumplida para formular o reformular
sobre esa base sus pasos siguientes. En segundo lugar, la
evaluación sirve a los estudiantes y a sus padres –cuando
corresponde por la edad de aquellos– como información
sobre sus logros. Es una manera convencional –porque
se expresa mediante convenciones numéricas o conceptuales–
de tener al tanto a los estudiantes sobre la marcha individual
del proceso de aprendizaje, con el objeto de ayudarlo a conducir
correctamente sus esfuerzos y su metodología personal
de trabajo.
Promoción
y titulación
Pero en el ámbito institucionalizado de los regímenes
escolares según sus estructuras actuales los regímenes
de evaluación –conocidos como de calificaciones–
cumplen otra misión accesoria mucho menos importante
en términos pedagógicos.
Se
trata de la formalización, mediante un juego de reglamentaciones
detalladas, de los conceptos de aprovechamiento mínimo
del proceso de enseñanza y aprendizaje como para otorgar
a los alumnos la aprobación de un ciclo o un título
profesional. Los procedimientos en uso incluyen casi siempre
pruebas formales, con intervención habitual de comisiones
docentes especiales. Tales procedimientos reciben universalmente
el nombre de exámenes.
Lamentablemente,
esta misión complementaria o accesoria de los regímenes
de evaluación ha terminado por hacer olvidar a las
dos anteriores citadas. Ni estudiantes ni padres imaginan,
siquiera, cuáles son las funciones principales de las
calificaciones recibidas. Hay algo peor: una mayoría
de docentes también ha olvidado esas funciones principales.
El
drama de los exámenes y la eximición
Esa grave y profunda distorsión tiene caracteres diferenciados
según los niveles escolares. En los ámbitos
universitarios, la regla general es la inexistencia de cualquier
tipo de evaluación en función de retroalimentación
del proceso de enseñanza y aprendizaje. Las calificaciones
se destinan casi exclusivamente a la función de promoción
para expedir títulos y diplomas.
En la enseñanza media, además, pasa algo quizá
peor. El sistema denominado de "eximición"
ha confundido a alumnos, padres y docentes: han confundido
la aprobación de cada contenido o materia con la eximición
del examen general de diciembre.
Las
recientes agitaciones sobre posibles modificaciones del sistema
en vigencia al respecto volvieron a señalar esos errores.
El
régimen actual establece una nota para aprobar las
materias del plan de estudios. Esa nota es cuatro. Debe obtenerse
como promedio de las notas de los cuatro bimestres y del examen
general de diciembre. Como una especie de premio al buen alumno,
se lo exime de rendir el examen de diciembre si el promedio
de los cuatro bimestres es de siete puntos o más, porque
se supone que esa nota demuestra un rendimiento suficiente
como para hacer innecesaria la comprobación final.
Alumno aplazado es quien no alcanza a cuatro puntos como promedio
de los cuatro bimestres y debe pasar a rendir examen directamente
en el turno de marzo. Igualmente pasa a ese turno quien en
diciembre no obtiene cuatro puntos.
Así
consideradas las cosas, fijar la nota de eximición
de los exámenes generales de diciembre por debajo de
siete puntos parece injustificado. Habría razones para
sostener que la suposición de rendimiento suficiente
para eximir del examen regular de diciembre requeriría
una nota más alta.
El
gran error
Pero la cuestión surge porque durante unos años,
efectivamente, los alumnos se eximieron del examen de diciembre
con seis puntos. ¿Por qué? La historia es casi
increíble. En 1967 regía el sistema actual.
Se lo modificó y se implantó otro por el cual
se suprimió la eximición y se implantó
un sistema de exámenes obligatorios para todos los
alumnos en todas las materias. Era el examen regular de diciembre
convertido en obligatorio y dividido –por razones pedagógicas
bastante sensatas– en dos partes, o sea en dos exámenes
cuatrimestrales. Además, se subió la nota para
la aprobación de las materias a seis puntos, en cambio
de los cuatro actuales y tradicionales.
Más
tarde, se derogó este régimen. Luego de ciertas
alteraciones transitorias, se reimplantó el anterior,
pero entonces la nota de eximición quedó en
seis, pues las autoridades de entonces –es la explicación
personal que sospecho– confundieron esa nota de aprobación
con la nota de eximición. De tal manera, cuando a principios
de este año se volvió a requerir siete puntos
como mínimo para no rendir el examen general de diciembre,
se retornó a una exigencia tradicional y francamente
moderada.
El
problema de fondo
Todo lo dicho, y en especial algunos párrafos últimos
que podrán tomarse intencionalmente desgajados del
contexto del artículo, acarrearán seguramente
al autor críticas severas. Se dirá, en primer
término, que participa de tendencias represivas y reaccionarias
y que pretende el mantenimiento de sistemas perimidos y obsoletos
en el mundo pedagógico actual. Valgan las aclaraciones
siguientes, aún a sabiendas de su escasa utilidad para
quienes toman ciertas posiciones y no están dispuestos
a modificarlas por aclaraciones de ningún tipo.
Las
afirmaciones de este artículo valen exclusivamente
en función del actual régimen de enseñanza
de la escuela media, al cual el autor ha condenado severa
y públicamente. Sigue afirmando la urgencia y la necesidad
de transformarlo profundamente y cree que, entretanto, ningún
régimen de calificaciones y promociones importa mucho.
La escuela media actual es tan inadecuada a la realidad de
nuestros días y a las demandas pedagógicas contemporáneas
que un punto más o menos para la eximición del
examen de diciembre no es un problema grave. Pero, mientras
esta escuela exista, siempre será preferible mantener
recaudos de mayor seriedad organizativa docente y en ese sentido
–sólo en ese sentido– es preferible no
llegar a concesiones que terminarán por destrozar lo
poco que todavía queda en pie de efectivo de esta organización
escolar.
Lo
importante sería –lo sabemos bien– transformar
el régimen de enseñanza y aprendizaje y la organización
curricular de la escuela media y en función de ello
poner en marcha procedimientos de evaluación y de promoción
modernizados y adecuados al nuevo esquema. Lo importante sería
lograr que los docentes utilicen la evaluación para
cumplir sus finalidades esenciales según se explicó
al principio y no como un procedimiento formalista para la
promoción. O, como desdichadamente sigue ocurriendo,
en algunas ocasiones como un procedimiento disciplinario sin
ningún sentido pedagógico.
Mientras
llega ese momento, las concesiones o facilidades innecesarias
y las confusiones conceptuales como las explicadas no son
convenientes. |
La
escuela de El Colorado
Publicado
el 21 de diciembre de 1977
El Colorado es una localidad de Formosa. Está ubicada
sobre el río Bermejo, y un puente permite cruzar a
tierra chaqueña. Desde allí, el camino pavimentado,
de unos 170 kilómetros, lleva a Resistencia. La población
cuenta entre doce a catorce mil habitantes, incluyendo la
planta urbana propiamente dicha y la campaña vinculada.
En
El Colorado hay una escuela media provincial, creada hace
poco más de una década. Tiene modalidades de
comercial, de bachillerato general y con orientación
docente, incluye un profesorado –con dirección
aparte– para la enseñanza primaria, su escuela
de aplicación y jardín de infantes. La matrícula
del nivel medio ronda los seiscientos alumnos. No es, pues,
un establecimiento pequeño.
La
escuela media de El Colorado es querida por el pueblo. Está
pintada por sus alumnos y sus paredes se alzan, prácticamente,
junto con sus patios y sus instalaciones, por el esfuerzo
común del vecindario. La provincia de Formosa la ha
provisto de una planta funcional docente en la cual casi la
totalidad de los profesores tiene dedicación completa
o parcial, con designación por cargo y no por hora
de cátedra, amén de una sobreasignación
salarial por ubicación.
Hemos
tenido ocasión de estar en esa escuela y de hablar
con personal de supervisión de la capital formoseña,
con sus directivos, con sus profesores y con alumnos del profesorado
para la enseñanza elemental.
Se
equivocará mucho quien suponga, en ese establecimiento,
un nivel de información pedagógica o de criterios
de conducción y organización escolar o de planteos
metodológicos en asuntos de enseñanza y aprendizaje
inferiores a los de cualquier otro centro urbano de la República,
incluyendo la Capital Federal. Pero acertará quien
intuya un conjunto de voluntades y de entusiasmos por la obra
docente entendida como una "unidad operativa técnico-pedagógica"
superior a lo habitual.
El
personal docente de la escuela media provincial de El Colorado,
en Formosa, junto con sus directivos y los supervisores de
la provincia, animados por un espíritu adentrado en
la localidad misma, está en condiciones de ir abriendo
rumbos experimentales y positivos en la senda de la urgente,
de la necesaria, de la imprescindible tarea de renovación
profunda de las estructuras tradicionales de la escuela media
argentina.
El
personal de supervisión y de dirección, y buena
parte del personal docente de aquella localidad formoseña
ostenta un nivel de información y de formación
pedagógicas comparable al de los mejores funcionarios
de los organismos de enseñanza media del orden nacional.
Tiene además, una experiencia y un saber que estos
no pueden alcanzar: el conocimiento profundo del lugar, del
medio humano con el cual trabaja, de sus necesidades, de las
vivencias de la comunidad y de la provincia. ¿Por qué,
entonces, si formulan un plan propio de enseñanza,
con sus propias metodologías, programas, regímenes
organizativos y modalidades de evaluación deben someterse
a tutelas pedagógicas como si alguien, de una vez para
siempre, hubiera decretado minoridades o mayorazgos fundados
en no se sabe bien qué misteriosos designios?
Suelen
alzarse dos argumentos para responder. Primero, la necesidad
de la uniformidad en todo el territorio para evitar problemas
de movilidad del alumnado. Ese problema puede resolverse o,
mejor dicho, se resolverá de hecho apenas cambie la
mentalidad detallista y de carácter formalista sobre
la cual se basa tradicionalmente todo procedimiento de pase
o de evaluación de logros escolares.
El
segundo argumento sostiene la necesidad de planes y programas
de estudio de enseñanza media uniformes en todo el
país para garantizar la unidad de la formación
cívico-nacional. Reputamos ofensivo suponer que los
docentes dependientes de gobiernos de provincia no atenderán
esa preocupación, o que los gobiernos provinciales
descuidarán el debido contralor político al
respecto.*
Por
otra parte, consideramos un profundo error suponer que la
unidad nacional se ha de lograr mejor sobre uniformidades
rígidas de carácter programático en los
planes de estudio. El país tiene ya madurez necesaria
para alcanzarla, con más éxito, sobre la base
de una diversidad creadora y de una libertad responsable.
Pues de su formación deberán dar cuenta –como
de su primer deber cívico y moral– los establecimientos
escolares.
Y
dejo de lado –por simple y casi por obvio– el
hecho de que la posición que sostenemos no contradice
en modo alguno el principio de la admisión concertada
de lineamientos mínimos comunes en materia de planes
o contenidos, y principalmente en todo cuanto se refiere a
la formación cívico nacional.
Todo
lo dicho hasta aquí, empero, no llega al fondo de la
cuestión que quisiéramos tratar. O dicho de
otro modo: es apenas la descripción necesaria de un
caso muy particular para plantear dos grandes problemas de
esta hora argentina. Uno, educativo. Otro político.
Ambos se confunden en la práctica.
Porque
el objeto de este artículo no es brindar una respuesta
emotiva o demagógica a la gentileza y amabilidad de
un grupo de docentes formoseños que quisieron hacerme
conocer esta escuela. Y que ni siquiera imaginaron que sobre
esa visita me inspiraría para redactar estas apresuradas
líneas ni –mucho menos– plantearnos inquietudes
como las que he expuesto en materia de tutorías o limitaciones,
pues todas esas reflexiones las fui hilando por cuenta propia
y sin transmitirlas, mientras oía, miraba, observaba,
cuanto a mi alrededor pasaba.
Me
propongo, digo, destacar dos grandes problemas argentinos
de este instante. En el orden educativo, la gran trabazón
para poder iniciar en algún momento la marcha hacia
una modernización y perfeccionamiento de nuestras viejas
estructuras escolares, en particular en la enseñanza
media –donde los niveles de ineficiencia y de desarmonía
con las necesidades de la hora son muy altos– está
dada por la uniformidad y rigidez del sistema. Cualquier modificación
o ensayo es casi imposible si debe alterar toda la enseñanza
media del país, porque la dimensión operativa
del proceso, sus riesgos y sus dificultades, hacen de tal
propósito una empresa casi imposible. Pueden decirlo,
a su costa, ministros y gobiernos cuyas declaraciones ambiciosas
han seguido tan moderados carriles en el plano de las realizaciones.
Pero, además, la estructura impuesta por un modelo
tradicional y uniforme está esterilizando la imaginación
creadora de docentes, funcionarios y habitantes de regiones
y localidades que no consiguen encontrar en la escuela media
una respuesta satisfactoria a demandas oscuramente entrevistas
pero fuertemente sentidas, sin embargo.
En
una palabra: el país dispone en el plano educativo
de energías reprimidas por una tradición que
subordina la enseñanza media provincial a controles,
aprobaciones o simplemente a los modelos tradicionales de
la jurisdicción nacional sin que razones suficientes
justifiquen esa situación.
Pero
habíamos apuntado un problema político como
segundo objetivo esencial de este artículo. Consiste,
simplemente, en trasladar el razonamiento hecho en el orden
pedagógico a la realidad de la vida nacional en todos
sus aspectos. Sólo será necesario cambiar la
antinomia planteada, todos los días, todos los minutos,
entre la imaginación creadora, la libertad rectamente
ejercida, la voluntad de servicio y el afán de progreso
de numerosos habitantes del país y las trabazones impuestas
por un paternalismo estatista injustificado y esterilizador.
Los argentinos disponemos de una suma de energía latente
capaz de desplegarse en grandes empresas económicas,
culturales, sociales. Tres adjetivos que, en última
instancia, se entremezclan y terminan en la posibilidad de
forjar un gran destino para la Nación. En todo caso,
admitimos llamar a esto un gran proyecto nacional. Pero no
podemos hacerlo, ni ponerlo en marcha –aunque sin explicitarlo
formalmente– porque cortapisas burocráticas,
controles y desconfianzas exacerbadas miran a toda iniciativa
surgida de los sectores privados como sospechosa. Y en cambio,
también como si fuera por designios misteriosos o por
mágicas imposiciones de sabiduría y de perfección
válidas por la eternidad, todo funcionario público
parece estar investido de una capacidad de análisis
o de una capacidad intelectual superior y suficiente para
disponer aceptaciones o rechazos o exigir sumisión
a procedimientos, mecanismos y formulismos que sólo
se asientan en tradiciones insustanciales o en legalismos
discutibles, a veces de dudoso sustento constitucional.
Como
en una especie de círculos concéntricos, el
espíritu creador de los argentinos, su voluntad, su
capacidad de iniciativa, su ambición de progreso, su
imaginación renovadora y la conjunción de fuerzas
en comunidades locales, quedan encerrados en el último
y más pequeño de aquellos círculos. Las
jurisdicciones de la gran burocracia nacional suelen ahogar
a las iniciativas que podrían ser fecundas en las administraciones
provinciales y locales, y éstas, a su vez, encierran
a las que a diario podrían surgir, con empuje francamente
grande, de personas o instituciones diferentes de los organismos
oficiales.
La
Argentina necesita un gran esfuerzo político por romper
las cadenas de un armazón estatista y burocrática
en la cual quedan prisioneros el espíritu de inventiva
y la voluntad de superación.
Quizá,
dejar transitar sus propios caminos a la enseñanza
media provincial y dentro de esta a las iniciativas surgidas
de las propias comunidades locales bajo la dirección
de funcionarios del lugar preparados y bien fundamentados,
podría ser una modesta manera de comenzar este gran
esfuerzo.
La
escuela de El Colorado y su gente han hecho surgir en mí,
otra vez, la evidencia de una realidad argentina que espera
más que la libertad de las grandes estructuras políticas,
la libertad de poner en marcha los actos menudos y pequeños
de la vida personal, local, provincial. Porque El Colorado
no es sino un lugar entre otros abundantísimos a lo
largo y a lo ancho de la Patria.
*Cuando
se fundó el Colegio Nacional de Buenos Aires, en 1853,
el gobierno nacional tuvo una preocupación de unidad
cívica. Pero de allí no se desprende ni incompetencia
ni –mucho menos– la capacidad de los gobiernos
provinciales para atender ese objetivo. Además, por
ese entonces, y por casi un siglo, los gobiernos provinciales
no se ocupaban de un nivel de enseñanza que hace apenas
veinte años comienza a ser una necesidad y una demanda
en todos los rincones del territorio.
|
Educación
y unidad nacional
Publicado
el 15 de agosto de 1978
La transferencia de los servicios educativos de nivel primario
prestados por el gobierno nacional en territorios provinciales
a los respectivos gobiernos locales, el traspaso de esos mismos
servicios en el ámbito de la Capital Federal de la
República a la Municipalidad y los anuncios referidos
a la intensificación del proceso de delegación
de responsabilidades desde el orden nacional a las esferas
provinciales y de estas a las municipales actualizan un viejo
debate, clásico dentro de los estudios y los problemas
concretos de la Política Educativa. Se trata de la
cuestión referida a la unidad del sistema educativo
en función de necesidades cívico-políticas
de formación del espíritu nacional y ciudadano
y de necesidades prácticas de la población por
cuanto se refiere a su movilización dentro del país
y a la validez de los certificados, títulos y diplomas
expedidos por los establecimientos escolares respectivos.
El
momento es oportuno, entonces, para volver a afirmar un concepto
generalmente contradicho por la realidad administrativa y
burocrática argentina y por la fuerte tradición
estatista y centralista de nuestras estructuras gubernamentales.
El
concepto que debe afirmarse nuevamente, pues, a nuestro juicio,
es el siguiente: la unidad no exige la uniformidad. O dicho
de otra forma: la unidad se logra también, inclusive
se logra mejor, dentro de la diversidad.
Así
expresado, el principio no despierta, generalmente, objeciones.
Pero en la práctica se lo desnaturaliza a menudo hasta
extremos a veces pintorescos.
La
sociedad argentina, dentro de las corrientes de estatismo
absorbente y absolutista en las cuales se debate desde hace
cuatro o cinco décadas, ha visto acentuarse gravemente
la tendencia hacia la uniformidad total del sistema educativo
en todos sus niveles y modalidades. Probablemente, la mayoría
de la población, dentro de los diferentes estratos
culturales, considera buena y sana a esa tendencia y reputa
inconveniente, peligrosa y administrativamente incómoda
a la opuesta. Nada difícil sería que ahora,
como réplica casi subconsciente al actual proceso de
transferencia administrativa y económica de buena parte
de los servicios educativos nacionales, esa tendencia se intensificara,
aún más y terminaremos, paradójicamente,
en la uniformidad completa y detallista de todo el sistema
educativo.
La falsa unidad
No es necesario que los planes, los programas, los regímenes
organizativos –horarios, formas de evaluación,
calendarios escolares– o los aspectos metodológicos
y de funcionamiento de los servicios educativos sean idénticos
en todo el país para garantizar la unidad nacional.
Lo contrario es verdadero: una tal uniformidad sólo
es apta para promover gigantescos y costosos aparatos burocráticos
de supervisión obligadamente referida a detallismos
formales y difícilmente apta para fiscalizar los resultados
de fondo de la tarea educativa. Lesiona, además, el
espíritu creador del magisterio y del profesorado,
convirtiendo a los docentes, y en particular al personal directivo
en rutinarios cumplidores de planes, programas, órdenes,
circulares y planificaciones vacías de auténtico
espíritu docente. Impide u obstaculiza el estímulo
mutuo entre diversas jurisdicciones determinado por el conocimiento
recíproco de innovaciones y de iniciativas. Dificulta
cualquier clase de experiencias o de ensayos y termina convirtiendo
al sistema educativo integral del país en un inmenso
mecanismo cuyo funcionamiento puede ser correcto formalmente
pero cuya vida interior apenas si puede circular lenta y apagada
entre los vericuetos de reglamentarismos inacabables y casi
siempre absurdos.
La
verdadera unidad, especialmente en cuanto se refiere a la
formación del espíritu nacional y del ciudadano
republicano surge, en cambio, de la diversidad fecunda y plural.
La diversidad permite poner en juego las iniciativas locales
y regionales, estimula la vida política de cada pueblo
o ciudad y despierta el ánimo creador de los individuos
y su voluntad de participación en los asuntos de interés
público. La diversidad, sobre todo, excita en los docentes
su afán de perfeccionamiento profesional, mantiene
en pie su vocación por una tarea cuyo cumplimiento
forzado dentro de moldes impuestos externamente destruye en
cambio, en pocos años, afanes juveniles de entrega
a un oficio duro y fatigoso. La diversidad permite ensayos
parciales, deja espacio verdadero y no de fórmulas
escritas en un papel a las diferencias regionales y termina,
al fin, por ser el motor de aquella ansiada unidad, pues,
entonces, desde el fondo de la libertad creadora de los espíritus,
el objetivo final del sistema educativo llega a ser realidad
acabada y no una nota de aprobación con la cual sólo
puede satisfacerse o controlarse la marcha burocrática
del sistema escolar en cualquiera de sus niveles o modalidades.
El miedo a la libertad
El temor a la diversidad, a la diferencia de los planes, de
los programas de estudio, de los regímenes internos,
de los procedimientos de evaluación o de las metodologías
particulares en cada provincia, en cada ciudad o en cada establecimiento
escolar primario o medio tiene sus raíces en un problema
más hondo y delicado de la vida argentina. Es el miedo
a la libertad que se ha despertado en el espíritu de
la población y particularmente en el ánimo de
los funcionarios oficiales de todos los gobiernos. El mal
ha avanzado sin prisa, pero sin pausa, a lo largo del siglo
y se ha exacerbado, como es público y notorio, desde
1930 y sobre todo desde 1943 en adelante. Pero no se trata
de la libertad en el sentido político propiamente dicho,
o sea la libertad de los grandes derechos cívicos,
aunque también ella ha sufrido notables quebrantos.
Es otro problema, aparentemente de jerarquía menor
pero cuyos resultados afectan a la libertad en sentido sustancial
y sobre todo a la eficacia de la vida productiva y creadora
del país en cualesquiera de sus campos.
En
la Argentina sufrimos graves males por el miedo a la diversidad,
por el miedo a las diferencias de procedimientos o de criterios
organizativos o de formas de acción en trabajos o instituciones.
En el fondo, esto es miedo a que la libertad de los individuos,
de las empresas, de las instituciones, de las localidades
o de las provincias atenten contra ciertas necesidades y ciertos
objetivos esenciales de la vida nacional. Entonces, terminamos
por imponer uniformidades absolutas que van desde los grandes
principios organizativos hasta los detalles más pequeños
de la marcha de organismos públicos y privados y hasta
la vida personal. Matamos, así, la capacidad creadora
del talento nacional y no es este uno de los motivos menos
importantes del éxodo de cerebros y de jóvenes
padecido por el país en los últimos decenios.
El
sistema educativo argentino, desde sus niveles pre-primario
a la Universidad y en todas sus modalidades, debe ser dejado
en libertad para que cada provincia, y dentro de estas aún
cada localidad pueda estructurar planes, programas y regímenes
internos –administrativos y pedagógicos–
propios, como fruto de la capacidad, de la iniciativa, de
la libertad, en fin, de sus hombres. De esa diversidad derivará
la unidad nacional con fuerza, mucho más honda y auténtica
que la que pueda lograrse mediante esquemas cuyos púdicos
puntos de partida se amparan en modestos intentos de mínimos
comunes y terminan, invariablemente, en rígidos controles
según los cuales los directores de escuela de toda
la República han de usar el mismo formulario para expresar
los conceptos del personal docente y los alumnos los mismos
cuadernos en tamaño y calidad para preparar sus trabajos.
La
libertad política es, necesariamente, hija de la libertad
de manejar la casa propia, así como el despotismo encuentra
su mejor aliado en la burocracia centralista. El sistema educativo
argentino llegará a la unidad mediante la diversidad.
La uniformidad sólo engendra rutina. |
La
batalla por la segunda Unesco
(asamblea
de prensa en El Cairo)
Publicado
el 9 de marzo de 1985
EL CAIRO. – Toshio Horikawa, de Tokio,
miembro del Instituto de Estudios Mundiales, fue el primer
orador en la sesión de la tarde del martes 7 de marzo,
en la 34ª asamblea general del Instituto Internacional
de Prensa reunida en El Cairo.
Con
un inglés gramaticalmente perfecto pero de inocultable
acento nipón, en un tono suficientemente enérgico
como para contrastar con su figura bajita y frágil,
no dejó lugar a duda alguna desde la frase inicial
que traducida muy libremente a un lenguaje coloquial quiso
decir: "De esta manera la Unesco no puede seguir".
Siguió una cortés explicación: en Japón
se tiene gran simpatía por la Unesco, que fue la primera
organización de las Naciones Unidas que admitió
a ese país en su seno.
Las
referencias del informe de La Nación fueron particularmente
acogidas por los escasos representantes del periodismo latinoamericano
presentes en la asamblea.
Las
intervenciones posteriores de Alfred Vestring, ex representante
permanente de la República Federal de Alemania ante
la Unesco, que habló a título personal, y de
Enrique Zileri, de Caretas, de Lima, Perú, sin restar
gravedad al problema parecieron encarrilar el debate por aguas
más calmosas.
Alfred
Vestring advirtió que la línea adoptada por
los Estados Unidos y por Gran Bretaña está en
trance de ser adoptada también por Japón, Canadá,
Holanda, Suiza y la República Federal de Alemania.
Admitió que la naturaleza de la misión de la
Unesco (la educación, la ciencia y la cultura) justifica
planteos ideológicos complicados, pero sostuvo explícitamente
que el proyecto sobre el nuevo orden mundial de las informaciones
ha sido empujado por la Unión Soviética con
la complicidad servicial de varios países del Tercer
Mundo. Su conclusión no dejó de tener carácter
moderado: creo, dijo, que la Unesco sigue siendo importante
y no se debe olvidar la fuerza emocional que alcanza en los
países del Tercer Mundo.
La
fundamentación ideológica
Enrique Zileri, por su parte, recordó a la asamblea
que la fundamentación ideológica sobre la cual
se sostuvo en el Perú la expropiación de todos
los medios de comunicación es muy parecida a la que
se alza en la Unesco para defender aquel proyecto. Y mencionó
concretamente un caso: la representación de Alasei,
en Lima, dijo, acaba de ser confiada a uno de los funcionarios
que tomaron parte decisiva en aquella expropiación.
Pero
la tormenta, entendido el término dentro de las modalidades
y conductas absolutamente correctas y ultra formales con que
se desenvuelven las deliberaciones de la asamblea, y hasta
las actividades sociales complementarias, la desató
la réplica francamente airada del egipcio Hamdi Kandil,
miembro destacado del consejo de la Unesco y personaje de
alta influencia en todos los asuntos relacionados con esta
organización en su país.
Pero
de inmediato volvió a definiciones terminantes. La
Unesco –insistió– debe modificar sus estructuras,
derrochar menos dinero en personal, llevar adelante menos
programas y analizar mejor cada uno. Pero su director actual
–prosiguió– no parece dispuesto a ceder
en nada. El consejo directivo, de cincuenta y un miembros,
no es eficiente para controlar la inmensa tarea operativa
y los procedimientos de toma de decisiones no son satisfactorios.
En síntesis –concluyó– si no se
toman medidas urgentes e importantes, Japón reconsiderará
su posición en la Unesco.
Toshio
Horikawa lanzó un desafío: puede ser necesario
crear una segunda Unesco, pues parece dudoso que sea posible
una reforma de la Unesco desde su interior. Y concluyó:
Es contradictorio, sin embargo, que esté comenzando
un éxodo de los países libres, cuando los principios
esenciales sobre los que se fundamenta la Unesco son precisamente
los de esos países.
La
calma y la reforma
En realidad, el tema de la crisis de la Unesco, que este año
celebrará en Sofía una reunión probablemente
tempestuosa, y en particular las agresiones a la libertad
de prensa derivadas del proyecto llamado del nuevo orden mundial
de las informaciones, había sido introducido ya en
la atmósfera de esta 34ª asamblea general del
IPI el mismo día en la hora dedicada en la reunión
matutina a escuchar informes sobre situaciones nacionales.
En
esa ocasión, se escuchó el informe presentado
por LA NACIÓN, en el cual se incluía la preocupación
con que la prensa argentina y la de toda América en
general sigue ese proyecto de la Unesco, la puesta en marcha
de una agencia de informaciones intergubernamental (Agencia
Latinoamericana de Servicios Especiales de Información
–Alasei–), financiada por la Unesco y gobiernos
del continente y las tendencias, también avaladas por
esa organización internacional, a exigir licencias
especiales de carácter profesional para el desempeño
de tareas periodísticas.
Hamdi
Kandil replicó todas las acusaciones de Toshio Horikawa
y sostuvo que lo menos que debía decirse de la exposición
del representante japonés, con todo respeto, era que
no tenía suficiente información acerca del tema
que trataba.
El
interrogante está abierto
Obviamente, la asamblea del Instituto Internacional de Prensa
no estaba destinada a tomar ninguna resolución sobre
el tema en debate y ni siquiera a dar una declaración.
Se trataba, solamente, de brindar a los varios centenares
de propietarios, directores y jefes de redacción de
diarios de todo el mundo (con claro predominio de los países
europeos, en especial del norte de Europa) una visión
panorámica de un tema de actualidad candente.
Desde
este punto de vista, ninguno de los participantes quedó
sin comprender que de ahora en más, hasta la reunión
de Sofía a fines de este año, la atención
del periodismo mundial no puede despegarse de la Unesco y
de su destino inmediato. Sin entrar en el siempre espinoso
campo de las profecías, es posible arriesgar una hipótesis.
No será fácil, naturalmente, hacer una segunda
Unesco. Aunque sólo sea por aquello de que nunca segundas
partes fueron buenas. Pero igualmente será difícil
que la Unesco quede como está. La Unesco del futuro
inmediato no podrá ser ya la misma. Será necesariamente
distinta.
Y
en ese caso, si bien no habrá una segunda Unesco, se
podrá hablar, en cambio de una segunda Unesco en el
sentido cronológico. La batalla, de cualquier modo,
está entablada. |
Las
ideas claras y distintas del director de la Unesco
(Entrevista exclusiva a Amadou-Mahtar M'Bow)
Publicado
el 16 de abril de 1985
PARÍS. – Amadou-Mahtar M'Bow
no ha cursado en vano el Liceo clásico ni la Sorbona,
en París. Tiene las ideas claras y distintas, al estilo
cartesiano. Y tiene, y demuestra, energía para combatir
por ellas. No piensa renunciar a su cargo; está convencido
de que no debe hacerlo; de que el escándalo desatado
en torno de la Unesco deriva de un gigantesco malentendido
y que la mejor manera de aclararlo es responder a todas las
preguntas. "Por todo esto me felicito –nos dice
al concluir la entrevista exclusiva que concedió a
LA NACIÓN en su despacho del edificio central de la
Unesco, en París– cuando la gente viene aquí
directamente a informarse como lo ha hecho usted".
El
hijo de un artesano de Senegal
El actual director general de la Unesco nació en Senegal
hace sesenta años. Hasta los 12 no habló sino
el idioma natal. A esa edad comenzó a frecuentar la
escuela francesa de su país y luego completó
los estudios secundarios en París, para doctorarse
por fin en historia en la Sobona. Se desempeñó
como profesor en colegios secundarios de Francia y conserva
hasta hoy una profunda pasión por la enseñanza.
En
su patria militó políticamente en la oposición
a Senghor, con quien lo une, sin embargo, una afinidad intelectual
de hondo arraigo. Desempeñó, sucesivamente,
las carteras de Educación, de Cultura y de la Juventud,
Finalmente, el mismo Senghor lo propuso a la Unesco para ocupar
el cargo de subdirector general de Educación, tarea
que desempeñó con un grado de eficacia suficientemente
reconocido como para que al retirarse René Maheu, después
de diez años de labor como director general, fuera
unánimemente sostenido su nombre como sucesor.
Este
es el hombre que en un francés obviamente impecable
pero vertiginoso, empujado por un temperamento apasionado
y enérgico, nos concede casi una hora completa de su
agenda en una jornada repleta de compromisos y obligaciones,
en vísperas de un viaje al exterior, en medio de las
deliberaciones de una conferencia internacional sobre educación
de adultos con la presencia de no menos de quince ministros
de Educación de diferentes países, en compañía
del subdirector general ad-interim del sector de la Comunicación,
Antonio Pascual, venezolano, y el jefe de Informaciones para
el área de América Latina, Carlos Ortega, peruano,
quien, además, fue nuestro guía en una visita
al imponente edificio de Place de Fontenoy y gentil anfitrión
en el almuerzo posterior del último piso, desde donde
la visión de la inmensa ciudad cobra un carácter
singular, mientras en torno se vive una Babel de idiomas y
de razas.
El
destino de los directores generales
Nuestra primera pregunta es personal. "Varias veces –decimos
a M'Bow– hemos escuchado que los problemas actuales
de las Unesco se deben a la inflexibilidad de su director
general para aceptar propuestas de reformas". La respuesta
es terminante: "Quienes sostienen eso hacen lo mismo
que otras muchas personas que hablan de la Unesco sin saber
prácticamente nada de la Unesco ni de la tarea del
director general". "Los problemas son de la Unesco
–prosigue– no del director general. Yo soy el
sexto en ese cargo y todos mis predecesores pasaron por lo
mismo".
"El
primero, Aldous Huxley, no duró cuatro años;
el segundo, Jaime Torres Bodet, renunció a los tres
y la lectura de sus memorias sería muy valiosa para
entender muchas cosas; el tercero, Luther Evans, renunció
un año antes de concluir su período de seis;
el cuarto, Vittorino Veronese, dimitió apenas asumió
el cargo por motivos de salud; le sucedió René
Maheu, quien fue el único hasta ahora que completó
un período y fue reelecto por unanimidad.
"Con
respecto a admitir o no propuestas de reformas es necesario
saber concretamente qué se pide, porque casi siempre
se mencionan generalidades, inaptas para responder si o no".
"Desde que soy director general la Unesco está
en proceso de reformas. Anote: se constituyó un grupo
de trabajo precisamente para examinar toda la estructura y
los problemas de gestión y administración se
instituyó el principio de la evaluación bianual
de todo el funcionamiento del organismo y, finalmente, propuse
–y se aceptó– la formación de un
grupo de trabajo que evitara las tensiones permanentes en
el seno de la Unesco".
"El
grupo funciona con el nombre de Comité de Redacción
y Negociación y tiene como objetivo evitar las votaciones
en las cuales la mayoría imponga un criterio a las
minorías. De tal manera se ha obtenido que, cada vez
que una proposición de resolución o una decisión
ofrece dificultades para un Estado miembro, pasa a ese comité,
que procura armonizar las diferencias. Se ha obtenido así
que desde entonces todas las decisiones de la Unesco se hayan
tomado por consenso, incluyendo las referidas al nuevo orden
mundial de las comunicaciones". Y concluye: "Siempre
fui un hombre de diálogo. Pero rechazo ser el instrumento
de un país o de un grupo de países".
Las
ideologías en la Unesco
Nuestro segundo interrogante es también directo: ¿qué
opina el director general de las acusaciones sobre copamiento
ideológico de la Unesco por las posiciones tercermundistas
y más concretamente marxistas?
M'Bow
está acostumbrado a escuchar esto y tiene su respuesta
clara: "La Unesco –dice– se compromete sólo
con la opinión que emana de los Estados miembros".
Añade: "Todas sus decisiones y resoluciones se
toman con el acuerdo de esos Estados miembros. Nunca un Estado
miembro ha presentado una queja en el sentido que Ud. indica.
Nadie me ha hecho llegar formalmente ese tipo de acusaciones.
Las publicaciones de la Unesco –sobre la educación,
la ciencia y la cultura– son exclusivamente de carácter
científico, pero por su naturaleza no pueden dejar
de estar teñidas de ideologías, y si alguien
con autoridad y representatividad suficientes me señala
alguna vez, concretamente, una publicación que fundamente
esas acusaciones gustosamente me ocuparé de ellas.
Pero debe tenerse presente que el director general sólo
responde ante los Estados miembros".
El
nuevo orden mundial de las informaciones
Este tema es, sin duda, el que más ha agitado las aguas
de la Unesco y uno de los que soporta en estos momentos los
mayores embates por parte de organismos internacionales de
la prensa y de numerosos gobiernos occidentales.
M'Bow
comienza por recordar que el 60% del presupuesto de la Unesco
–gracias a su gestión, afirma– está
dedicado al área de la educación y que los fondos
destinados al área de comunicaciones (en la cual se
incluye cualquier suma destinada al tema mencionado) apenas
alcanza al 7 por ciento. "La Unesco –expresa el
director general– sólo ha ayudado a algunos países
a desarrollar sus medios de comunicación o a colaborar
entre ellos con el mismo objeto. La Agencia Latinoamericana
de Servicios Especiales de Informaciones (Alasei) que Ud.
ha mencionado –nos dice– no ha sido creada por
la Unesco y escapa, por lo tanto, a su responsabilidad. La
Unesco se limita a defender la libertad de información
y a procurar un mejor equilibrio en la circulación
de las informaciones".
El
destino de la Unesco
Para un hombre como Amadou-Mahtar M'Bow las dudas sobre el
futuro de la Unesco no caben. Está firmemente convencido
de que el camino elegido por los Estados Unidos ha sido equivocado
y en que las predicciones sombrías sobre las actitudes
similares que podrían seguir por parte de otros países
occidentales no se cumplirán. No cree en la seriedad
de los anuncios sobre una segunda Unesco que formuló
en El Cairo recientemente –según están
informados nuestros lectores– un representante del Japón.
Pero
de todos modos tiene sus posiciones de lucha bien tomadas.
La Unesco no es, insiste, un campo de batalla sino de diálogo.
Pero
el diálogo representa a veces una dura batalla. Amadou-Mahtar
M'Bow está dispuesto a librarla. |
Los grandes inventos de
la Unesco
Publicado
el 24 de septiembre de 1991
Desde hace varias décadas –con algún margen
de aproximación, podríase decir que desde los
años 50 y en particular desde los 60– la Organización
de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia
y la Cultura –Unesco– se ha convertido, en los
países en vías de desarrollo y, sobre todo,
en las "mentes en vías de desarrollo", en
una especie de Sumo Pontífice pedagógico que,
sin mediar concilio alguno, parecería gozar de infalibilidad
en todas sus posiciones, declaraciones y teorías escolares.
El
inmenso universo de los creyentes, desparramados principalmente
fuera del continente europeo y de los Estados Unidos, practica
una fidelidad a los dogmas respectivos que bien quisieran
las diversas iglesias del mundo. Un gigantesco aparato conformado
por muy bien remunerados cargos, que garantizan a edades tempranas
jubilaciones generosas en divisas fuertes, libres de impuestos;
por publicaciones bien pagas que tienen difusión internacional
y aseguran prestigio académico a los autores; por una
sucesión ininterrumpida de congresos, reuniones, seminarios
y encuentros que permiten acceder al Dorado moderno de los
habitantes de los países de modestos recursos que son
los viajes por el mundo; y, finalmente, por invitaciones que
permiten gozar por breves lapsos de contacto con ese universo,
garantiza y estimula aquella fidelidad y la renovación
incesante de los creyentes.
Fuentes
nutricias
Pero todo ese aparato necesita ser nutrido. Para ello, la
caldera en permanente ebullición requiere combustible,
bajo la forma de investigaciones, estudios, teorías.
Por
supuesto, sólo una actitud de soberbia intelectual
o de ignorancia y apresuramiento afirmaría que durante
casi medio siglo no se haya brindado a los estudios pedagógicos
y, sobre todo, a las actividades escolares –en los niveles
de la enseñanza elemental, o común, o general
y básica– un buen caudal de materiales de alto
valor.
Mas
sería igualmente erróneo no distinguir la paja
del trigo y dejar de lado que, también, ha habido y
hay mucho de escasa –a veces escasísima–
calidad académica e, inclusive, mucho que suena a vulgar
cuento del tío apto solamente para mantener en pie
el gigantesco aparato burocrático que da sustento a
tantos funcionarios y sirve, además, a algunos de ellos
como ariete para la difusión de ideologías de
clara filiación izquierdista. Algo de todo esto es
lo que, hace unos años, terminó por decidir
a los Estados Unidos y a Gran Bretaña, durante los
gobiernos de R. Reagan y de M. Thatcher, respectivamente,
a abandonar la organización después de intentos
infructuosos por lograr cambios decisivos.
Índice
de desarrollo humano
Cada tanto, pues, la Unesco lanza al ruedo mundial una propuesta
o inicia una investigación que prometen resultados
espectaculares para los estudios pedagógicos o para
la acción escolar. Generalmente, después de
unos años –pueden ser pocos o estirarse durante
lustros y aún décadas– se produce una
especie de agotamiento de la novedad y es indispensable lanzar
otra. Es lo que llamamos –y que cada uno cargue del
sentido que prefiera a la expresión– los grandes
inventos de la Unesco.
Uno
de los últimos –o el último, según
pudieron enterarse los lectores de LA NACIÓN a través
de una nota reciente– parece ser un pretendido Índice
de Desarrollo Humano, nada menos, y que, por supuesto, ya
tiene la sigla indispensable para obtener carta de identidad
en nuestros días: IDH.
No
faltará mucho para que en América Latina y en
nuestro país florezcan seminarios, cursos y congresos
alrededor del nuevo y apasionante tema. Los europeos se ocupan
mucho menos de estos inventos y siguen, empecinadamente, su
camino de siglos de estudios un tanto más profundos,
de hondas raíces filosóficas. Por estas latitudes,
en cambio, los recaudos gnoseológicos son poco frecuentados
y es así como, probablemente, no titubearemos en aceptar
a este IDH como un nuevo dogma pedagógico y terminaremos
en breve, por aceptar, –¡en serio!– que
el desarrollo humano es susceptible de medición, y
elaboraremos estadísticas complicadísimas para
demostrar hipótesis tan difíciles como que A
es igual a A. Es probable, también, que en cualquier
instante se creen comisiones oficiales para perfeccionar o
investigar esos índices, y, que, por fin, en no mucho
tiempo más tengamos especialistas y expertos en IDH;
se incluyan con esa denominación materias nuevas en
los ámbitos universitarios y hasta no sería
raro –malditos sean los malpensados– que las facultades
respectivas crearan carreras completas de Técnicos
en Índice de Desarrollo Humano. Cosas veredes, Sancho.
El
hombre y los índices
El positivismo pedagógico argentino –y su derivación
concreta, el normalismo– podría estar, quizás,
errado filosóficamente. Pero tenía dos virtudes:
era más sencillito, menos pretencioso en el aspecto
doctrinario que lo sustentaba y se aplicaba a lo suyo, es
decir, sobre todo, al método.
Pero
esta especie actual de neopositivismo pedagógico con
pretensiones de objetividad sobre aspectos eminentemente irreducibles
al orden estadístico y a las probanzas bien fundadas
epistemológicamente; estos intentos de testeos mediante
interminables y arbitrarias listas de preguntas y de encuestas,
que suponen, sin pizca de pudor intelectual, que el hombre
y su espíritu son medibles y reducibles a cifras estadísticas
y porcentajes, constituyen un mal chiste o esconden intenciones
entre las cuales se advierte un maridaje extraño de
ideologías y de defensa propia de una "nomenclatura"
parecida a la que ha provocado en la Unión Soviética
espasmos desesperados por su supervivencia.
Del
hombre y de su desarrollo se pueden decir muchas cosas. Algunas
pueden ser maravillosas creaciones espirituales, y otras,
tonterías mayúsculas. Lo único que no
se podrá lograr jamás es medir con patrones
de unidad objetivos y universales ni ese desarrollo ni el
hombre mismo. Que es –afortunadamente, y allí
encuentra su máxima dignidad y el riesgo inmenso de
la vida– mucho más que un índice. Como
la humanidad es mucho más que una estadística. |
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