Artículos Publicados en el diario La Nación

La triple escolaridad

Publicado el 10 de septiembre de 1971

Imaginemos que un día aparecieran anuncios cuyo texto rezara, aproximadamente, así: "Escuela de triple escolaridad abre su inscripción. Mañana, tarde, y turno complementario vespertino. Retiramos su niño por la mañana en nuestros confortables ómnibus y se lo reintegramos después de cenar, con los dientes lavados y el pijama puesto. Bastará que Ud. le dé un beso, le desee buenas noches y lo ponga a dormir". Mucho tememos que la oferta encontrará éxito notable. Mucho dudamos, también, de que exageraran las averiguaciones en torno de qué se haría con los niños desde la primera hora de la mañana hasta la última de la tarde: lo importante es que la escuela tendría a los niños. Porque el gravísimo error social al cual hemos llegado es el de contentarnos con que las instituciones escolares tengan a los niños en su seno durante la mayor cantidad de horas posible, pero no nos preguntamos qué hace con ellos, cuál es el fruto de esa prolongada permanencia o cuál es la finalidad de una acción tan intensa.

La función de la escuela

El equívoco comienza cuando se confunde la misión de las instituciones escolares con las instituciones de carácter social supletorias.

Las carencias de un hogar debidamente constituido; la falta de espacios adecuados para la vivienda; la necesidad del trabajo de la figura materna por sobre toda otra consideración como consecuencia de problemas económicos insolubles; la tentación de mantener formas de vida que exigen niveles de consumo innecesarios u ostentosos, entre los cuales se cuentan seguir las modas en el vestir o en los nuevos modelos de objetos de cualquier naturaleza e inclusive habitar determinados barrios ciudadanos; la desarticulación moral de la pareja y tantos otros problemas característicos de nuestro tiempo derivan, naturalmente, en la necesidad de suplir el tradicional ambiente familiar que era, antaño, el lugar propio de la infancia y la niñez. Debido a esto se ha arribado insensiblemente a la convicción de que la escuela debe cumplir ese papel supletorio, de reemplazo en todo sentido. Lentamente, se ha terminado por aceptar casi sin discusión tan peregrina teoría, y con mil y una excusas –apoyadas a veces en doctrinas de psicología evolutiva mal digeridas y superficialmente difundidas– se termina por suponer que lo mejor que le puede ocurrir a un niño es pasar fuera de su hogar la mayor cantidad de tiempo posible. Lo cual, claro está, no disgusta demasiado a un buen número de padres, que ven aliviarse así considerablemente responsabilidades, preocupaciones y tareas domésticas.

Preguntas que nadie hace

Nuestra sociedad ha terminado por admitir una serie de fenómenos desdichados sin plantearse interrogantes fundamentales. Ante la multitud de familias que envían a sus hijos a escuelas de doble turno, con almuerzo incluido, y en algunos casos con desayuno y merienda, ¿ha surgido acaso en algún medio la pregunta acerca de la verdadera necesidad de esa decisión? Dejemos en todo caso de lado a quienes lo hacen mediante instituciones privadas, ejerciendo un acto de libertad personal al margen de la acción de las autoridades. Pero con respecto a las escuelas de doble turno del Estado, que cuestan una suma muy considerable y restan importantes cantidades de recursos para otras necesidades del sistema educativo, ¿se ha hecho alguna vez una investigación para averiguar si ese servicio se está brindando de verdad a familias que lo requieren por problemas insuperables o si, en cambio, lo está usufructuando un considerable número de personas que solamente busca comodidad personal?

Desde el punto de vista escolar propiamente dicho, habría llegado también la hora de presentar estadísticas completas y muy claras con respecto al rendimiento de los establecimientos oficiales de doble escolaridad. Los niños que concurren a ellos pasan encerrados entre las paredes del aula el doble del número de horas diarias que los niños asistentes a las escuelas comunes. Cabría suponer que al egresar se encuentran mucho mejor dotados que sus compañeros que no han "gozado" de semejante privilegio. Enumeremos, a modo de ejemplos tomados al azar, algo de lo mucho que con buena lógica cabría esperar: dominio de una lengua extranjera o por lo menos, si se trata de la escuela primaria, una excelente capacidad de manejo básico del idioma y una óptima disposición para iniciar estudios ulteriores que en dos o tres años más permitan fluidez de habla y de comprensión. Buena formación física, que incluya la práctica corriente y en competiciones de uno o dos deportes básicos, entre los que de ninguna manera debería faltar la natación. Buena formación en alguna disciplina estética o artesanal, como la música, la pintura, la cerámica, o similares, pero no como mezquina introducción sino como una completa penetración en el campo correspondiente.

Además, por supuesto, una eficaz introducción en el orden de las tecnologías modernas y de las habilidades instrumentales, básicas para la vida actual, dentro de la electrónica y la mecánica.

Luego, con todo derecho, cabría imaginar que desde el punto de vista de la preparación escolar que puede llamarse tradicional los resultados habrán de ser muy superiores a los obtenidos por quienes no han podido pasar el día entero a disposición de los docentes para superar dificultades o para contar con su guía permanente. Así, por ejemplo, todo niño egresado de una escuela primaria de siete años de doble escolaridad –piense el lector: siete años de ocho de la mañana a cinco de la tarde en la escuela– tendrá que ser un alumno de perfecta ortografía, de excelente capacidad de expresión escrita, que maneje sin dificultades la operatoria matemática correspondiente a su nivel.

Pero, que nosotros sepamos, ni la sociedad ni la escuela se han planteado nunca interrogantes acerca de todos estos fines que presuntamente deberían cumplir las escuelas que absorben una cuota tan amplia de la vida infantil.

Otros empiezan a preguntárselo

Porque la triste realidad es que la sociedad y los padres, en una amplia mayoría, se conforman con enviar a los niños y a los jóvenes a las escuelas y no se preguntan qué se hace con ellos. Es duro admitirlo, pero en un alto número de casos la preocupación se colma con que los jóvenes "estén" en la escuela durante el mayor tiempo posible. Casi nadie formula los interrogantes esenciales que hemos enumerado.

Aunque cuidado. Porque alguien está empezando a hacerlo. No con gran claridad de conciencia quizá. Probablemente con una profunda oscuridad en el planteamiento expreso de la cuestión. Pero el planteamiento existe y es muy peligroso. Pues quien empieza a preguntarse el porqué y el para qué de esa escuela, y de esas horas consumidas un poco sin motivo, y de ese encierro que cada vez empieza a parecerse más a una cárcel disimulada, es nada menos que la propia juventud. Una gran parte de la rebeldía que se ve a veces asomar en las aulas de las escuelas medias, y un poco de los grandes problemas que se afrontan en la misma escuela primaria, es fruto de un inconsciente despertar a una realidad triste y dolorosa. Realidad marcada por el vigor y la riqueza de la vida que late en nuestros días fuera de los ámbitos escolares y se contrapone con la aridez, el tradicionalismo y la pobreza que sobrevive dentro de aquellos, aferrados a procedimientos y esquemas vetustos. Esa juventud es la que empieza a plantearse los interrogantes que deberían hacerse a sí mismos la sociedad y los padres.

Tengamos cuidado. Porque si un día este oscuro resentimiento, esta confusa sensación de injusticia se tornara clara y explícita, costaría mucho manejar la situación. Y no sabemos qué podrá contestar con honradez un padre a su hijo, cuando este, al término de doce o quince años de vida de encierro escolar de sol a sol, le pregunte: ¿qué has hecho de mí?


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Muros infranqueables

Publicado el 3 de noviembre de 1971

La desvinculación entre los sectores del mundo del trabajo y los ámbitos escolares –sobre todo por lo referente a los niveles elemental y medio– es uno de los aspectos más negativos de la realidad política y social argentina de nuestro tiempo. Mirando bien, esa desvinculación, incomprensiblemente, se da casi con el mismo grado entre el sector educativo citado y organismos o círculos culturales de muy variada naturaleza, como academias, sociedades científicas o instituciones literarias o artísticas. No nos cansaremos de denunciar esta situación como un síntoma revelador de un problema cuya exacta dimensión es política, en el más hondo sentido de la palabra, porque su motivación última consiste –a nuestro juicio– en un abandono de la preocupación por el destino nacional –dado que ese destino se juega esencialmente en el plano educativo– y, simultáneamente, en la incomprensión ciega de una relación que el resto del mundo ve clarísima, como es la estrecha e innegable entre la capacitación de los recursos humanos las posibilidades del desarrollo general.

La separación tajante entre el mundo del trabajo productivo y el sistema educativo nacional salta a la vista por el desinterés demostrado por las instituciones representativas de aquel ámbito ante los conflictos, las carencias o las discusiones propias del segundo. Es raro pasar un día sin encontrar, en los distintos medios de información, presentaciones, notas, quejas, reclamos, solicitudes o exposiciones de entidades del campo laboral, industrial, rural o comercial sobre cuestiones de todo tipo. ¿Cuántas, en cambio, se podrían contar directamente relacionadas con cuestiones escolares? Es verdad que estos temas no afectan en forma inmediata su desenvolvimiento cotidiano, así como también es cierto que pueden asumir la urgencia o la significación a veces dramática que deriva de una medida ligada con el ordenamiento económico del país. Es asimismo verdad que el problema educativo no le compete de manera directa, es decir, que no son ellas las llamadas a proveer el servicio educativo ni a organizarlo técnicamente.. Por lo tanto, sería natural que la cantidad de declaraciones en torno de este asunto fuera considerablemente menor que la destinada a los asuntos de su específico interés. Pero no se trata de un escaso porcentaje, sino prácticamente de una ausencia absoluta. Es imposible saber qué opinan las grandes instituciones que en el país representan al mundo del trabajo y de la producción acerca de nuestros problemas educativos. Y cuando en algún caso aislado se da la situación de que una entidad de ese carácter se ocupe y delibere sobre ellos, y aún más, formule conclusiones concretas, pareciera que es el ámbito responsable del sistema escolar el que no toma en cuenta ese aporte o que la entidad en cuestión no presenta su colaboración con la energía suficiente como para darle la difusión debida.

De tal modo, entre el sistema educativo argentino y la realidad nacional representada por el mundo del trabajo en todos sus matices, parecieran alzarse muros infranqueables y fortísimos.

El producto de la escuela media

Ejemplo de todo lo que venimos diciendo es la escasa repercusión lograda por un valioso trabajo realizado no hace mucho tiempo por la Asociación de Dirigentes de Capacitación en la Argentina, que entre otras conclusiones dio un interesantísimo aporte sobre el tipo de egresado de la escuela media necesario para el país en este instante.

La tesis sustentada coincide de manera muy clara, curiosamente, con las definiciones postuladas en un artículo aparecido en esta misma página bajo el título "Politécnica y Polivalente", debido a la pluma de un ex funcionario del Ministerio de Cultura y Educación, el doctor Reynaldo Ocerín. Sin embargo, no se aprecian –por lo menos para el conocimiento público– síntomas reveladores de que el ámbito bajo cuya responsabilidad se halla la política educativa en el nivel de la enseñanza media haya tomado conciencia de la presentación de un grupo que vive a diario las reales necesidades del mundo del trabajo en materia de recursos humanos.

Tampoco se observa que el resto de ese mundo advierta la urgencia de hacer suyas –si es que las considera efectivamente acertadas– dichas postulaciones, ni de exigir a las autoridades educativas la atención, debida a sus demandas.

Los muros, en fin, siguen en pie, sin dar muestras de debilidad.

Quejas y solicitudes

La Asociación citada parte de la formulación de una pregunta que, lamentablemente, parece no hacerse jamás el sistema escolar argentino: si realmente los egresados de la educación media cubren las expectativas y necesidades que tiene la sociedad. Su respuesta no es optimista y llega enseguida a la conclusión de que "en la educación media el énfasis se debe comenzar a colocar en aspectos que permitan cubrir necesidades laborales que la sociedad exige y que actualmente no están cubiertas, o por lo menos no lo están en el grado mínimo deseado".

El artículo antes mencionado, por su parte, decía: "El nivel medio habrá de preparar para el ingreso del joven en la fuerza activa del trabajo". Y más adelante proponía caracterizar a la nueva escuela media por esta nota: "simultaneidad de direcciones formativas; doble calificación del egresado (aclaramos: para la prosecución de estudios superiores y como formación básica general y para la entrada en el mundo del trabajo en niveles subprofesionales), un plan de estudios compuesto por rubros comunes y por rubros de especialidad; nuevos tipos de institutos".

Las deliberaciones de aquella entidad, por su parte, pedían cosas muy concretas. Enumeraba, así, los "peritos, técnicos o bachilleres que el país necesita como egresados de educación media: en comercialización, administración, contabilidad o sistematización de datos, sanidad, cuestiones agropecuarias, minería, recursos marinos, humanidades, y relaciones e industrialización". Con respecto al último rubro, se proponía, inclusive, reducir las actuales especializaciones a solamente estas tres: Electromecánica-electrónica; química y metalúrgica.

Muros y fosos

Pero pareciera que entre aquellas demandas tan claramente planteadas y el sistema escolar argentino no sólo se alzan enormes muros infranqueables sino que se abren también profundos fosos, de tal manera que la desvinculación sea absoluta e insuperable. Porque nada permite presumir que en un lapso razonable se atenderán las presentaciones de organismos cuya labor consiste en recibir día tras día los productos de la escuela media y luchar con sus deficiencias y carencias.

Como tampoco existen indicios reveladores de que otras organizaciones representativas del mundo del trabajo, quizá más fuertes y significativas, se habrán de lanzar de lleno a superar este vacío gigantesco entre la escuela y el trabajo, o sea, entre la escuela y la vida, entre la enseñanza media y las necesidades de la sociedad para la cual el sistema escolar –presuntamente– trabaja. Derribar estos muros, reemplazar estos fosos por vías de comunicación estables y fáciles de transitar permanentemente, es, quizá, la primera tarea por encarar por parte de una acción política decidida a transformar con inteligencia y eficiencia el sistema educativo argentino.

Mientras la situación actual de desvinculación entre dicho ámbito y el mundo del trabajo subsista, todo se reducirá a debates estériles sobre cuestiones de naturaleza pedagógica o didáctica cuyo sentido se pierde en la obscuridad de los círculos especializados y cuya finalidad concreta nunca podrá comprenderse. Será algo así como una discusión entre mecánicos con respecto a las mejores características de un motor pero sin que previamente se haya señalado a qué se habrá de aplicar el motor y para qué se destinará su potencia o su calidad.

La responsabilidad es mutua. Los educadores y las autoridades a cargo del sistema escolar tienen la obligación de iniciar el movimiento para vencer la incomunicación. Pero idéntica responsabilidad deben asumir los hombres y las instituciones representativas de las esferas laborales y productivas si es que más allá de la coyuntura y de las urgencias de cada instante existe en ellos una pizca de preocupación por el destino futuro de la sociedad en la cual estamos todos embarcados.


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El monopolio educativo

Publicado el 5 de abril de 1972

Desde que en el siglo pasado –quizá ya a fines del XVII– comenzaron a alzarse las grandes voces polémicas sobre los derechos del Estado y de la Iglesia u otros grupos con respecto a los procesos educativos sistematizados, se acuñó la expresión del "monopolio escolar" para referirse a la exclusividad con que el Estado llegó, en ocasiones, a asumir, la organización y prestación del servicio educativo. En la actualidad, esa disputa está perdiendo vigencia aceleradamente, por un amplio y complejo conjunto de motivos cuyo análisis escapa a la intención de este artículo. En cambio, ha aparecido otro planteamiento doctrinario y una nueva polémica. De lo que se trata ahora no es de discutir por el dominio del sistema educativo sino de algo más radical. La batalla se plantea contra el sistema educativo en sí mismo, sea quien fuere su sostenedor. Una institución escolar privada reconocida por el Estado integra el sistema educativo formal, junto con las instituciones oficiales. Y de lo que se trata es, precisamente, de luchar contra ese sistema.

¿Por qué, o mejor dicho, para qué? Pues porque ese sistema ha terminado por constituir un monopolio, en el sentido de que nada de lo que se pueda hacer o conseguir fuera del mismo es reconocido ni alcanza validez legal.

En efecto: ninguna capacidad personal merece reconocimiento formal si no está otorgada por el sistema educativo brindado o al menos reconocido por el Estado. De nada sirve lo que pueda lograrse fuera de él, formalmente hablando. La falta de tal reconocimiento formal significa, en la mayoría de los casos, un impedimento –total a veces, grave otras– para obtener provecho de capacidades auténticas para ser útil a la sociedad.

Orígenes de la cuestión

Los sistemas educativos del mundo contemporáneo se estructuraron, dentro de los modelos operativos actuales, a mediados y fines del siglo pasado. Uno de sus objetivos fundamentales fue brindar a todos los habitantes una verdadera igualdad de oportunidades, de acuerdo con la filosofía política de credo democrático. Fueron en verdad útiles para tal fin, por supuesto, de manera y con eficacia diferentes según las circunstancias propias de cada país.

Pero desde hace unas cuantas décadas –¿dos, tres...?– comienza a advertirse que han terminado por constituirse en un formidable obstáculo para ese mismo ideal de igualdad de oportunidades, así como también para el afán de movilidad social y de aprovechamiento integral de los recursos humanos que guiaba a la política educativa decimonónica. Las causas determinantes de este fenómeno son claras.

En primer término, ocurrió algo muy simple: puesto en marcha el engranaje de los sistemas educativos formales, fundados sobre las ideologías racionalistas e iluministas con los que culminó el Renacimiento, los hombres del XIX y sus herederos del XX se olvidaron –sencillamente eso: se olvidaron– que existían otros mecanismos educativos. Dejaron de lado, como si no contaran, las innumerables fuentes formativas, aptas para el desarrollo moral, religioso, cívico, laboral e instructivo, que se dan fuera de los ámbitos escolares. Las menospreciaron, supusieron que tenían poca importancia ante la escuela.

La escuela –las instituciones escolares– es, apenas, un depósito del cual los niños y jóvenes toman, ordenadamente, porciones minúsculas de la riqueza cultural –cuantitativa y cualitativamente imposible de medir– que tiene vida auténtica en la sociedad. Estos niños y jóvenes no dejan de vivir inmersos en esa sociedad, y sus pulmones espirituales –su mente, su personalidad en formación– se llenan cotidianamente con este otro aire libre, no ordenado metódicamente, no filtrado a través del aula, de programas, de planes, de maestros, y profesores. Todo esto cuenta más que el sistema educativo formal. Un hombre, un profesional, un obrero, un empleado, un padre de familia, un aspirante a una ocupación o a un cargo cualquiera, no es solamente lo que dice el diploma o el certificado que acredita el cumplimiento de determinados escalones del sistema educativo formal, sino mucho más que eso. O a veces mucho menos, en un sentido valorativo. Inclusive desde el punto de vista limitado de sus condiciones o aptitudes estrictamente ocupacionales o de su instrucción o caudal de conocimientos. Estos otros factores, no ponderados en ningún certificado, serán siempre, sin embargo los determinantes principales del éxito o del fracaso en la ocupación, el cargo o la vida personal.

La segunda causa de que los sistemas educativos contemporáneos sean un obstáculo para los individuos y la sociedad, deriva de otro hecho simple, estudiado por gran cantidad de trabajos sobre la materia. Todas las estructuras burocráticas tienden, inevitable, fatalmente, a derivar en formalistas rígidos, incapaces de aprovechar o valorar cuanto escape a sus posibilidades precisamente formalistas. Tienden, por la misma razón, a defenderse contra todo aquello que pueda llegar a constituirse en un rival o en un peligro, mediante un método bien conocido: el monopolio basado en la concesión exclusiva del servicio y la persecución de quien intente brindarlo a menor costo o más eficientemente. Hay dos maneras de conseguir el monopolio. Una es la prohibición lisa y llana de competir con el servicio oficial. Otra es desconocer, desde el punto de vista legal y formal, cuanto se haga al margen del modelo operativo montado o controlado por el Estado o siguiendo pautas organizativas o metodológicas diferentes. Una y otra modalidad combinadas han sido utilizadas con respecto a los fenómenos educativos. En muchos países, sin embargo, la libertad a su respecto no es negada. Pero sólo sirve para satisfacción personal, de quien la ejerce, pues, a pesar de la excelencia formativa lograda en cualquier campo, jamás se tolerará su aprovechamiento si no está previamente reconocida por el Estado. Este reconocimiento no se otorga mediante probanzas prácticas, pues al Estado no le interesa saber si hay auténticas aptitudes o formaciones o capacidades: lo que exige es el procedimiento, el proceso, el plan, el programa de su sistema educativo. No hay otra solución sino pasar por todos sus pasos rígidamente establecidos.

Los efectos del monopolio

El monopolio educativo del sistema formal destruye la competencia y anula todo interés en la eficiencia del servicio prestado. Para conseguir un puesto de ordenanza en la administración pública se necesita un certificado de escolaridad obligatoria concluida, es decir, haber aprobado exigencias reglamentarias del sistema educativo formal. Obsérvese bien: no se pide saber escribir bien, sino tener un certificado que formalmente certifica que su poseedor sabe escribir bien, aunque la realidad sea otra. No importan, en cambio, aptitudes –cívicas, laborales, intelectuales– adquiridas fuera del sistema. Para ser recibido como alumnos de los cursos de ingreso en las universidades, lo que cuenta es el diploma de la escuela media, no las aptitudes intelectuales que exclusivamente se posean. Las puertas de las casas de altos estudios están cerradas para muchos jóvenes y adultos en edades todavía útiles porque circunstancias diversas les impidieron concluir la escuela media. Nadie tiene en cuenta la riqueza formativa que muchos de ellos han logrado por otras vías. Basta, en cambio, haber dispuesto la oportunidad y haber tenido la paciencia de sentarse durante cinco años en los bancos de una escuela perteneciente al sistema educativo formal, y haber logrado ciertas notas reglamentarias en los también reglamentarios boletines de calificaciones, para ostentar un legítimo derecho a golpear las puertas de la Universidad.

La actividad privada puede eludir a veces estas exigencias, pero aún allí mismo se hace sentir este fenómeno con intensidad creciente.

Como consecuencia inmediata, el sistema educativo formal no se preocupa de que los certificados que otorga tengan correspondencia con la realidad. Los peritos mercantiles pueden egresar tranquilamente después de cinco años de estudiar –y de aprobar– inglés sin saber ni hablar, ni escribir, ni leer ese idioma, sin que nadie pida cuentas al sistema. También pueden egresar muchos niños de la escuela primaria con una ortografía espantosa. ¿Se le ha ocurrido a alguien demandar a los responsables de tantos niños que en el examen de ingreso, en primer año obtienen "cero" puntos en castellano? ¿Alguien ha reclamado por los innumerables casos de egresados de escuelas de comercio que no saben escribir a máquina ni utilizar la taquigrafía que "aprobaron"?

Es que el sistema educativo formal no necesita preocuparse por la calidad de sus servicios: le basta defenderse de lo que pueda lograrse fuera de él mediante reglamentaciones que desconozcan e inclusive obliguen a desconocer esos resultados extra-sistema.

De tal forma se atenta gravemente contra la igualdad de oportunidades. Porque se desconocen las vías de formación y de capacitación que están abiertas en la sociedad y se exige seguir una sola de ellas, sin siquiera ocuparse de que esa vía, en su estrecho sendero, sea eficiente. Quienes por motivos económicos o sociales de cualquier naturaleza, carecieron en su momento de la posibilidad de cursarla, resultan perjudicados aunque quizá por otros medios hayan logrado aptitudes y condiciones iguales o superiores a las que el sistema educativo formal pueda brindar. En una palabra: no importa la meta alcanzada, sino el camino seguido. Debiera ser precisamente lo contrario: lo que cuenta es la meta lograda, no el método –el camino– elegido.

También la sociedad se perjudica grandemente. Pues derrocha recursos humanos, un lujo que ni siquiera los países más ricos y poderosos de la tierra pueden hoy permitirse. En el mundo contemporáneo hay abundancia de hombres cuyos talentos son desconocidos formalmente y de otros que ostentan diplomas de los cuales se valen sin que su capacidad esté demostrada.

Probar resultados, no exhibir certificados

No proponemos la abolición de los sistemas educativos formales. Pedimos la abolición del monopolio educativo por parte del sistema educativo formal, o sea, la admisión y el reconocimiento de todo tipo de capacitación y formación logradas por vías distintas, mediante las pruebas que sea menester. Juntamente, la puesta a prueba de los resultados logrados por el sistema educativo. Es decir, que el sistema compita limpiamente por sus resultados y no se escude en certificados de aceptación obligatoria. Pero entiéndase: en uno y otro caso se deben probar resultados. No exigir haber estudiado un programa sino haber alcanzado una aptitud.

Lo que deberá hacer el sistema educativo es preparar a quienes se inscriban en sus cursos para salir airosos de la prueba o pruebas consiguientes. No le bastará expedir un certificado donde conste que se ha "cursado" la escuela media. Deberá ocuparse de que el egresado alcance, efectivamente, las aptitudes y las capacidades necesarias para su vida futura.
Si para acceder a las aulas universitarias, por ejemplo, se considera requisito manejar con soltura un idioma vivo de los principales de nuestro tiempo, habrá que probar esa aptitud. Y el resultado valdrá lo mismo ya sea que se lo haya conseguido dentro o fuera del sistema educativo formal. El cual no podrá entonces conformarse, como hasta ahora, con "aprobar" a sus alumnos en idiomas. A nadie –ni a los estudiantes ni a los padres– les interesará tampoco esa aprobación formal, porque sabrán que lo válido será su efectivo dominio del idioma y no un certificado.

Los sistemas educativos, por lo tanto, deberán ofrecer sus servicios, no obligar a que se los tome. La obligatoriedad debe ser demostrar una instrucción, una formación cívica o una capacitación. Exigir esa demostración es legítimo, pero no imponer las vías para lograrlas. Absurdo, además de ilegítimo, no imponer metodologías didácticas, horarios, regímenes de calificaciones. Inútil y dañoso despreciar los resultados formativos, instructivos y de capacitación logrados por las riquísimas y poderosas vías extra-escolares, agigantadas hoy por medios de comunicación cuya penetración y eficacia es incomparablemente mayor que las de la escuela.

Históricamente hablando –y dejando de lado, por configurar otro problema, el caso de los países totalitarios– el monopolio escolar como dominio absoluto del Estado sobre el ámbito educativo es un problema superado. Pero el monopolio educativo, como obstáculo puesto por los sistemas educativos formales ante las inmensas posibilidades educativas de la sociedad de hoy y del mañana, es, en cambio, el problema central de la política educativa actual. Si se acepta esto, caen o diminuyen hasta hacerse muy pequeñas, muchísimas cuestiones sobre las cuales se sostienen debates enconados y se enfrentan posiciones irreductibles. Pero para aceptarlo hace falta una pizca de ese coraje intelectual y de esa valentía del espíritu que se llama imaginación.


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El gran vacío

Publicado el 17 de mayo de 1972

Todo el sistema escolar argentino presenta graves deficiencias. Dentro de ese panorama general, la escuela media es el nivel más desactualizado pedagógicamente, menos adecuado a las necesidades sociales del momento y el más endurecido en sus estructuras funcionales. No pretendemos disimular o negar uno sólo de los muchos defectos de la escuela primaria, pero en alguna medida cierto fruto, aunque modesto y escasísimo en relación con los objetivos que debiera lograr, alcanza. Todavía, en ocasiones, nuestra escuela primaria puede resistir la comparación con sus similares de los países más adelantados. La Universidad presenta problemas políticos y estructurales, incluyendo los relativos a sus recursos materiales y a sus disponibilidades físicas, gravísimos. Pero nadie puede negar su alto nivel científico –hablando en términos generales y dejando de lado casos aislados– ni la jerarquía internacional de sus egresados, a menudo capaces de competir en un pie de igualdad en los centros universales de mayor renombre.

De la escuela media, lamentablemente, no podemos decir nada bueno. Se trata, en síntesis, de una especie de gran vacío existente entre la escolaridad primaria y la universitaria. Durante cinco años los adolescentes argentinos, en el momento mejor de su desenvolvimiento mental, cuando tienen el espíritu aguzado para las grandes conquistas y abierto para los descubrimientos vocacionales con los que jugarán su destino, pierden penosamente sus horas en medio de una organización de rigidez inconcebible de anacronismo científico total, de formalismo casi risible, de modalidades pedagógicas de completa ineficiencia. Hombre soy nada de lo humano me es extraño, díjose alguna vez como símbolo de los intereses espirituales abiertos a los cuatro rumbos. En la escuela media argentina campea el lema opuesto: nada de lo que ocurra en el mundo y en la vida importa. Sólo los reglamentos, preparados por inalcanzables reparticiones sumidas en la oscuridad de los despachos. Sólo los formalismos, vigilados por las inspecciones. Sólo el cumplimiento de estatutos destinados a cuidar la estabilidad y los derechos del personal. El hombre puede llegar a la Luna y la comunidad europea de los diez transformar toda la geopolítica universal: no importa. Los alumnos, por la eternidad, deberán comenzar a estudiar Europa por el punto primero de la bolilla primera de un programa cuyos orígenes arrancan del mapa forjado después de los pactos de Versalles.

Los adolescentes argentinos están derrochando cinco años preciosos de su vida encerrados en aulas tapiadas a la historia. Muy malo sería este vacío, este derroche, esta nada, si no ocurriera aún algo peor. Porque el resultado final de la escuela media argentina es, en muchísimos casos, una esterilizante actitud mental, un definitivo enmohecimiento de las inquietudes intelectuales, un torcimiento a menudo irreparable de las metodologías personales del estudio y la investigación. Son muchos los jóvenes que deben contar esos cinco años como un gigantesco vacío, pero hay algo peor: son los jóvenes que en esos cinco años han estropeado para siempre su capacidad de aprender o han generado sentimientos de rechazo hacia todas las perspectivas de esfuerzo mental.

Cinco años de ocho o nueve meses de clases, con horarios de cinco a ocho horas completas por día. Cinco años de encierro físico en salones incómodos y mobiliario anticuado. Después, egresan sin dominar siquiera un idioma extranjero, sin escribir a máquina, sin estar formados para afrontar sus exámenes de ingreso en ciencias básicas en los ámbitos universitarios sin dominar instrumentos elementales para la vida laboral de nuestros días, sin estar aproximadamente orientados hacia sus actividades futuras. Mejor sería dejarlos practicar deportes dos días enteros a la semana. Y aún bastarían tres años para una formación básica esencial. Para aprender a pensar. A hablar un idioma. Mejor sería que durante un año o dos trabajaran –de verdad en medio turno y estudiaran otro medio.

Pero el edificio de la escuela media no lo permite, ni lo admite, ni lo entiende. Sigue igual a sí mismo, convencido de que en un mundo donde todo cambia él es perfecto, inmutable, eterno. Las llamadas "horas" de clase siguen siendo el absurdo de treinta y cinco o treinta y seis minutos de tiempo útil. Fraccioncitas así repetidas seis o siete veces en una mañana, en una tarde. Ningún contenido –ni la matemática ni las ciencias– ha sido actualizado definitivamente, a pesar de las comisiones, de los cursos de perfeccionamiento y de los institutos especiales creados al efecto. Apenas si un puñado de colegios, cuyo número no aumentará por lustros, ha modificado el régimen de trabajo del personal docente, de tal manera que pueda disponerse de un porcentaje aceptable de profesores con cargos completos en el establecimiento.

Los funcionarios encargados de tareas de supervisión continúan ocupados, casi en el ciento por ciento de su tiempo útil, en tareas administrativas o referidas al cumplimiento de formalidades. Quienes han llegado a esos cargos después de haberse batido en pro del perfeccionamiento y el cambio de la escuela media, o en pro de una auténtica libertad de las escuelas y de los profesores, suelen caracterizarse por ser los más exigentes e implacables inquisidores en materia de reglamentarismos vacíos de sentido.

Los organismos ministeriales que debieran servir de apoyo a la obra docente siguen convertidos, de hecho, en las piezas claves de la política educativa.

Podemos afirmarlo: cuando los jóvenes, al llegar a cuarto o quinto año comienzan a resistirse a esta escuela media, tienen razón.

Un padre sensato bien podría –si tuviera además recursos económicos– evitar a su hija este sistema absurdo y en tres años, poco más o menos, brindarle una formación académica muy superior a la que hoy le brinda el plan oficial de la escuela media argentina. Pero tampoco podría, porque para reconocerle esa formación del Estado le exigiría haber estudiado, según los formalismos consabidos, todos los puntos señalados en sus vetustos e inútiles programas. El muchacho podrá ser un genio, pero si no prueba haber gastado determinada cantidad de tiempo en copiar modelos de yeso para la asignatura Dibujo o en hacer como que canta o en saber la fecha de nacimiento de tres compositores –dos argentinos y uno universal, por ejemplo, o viceversa quizá– para la asignatura Música, o en pegar prolijamente unos recortes de papel glacé para Actividades Prácticas, es inútil: no podrá entrar a la Universidad.

Todo lo anterior tiene un tono de exabrupto que no es el mejor –lo sé– para trasmitir mensajes constructivos. Inclusive, bien podría confundirse con la posición de un adolescente en plena crisis de demolición de la sociedad y de los valores del mundo adulto, o con la de algunos personajes envejecidos y resentidos por mil frustraciones que al final de sus vidas sólo ven lo negro, lo mayo y lo feo. Por eso resulta muy peligroso firmar –afirmar– conceptos tan terminantes, casi sin matices. Cuya demostración científica o empírica es, además, sumamente complicada.

El punto a que hemos arribado en estos asuntos en nuestro país exige, sin embargo, hablar claro. Creemos que la Argentina no puede seguir tolerando una escuela media cuya ineficacia llega a tal extremo. Los jóvenes que egresan de ella en condiciones aceptables para seguir adelante en el campo de los estudios o en el mundo del trabajo son, sencillamente, quienes por gracia del azar, o por obra de sus padres o de su propio medio, o bien por estar dotados de aptitudes excepcionales, han logrado salvarse de su carácter negativo. No tenemos derecho a seguir condenando a los adolescentes durante esos cinco años maravillosos y tan cargados de posibilidades que van entre los 13 y los 18 de edad, a este encierro, a este vacío inmenso, a este proceso esterilizante de sus inteligencias.

Sepamos reaccionar alguna vez. Porque junto con los problemas políticos y económicos de la hora actual, este de la educación y en particular el de la enseñanza media es capital para nuestro destino como nación.

Para resolverlo no bastan reformas. No se trata de arreglar, ni siquiera de modernizar la casa vieja. A esta altura hay que construir otra nueva. El edificio de la escuela media argentina no resiste retoques, aún los llamados profundos. Debe ser derribado enteramente, hasta los cimientos, para alzar algo radicalmente distinto.

Dicho lo cual, quien esto escribe debe hacer una confesión de carácter personal. Saben los lectores que esto es inusual. Pero en este caso es inexcusable. En este mes cumple sus veinticinco años en la doctrina. Un cuarto de siglo sin interrupciones en la tarea de la enseñanza –a través de todos sus niveles, desde el primario al universitario, y en este caso en la especialidad de la política educativa– quizá no sea mucho. No es poco, de todos modos. Le sucede en este instante algo de lo que Rodó afirmaba de sus lecturas al llegar los años de su madurez: que después de haber amado a Perrault "de la dichosa edad en los albores", y de haber crecido lentamente en gustos, y de haber pasado por las cumbres de las letras –Lamartine, Cervantes, Balzac– "... hoy, ¡cosa extraña!, vuelvo a Perrault, ¡me reconcentro y río!

En nuestra adolescencia de entonces, con 19 años, un título y un cargo flamantes de maestro normal, iniciando la carrera de Pedagogía en la Universidad, sorbíamos los vientos de la petulancia juvenil y afirmábamos la necesidad de destruir todo el sistema educativo nacional para empezar de nuevo. Pasados los años, el estudio y la reflexión, la edad madura, en fin, hicieron comprender el error de posición tan extrema. Aprendimos entonces cómo las grandes construcciones de la historia se hacen sobre las piedras puestas por los mayores y se asientan mejor sobre esos cimientos.

Ahora, como Rodó, retornamos a sentimientos de ayer. Ahora, después que la vida nos permitió conocer la realidad de la escuela media argentina desde todos los ángulos y desde todas las posiciones, considerando los avances vertiginosos de la historia a partir de 1945, vista la situación de endurecimiento definitiva de las estructuras de este nivel escolar, llegamos a la misma conclusión de aquella adolescencia.

Desde el fondo de una consciente, serena, honesta reflexión, desde el sedimento dejado por los estudios, las lecturas, las observaciones y las experiencias de este cuarto de siglo, y principalmente, desde la perspectiva del futuro de los próximos veinticinco años, afirmamos que de la escuela media argentina sólo se puede decir hoy lo que el romano predicaba de Cartago: delenda est. Debe ser destruida. Porque ese gran vacío ocupa la mejor edad de nuestra juventud y debe ser llenado con una labor fecunda.


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Para reemplazar la escuela media

Publicado el 5 de julio de 1972

Hemos dicho en un artículo anterior –"El gran vacío"– que la escuela media representa en todas partes del mundo el punto crítico de la estructura de los sistemas educativos. Nuestra posición no se agota en una crítica de carácter pedagógico propiamente dicho. No se refiere exclusivamente a los aspectos organizativos internos y técnico-docentes de la escuela media, sino que apunta a la institución escolar en sí misma. Creemos, en efecto que la transformación más completa de la escuela ocurrirá –debe ocurrir– en el nivel medio de la enseñanza. La escuela primaria y la Universidad cambiarán mucho, sin duda. Sufrirán modificaciones muy profundas en toda su organización interior, en sus aspectos administrativos inclusive, y fundamentalmente en sus modalidades de acción docente: contenidos, métodos, de trabajo, regímenes de enseñanza-aprendizaje, sistemas de evaluación y promoción, etc. Pero, con todo, como "institución" de algún modo subsistirán con caracteres tales que permitirán reconocerlas aproximadamente como sucesoras, al menos, de las escuelas primarias y las universidades actuales. Tengo para mí, por el contrario, que las escuelas de enseñanza media desaparecerán literalmente. Serán reemplazadas por otro tipo de organizaciones o por otras modalidades de realización del servicio educativo.

Institución y función

Es necesario, en primer término, reiterar brevísimamente un aspecto sobre el cual otros estudiosos –argentinos y extranjeros– han insistido ya. Las necesidades de un servicio educativo correspondiente a las edades actualmente abarcadas por la escuela media, subsistirán. Habrá que cumplir funciones de transmisión cultural, de capacitación mental, de formación general y de introducción en ámbitos laborales definidos. Pero esto no significa, necesariamente, la subsistencia del mismo tipo de institución o del mismo esquema organizativo hasta hoy montado para llenar esas necesidades.

Primer principio: La división del trabajo

Como punto de partida, debe admitirse la imposibilidad de que una sola institución satisfaga todas las necesidades educativas de la adolescencia y la juventud. Estamos pidiendo a la escuela media una misión excesivamente vasta: formación general, cultura académica de carácter tradicional, capacitación ocupacional, atención y satisfacción de las necesidades del desarrollo físico, introducido a la vida cívica y social, superación de los escollos psicológicos habituales en esa etapa evolutiva. Esas tareas deben ser satisfechas, con el esquema actual, por una institución cuyo personal y cuya organización funcional interna está enteramente sujeta a los mismos regímenes laborales, con remuneraciones fijas según pautas idénticas, dentro de un mismo estatuto profesional, siguiendo regímenes de evaluación y de promoción comunes. Esto constituye un escollo insuperable. No queda otro medio sino pensar en instituciones diferentes. Unas estarán destinadas al área de la educación física, con instalaciones adecuadas, personal especializado, sujeto a regímenes laborales –de remuneración, de horario, de jubilaciones, etcétera– apropiado a sus funciones, y con modalidades internas organizativas nacidas de los objetivos por cumplir y de sus necesidades funcionales. Otras serán, por ejemplo, los centros de idiomas, destinados al área de las lenguas extranjeras. Otras las que concentrarán la formación y la capacitación estética referida a las llamadas bellas artes. Otras, por supuesto, las que se ocuparán de la capacitación e introducción en el área ocupacional. Otras las que se dediquen a los contenidos que podríamos llamar, provisoriamente, académicos, es decir, los de carácter tradicional y que han constituido hasta hoy el centro sobre el cual ha girado la escuela media.

En cuanto a la posibilidad de montar estos centros en un solo "campus" para evitar problemas de desplazamientos y complicaciones horarias o de transporte, es un asunto que puede resolverse de manera diferente según las circunstancias de cada lugar. Las perspectivas varían de país a país y dentro de cada país, de región a región y de ciudad a ciudad. Lo único que no se puede pretender es fijar una única y apriorística.

La unidad perdida

No deben rasgarse las vestiduras, por esto los sostenedores de la unidad de la educación y de la integralidad de la formación humana. En primer término, porque si algo ha contribuido a estropear esa unidad ha sido la organización tradicional de la escuela media, y no desde hace poco. Las páginas de Gentile denunciando ese tremendo mal cuentan medio siglo y desde entonces no se ha podido hacer nada para superarlo. Así, pues, si existe preocupación por la unidad de la obra educativa en la etapa de la adolescencia y la primera juventud, no es la actual escuela media una respuesta adecuada. Por mi parte, entiendo que un sistema capaz de conseguir una profundización auténtica en cada área será la condición indispensable para obtener aquel viejo ideal de integración del saber y del hacer.

Segundo principio: Las opciones

No es posible, ni se justifica, exigir a todos los adolescentes caminos idénticos. Todos deben tener la oportunidad de acceder a cualquier área, pero no hay más remedio que admitir opciones. Seguramente, habrá que forjar mínimos comunes, pero inmediatamente después de haberse alcanzado ese mínimo común deberá permitirse la libre elección de áreas o por lo menos la intensificación de alguna de ellas. De hecho sucede esto mismo y la lucha por impedirlo es estéril, agotadora y sólo conduce a conflictos a veces graves o a frustraciones completas. Hay adolescentes que prefieren intensificar su actividad física: es inútil negárselo, lo cual no quiere decir que dejarán todo el resto. Hay jóvenes con preferencias o aptitudes marcadas por las lenguas extranjeras: ellos podrán duplicar su dedicación horaria a ese aspecto y disminuir su actividad deportiva. Algunos demuestran inclinaciones o posibilidades amplias en ciertos campos de actividades prácticas o laborales: podrán destinar quizás medio turno a esas tareas y quizá hay que resignarse a una mínima formación en lenguas extranjeras, por ejemplo. Otros demostrarán condiciones especiales para los contenidos científicos y matemáticos: entonces tomarán lecciones intensificadas al respecto, pero, a los mejor, apenas si participarán en entrenamientos laborales.

Tercer principio: La no gradualidad y el no agrupamiento forzoso

Tampoco existirán los agrupamientos y los grados actuales por años de edad o por secciones escolares. Ningún adolescente estará en tal año o en tal grado escolar ni en tal sección de ninguno de estos centros educativos. Participará del grupo adecuado a sus condiciones y cambiará de grupo cada vez que las circunstancias lo hagan aconsejable. Su evolución quedará señalada por sus aptitudes, posibilidades y esfuerzos. En la realidad esto ocurre de todos modos, sólo que la escuela continúa cerrando sus ojos a esa realidad: el adolescente de catorce años que participa del conjunto orquestal con adultos, no tiene porqué coincidir obligatoriamente, en la clase de música, con otros adolescentes de su misma edad a quienes con gran esfuerzo se procura introducir en las nociones elementales de ese arte.

Hay jóvenes que a los quince años manejan una lengua extranjera con soltura y precisión y otros que a esa edad procuran a duras penas balbucearla y entenderla. Hay chicos que a los trece años desarman y arman el motor de una motocicleta pero quizá no conocen a Cervantes, y otros que a esa edad han leído más de un clásico pero no distinguen una bujía de un carburador.

A todos se procurará darles una visión y una capacidad integradora de sus mundos respectivos, pero es absurdo obligarlos a un camino idéntico, con lo cual sólo se consigue destruir las capacidades de la mayoría.

Cuarto principio: La participación del mundo extraescolar

Además de la existencia de centros educativos diversos, en esa misión de servicio educativo habrá de participar activamente el mundo extraescolar. Las empresas y las instituciones académicas, culturales y artísticas recibirán jóvenes y adolescentes para atender sus necesidades formativas. El mundo del trabajo deberá hacerlo principalmente, y esta será una manera de cerrar la brecha abierta actualmente entre la escuela y la realidad. De tal manera, un amplísimo margen de probabilidades se abre como reemplazo de esta institución que hoy llamamos "escuela media" y a la cual estamos pidiendo milagros, olvidando que los hombres no estamos facultados –corrientemente– para realizarlos.

Último principio: Abandono de formalismos vacíos; más complejidad vital

Sean cuales fueren en total los principios aceptados, deben concluir por este: no más formalismos vacíos de contenido real. Es decir: no más diplomas, certificados o títulos. Cada adolescente, cada joven, cuando crea que está en condiciones de acceder de lleno al mundo del trabajo o a los ámbitos de los estudios superiores universitarios, deberá probarlo por sí mismo. No faltarán quienes puedan hacerlo mucho antes que hoy, ganando años preciosos e irremplazables. Pero ninguno lo hará válido de un papel que "dice" que ha concluido tal o cual curso, tal o cual nivel de escolaridad. Lo que la sociedad exigirá es demostrar capacitación: cultural, personal, cívica y ocupacional.

La etapa de la adolescencia y la primera juventud, después de la escolaridad básica y antes de la iniciación de los estudios universitarios o de la penetración definitiva en el mundo del trabajo profesional, se convertirá, de tal modo, en una compleja circunstancia donde la sociedad ofrecerá servicios educativos múltiples, en centros educativos organizados cada uno según sus propias necesidades y características. A ellos concurrirán todos los habitantes entre los once y los veinte años, aproximadamente, pero cada uno según sus propios intereses, aptitudes y voluntades.

Centros educativos en cambio de escuela media. Vida, en cambio de formalismos.


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De rebeldes y conformistas

Publicado el 11 de octubre de 1972

En todas las épocas han existido rebeldes y conformistas. No hablamos, por supuesto, de quienes gustan jugar a la rebeldía, mediante actitudes fingidas de aparente rechazo al contorno cultural y en realidad no buscan sino destacarse y llamar la atención por cualquier medio. Pueden ser los adolescentes en pleno período de afirmación de su yo todavía en gestación, o alguno de esos adultos que en el fondo de su personalidad jamás han logrado salir de la adolescencia. Pueden ser, también, quienes actúan como rebeldes sin serlo, simplemente detrás de la gloria trivial o de un bien calculado negocio. Hablamos de los rebeldes de verdad, es decir, de aquellos que tienen por delante sólo dos caminos: o la heroicidad, pagadera en persecuciones, sacrificios, cárceles o muerte, o la vida oscura de cada día, silenciosa en el erguido mantenimiento de la propia convicción, refugiada en el hogar o en la soledad, en la pobreza económica, en la mediocridad de las apariencias.

Como reconocerlos

En nuestra época, como siempre, hay rebeldes y conformistas. Es fácil reconocer a unos y otros. La clave es observar cómo los primeros no se dejan arrastrar irreflexivamente por las propuestas de cada día. Meditan seriamente antes de aceptarlas, las pasan por el tamiz de sus propios criterios, de sus gustos, de sus ideas, en fin. Los segundos son los seguidores fieles de la novedad cotidiana. En todos los ambientes y en todas las edades se los distingue claramente.

Podríamos comenzar por detalles de importancia escasa, a los cuales, efectivamente, no se les debe otorgar excesiva jerarquía. Por ejemplo, la moda en el vestir, en el hablar, en el actuar diario. Los conformistas viven esperando el dictado de la novedad para someterse a ella con fervor de súbditos obedientes. Apenas si necesitan la insinuación de los amos del terreno para plegarse a sus indicaciones, pues ansían demostrar su condición aceptando inmediata y entusiastamente cualquier imposición, por absurda que fuere. Los rebeldes meditan, esperan, analizan, cotejan. En ocasiones, es duro rechazar lo absurdo, si todos lo llevan; dejar de lado lo incómodo, si se usa. Hay más: se requiere cierta dosis de coraje para continuar con las prendas de ayer en función de una sensata economía. Entre los buenos burgueses tan denostados por aquellos seguidores conformistas de la moda de cada temporada se encuentran no pocos honrados padres de familia capaces de arrostrar la calle sin seguir la última línea pero pensando en las necesidades más hondas a las que se deben. Entre esos conformistas se anotan hoy abundantes jóvenes, pero afortunadamente quedan –se los ve en muchos empleos, en las universidades– rebeldes auténticos dispuestos a no dejarse arrastrar por los ofrecimientos excitantes de las vidrieras y seguir con la ropa de su preferencia y al alcance de su bolsillo, mientras adelantan en una carrera por la cual quizá ellos y sus parientes hacen severos sacrificios.

Los jóvenes

Y ya que entramos al tema de la juventud, consideremos algo más. En los ámbitos estudiantiles, precisamente, es donde hoy la rebeldía de muchos jóvenes y adolescentes alcanza puntos críticos. Porque no es sencillo rebelarse contra las insinuaciones fáciles del alzamiento hacia la autoridad legítima de los profesores, dejar de lado el canto de sirena de quienes incitan al abandono de todas las normas, rechazar la demagogia de compañeros y de muchos docentes que los halagan diariamente hablándoles sólo de sus derechos. Quedan, sin embargo, jóvenes rebeldes: no quieren –y lo dicen y lo sostienen– suplantar a sus maestros sino formarse con seriedad y autenticidad. No quieren sumarse a las caravanas de agitadores, y algunos tienen el coraje de afirmarlo. Son capaces de resistir las invitaciones a asambleas tumultuosas y algunos hasta llegan al extremo de retirarse de ellas con dignidad. Lamentablemente, los conformistas son algunos más. Se pliegan de inmediato a todas las insinuaciones. Son incapaces de resistir la presión psicológica de los expertos en dinámica de grupos. No pueden evitar acobardarse cuando se los incita a alzarse contra las autoridades sin saber cómo ni por qué. Simplemente, se dejan llevar.

Los conformistas se visten a la moda, y usan los vestidos que les mandan sus amos: la publicidad y los demagogos. Hostilizan a los mayores y a la burguesía porque sus líderes se lo ordenan. Leen sólo los volúmenes distribuidos en las librerías "de onda", y no se atreven a hacerlo con un clásico, por pura cobardía intelectual. Los rebeldes, por ahora, deben refugiarse en la intimidad, salvo que sean capaces de afrontar algo más que pullas y desdenes.

El mundo adulto

La rebeldía del mundo adulto suele ser asimismo difícil. Los conformistas se pliegan sin hesitaciones a cualquier tendencia. Por ejemplo a escuchar toda clase de espantosas palabrotas, obscenidades o groserías en teatros pretendidamente serios. Los rebeldes tienen un coraje singular: son capaces de decir no a esos espectáculos. Son capaces de negarse a una invitación para presenciarlos aunque ello suponga bromas, humoradas y etiquetas de anticuado. Simplemente, defienden sus sentimientos, sus posiciones. Si las malas palabras les chocan, tienen el coraje de decirlo: les chocan, no les gustan, prefieren no asistir a las salas a las cuales hoy concurren "todos". Los conformistas leen siempre –y alaban– los escritores del momento. Los rebeldes tienen la valentía de discrepar –cuando lo creen oportuno– con las opiniones mayoritarias.

Entre los padres, las distinciones de rebeldes y conformistas son netas. Abundan los segundos; incapaces de resistir ideas ajenas, ambiciosos de mostrar modernidad, anhelantes de exhibir formación psicológica de avanzada aunque se basen en lecturas de quinta o sexta mano, en manuales o revistas de mala divulgación, aceptan sin más ni más todas las exhortaciones a educaciones originales y toleran o inclusive estimulan cualquier comportamiento.

Hay, sin embargo, padres rebeldes. Cuando no terminan de entender las ventajas de una nueva posición, no la aceptan. Tienen la valentía –a veces es muy dolorosa– de afrontar los enojos de sus hijos, las caras largas de la mesa familiar, las impertinencias de los consejeros oficiosos. Pero todavía quedan padres que se atreven a decir "no" cuando verdaderamente no están convencidos de la sensatez de decir "sí". Los conformistas han aprendido, además, que aceptándolo todo la vida es más cómoda. Los rebeldes consienten sólo cuando han llegado a comprender las ventajas educativas de la respuesta afirmativa. Pero meditan, reflexionan, analizan, bucean en sí mismos y no solamente en lo que se dice, en lo que se oye. Guían a sus hijos por la senda que ellos honestamente creen buena, aunque admiten poder estar equivocados. Tienen coraje para cumplir un papel difícil: frenar, resistir. Sus hijos son afortunados: tienen padres. Los hijos de los padres conformistas viven contentos unos pocos años, hasta que de pronto comprenden algo terrible: carecen de apoyos, de sostenes, de maestros. Porque cuando se encaprichaban, estaban buscando la autoridad y encontraron el vacío de la complacencia conformista y comodona. De todas las rebeldías de la época contemporánea, ninguna, probablemente, más dura que esta de los padres dispuestos a dar a sus descendientes sólo aquello en lo cual creen de verdad.

Una pequeña confusión

Sí: también en nuestra época existen rebeldes y conformistas. Lo que quizá desoriente y confunda es que por un fenómeno curioso –¿u organizado por inteligentes buscadores de ganancias en los ríos revueltos de la sociedad actual?– los nombres se aplican cambiados. Llámase corrientemente rebelde al conformista, y viceversa. Los jóvenes conformistas cuyo pensamiento está puesto solamente en el último grito de la moda y visten con extravagancia por incapacidad para no dejarse llevar por sus dictados tiránicos, se nombran rebeldes. Los estudiantes capaces de arrostrar las iras de los activistas en las aulas universitarias, dispuestos a trabajar con seriedad en la preparación de sus materias y a aceptar honestamente la autoridad de sus maestros, son denostados con el mote de conformistas. Los buenos burgueses que trabajan duramente para brindar honorablemente a sus familias las satisfacciones materiales y culturales tan altas de nuestros días, y que para lograrlos se resisten al consumo innecesario, a los gastos ostentosos y aún a dejar de lado los valores o los principios en los cuales creen con sinceridad, son llamados conformistas y resultan pasto habitual de la ironía de quienes, con el cartel de rebelde puesto en banderola, se conforman día tras día detrás del aparato gigantesco montado para domesticarlos.

Rebeldes y conformistas existen, hoy, como siempre. Sólo que es habitual equivocarse al nombrarlos. Pero esto es apenas una pequeña confusión. Basta un simple llamado de atención, una brevísima reflexión para advertirla y poner nuevamente las cosas en su lugar.


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Cuarenta años atrás

Publicado el 8 de noviembre de 1972

Hace muchos años –cuarenta, exactamente, para ser precisos– una circular de la entonces Inspección General de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial, encargaba a los "señores Inspectores" una difícil misión. Porque no consistía en observar el cumplimiento de ninguna reglamentación, en supervisar el acatamiento de ninguna formalidad, y ni siquiera en informar sobre alguna denuncia o en recoger testimonios para algún sumario. Nada más ni nada menos les encargaba "observar y determinar dónde se realiza" y "aconsejarlo si fuese necesario", "en qué forma y en qué medida los miembros del personal directivo desenvuelven una acción espiritual sobre los alumnos". No se detenía allí la intención de la Inspección General de Enseñanza Secundaria de hace cuatro décadas. También quería saber si ese personal directivo "mantiene frecuentes contactos espirituales con los alumnos o es total su aislamiento frente a ellos". Va todavía más lejos. Encarga averiguar si dicho personal "durante las horas libres, por ausencia de profesores, ha tomado la clase para oscultar el estado de la asignatura, o desarrollar el tema del día, o plantear temas históricos o contemporáneos, artísticos o morales, científicos o literarios, según sus particulares preferencias. O si alguna vez han dejado librada a la iniciativa de los alumnos la determinación del tema o problema". Es probable, claro está, que la mayoría de los rectores o directores de nuestro tiempo de establecimientos de enseñanza media, en cualquiera de sus modalidades u orientaciones, pueda afirmar con razón la imposibilidad de quienes lo hacen, con esfuerzo, y sacrificio, robando tiempo a su descanso u obligaciones personales. Todos podrán alegar, es cierto, cómo el tamaño de los establecimientos y el número de divisiones les impide conocer siquiera a los alumnos, y cómo el fárrago de tareas administrativas y burocráticas los impide dedicarse a aquellas otras. Pero, precisamente, esas explicaciones –justas, verdaderas–, reflejan la gravedad del daño padecido por la enseñanza media. Eximen de culpa, en todo caso, a las personas responsables, pero no al sistema que provoca el mal. Sobre todo, no bastan para suprimir las consecuencias sobre la obra educadora.

La circular comentada no limita sus exigencias a los aspectos antes reseñados. Pregunta si el personal directivo "fomenta entre los alumnos la lectura elevada, más allá de los textos" y –recuérdese que estamos en 1932, es decir, muy lejos todavía de la multiplicación de revistas culturales o publicaciones periódicas de divulgación propias de la época actual– "si han recomendado o facilitado a los alumnos algunas de las revistas contemporáneas en lengua española o idioma accesible, de contenido ilustrativo, estimulante y moralizador". Hoy nos quejamos del alejamiento de la escuela media de la realidad cultural, política y social de la vida cotidiana: cuarenta años atrás, cuando la realidad escolar vivía mucho más cerca de aquella otra, ya se estaba reclamando el mismo acercamiento.

La circular apunta luego al problema de fondo. Porque inmediatamente encarga a los señores inspectores observar "si plantean –los rectores y directores– estas mismas exigencias educativas y hondamente espirituales de la enseñanza media a los profesores, para que ellos no limiten su labor a una mecánica y fría transmisión de nociones dosificadas y a recoger exámenes esquemáticos..."

Para cumplir hoy

Como se ve, la circular Nº 16 del 11 de mayo de 1932, de la Inspección General de Enseñanza Secundaria no ha perdido actualidad. Si se la remitiera hoy mismo a todos los establecimientos de enseñanza media del país –y se lograra cumplirla– sería altamente beneficiosa. Porque a continuación prosigue formulando indicaciones, dando ideas de trabajo, orientando, en fin, la labor pedagógica de rectores y profesores. Así, por ejemplo, halla un modo amable para recordar a los docentes la necesidad de "conocer el contenido de la biblioteca, especialmente en el sector afín a sus materias para servir de guía bibliográfica a sus alumnos". Sugiere "organizar audiciones y conciertos combinados con explicaciones preliminares" y "llevar a los alumnos a las exposiciones de arte, con referencias previas sobre los valores que van a observar".

Vale la pena citar otras dos sugerencias, por la extraordinaria validez que adquieren para estos momentos, pues en 1972 resultan mucho más oportunas, todavía, que en 1932. Una de ellas incita a aprovechar la presencia en el país "de figuras extranjeras de prestigio en alguna actividad cultural... a fin de que se interesen –los alumnos– en sus enseñanzas y penetren en las corrientes del pensamiento actual a través de sus maestros". Pensemos cómo se ve facilitada hoy esa ambición, habida cuenta de la multiplicación de los contactos con las grades figuras de la ciencia, del arte y de la política contemporáneas y de las extraordinarias posibilidades de difusión ofrecidas por los modernos medios de comunicaciones. Pues si aprovecháramos las transmisiones de la televisión vía satélite para algo más que para los grandes sucesos deportivos, nuestros jóvenes –y la población toda– podrían tomar contacto directo con las figuras y las manifestaciones culturales más importantes de la época. Cuando se redactó esta circular no podían siquiera soñarse esas maravillosas conquistas.

Cuarenta años después seguimos sin practicar siquiera regularmente las modestas pretensiones en las que por entonces cabía, solamente, pensar.

La segunda recomendación cuya actualidad es notoria se refiere a la "vida deportiva auténtica". Cuando aún se estaba lejos de los desagradables episodios característicos de las competencias deportivas de nuestros días, cuando quizá ni siquiera se mencionaba "la posibilidad de tener que luchar contra el uso de drogas estimulantes y las confrontaciones no habían alcanzado los caracteres casi patológicos que hoy las llevan a asemejarse a encuentros donde se jugará el honor nacional o la existencia misma de los protagonistas, la circular pedía observar si el personal directivo de las casas de estudio "fomenta la vida deportiva auténtica ante los alumnos y si les hace notar los peligros de la exageración del deporte que constituye unos de los fenómenos característicos de nuestros días..."

Recomendaciones

Después de encargar al cuerpo de inspectores esta misión, la circular enuncia recomendaciones para el personal directivo y docente de los establecimientos de su dependencia. No podemos mencionarlas todas, ni siquiera glosarlas. Pero espigaremos de entre ellas. "Equivocados están los que creen que la esencia de toda acción educadora está en los conocimientos. El predominio intelectualista de nuestros programas no debe tomarse como barrera opuesta a toda penetración de sentido ético y espiritual". "Que toda la institución sea una cátedra viviente de lenguaje. Que la enseñanza de la lengua no sea considerada como una materia más sobre la que se informa a los alumnos sino como un problema de importancia personal para cada uno, inculcándoles la convicción de que expresarse es vivir sus ideas y sus sentimientos..." "Los adolescentes rehuyen las naturalezas dominadoras y violentas. Cada profesor debe disimular las actitudes antieducadoras que pudieran brotar de su temperamento..."

Y por fin esta otra, cuya aplicación en 1972 resultará oportunísima: "Que la cátedra de segunda enseñanza no se convierta en instrumento propagador de ideologías militantes o sectarismos partidarios, políticos, religiosos ni sociales".

Nuestro ayer pedagógico

La Argentina vive instantes difíciles en su organización educativa y en sus fundamentaciones pedagógicas. Ello es parte de la particular situación histórica en que se halla nuestra patria, pues sería ilógico suponer un estado floreciente o una marcha armónica y sin tropiezos en su sistema escolar en medio de las complejas circunstancias de su problemática política, económica y social. Pero también es fruto de la introducción brusca en el país de doctrinas, teorías y modalidades pedagógicas y didácticas de otras latitudes sin suficiente meditación por parte de sus propagadores y sin ni siquiera una mínima adaptación terminológica o conceptual.

Lo dicho no significa negar méritos o valores a aquellas doctrinas o modalidades pedagógicas. Intenta señalar solamente los peligros –y también la inoportunidad o la falta de necesidad– de aceptar y tomar sin suficiente juicio crítico cuanto llega de afuera. Porque, además, en nuestro pasado educativo y pedagógico tenemos una riqueza profunda desaprovechada, ignorada o subestimada. La circular que hemos querido comentar, como justiciero homenaje ante las cuatro décadas cumplidas desde su redacción no es sino uno de los muchos ejemplos factibles de probar esa riqueza olvidada.

Los nombres que jalonan la tradición pedagógica argentina son muchos y muy dignos. Si retornáramos cada tanto nuestros ojos a las páginas que nos han dejado en libros hoy cubiertos de polvo en muchas bibliotecas, hallaríamos con sorpresa cómo aparecen en ellos las ideas que los argentinos estamos "descubriendo" en textos y manuales traducidos y con avisos de modernidad.

En el caso que nos ocupa, la circular fue enviada bajo el título de "Instrucciones sobre la labor educadora y cultural en los establecimientos de enseñanza". Su autor fue un distinguido pedagogo, cuya obra ha quedado reflejada en numerosos libros y a lo largo de su actuación en cátedras y funciones de delicada responsabilidad. Creemos no equivocarnos si afirmamos que las pocas páginas de esta circular constituyen un resumen de valor excepcional de su pensamiento y de la hondura de la escuela pedagógica argentina. Se llamaba Juan Mantovani.


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Los puentes

Publicado el 31 de enero de 1973

Pocos estudios resultan tan apasionantes como los referidos al sucederse de las generaciones, es decir, de esos grupos humanos ligados entre sí –a menudo a pesar de sí mismos– por circunstancias irreversibles que le otorgan un carácter, un estilo, un aire de familia en fin, aunque las ideas de sus diferentes miembros estén o pretendan estar en absoluta oposición. Entre nosotros contamos distinguidos cultores de ese terreno y un pequeño volumen titulado precisamente "Las generaciones argentinas" ha cobrado en poco tiempo categoría de clásico en la materia.

Pero pocos estudios resultan, igualmente, tan arriesgados o, para decirlo de otra manera, tan fáciles para el resbalón intelectual, lo cual constituye una forma discreta de encubrir el vulgar hábito de la charla insustancial transformada en tesis doctrinaria. A sabiendas del riesgo, y dispuestos a asumir las consecuencias si resbalamos, nos salta la tentación de decir unas palabras sobre la misión de una generación. Se trata de aquella cuyos componentes oscilan hoy entre un amplio, generoso límite temporal y cuyos contornos precisos, más que por la edad misma, vienen dados por una circunstancia común: son los padres de los adolescentes y jóvenes contemporáneos. Los define mejor la edad de sus hijos. De alguna manera están juntos todos aquellos cuyos descendientes tienen actualmente entre ocho o nueve años –entrando en la pubertad– y veinte o veinticinco, o sea entrando en la madurez. No incluimos en la categoría, a quienes intentan desesperadamente renegar de su edad y pretenden asimilarse a los hijos. Valen solamente los dispuestos a ser padres, a ser adultos, a ser fieles a lo que creen, a lo que sienten... y a lo que pueden. Son la mayoría, la inmensa y silenciosa mayoría. Son los que importan, aunque no figuren.

Las misiones difíciles

Y bien: ¿Cuál es la misión encomendada a esta generación de hombres y mujeres de entre 35 y 50 ó 55 años, poco más o menos, en nuestro mundo de estos días? No es brillante, al menos en apariencia.

Hay generaciones destinadas a pasar brillantemente por la historia, a dejar la estela de los grandes actos creadores, de perdurables construcciones sociales, institucionales, económicas, políticas. Fundan naciones, alzan ciudades, trazan carreteras, abren surcos en los campos del espíritu, dictan códigos, dejan normas respetadas. Otras en cambio, caen diezmadas en los campos de batalla, o luchan contra las calamidades de la naturaleza, o se hacen conocer tan sólo por sus corrupciones. Otras pasan, simplemente, sin dejar huellas.

A la nuestra, a esta de los adultos de hoy, le está asignada una dura tarea: debe ser algo así como el puente firme, tenso, resistente –y silencioso– por donde las nuevas generaciones pasarán al otro lado de la historia sin necesidad de dejar tras sí el vacío ni la negación absoluta del ayer. Ser puente no es una comisión brillante, pero un puente bien tendido, que aguante el paso del ejército entero hasta que llegue a la otra orilla, puede ser el secreto de una gran victoria.

Los que cruzan

Los jóvenes en marcha hacia su meta no tienen por qué saber, siquiera, cuánto resiste el puente sobre el cual se apoyan. Tampoco si este sufre o si las pisadas duelen. Lo importante es estar tendido hasta que lleguen.

Los jóvenes emergen ahora de una circunstancia histórica, señalada por ciertos valores, normas, costumbres, ideas, creencias, formas de vida y hasta criterios científicos y tecnológicos, en trance de transformación algunos, de extensión otros. Hay una realidad que ya está a la vista y es inútil negarla. Una nueva moral sexual se ha impuesto, otras formas de vida conyugal y familiar se extienden. Modalidades y costumbres son diferentes aún en los actos más triviales de la vida cotidiana. Un mundo nuevo se abre cada vez con más vigor. Los jóvenes sienten, confusamente, un vacío a sus pies. Se solazan en la negación de los valores transmitidos, pero buscan con afán la recreación de los valores. No rechazan verdaderamente todo lo que dicen rechazar. Ansían reconquistar costumbres, creencias y formas de vida que en el fondo de sus corazones desean sostener. En síntesis: quieren, sí, marchar a la otra orilla, a la del mundo nuevo que se abre atractivo, pero –aunque no lo reconozcan y ni siquiera lo adviertan– quieren, también, llevarse en las alforjas mucho de lo que suponen habrían de dejar al otro lado.

Corren un riesgo muy grande. Es el riesgo de la historia. Ir hacia delante supone ese peligro: perder el pasado. En cuyo caso el avance se transforma en retroceso, en pérdida. La juventud quiere avanzar, dejar de lado lo inútil del mundo viejo, pero quiere, también –necesita, ella y la historia–, recoger todo lo valioso del mundo viejo.

Los padres, los educadores de hoy, tenemos la misión difícil de ser el puente. Callados, sin meter bulla, sin decir nada a los que cruzan. Pero si resistimos lo suficiente como para que todos lleguen salvos a la orilla del futuro que están construyendo, advertirán entonces que las nuevas ciudades, los nuevos códigos, los nuevos valores, las nuevas formas de vida familiar y las nuevas formas del amor que han recreado están construidos en buena parte con las piedras y la arena y los instrumentos que llevaban en las alforjas que de nosotros y de nuestro mundo habían tomado.

Esta generación de hombres y mujeres de edad mediana de nuestro tiempo no está señalada –según parece– para brillar con las luces de los grandes constructores. Le ha sido asignada una misión en apariencia más modesta, menos heroica. No es la caballería que se lanza al ataque denodado para conquistar la ciudadela sino el puente duro, sólido, permanente, por donde pasan los soldados, las vituallas, los pertrechos.

Su fuerza es callada, su heroísmo silencioso, su destino ser ignorada.

Pero mucho después que las últimas huellas materiales de los últimos de sus integrantes hayan desaparecido para siempre de la Tierra cuando haya cesado la alharaca de estos años en torno de tantas pretendidas renovaciones insustanciales, cuando en cambio pueda advertirse la grandiosidad de las nuevas construcciones sociales, políticas y morales del futuro, se comprenderá cómo todo ello fue posible porque hubo una generación que en medio de la hostilidad, de la burla, del silencio y de la soledad dolorosa supo cumplir su misión y fue el puente. Fue la unión entre lo heredado y lo por venir.

Resignarse a ser solamente un puente puede ser poco atractivo. Pero el heroísmo de verdad nunca lo fue.


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Escuela media y universidad (l)

Publicado el 19 de febrero de 1973

El problema concreto del ingreso en las universidades presenta hoy los siguientes caracteres básicos:
a) Una cantidad enorme de postulantes se presenta todos los años a las puertas de la Universidad para comenzar estudios superiores. Esa cantidad, que ya es mucho mayor de la que pueden atender –desde el punto de vista docente y aún desde los aspectos elementales de lo administrativo y del espacio físico indispensable– la mayoría de las casas de estudio, irá en aumento en los próximos años.
b) Los agitadores que persiguen fines extrauniversitarios encuentran en esas circunstancias el caldo de cultivo ideal para sus objetivos.
c) Esas enormes cantidades de aspirantes revelan conceptos equivocados, fruto de una escuela media no orientadora, lo que determina la creencia de que no hay otros caminos fuera de la universidad y de que todos están en condiciones de cursarla con éxito, y de que el hecho de haber concluido los estudios secundarios justifica esas condiciones.
d) Las universidades, en líneas generales no están equipadas ni material, ni administrativa ni pedagógicamente para atender a estas multitudes. Una penosa realidad que debemos comenzar a reconocer –porque de lo contrario todos los razonamientos consecuentes estarán viciados de falsedad– es que en la mayor parte de los casos los cursos de ingreso presentan deficiencias organizativas y, sobre todo, pedagógicas, muy graves. Es comprensible, por otra parte, que existan dificultades casi insuperables para el reclutamiento del personal docente indispensable y en particular del personal docente auxiliar, ya que esas tareas en el curso de ingreso no significan nada –o significan muy poco– para el futuro académico o profesional de ese personal, y los mejores elementos humanos prefieren volcarse hacia las cátedras cuya orientación ya los encauza hacia una especialización o un campo definido. A esto se añade que las facultades sienten como una carga muy gravosa para sus presupuestos las exigencias económicas de estos multitudinarios cursos de ingreso y las partidas correspondientes son permanentemente escasas además de ocupar porcentajes desproporcionados en el conjunto de los gastos de cada casa.
e) Los caracteres enunciados determinan un último fenómeno, probablemente el más importante: los cursos o sistemas de ingreso actuales, no garantizan una selección adecuada. Es decir: no brindan la seguridad de que entren en la Universidad todos los que deberían hacerlo ni que los que resultan rechazados sean efectivamente los que no debieran iniciar estudios superiores.

Finalidades de la escuela media

No repetiremos aquí los argumentos y los razonamientos que en las últimas décadas se han repetido abundantemente en el plano universal, con respecto a la transformación de la enseñanza media tradicional y que el suscrito, por otra parte, ha considerado detenidamente. (*) De todo ello queda aceptado prácticamente sin discusión en el mundo contemporáneo que la finalidad preparatoria para la Universidad ha dejado de ser la principal misión de la escuela media y que este nivel escolar tiene hoy la característica básica de ser "masivo", es decir, para una gran mayoría de la población de hasta 17 ó 18 años de edad. Tal carácter determina que la finalidad "preparatoria" sea ahora una de las varias que reconoce la escuela media, compartida con la capacitación ocupacional en grandes campos de la vida productiva contemporánea, la preparación básica para ulteriores y rápidas capacitaciones ocupacionales, la orientación hacia los diferentes ámbitos del estudio y del trabajo, la formación cultural general tal como ella debe ser concebida en el mundo de nuestros días, la preparación para la vida cívica, familiar y social, y la preparación para acceder a carreras cortas o de nivel terciario no universitario.

Por lo tanto, no es posible pretender que todos los egresados de la escuela media, se encuentren preparados para ingresar en la Universidad, porque muchos de ellos no satisfacen los requerimientos mínimos que tal preparación exige y sería injusto negarles la conclusión regular de un nivel escolar que puede haberlos preparado satisfactoriamente para todos los otros caminos que hemos enunciado.

Es decir, muchos jóvenes egresan de la enseñanza media en condiciones de desenvolverse con éxito en actividades productivas de diferente tipo o de iniciar con razonables probabilidades de éxito estudios terciarios no universitarios o carreras cortas universitarias, pero carecen todavía de una preparación satisfactoria como para afrontar las exigencias de los estudios universitarios propiamente dichos.

Ese complemento o esa intensificación en la preparación intelectual, en la información necesaria y en la formación de hábitos mentales adecuados, y –asimismo– esa especie de puesta a prueba de vocaciones y voluntades, es lo que con tan magros resultados y tantas complicaciones intentan brindar los cursos actuales de ingreso. Lo que se propone, por lo tanto, es que el Ministerio de Cultura y Educación tome a su cargo esa labor, mediante la creación de un año terminal después del actual ciclo completo de la escuela media, que otorgaría el título de "bachiller" o de "bachiller universitario" y que significaría un título de validez obligatorio para el acceso a cualquier carrera universitaria del orden nacional, provincial o privado.

Es decir que la enseñanza secundaria comprendería una etapa similar en duración a la actual, pero de carácter polivalente y politécnico que otorgaría el título de bachiller en la modalidad seguida y un año terminal que otorgaría el título de bachiller universitario.

Como alternativa, la primera etapa podría otorgar un certificado de estudios secundarios completos, o inclusive ambos diplomas, y en el caso que se otorgue sólo el primero se reservaría el título de bachiller (sin adjetivos) para el ciclo final.

Ahora bien: el primer diploma (bachiller en la modalidad correspondiente, o certificado de estudios secundarios completos) deberá tener validez legal para proseguir todo tipo de estudios terciarios no universitarios (citamos a modo de ejemplo: carreras militares, marina mercante, aviación civil, profesorados de cualquier tipo, bellas artes, escuelas de periodismo, publicidad, relaciones públicas y humanas, etcétera); carreras cortas o menores universitarias (obstetricia, kinesiología, publicidad, etcétera) y para iniciarse directamente en actividades productivas del tipo de las que actualmente exigen estudios secundarios completos (vendedores, publicidad, bancarios, atención de equipos automatizados, secretariados, labores administrativas en general, administración pública, etcétera).

En cambio, el segundo diploma (bachiller o bachiller universitario) sería el título que permitiría el acceso a la Universidad.

Los egresados de las actuales orientaciones técnicas y profesionales de los establecimientos dependientes del CONET y de la Dirección Nacional de Enseñanza Media y de las orientaciones que en lo futuro las suplanten continuarán recibiendo sus diplomas, títulos o certificados técnicos y profesionales o los de carácter ocupacional que en lo futuro se dispongan, los que equivaldrán o se añadirán al certificado de estudios secundarios completos a todos sus efectos.

El año terminal

A modo de enumeración ejemplificadora –no exhaustiva ni sistematizadora– se pueden considerar algunos detalles organizativos de este ciclo o año terminal.

1º) Estaría bajo la responsabilidad directa del Ministerio de Cultura y Educación, por intermedio de la DNEMS.
2º) No sería necesario crear las divisiones correspondientes en todos los colegios secundarios actuales, sino en algunos que sirvieran como centro geográfico.
3º) El régimen docente deberá ser perfilado con algunos caracteres propios que le otorguen la tónica universitaria debida.
4º) Será necesario establecer un régimen de exigencias y de remuneraciones especial para el cuerpo docente.
5º) Funcionará bajo la supervisión y dependencia del rectorado de cada establecimiento.
6º) La DNEMS montará un departamento especial para la supervisión y conducción de estos ciclos.
7º) Por las razones curriculares y de evaluación que más adelante se expresan, será necesario crear una Comisión Mixta Permanente, presidida por el director nacional de DNEMS e integrada por el jefe de departamento especial creado por ese organismo, uno o dos inspectores o supervisores de enseñanza media que lo integren y representantes de las universidades nacionales. Esta comisión será un órgano consultivo, que canalizará las relaciones y comunicaciones entre el Ministerio y las casas de altos estudios y podrá surgir del Comité de Coordinación propuesto anteriormente.
8º) La designación de profesores para este ciclo será responsabilidad exclusiva del Ministerio de Cultura y Educación, bajo cuya dependencia administrativa y pedagógica quedarán también de manera exclusiva, pero las universidades, por intermedio de la Comisión Mixta Permanente, tendrán la facultad de proponer candidatos de entre su personal docente –de cualquier categoría: titular, adjunto, asociado, auxiliar, etc.– que desee desempeñarse en ese ciclo.
9º) El régimen de evaluación y de promoción de los estudiantes de este ciclo deberá ser fijado por el Ministerio de Cultura y Educación de acuerdo con las propuestas que elabore la Comisión Mixta Permanente y obligatoriamente –aunque en forma parcial y en los casos en que por ubicación geográfica de los establecimientos y por cantidad disponible de personal sea posible– deberán participar de los tribunales examinadores o de los grupos de evaluación representantes del personal docente universitario.
10º) El plan de estudios propuesto par este ciclo es el siguiente:
a) 20 horas-reloj semanales de clase (4 horas-reloj diarias).
b) Contenidos: Filosofía 2 h/s, Historia de la Civilización 2 h/s, Estadística 2 h/s y Ensayos y crítica de textos 2 h/s. Total 8 horas semanales.
Además: Ciencias Biológicas, Física, Química, Matemática, Lógica, Psicología, Sociología, Derecho y Economía: 12 horas semanales que serán cubiertas dividiendo a los cursos en tres o cuatro orientaciones según sus preferencias por el tipo de carrera universitaria elegida. En cada caso se determinarán los contenidos de acuerdo con la Comisión Mixta Permanente. De cualquier manera, se entiende que el título de bachiller universitario habilita para el ingreso en cualquier campo universitario.
11º) La supervisión académica y el control referido a los regímenes de evaluación y promoción de este ciclo estarán exclusivamente a cargo de DNEMS, por intermedio del departamento respectivo.
12º) Los exámenes o cualquier tipo de pruebas o procedimientos que se utilizaren a los fines de la evaluación y la promoción de los alumnos de este ciclo deberán ser fiscalizados y supervisados por personal docente designado por el departamento respectivo de DNEMS y reclutado de entre el personal docente y directivo de su jurisdicción que reúna los necesarios requisitos de títulos o nivel científico y de entre el personal que propongan las universidades por intermedio de la Comisión Mixta Permanente. Este personal será asignado de acuerdo con las disponibilidades y necesidades a los establecimientos respectivos sin hacer distinción alguna entre nacionales, provinciales o privados. Dentro de su respectiva especialidad, cada uno de estos profesores-delegados se constituirá automáticamente y por el lapso que él decida en presidente de los tribunales o comisiones examinadoras o equipos de evaluación que estén en funcionamiento, sea cual fuere el procedimiento didáctico que se utilice, y fuera del campo de su especialidad que será establecido por una reglamentación especial, se constituirá automáticamente y por el lapso que decida en vocal o miembro integrante del tribunal o equipo en funcionamiento. Estará obligado a informar por escrito al departamento correspondiente de la DNEMS de cualquier irregularidad o deficiencia que advierta y en caso que se susciten entre su criterio calificador o de evaluación y el de la mayoría de los restantes miembros de los tribunales o equipos diferencias insalvables, está autorizado a suspender el desarrollo de los exámenes, pruebas o procesos de evaluación hasta que el departamento correspondiente de DNEMS envíe una autoridad superior con potestad para resolver en el problema suscitado.
1
3º) El Ministerio de Cultura y Educación podrá conceder equivalencia del título de bachiller universitario, a los efectos correspondientes, a los egresados de planes de estudio especiales que a juicio del Ministerio merezcan esa concesión, o eximir a sus egresados de cursar algunos de los contenidos del ciclo terminal. Ambas concesiones se otorgarán mediante convenios especiales para cada plan. Estos convenios necesariamente admitirían la supervisión del Departamento correspondiente de DNEMS sobre los establecimientos que los apliquen, aunque limitada a los aspectos pedagógicos y de los regímenes de evaluación y de promoción. Los egresados de planes o establecimientos de cualquier tipo o dependencia –incluida la universitaria– que no formalicen estos convenios deberán aprobar el ciclo terminal para poder obtener su título de bachiller universitario.

Algunas ventajas inmediatas

Las principales ventajas del proyecto son las siguientes:

a) Se reducirá el excesivo número de aspirantes a iniciar estudios universitarios porque desaparecerán los grupos (considerables en cantidad) que al concluir su escolaridad secundaria carecen de una auténtica decisión y voluntad para proseguir estudios superiores y sólo se inscriben en alguna carrera porque el trámite no exige mayor esfuerzo, anhelan disfrutar de algunas prerogativas que otorga la calidad de alumno universitario y la prueba, al fin, no les cuesta nada. Es decir, se decantarán aspirantes y se producirá una primera y provechosa selección que harán ellos mismos.
b) La masa de estudiantes que hoy puebla los cursos de ingresos no se acumulará en las aulas de las diferentes facultades, sino que se desparramará por los muchos establecimientos que tengan el ciclo terminal, lo cual favorecerá notablemente las posibilidades didácticas de ese ciclo.
c) Se aclara y distingue debidamente el sentido actual del nivel secundario completo, que no tiene por qué significar lo mismo que aptitud probada para proseguir estudios universitarios.
d) Se favorece a quienes se orientan de lleno hacia el mundo del trabajo o hacia carreras cortas o de nivel terciario no universitario porque se les evitan pérdidas de tiempo y frustraciones en momentos decisivos de su vida.
e) Se favorece a los estudiantes capaces y voluntariosos porque se los libra de las confusiones y complicaciones que deben afrontar hoy en los actuales cursos de ingreso por todas las razones que hemos apuntado.
f) No se perjudica a nadie porque el año que se agrega es el que hoy se ocupa con los actuales cursos de ingreso, y siempre queda la posibilidad de admitir exámenes o pruebas para alumnos libres que quieran preparar su ciclo terminal –igual que ocurre ahora con cualquier año de escuela media– sin concurrir a clases en forma regular.
g) El enlace entre la escolaridad media y los estudios universitarios queda institucionalizado y la Universidad no puede ya, con este sistema, ignorar lo que sucede en la escuela media.
h) Se favorece la igualdad de oportunidades, pues con sencillos procedimientos, ulteriormente se podrá abrir el camino para los estudios universitarios de nivel máximo a los egresados de carreras cortas o que acrediten experiencia y formación valiosas en el mundo del trabajo.


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Escuela media y universidad (lI)

Publicado el 20 de febrero de 1973

Dentro del conjunto de los problemas fundamentales de la política educativa de nuestro tiempo, muy pocos presentan los caracteres críticos –tanto por el apasionamiento con que es encarado, como por las casi ineludibles derivaciones ideológicas o de violencia que desata y aún por las dificultades técnico pedagógicas que encierra– como el que se ocupa del ingreso a las casas de estudios superiores. Precisamente por este motivo, la cuestión nunca ha podido ser analizada en forma exhaustiva e integral con rigor científico, y consecuentemente, las soluciones ensayadas hasta el presente han sido, en su mayor parte, o decisiones demagógicas carentes de respaldo técnico, o ensayos parciales que casi nunca pudieron completarse o evaluarse debidamente, o simplemente esfuerzos determinados por fenómenos de coyuntura, atentos a lo inmediato y, por ello, aunque honestos o bien inspirados, incapaces de atender el fondo del problema y menos de enfocarlo con sentido prospectivo.

Entre tanto, la gravedad que señalan los datos estadísticos correspondientes, no ha hecho sino aumentar. De tal manera, en casi todo el mundo, y muy particularmente en nuestro país, se ha llegado a una realidad prácticamente insostenible.

El momento, entonces, exige que las autoridades que tienen a su cargo la política educativa nacional tomen en sus manos la cuestión. Con lo cual afirmamos la primera idea central de este artículo, pues la expresión antedicha equivale a sostener que el problema del ingreso a las universidades debe salir del ámbito al que hasta ahora estuvo circunscripto, o sea el de las propias universidades. En efecto: fundándose en los criterios tradicionales de autonomía académica, hasta hoy ha sido norma –escrita o consuetudinaria– que cada casa de altos estudios, y más aún cada facultad dentro de ellas, debía ser soberana para decidir sobre condiciones de ingreso, incluyendo las exigencias sobre títulos que debían presentarse y las referentes a pruebas, cursos o exámenes de cualquier naturaleza.

Pero esta concepción pudo sostenerse mientras el problema del ingreso era sólo una cuestión de carácter académico, propia del ámbito universitario y referida exclusivamente a las necesidades de formación científica intelectual que debían llenar los aspirantes a proseguir las diversas carreras. En la actualidad, todo ello subsiste pero como parte de una problemática mucho más amplia y por lo tanto esas cuestiones académicas –sobre los cuales siempre la Universidad debe tener derecho a decir su palabra definitoria– han de englobarse en una perspectiva de más vasto alcance, que incluye los requerimientos básicos de la sociedad en materia ocupacional, las necesidades de la política de investigaciones científicas y técnicas, los cálculos de un planeamiento integral del sector educativo, la distribución de recursos económicos y financieros de que dispone el país, la consideración de factores políticos y sociales y, finalmente, la integración de los estudios superiores en un sistema educativo nacional que prácticamente abarca ya la vida entera del hombre y hace que, consecuentemente, la etapa universitaria sea hoy nada más que eso: una etapa, precedida y seguida por otras sobre las cuales la Universidad misma no tiene atribuciones, aunque influya en ellas porque, justamente, integra el conjunto.

Así enfocada la cuestión, queda claro que el Ministerio de Cultura y Educación junto con las Universidades debe afrontar el problema y tomar las decisiones básicas que sea menester. El Ministerio dará lugar que corresponde a la Universidad, consultará a sus órganos de gobierno y sobre todo escuchará y atenderá cuidadosamente los requerimientos que esa institución formule desde el punto de vista de los planteos académicos propiamente dichos. Pero será el Ministerio el que ha de fijar la política más conveniente y dar las bases legales y reglamentarias para ejecutarla. Estas mismas razones determinan que la expresión más adecuada para denominar el problema sea la de "enlace entre la enseñanza media y superior", porque demuestra claramente que no se trata de un asunto universitario exclusivamente sino referido al sistema educativo nacional.

Enfoque integral del problema

El tema del enlace de los estudios secundarios con los superiores puede enfocarse desde los siguientes ángulos:

a) Los requerimientos de nivel científico y de capacidad intelectual que deben satisfacer los aspirantes a continuar estudios superiores. (Podría denominarse enfoque académico).
b) Las necesidades ocupacionales y de recursos humanos para la investigación científica y técnica que puedan establecerse para cada sociedad en una concepción de planeamiento de su desarrollo a corto y mediano plazo (enfoque ocupacional).
c) Las necesidades de orientar adecuadamente a las grandes masas de jóvenes que terminan actualmente estudios secundarios y que muy pronto, en nuestro país, alcanzarán porcentajes mayoritarios dentro de los grupos de edad correspondientes. Esas masas sustituyen a las pequeñas minorías que décadas atrás llegaban a las puertas de la Universidad y exigen ser orientadas adecuadamente hacia los campos del trabajo, de los estudios superiores tradicionales (universitarios) y de los estudios terciarios no universitarios (o universitarios cortos o intermedio). Esto se enlaza asimismo con las necesidades del país en materia ocupacional, también fundadas en criterios planificadores (enfoque orientador).
d) Las necesidades de satisfacer los requerimientos ético-políticos fundados en un sentido de democratización de la enseñanza que ha extendido los ideales de igualdad de oportunidades (anteriormente limitados a los niveles de la escolaridad obligatoria, elemental o básica) hasta los niveles máximos de la enseñanza (enfoque democrático).
e) Las necesidades urgentes de las sociedades contemporáneas de aprovechar todos sus talentos disponibles, sin permitir que por deficiencias organizativas, estructurales o pedagógicas de sus sistemas educativos se produzcan derroches de inteligencia, o se dejen de inscribir talentos, o no se los oriente o canalice adecuadamente (enfoque del aprovechamiento de talentos).
f) La disponibilidad de recursos materiales y humanos existentes para brindar educación universitaria en la cantidad y calidad debidas. Esto tiene que ver con las disponibilidades concretas de matrícula que cada casa de altos estudios puede ofrecer, lo cual a su vez está determinado por los recursos económicos (edificios, instalaciones, personal docente y administrativo, etc.) que el Estado puede brindarles (enfoque material).
g) Las circunstancias inmediatas, concretas, que viven actualmente las diferentes casas de estudio y sus diferentes carreras, lo cual provoca dificultades de grados distintos de gravedad pero que ocasionan soluciones que bien pudieran llamarse improvisadas, sin querer con ello dar sentido peyorativo a las decisiones correspondientes sino señalar una realidad indudable; que son tomadas por imperio de fenómenos coyunturales que no permiten sino salir del paso, en el momento, de la mejor manera posible (enfoque coyuntural o de transitoriedad).

La historia del país en los últimos veinte años indica que el último enfoque –sobre todo en la década del 60 al 70– es el que casi exclusivamente se manejó. El penúltimo es el que ocupó la mayor parte de las discusiones y los restantes aparecieron y desaparecieron alternadamente y en forma casi siempre desordenada, a lo largo de debates en consejos directivos o superiores frecuentemente interrumpidos por desórdenes estudiantiles o apelaciones demagógicas de diversos núcleos, más interesados en capitalizar adhesiones momentáneas que en aportar soluciones. De una cosa se puede estar seguro: el enfoque integral del problema, o sea el que atiende simultáneamente todos los aspectos mencionados, nunca se efectuó sistemáticamente en el país.

Lo que se propone, pues, es iniciar esa labor, no con la pretensión de llegar a una solución ideal o válida por muchos años, sino como parte de una tarea permanente.

La coordinación indispensable

El Ministerio de Cultura y Educación y las universidades nacionales tienen en los instrumentos legales en vigencia los elementos de apoyo indispensables como para encarar de pleno derecho la tarea que proponemos.

La ley 17.245 dispone requisitos de admisión en los artículos 81 y 82. De esa manera ha quedado establecido el principio de las facultades del Poder Ejecutivo para establecer normas básicas de articulación entre la enseñanza media y superior. Pero todavía más importante que ello son las disposiciones del artículo 77 de la misma ley, pues al establecer atribuciones del Consejo de Rectores de las universidades nacionales dice en el inciso e): "fijar condiciones de admisibilidad a las universidades de acuerdo con lo establecido en el artículo 81".

Ahora bien: ¿cabe considerar que las atribuciones concedidas en ese inciso son absolutas? En primer término, los ya mencionados artículos 81 y 82 determinan una respuesta negativa, ya que la misma ley establece "condiciones mínimas de admisibilidad" de las que el Consejo de Rectores no puede apartarse. Pero, además, entendemos que no es una interpretación abusiva entender que el espíritu del último párrafo del inciso c) del mismo artículo 77 debe aceptarse como válido para toda la tarea del Consejo de Rectores. Y ese párrafo dice: "Deberá integrar necesariamente su acción para ello en los organismos competentes del gobierno nacional..." Y antes indica que tiene la atribución de "programar el planeamiento integral de la enseñanza universitaria oficial de acuerdo con el planeamiento general del sistema educativo argentino..."

En síntesis: no hay sino que decidirse a poner en marcha los mecanismos operativos indispensables para que la coordinación del planeamiento de toda la enseñanza universitaria del país con el sistema educativo nacional que los textos legales prevén y exigen pueda ser una realidad.

Los temas que con absoluta prioridad deberían atender esos mecanismos son, entendemos, los siguientes:
a) Adecuada distribución de los recursos económicos de que dispone el país para sostener universidades de buena calidad operativa y académica, de acuerdo con las necesidades más o menos previsibles de un planeamiento del desarrollo nacional a corto y mediano plazo;
b) Como consecuencia de lo anterior, considerar la necesidad de una "replanificación" del sistema universitario nacional, que incluiría los siguientes sub-temas:
b1) Creación de nuevas universidades;
b2) Redimensionamiento de algunas casas de estudio;
b3) Análisis de las perspectivas de desenvolvimiento académico y financiero de algunas casas de estudios superiores provinciales y privadas.
c) Enlace de la escuela media con la superior, con los siguientes sub-temas:
c1) Relevamiento censal de expectativas de estudios universitarios para los próximos diez años.
c2) Estudio comparativo de las exigencias de nivel científico o intelectual que plantean los actuales estudios secundarios;
c3) Urgente labor de difusión informativa por todos los medios masivos de comunicación y de orientación en las escuelas medias con respecto a las características, exigencias y perspectivas ocupacionales de las carreras universitarias, de los estudios terciarios no universitarios y de las actividades más comunes en el mundo del trabajo.

Para cumplir esta tarea, se propone la creación de un Comité de Coordinación de los estudios universitarios con el sistema educativo nacional, presidido por el Ministerio de Cultura y Educación e integrado en calidad de vicepresidente 1o. y 2o., respectivamente, por el subsecretario de Coordinación Universitaria y el presidente del Consejo de rectores de universidades nacionales, y como vocales, por un representante de cada Universidad Nacional designado por el Rectorado respectivo. El Comité tendrá un secretario general ejecutivo, designado por el Poder Ejecutivo a propuesta del Ministerio de Cultura y Educación, que estará encargado de llevar adelante todas las tareas que resuelva efectuar el Comité, el que funcionará a su vez según normas reglamentarias que se dictarán oportunamente. Sus reuniones obligatorias u ordinarias no deben exceder de dos a cuatro por año, a fin de que el secretario general ejecutivo, bajo la dependencia directa del ministro, pueda gozar de margen suficiente para la ejecución de todos los estudios y tareas que correspondan al Comité.

Hasta ahora, sin embargo, todo lo señalado no pasa del planteamiento general sobre el tema referido a la integración del sistema de educación universitaria dentro del sistema educativo nacional, que es el marco referencial amplio imprescindible dentro del cual hay que considerar el aspecto referido a la articulación de la enseñanza media con la superior.

Lo propuesto en la segunda parte constituye, pues, un mecanismo operativo de carácter permanente y no coyuntural para que el Ministerio de Cultura y Educación encare, como parte de sus tareas habituales, el problema general de la integración mencionada y, por supuesto, la articulación de la enseñanza media con la superior. De esa labor permanente surgirán planteos y soluciones constantemente renovados y actualizados, estudios estadísticos, análisis, diagnósticos y proyecciones.

Pero sin mengua de esa labor, el Ministerio de Cultura y Educación y las Universidades Nacionales deben encontrar una solución urgente al gravísimo problema que en estos momentos representa el tema concreto del ingreso a las universidades, o sea, a la debida articulación entre la enseñanza media y la superior.


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Carta a un joven estudiante

Publicado el 10 de agosto de 1973

Un joven estudiante de pedagogía me pide ayuda para hacer un trabajo. Debo "contestarle, en veinte líneas", si la educación argentina es liberadora. Y yo le he respondido así:

Me pide Ud. que le responda en veinte líneas si es liberadora la educación argentina. Lamentablemente, carezco de capacidad para satisfacer un pedido semejante. Haría falta bastante más genio del que estoy provisto –supuesto esté provisto de alguno– para hacerlo con un mínimo de claridad en tan breve espacio. Si le escribiera, en cambio, el ensayo indispensable no le serviría para nada. Y de momento tampoco tengo tiempo para hacerlo.

Pero si Ud. me lo permite, a modo de sucedáneo, le dejo apuntadas algunas reflexiones. Tómelas simplemente como elementos para completar su propio pensamiento en la materia. Porque –y empecemos– sospecho que últimamente, y bajo la bandera de la educación liberadora, se está concediendo muy poca libertad a los estudiantes para forjar sus propias reflexiones. Al menos, vengo observando cómo los adalides de esa liberación se ocupan de imponer sus ideas –verbigracia en las asambleas estudiantiles– menos por la fuerza de la razón que por la razón de la fuerza. Pero no prolonguemos en exceso.
La educación, por definición, es liberadora. Si se habla de una educación que no lo sea se incurre en una contradicción lógica. En todo caso, lo correcto sería hablar en ese punto de adiestramiento, de adaptación, de acomodación... quizá, inclusive, podría aceptarse la denominación "culturización" o "socialización" para indicar procesos de adaptación e integración –dentro de marcos sociales y culturales definidos– sin la pretensión de ser asumidos desde la libertad del ser humano. Pero educación no hay sino cuando se asumen valores, pautas, conductas, saberes y formas de vida –propias de cada sociedad y cultura– desde ese fondo de libertad.

Ahora bien: con esto desembocamos en la gran dificultad dialéctica. Porque la educación no es posible fuera de ciertos contenidos culturales, de determinados marcos sociales, de valores dados, de pautas, de conductas, de un marco históricamente definido. No hay educación en el vacío. En consecuencia, ningún educador actúa "inintencionalmente". Por lo tanto, toda acción educadora puede ser siempre tachada de opresora.

Llegamos, en síntesis, al dilema aquel relatado por algunos filósofos, si no me equivoco mucho citado por el mismo Kant. Se trata de la paloma que mientras volaba decía: cuánto mejor podría volar si no fuera por la resistencia que me ofrece el aire. Ignoraba, pobrecilla, que sin el aire caería al vacío. Así en el mundo educativo y cultural: el educando puede sentir siempre como una opresión toda acción educadora, inserta necesariamente en un contexto histórico, cultural, valorativo. Y piensa: cuánto mejor podría educarme sin esta opresión. Vale decir: quiere educarse en el vacío. Ignora, pobrecillo, que en ese vacío no existe posibilidad alguna de educarse. Quiere recrear cultura y le molesta la cultura que encuentra y en la cual está inmerso. Ignora que sin ese marco cultural su posibilidad de recrear cultura desaparece.

Educar significa –desde el punto de vista de lo que Ud. me plantea– poner al hombre en condiciones de ejercer su libertad.

El educador-opresor –si pudiera darse esa figura contradictoria– no quiere educar, ni puede: se conforma con la aceptación de su pauta, de su valor, de su saber. Pero jamás conseguirá que el educando lo asuma de verdad. El educador auténtico, es decir, simplemente, el educador, quiere que el educando asuma el valor, la pauta, el saber desde su propia libertad, y por lo tanto corre necesariamente el riesgo de que lo rechace.

No quiero parecer pedante, pero me veo obligado a sugerirle si puede leer el capítulo ll de mi obrita: "La misión de la pedagogía". Recuerde bien: el hombre no llega a ser hombre si se le niega la libertad. Es fácil la deducción: educar al hombre es hacerlo libre. El concepto cristiano del hombre cae si se niega la libertad. Ni el pecado ni la salvación se explican fuera de ese contexto. La educación tampoco.

Pero si incurre usted en el error de la paloma, al suprimir la intencionalidad educativa quita todo sustento posible de la educación y de la libertad.

Es posible que esté usted pensando en Paulo Freire y en sus difundidas concepciones de la educación bancaria. Estamos de acuerdo. Ya lo dijeron antes muchos otros. León Tolstoi, por ejemplo, inspiró a grandes educadores argentinos, como Carlos N. Vergara, de quien tomó directamente esas ideas mi maestra de quinto grado, allá por 1939. (Se llamaba –se llama– María Serrano. Y aplicaba las ideas que usted está descubriendo en fuentes extrañas en una escuelita común de un barrio de Buenos Aires). Ya lo dijo también, con palabras inolvidables, Lombardo Radice, representante de todo un movimiento filosófico y pedagógico de principios de siglo. Le recomiendo su extraordinario librito: "Líneas preliminares de filosofía de la educación".

Por otra parte, la educación como acción liberadora es la esencia de la idea de la educación cristiana. Repase –no lo tome como consejo de maestro cargoso, por favor– a Santo Tomás, o a San Agustín. Y a San Ignacio de Loyola. La oposición a lo que Paulo Freire llama la educación bancaria es toda la postura de la corriente denominada de la escuela nueva o de la escuela progresiva, que floreció en Europa, en los Estados Unidos y entre nosotros en el primer tercio de este siglo. Pedagógicamente, nadie puede objetar nada a ello.

Pero permítame hablarle con franqueza: cuando desde allí se pretende llegar directamente a los movimientos de liberación contra el imperialismo norteamericano o los grandes monopolios internacionales, entonces no se incurre simplemente en un error sino en el disparate lógico o en la puerilidad más absurda. Lo cual, por otra parte, no significa la defensa de ese pretendido imperialismo ni de esos monopolios. Quiere decir, solamente, esto: el traspaso conceptual directo de una cosa a la otra carece de todo fundamento.

Entonces, si retornamos a la pregunta inicial, o sea la calidad liberadora de la educación argentina, le podría decir, siempre a modo de reflexione sueltas: la educación argentina no es de manera integral liberadora porque le falta mucho para ser simplemente "educación" en el sentido cabal del término. Pero de ahí no admito, en modo alguno, que se haga coincidir a todo el sistema educativo, pedagógico y escolar argentino con una infernal conspiración opresora al servicio de los más perversos intereses, como muchos lo pretenden actualmente.

Los sistemas educativos son reflejo de la sociedad que los ha creado. Lo dije hace mucho tiempo, sin pretensión de descubrir una verdad tan vieja. Afortunadamente, lo tengo puesto por escrito y lo he firmado. Perdóneme, pero le nombraré otro libro mío –"La escuela y la sociedad en el siglo XX"– donde ese concepto estaba bastante aclarado, aunque no usaba allí la terminología de "la escuela como variable dependiente", tan en boga hoy en los círculos de los estudiantes de sociología. Por lo tanto, es natural: el sistema educativo argentino ha tenido y tiene los caracteres –positivos y negativos– propios de la sociedad argentina. Refleja sus virtudes y sus defectos. No podría ser de otro modo.

Creo que comparativamente hablando, o sea en relación con los sistemas educativos de otros países, en particular los europeos, el argentino ha sido mucho más auténticamente igualitario y ha brindado mayor igualdad de oportunidades y de movilización social. Falta mucho, sin embargo, para podernos sentir medianamente satisfechos en ese sentido. Porque, por supuesto, falta mucho para perfeccionar nuestra sociedad en ese mismo sentido.

Concluyo. Seguramente está Ud. pensando, a esta altura, que luego de tanto hablar me he evadido de darle una respuesta concreta por sí o por no. Efectivamente: no puedo ni debo darla. Porque la pregunta inicial es maniquea y encierra una trampa en la cual no pienso caer.

Las respuestas simplistas, estimado amigo, estudiante de pedagogía, son más fáciles y utilísimas para inflamar los entusiasmos juveniles. Esta que yo le he brindado da pocos réditos.

Pero le aconsejo: no se apresure a juzgarla ni a desdeñarla. Úsela para obtener sus propias reflexiones. Cotéjela con otras. Medítela. Procure, en fin, hacer sus propias elaboraciones. Quizá algún día me lo agradecerá.


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Los derechos de los padres

Publicado el 7 de diciembre de 1973

Una vez más han salido a la luz de los debates públicos los derechos de los padres con respecto a la educación de sus hijos. La cuestión se abrió a raíz de proyectos legislativos –algunos de ellos, en el orden provincial, y recientemente en el nacional, ya convertidos en leyes– referidos a la estabilidad laboral de los docentes de los establecimientos privados de enseñanza. No nos interesa en este instante ese aspecto de la cuestión, sino el principio esgrimido como argumento principal por una de las partes intervinientes en el conflicto. Se ha alegado el quebrantamiento de los derechos familiares en cuanto a los padres, al elegir una determinada escuela para enviar a sus hijos, están eligiendo también una orientación espiritual, religiosa o formativa determinada. Al quedar restringida la libertad del establecimiento con respecto al personal docente, quedaría entonces afectada aquella decisión familiar inicial y los padres ya no podrían ejercer el derecho de elegir, junto con el colegio, la orientación anhelada. El argumento es exacto. Pero no agota el asunto.

Creo –para decirlo con claridad y evitarme acusaciones de disimulos que las leyes sancionadas hasta ahora al respecto no son acertadas. La estabilidad buscada debiera haberse protegido mediante mecanismos aptos para el fin perseguido, pues es justo, pero a la vez respetuosos de otros derechos tan importantes como aquel, entre los cuales se cuentan, por ejemplo, la orientación espiritual del establecimiento y la eficacia de la tarea docente. Dicho lo cual permítaseme volver al tema central de esta ocasión.

El lugar de los padres

Los derechos de los padres han sido esgrimidos como argumento doctrinario fundamental. Sin embargo, en la realidad del sistema escolar argentino prácticamente aquellos carecen de todo derecho y ni aún en los establecimientos privados gozan de posibilidades para ejercer facultades que legítimamente les corresponden.

En nuestro régimen escolar los padres no cuentan. El Estado fija la estructura del sistema, los planes de estudio, los programas respectivos, los métodos de evaluación y de promoción, los regímenes disciplinarios y de asistencia, los horarios de funcionamiento de los establecimientos, las festividades y actos obligatorios y otra multitud de detalles complementarios. Las autoridades de cada instituto aplican, luego, a su leal saber y entender, todas estas normas. Los profesores dictan sus clases de acuerdo con sus propias capacidades profesionales y científicas, presuntamente evaluados y controlados por directivos e inspectores aunque en la realidad –sobre todo en la escuela media– librados a su propia responsabilidad y honestidad. Determinan por sí mismos los textos por los cuales estudiarán los alumnos. Lo cual es asunto sólo científico si la materia es Química, pero muy diferente si es Historia o Filosofía.

Los alumnos, por su parte, mediante su sola presencia cobran parte en el proceso y de un modo u otro siempre se han arreglado –en mayor o menor grado– para hacerse oír y tener alguna voz en el proceso.

Afuera, de manera definitiva e irreversible, están los padres. Digámoslo con la crudeza de la realidad: tanto en los establecimientos oficiales cuanto en los privados. Con respecto a los segundos hay, en verdad, una diferencia: los padres los han elegido. Pero allí –en ese acto inicial de la elección del establecimiento escolar –termina todo. Salvo en los pocos casos de instituciones privadas formadas por asociaciones de padres, sea cual fuere la forma jurídica adoptada. Aún en este caso obsérvese la limitación determinada por un régimen que exige modalidades formales idénticas en cualquier caso.

La libertad de enseñanza y los derechos de los padres merecen un grado mucho más alto de respeto. Las familias tienen el derecho y el deber de participar directamente con respecto a cuanto se hace en las escuelas con sus hijos. Estos no son "res nullius" sobre las cuales el Estado, los docentes, los psicopedagogos o los interesados en experiencias educativas de cualquier tipo puedan ejercer poderes absolutos. Son nuestros hijos, sobre los cuales tenemos derechos y deberes naturales, divinos y jurídicos de los cuales abdicamos quizá por descuido, o por comodidad o por suponer que basta en algunas ocasiones elegir determinado establecimiento escolar.

Los padres no opinan

En este año han sucedido numerosos episodios reveladores de cómo son afectados profundamente los derechos de los padres y sin embargo ninguna voz se ha alzado para defenderlos.

Cuando de un día para el otro se reemplazaron los programas de la materia denominada "Educación Democrática" por otros llamados "Estudios de la realidad social argentina", ¿tuvo algún padre oportunidad de decir algo al respecto o de preguntar sobre los contenidos o la orientación de la materia o sobre la bibliografía por usarse o sobre quiénes serían los encargados de ese contenido, ya concurriera su hijo a un establecimiento oficial o privado? De pronto, lo que hasta ayer debían recitar sus hijos al frente del aula para obtener la calificación que les permitiera aprobar la materia como parte de un proceso mediante el cual aprobarían el año respectivo y por último todo un ciclo de estudios, desapareció trastocado por otros conceptos que también ahora deben repetir disciplinadamente pero que sus padres no saben exactamente en qué consisten.

De un día para el otro aparecen en las festividades escolares nuevos próceres y se oscurecen otros. Una batalla ayer olvidada se convierte en fasto glorioso. Se dictan nuevas orientaciones para la enseñanza de la historia. Se cambian los regímenes de promoción. Ayer, exámenes trimestrales; luego, cuatrimestrales; después, bimestrales, ahora nuevamente ningún examen y exención de la prueba oral de diciembre con seis puntos de promedio. Se modifican los reglamentos para la incorporación de alumnos libres por inasistencias. ¿Tienen –tenemos– algo que decir los padres sobre todo esto? ¿Se trata al fin de nuestros hijos o de niños y adolescentes de algún lejano país?

Este año, un día, desde las esferas oficiales se descubrió la conveniencia y la necesidad de los centros de estudiantes en los colegios secundarios. Se derogaron anteriores legislaciones restrictivas, se incitó a los jóvenes a formar esos centros, se los estimuló a opinar y a tomar parte en cuanto problema social o político saliera a la luz. ¿Alguien pidió autorización a los padres de niños de doce, trece o catorce años para ese tipo de acción?. Jurídicamente, a esa edad no se es hábil para asociarse a un club deportivo, pero en los establecimientos escolares –oficiales o privados– nuestros hijos de doce años pueden formar parte de centros cuya orientación ignoramos, cuyos fines verdaderos desconocemos, cuyos líderes visibles u ocultos no nos son familiares.

En síntesis: en el régimen escolar argentino el Estado posee una amplísima gama de derechos, casi una plenitud de ellos. Los docentes están amparados por sus estatutos y sus propias organizaciones. Las autoridades de los establecimientos y estos mismos –en el caso de los privados– tienen instituciones que los representan. Los alumnos, de hecho o de derecho, tienen oportunidad de hacerse escuchar. Sólo quedan al margen los padres.

Las culpas de los padres

Pero algo tienen ellos de culpa. Han descargado de sus conciencias la preocupación por asuntos esenciales en la vida de sus hijos. Han abandonado derechos sagrados, responsabilidades capitales. Un padre tiene el derecho y la obligación de no admitir adoctrinamientos mentales sobre sus hijos, ya sean originados en una disposición oficial o en una actitud de un docente al azar. Los padres deben saber qué se hace con sus hijos, qué se les enseña. Deben opinar sobre los planes de estudio y sobre los programas respectivos, sobre los horarios de los establecimientos, sobre la última clase escuchada por su hijo, sobre la orientación de los textos empleados, sobre los días perdidos por motivos inconsistentes, sobre la formación cívica, social o religiosa que se imparte en cada institución. Pero esto último no a modo de principio genérico y abstracto, sino como derecho concreto a no permitir formaciones contrarias a sus propias convicciones, y siempre que ellas no afecten los grandes principios comunes sobre los cuales se asienta cada grupo social organizado.

La defensa de los derechos de los padres no puede agotarse en un aspecto parcial ni ser invocada solamente cuando se afecta un punto aislado. Es una bandera cuya defensa ha de ser integral. Quienes no la alzaron cuando se pretendieron adoctrinamientos y orientaciones ideológicas sobre las cuales las familias no habían podido opinar, están en mala situación para convertirse de pronto en sus voceros.

Los padres, en la Argentina, han olvidado sus derechos con respecto a la educación escolar de sus hijos. Deben hacerlos valer tanto en los establecimientos oficiales como en los privados. De lo contrario, será inútil quejarse cuando esos hijos retornen al hogar y no los conozcan.


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La Universidad Pedagógica

Publicado el 14 de marzo de 1975

Los estudios pedagógicos de nivel superior han sufrido en nuestro país una curiosa evolución. Muchas décadas atrás, quizá cerca de un siglo ya, cuando en el resto del mundo apenas si se insinuaban en los centros académicos o universitarios las especializaciones referidas a los problemas educativos y escolares, en la Argentina comenzó a desenvolverse en ese ramo una corriente de pensamiento vigorosa y calificada. Fueron sus iniciadores los egresados de las escuelas normales, en particular los de la Escuela Normal del Paraná, aunque precedidos –justo es anotarlo– por algunas de las figuras señeras que tuvieron a su cargo la dirección de esos establecimientos en sus años primeros. De las filas de ese normalismo tan rico y fecundo para la República –tema del cual nos hemos ocupado anteriormente y sobre el cual será necesario volver en su oportunidad– surgieron estudiosos de los problemas educativos de bien merecida fama. Una bibliografía abundante en forma de folletos, libros y revistas prueba la hondura y la seriedad de sus enfoques. Los estudios pedagógicos argentinos comenzaron a andar un camino no ya de dignidad pareja con los de los países más adelantados sino en ocasiones de mayor jerarquía, dicho esto sin ánimo de caer en excesos de patriotismo pueril. La creación de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata marcó, alrededor de 1914, la culminación de ese movimiento, por entonces enriquecido con el surgimiento en el mundo del movimiento genéricamente llamado de la nueva educación y que después de la primera guerra mundial de este siglo habría de alcanzar notable expansión. Llegados a estas playas los ecos de sus más altos representantes, los investigadores y los pedagogos argentinos reformularon sus tesis esenciales, difundieron sus ideas, añadieron sus propias convicciones, hicieron aportes metodológicos originales y tanto en las escuelas normales –a nivel medio– como en los institutos del profesorado y en las aulas universitarias –es decir, a nivel superior– los estudios pedagógicos alcanzaron personalidad propia.

Agotado en parte el impulso de aquella llamada "nueva educación" y prácticamente superada su raigambre positivista finisecular, dichos estudios procuraron hallar en el renacimiento de corrientes filosóficas idealistas europeas fundamentaciones de mayor rigor conceptual sobre las cuales asentar las preocupaciones predominantemente metodológicas de las décadas anteriores. Las aulas universitarias fueron un buen lugar para intentar esa síntesis, pero esta quedó en alguna medida trunca porque ni las viejas tendencias del normalismo encariñado con sus esquemas metodistas se dispusieron a comprender ni a aceptar las nuevas propuestas ni estas hallaron el lenguaje capaz de transmitir al magisterio y al profesorado la riqueza de un mensaje sin embargo riquísimo y pleno de semillas fecundísimas para un quehacer concreto en la tarea cotidiana del aula.

Como consecuencia de ese fracaso –si no absoluto, suficientemente visible– y del empuje de las corrientes empiristas y pragmatistas que en el campo de los estudios psicológicos y sociológicos se implantaron en el país un tanto extemporáneamente pero con notable vigor en muy poco tiempo, sobre todo en sus ámbitos universitarios, después de 1955 surgieron planes y carreras superiores de estudios pedagógicos sobre otras bases. El nombre que comenzó a difundirse entonces para esas carreras –ciencias de la educación– retomaba en parte las ideas del positivismo pedagógico, pero sobre todo marcaba con claridad sus intenciones de alejamiento de las fundamentaciones esencialmente filosóficas de los lustros inmediatamente anteriores y su voluntad de asentarse en los aportes psicológicos y sociológicos estos últimos de corte empírico y estadísticos.

Los confusiones ideológicas posteriores y sobre todo las de los últimos años, junto con los intentos de penetración directa en los ámbitos universitarios de los grupos concretamente consagrados a una acción subversiva, hicieron de estas carreras y de estos estudios un campo favorito por motivos muy fáciles de entender, aunque, como suele ocurrir, la simplicidad del planteo pasó casi totalmente inadvertida para la inmensa mayoría de quienes debieron haber cobrado conciencia del problema. Si desde los ámbitos universitarios o de la enseñanza superior en general se obtenía la formación mental de los especialistas en educación dentro de determinadas pautas ideológicas, esa formación llegaría necesariamente a la totalidad de los futuros docentes de enseñanza media y primaria del país, pues todos ellos reciben formación pedagógica de aquellos especialistas. El paso siguiente es obvio: la ya mencionada formación mental llegaría ineludiblemente a la niñez y a la adolescencia argentinas.

Una reacción enérgica –tan enérgica como resultó indispensable después de la debilidad o de la complicidad inaceptable con que se dejó avanzar el mal– intenta ahora variar la situación de los estudios pedagógicos superiores. Pero lamentablemente se la ha confundido a tal extremo que estamos llegando a un punto que nos lleva a retomar el hilo de nuestra exposición desde las primeras líneas de este artículo: precisamente ahora, cuando en la casi totalidad de los países más cultos y adelantados del orbe se ha admitido la necesidad de perfeccionar los estudios y las investigaciones en materia de educación y de sistemas educativos, cuando avanzan las especializaciones pedagógicas en los principales centros universitarios, cuando los organismos internacionales producen una copiosa –aunque no siempre válida– bibliografía sobre la materia, la Argentina, que cien años atrás inició una nobilísima tradición y alcanzó a principios de este siglo una posición de renombre internacional, se halla prácticamente en tren de liquidación de lo poco que restaba en el país en cuanto se refiere a dichos estudios.

El panorama formal

En la Universidad de Buenos Aires la carrera denominada de "ciencias de la educación" desde 1956 y de "Pedagogía" con anterioridad, fue hace pocos meses suspendida junto con las de Psicología y Sociología. Esta unificación es demostrativa, ya, de la confusión con que las autoridades respectivas comenzaron el análisis del problema. Actualmente no se tiene bien en claro qué hacer con los mencionados estudios. Las informaciones más veraces hablan de su "integración" en el Departamento de Filosofía de la facultad respectiva, pero todo permite suponer que se los considerará apenas una derivación o especialización de ese departamento.

Obsérvese, sin embargo, que estas medidas sólo se refieren a una universidad nacional. Nada se ha dicho sobre las mismas carreras en las restantes universidades del país, a pesar de la conducción centralizada que en el orden de la planificación de los estudios superiores se está siguiendo actualmente. Cómo entender que en la Universidad de Buenos Aires deba separarse la carrera de Psicología de la Facultad de Filosofía y Letras y que no ocurra así en otras casas de altos estudios también de jurisdicción nacional. En ninguna otra, tampoco, se ha hablado o informado sobre la situación de las carreras de ciencias de la educación o de pedagogía y en muchas siguen estrechamente unidas a las orientaciones casi exclusivamente psicológicas.

Entretanto, en los numerosos institutos de profesorado –establecimientos de los cuales las autoridades del Ministerio de Cultura y Educación no parecen haber cobrado conciencia de su existencia hasta el momento– siguen regularmente las carreras de "Filosofía y Pedagogía" o de "Pedagogía", o de "Psicología y Ciencias de la Educación" o similares, dentro de una notable anarquía de denominaciones, planes de estudio y tipos de formación, lo cual podría ser un síntoma estimulante, si resultara de la vitalidad de corrientes intelectuales diferentes, pero que en realidad no pasa de ser sino la consecuencia de esfuerzos por conservar situaciones heredadas, en algunos casos de introducir novedades poco meditadas en otros, o simplemente de responder a demandas ocasionales de estudiantes desorientados en no pocas ocasiones.

Una propuesta

Creemos que el momento requiere un esfuerzo para superar esta lamentable situación de los estudios pedagógicos de nivel superior en la Argentina. Para ello pudiera ser útil –aportamos la idea sólo como una propuesta apta para ser discutida, analizada, reformada o aún desechada– estructurar un nuevo tipo de institución destinada a albergar aquellos estudios y a evitar, además, la tradicional falta de coordinación entre los ámbitos universitarios respectivos y las instituciones escolares de nivel primario y medio, dependientes de los ministerios de educación nacional o provinciales. Nuestra propuesta toma en alguna medida los caracteres organizativos de la Universidad Tecnológica Nacional, es decir, una casa de altos estudios montada sobre la base de un ordenamiento nacional con facultades regionales en todo el país y relación directa entre los estudios propiamente dichos y la enriquecedora experiencia del trabajo en la especialidad. Si a esto se le añade capacidad operativa para las tareas de investigación pura y para el desenvolvimiento de las bases teoréticas indispensables, se podría lograr un modelo de institución relativamente original en el mundo y de fecundas perspectivas en todo sentido.

Se trataría, pues, de crear –sería conveniente una ley o un decreto, aunque esto último resultaría probablemente insuficiente para darle alcance nacional– la Universidad Pedagógica Nacional, casa de altos estudios dependiente del Ministerio de Cultura y Educación pero con un régimen de autonomía académica y autarquía financiera y administrativa suficiente para asegurarle plena capacidad técnica y absoluta independencia de los vaivenes de los equipos gubernamentales. Sus autoridades máximas debieran gozar de inamovilidad y reclutarse más allá de su adhesión a los partidos ocasionalmente en el poder.

En esta Universidad Pedagógica Nacional se cursarían las carreras pedagógicas propiamente dichas, como las que hasta hoy, aproximadamente, se han seguido casi siempre en las facultades de Filosofía y Letras o de Humanidades o de "ciencias de la educación" y también las que se siguen actualmente en esas orientaciones en los institutos de profesorado.

Pero, además, la nueva casa de estudios debería cumplir otra serie de funciones. En primer término sería la sede natural –dentro de sus facultades regionales y de los organismos centrales de investigación, experimentación y documentación– la tarea de perfeccionamiento del personal docente en ejercicio. Es decir: la Universidad Pedagógica Nacional sería el ámbito del proceso de la "educación continua" de todos los docentes, sea cual fuere el nivel donde se desempeñen o su especialidad.

Los cursos respectivos formarían parte de una carrera obligatoria para poder ocupar cargos directivos o de supervisión en los distintos niveles y modalidades del sistema escolar. Contaría, por supuesto, con establecimientos escolares bajo su dependencia directa, con el fin de poder efectuar las experiencias pedagógicas necesarias y montar escuelas "piloto" dentro del sistema.

El Ministerio de Cultura y Educación y los ministerios provinciales respectivos encontrarían en la institución el ámbito natural de las investigaciones orientadas a las necesidades del sistema escolar y podrían encomendarle las evaluaciones permanentes y científicamente fundadas sobre los resultados obtenidos por aquel, las que hasta hoy prácticamente no se pueden llevar a cabo.

Los estudiantes y los docentes de esta Universidad Pedagógica Nacional se reclutarían de manera principal –aunque no debiera ser condición excluyente– entre los trabajadores docentes, quienes mediante horarios especiales, becas, licencias o reducciones de sus jornadas de labor hallarían la ocasión de un perfeccionamiento y de una capacitación muy difícil de obtener en las condiciones actuales.

En una palabra: la necesaria, la ineludible unidad de la teoría con la práctica en materia de asuntos educativos podría encontrar en una institución así concebida la oportunidad que quizá no tuvo en la Argentina durante mucho tiempo. Se evitaría la actual confusión y anarquía en que se debaten los estudios pedagógicos superiores, se daría cauce a vocaciones juveniles y docentes actualmente desorientadas y escépticas y –quizá– se pondrían las bases para el perfeccionamiento y la actualización de todo el sistema educativo argentino.

La misión de la Pedagogía

En 1967 publicamos un librito titulado precisamente "La misión de la Pedagogía". Decíamos entonces: "No se trata de que los cursos universitarios de Pedagogía formen buenos directores y ni siquiera buenos profesores. La misión esencial de los estudios pedagógicos de nivel superior es otra, no opuesta, no contraria, no separada, no aislada, ni siquiera alejada de aquellas tareas concretas de la acción educadora, pero sí diferente. Aquellos rectores y aquellos profesores han de forjarse, sí, a través de la experiencia, en la acción misma, pero con el agregado de la necesaria teoría y formación pedagógica que es lo que deben brindar los estudios pedagógicos de nivel superior y que es lo que no hacen ahora". Porque en nuestro país, lamentablemente –exponíamos en aquel librito– continuamos contraponiendo la teoría y la acción, ignorando que la primera es guía y luz indispensable de la segunda. Como la filosofía y la vida, no se contraponen ni se ignoran, según lo recordaba magistralmente Michele Federico Sciacca: "El filósofo es aquel que ve abismos donde el vulgo de los hombres ve llanuras y en los abismos despliega, héroe de la vida, el ala poderosa del pensamiento. El no atendido, y si atendido mofado, construye de propia mano, piedra a piedra, el camino por el que la Humanidad camina bien o mal durante siglos, sin percatarse que se mueve, obra, vive y progresa cabalmente por obra de aquella ciencia que cree en apariencia tan lejana de la vida y tan inútil".

Esta misión proponemos para los estudios pedagógicos superiores en relación con la acción concreta de la educación en todo el sistema educativo argentino y para esa síntesis entendemos que una institución como la señalada podría ser instrumento útil. Se trataría, precisamente, de que cada pedagogo se comprometa con la escuela como el filósofo con la vida.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina