Artículos
Publicados en el diario La Nación
La
triple escolaridad
Publicado
el 10 de septiembre de 1971
Imaginemos
que un día aparecieran anuncios cuyo texto rezara,
aproximadamente, así: "Escuela de triple escolaridad
abre su inscripción. Mañana, tarde, y turno
complementario vespertino. Retiramos su niño por la
mañana en nuestros confortables ómnibus y se
lo reintegramos después de cenar, con los dientes lavados
y el pijama puesto. Bastará que Ud. le dé un
beso, le desee buenas noches y lo ponga a dormir". Mucho
tememos que la oferta encontrará éxito notable.
Mucho dudamos, también, de que exageraran las averiguaciones
en torno de qué se haría con los niños
desde la primera hora de la mañana hasta la última
de la tarde: lo importante es que la escuela tendría
a los niños. Porque el gravísimo error social
al cual hemos llegado es el de contentarnos con que las instituciones
escolares tengan a los niños en su seno durante la
mayor cantidad de horas posible, pero no nos preguntamos qué
hace con ellos, cuál es el fruto de esa prolongada
permanencia o cuál es la finalidad de una acción
tan intensa.
La
función de la escuela
El equívoco comienza cuando se confunde la misión
de las instituciones escolares con las instituciones de carácter
social supletorias.
Las
carencias de un hogar debidamente constituido; la falta de
espacios adecuados para la vivienda; la necesidad del trabajo
de la figura materna por sobre toda otra consideración
como consecuencia de problemas económicos insolubles;
la tentación de mantener formas de vida que exigen
niveles de consumo innecesarios u ostentosos, entre los cuales
se cuentan seguir las modas en el vestir o en los nuevos modelos
de objetos de cualquier naturaleza e inclusive habitar determinados
barrios ciudadanos; la desarticulación moral de la
pareja y tantos otros problemas característicos de
nuestro tiempo derivan, naturalmente, en la necesidad de suplir
el tradicional ambiente familiar que era, antaño, el
lugar propio de la infancia y la niñez. Debido a esto
se ha arribado insensiblemente a la convicción de que
la escuela debe cumplir ese papel supletorio, de reemplazo
en todo sentido. Lentamente, se ha terminado por aceptar casi
sin discusión tan peregrina teoría, y con mil
y una excusas –apoyadas a veces en doctrinas de psicología
evolutiva mal digeridas y superficialmente difundidas–
se termina por suponer que lo mejor que le puede ocurrir a
un niño es pasar fuera de su hogar la mayor cantidad
de tiempo posible. Lo cual, claro está, no disgusta
demasiado a un buen número de padres, que ven aliviarse
así considerablemente responsabilidades, preocupaciones
y tareas domésticas.
Preguntas
que nadie hace
Nuestra sociedad ha terminado por admitir una serie de fenómenos
desdichados sin plantearse interrogantes fundamentales. Ante
la multitud de familias que envían a sus hijos a escuelas
de doble turno, con almuerzo incluido, y en algunos casos
con desayuno y merienda, ¿ha surgido acaso en algún
medio la pregunta acerca de la verdadera necesidad de esa
decisión? Dejemos en todo caso de lado a quienes lo
hacen mediante instituciones privadas, ejerciendo un acto
de libertad personal al margen de la acción de las
autoridades. Pero con respecto a las escuelas de doble turno
del Estado, que cuestan una suma muy considerable y restan
importantes cantidades de recursos para otras necesidades
del sistema educativo, ¿se ha hecho alguna vez una
investigación para averiguar si ese servicio se está
brindando de verdad a familias que lo requieren por problemas
insuperables o si, en cambio, lo está usufructuando
un considerable número de personas que solamente busca
comodidad personal?
Desde
el punto de vista escolar propiamente dicho, habría
llegado también la hora de presentar estadísticas
completas y muy claras con respecto al rendimiento de los
establecimientos oficiales de doble escolaridad. Los niños
que concurren a ellos pasan encerrados entre las paredes del
aula el doble del número de horas diarias que los niños
asistentes a las escuelas comunes. Cabría suponer que
al egresar se encuentran mucho mejor dotados que sus compañeros
que no han "gozado" de semejante privilegio. Enumeremos,
a modo de ejemplos tomados al azar, algo de lo mucho que con
buena lógica cabría esperar: dominio de una
lengua extranjera o por lo menos, si se trata de la escuela
primaria, una excelente capacidad de manejo básico
del idioma y una óptima disposición para iniciar
estudios ulteriores que en dos o tres años más
permitan fluidez de habla y de comprensión. Buena formación
física, que incluya la práctica corriente y
en competiciones de uno o dos deportes básicos, entre
los que de ninguna manera debería faltar la natación.
Buena formación en alguna disciplina estética
o artesanal, como la música, la pintura, la cerámica,
o similares, pero no como mezquina introducción sino
como una completa penetración en el campo correspondiente.
Además,
por supuesto, una eficaz introducción en el orden de
las tecnologías modernas y de las habilidades instrumentales,
básicas para la vida actual, dentro de la electrónica
y la mecánica.
Luego,
con todo derecho, cabría imaginar que desde el punto
de vista de la preparación escolar que puede llamarse
tradicional los resultados habrán de ser muy superiores
a los obtenidos por quienes no han podido pasar el día
entero a disposición de los docentes para superar dificultades
o para contar con su guía permanente. Así, por
ejemplo, todo niño egresado de una escuela primaria
de siete años de doble escolaridad –piense el
lector: siete años de ocho de la mañana a cinco
de la tarde en la escuela– tendrá que ser un
alumno de perfecta ortografía, de excelente capacidad
de expresión escrita, que maneje sin dificultades la
operatoria matemática correspondiente a su nivel.
Pero,
que nosotros sepamos, ni la sociedad ni la escuela se han
planteado nunca interrogantes acerca de todos estos fines
que presuntamente deberían cumplir las escuelas que
absorben una cuota tan amplia de la vida infantil.
Otros
empiezan a preguntárselo
Porque la triste realidad es que la sociedad y los padres,
en una amplia mayoría, se conforman con enviar a los
niños y a los jóvenes a las escuelas y no se
preguntan qué se hace con ellos. Es duro admitirlo,
pero en un alto número de casos la preocupación
se colma con que los jóvenes "estén"
en la escuela durante el mayor tiempo posible. Casi nadie
formula los interrogantes esenciales que hemos enumerado.
Aunque
cuidado. Porque alguien está empezando a hacerlo. No
con gran claridad de conciencia quizá. Probablemente
con una profunda oscuridad en el planteamiento expreso de
la cuestión. Pero el planteamiento existe y es muy
peligroso. Pues quien empieza a preguntarse el porqué
y el para qué de esa escuela, y de esas horas consumidas
un poco sin motivo, y de ese encierro que cada vez empieza
a parecerse más a una cárcel disimulada, es
nada menos que la propia juventud. Una gran parte de la rebeldía
que se ve a veces asomar en las aulas de las escuelas medias,
y un poco de los grandes problemas que se afrontan en la misma
escuela primaria, es fruto de un inconsciente despertar a
una realidad triste y dolorosa. Realidad marcada por el vigor
y la riqueza de la vida que late en nuestros días fuera
de los ámbitos escolares y se contrapone con la aridez,
el tradicionalismo y la pobreza que sobrevive dentro de aquellos,
aferrados a procedimientos y esquemas vetustos. Esa juventud
es la que empieza a plantearse los interrogantes que deberían
hacerse a sí mismos la sociedad y los padres.
Tengamos
cuidado. Porque si un día este oscuro resentimiento,
esta confusa sensación de injusticia se tornara clara
y explícita, costaría mucho manejar la situación.
Y no sabemos qué podrá contestar con honradez
un padre a su hijo, cuando este, al término de doce
o quince años de vida de encierro escolar de sol a
sol, le pregunte: ¿qué has hecho de mí? |
Muros
infranqueables
Publicado
el 3 de noviembre de 1971
La desvinculación entre los sectores del mundo del
trabajo y los ámbitos escolares –sobre todo por
lo referente a los niveles elemental y medio– es uno
de los aspectos más negativos de la realidad política
y social argentina de nuestro tiempo. Mirando bien, esa desvinculación,
incomprensiblemente, se da casi con el mismo grado entre el
sector educativo citado y organismos o círculos culturales
de muy variada naturaleza, como academias, sociedades científicas
o instituciones literarias o artísticas. No nos cansaremos
de denunciar esta situación como un síntoma
revelador de un problema cuya exacta dimensión es política,
en el más hondo sentido de la palabra, porque su motivación
última consiste –a nuestro juicio– en un
abandono de la preocupación por el destino nacional
–dado que ese destino se juega esencialmente en el plano
educativo– y, simultáneamente, en la incomprensión
ciega de una relación que el resto del mundo ve clarísima,
como es la estrecha e innegable entre la capacitación
de los recursos humanos las posibilidades del desarrollo general.
La
separación tajante entre el mundo del trabajo productivo
y el sistema educativo nacional salta a la vista por el desinterés
demostrado por las instituciones representativas de aquel
ámbito ante los conflictos, las carencias o las discusiones
propias del segundo. Es raro pasar un día sin encontrar,
en los distintos medios de información, presentaciones,
notas, quejas, reclamos, solicitudes o exposiciones de entidades
del campo laboral, industrial, rural o comercial sobre cuestiones
de todo tipo. ¿Cuántas, en cambio, se podrían
contar directamente relacionadas con cuestiones escolares?
Es verdad que estos temas no afectan en forma inmediata su
desenvolvimiento cotidiano, así como también
es cierto que pueden asumir la urgencia o la significación
a veces dramática que deriva de una medida ligada con
el ordenamiento económico del país. Es asimismo
verdad que el problema educativo no le compete de manera directa,
es decir, que no son ellas las llamadas a proveer el servicio
educativo ni a organizarlo técnicamente.. Por lo tanto,
sería natural que la cantidad de declaraciones en torno
de este asunto fuera considerablemente menor que la destinada
a los asuntos de su específico interés. Pero
no se trata de un escaso porcentaje, sino prácticamente
de una ausencia absoluta. Es imposible saber qué opinan
las grandes instituciones que en el país representan
al mundo del trabajo y de la producción acerca de nuestros
problemas educativos. Y cuando en algún caso aislado
se da la situación de que una entidad de ese carácter
se ocupe y delibere sobre ellos, y aún más,
formule conclusiones concretas, pareciera que es el ámbito
responsable del sistema escolar el que no toma en cuenta ese
aporte o que la entidad en cuestión no presenta su
colaboración con la energía suficiente como
para darle la difusión debida.
De
tal modo, entre el sistema educativo argentino y la realidad
nacional representada por el mundo del trabajo en todos sus
matices, parecieran alzarse muros infranqueables y fortísimos.
El
producto de la escuela media
Ejemplo de todo lo que venimos diciendo es la escasa repercusión
lograda por un valioso trabajo realizado no hace mucho tiempo
por la Asociación de Dirigentes de Capacitación
en la Argentina, que entre otras conclusiones dio un interesantísimo
aporte sobre el tipo de egresado de la escuela media necesario
para el país en este instante.
La
tesis sustentada coincide de manera muy clara, curiosamente,
con las definiciones postuladas en un artículo aparecido
en esta misma página bajo el título "Politécnica
y Polivalente", debido a la pluma de un ex funcionario
del Ministerio de Cultura y Educación, el doctor Reynaldo
Ocerín. Sin embargo, no se aprecian –por lo menos
para el conocimiento público– síntomas
reveladores de que el ámbito bajo cuya responsabilidad
se halla la política educativa en el nivel de la enseñanza
media haya tomado conciencia de la presentación de
un grupo que vive a diario las reales necesidades del mundo
del trabajo en materia de recursos humanos.
Tampoco
se observa que el resto de ese mundo advierta la urgencia
de hacer suyas –si es que las considera efectivamente
acertadas– dichas postulaciones, ni de exigir a las
autoridades educativas la atención, debida a sus demandas.
Los
muros, en fin, siguen en pie, sin dar muestras de debilidad.
Quejas
y solicitudes
La Asociación citada parte de la formulación
de una pregunta que, lamentablemente, parece no hacerse jamás
el sistema escolar argentino: si realmente los egresados de
la educación media cubren las expectativas y necesidades
que tiene la sociedad. Su respuesta no es optimista y llega
enseguida a la conclusión de que "en la educación
media el énfasis se debe comenzar a colocar en aspectos
que permitan cubrir necesidades laborales que la sociedad
exige y que actualmente no están cubiertas, o por lo
menos no lo están en el grado mínimo deseado".
El
artículo antes mencionado, por su parte, decía:
"El nivel medio habrá de preparar para el ingreso
del joven en la fuerza activa del trabajo". Y más
adelante proponía caracterizar a la nueva escuela media
por esta nota: "simultaneidad de direcciones formativas;
doble calificación del egresado (aclaramos: para la
prosecución de estudios superiores y como formación
básica general y para la entrada en el mundo del trabajo
en niveles subprofesionales), un plan de estudios compuesto
por rubros comunes y por rubros de especialidad; nuevos tipos
de institutos".
Las
deliberaciones de aquella entidad, por su parte, pedían
cosas muy concretas. Enumeraba, así, los "peritos,
técnicos o bachilleres que el país necesita
como egresados de educación media: en comercialización,
administración, contabilidad o sistematización
de datos, sanidad, cuestiones agropecuarias, minería,
recursos marinos, humanidades, y relaciones e industrialización".
Con respecto al último rubro, se proponía, inclusive,
reducir las actuales especializaciones a solamente estas tres:
Electromecánica-electrónica; química
y metalúrgica.
Muros y fosos
Pero pareciera que entre aquellas demandas tan claramente
planteadas y el sistema escolar argentino no sólo se
alzan enormes muros infranqueables sino que se abren también
profundos fosos, de tal manera que la desvinculación
sea absoluta e insuperable. Porque nada permite presumir que
en un lapso razonable se atenderán las presentaciones
de organismos cuya labor consiste en recibir día tras
día los productos de la escuela media y luchar con
sus deficiencias y carencias.
Como
tampoco existen indicios reveladores de que otras organizaciones
representativas del mundo del trabajo, quizá más
fuertes y significativas, se habrán de lanzar de lleno
a superar este vacío gigantesco entre la escuela y
el trabajo, o sea, entre la escuela y la vida, entre la enseñanza
media y las necesidades de la sociedad para la cual el sistema
escolar –presuntamente– trabaja. Derribar estos
muros, reemplazar estos fosos por vías de comunicación
estables y fáciles de transitar permanentemente, es,
quizá, la primera tarea por encarar por parte de una
acción política decidida a transformar con inteligencia
y eficiencia el sistema educativo argentino.
Mientras
la situación actual de desvinculación entre
dicho ámbito y el mundo del trabajo subsista, todo
se reducirá a debates estériles sobre cuestiones
de naturaleza pedagógica o didáctica cuyo sentido
se pierde en la obscuridad de los círculos especializados
y cuya finalidad concreta nunca podrá comprenderse.
Será algo así como una discusión entre
mecánicos con respecto a las mejores características
de un motor pero sin que previamente se haya señalado
a qué se habrá de aplicar el motor y para qué
se destinará su potencia o su calidad.
La
responsabilidad es mutua. Los educadores y las autoridades
a cargo del sistema escolar tienen la obligación de
iniciar el movimiento para vencer la incomunicación.
Pero idéntica responsabilidad deben asumir los hombres
y las instituciones representativas de las esferas laborales
y productivas si es que más allá de la coyuntura
y de las urgencias de cada instante existe en ellos una pizca
de preocupación por el destino futuro de la sociedad
en la cual estamos todos embarcados. |
El
monopolio educativo
Publicado
el 5 de abril de 1972
Desde que en el siglo pasado –quizá ya a fines
del XVII– comenzaron a alzarse las grandes voces polémicas
sobre los derechos del Estado y de la Iglesia u otros grupos
con respecto a los procesos educativos sistematizados, se
acuñó la expresión del "monopolio
escolar" para referirse a la exclusividad con que el
Estado llegó, en ocasiones, a asumir, la organización
y prestación del servicio educativo. En la actualidad,
esa disputa está perdiendo vigencia aceleradamente,
por un amplio y complejo conjunto de motivos cuyo análisis
escapa a la intención de este artículo. En cambio,
ha aparecido otro planteamiento doctrinario y una nueva polémica.
De lo que se trata ahora no es de discutir por el dominio
del sistema educativo sino de algo más radical. La
batalla se plantea contra el sistema educativo en sí
mismo, sea quien fuere su sostenedor. Una institución
escolar privada reconocida por el Estado integra el sistema
educativo formal, junto con las instituciones oficiales. Y
de lo que se trata es, precisamente, de luchar contra ese
sistema.
¿Por
qué, o mejor dicho, para qué? Pues porque ese
sistema ha terminado por constituir un monopolio, en el sentido
de que nada de lo que se pueda hacer o conseguir fuera del
mismo es reconocido ni alcanza validez legal.
En
efecto: ninguna capacidad personal merece reconocimiento formal
si no está otorgada por el sistema educativo brindado
o al menos reconocido por el Estado. De nada sirve lo que
pueda lograrse fuera de él, formalmente hablando. La
falta de tal reconocimiento formal significa, en la mayoría
de los casos, un impedimento –total a veces, grave otras–
para obtener provecho de capacidades auténticas para
ser útil a la sociedad.
Orígenes
de la cuestión
Los sistemas educativos del mundo contemporáneo se
estructuraron, dentro de los modelos operativos actuales,
a mediados y fines del siglo pasado. Uno de sus objetivos
fundamentales fue brindar a todos los habitantes una verdadera
igualdad de oportunidades, de acuerdo con la filosofía
política de credo democrático. Fueron en verdad
útiles para tal fin, por supuesto, de manera y con
eficacia diferentes según las circunstancias propias
de cada país.
Pero
desde hace unas cuantas décadas –¿dos,
tres...?– comienza a advertirse que han terminado por
constituirse en un formidable obstáculo para ese mismo
ideal de igualdad de oportunidades, así como también
para el afán de movilidad social y de aprovechamiento
integral de los recursos humanos que guiaba a la política
educativa decimonónica. Las causas determinantes de
este fenómeno son claras.
En
primer término, ocurrió algo muy simple: puesto
en marcha el engranaje de los sistemas educativos formales,
fundados sobre las ideologías racionalistas e iluministas
con los que culminó el Renacimiento, los hombres del
XIX y sus herederos del XX se olvidaron –sencillamente
eso: se olvidaron– que existían otros mecanismos
educativos. Dejaron de lado, como si no contaran, las innumerables
fuentes formativas, aptas para el desarrollo moral, religioso,
cívico, laboral e instructivo, que se dan fuera de
los ámbitos escolares. Las menospreciaron, supusieron
que tenían poca importancia ante la escuela.
La
escuela –las instituciones escolares– es, apenas,
un depósito del cual los niños y jóvenes
toman, ordenadamente, porciones minúsculas de la riqueza
cultural –cuantitativa y cualitativamente imposible
de medir– que tiene vida auténtica en la sociedad.
Estos niños y jóvenes no dejan de vivir inmersos
en esa sociedad, y sus pulmones espirituales –su mente,
su personalidad en formación– se llenan cotidianamente
con este otro aire libre, no ordenado metódicamente,
no filtrado a través del aula, de programas, de planes,
de maestros, y profesores. Todo esto cuenta más que
el sistema educativo formal. Un hombre, un profesional, un
obrero, un empleado, un padre de familia, un aspirante a una
ocupación o a un cargo cualquiera, no es solamente
lo que dice el diploma o el certificado que acredita el cumplimiento
de determinados escalones del sistema educativo formal, sino
mucho más que eso. O a veces mucho menos, en un sentido
valorativo. Inclusive desde el punto de vista limitado de
sus condiciones o aptitudes estrictamente ocupacionales o
de su instrucción o caudal de conocimientos. Estos
otros factores, no ponderados en ningún certificado,
serán siempre, sin embargo los determinantes principales
del éxito o del fracaso en la ocupación, el
cargo o la vida personal.
La
segunda causa de que los sistemas educativos contemporáneos
sean un obstáculo para los individuos y la sociedad,
deriva de otro hecho simple, estudiado por gran cantidad de
trabajos sobre la materia. Todas las estructuras burocráticas
tienden, inevitable, fatalmente, a derivar en formalistas
rígidos, incapaces de aprovechar o valorar cuanto escape
a sus posibilidades precisamente formalistas. Tienden, por
la misma razón, a defenderse contra todo aquello que
pueda llegar a constituirse en un rival o en un peligro, mediante
un método bien conocido: el monopolio basado en la
concesión exclusiva del servicio y la persecución
de quien intente brindarlo a menor costo o más eficientemente.
Hay dos maneras de conseguir el monopolio. Una es la prohibición
lisa y llana de competir con el servicio oficial. Otra es
desconocer, desde el punto de vista legal y formal, cuanto
se haga al margen del modelo operativo montado o controlado
por el Estado o siguiendo pautas organizativas o metodológicas
diferentes. Una y otra modalidad combinadas han sido utilizadas
con respecto a los fenómenos educativos. En muchos
países, sin embargo, la libertad a su respecto no es
negada. Pero sólo sirve para satisfacción personal,
de quien la ejerce, pues, a pesar de la excelencia formativa
lograda en cualquier campo, jamás se tolerará
su aprovechamiento si no está previamente reconocida
por el Estado. Este reconocimiento no se otorga mediante probanzas
prácticas, pues al Estado no le interesa saber si hay
auténticas aptitudes o formaciones o capacidades: lo
que exige es el procedimiento, el proceso, el plan, el programa
de su sistema educativo. No hay otra solución sino
pasar por todos sus pasos rígidamente establecidos.
Los
efectos del monopolio
El monopolio educativo del sistema formal destruye la competencia
y anula todo interés en la eficiencia del servicio
prestado. Para conseguir un puesto de ordenanza en la administración
pública se necesita un certificado de escolaridad obligatoria
concluida, es decir, haber aprobado exigencias reglamentarias
del sistema educativo formal. Obsérvese bien: no se
pide saber escribir bien, sino tener un certificado que formalmente
certifica que su poseedor sabe escribir bien, aunque la realidad
sea otra. No importan, en cambio, aptitudes –cívicas,
laborales, intelectuales– adquiridas fuera del sistema.
Para ser recibido como alumnos de los cursos de ingreso en
las universidades, lo que cuenta es el diploma de la escuela
media, no las aptitudes intelectuales que exclusivamente se
posean. Las puertas de las casas de altos estudios están
cerradas para muchos jóvenes y adultos en edades todavía
útiles porque circunstancias diversas les impidieron
concluir la escuela media. Nadie tiene en cuenta la riqueza
formativa que muchos de ellos han logrado por otras vías.
Basta, en cambio, haber dispuesto la oportunidad y haber tenido
la paciencia de sentarse durante cinco años en los
bancos de una escuela perteneciente al sistema educativo formal,
y haber logrado ciertas notas reglamentarias en los también
reglamentarios boletines de calificaciones, para ostentar
un legítimo derecho a golpear las puertas de la Universidad.
La
actividad privada puede eludir a veces estas exigencias, pero
aún allí mismo se hace sentir este fenómeno
con intensidad creciente.
Como
consecuencia inmediata, el sistema educativo formal no se
preocupa de que los certificados que otorga tengan correspondencia
con la realidad. Los peritos mercantiles pueden egresar tranquilamente
después de cinco años de estudiar –y de
aprobar– inglés sin saber ni hablar, ni escribir,
ni leer ese idioma, sin que nadie pida cuentas al sistema.
También pueden egresar muchos niños de la escuela
primaria con una ortografía espantosa. ¿Se le
ha ocurrido a alguien demandar a los responsables de tantos
niños que en el examen de ingreso, en primer año
obtienen "cero" puntos en castellano? ¿Alguien
ha reclamado por los innumerables casos de egresados de escuelas
de comercio que no saben escribir a máquina ni utilizar
la taquigrafía que "aprobaron"?
Es
que el sistema educativo formal no necesita preocuparse por
la calidad de sus servicios: le basta defenderse de lo que
pueda lograrse fuera de él mediante reglamentaciones
que desconozcan e inclusive obliguen a desconocer esos resultados
extra-sistema.
De
tal forma se atenta gravemente contra la igualdad de oportunidades.
Porque se desconocen las vías de formación y
de capacitación que están abiertas en la sociedad
y se exige seguir una sola de ellas, sin siquiera ocuparse
de que esa vía, en su estrecho sendero, sea eficiente.
Quienes por motivos económicos o sociales de cualquier
naturaleza, carecieron en su momento de la posibilidad de
cursarla, resultan perjudicados aunque quizá por otros
medios hayan logrado aptitudes y condiciones iguales o superiores
a las que el sistema educativo formal pueda brindar. En una
palabra: no importa la meta alcanzada, sino el camino seguido.
Debiera ser precisamente lo contrario: lo que cuenta es la
meta lograda, no el método –el camino–
elegido.
También
la sociedad se perjudica grandemente. Pues derrocha recursos
humanos, un lujo que ni siquiera los países más
ricos y poderosos de la tierra pueden hoy permitirse. En el
mundo contemporáneo hay abundancia de hombres cuyos
talentos son desconocidos formalmente y de otros que ostentan
diplomas de los cuales se valen sin que su capacidad esté
demostrada.
Probar
resultados, no exhibir certificados
No proponemos la abolición de los sistemas educativos
formales. Pedimos la abolición del monopolio educativo
por parte del sistema educativo formal, o sea, la admisión
y el reconocimiento de todo tipo de capacitación y
formación logradas por vías distintas, mediante
las pruebas que sea menester. Juntamente, la puesta a prueba
de los resultados logrados por el sistema educativo. Es decir,
que el sistema compita limpiamente por sus resultados y no
se escude en certificados de aceptación obligatoria.
Pero entiéndase: en uno y otro caso se deben probar
resultados. No exigir haber estudiado un programa sino haber
alcanzado una aptitud.
Lo
que deberá hacer el sistema educativo es preparar a
quienes se inscriban en sus cursos para salir airosos de la
prueba o pruebas consiguientes. No le bastará expedir
un certificado donde conste que se ha "cursado"
la escuela media. Deberá ocuparse de que el egresado
alcance, efectivamente, las aptitudes y las capacidades necesarias
para su vida futura.
Si para acceder a las aulas universitarias, por ejemplo, se
considera requisito manejar con soltura un idioma vivo de
los principales de nuestro tiempo, habrá que probar
esa aptitud. Y el resultado valdrá lo mismo ya sea
que se lo haya conseguido dentro o fuera del sistema educativo
formal. El cual no podrá entonces conformarse, como
hasta ahora, con "aprobar" a sus alumnos en idiomas.
A nadie –ni a los estudiantes ni a los padres–
les interesará tampoco esa aprobación formal,
porque sabrán que lo válido será su efectivo
dominio del idioma y no un certificado.
Los
sistemas educativos, por lo tanto, deberán ofrecer
sus servicios, no obligar a que se los tome. La obligatoriedad
debe ser demostrar una instrucción, una formación
cívica o una capacitación. Exigir esa demostración
es legítimo, pero no imponer las vías para lograrlas.
Absurdo, además de ilegítimo, no imponer metodologías
didácticas, horarios, regímenes de calificaciones.
Inútil y dañoso despreciar los resultados formativos,
instructivos y de capacitación logrados por las riquísimas
y poderosas vías extra-escolares, agigantadas hoy por
medios de comunicación cuya penetración y eficacia
es incomparablemente mayor que las de la escuela.
Históricamente
hablando –y dejando de lado, por configurar otro problema,
el caso de los países totalitarios– el monopolio
escolar como dominio absoluto del Estado sobre el ámbito
educativo es un problema superado. Pero el monopolio educativo,
como obstáculo puesto por los sistemas educativos formales
ante las inmensas posibilidades educativas de la sociedad
de hoy y del mañana, es, en cambio, el problema central
de la política educativa actual. Si se acepta esto,
caen o diminuyen hasta hacerse muy pequeñas, muchísimas
cuestiones sobre las cuales se sostienen debates enconados
y se enfrentan posiciones irreductibles. Pero para aceptarlo
hace falta una pizca de ese coraje intelectual y de esa valentía
del espíritu que se llama imaginación. |
El
gran vacío
Publicado
el 17 de mayo de 1972
Todo el sistema escolar argentino presenta graves deficiencias.
Dentro de ese panorama general, la escuela media es el nivel
más desactualizado pedagógicamente, menos adecuado
a las necesidades sociales del momento y el más endurecido
en sus estructuras funcionales. No pretendemos disimular o
negar uno sólo de los muchos defectos de la escuela
primaria, pero en alguna medida cierto fruto, aunque modesto
y escasísimo en relación con los objetivos que
debiera lograr, alcanza. Todavía, en ocasiones, nuestra
escuela primaria puede resistir la comparación con
sus similares de los países más adelantados.
La Universidad presenta problemas políticos y estructurales,
incluyendo los relativos a sus recursos materiales y a sus
disponibilidades físicas, gravísimos. Pero nadie
puede negar su alto nivel científico –hablando
en términos generales y dejando de lado casos aislados–
ni la jerarquía internacional de sus egresados, a menudo
capaces de competir en un pie de igualdad en los centros universales
de mayor renombre.
De
la escuela media, lamentablemente, no podemos decir nada bueno.
Se trata, en síntesis, de una especie de gran vacío
existente entre la escolaridad primaria y la universitaria.
Durante cinco años los adolescentes argentinos, en
el momento mejor de su desenvolvimiento mental, cuando tienen
el espíritu aguzado para las grandes conquistas y abierto
para los descubrimientos vocacionales con los que jugarán
su destino, pierden penosamente sus horas en medio de una
organización de rigidez inconcebible de anacronismo
científico total, de formalismo casi risible, de modalidades
pedagógicas de completa ineficiencia. Hombre soy nada
de lo humano me es extraño, díjose alguna vez
como símbolo de los intereses espirituales abiertos
a los cuatro rumbos. En la escuela media argentina campea
el lema opuesto: nada de lo que ocurra en el mundo y en la
vida importa. Sólo los reglamentos, preparados por
inalcanzables reparticiones sumidas en la oscuridad de los
despachos. Sólo los formalismos, vigilados por las
inspecciones. Sólo el cumplimiento de estatutos destinados
a cuidar la estabilidad y los derechos del personal. El hombre
puede llegar a la Luna y la comunidad europea de los diez
transformar toda la geopolítica universal: no importa.
Los alumnos, por la eternidad, deberán comenzar a estudiar
Europa por el punto primero de la bolilla primera de un programa
cuyos orígenes arrancan del mapa forjado después
de los pactos de Versalles.
Los
adolescentes argentinos están derrochando cinco años
preciosos de su vida encerrados en aulas tapiadas a la historia.
Muy malo sería este vacío, este derroche, esta
nada, si no ocurriera aún algo peor. Porque el resultado
final de la escuela media argentina es, en muchísimos
casos, una esterilizante actitud mental, un definitivo enmohecimiento
de las inquietudes intelectuales, un torcimiento a menudo
irreparable de las metodologías personales del estudio
y la investigación. Son muchos los jóvenes que
deben contar esos cinco años como un gigantesco vacío,
pero hay algo peor: son los jóvenes que en esos cinco
años han estropeado para siempre su capacidad de aprender
o han generado sentimientos de rechazo hacia todas las perspectivas
de esfuerzo mental.
Cinco
años de ocho o nueve meses de clases, con horarios
de cinco a ocho horas completas por día. Cinco años
de encierro físico en salones incómodos y mobiliario
anticuado. Después, egresan sin dominar siquiera un
idioma extranjero, sin escribir a máquina, sin estar
formados para afrontar sus exámenes de ingreso en ciencias
básicas en los ámbitos universitarios sin dominar
instrumentos elementales para la vida laboral de nuestros
días, sin estar aproximadamente orientados hacia sus
actividades futuras. Mejor sería dejarlos practicar
deportes dos días enteros a la semana. Y aún
bastarían tres años para una formación
básica esencial. Para aprender a pensar. A hablar un
idioma. Mejor sería que durante un año o dos
trabajaran –de verdad en medio turno y estudiaran otro
medio.
Pero
el edificio de la escuela media no lo permite, ni lo admite,
ni lo entiende. Sigue igual a sí mismo, convencido
de que en un mundo donde todo cambia él es perfecto,
inmutable, eterno. Las llamadas "horas" de clase
siguen siendo el absurdo de treinta y cinco o treinta y seis
minutos de tiempo útil. Fraccioncitas así repetidas
seis o siete veces en una mañana, en una tarde. Ningún
contenido –ni la matemática ni las ciencias–
ha sido actualizado definitivamente, a pesar de las comisiones,
de los cursos de perfeccionamiento y de los institutos especiales
creados al efecto. Apenas si un puñado de colegios,
cuyo número no aumentará por lustros, ha modificado
el régimen de trabajo del personal docente, de tal
manera que pueda disponerse de un porcentaje aceptable de
profesores con cargos completos en el establecimiento.
Los
funcionarios encargados de tareas de supervisión continúan
ocupados, casi en el ciento por ciento de su tiempo útil,
en tareas administrativas o referidas al cumplimiento de formalidades.
Quienes han llegado a esos cargos después de haberse
batido en pro del perfeccionamiento y el cambio de la escuela
media, o en pro de una auténtica libertad de las escuelas
y de los profesores, suelen caracterizarse por ser los más
exigentes e implacables inquisidores en materia de reglamentarismos
vacíos de sentido.
Los
organismos ministeriales que debieran servir de apoyo a la
obra docente siguen convertidos, de hecho, en las piezas claves
de la política educativa.
Podemos
afirmarlo: cuando los jóvenes, al llegar a cuarto o
quinto año comienzan a resistirse a esta escuela media,
tienen razón.
Un
padre sensato bien podría –si tuviera además
recursos económicos– evitar a su hija este sistema
absurdo y en tres años, poco más o menos, brindarle
una formación académica muy superior a la que
hoy le brinda el plan oficial de la escuela media argentina.
Pero tampoco podría, porque para reconocerle esa formación
del Estado le exigiría haber estudiado, según
los formalismos consabidos, todos los puntos señalados
en sus vetustos e inútiles programas. El muchacho podrá
ser un genio, pero si no prueba haber gastado determinada
cantidad de tiempo en copiar modelos de yeso para la asignatura
Dibujo o en hacer como que canta o en saber la fecha de nacimiento
de tres compositores –dos argentinos y uno universal,
por ejemplo, o viceversa quizá– para la asignatura
Música, o en pegar prolijamente unos recortes de papel
glacé para Actividades Prácticas, es inútil:
no podrá entrar a la Universidad.
Todo
lo anterior tiene un tono de exabrupto que no es el mejor
–lo sé– para trasmitir mensajes constructivos.
Inclusive, bien podría confundirse con la posición
de un adolescente en plena crisis de demolición de
la sociedad y de los valores del mundo adulto, o con la de
algunos personajes envejecidos y resentidos por mil frustraciones
que al final de sus vidas sólo ven lo negro, lo mayo
y lo feo. Por eso resulta muy peligroso firmar –afirmar–
conceptos tan terminantes, casi sin matices. Cuya demostración
científica o empírica es, además, sumamente
complicada.
El
punto a que hemos arribado en estos asuntos en nuestro país
exige, sin embargo, hablar claro. Creemos que la Argentina
no puede seguir tolerando una escuela media cuya ineficacia
llega a tal extremo. Los jóvenes que egresan de ella
en condiciones aceptables para seguir adelante en el campo
de los estudios o en el mundo del trabajo son, sencillamente,
quienes por gracia del azar, o por obra de sus padres o de
su propio medio, o bien por estar dotados de aptitudes excepcionales,
han logrado salvarse de su carácter negativo. No tenemos
derecho a seguir condenando a los adolescentes durante esos
cinco años maravillosos y tan cargados de posibilidades
que van entre los 13 y los 18 de edad, a este encierro, a
este vacío inmenso, a este proceso esterilizante de
sus inteligencias.
Sepamos
reaccionar alguna vez. Porque junto con los problemas políticos
y económicos de la hora actual, este de la educación
y en particular el de la enseñanza media es capital
para nuestro destino como nación.
Para
resolverlo no bastan reformas. No se trata de arreglar, ni
siquiera de modernizar la casa vieja. A esta altura hay que
construir otra nueva. El edificio de la escuela media argentina
no resiste retoques, aún los llamados profundos. Debe
ser derribado enteramente, hasta los cimientos, para alzar
algo radicalmente distinto.
Dicho
lo cual, quien esto escribe debe hacer una confesión
de carácter personal. Saben los lectores que esto es
inusual. Pero en este caso es inexcusable. En este mes cumple
sus veinticinco años en la doctrina. Un cuarto de siglo
sin interrupciones en la tarea de la enseñanza –a
través de todos sus niveles, desde el primario al universitario,
y en este caso en la especialidad de la política educativa–
quizá no sea mucho. No es poco, de todos modos. Le
sucede en este instante algo de lo que Rodó afirmaba
de sus lecturas al llegar los años de su madurez: que
después de haber amado a Perrault "de la dichosa
edad en los albores", y de haber crecido lentamente en
gustos, y de haber pasado por las cumbres de las letras –Lamartine,
Cervantes, Balzac– "... hoy, ¡cosa extraña!,
vuelvo a Perrault, ¡me reconcentro y río!
En
nuestra adolescencia de entonces, con 19 años, un título
y un cargo flamantes de maestro normal, iniciando la carrera
de Pedagogía en la Universidad, sorbíamos los
vientos de la petulancia juvenil y afirmábamos la necesidad
de destruir todo el sistema educativo nacional para empezar
de nuevo. Pasados los años, el estudio y la reflexión,
la edad madura, en fin, hicieron comprender el error de posición
tan extrema. Aprendimos entonces cómo las grandes construcciones
de la historia se hacen sobre las piedras puestas por los
mayores y se asientan mejor sobre esos cimientos.
Ahora,
como Rodó, retornamos a sentimientos de ayer. Ahora,
después que la vida nos permitió conocer la
realidad de la escuela media argentina desde todos los ángulos
y desde todas las posiciones, considerando los avances vertiginosos
de la historia a partir de 1945, vista la situación
de endurecimiento definitiva de las estructuras de este nivel
escolar, llegamos a la misma conclusión de aquella
adolescencia.
Desde
el fondo de una consciente, serena, honesta reflexión,
desde el sedimento dejado por los estudios, las lecturas,
las observaciones y las experiencias de este cuarto de siglo,
y principalmente, desde la perspectiva del futuro de los próximos
veinticinco años, afirmamos que de la escuela media
argentina sólo se puede decir hoy lo que el romano
predicaba de Cartago: delenda est. Debe ser destruida. Porque
ese gran vacío ocupa la mejor edad de nuestra juventud
y debe ser llenado con una labor fecunda.
|
Para reemplazar la escuela
media
Publicado
el 5 de julio de 1972
Hemos dicho en un artículo anterior –"El
gran vacío"– que la escuela media representa
en todas partes del mundo el punto crítico de la estructura
de los sistemas educativos. Nuestra posición no se
agota en una crítica de carácter pedagógico
propiamente dicho. No se refiere exclusivamente a los aspectos
organizativos internos y técnico-docentes de la escuela
media, sino que apunta a la institución escolar en
sí misma. Creemos, en efecto que la transformación
más completa de la escuela ocurrirá –debe
ocurrir– en el nivel medio de la enseñanza. La
escuela primaria y la Universidad cambiarán mucho,
sin duda. Sufrirán modificaciones muy profundas en
toda su organización interior, en sus aspectos administrativos
inclusive, y fundamentalmente en sus modalidades de acción
docente: contenidos, métodos, de trabajo, regímenes
de enseñanza-aprendizaje, sistemas de evaluación
y promoción, etc. Pero, con todo, como "institución"
de algún modo subsistirán con caracteres tales
que permitirán reconocerlas aproximadamente como sucesoras,
al menos, de las escuelas primarias y las universidades actuales.
Tengo para mí, por el contrario, que las escuelas de
enseñanza media desaparecerán literalmente.
Serán reemplazadas por otro tipo de organizaciones
o por otras modalidades de realización del servicio
educativo.
Institución
y función
Es necesario, en primer término, reiterar brevísimamente
un aspecto sobre el cual otros estudiosos –argentinos
y extranjeros– han insistido ya. Las necesidades de
un servicio educativo correspondiente a las edades actualmente
abarcadas por la escuela media, subsistirán. Habrá
que cumplir funciones de transmisión cultural, de capacitación
mental, de formación general y de introducción
en ámbitos laborales definidos. Pero esto no significa,
necesariamente, la subsistencia del mismo tipo de institución
o del mismo esquema organizativo hasta hoy montado para llenar
esas necesidades.
Primer
principio: La división del trabajo
Como punto de partida, debe admitirse la imposibilidad de
que una sola institución satisfaga todas las necesidades
educativas de la adolescencia y la juventud. Estamos pidiendo
a la escuela media una misión excesivamente vasta:
formación general, cultura académica de carácter
tradicional, capacitación ocupacional, atención
y satisfacción de las necesidades del desarrollo físico,
introducido a la vida cívica y social, superación
de los escollos psicológicos habituales en esa etapa
evolutiva. Esas tareas deben ser satisfechas, con el esquema
actual, por una institución cuyo personal y cuya organización
funcional interna está enteramente sujeta a los mismos
regímenes laborales, con remuneraciones fijas según
pautas idénticas, dentro de un mismo estatuto profesional,
siguiendo regímenes de evaluación y de promoción
comunes. Esto constituye un escollo insuperable. No queda
otro medio sino pensar en instituciones diferentes. Unas estarán
destinadas al área de la educación física,
con instalaciones adecuadas, personal especializado, sujeto
a regímenes laborales –de remuneración,
de horario, de jubilaciones, etcétera– apropiado
a sus funciones, y con modalidades internas organizativas
nacidas de los objetivos por cumplir y de sus necesidades
funcionales. Otras serán, por ejemplo, los centros
de idiomas, destinados al área de las lenguas extranjeras.
Otras las que concentrarán la formación y la
capacitación estética referida a las llamadas
bellas artes. Otras, por supuesto, las que se ocuparán
de la capacitación e introducción en el área
ocupacional. Otras las que se dediquen a los contenidos que
podríamos llamar, provisoriamente, académicos,
es decir, los de carácter tradicional y que han constituido
hasta hoy el centro sobre el cual ha girado la escuela media.
En
cuanto a la posibilidad de montar estos centros en un solo
"campus" para evitar problemas de desplazamientos
y complicaciones horarias o de transporte, es un asunto que
puede resolverse de manera diferente según las circunstancias
de cada lugar. Las perspectivas varían de país
a país y dentro de cada país, de región
a región y de ciudad a ciudad. Lo único que
no se puede pretender es fijar una única y apriorística.
La
unidad perdida
No deben rasgarse las vestiduras, por esto los sostenedores
de la unidad de la educación y de la integralidad de
la formación humana. En primer término, porque
si algo ha contribuido a estropear esa unidad ha sido la organización
tradicional de la escuela media, y no desde hace poco. Las
páginas de Gentile denunciando ese tremendo mal cuentan
medio siglo y desde entonces no se ha podido hacer nada para
superarlo. Así, pues, si existe preocupación
por la unidad de la obra educativa en la etapa de la adolescencia
y la primera juventud, no es la actual escuela media una respuesta
adecuada. Por mi parte, entiendo que un sistema capaz de conseguir
una profundización auténtica en cada área
será la condición indispensable para obtener
aquel viejo ideal de integración del saber y del hacer.
Segundo
principio: Las opciones
No es posible, ni se justifica, exigir a todos los adolescentes
caminos idénticos. Todos deben tener la oportunidad
de acceder a cualquier área, pero no hay más
remedio que admitir opciones. Seguramente, habrá que
forjar mínimos comunes, pero inmediatamente después
de haberse alcanzado ese mínimo común deberá
permitirse la libre elección de áreas o por
lo menos la intensificación de alguna de ellas. De
hecho sucede esto mismo y la lucha por impedirlo es estéril,
agotadora y sólo conduce a conflictos a veces graves
o a frustraciones completas. Hay adolescentes que prefieren
intensificar su actividad física: es inútil
negárselo, lo cual no quiere decir que dejarán
todo el resto. Hay jóvenes con preferencias o aptitudes
marcadas por las lenguas extranjeras: ellos podrán
duplicar su dedicación horaria a ese aspecto y disminuir
su actividad deportiva. Algunos demuestran inclinaciones o
posibilidades amplias en ciertos campos de actividades prácticas
o laborales: podrán destinar quizás medio turno
a esas tareas y quizá hay que resignarse a una mínima
formación en lenguas extranjeras, por ejemplo. Otros
demostrarán condiciones especiales para los contenidos
científicos y matemáticos: entonces tomarán
lecciones intensificadas al respecto, pero, a los mejor, apenas
si participarán en entrenamientos laborales.
Tercer
principio: La no gradualidad y el no agrupamiento forzoso
Tampoco existirán los agrupamientos y los grados actuales
por años de edad o por secciones escolares. Ningún
adolescente estará en tal año o en tal grado
escolar ni en tal sección de ninguno de estos centros
educativos. Participará del grupo adecuado a sus condiciones
y cambiará de grupo cada vez que las circunstancias
lo hagan aconsejable. Su evolución quedará señalada
por sus aptitudes, posibilidades y esfuerzos. En la realidad
esto ocurre de todos modos, sólo que la escuela continúa
cerrando sus ojos a esa realidad: el adolescente de catorce
años que participa del conjunto orquestal con adultos,
no tiene porqué coincidir obligatoriamente, en la clase
de música, con otros adolescentes de su misma edad
a quienes con gran esfuerzo se procura introducir en las nociones
elementales de ese arte.
Hay
jóvenes que a los quince años manejan una lengua
extranjera con soltura y precisión y otros que a esa
edad procuran a duras penas balbucearla y entenderla. Hay
chicos que a los trece años desarman y arman el motor
de una motocicleta pero quizá no conocen a Cervantes,
y otros que a esa edad han leído más de un clásico
pero no distinguen una bujía de un carburador.
A
todos se procurará darles una visión y una capacidad
integradora de sus mundos respectivos, pero es absurdo obligarlos
a un camino idéntico, con lo cual sólo se consigue
destruir las capacidades de la mayoría.
Cuarto principio: La participación del mundo
extraescolar
Además de la existencia de centros educativos diversos,
en esa misión de servicio educativo habrá de
participar activamente el mundo extraescolar. Las empresas
y las instituciones académicas, culturales y artísticas
recibirán jóvenes y adolescentes para atender
sus necesidades formativas. El mundo del trabajo deberá
hacerlo principalmente, y esta será una manera de cerrar
la brecha abierta actualmente entre la escuela y la realidad.
De tal manera, un amplísimo margen de probabilidades
se abre como reemplazo de esta institución que hoy
llamamos "escuela media" y a la cual estamos pidiendo
milagros, olvidando que los hombres no estamos facultados
–corrientemente– para realizarlos.
Último
principio: Abandono de formalismos vacíos; más
complejidad vital
Sean cuales fueren en total los principios aceptados, deben
concluir por este: no más formalismos vacíos
de contenido real. Es decir: no más diplomas, certificados
o títulos. Cada adolescente, cada joven, cuando crea
que está en condiciones de acceder de lleno al mundo
del trabajo o a los ámbitos de los estudios superiores
universitarios, deberá probarlo por sí mismo.
No faltarán quienes puedan hacerlo mucho antes que
hoy, ganando años preciosos e irremplazables. Pero
ninguno lo hará válido de un papel que "dice"
que ha concluido tal o cual curso, tal o cual nivel de escolaridad.
Lo que la sociedad exigirá es demostrar capacitación:
cultural, personal, cívica y ocupacional.
La
etapa de la adolescencia y la primera juventud, después
de la escolaridad básica y antes de la iniciación
de los estudios universitarios o de la penetración
definitiva en el mundo del trabajo profesional, se convertirá,
de tal modo, en una compleja circunstancia donde la sociedad
ofrecerá servicios educativos múltiples, en
centros educativos organizados cada uno según sus propias
necesidades y características. A ellos concurrirán
todos los habitantes entre los once y los veinte años,
aproximadamente, pero cada uno según sus propios intereses,
aptitudes y voluntades.
Centros
educativos en cambio de escuela media. Vida, en cambio de
formalismos. |
De
rebeldes y conformistas
Publicado
el 11 de octubre de 1972
En todas las épocas han existido rebeldes y conformistas.
No hablamos, por supuesto, de quienes gustan jugar a la rebeldía,
mediante actitudes fingidas de aparente rechazo al contorno
cultural y en realidad no buscan sino destacarse y llamar
la atención por cualquier medio. Pueden ser los adolescentes
en pleno período de afirmación de su yo todavía
en gestación, o alguno de esos adultos que en el fondo
de su personalidad jamás han logrado salir de la adolescencia.
Pueden ser, también, quienes actúan como rebeldes
sin serlo, simplemente detrás de la gloria trivial
o de un bien calculado negocio. Hablamos de los rebeldes de
verdad, es decir, de aquellos que tienen por delante sólo
dos caminos: o la heroicidad, pagadera en persecuciones, sacrificios,
cárceles o muerte, o la vida oscura de cada día,
silenciosa en el erguido mantenimiento de la propia convicción,
refugiada en el hogar o en la soledad, en la pobreza económica,
en la mediocridad de las apariencias.
Como
reconocerlos
En nuestra época, como siempre, hay rebeldes y conformistas.
Es fácil reconocer a unos y otros. La clave es observar
cómo los primeros no se dejan arrastrar irreflexivamente
por las propuestas de cada día. Meditan seriamente
antes de aceptarlas, las pasan por el tamiz de sus propios
criterios, de sus gustos, de sus ideas, en fin. Los segundos
son los seguidores fieles de la novedad cotidiana. En todos
los ambientes y en todas las edades se los distingue claramente.
Podríamos
comenzar por detalles de importancia escasa, a los cuales,
efectivamente, no se les debe otorgar excesiva jerarquía.
Por ejemplo, la moda en el vestir, en el hablar, en el actuar
diario. Los conformistas viven esperando el dictado de la
novedad para someterse a ella con fervor de súbditos
obedientes. Apenas si necesitan la insinuación de los
amos del terreno para plegarse a sus indicaciones, pues ansían
demostrar su condición aceptando inmediata y entusiastamente
cualquier imposición, por absurda que fuere. Los rebeldes
meditan, esperan, analizan, cotejan. En ocasiones, es duro
rechazar lo absurdo, si todos lo llevan; dejar de lado lo
incómodo, si se usa. Hay más: se requiere cierta
dosis de coraje para continuar con las prendas de ayer en
función de una sensata economía. Entre los buenos
burgueses tan denostados por aquellos seguidores conformistas
de la moda de cada temporada se encuentran no pocos honrados
padres de familia capaces de arrostrar la calle sin seguir
la última línea pero pensando en las necesidades
más hondas a las que se deben. Entre esos conformistas
se anotan hoy abundantes jóvenes, pero afortunadamente
quedan –se los ve en muchos empleos, en las universidades–
rebeldes auténticos dispuestos a no dejarse arrastrar
por los ofrecimientos excitantes de las vidrieras y seguir
con la ropa de su preferencia y al alcance de su bolsillo,
mientras adelantan en una carrera por la cual quizá
ellos y sus parientes hacen severos sacrificios.
Los
jóvenes
Y ya que entramos al tema de la juventud, consideremos algo
más. En los ámbitos estudiantiles, precisamente,
es donde hoy la rebeldía de muchos jóvenes y
adolescentes alcanza puntos críticos. Porque no es
sencillo rebelarse contra las insinuaciones fáciles
del alzamiento hacia la autoridad legítima de los profesores,
dejar de lado el canto de sirena de quienes incitan al abandono
de todas las normas, rechazar la demagogia de compañeros
y de muchos docentes que los halagan diariamente hablándoles
sólo de sus derechos. Quedan, sin embargo, jóvenes
rebeldes: no quieren –y lo dicen y lo sostienen–
suplantar a sus maestros sino formarse con seriedad y autenticidad.
No quieren sumarse a las caravanas de agitadores, y algunos
tienen el coraje de afirmarlo. Son capaces de resistir las
invitaciones a asambleas tumultuosas y algunos hasta llegan
al extremo de retirarse de ellas con dignidad. Lamentablemente,
los conformistas son algunos más. Se pliegan de inmediato
a todas las insinuaciones. Son incapaces de resistir la presión
psicológica de los expertos en dinámica de grupos.
No pueden evitar acobardarse cuando se los incita a alzarse
contra las autoridades sin saber cómo ni por qué.
Simplemente, se dejan llevar.
Los
conformistas se visten a la moda, y usan los vestidos que
les mandan sus amos: la publicidad y los demagogos. Hostilizan
a los mayores y a la burguesía porque sus líderes
se lo ordenan. Leen sólo los volúmenes distribuidos
en las librerías "de onda", y no se atreven
a hacerlo con un clásico, por pura cobardía
intelectual. Los rebeldes, por ahora, deben refugiarse en
la intimidad, salvo que sean capaces de afrontar algo más
que pullas y desdenes.
El mundo adulto
La rebeldía del mundo adulto suele ser asimismo difícil.
Los conformistas se pliegan sin hesitaciones a cualquier tendencia.
Por ejemplo a escuchar toda clase de espantosas palabrotas,
obscenidades o groserías en teatros pretendidamente
serios. Los rebeldes tienen un coraje singular: son capaces
de decir no a esos espectáculos. Son capaces de negarse
a una invitación para presenciarlos aunque ello suponga
bromas, humoradas y etiquetas de anticuado. Simplemente, defienden
sus sentimientos, sus posiciones. Si las malas palabras les
chocan, tienen el coraje de decirlo: les chocan, no les gustan,
prefieren no asistir a las salas a las cuales hoy concurren
"todos". Los conformistas leen siempre –y
alaban– los escritores del momento. Los rebeldes tienen
la valentía de discrepar –cuando lo creen oportuno–
con las opiniones mayoritarias.
Entre
los padres, las distinciones de rebeldes y conformistas son
netas. Abundan los segundos; incapaces de resistir ideas ajenas,
ambiciosos de mostrar modernidad, anhelantes de exhibir formación
psicológica de avanzada aunque se basen en lecturas
de quinta o sexta mano, en manuales o revistas de mala divulgación,
aceptan sin más ni más todas las exhortaciones
a educaciones originales y toleran o inclusive estimulan cualquier
comportamiento.
Hay,
sin embargo, padres rebeldes. Cuando no terminan de entender
las ventajas de una nueva posición, no la aceptan.
Tienen la valentía –a veces es muy dolorosa–
de afrontar los enojos de sus hijos, las caras largas de la
mesa familiar, las impertinencias de los consejeros oficiosos.
Pero todavía quedan padres que se atreven a decir "no"
cuando verdaderamente no están convencidos de la sensatez
de decir "sí". Los conformistas han aprendido,
además, que aceptándolo todo la vida es más
cómoda. Los rebeldes consienten sólo cuando
han llegado a comprender las ventajas educativas de la respuesta
afirmativa. Pero meditan, reflexionan, analizan, bucean en
sí mismos y no solamente en lo que se dice, en lo que
se oye. Guían a sus hijos por la senda que ellos honestamente
creen buena, aunque admiten poder estar equivocados. Tienen
coraje para cumplir un papel difícil: frenar, resistir.
Sus hijos son afortunados: tienen padres. Los hijos de los
padres conformistas viven contentos unos pocos años,
hasta que de pronto comprenden algo terrible: carecen de apoyos,
de sostenes, de maestros. Porque cuando se encaprichaban,
estaban buscando la autoridad y encontraron el vacío
de la complacencia conformista y comodona. De todas las rebeldías
de la época contemporánea, ninguna, probablemente,
más dura que esta de los padres dispuestos a dar a
sus descendientes sólo aquello en lo cual creen de
verdad.
Una pequeña confusión
Sí: también en nuestra época existen
rebeldes y conformistas. Lo que quizá desoriente y
confunda es que por un fenómeno curioso –¿u
organizado por inteligentes buscadores de ganancias en los
ríos revueltos de la sociedad actual?– los nombres
se aplican cambiados. Llámase corrientemente rebelde
al conformista, y viceversa. Los jóvenes conformistas
cuyo pensamiento está puesto solamente en el último
grito de la moda y visten con extravagancia por incapacidad
para no dejarse llevar por sus dictados tiránicos,
se nombran rebeldes. Los estudiantes capaces de arrostrar
las iras de los activistas en las aulas universitarias, dispuestos
a trabajar con seriedad en la preparación de sus materias
y a aceptar honestamente la autoridad de sus maestros, son
denostados con el mote de conformistas. Los buenos burgueses
que trabajan duramente para brindar honorablemente a sus familias
las satisfacciones materiales y culturales tan altas de nuestros
días, y que para lograrlos se resisten al consumo innecesario,
a los gastos ostentosos y aún a dejar de lado los valores
o los principios en los cuales creen con sinceridad, son llamados
conformistas y resultan pasto habitual de la ironía
de quienes, con el cartel de rebelde puesto en banderola,
se conforman día tras día detrás del
aparato gigantesco montado para domesticarlos.
Rebeldes
y conformistas existen, hoy, como siempre. Sólo que
es habitual equivocarse al nombrarlos. Pero esto es apenas
una pequeña confusión. Basta un simple llamado
de atención, una brevísima reflexión
para advertirla y poner nuevamente las cosas en su lugar. |
Cuarenta
años atrás
Publicado
el 8 de noviembre de 1972
Hace muchos años –cuarenta, exactamente, para
ser precisos– una circular de la entonces Inspección
General de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial,
encargaba a los "señores Inspectores" una
difícil misión. Porque no consistía en
observar el cumplimiento de ninguna reglamentación,
en supervisar el acatamiento de ninguna formalidad, y ni siquiera
en informar sobre alguna denuncia o en recoger testimonios
para algún sumario. Nada más ni nada menos les
encargaba "observar y determinar dónde se realiza"
y "aconsejarlo si fuese necesario", "en qué
forma y en qué medida los miembros del personal directivo
desenvuelven una acción espiritual sobre los alumnos".
No se detenía allí la intención de la
Inspección General de Enseñanza Secundaria de
hace cuatro décadas. También quería saber
si ese personal directivo "mantiene frecuentes contactos
espirituales con los alumnos o es total su aislamiento frente
a ellos". Va todavía más lejos. Encarga
averiguar si dicho personal "durante las horas libres,
por ausencia de profesores, ha tomado la clase para oscultar
el estado de la asignatura, o desarrollar el tema del día,
o plantear temas históricos o contemporáneos,
artísticos o morales, científicos o literarios,
según sus particulares preferencias. O si alguna vez
han dejado librada a la iniciativa de los alumnos la determinación
del tema o problema". Es probable, claro está,
que la mayoría de los rectores o directores de nuestro
tiempo de establecimientos de enseñanza media, en cualquiera
de sus modalidades u orientaciones, pueda afirmar con razón
la imposibilidad de quienes lo hacen, con esfuerzo, y sacrificio,
robando tiempo a su descanso u obligaciones personales. Todos
podrán alegar, es cierto, cómo el tamaño
de los establecimientos y el número de divisiones les
impide conocer siquiera a los alumnos, y cómo el fárrago
de tareas administrativas y burocráticas los impide
dedicarse a aquellas otras. Pero, precisamente, esas explicaciones
–justas, verdaderas–, reflejan la gravedad del
daño padecido por la enseñanza media. Eximen
de culpa, en todo caso, a las personas responsables, pero
no al sistema que provoca el mal. Sobre todo, no bastan para
suprimir las consecuencias sobre la obra educadora.
La
circular comentada no limita sus exigencias a los aspectos
antes reseñados. Pregunta si el personal directivo
"fomenta entre los alumnos la lectura elevada, más
allá de los textos" y –recuérdese
que estamos en 1932, es decir, muy lejos todavía de
la multiplicación de revistas culturales o publicaciones
periódicas de divulgación propias de la época
actual– "si han recomendado o facilitado a los
alumnos algunas de las revistas contemporáneas en lengua
española o idioma accesible, de contenido ilustrativo,
estimulante y moralizador". Hoy nos quejamos del alejamiento
de la escuela media de la realidad cultural, política
y social de la vida cotidiana: cuarenta años atrás,
cuando la realidad escolar vivía mucho más cerca
de aquella otra, ya se estaba reclamando el mismo acercamiento.
La
circular apunta luego al problema de fondo. Porque inmediatamente
encarga a los señores inspectores observar "si
plantean –los rectores y directores– estas mismas
exigencias educativas y hondamente espirituales de la enseñanza
media a los profesores, para que ellos no limiten su labor
a una mecánica y fría transmisión de
nociones dosificadas y a recoger exámenes esquemáticos..."
Para
cumplir hoy
Como se ve, la circular Nº 16 del 11 de mayo de 1932,
de la Inspección General de Enseñanza Secundaria
no ha perdido actualidad. Si se la remitiera hoy mismo a todos
los establecimientos de enseñanza media del país
–y se lograra cumplirla– sería altamente
beneficiosa. Porque a continuación prosigue formulando
indicaciones, dando ideas de trabajo, orientando, en fin,
la labor pedagógica de rectores y profesores. Así,
por ejemplo, halla un modo amable para recordar a los docentes
la necesidad de "conocer el contenido de la biblioteca,
especialmente en el sector afín a sus materias para
servir de guía bibliográfica a sus alumnos".
Sugiere "organizar audiciones y conciertos combinados
con explicaciones preliminares" y "llevar a los
alumnos a las exposiciones de arte, con referencias previas
sobre los valores que van a observar".
Vale
la pena citar otras dos sugerencias, por la extraordinaria
validez que adquieren para estos momentos, pues en 1972 resultan
mucho más oportunas, todavía, que en 1932. Una
de ellas incita a aprovechar la presencia en el país
"de figuras extranjeras de prestigio en alguna actividad
cultural... a fin de que se interesen –los alumnos–
en sus enseñanzas y penetren en las corrientes del
pensamiento actual a través de sus maestros".
Pensemos cómo se ve facilitada hoy esa ambición,
habida cuenta de la multiplicación de los contactos
con las grades figuras de la ciencia, del arte y de la política
contemporáneas y de las extraordinarias posibilidades
de difusión ofrecidas por los modernos medios de comunicaciones.
Pues si aprovecháramos las transmisiones de la televisión
vía satélite para algo más que para los
grandes sucesos deportivos, nuestros jóvenes –y
la población toda– podrían tomar contacto
directo con las figuras y las manifestaciones culturales más
importantes de la época. Cuando se redactó esta
circular no podían siquiera soñarse esas maravillosas
conquistas.
Cuarenta
años después seguimos sin practicar siquiera
regularmente las modestas pretensiones en las que por entonces
cabía, solamente, pensar.
La
segunda recomendación cuya actualidad es notoria se
refiere a la "vida deportiva auténtica".
Cuando aún se estaba lejos de los desagradables episodios
característicos de las competencias deportivas de nuestros
días, cuando quizá ni siquiera se mencionaba
"la posibilidad de tener que luchar contra el uso de
drogas estimulantes y las confrontaciones no habían
alcanzado los caracteres casi patológicos que hoy las
llevan a asemejarse a encuentros donde se jugará el
honor nacional o la existencia misma de los protagonistas,
la circular pedía observar si el personal directivo
de las casas de estudio "fomenta la vida deportiva auténtica
ante los alumnos y si les hace notar los peligros de la exageración
del deporte que constituye unos de los fenómenos característicos
de nuestros días..."
Recomendaciones
Después de encargar al cuerpo de inspectores esta misión,
la circular enuncia recomendaciones para el personal directivo
y docente de los establecimientos de su dependencia. No podemos
mencionarlas todas, ni siquiera glosarlas. Pero espigaremos
de entre ellas. "Equivocados están los que creen
que la esencia de toda acción educadora está
en los conocimientos. El predominio intelectualista de nuestros
programas no debe tomarse como barrera opuesta a toda penetración
de sentido ético y espiritual". "Que toda
la institución sea una cátedra viviente de lenguaje.
Que la enseñanza de la lengua no sea considerada como
una materia más sobre la que se informa a los alumnos
sino como un problema de importancia personal para cada uno,
inculcándoles la convicción de que expresarse
es vivir sus ideas y sus sentimientos..." "Los adolescentes
rehuyen las naturalezas dominadoras y violentas. Cada profesor
debe disimular las actitudes antieducadoras que pudieran brotar
de su temperamento..."
Y
por fin esta otra, cuya aplicación en 1972 resultará
oportunísima: "Que la cátedra de segunda
enseñanza no se convierta en instrumento propagador
de ideologías militantes o sectarismos partidarios,
políticos, religiosos ni sociales".
Nuestro
ayer pedagógico
La Argentina vive instantes difíciles en su organización
educativa y en sus fundamentaciones pedagógicas. Ello
es parte de la particular situación histórica
en que se halla nuestra patria, pues sería ilógico
suponer un estado floreciente o una marcha armónica
y sin tropiezos en su sistema escolar en medio de las complejas
circunstancias de su problemática política,
económica y social. Pero también es fruto de
la introducción brusca en el país de doctrinas,
teorías y modalidades pedagógicas y didácticas
de otras latitudes sin suficiente meditación por parte
de sus propagadores y sin ni siquiera una mínima adaptación
terminológica o conceptual.
Lo
dicho no significa negar méritos o valores a aquellas
doctrinas o modalidades pedagógicas. Intenta señalar
solamente los peligros –y también la inoportunidad
o la falta de necesidad– de aceptar y tomar sin suficiente
juicio crítico cuanto llega de afuera. Porque, además,
en nuestro pasado educativo y pedagógico tenemos una
riqueza profunda desaprovechada, ignorada o subestimada. La
circular que hemos querido comentar, como justiciero homenaje
ante las cuatro décadas cumplidas desde su redacción
no es sino uno de los muchos ejemplos factibles de probar
esa riqueza olvidada.
Los
nombres que jalonan la tradición pedagógica
argentina son muchos y muy dignos. Si retornáramos
cada tanto nuestros ojos a las páginas que nos han
dejado en libros hoy cubiertos de polvo en muchas bibliotecas,
hallaríamos con sorpresa cómo aparecen en ellos
las ideas que los argentinos estamos "descubriendo"
en textos y manuales traducidos y con avisos de modernidad.
En
el caso que nos ocupa, la circular fue enviada bajo el título
de "Instrucciones sobre la labor educadora y cultural
en los establecimientos de enseñanza". Su autor
fue un distinguido pedagogo, cuya obra ha quedado reflejada
en numerosos libros y a lo largo de su actuación en
cátedras y funciones de delicada responsabilidad. Creemos
no equivocarnos si afirmamos que las pocas páginas
de esta circular constituyen un resumen de valor excepcional
de su pensamiento y de la hondura de la escuela pedagógica
argentina. Se llamaba Juan Mantovani. |
Los
puentes
Publicado
el 31 de enero de 1973
Pocos estudios resultan tan apasionantes como los referidos
al sucederse de las generaciones, es decir, de esos grupos
humanos ligados entre sí –a menudo a pesar de
sí mismos– por circunstancias irreversibles que
le otorgan un carácter, un estilo, un aire de familia
en fin, aunque las ideas de sus diferentes miembros estén
o pretendan estar en absoluta oposición. Entre nosotros
contamos distinguidos cultores de ese terreno y un pequeño
volumen titulado precisamente "Las generaciones argentinas"
ha cobrado en poco tiempo categoría de clásico
en la materia.
Pero
pocos estudios resultan, igualmente, tan arriesgados o, para
decirlo de otra manera, tan fáciles para el resbalón
intelectual, lo cual constituye una forma discreta de encubrir
el vulgar hábito de la charla insustancial transformada
en tesis doctrinaria. A sabiendas del riesgo, y dispuestos
a asumir las consecuencias si resbalamos, nos salta la tentación
de decir unas palabras sobre la misión de una generación.
Se trata de aquella cuyos componentes oscilan hoy entre un
amplio, generoso límite temporal y cuyos contornos
precisos, más que por la edad misma, vienen dados por
una circunstancia común: son los padres de los adolescentes
y jóvenes contemporáneos. Los define mejor la
edad de sus hijos. De alguna manera están juntos todos
aquellos cuyos descendientes tienen actualmente entre ocho
o nueve años –entrando en la pubertad–
y veinte o veinticinco, o sea entrando en la madurez. No incluimos
en la categoría, a quienes intentan desesperadamente
renegar de su edad y pretenden asimilarse a los hijos. Valen
solamente los dispuestos a ser padres, a ser adultos, a ser
fieles a lo que creen, a lo que sienten... y a lo que pueden.
Son la mayoría, la inmensa y silenciosa mayoría.
Son los que importan, aunque no figuren.
Las
misiones difíciles
Y bien: ¿Cuál es la misión encomendada
a esta generación de hombres y mujeres de entre 35
y 50 ó 55 años, poco más o menos, en
nuestro mundo de estos días? No es brillante, al menos
en apariencia.
Hay
generaciones destinadas a pasar brillantemente por la historia,
a dejar la estela de los grandes actos creadores, de perdurables
construcciones sociales, institucionales, económicas,
políticas. Fundan naciones, alzan ciudades, trazan
carreteras, abren surcos en los campos del espíritu,
dictan códigos, dejan normas respetadas. Otras en cambio,
caen diezmadas en los campos de batalla, o luchan contra las
calamidades de la naturaleza, o se hacen conocer tan sólo
por sus corrupciones. Otras pasan, simplemente, sin dejar
huellas.
A
la nuestra, a esta de los adultos de hoy, le está asignada
una dura tarea: debe ser algo así como el puente firme,
tenso, resistente –y silencioso– por donde las
nuevas generaciones pasarán al otro lado de la historia
sin necesidad de dejar tras sí el vacío ni la
negación absoluta del ayer. Ser puente no es una comisión
brillante, pero un puente bien tendido, que aguante el paso
del ejército entero hasta que llegue a la otra orilla,
puede ser el secreto de una gran victoria.
Los
que cruzan
Los jóvenes en marcha hacia su meta no tienen por qué
saber, siquiera, cuánto resiste el puente sobre el
cual se apoyan. Tampoco si este sufre o si las pisadas duelen.
Lo importante es estar tendido hasta que lleguen.
Los
jóvenes emergen ahora de una circunstancia histórica,
señalada por ciertos valores, normas, costumbres, ideas,
creencias, formas de vida y hasta criterios científicos
y tecnológicos, en trance de transformación
algunos, de extensión otros. Hay una realidad que ya
está a la vista y es inútil negarla. Una nueva
moral sexual se ha impuesto, otras formas de vida conyugal
y familiar se extienden. Modalidades y costumbres son diferentes
aún en los actos más triviales de la vida cotidiana.
Un mundo nuevo se abre cada vez con más vigor. Los
jóvenes sienten, confusamente, un vacío a sus
pies. Se solazan en la negación de los valores transmitidos,
pero buscan con afán la recreación de los valores.
No rechazan verdaderamente todo lo que dicen rechazar. Ansían
reconquistar costumbres, creencias y formas de vida que en
el fondo de sus corazones desean sostener. En síntesis:
quieren, sí, marchar a la otra orilla, a la del mundo
nuevo que se abre atractivo, pero –aunque no lo reconozcan
y ni siquiera lo adviertan– quieren, también,
llevarse en las alforjas mucho de lo que suponen habrían
de dejar al otro lado.
Corren
un riesgo muy grande. Es el riesgo de la historia. Ir hacia
delante supone ese peligro: perder el pasado. En cuyo caso
el avance se transforma en retroceso, en pérdida. La
juventud quiere avanzar, dejar de lado lo inútil del
mundo viejo, pero quiere, también –necesita,
ella y la historia–, recoger todo lo valioso del mundo
viejo.
Los
padres, los educadores de hoy, tenemos la misión difícil
de ser el puente. Callados, sin meter bulla, sin decir nada
a los que cruzan. Pero si resistimos lo suficiente como para
que todos lleguen salvos a la orilla del futuro que están
construyendo, advertirán entonces que las nuevas ciudades,
los nuevos códigos, los nuevos valores, las nuevas
formas de vida familiar y las nuevas formas del amor que han
recreado están construidos en buena parte con las piedras
y la arena y los instrumentos que llevaban en las alforjas
que de nosotros y de nuestro mundo habían tomado.
Esta
generación de hombres y mujeres de edad mediana de
nuestro tiempo no está señalada –según
parece– para brillar con las luces de los grandes constructores.
Le ha sido asignada una misión en apariencia más
modesta, menos heroica. No es la caballería que se
lanza al ataque denodado para conquistar la ciudadela sino
el puente duro, sólido, permanente, por donde pasan
los soldados, las vituallas, los pertrechos.
Su
fuerza es callada, su heroísmo silencioso, su destino
ser ignorada.
Pero
mucho después que las últimas huellas materiales
de los últimos de sus integrantes hayan desaparecido
para siempre de la Tierra cuando haya cesado la alharaca de
estos años en torno de tantas pretendidas renovaciones
insustanciales, cuando en cambio pueda advertirse la grandiosidad
de las nuevas construcciones sociales, políticas y
morales del futuro, se comprenderá cómo todo
ello fue posible porque hubo una generación que en
medio de la hostilidad, de la burla, del silencio y de la
soledad dolorosa supo cumplir su misión y fue el puente.
Fue la unión entre lo heredado y lo por venir.
Resignarse
a ser solamente un puente puede ser poco atractivo. Pero el
heroísmo de verdad nunca lo fue. |
Escuela
media y universidad (l)
Publicado
el 19 de febrero de 1973
El problema concreto del ingreso en las universidades presenta
hoy los siguientes caracteres básicos:
a) Una cantidad enorme de postulantes se presenta todos los
años a las puertas de la Universidad para comenzar
estudios superiores. Esa cantidad, que ya es mucho mayor de
la que pueden atender –desde el punto de vista docente
y aún desde los aspectos elementales de lo administrativo
y del espacio físico indispensable– la mayoría
de las casas de estudio, irá en aumento en los próximos
años.
b) Los agitadores que persiguen fines extrauniversitarios
encuentran en esas circunstancias el caldo de cultivo ideal
para sus objetivos.
c) Esas enormes cantidades de aspirantes revelan conceptos
equivocados, fruto de una escuela media no orientadora, lo
que determina la creencia de que no hay otros caminos fuera
de la universidad y de que todos están en condiciones
de cursarla con éxito, y de que el hecho de haber concluido
los estudios secundarios justifica esas condiciones.
d) Las universidades, en líneas generales no están
equipadas ni material, ni administrativa ni pedagógicamente
para atender a estas multitudes. Una penosa realidad que debemos
comenzar a reconocer –porque de lo contrario todos los
razonamientos consecuentes estarán viciados de falsedad–
es que en la mayor parte de los casos los cursos de ingreso
presentan deficiencias organizativas y, sobre todo, pedagógicas,
muy graves. Es comprensible, por otra parte, que existan dificultades
casi insuperables para el reclutamiento del personal docente
indispensable y en particular del personal docente auxiliar,
ya que esas tareas en el curso de ingreso no significan nada
–o significan muy poco– para el futuro académico
o profesional de ese personal, y los mejores elementos humanos
prefieren volcarse hacia las cátedras cuya orientación
ya los encauza hacia una especialización o un campo
definido. A esto se añade que las facultades sienten
como una carga muy gravosa para sus presupuestos las exigencias
económicas de estos multitudinarios cursos de ingreso
y las partidas correspondientes son permanentemente escasas
además de ocupar porcentajes desproporcionados en el
conjunto de los gastos de cada casa.
e) Los caracteres enunciados determinan un último fenómeno,
probablemente el más importante: los cursos o sistemas
de ingreso actuales, no garantizan una selección adecuada.
Es decir: no brindan la seguridad de que entren en la Universidad
todos los que deberían hacerlo ni que los que resultan
rechazados sean efectivamente los que no debieran iniciar
estudios superiores.
Finalidades
de la escuela media
No repetiremos aquí los argumentos y los razonamientos
que en las últimas décadas se han repetido abundantemente
en el plano universal, con respecto a la transformación
de la enseñanza media tradicional y que el suscrito,
por otra parte, ha considerado detenidamente. (*) De todo
ello queda aceptado prácticamente sin discusión
en el mundo contemporáneo que la finalidad preparatoria
para la Universidad ha dejado de ser la principal misión
de la escuela media y que este nivel escolar tiene hoy la
característica básica de ser "masivo",
es decir, para una gran mayoría de la población
de hasta 17 ó 18 años de edad. Tal carácter
determina que la finalidad "preparatoria" sea ahora
una de las varias que reconoce la escuela media, compartida
con la capacitación ocupacional en grandes campos de
la vida productiva contemporánea, la preparación
básica para ulteriores y rápidas capacitaciones
ocupacionales, la orientación hacia los diferentes
ámbitos del estudio y del trabajo, la formación
cultural general tal como ella debe ser concebida en el mundo
de nuestros días, la preparación para la vida
cívica, familiar y social, y la preparación
para acceder a carreras cortas o de nivel terciario no universitario.
Por
lo tanto, no es posible pretender que todos los egresados
de la escuela media, se encuentren preparados para ingresar
en la Universidad, porque muchos de ellos no satisfacen los
requerimientos mínimos que tal preparación exige
y sería injusto negarles la conclusión regular
de un nivel escolar que puede haberlos preparado satisfactoriamente
para todos los otros caminos que hemos enunciado.
Es
decir, muchos jóvenes egresan de la enseñanza
media en condiciones de desenvolverse con éxito en
actividades productivas de diferente tipo o de iniciar con
razonables probabilidades de éxito estudios terciarios
no universitarios o carreras cortas universitarias, pero carecen
todavía de una preparación satisfactoria como
para afrontar las exigencias de los estudios universitarios
propiamente dichos.
Ese
complemento o esa intensificación en la preparación
intelectual, en la información necesaria y en la formación
de hábitos mentales adecuados, y –asimismo–
esa especie de puesta a prueba de vocaciones y voluntades,
es lo que con tan magros resultados y tantas complicaciones
intentan brindar los cursos actuales de ingreso. Lo que se
propone, por lo tanto, es que el Ministerio de Cultura y Educación
tome a su cargo esa labor, mediante la creación de
un año terminal después del actual ciclo completo
de la escuela media, que otorgaría el título
de "bachiller" o de "bachiller universitario"
y que significaría un título de validez obligatorio
para el acceso a cualquier carrera universitaria del orden
nacional, provincial o privado.
Es
decir que la enseñanza secundaria comprendería
una etapa similar en duración a la actual, pero de
carácter polivalente y politécnico que otorgaría
el título de bachiller en la modalidad seguida y un
año terminal que otorgaría el título
de bachiller universitario.
Como
alternativa, la primera etapa podría otorgar un certificado
de estudios secundarios completos, o inclusive ambos diplomas,
y en el caso que se otorgue sólo el primero se reservaría
el título de bachiller (sin adjetivos) para el ciclo
final.
Ahora
bien: el primer diploma (bachiller en la modalidad correspondiente,
o certificado de estudios secundarios completos) deberá
tener validez legal para proseguir todo tipo de estudios terciarios
no universitarios (citamos a modo de ejemplo: carreras militares,
marina mercante, aviación civil, profesorados de cualquier
tipo, bellas artes, escuelas de periodismo, publicidad, relaciones
públicas y humanas, etcétera); carreras cortas
o menores universitarias (obstetricia, kinesiología,
publicidad, etcétera) y para iniciarse directamente
en actividades productivas del tipo de las que actualmente
exigen estudios secundarios completos (vendedores, publicidad,
bancarios, atención de equipos automatizados, secretariados,
labores administrativas en general, administración
pública, etcétera).
En
cambio, el segundo diploma (bachiller o bachiller universitario)
sería el título que permitiría el acceso
a la Universidad.
Los
egresados de las actuales orientaciones técnicas y
profesionales de los establecimientos dependientes del CONET
y de la Dirección Nacional de Enseñanza Media
y de las orientaciones que en lo futuro las suplanten continuarán
recibiendo sus diplomas, títulos o certificados técnicos
y profesionales o los de carácter ocupacional que en
lo futuro se dispongan, los que equivaldrán o se añadirán
al certificado de estudios secundarios completos a todos sus
efectos.
El
año terminal
A modo de enumeración ejemplificadora –no exhaustiva
ni sistematizadora– se pueden considerar algunos detalles
organizativos de este ciclo o año terminal.
1º)
Estaría bajo la responsabilidad directa del Ministerio
de Cultura y Educación, por intermedio de la DNEMS.
2º) No sería necesario crear las divisiones correspondientes
en todos los colegios secundarios actuales, sino en algunos
que sirvieran como centro geográfico.
3º) El régimen docente deberá ser perfilado
con algunos caracteres propios que le otorguen la tónica
universitaria debida.
4º) Será necesario establecer un régimen
de exigencias y de remuneraciones especial para el cuerpo
docente.
5º) Funcionará bajo la supervisión y dependencia
del rectorado de cada establecimiento.
6º) La DNEMS montará un departamento especial
para la supervisión y conducción de estos ciclos.
7º) Por las razones curriculares y de evaluación
que más adelante se expresan, será necesario
crear una Comisión Mixta Permanente, presidida por
el director nacional de DNEMS e integrada por el jefe de departamento
especial creado por ese organismo, uno o dos inspectores o
supervisores de enseñanza media que lo integren y representantes
de las universidades nacionales. Esta comisión será
un órgano consultivo, que canalizará las relaciones
y comunicaciones entre el Ministerio y las casas de altos
estudios y podrá surgir del Comité de Coordinación
propuesto anteriormente.
8º) La designación de profesores para este ciclo
será responsabilidad exclusiva del Ministerio de Cultura
y Educación, bajo cuya dependencia administrativa y
pedagógica quedarán también de manera
exclusiva, pero las universidades, por intermedio de la Comisión
Mixta Permanente, tendrán la facultad de proponer candidatos
de entre su personal docente –de cualquier categoría:
titular, adjunto, asociado, auxiliar, etc.– que desee
desempeñarse en ese ciclo.
9º) El régimen de evaluación y de promoción
de los estudiantes de este ciclo deberá ser fijado
por el Ministerio de Cultura y Educación de acuerdo
con las propuestas que elabore la Comisión Mixta Permanente
y obligatoriamente –aunque en forma parcial y en los
casos en que por ubicación geográfica de los
establecimientos y por cantidad disponible de personal sea
posible– deberán participar de los tribunales
examinadores o de los grupos de evaluación representantes
del personal docente universitario.
10º) El plan de estudios propuesto par este ciclo es
el siguiente:
a) 20 horas-reloj semanales de clase (4 horas-reloj diarias).
b) Contenidos: Filosofía 2 h/s, Historia de la Civilización
2 h/s, Estadística 2 h/s y Ensayos y crítica
de textos 2 h/s. Total 8 horas semanales.
Además: Ciencias Biológicas, Física,
Química, Matemática, Lógica, Psicología,
Sociología, Derecho y Economía: 12 horas semanales
que serán cubiertas dividiendo a los cursos en tres
o cuatro orientaciones según sus preferencias por el
tipo de carrera universitaria elegida. En cada caso se determinarán
los contenidos de acuerdo con la Comisión Mixta Permanente.
De cualquier manera, se entiende que el título de bachiller
universitario habilita para el ingreso en cualquier campo
universitario.
11º) La supervisión académica y el control
referido a los regímenes de evaluación y promoción
de este ciclo estarán exclusivamente a cargo de DNEMS,
por intermedio del departamento respectivo.
12º) Los exámenes o cualquier tipo de pruebas
o procedimientos que se utilizaren a los fines de la evaluación
y la promoción de los alumnos de este ciclo deberán
ser fiscalizados y supervisados por personal docente designado
por el departamento respectivo de DNEMS y reclutado de entre
el personal docente y directivo de su jurisdicción
que reúna los necesarios requisitos de títulos
o nivel científico y de entre el personal que propongan
las universidades por intermedio de la Comisión Mixta
Permanente. Este personal será asignado de acuerdo
con las disponibilidades y necesidades a los establecimientos
respectivos sin hacer distinción alguna entre nacionales,
provinciales o privados. Dentro de su respectiva especialidad,
cada uno de estos profesores-delegados se constituirá
automáticamente y por el lapso que él decida
en presidente de los tribunales o comisiones examinadoras
o equipos de evaluación que estén en funcionamiento,
sea cual fuere el procedimiento didáctico que se utilice,
y fuera del campo de su especialidad que será establecido
por una reglamentación especial, se constituirá
automáticamente y por el lapso que decida en vocal
o miembro integrante del tribunal o equipo en funcionamiento.
Estará obligado a informar por escrito al departamento
correspondiente de la DNEMS de cualquier irregularidad o deficiencia
que advierta y en caso que se susciten entre su criterio calificador
o de evaluación y el de la mayoría de los restantes
miembros de los tribunales o equipos diferencias insalvables,
está autorizado a suspender el desarrollo de los exámenes,
pruebas o procesos de evaluación hasta que el departamento
correspondiente de DNEMS envíe una autoridad superior
con potestad para resolver en el problema suscitado.
13º)
El Ministerio de Cultura y Educación podrá conceder
equivalencia del título de bachiller universitario,
a los efectos correspondientes, a los egresados de planes
de estudio especiales que a juicio del Ministerio merezcan
esa concesión, o eximir a sus egresados de cursar algunos
de los contenidos del ciclo terminal. Ambas concesiones se
otorgarán mediante convenios especiales para cada plan.
Estos convenios necesariamente admitirían la supervisión
del Departamento correspondiente de DNEMS sobre los establecimientos
que los apliquen, aunque limitada a los aspectos pedagógicos
y de los regímenes de evaluación y de promoción.
Los egresados de planes o establecimientos de cualquier tipo
o dependencia –incluida la universitaria– que
no formalicen estos convenios deberán aprobar el ciclo
terminal para poder obtener su título de bachiller
universitario.
Algunas ventajas inmediatas
Las principales ventajas del proyecto son las siguientes:
a)
Se reducirá el excesivo número de aspirantes
a iniciar estudios universitarios porque desaparecerán
los grupos (considerables en cantidad) que al concluir su
escolaridad secundaria carecen de una auténtica decisión
y voluntad para proseguir estudios superiores y sólo
se inscriben en alguna carrera porque el trámite no
exige mayor esfuerzo, anhelan disfrutar de algunas prerogativas
que otorga la calidad de alumno universitario y la prueba,
al fin, no les cuesta nada. Es decir, se decantarán
aspirantes y se producirá una primera y provechosa
selección que harán ellos mismos.
b) La masa de estudiantes que hoy puebla los cursos de ingresos
no se acumulará en las aulas de las diferentes facultades,
sino que se desparramará por los muchos establecimientos
que tengan el ciclo terminal, lo cual favorecerá notablemente
las posibilidades didácticas de ese ciclo.
c) Se aclara y distingue debidamente el sentido actual del
nivel secundario completo, que no tiene por qué significar
lo mismo que aptitud probada para proseguir estudios universitarios.
d) Se favorece a quienes se orientan de lleno hacia el mundo
del trabajo o hacia carreras cortas o de nivel terciario no
universitario porque se les evitan pérdidas de tiempo
y frustraciones en momentos decisivos de su vida.
e) Se favorece a los estudiantes capaces y voluntariosos porque
se los libra de las confusiones y complicaciones que deben
afrontar hoy en los actuales cursos de ingreso por todas las
razones que hemos apuntado.
f) No se perjudica a nadie porque el año que se agrega
es el que hoy se ocupa con los actuales cursos de ingreso,
y siempre queda la posibilidad de admitir exámenes
o pruebas para alumnos libres que quieran preparar su ciclo
terminal –igual que ocurre ahora con cualquier año
de escuela media– sin concurrir a clases en forma regular.
g) El enlace entre la escolaridad media y los estudios universitarios
queda institucionalizado y la Universidad no puede ya, con
este sistema, ignorar lo que sucede en la escuela media.
h) Se favorece la igualdad de oportunidades, pues con sencillos
procedimientos, ulteriormente se podrá abrir el camino
para los estudios universitarios de nivel máximo a
los egresados de carreras cortas o que acrediten experiencia
y formación valiosas en el mundo del trabajo. |
Escuela
media y universidad (lI)
Publicado
el 20 de febrero de 1973
Dentro del conjunto de los problemas fundamentales de la política
educativa de nuestro tiempo, muy pocos presentan los caracteres
críticos –tanto por el apasionamiento con que
es encarado, como por las casi ineludibles derivaciones ideológicas
o de violencia que desata y aún por las dificultades
técnico pedagógicas que encierra– como
el que se ocupa del ingreso a las casas de estudios superiores.
Precisamente por este motivo, la cuestión nunca ha
podido ser analizada en forma exhaustiva e integral con rigor
científico, y consecuentemente, las soluciones ensayadas
hasta el presente han sido, en su mayor parte, o decisiones
demagógicas carentes de respaldo técnico, o
ensayos parciales que casi nunca pudieron completarse o evaluarse
debidamente, o simplemente esfuerzos determinados por fenómenos
de coyuntura, atentos a lo inmediato y, por ello, aunque honestos
o bien inspirados, incapaces de atender el fondo del problema
y menos de enfocarlo con sentido prospectivo.
Entre
tanto, la gravedad que señalan los datos estadísticos
correspondientes, no ha hecho sino aumentar. De tal manera,
en casi todo el mundo, y muy particularmente en nuestro país,
se ha llegado a una realidad prácticamente insostenible.
El
momento, entonces, exige que las autoridades que tienen a
su cargo la política educativa nacional tomen en sus
manos la cuestión. Con lo cual afirmamos la primera
idea central de este artículo, pues la expresión
antedicha equivale a sostener que el problema del ingreso
a las universidades debe salir del ámbito al que hasta
ahora estuvo circunscripto, o sea el de las propias universidades.
En efecto: fundándose en los criterios tradicionales
de autonomía académica, hasta hoy ha sido norma
–escrita o consuetudinaria– que cada casa de altos
estudios, y más aún cada facultad dentro de
ellas, debía ser soberana para decidir sobre condiciones
de ingreso, incluyendo las exigencias sobre títulos
que debían presentarse y las referentes a pruebas,
cursos o exámenes de cualquier naturaleza.
Pero
esta concepción pudo sostenerse mientras el problema
del ingreso era sólo una cuestión de carácter
académico, propia del ámbito universitario y
referida exclusivamente a las necesidades de formación
científica intelectual que debían llenar los
aspirantes a proseguir las diversas carreras. En la actualidad,
todo ello subsiste pero como parte de una problemática
mucho más amplia y por lo tanto esas cuestiones académicas
–sobre los cuales siempre la Universidad debe tener
derecho a decir su palabra definitoria– han de englobarse
en una perspectiva de más vasto alcance, que incluye
los requerimientos básicos de la sociedad en materia
ocupacional, las necesidades de la política de investigaciones
científicas y técnicas, los cálculos
de un planeamiento integral del sector educativo, la distribución
de recursos económicos y financieros de que dispone
el país, la consideración de factores políticos
y sociales y, finalmente, la integración de los estudios
superiores en un sistema educativo nacional que prácticamente
abarca ya la vida entera del hombre y hace que, consecuentemente,
la etapa universitaria sea hoy nada más que eso: una
etapa, precedida y seguida por otras sobre las cuales la Universidad
misma no tiene atribuciones, aunque influya en ellas porque,
justamente, integra el conjunto.
Así
enfocada la cuestión, queda claro que el Ministerio
de Cultura y Educación junto con las Universidades
debe afrontar el problema y tomar las decisiones básicas
que sea menester. El Ministerio dará lugar que corresponde
a la Universidad, consultará a sus órganos de
gobierno y sobre todo escuchará y atenderá cuidadosamente
los requerimientos que esa institución formule desde
el punto de vista de los planteos académicos propiamente
dichos. Pero será el Ministerio el que ha de fijar
la política más conveniente y dar las bases
legales y reglamentarias para ejecutarla. Estas mismas razones
determinan que la expresión más adecuada para
denominar el problema sea la de "enlace entre la enseñanza
media y superior", porque demuestra claramente que no
se trata de un asunto universitario exclusivamente sino referido
al sistema educativo nacional.
Enfoque
integral del problema
El tema del enlace de los estudios secundarios con los superiores
puede enfocarse desde los siguientes ángulos:
a)
Los requerimientos de nivel científico y de capacidad
intelectual que deben satisfacer los aspirantes a continuar
estudios superiores. (Podría denominarse enfoque académico).
b) Las necesidades ocupacionales y de recursos humanos para
la investigación científica y técnica
que puedan establecerse para cada sociedad en una concepción
de planeamiento de su desarrollo a corto y mediano plazo (enfoque
ocupacional).
c) Las necesidades de orientar adecuadamente a las grandes
masas de jóvenes que terminan actualmente estudios
secundarios y que muy pronto, en nuestro país, alcanzarán
porcentajes mayoritarios dentro de los grupos de edad correspondientes.
Esas masas sustituyen a las pequeñas minorías
que décadas atrás llegaban a las puertas de
la Universidad y exigen ser orientadas adecuadamente hacia
los campos del trabajo, de los estudios superiores tradicionales
(universitarios) y de los estudios terciarios no universitarios
(o universitarios cortos o intermedio). Esto se enlaza asimismo
con las necesidades del país en materia ocupacional,
también fundadas en criterios planificadores (enfoque
orientador).
d) Las necesidades de satisfacer los requerimientos ético-políticos
fundados en un sentido de democratización de la enseñanza
que ha extendido los ideales de igualdad de oportunidades
(anteriormente limitados a los niveles de la escolaridad obligatoria,
elemental o básica) hasta los niveles máximos
de la enseñanza (enfoque democrático).
e) Las necesidades urgentes de las sociedades contemporáneas
de aprovechar todos sus talentos disponibles, sin permitir
que por deficiencias organizativas, estructurales o pedagógicas
de sus sistemas educativos se produzcan derroches de inteligencia,
o se dejen de inscribir talentos, o no se los oriente o canalice
adecuadamente (enfoque del aprovechamiento de talentos).
f) La disponibilidad de recursos materiales y humanos existentes
para brindar educación universitaria en la cantidad
y calidad debidas. Esto tiene que ver con las disponibilidades
concretas de matrícula que cada casa de altos estudios
puede ofrecer, lo cual a su vez está determinado por
los recursos económicos (edificios, instalaciones,
personal docente y administrativo, etc.) que el Estado puede
brindarles (enfoque material).
g) Las circunstancias inmediatas, concretas, que viven actualmente
las diferentes casas de estudio y sus diferentes carreras,
lo cual provoca dificultades de grados distintos de gravedad
pero que ocasionan soluciones que bien pudieran llamarse improvisadas,
sin querer con ello dar sentido peyorativo a las decisiones
correspondientes sino señalar una realidad indudable;
que son tomadas por imperio de fenómenos coyunturales
que no permiten sino salir del paso, en el momento, de la
mejor manera posible (enfoque coyuntural o de transitoriedad).
La
historia del país en los últimos veinte años
indica que el último enfoque –sobre todo en la
década del 60 al 70– es el que casi exclusivamente
se manejó. El penúltimo es el que ocupó
la mayor parte de las discusiones y los restantes aparecieron
y desaparecieron alternadamente y en forma casi siempre desordenada,
a lo largo de debates en consejos directivos o superiores
frecuentemente interrumpidos por desórdenes estudiantiles
o apelaciones demagógicas de diversos núcleos,
más interesados en capitalizar adhesiones momentáneas
que en aportar soluciones. De una cosa se puede estar seguro:
el enfoque integral del problema, o sea el que atiende simultáneamente
todos los aspectos mencionados, nunca se efectuó sistemáticamente
en el país.
Lo
que se propone, pues, es iniciar esa labor, no con la pretensión
de llegar a una solución ideal o válida por
muchos años, sino como parte de una tarea permanente.
La coordinación indispensable
El Ministerio de Cultura y Educación y las universidades
nacionales tienen en los instrumentos legales en vigencia
los elementos de apoyo indispensables como para encarar de
pleno derecho la tarea que proponemos.
La
ley 17.245 dispone requisitos de admisión en los artículos
81 y 82. De esa manera ha quedado establecido el principio
de las facultades del Poder Ejecutivo para establecer normas
básicas de articulación entre la enseñanza
media y superior. Pero todavía más importante
que ello son las disposiciones del artículo 77 de la
misma ley, pues al establecer atribuciones del Consejo de
Rectores de las universidades nacionales dice en el inciso
e): "fijar condiciones de admisibilidad a las universidades
de acuerdo con lo establecido en el artículo 81".
Ahora
bien: ¿cabe considerar que las atribuciones concedidas
en ese inciso son absolutas? En primer término, los
ya mencionados artículos 81 y 82 determinan una respuesta
negativa, ya que la misma ley establece "condiciones
mínimas de admisibilidad" de las que el Consejo
de Rectores no puede apartarse. Pero, además, entendemos
que no es una interpretación abusiva entender que el
espíritu del último párrafo del inciso
c) del mismo artículo 77 debe aceptarse como válido
para toda la tarea del Consejo de Rectores. Y ese párrafo
dice: "Deberá integrar necesariamente su acción
para ello en los organismos competentes del gobierno nacional..."
Y antes indica que tiene la atribución de "programar
el planeamiento integral de la enseñanza universitaria
oficial de acuerdo con el planeamiento general del sistema
educativo argentino..."
En
síntesis: no hay sino que decidirse a poner en marcha
los mecanismos operativos indispensables para que la coordinación
del planeamiento de toda la enseñanza universitaria
del país con el sistema educativo nacional que los
textos legales prevén y exigen pueda ser una realidad.
Los
temas que con absoluta prioridad deberían atender esos
mecanismos son, entendemos, los siguientes:
a) Adecuada distribución de los recursos económicos
de que dispone el país para sostener universidades
de buena calidad operativa y académica, de acuerdo
con las necesidades más o menos previsibles de un planeamiento
del desarrollo nacional a corto y mediano plazo;
b) Como consecuencia de lo anterior, considerar la necesidad
de una "replanificación" del sistema universitario
nacional, que incluiría los siguientes sub-temas:
b1) Creación de nuevas universidades;
b2) Redimensionamiento de algunas casas de estudio;
b3) Análisis de las perspectivas de desenvolvimiento
académico y financiero de algunas casas de estudios
superiores provinciales y privadas.
c) Enlace de la escuela media con la superior, con los siguientes
sub-temas:
c1) Relevamiento censal de expectativas de estudios universitarios
para los próximos diez años.
c2) Estudio comparativo de las exigencias de nivel científico
o intelectual que plantean los actuales estudios secundarios;
c3) Urgente labor de difusión informativa por todos
los medios masivos de comunicación y de orientación
en las escuelas medias con respecto a las características,
exigencias y perspectivas ocupacionales de las carreras universitarias,
de los estudios terciarios no universitarios y de las actividades
más comunes en el mundo del trabajo.
Para
cumplir esta tarea, se propone la creación de un Comité
de Coordinación de los estudios universitarios con
el sistema educativo nacional, presidido por el Ministerio
de Cultura y Educación e integrado en calidad de vicepresidente
1o. y 2o., respectivamente, por el subsecretario de Coordinación
Universitaria y el presidente del Consejo de rectores de universidades
nacionales, y como vocales, por un representante de cada Universidad
Nacional designado por el Rectorado respectivo. El Comité
tendrá un secretario general ejecutivo, designado por
el Poder Ejecutivo a propuesta del Ministerio de Cultura y
Educación, que estará encargado de llevar adelante
todas las tareas que resuelva efectuar el Comité, el
que funcionará a su vez según normas reglamentarias
que se dictarán oportunamente. Sus reuniones obligatorias
u ordinarias no deben exceder de dos a cuatro por año,
a fin de que el secretario general ejecutivo, bajo la dependencia
directa del ministro, pueda gozar de margen suficiente para
la ejecución de todos los estudios y tareas que correspondan
al Comité.
Hasta
ahora, sin embargo, todo lo señalado no pasa del planteamiento
general sobre el tema referido a la integración del
sistema de educación universitaria dentro del sistema
educativo nacional, que es el marco referencial amplio imprescindible
dentro del cual hay que considerar el aspecto referido a la
articulación de la enseñanza media con la superior.
Lo
propuesto en la segunda parte constituye, pues, un mecanismo
operativo de carácter permanente y no coyuntural para
que el Ministerio de Cultura y Educación encare, como
parte de sus tareas habituales, el problema general de la
integración mencionada y, por supuesto, la articulación
de la enseñanza media con la superior. De esa labor
permanente surgirán planteos y soluciones constantemente
renovados y actualizados, estudios estadísticos, análisis,
diagnósticos y proyecciones.
Pero
sin mengua de esa labor, el Ministerio de Cultura y Educación
y las Universidades Nacionales deben encontrar una solución
urgente al gravísimo problema que en estos momentos
representa el tema concreto del ingreso a las universidades,
o sea, a la debida articulación entre la enseñanza
media y la superior. |
Carta
a un joven estudiante
Publicado
el 10 de agosto de 1973
Un joven estudiante de pedagogía me pide ayuda para
hacer un trabajo. Debo "contestarle, en veinte líneas",
si la educación argentina es liberadora. Y yo le he
respondido así:
Me
pide Ud. que le responda en veinte líneas si es liberadora
la educación argentina. Lamentablemente, carezco de
capacidad para satisfacer un pedido semejante. Haría
falta bastante más genio del que estoy provisto –supuesto
esté provisto de alguno– para hacerlo con un
mínimo de claridad en tan breve espacio. Si le escribiera,
en cambio, el ensayo indispensable no le serviría para
nada. Y de momento tampoco tengo tiempo para hacerlo.
Pero
si Ud. me lo permite, a modo de sucedáneo, le dejo
apuntadas algunas reflexiones. Tómelas simplemente
como elementos para completar su propio pensamiento en la
materia. Porque –y empecemos– sospecho que últimamente,
y bajo la bandera de la educación liberadora, se está
concediendo muy poca libertad a los estudiantes para forjar
sus propias reflexiones. Al menos, vengo observando cómo
los adalides de esa liberación se ocupan de imponer
sus ideas –verbigracia en las asambleas estudiantiles–
menos por la fuerza de la razón que por la razón
de la fuerza. Pero no prolonguemos en exceso.
La educación, por definición, es liberadora.
Si se habla de una educación que no lo sea se incurre
en una contradicción lógica. En todo caso, lo
correcto sería hablar en ese punto de adiestramiento,
de adaptación, de acomodación... quizá,
inclusive, podría aceptarse la denominación
"culturización" o "socialización"
para indicar procesos de adaptación e integración
–dentro de marcos sociales y culturales definidos–
sin la pretensión de ser asumidos desde la libertad
del ser humano. Pero educación no hay sino cuando se
asumen valores, pautas, conductas, saberes y formas de vida
–propias de cada sociedad y cultura– desde ese
fondo de libertad.
Ahora
bien: con esto desembocamos en la gran dificultad dialéctica.
Porque la educación no es posible fuera de ciertos
contenidos culturales, de determinados marcos sociales, de
valores dados, de pautas, de conductas, de un marco históricamente
definido. No hay educación en el vacío. En consecuencia,
ningún educador actúa "inintencionalmente".
Por lo tanto, toda acción educadora puede ser siempre
tachada de opresora.
Llegamos,
en síntesis, al dilema aquel relatado por algunos filósofos,
si no me equivoco mucho citado por el mismo Kant. Se trata
de la paloma que mientras volaba decía: cuánto
mejor podría volar si no fuera por la resistencia que
me ofrece el aire. Ignoraba, pobrecilla, que sin el aire caería
al vacío. Así en el mundo educativo y cultural:
el educando puede sentir siempre como una opresión
toda acción educadora, inserta necesariamente en un
contexto histórico, cultural, valorativo. Y piensa:
cuánto mejor podría educarme sin esta opresión.
Vale decir: quiere educarse en el vacío. Ignora, pobrecillo,
que en ese vacío no existe posibilidad alguna de educarse.
Quiere recrear cultura y le molesta la cultura que encuentra
y en la cual está inmerso. Ignora que sin ese marco
cultural su posibilidad de recrear cultura desaparece.
Educar
significa –desde el punto de vista de lo que Ud. me
plantea– poner al hombre en condiciones de ejercer su
libertad.
El
educador-opresor –si pudiera darse esa figura contradictoria–
no quiere educar, ni puede: se conforma con la aceptación
de su pauta, de su valor, de su saber. Pero jamás conseguirá
que el educando lo asuma de verdad. El educador auténtico,
es decir, simplemente, el educador, quiere que el educando
asuma el valor, la pauta, el saber desde su propia libertad,
y por lo tanto corre necesariamente el riesgo de que lo rechace.
No
quiero parecer pedante, pero me veo obligado a sugerirle si
puede leer el capítulo ll de mi obrita: "La misión
de la pedagogía". Recuerde bien: el hombre no
llega a ser hombre si se le niega la libertad. Es fácil
la deducción: educar al hombre es hacerlo libre. El
concepto cristiano del hombre cae si se niega la libertad.
Ni el pecado ni la salvación se explican fuera de ese
contexto. La educación tampoco.
Pero
si incurre usted en el error de la paloma, al suprimir la
intencionalidad educativa quita todo sustento posible de la
educación y de la libertad.
Es
posible que esté usted pensando en Paulo Freire y en
sus difundidas concepciones de la educación bancaria.
Estamos de acuerdo. Ya lo dijeron antes muchos otros. León
Tolstoi, por ejemplo, inspiró a grandes educadores
argentinos, como Carlos N. Vergara, de quien tomó directamente
esas ideas mi maestra de quinto grado, allá por 1939.
(Se llamaba –se llama– María Serrano. Y
aplicaba las ideas que usted está descubriendo en fuentes
extrañas en una escuelita común de un barrio
de Buenos Aires). Ya lo dijo también, con palabras
inolvidables, Lombardo Radice, representante de todo un movimiento
filosófico y pedagógico de principios de siglo.
Le recomiendo su extraordinario librito: "Líneas
preliminares de filosofía de la educación".
Por
otra parte, la educación como acción liberadora
es la esencia de la idea de la educación cristiana.
Repase –no lo tome como consejo de maestro cargoso,
por favor– a Santo Tomás, o a San Agustín.
Y a San Ignacio de Loyola. La oposición a lo que Paulo
Freire llama la educación bancaria es toda la postura
de la corriente denominada de la escuela nueva o de la escuela
progresiva, que floreció en Europa, en los Estados
Unidos y entre nosotros en el primer tercio de este siglo.
Pedagógicamente, nadie puede objetar nada a ello.
Pero
permítame hablarle con franqueza: cuando desde allí
se pretende llegar directamente a los movimientos de liberación
contra el imperialismo norteamericano o los grandes monopolios
internacionales, entonces no se incurre simplemente en un
error sino en el disparate lógico o en la puerilidad
más absurda. Lo cual, por otra parte, no significa
la defensa de ese pretendido imperialismo ni de esos monopolios.
Quiere decir, solamente, esto: el traspaso conceptual directo
de una cosa a la otra carece de todo fundamento.
Entonces,
si retornamos a la pregunta inicial, o sea la calidad liberadora
de la educación argentina, le podría decir,
siempre a modo de reflexione sueltas: la educación
argentina no es de manera integral liberadora porque le falta
mucho para ser simplemente "educación" en
el sentido cabal del término. Pero de ahí no
admito, en modo alguno, que se haga coincidir a todo el sistema
educativo, pedagógico y escolar argentino con una infernal
conspiración opresora al servicio de los más
perversos intereses, como muchos lo pretenden actualmente.
Los
sistemas educativos son reflejo de la sociedad que los ha
creado. Lo dije hace mucho tiempo, sin pretensión de
descubrir una verdad tan vieja. Afortunadamente, lo tengo
puesto por escrito y lo he firmado. Perdóneme, pero
le nombraré otro libro mío –"La escuela
y la sociedad en el siglo XX"– donde ese concepto
estaba bastante aclarado, aunque no usaba allí la terminología
de "la escuela como variable dependiente", tan en
boga hoy en los círculos de los estudiantes de sociología.
Por lo tanto, es natural: el sistema educativo argentino ha
tenido y tiene los caracteres –positivos y negativos–
propios de la sociedad argentina. Refleja sus virtudes y sus
defectos. No podría ser de otro modo.
Creo
que comparativamente hablando, o sea en relación con
los sistemas educativos de otros países, en particular
los europeos, el argentino ha sido mucho más auténticamente
igualitario y ha brindado mayor igualdad de oportunidades
y de movilización social. Falta mucho, sin embargo,
para podernos sentir medianamente satisfechos en ese sentido.
Porque, por supuesto, falta mucho para perfeccionar nuestra
sociedad en ese mismo sentido.
Concluyo.
Seguramente está Ud. pensando, a esta altura, que luego
de tanto hablar me he evadido de darle una respuesta concreta
por sí o por no. Efectivamente: no puedo ni debo darla.
Porque la pregunta inicial es maniquea y encierra una trampa
en la cual no pienso caer.
Las
respuestas simplistas, estimado amigo, estudiante de pedagogía,
son más fáciles y utilísimas para inflamar
los entusiasmos juveniles. Esta que yo le he brindado da pocos
réditos.
Pero
le aconsejo: no se apresure a juzgarla ni a desdeñarla.
Úsela para obtener sus propias reflexiones. Cotéjela
con otras. Medítela. Procure, en fin, hacer sus propias
elaboraciones. Quizá algún día me lo
agradecerá.
|
Los derechos de los padres
Publicado
el 7 de diciembre de 1973
Una vez más han salido a la luz de los debates públicos
los derechos de los padres con respecto a la educación
de sus hijos. La cuestión se abrió a raíz
de proyectos legislativos –algunos de ellos, en el orden
provincial, y recientemente en el nacional, ya convertidos
en leyes– referidos a la estabilidad laboral de los
docentes de los establecimientos privados de enseñanza.
No nos interesa en este instante ese aspecto de la cuestión,
sino el principio esgrimido como argumento principal por una
de las partes intervinientes en el conflicto. Se ha alegado
el quebrantamiento de los derechos familiares en cuanto a
los padres, al elegir una determinada escuela para enviar
a sus hijos, están eligiendo también una orientación
espiritual, religiosa o formativa determinada. Al quedar restringida
la libertad del establecimiento con respecto al personal docente,
quedaría entonces afectada aquella decisión
familiar inicial y los padres ya no podrían ejercer
el derecho de elegir, junto con el colegio, la orientación
anhelada. El argumento es exacto. Pero no agota el asunto.
Creo
–para decirlo con claridad y evitarme acusaciones de
disimulos que las leyes sancionadas hasta ahora al respecto
no son acertadas. La estabilidad buscada debiera haberse protegido
mediante mecanismos aptos para el fin perseguido, pues es
justo, pero a la vez respetuosos de otros derechos tan importantes
como aquel, entre los cuales se cuentan, por ejemplo, la orientación
espiritual del establecimiento y la eficacia de la tarea docente.
Dicho lo cual permítaseme volver al tema central de
esta ocasión.
El
lugar de los padres
Los derechos de los padres han sido esgrimidos como argumento
doctrinario fundamental. Sin embargo, en la realidad del sistema
escolar argentino prácticamente aquellos carecen de
todo derecho y ni aún en los establecimientos privados
gozan de posibilidades para ejercer facultades que legítimamente
les corresponden.
En
nuestro régimen escolar los padres no cuentan. El Estado
fija la estructura del sistema, los planes de estudio, los
programas respectivos, los métodos de evaluación
y de promoción, los regímenes disciplinarios
y de asistencia, los horarios de funcionamiento de los establecimientos,
las festividades y actos obligatorios y otra multitud de detalles
complementarios. Las autoridades de cada instituto aplican,
luego, a su leal saber y entender, todas estas normas. Los
profesores dictan sus clases de acuerdo con sus propias capacidades
profesionales y científicas, presuntamente evaluados
y controlados por directivos e inspectores aunque en la realidad
–sobre todo en la escuela media– librados a su
propia responsabilidad y honestidad. Determinan por sí
mismos los textos por los cuales estudiarán los alumnos.
Lo cual es asunto sólo científico si la materia
es Química, pero muy diferente si es Historia o Filosofía.
Los
alumnos, por su parte, mediante su sola presencia cobran parte
en el proceso y de un modo u otro siempre se han arreglado
–en mayor o menor grado– para hacerse oír
y tener alguna voz en el proceso.
Afuera,
de manera definitiva e irreversible, están los padres.
Digámoslo con la crudeza de la realidad: tanto en los
establecimientos oficiales cuanto en los privados. Con respecto
a los segundos hay, en verdad, una diferencia: los padres
los han elegido. Pero allí –en ese acto inicial
de la elección del establecimiento escolar –termina
todo. Salvo en los pocos casos de instituciones privadas formadas
por asociaciones de padres, sea cual fuere la forma jurídica
adoptada. Aún en este caso obsérvese la limitación
determinada por un régimen que exige modalidades formales
idénticas en cualquier caso.
La
libertad de enseñanza y los derechos de los padres
merecen un grado mucho más alto de respeto. Las familias
tienen el derecho y el deber de participar directamente con
respecto a cuanto se hace en las escuelas con sus hijos. Estos
no son "res nullius" sobre las cuales el Estado,
los docentes, los psicopedagogos o los interesados en experiencias
educativas de cualquier tipo puedan ejercer poderes absolutos.
Son nuestros hijos, sobre los cuales tenemos derechos y deberes
naturales, divinos y jurídicos de los cuales abdicamos
quizá por descuido, o por comodidad o por suponer que
basta en algunas ocasiones elegir determinado establecimiento
escolar.
Los
padres no opinan
En este año han sucedido numerosos episodios reveladores
de cómo son afectados profundamente los derechos de
los padres y sin embargo ninguna voz se ha alzado para defenderlos.
Cuando
de un día para el otro se reemplazaron los programas
de la materia denominada "Educación Democrática"
por otros llamados "Estudios de la realidad social argentina",
¿tuvo algún padre oportunidad de decir algo
al respecto o de preguntar sobre los contenidos o la orientación
de la materia o sobre la bibliografía por usarse o
sobre quiénes serían los encargados de ese contenido,
ya concurriera su hijo a un establecimiento oficial o privado?
De pronto, lo que hasta ayer debían recitar sus hijos
al frente del aula para obtener la calificación que
les permitiera aprobar la materia como parte de un proceso
mediante el cual aprobarían el año respectivo
y por último todo un ciclo de estudios, desapareció
trastocado por otros conceptos que también ahora deben
repetir disciplinadamente pero que sus padres no saben exactamente
en qué consisten.
De
un día para el otro aparecen en las festividades escolares
nuevos próceres y se oscurecen otros. Una batalla ayer
olvidada se convierte en fasto glorioso. Se dictan nuevas
orientaciones para la enseñanza de la historia. Se
cambian los regímenes de promoción. Ayer, exámenes
trimestrales; luego, cuatrimestrales; después, bimestrales,
ahora nuevamente ningún examen y exención de
la prueba oral de diciembre con seis puntos de promedio. Se
modifican los reglamentos para la incorporación de
alumnos libres por inasistencias. ¿Tienen –tenemos–
algo que decir los padres sobre todo esto? ¿Se trata
al fin de nuestros hijos o de niños y adolescentes
de algún lejano país?
Este
año, un día, desde las esferas oficiales se
descubrió la conveniencia y la necesidad de los centros
de estudiantes en los colegios secundarios. Se derogaron anteriores
legislaciones restrictivas, se incitó a los jóvenes
a formar esos centros, se los estimuló a opinar y a
tomar parte en cuanto problema social o político saliera
a la luz. ¿Alguien pidió autorización
a los padres de niños de doce, trece o catorce años
para ese tipo de acción?. Jurídicamente, a esa
edad no se es hábil para asociarse a un club deportivo,
pero en los establecimientos escolares –oficiales o
privados– nuestros hijos de doce años pueden
formar parte de centros cuya orientación ignoramos,
cuyos fines verdaderos desconocemos, cuyos líderes
visibles u ocultos no nos son familiares.
En
síntesis: en el régimen escolar argentino el
Estado posee una amplísima gama de derechos, casi una
plenitud de ellos. Los docentes están amparados por
sus estatutos y sus propias organizaciones. Las autoridades
de los establecimientos y estos mismos –en el caso de
los privados– tienen instituciones que los representan.
Los alumnos, de hecho o de derecho, tienen oportunidad de
hacerse escuchar. Sólo quedan al margen los padres.
Las
culpas de los padres
Pero algo tienen ellos de culpa. Han descargado de sus conciencias
la preocupación por asuntos esenciales en la vida de
sus hijos. Han abandonado derechos sagrados, responsabilidades
capitales. Un padre tiene el derecho y la obligación
de no admitir adoctrinamientos mentales sobre sus hijos, ya
sean originados en una disposición oficial o en una
actitud de un docente al azar. Los padres deben saber qué
se hace con sus hijos, qué se les enseña. Deben
opinar sobre los planes de estudio y sobre los programas respectivos,
sobre los horarios de los establecimientos, sobre la última
clase escuchada por su hijo, sobre la orientación de
los textos empleados, sobre los días perdidos por motivos
inconsistentes, sobre la formación cívica, social
o religiosa que se imparte en cada institución. Pero
esto último no a modo de principio genérico
y abstracto, sino como derecho concreto a no permitir formaciones
contrarias a sus propias convicciones, y siempre que ellas
no afecten los grandes principios comunes sobre los cuales
se asienta cada grupo social organizado.
La
defensa de los derechos de los padres no puede agotarse en
un aspecto parcial ni ser invocada solamente cuando se afecta
un punto aislado. Es una bandera cuya defensa ha de ser integral.
Quienes no la alzaron cuando se pretendieron adoctrinamientos
y orientaciones ideológicas sobre las cuales las familias
no habían podido opinar, están en mala situación
para convertirse de pronto en sus voceros.
Los
padres, en la Argentina, han olvidado sus derechos con respecto
a la educación escolar de sus hijos. Deben hacerlos
valer tanto en los establecimientos oficiales como en los
privados. De lo contrario, será inútil quejarse
cuando esos hijos retornen al hogar y no los conozcan. |
La
Universidad Pedagógica
Publicado
el 14 de marzo de 1975
Los estudios pedagógicos de nivel superior han sufrido
en nuestro país una curiosa evolución. Muchas
décadas atrás, quizá cerca de un siglo
ya, cuando en el resto del mundo apenas si se insinuaban en
los centros académicos o universitarios las especializaciones
referidas a los problemas educativos y escolares, en la Argentina
comenzó a desenvolverse en ese ramo una corriente de
pensamiento vigorosa y calificada. Fueron sus iniciadores
los egresados de las escuelas normales, en particular los
de la Escuela Normal del Paraná, aunque precedidos
–justo es anotarlo– por algunas de las figuras
señeras que tuvieron a su cargo la dirección
de esos establecimientos en sus años primeros. De las
filas de ese normalismo tan rico y fecundo para la República
–tema del cual nos hemos ocupado anteriormente y sobre
el cual será necesario volver en su oportunidad–
surgieron estudiosos de los problemas educativos de bien merecida
fama. Una bibliografía abundante en forma de folletos,
libros y revistas prueba la hondura y la seriedad de sus enfoques.
Los estudios pedagógicos argentinos comenzaron a andar
un camino no ya de dignidad pareja con los de los países
más adelantados sino en ocasiones de mayor jerarquía,
dicho esto sin ánimo de caer en excesos de patriotismo
pueril. La creación de la Facultad de Ciencias de la
Educación en la Universidad Nacional de La Plata marcó,
alrededor de 1914, la culminación de ese movimiento,
por entonces enriquecido con el surgimiento en el mundo del
movimiento genéricamente llamado de la nueva educación
y que después de la primera guerra mundial de este
siglo habría de alcanzar notable expansión.
Llegados a estas playas los ecos de sus más altos representantes,
los investigadores y los pedagogos argentinos reformularon
sus tesis esenciales, difundieron sus ideas, añadieron
sus propias convicciones, hicieron aportes metodológicos
originales y tanto en las escuelas normales –a nivel
medio– como en los institutos del profesorado y en las
aulas universitarias –es decir, a nivel superior–
los estudios pedagógicos alcanzaron personalidad propia.
Agotado
en parte el impulso de aquella llamada "nueva educación"
y prácticamente superada su raigambre positivista finisecular,
dichos estudios procuraron hallar en el renacimiento de corrientes
filosóficas idealistas europeas fundamentaciones de
mayor rigor conceptual sobre las cuales asentar las preocupaciones
predominantemente metodológicas de las décadas
anteriores. Las aulas universitarias fueron un buen lugar
para intentar esa síntesis, pero esta quedó
en alguna medida trunca porque ni las viejas tendencias del
normalismo encariñado con sus esquemas metodistas se
dispusieron a comprender ni a aceptar las nuevas propuestas
ni estas hallaron el lenguaje capaz de transmitir al magisterio
y al profesorado la riqueza de un mensaje sin embargo riquísimo
y pleno de semillas fecundísimas para un quehacer concreto
en la tarea cotidiana del aula.
Como
consecuencia de ese fracaso –si no absoluto, suficientemente
visible– y del empuje de las corrientes empiristas y
pragmatistas que en el campo de los estudios psicológicos
y sociológicos se implantaron en el país un
tanto extemporáneamente pero con notable vigor en muy
poco tiempo, sobre todo en sus ámbitos universitarios,
después de 1955 surgieron planes y carreras superiores
de estudios pedagógicos sobre otras bases. El nombre
que comenzó a difundirse entonces para esas carreras
–ciencias de la educación– retomaba en
parte las ideas del positivismo pedagógico, pero sobre
todo marcaba con claridad sus intenciones de alejamiento de
las fundamentaciones esencialmente filosóficas de los
lustros inmediatamente anteriores y su voluntad de asentarse
en los aportes psicológicos y sociológicos estos
últimos de corte empírico y estadísticos.
Los
confusiones ideológicas posteriores y sobre todo las
de los últimos años, junto con los intentos
de penetración directa en los ámbitos universitarios
de los grupos concretamente consagrados a una acción
subversiva, hicieron de estas carreras y de estos estudios
un campo favorito por motivos muy fáciles de entender,
aunque, como suele ocurrir, la simplicidad del planteo pasó
casi totalmente inadvertida para la inmensa mayoría
de quienes debieron haber cobrado conciencia del problema.
Si desde los ámbitos universitarios o de la enseñanza
superior en general se obtenía la formación
mental de los especialistas en educación dentro de
determinadas pautas ideológicas, esa formación
llegaría necesariamente a la totalidad de los futuros
docentes de enseñanza media y primaria del país,
pues todos ellos reciben formación pedagógica
de aquellos especialistas. El paso siguiente es obvio: la
ya mencionada formación mental llegaría ineludiblemente
a la niñez y a la adolescencia argentinas.
Una
reacción enérgica –tan enérgica
como resultó indispensable después de la debilidad
o de la complicidad inaceptable con que se dejó avanzar
el mal– intenta ahora variar la situación de
los estudios pedagógicos superiores. Pero lamentablemente
se la ha confundido a tal extremo que estamos llegando a un
punto que nos lleva a retomar el hilo de nuestra exposición
desde las primeras líneas de este artículo:
precisamente ahora, cuando en la casi totalidad de los países
más cultos y adelantados del orbe se ha admitido la
necesidad de perfeccionar los estudios y las investigaciones
en materia de educación y de sistemas educativos, cuando
avanzan las especializaciones pedagógicas en los principales
centros universitarios, cuando los organismos internacionales
producen una copiosa –aunque no siempre válida–
bibliografía sobre la materia, la Argentina, que cien
años atrás inició una nobilísima
tradición y alcanzó a principios de este siglo
una posición de renombre internacional, se halla prácticamente
en tren de liquidación de lo poco que restaba en el
país en cuanto se refiere a dichos estudios.
El
panorama formal
En la Universidad de Buenos Aires la carrera denominada de
"ciencias de la educación" desde 1956 y de
"Pedagogía" con anterioridad, fue hace pocos
meses suspendida junto con las de Psicología y Sociología.
Esta unificación es demostrativa, ya, de la confusión
con que las autoridades respectivas comenzaron el análisis
del problema. Actualmente no se tiene bien en claro qué
hacer con los mencionados estudios. Las informaciones más
veraces hablan de su "integración" en el
Departamento de Filosofía de la facultad respectiva,
pero todo permite suponer que se los considerará apenas
una derivación o especialización de ese departamento.
Obsérvese,
sin embargo, que estas medidas sólo se refieren a una
universidad nacional. Nada se ha dicho sobre las mismas carreras
en las restantes universidades del país, a pesar de
la conducción centralizada que en el orden de la planificación
de los estudios superiores se está siguiendo actualmente.
Cómo entender que en la Universidad de Buenos Aires
deba separarse la carrera de Psicología de la Facultad
de Filosofía y Letras y que no ocurra así en
otras casas de altos estudios también de jurisdicción
nacional. En ninguna otra, tampoco, se ha hablado o informado
sobre la situación de las carreras de ciencias de la
educación o de pedagogía y en muchas siguen
estrechamente unidas a las orientaciones casi exclusivamente
psicológicas.
Entretanto,
en los numerosos institutos de profesorado –establecimientos
de los cuales las autoridades del Ministerio de Cultura y
Educación no parecen haber cobrado conciencia de su
existencia hasta el momento– siguen regularmente las
carreras de "Filosofía y Pedagogía"
o de "Pedagogía", o de "Psicología
y Ciencias de la Educación" o similares, dentro
de una notable anarquía de denominaciones, planes de
estudio y tipos de formación, lo cual podría
ser un síntoma estimulante, si resultara de la vitalidad
de corrientes intelectuales diferentes, pero que en realidad
no pasa de ser sino la consecuencia de esfuerzos por conservar
situaciones heredadas, en algunos casos de introducir novedades
poco meditadas en otros, o simplemente de responder a demandas
ocasionales de estudiantes desorientados en no pocas ocasiones.
Una
propuesta
Creemos que el momento requiere un esfuerzo para superar esta
lamentable situación de los estudios pedagógicos
de nivel superior en la Argentina. Para ello pudiera ser útil
–aportamos la idea sólo como una propuesta apta
para ser discutida, analizada, reformada o aún desechada–
estructurar un nuevo tipo de institución destinada
a albergar aquellos estudios y a evitar, además, la
tradicional falta de coordinación entre los ámbitos
universitarios respectivos y las instituciones escolares de
nivel primario y medio, dependientes de los ministerios de
educación nacional o provinciales. Nuestra propuesta
toma en alguna medida los caracteres organizativos de la Universidad
Tecnológica Nacional, es decir, una casa de altos estudios
montada sobre la base de un ordenamiento nacional con facultades
regionales en todo el país y relación directa
entre los estudios propiamente dichos y la enriquecedora experiencia
del trabajo en la especialidad. Si a esto se le añade
capacidad operativa para las tareas de investigación
pura y para el desenvolvimiento de las bases teoréticas
indispensables, se podría lograr un modelo de institución
relativamente original en el mundo y de fecundas perspectivas
en todo sentido.
Se
trataría, pues, de crear –sería conveniente
una ley o un decreto, aunque esto último resultaría
probablemente insuficiente para darle alcance nacional–
la Universidad Pedagógica Nacional, casa de altos estudios
dependiente del Ministerio de Cultura y Educación pero
con un régimen de autonomía académica
y autarquía financiera y administrativa suficiente
para asegurarle plena capacidad técnica y absoluta
independencia de los vaivenes de los equipos gubernamentales.
Sus autoridades máximas debieran gozar de inamovilidad
y reclutarse más allá de su adhesión
a los partidos ocasionalmente en el poder.
En
esta Universidad Pedagógica Nacional se cursarían
las carreras pedagógicas propiamente dichas, como las
que hasta hoy, aproximadamente, se han seguido casi siempre
en las facultades de Filosofía y Letras o de Humanidades
o de "ciencias de la educación" y también
las que se siguen actualmente en esas orientaciones en los
institutos de profesorado.
Pero,
además, la nueva casa de estudios debería cumplir
otra serie de funciones. En primer término sería
la sede natural –dentro de sus facultades regionales
y de los organismos centrales de investigación, experimentación
y documentación– la tarea de perfeccionamiento
del personal docente en ejercicio. Es decir: la Universidad
Pedagógica Nacional sería el ámbito del
proceso de la "educación continua" de todos
los docentes, sea cual fuere el nivel donde se desempeñen
o su especialidad.
Los
cursos respectivos formarían parte de una carrera obligatoria
para poder ocupar cargos directivos o de supervisión
en los distintos niveles y modalidades del sistema escolar.
Contaría, por supuesto, con establecimientos escolares
bajo su dependencia directa, con el fin de poder efectuar
las experiencias pedagógicas necesarias y montar escuelas
"piloto" dentro del sistema.
El
Ministerio de Cultura y Educación y los ministerios
provinciales respectivos encontrarían en la institución
el ámbito natural de las investigaciones orientadas
a las necesidades del sistema escolar y podrían encomendarle
las evaluaciones permanentes y científicamente fundadas
sobre los resultados obtenidos por aquel, las que hasta hoy
prácticamente no se pueden llevar a cabo.
Los
estudiantes y los docentes de esta Universidad Pedagógica
Nacional se reclutarían de manera principal –aunque
no debiera ser condición excluyente– entre los
trabajadores docentes, quienes mediante horarios especiales,
becas, licencias o reducciones de sus jornadas de labor hallarían
la ocasión de un perfeccionamiento y de una capacitación
muy difícil de obtener en las condiciones actuales.
En
una palabra: la necesaria, la ineludible unidad de la teoría
con la práctica en materia de asuntos educativos podría
encontrar en una institución así concebida la
oportunidad que quizá no tuvo en la Argentina durante
mucho tiempo. Se evitaría la actual confusión
y anarquía en que se debaten los estudios pedagógicos
superiores, se daría cauce a vocaciones juveniles y
docentes actualmente desorientadas y escépticas y –quizá–
se pondrían las bases para el perfeccionamiento y la
actualización de todo el sistema educativo argentino.
La
misión de la Pedagogía
En 1967 publicamos un librito titulado precisamente "La
misión de la Pedagogía". Decíamos
entonces: "No se trata de que los cursos universitarios
de Pedagogía formen buenos directores y ni siquiera
buenos profesores. La misión esencial de los estudios
pedagógicos de nivel superior es otra, no opuesta,
no contraria, no separada, no aislada, ni siquiera alejada
de aquellas tareas concretas de la acción educadora,
pero sí diferente. Aquellos rectores y aquellos profesores
han de forjarse, sí, a través de la experiencia,
en la acción misma, pero con el agregado de la necesaria
teoría y formación pedagógica que es
lo que deben brindar los estudios pedagógicos de nivel
superior y que es lo que no hacen ahora". Porque en nuestro
país, lamentablemente –exponíamos en aquel
librito– continuamos contraponiendo la teoría
y la acción, ignorando que la primera es guía
y luz indispensable de la segunda. Como la filosofía
y la vida, no se contraponen ni se ignoran, según lo
recordaba magistralmente Michele Federico Sciacca: "El
filósofo es aquel que ve abismos donde el vulgo de
los hombres ve llanuras y en los abismos despliega, héroe
de la vida, el ala poderosa del pensamiento. El no atendido,
y si atendido mofado, construye de propia mano, piedra a piedra,
el camino por el que la Humanidad camina bien o mal durante
siglos, sin percatarse que se mueve, obra, vive y progresa
cabalmente por obra de aquella ciencia que cree en apariencia
tan lejana de la vida y tan inútil".
Esta
misión proponemos para los estudios pedagógicos
superiores en relación con la acción concreta
de la educación en todo el sistema educativo argentino
y para esa síntesis entendemos que una institución
como la señalada podría ser instrumento útil.
Se trataría, precisamente, de que cada pedagogo se
comprometa con la escuela como el filósofo con la vida. |
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