Artículos
Publicados en el diario La Nación bajo el seudónimo
de Jorge Lacanna
Oración
del pequeño burgués
Publicado
el 18 de noviembre de 1983
Te ruego que me perdones, Señor: soy solamente un buen
burgués. Lo admito; no me queda otro camino. Cada vez
que leo las críticas que en tantos artículos,
en tantos libros, en tantas poesías se han hecho o
se hacen al buen burgués, me encuentro a mí
mismo. Cada descripción de la pequeña burguesía
es la descripción de mi vida. Hace mucho, cuando era
casi un chico, encontraba esas críticas, a veces feroces,
siempre mordaces, a menudo irónicas, en los libros
de los grandes críticos sociales del siglo pasado y
en la literatura de izquierda. Luego abundaron por doquier.
Me gustaba leer; me sigue gustando. Temo que es el único
punto en que no me ajusto del todo. Pero no, tampoco: también
me gusta la literatura romántica, sentimental, la poesía
con buen sentido, pequeño burgués, en fin.
Ahora,
llegando a la alta edad, no me queda otro camino sino admitir
de una vez que fui siempre un pequeño burgués.
Y te pido perdón, Señor, porque soy culpable.
Me
conformé con pequeñeces: tuve familia, una novia
y me casé con ella. Y fuimos felices. En fin: lo que
pueden ser felices dos pequeños burgueses. Nos quisimos
a nuestro modo. Resolvíamos los pequeños problemas
del día. Tuvimos hijos; los quisimos. Y nos ocupó
todo lo que ocupa la vida del buen burgués: criarlos,
y quererlos, y mimarlos de chicos, y pelearnos un poco con
ellos cuando fueron creciendo, y acompañarlos después
cuando tuvieron hijos que fueron nuestros nietos.
Yo
admití como verdaderas muchas cosas. De moral, de seriedad,
de buena palabra dada, de deber. Yo creí que la vida
tiene una parte que es deber. Me lo dijeron; lo creí;
lo practiqué; lo viví. Perdóname, Señor,
porque no me arrepiento.
Debo
reconocer mis faltas: preocupaciones de esas que dicen metafísicas
o existenciales no tuve en exceso. Pero me preocupé
por ellas. Sentí en mi conciencia la injusticia y cada
vez que pude la combatí.
Debes
perdonarme, Señor, porque reconozco que las cosas pequeñas
de cada día me ocuparon más. Creí que
eran buenas. Es terrible, pero lo sigo creyendo. Me gustaban
las mañanas frescas y ser cortés con los vecinos
y ceder el paso a los mayores y ayudar a un chico que iba
a la escuela. Me emocionaba con cosas simples, aunque no entendía
mucho de las grandes obras de arte. Era un buen burgués,
nada más. Quise vivir dignamente, nada más.
Como ambición es tan poquita, lo reconozco.
Los
libros y los artículos periodísticos, en general,
y los grandes artistas, y los grandes personajes, y los conferencistas
–a veces escucho algunos– y los políticos,
convocan a grandes cosas. Yo no las he hecho. Mi mujer, tampoco.
Todo fue digno, bueno, limpio, honesto, pero tan simple, Señor.
Jamás merecíamos formar parte de una novela;
jamás serviríamos para un reportaje. Debes perdonarnos,
Señor. Así de simples, de vulgares, somos.
El
buen burgués que pasea con su mujer en un día
feriado y además se atreve a sentirse bien: eso somos.
Y por eso debo humillarme ante Ti.
Ser
un buen burgués es tremendo. Ser un pequeño
burgués es espantoso. Todos lo dicen. Deben tener razón,
Señor. Pero quizá me escuches igual: por nosotros
te ruego, por los buenos pequeños burgueses que no
tenemos autores que nos defiendan, que no tenemos poetas que
nos canten, que no tenemos artistas que nos exalten, que estamos
en el tremendo punto medio entre los ricos y los miserables,
entre los poderosos y los oprimidos, entre los grandes de
la tierra y los desposeídos de todo. Por nosotros te
ruego, porque no somos ni los grandes pecadores ni los virtuosos,
porque hasta nuestros pecados –es horrible, Señor–
han sido pecados pequeños, y nuestras virtudes sólo
pequeñoburguesas.
Por
nosotros te ruego, que hemos vivido esa simplicidad de la
virtud pequeña repetida día tras día
durante todos los años de la vida que nos dieron; porque
hemos sufrido esas pequeñas angustias y esas pequeñas
alegrías sin aflojar en la tarea pequeña de
mantener limpia la casa y tener a mano el pan de los nuestros
cada día. Por nosotros te ruego, porque rara vez escucho
rogar por los pequeños burgueses por boca de tus pastores
en las iglesias, lo cual señala a las claras que somos
culpables. Escucha mi oración, Señor. Y hazme
un lugar, a pesar de todo. Porque, debo confesarte, para concluir,
que ni siquiera mi fe es muy grande, ni es heroica, y seguramente
no sabría morir por ti. Es, también, una fe
pequeña, un temor pequeño, un amor pequeño
burgués, apenas parecido al que tengo por los míos,
y por el vecino que saludo cada mañana. Escucha mi
oración, Señor, porque no he encontrado jamás
una oración para los míos. Por eso se me ocurrió
hablarte. Perdóname por esta audacia. No la repetiré.
Porque, si me atreviera, dejaría de ser un pequeño
burgués. Y, debo admitirlo, eso es lo único
que no resistiría. Lo confieso, Señor. Perdón.
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El
mito de Robin Hood
Publicado
el 26 de diciembre de 1983
Robin Hood le quitaba a los ricos para darle a los pobres.
La vieja leyenda ha hecho largo camino en la mente de los
hombres, pero, lamentablemente, ha despertado ilusiones falsas
que siguen haciendo mal a la humanidad.
Repetidas
veces, en muchas partes del mundo –nuestro país
no ha sido, ni es, una excepción–, la sociedad
fue víctima de apelaciones demagógicas según
las cuales los problemas y las dificultades económicas
podrían resolverse mediante aquel simple expediente
de quitar algo, si no todo, de la riqueza de los que más
tienen para distribuirla entre los que afrontan más
necesidades o dificultades. Así planteados los términos,
dentro de esa simplicidad grata a quienes buscan soluciones
fáciles y rápidas, siempre rinden fruto de carácter
político inmediato, pero nunca logran resultados duraderos,
con lo cual los pueblos caen una y otra vez en el desencanto.
No parecen aprender, sin embargo.
Un
bienestar de corta duración
El problema es mucho más hondo, aunque conceptualmente
es también simple. Si se quita la riqueza a los pocos
que la disponen y se la distribuye enseguida, se logra, indudablemente,
una sensación de justicia y de bienestar generalizado.
Pero de corta duración. Porque una vez agotada aquella
riqueza todos estarán, nuevamente, pobres. Se prometió
distribuir riqueza y, quizá, se lo hizo por un momento.
Más lo que se distribuye a largo plazo, y entonces
de manera permanente, es pobreza. He aquí resumido
el proceso de los gobiernos socialistas que han logrado mantenerse
en el poder durante varias generaciones. La única diferencia
es que finalmente termina apareciendo un grupo social, muy
pequeño, e integrado exclusivamente por los dueños
del poder político, que dispone de riquezas otra vez,
aunque no en forma de propiedad privada pero sí de
privilegios y disponibilidades exclusivas. Si se quiere ver
en este cuadro la descripción de lo ocurrido en la
Unión Soviética o en Cuba, se estará
en lo cierto. Pero también es lo que ha sucedido parcialmente,
aunque sin los ominosos caracteres de despotismos y de privilegios
de la burocracia oficial, en otros países socialistas
de Europa que, después de muchas décadas de
experiencia, están comenzando a advertir los resultados
finales, o sea, mayor generalización de la mediocridad
económica en vez de mayor extensión de la riqueza.
Para
distribuir riqueza –es decir, para brindar de verdad
a la población mayores oportunidades en todos los órdenes:
educación, alimentación, vivienda, salud, recreación,
seguridad, confort, etcétera– la sociedad debe
alcanzar previamente mayores inversiones de capital productivo,
en el cual se incluye obviamente la tecnología, a fin
de lograr una explotación más racional y mejor
organizada de los bienes naturales de que disponga.
La
pobreza progresiva
Si bien sería un tanto apresurado juzgar ya la filosofía
política subyacente en las propuestas económicas
recientemente elevadas al Congreso por el Poder Ejecutivo,
algunas de esas disposiciones y ciertas expresiones del presidente
de la República permiten sospechar la presencia de
concepciones que a largo plazo no traerán los resultados
que el país espera. Lo que la Argentina requiere no
es una ingenua presión impositiva sobre "los que
más tienen" para favorecer a "los más
necesitados". Si se conciben así las cosas no
se hará sino recaer en el mito de Robin Hood y al fin
sólo se distribuirá pobreza.
La
realidad es contundente: siempre cae políticamente
bien decir que quien tiene tres automóviles debe pagar
un impuesto más alto por cada unidad que aquel que
tiene solamente uno. Pero, andando los años, esos criterios
terminan en lo que ya saben bien muchos países que
comenzaron esa experiencia con anterioridad: quien tenía
tres automóviles pasa a conformarse con dos o con uno;
quien aspiraba, modestamente, a comprar su primer automóvil,
advierte cómo su esperanza se aleja cada vez más
de sus posibilidades. Multiplíquese el ejemplo en orden
a vivienda, salud, educación, recreación y confort
en general y se habrá completado el panorama.
La
Argentina, después de muchas décadas de experimentos
populistas y demagógicos, de paternalismo de Estado
y de gobiernos autoritarios, sin regímenes republicanos
respetuosos de la Constitución en el fondo y la forma,
ha retrocedido sensiblemente, desde el punto de vista comparativo,
en su desarrollo material y en sus perspectivas culturales.
Debe hacer un esfuerzo grande y de largo alcance para ponerse
nuevamente en marcha y recuperar, aún parcialmente,
el tiempo perdido. Si las cargas impositivas que la totalidad
de la población debe soportar, e incluso las que se
conciban transitoriamente con sentido progresivo para los
patrimonios más altos, sirven para el objetivo esencial
de contar con mayores capitales aplicados a tecnologías
modernas de producción, con el tiempo se lograrán
resultados efectivos. Pero si esas renovadas cargas impositivas
se limitan a criterios distributivos sólo en apariencia
socialmente útiles, y se invierten en seguir sosteniendo
un Estado ineficiente y un gasto público desproporcionado,
en muy poco tiempo se advertirá que sólo se
estará distribuyendo pobreza, también en forma
progresiva. |
Para
bien ser
Publicado
el 26 de abril de 1984
Manuel acaba de llegar a casa. Trae un botiquín que
forma parte de los viejos artefactos de los baños de
mi viejo y noble departamento. Le habíamos encargado
que procurara ajustar y arreglar unos listones de madera rajados.
Queremos a estos artefactos que lucen armónicos con
el estilo del edificio. Pero hoy es muy difícil, casi
imposible, encontrar quien los repare. Nadie arregla las fallebas
de las inmensas ventanas, ni las canillas de antiguo estilo,
ni encuentra repuestos, ni, en fin, tiene paciencia ni ganas
para hacerlo.
Manuel
es el único que lo hace. Manuel es el portero del edificio.
Es gallego, naturalmente. Es inteligente y empecinado. Si
él nos ha dicho que lo arreglará, no hay más
que hablar. Lo arregla. Mientras los pintores siguen con su
oficio en los baños, en medio del desorden habitual
de las casas en esos instantes, escucho a mi mujer alabanzas
en homenaje a Manuel. Me asomo al mundo de la cocina mientras
suspendo mi arreglo personal, listo casi para salir a las
obligaciones del día y un poco demagógicamente,
debo reconocerlo, me sumo a las alabanzas. Le digo: es inútil,
sólo Manuel puede hacer estas cosas.
Manuel
deniega, con falsa modestia, pero halagado y convencido de
que tengo razón. Dice: es cuestión de paciencia.
Y añade: ahora, antes de pintarlo, hay que sacar estos
herrajes, para dar bien el enduido y para que le quede bien
parejito. Entonces soy yo el que deniega: no Manuel, quien
se me va a poner en estos trabajos, hoy en día. El
pintor no lo va a hacer.
Pero
Manuel no ceja. Mueve la cabeza y dice estas palabras: pues
para bien ser, tiene que sacarle los herrajes. Y yo: imposible,
Manuel, nadie se toma estos trabajos hoy en día. Ya
estoy muy conforme con este arreglo que Ud. hizo. Dejémoslo
así.
Pero
Manuel no se va a ir –yo empiezo a ponerme nervioso,
porque se hace tarde, estoy atrasándome, no quiero
dejarlo con la palabra en la boca– sin insistir: pues
para bien ser tienen que desarmarlo. Bien, bien, transigimos
mi mujer y yo. Le pediremos al pintor que le saque los herrajes.
Gracias, gracias, Manuel. Y Manuel se va.
Y
yo vuelvo apresurado a terminar el arreglo cotidiano: falta
la corbata, asegurarme que no olvidé nada en el portafolios,
que llevo los documentos, las llaves. Me voy.
Pero
mientras espero el ascensor, y mientras camino al subte, y
mientras viajo, algo ha seguido resonando en mi interior.
Para bien ser, ha dicho Manuel. Esas tres palabras, con el
acento gallego arraigado e inconfundible, me dejan pensando.
Lo que Manuel nos decía era un mensaje simple: para
hacer bien las cosas, hay que hacerlas así y no de
otro modo. E insistía: pues hay que hacerlas bien,
no mal. Y usó para ese mensaje simple pero de inmenso
contenido ético, sólo tres palabras de nuestra
maravillosa lengua: para bien ser.
No
se trata, pues, de "hacer" bien algo. Se trata del
"ser" de las cosas, del ser de uno mismo. Se trata
de esencias, no de apariencias. Se trata nada más y
nada menos que de ser.
¿De
qué honduras del idioma ha sacado Manuel estas tres
palabras tan maravillosamente armadas y tan excelentemente
aplicadas a la ocasión? ¿De dónde ha
sacado Manuel esta lección dicha con elocuencia clásica,
de resonancia castellana, de estirpe aristotélica?
¿De qué rincones de su Galicia jamás
olvidada le viene dado a Manuel este tesoro de idioma y de
virtud que nos ha entregado en medio del apuro intrascendente
de mi atuendo cotidiano, de los trajines domésticos
de la casa, del embarullado y seguramente no muy perfecto
quehacer de los pintores?
Yo
sigo pensando. Qué bueno fuera que todos cumpliéramos
nuestras tareas con este empecinamiento, con esta tozudez
de Manuel para bien ser. Imaginemos a cada habitante de este
suelo, en cada una de sus tareas, la más humilde o
la más encumbrada, desde la del oficio más sencillo
hasta la del funcionario o la del magistrado, cumplida día
a día, instante tras instante, con esta voluntad de
bien ser, de no hacer nada a medias, de no dejar nada terminado
más o menos, de querer, empecinadamente, que todo tenga
un buen "ser", desde el expediente oficinesco a
la ley, desde el producto artesanal a la porción del
trabajo industrial, desde el arreglo hogareño a la
educación de nuestros hijos.
Y
no sé que agradecer más: si el mensaje de virtud
y de fe que Manuel me ha dejado, o esta lección de
buen idioma castellano que pareciéramos todos dispuestos
a olvidar y a dejar de lado. No sé, en verdad, qué
me ha emocionado más: si el empeño por el bien
ser o si el acento que he advertido como surgido de las entrañas
mismas de la lengua heredada y que cada día dejamos
perderse un poco más en medio de jeringozas empobrecidas.
Al
día siguiente, como quien no quiere la cosa, disimuladamente,
le he preguntado a Manuel de qué lugar de Galicia proviene.
Y me ha contestado, orgulloso: del más lindo valle
de la provincia de Lugo, de San Salvador de Moreda, en el
ayuntamiento de Monforte de Lemos. Nos hemos saludado, y cada
uno ha seguido a lo suyo. Manuel, ya lo sé ahora, empecinado
en que cada cosa sea hecha para bien ser. Y yo he aprendido
que conviene dejar atrás los títulos universitarios
y los cursos de ética presuntuosos, y tener presente
estas voces que llegan desde el fondo de los siglos, con tres
palabras de un buen y sonoro castellano, y dedicarnos a bien
ser.
Algún
día, Manuel, si el destino me lleva a tus tierras,
buscaré el ayuntamiento de Monforte de Lemos, iré
a la aldea de San Salvador de Moreda, y respiraré con
el aire de los pinos que seguramente quedarán, entre
las piedras y los arroyos, en medio de las casas y las calles,
el sabor de estas palabras y el acento con que las he escuchado.
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La
virtud y el pecado en el dogma fiscalista
Publicado
el 19 de julio de 1984
Brindar ayuda al prójimo necesitado es una norma moral
de vigencia absoluta. Dar algo de lo que se posee en exceso
a quien le falta es virtud indiscutible. Pero trasladar estas
verdades, propias de la conducta personal y libre –sin
libertad no hay virtud–, al orden público, y
convertirlas en la metodología adecuada para los problemas
económicos de un país o para las dificultades
financieras del Estado es un grave error conceptual o una
actitud con fines diferentes de los que se proclaman.
Creer
que con el incremento de las cargas impositivas de "los
que más tienen" se podrá mejorar la maltrecha
situación económica argentina carece de sentido.
Como es difícil admitir que las autoridades nacionales
cometan a sabiendas un error tan profundo, cabe analizar otras
motivaciones. La más probable apuntaría a disimular
una simple vuelta del torniquete impositivo que desde hace
ya decenios empobrece cada día más –sin
prisa y sin pausa, como en la repetida cita de Goethe, pero
inexorablemente– a la sociedad argentina. En cambio
de anunciar llanamente que no hay más remedio que aumentar
la presión impositiva global, se acude a presentar
la ingrata nueva bajo la especie de un impuesto especial a
"la riqueza". Que paguen los ricos dirán
los anuncios oficiales y repetirá, quizá, entusiasmado,
el necesitado, el que nada tiene, o el que apenas goza del
festín de la vida –como diría Sarmiento–
o el que ansía tener más pero no tuvo todavía
la posibilidad de realizar sus sueños. Y un halo enternecedor,
una imagen paternal de buen Estado o de buen gobierno protector,
de buen padre de familia que quiere servir a sus hijos porciones
igualitarias de la fuente hogareña en la mesa solidaria,
se habrá desparramado inicialmente.
Luego
llegarán los impuestos, que volverán a profundizar
la pobreza argentina. No se darán cuenta, aquellos
que en el primer instante batieron palmas, de que el resultado
final, a cambio de las migajas del primer instante –y
eso en el mejor de los casos– será ver alejarse
un poco más, todavía, los sueños antiguos,
la pequeña casita propia o el modesto hogar alquilado,
la honrada satisfacción de las necesidades familiares
y hasta, quizá, una porción de sencillo confort,
de merecido bienestar.
De nuevo –como no hace mucho lo dijimos– el mito
de Robin Hood habrá servido a los gobiernos para ocultar
la realidad.
Los
que más tienen
Se trata después de averiguar quién es el que
más tiene. Qué son manifestaciones ostensibles
de riqueza. Qué es una riqueza "conspicua".
A los ojos de Juan, Pedro, que tiene un pequeño automóvil
en el cual saca a su familia a pasear un domingo de sol por
los bosques de Ezeiza, es alguien que tiene, sin duda, más
que él mismo, que debe resignarse a ver a sus hijos
corretear en la misma vereda del barrio también el
domingo. Para Pedro, el que más tiene está representado
por el copropietario del segundo piso, que se compró
un departamento en Mar de Ajó, veranea allá
todo enero y lo alquila en febrero.
¿Serán
éstas las manifestaciones ostensibles de riqueza? El
Gobierno está aclarando algo: afirma que serán
las grandes quintas, ¿o serán las casas de fin
de semana en los countries?, y serán los yates, los
automóviles importados, que ya no vienen, o, en todo
caso, los de último modelo y "de lujo".
Bien,
bien, dirá con cierta satisfacción, a esta altura,
una masa considerable que conduce sus autos sin mucha esperanza
de cambiar el viejo modelo o de pasar de su quintita en un
barrio alejado al gran lote con pileta, estos, que paguen.
Y
así, en progresión sucesiva, cada uno verá
la "ostensible manifestación de riqueza"
en quien ocupa, simplemente, el escalón siguiente.
Pero la realidad, en muy poco tiempo, se hace presente. Todos
seguirán en un orden de escalones más o menos
parecido. La movilidad social no se alterará gran cosa.
La única diferencia concreta es que todos, inexorablemente,
estarán un poco más abajo. La conclusión
es segura: la pirámide se hará más baja,
los últimos escalones estarán más cerca
del suelo y cada vez habrá más gente en la base.
El
buen papá de afanes igualitarios tendrá, cada
día, una fuente más chica y no podrá
sino distribuir porciones cada vez menores.
Educación
popular de nuevo cuño
Algo, empero, habrá cambiado. O ya está cambiando.
Un proceso de educación popular se habrá puesto
en marcha. Lenta, pero firmemente –siempre como la estrella–
los éxitos verificables por algún tipo de bienestar
mayor, de confort, de posesión económica, comienzan
a ser mal vistos. Son sospechosos. Así que este señor
se pudo comprar un chalet en Pinamar. Así que cambió
el coche. Así que ahora vive en un departamento nuevo
en un barrio hermoso. Veamos, veamos. Primero habrá
que cobrarle impuestos muy fuertes. Después, quién
sabe. La justicia distributiva puede llevar muy lejos.
Mas
entonces –meditarán todos– cuidado con
las manifestaciones ostensibles de riqueza. Disfrutemos lo
ganado pero no invirtamos. Sobre todo, no invirtamos en el
país. O gastamos, o guardamos fuera de las fronteras.
Quienes invirtieron sus ahorros y los tienen aquí,
declarados y "ostensibles", no pueden ver el porvenir
sino con ojos preocupados.
Los
afanes de progreso personal disminuirán. Progresar
no será bien visto. Un proceso –que una vez iniciado
es indetenible– de mezquindad social, se pondrá
en marcha. Quien triunfa es un sospechoso. Lograr éxitos
no será bien mirado. Dejar un patrimonio a la familia
no será ya una virtud. Una posición desahogada
será pasible de severos castigos impositivos.
Una
hipótesis posible
Siempre han pagado más los que más tienen. Ninguna
propiedad deja de pagar impuestos, y esos impuestos, siempre,
han sido proporcionales a las valuaciones respectivas establecidas
por organismos oficiales. Siempre han pagado patentes más
altas los automóviles de mayor costo. Desde hace medio
siglo impera fieramente el impuesto a las ganancias, con escalas
progresivas a veces confiscatorias. Rigen los tributos a los
grandes patrimonios, también con escalas progresivas.
Lo
que se anuncia ahora es que esa progresividad se intensificará,
o sea que todos pagarán más.
Esa
política impositiva puede, claro está, incrementarse.
Las cargas tributarias pueden ser cada vez más altas
para quienes, dicho en buen español, todavía
pueden pagar algo. Pero estos disminuirán porque todos
procurarán defenderse. Quienes antes dudaron, seguirán
los consejos otrora desoídos y tratarán de invertir
fuera del país. Otros preferirán no mejorar
sus condiciones de vida y seguir con sus autos de modelo anterior
o su departamento actual o su pequeña quintita o dejarán
de aspirar a tener su fin de semana o su departamento en la
playa. Algunos venderán.
Entonces,
el proceso educativo abierto proseguirá haciendo camino.
Pues como aún habrá quienes ocupen escalones
más altos, habrá que seguir recortando altura
a la pirámide. O llevar la voluntad distribucionista
del buen papá hasta sus últimas consecuencias.
Entrever
el horizonte final no es difícil. El paraíso
socialista espera a la vuelta de la esquina. No habrá,
allá, manifestaciones "ostensibles" ni "conspicuas"
de riqueza, no habrá quienes "tienen más"
porque por definición nadie tendrá nada. Quizá
algunos disfruten, por sus méritos, un lindo chalet
con pileta y quincho en un buen barrio, lo que en otras latitudes
se llama dacha. Y también los méritos –ciertos
méritos, se entiende– permitirán acceder
a un buen departamento con los dormitorios suficientes y hasta
con escritorio y un par de baños. Papá habrá
distribuido y nadie osará negar la justicia de su brazo
omnipotente.
Que
paguen más los que más tienen es, o puede ser,
una frase inocente. La frase que se acuña para un mal
momento del país y de un gobierno. Puede conmover fibras
de personas sensibles y confundirse con virtudes morales que
nadie puede negar. Puede encubrir, también, intenciones
de otro tipo.
Como
método para solucionar la situación económica
argentina actual no sirve. Como proceso de educación
popular para alcanzar otros fines es excelente. No debe suponerse
que el Gobierno la haya lanzado con esa segunda intención.
Pero sirve para ello. |
Más
bajo, poetas, más bajo
Publicado
el 22 de septiembre de 1984
Lo ha dicho León Felipe: "Más bajo,
poetas, / más bajo; / hablad más bajo / no gritéis
tanto, / no lloréis tan alto; / si para quejaros acercáis
la bocina a vuestros labios / parecerá vuestro llanto
como el de las plañideras, / mercenario".
Se
ha convertido en moda eso de escribir gritando. Se ha hecho
costumbre gritar cuando se canta, o cuando se dice que se
canta. La fuerza del grito busca servir a la fuerza del argumento.
Se grita en el teatro, en el cine, en la televisión
y en la radio. La destemplanza de la voz pretende ser tragedia.
Pero lo verdaderamente chocante es el grito de la palabra
escrita.
La
letra, vamos, es claro, no puede gritar. No tiene voz en el
sentido literal. La letra es muda. Pero ya sabemos que es
la voz que resuena en el lector. Que se convierte en sonido
interior y que se traslada al mensaje que se dice con la palabra
oral. Mas la palabra escrita es argumento puro y el sentimiento
surge de la entraña del argumento, no al revés.
La
palabra escrita es la razón que discurre. Es también
la pasión lo que la mueve. Pero no grita: ofrece su
argumento y cuando por la vía de la razón el
argumento penetra en el alma entera –pasión y
razón– estalla en el interior del lector la conmoción
profunda y duradera. Entonces, el hombre se levanta para la
acción. O se enternece y se dobla para adentro, se
repliega y medita.
La
palabra escrita no necesita gritar, no debe gritar. No es
necesario usar el idioma como un látigo y los adjetivos
como piedras y los giros de la lengua como trompas anunciadoras
de cataclismos justicieros o vengadores.
La
palabra escrita del poeta y del escritor auténtico
lleva sordina. Es contenida. No blasfema, no cierra los puños,
no golpea, no amedrenta. Los sacudones llegan cuando el lector
la ha comprendido. La belleza se alcanza sólo por el
juego del equilibrio y la verdad.
El
escritor y el poeta, por eso, no llaman en su auxilio a las
cloacas del lenguaje para pintar o combatir los más
tristes hondones de la maldad o del vicio; para contar el
dolor o el pecado. El poeta y el escritor tienen caridad;
las palabrotas, no.
Mal
cantor es el que grita; mal poeta, el que alza la voz en exceso;
mal escritor, el que reclama el alarido para completar el
argumento.
También
la vida política de nuestra Argentina de hoy sufre
del griterío de dirigentes, hombres públicos
y entidades, que en las manifestaciones callejeras, en las
solicitadas, en las declaraciones, en los actos de gobierno,
muestran creer que el grito vale más que las razones
fundamentadoras.
Por
eso muchas consignas, muchas declaraciones, muchas visiones
esquemáticas, permiten sospechar que se trata de llantos
mercenarios.
Autores,
actores, cantantes y locutores, a veces también políticos,
compiten por el grito más alto, no importa cómo
sufra el idioma ni qué disparate lógico o sintáctico
quede dicho. El valor se confunde con el gesto airado del
compadrito que amenaza o del matón bien pagado. Pero
el coraje es callado.
El
escritor y el poeta, si lo son de verdad, son medidos. Saben
del idioma y conocen sus secretos. Transmiten su mensaje con
la riqueza y con la fuerza que dan la verdad y la belleza.
Que les alcanza para ocuparse de lo más triste, de
lo más feo, de lo más horrible, de lo que debe
ser condenado.
Basta.
Para argumentación, es suficiente repetir –nunca
será bastante para el gozo que produce– el precepto
inmejorable de León Felipe. Leedlo de nuevo, poetas,
escritores, actores, cantores, locutores: "Más
bajo, poetas; / más bajo; / hablad más bajo
/ no gritéis tanto, / no lloréis tan alto; /
si para quejaros acercáis la bocina a vuestros labios
/ parecerá vuestro llanto como el de las plañideras,
/ mercenario".
|
Viva
la diferencia
Publicado
el 28 de noviembre de 1984
El cuento es conocido y ha dado la vuelta al mundo. En el
transcurso de una conferencia feminista, la disertante resumió
su pensamiento sobre la igualdad entre ambos sexos afirmando
que, al fin, entre el hombre y la mujer sólo hay una
pequeña diferencia, lo que provocó el impulso,
un tanto incoherente con la ocasión, de una asistente
que desde el fondo del salón no pudo evitar gritar:
¡viva la diferencia!
Svetlana
Alliluieva, la hija de Stalin, acaba de regresar a la tierra
natal desde su exilio voluntario en los Estados Unidos. Según
informaciones procedentes de la URSS, ha comprendido los aspectos
negativos de la sociedad occidental capitalista y ha preferido
volver con los suyos. Extraña historia la de esta mujer,
que si asombró al mundo cuando abandonó el suelo
donde fue hija del amo todopoderoso, más lo asombra
ahora, pues en ninguna de ambas ocasiones quedan del todo
en claro las motivaciones últimas y verdaderas.
Svetlana
ha declarado que el mundo capitalista está pleno de
contradicciones y que no la satisface como se vive en él,
y que la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos
ha estado manipulándola constantemente. En fin: tuvo
ocasión de comprender que no es oro todo lo que reluce
y que la vida en su tierra es mejor que en el paraíso
occidental. Visto lo cual decidió abandonarlo. Y se
fue. Así de simple.
Como
en el cuento famoso, he ahí, en todo caso, y más
allá de cualquier debate o discusión, la pequeña
diferencia. De un mundo se puede salir cuando se lo desea;
del otro, no. Miles y miles de compatriotas de la hija de
Stalin quieren salir de la Unión Soviética,
por un motivo o por otro, con razón o sin ella. No
pueden hacerlo sin el permiso del Estado, y rara vez lo obtienen.
El riesgo de solicitarlo es ya suficientemente grande. Muchos
han terminado, por eso sólo, confinados de por vida
en lugares inhóspitos o recluidos en manicomios. Siempre,
en el mejor de los casos, los permisos para dejar el país
se conceden con cuentagotas y luego de gestiones larguísimas
y agotadoras.
¿Es
necesario recordar lo que significa el Muro de Berlín
y el testimonio dramático de quienes dejaron la ida
en el intento de trasponerlo? ¿Es necesario recordar
la historia de Cuba, de quienes para salir debieron dejar
la totalidad –pero la totalidad– de sus pertenencias
y partir, apenas, con la ropa puesta, aunque también
eso cesó y la isla de Martí terminó por
ser una cárcel gigantesca en medio del océano?
El
mundo occidental y capitalista, particularmente los Estados
Unidos, según se denuncia constantemente, está
plagado de explotaciones inhumanas, de injusticias y desigualdades.
Pero por cuanto se ve, con el paraíso soviético
tiene, al fin, una pequeña diferencia: se puede salir
cuando se quiera. No hay que pedirle permiso al Gobierno.
Aún admitiendo que esta fuera toda la diferencia, permítasenos
que, como aquella dama que no resistió a las voces
del corazón, gritemos también: viva la diferencia.
Y esto es, lamentablemente, algo más que un cuento
y que un chiste bien logrado.
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Hacer
los deberes
Publicado
el 14 de febrero de 1985
Entre las tradiciones de la escuela primaria se cuentan los
deberes. Exorcizados como herejías pedagógicas
por muchos educadores y elevados a la santidad de los dogmas
intocables por generaciones de maestros, los deberes forman
parte, de todos modos, de una realidad que subsiste más
allá de cualquier discusión.
Lo
que no se sabe si perdura es la severidad de los ritos hogareños
que exigían hacer los deberes. Porque en la vida doméstica
de los infantes de antaño regía, con un carácter
bastante cercano a los mandamientos mosaicos, la inflexibilidad
de los mayores, generalmente la madre, también el padre,
y hasta los auxiliares cercanos en forma de hermanos mayores,
tías solteras, abuelas o abuelos y hasta servidores
que se ocupaban de no dejar incumplidos los encargos escolares.
Los
ambientes de mayor desahogo económico podían
contribuir con docentes particulares que aliviaban a la familia
de atender esta labor capital y a veces lo hacían con
tanto empeño que los deberes adquirían una rara
perfección. Los maestros avisados descubrían
la trampa con facilidad. Hacer entonces la vista gorda o transmitir
al niño y a la familia un adecuado sermón sobre
los riesgos del engaño como método de aprendizaje
quedaba a cargo de la conciencia pedagógica respectiva,
aunque en general el espíritu normalista solía
alzarse decidido contra el fraude.
En
el trasfondo de la memoria de la infancia queda, en casi toda
persona adulta, el recuerdo de voces implacables que interrumpieron
juegos, ocios deliciosos, proyectos de tarde de cine, partidos
de fútbol callejeros o simplemente lecturas de revistas
fascinantes llenas de historietas. Los más jóvenes
añadirán, ciertamente, la memoria de los esfuerzos
por sacarlos del éxtasis ante la pantalla del televisor,
aunque, según testimonios universales, en ese empeño
los adultos parecen fracasar mucho más que antes.
Después
de la escuela
La vida no se acaba con la escuela, claro está. Y los
hombres terminan por descubrir que siempre hay que hacer los
deberes. Que siempre hay que interrumpir o postergar u olvidar
definitivamente gustos o intereses personales, placeres o
caprichos, si se quiere, porque primero está el deber.
Cuando
esto ocurre, cuando esto se descubre, queremos decir, pueden
suceder varias cosas. Una es que el hombre se rebele y decida
no cumplir con sus deberes, algo así como cuando el
chico decía ferozmente "no quiero" y tiraba
el cuaderno al suelo y hasta era capaz de ensuciarlo y arrugarlo
y decidía que no iba a hacer los deberes de ese día
y de ningún día. Se da, se da, a veces.
También
puede ocurrir que el hombre cumpla con sus deberes pero sintiendo
en cada instante, que es víctima de la opresión.
Que vaya a su trabajo, no falte y ni siquiera llegue tarde,
pero sienta en su interior que algo o alguien lo hace víctima
de una extorsión injusta. Sentirá entonces lo
mismo que el niño al que le prohibían ir al
cine o salir a jugar o leer las historietas antes de haber
hechos los deberes. Y descubrirá a menudo, a la hora
en que vuelve de su trabajo diario, cuando llega a su casa,
cuando ha terminado los deberes de la vida del adulto dómine
que no alcanza a precisar, que está entonces tan cansado
que ya no tiene ganas de ir al cine ni de salir a jugar. Son
el hombre o la mujer que cuando llegan a los años altos
de la vida se interrogan sobre lo que han hecho y se encuentran
sin entenderlo muy bien. Han cumplido sus deberes, han criado
sus hijos, han atendido sus necesidades, han levantado un
hogar, han sido honrados, no han engañado a nadie,
han satisfecho sus obligaciones ciudadanas, han cancelado
sus deudas, han pagado sus impuestos, son abuelos honestos
y padres dignos, pero en el fondo de sus almas sienten que
la voz que los llamaba a hacer los deberes les debe todavía
una explicación, que alguna rabona debieron haberse
permitido y que al fin no están seguros de que haya
valido la pena haber sido alumnos tan cumplidores.
Algo diferente
Puede pasar, también, algo diferente. Y es hacer los
deberes con satisfacción, con alegría, sin sentir
que nos roban tiempo para otra cosa porque son esos deberes
los que queremos hacer entrañablemente. Puede ocurrir,
por fin, que el viejo llamado maternal a hacer los deberes
se internalice de tal modo que el hombre o la mujer sean capaces
de cumplir su deber en la vida, en el trabajo, con los hijos,
con sus vecinos, con su conciencia moral, tan alegremente
que no les pese, que sientan aquella voz como propia hasta
el punto de que se les haga necesaria.
Hay,
nadie lo dude, algunos seres que son felices cuando hacen
los deberes. En la voz del maestro que los encargaba han encontrado
la propia voz interior que los hace ser ellos mismos, no otros,
no extraños, cuando llegan a hora a sus obligaciones,
cuando se esfuerzan por dejar su porción de trabajo
bien hecha, por atender y cuidar a sus hijos, por ser honrados
con el prójimo y honrados con el vecino, por visitar
a un enfermo, por ayudar a un necesitado.
Mucho
de lo que se ha aprendido en la escuela, más allá
de las primeras letras, puede olvidarse sin gran problema.
Pero si se ha guardado intacto el sentido moral del deber
(aquella voz del maestro que reforzaban los padres en el hogar
mandando a hacer los deberes), algo esencial habrá
ganado el hombre. A la hora del balance, no son más
felices los que eligieron el camino del capricho y tiraron
al suelo el cuaderno y lo mancharon de tinta o lo pisotearon.
Los que hacen sus deberes tienen, por añadidura, la
dicha de sentirse maestros de sí mismos. Así
de simple: el deber está dentro de ellos. Digámoslo
de otra manera y estamos en el terreno de la ética:
son dueños de sí mismos. |
Las
aventuras de la libertad
Publicado
el 9 de junio de 1985
El pensamiento, la tarea intelectual, la investigación
científica, la capacidad creadora ya sea en el arte
o en la elaboración de hipótesis, requieren
de la libertad como la vida del aire. En un medio privado
de libertad el pensamiento se agosta como las plantas faltas
de luz o los animales privados de oxígeno. El hombre
sin libertad no está en condiciones de dar cauce a
su pensamiento. Así de simple es la cuestión.
Pero
esto no se advierte tan sencillamente. El hombre sin libertad
puede aparentar que piensa, que sigue en su camino forjador
de teorías, que crea. Porque las manifestaciones propias
de la tarea intelectual no enmudecen, necesariamente, cuando
la criatura humana carece de libertad. Se puede seguir hablando,
es posible expresarse en voz alta o por escrito, y esto parece
como la expresión del pensamiento.
En
realidad, lo más que puede hacer el hombre sin libertad
es repetir. Puede repetirse a sí mismo, o a los otros.
Puede trasvasar a nuevas formas retóricas o a nuevos
moldes artísticos lo que otros han creado ya o puede
envolver con nuevos ropajes lo que él mismo hizo antaño.
Pero la creación auténtica es imposible sin
libertad, por la sencilla razón de que el pensamiento
en libertad avanza por senderos desconocidos aún para
quien los está transitando, y es imposible saber, de
antemano, cuál será el final, adónde
se arribará, cuál será la poesía
lograda o la hipótesis científica o política
que resultará propuesta.
El
pensamiento en libertad es una aventura. Es la aventura más
apasionante que el hombre puede vivir. Representa el riesgo
en su dimensión más intensa, y compromete la
voluntad y la conciencia hasta exigir, si es necesario, la
entrega de la libertad, de la seguridad, de la vida. Los ejemplos
en la historia no faltan, pero algunos son mojones capitales:
Sócrates, Spinoza, Galileo. No hay aventureros mayores
que esos buceadores de la verdad, que se largaron a explorar
mundos por nadie conocidos, sin mapas orientadores y sin más
brújula ni luces que su razón.
Dos
cruzados de nuestro tiempo
Las aventuras de la libertad no se dan solamente contra las
dictaduras o los dictadores, ni contra los gobiernos de ayer
o de hoy, o contra las instituciones religiosas o políticas
que encierran a los hombres en dogmas inconmovibles. En algunas
ocasiones, las más difíciles aventuras de la
libertad son las que el hombre libra consigo mismo, primero,
cuando es capaz de advertir el error de una hipótesis
por la que antes había combatido sin tregua o la falsedad
de una postura por la cual se había apasionado; segundo,
cuando esto lo lleva a pelear contra censuras o represiones
mucho más sutiles que las de las dictaduras o las instituciones,
porque son las que están hechas de un entretejido de
buenas intenciones declamadas en nombre de aquella misma libertad
que niegan y de la justicia que prometen falsamente.
Octavio
Paz y Mario Vargas Llosa acaban de revelar en Buenos Aires,
durante los días en que estuvieron entre nosotros convocados
por La Nación, que corren, actualmente, y están
dispuestos a seguir corriendo la más grande de las
aventuras, el mayor de los riesgos: pensar en libertad.
Por
supuesto, esto conduce a luchar contra esos fantasmas casi
inasibles de los que antes hablábamos. Es una red envolvente
de silencio, que de pronto determina que ciertos círculos
prefieran no seguir contándolos entre los invitados
privilegiados, o ciertos funcionarios o gobernantes pierdan
de un día para el otro interés en recibirlos
y en fotografiarse con ellos, que para algunos críticos
ya no sean tan buenos hombres de letras como hasta hoy fueron.
El
pecado sin perdón
Todo surge de un pecado contra el cual casi no hay absolución
en esta tierra: dejar que el pensamiento siga explorando el
mundo por caminos desconocidos, elaborando hipótesis
o dando a luz nuevas creaciones sin preguntar a nadie previamente.
El riesgo es grande, pero es la única manera de que
el pensamiento, de verdad, exista. El resto es fraude intelectual.
Mario
Vargas Llosa dejó testimonio de su vocación
irrefrenable por la aventura del pensamiento al explicar su
oficio de novelista, al confesar cómo se gesta en su
espíritu ese movimiento del ánimo que sólo
conocen los creadores y que lo empuja a la elaboración
de personajes y de obras. Octavio Paz prefirió refugiarse,
con un dejo de timidez, detrás de su poesía,
obra de libertad esencial como ninguna, y elaboró sus
reflexiones desde una óptica de mayor refinamiento
analítico, pero siempre, uno y otro, mostrando que
la libertad es el aire sin el cual ese pensamiento no existe
y el intelectual, nada más que un imitador.
La
semana cultural de La Nación fue, gracias a estos dos
hombres de nuestro continente, un momento de sacudimiento
espiritual en la ciudad y en el país. Reveló
la necesidad de no dejarse arrastrar por las ideologías
o por las teorías canonizadas por quienes hasta ayer
parecían haber llegado a ser vestales custodias de
la justicia y de la libertad del hombre y no son sino opresores.
Por
eso faltaron a su lado, en esa semana, ciertas, compañías
que antaño no hubieran perdido la oportunidad de figurar
junto con ellos. Son las compañías que no faltarán,
en la primera ocasión en que lleguen a Buenos Aires,
a los representantes ortodoxos de la libertad de los pueblos
y de las justicias sociales distributivas, esos campeones
proclamados de las luchas contra las dictaduras hasta que
se instalan cómodamente a gozar de las propias.
Roguemos,
entretanto, para que estos dos cruzados del pensamiento libre
prosigan su labor. Y sean ejemplo de una voluntad decidida
a afrontar los riesgos necesarios antes que limitarse a repetir
consignas y frases hechas. Que sigan adelante por los caminos
que llevan a correr las aventuras de la libertad. |
Hacer
exactamente lo que se quiere hacer
Publicado
el 16 de julio de 1985
Hay un maravilloso libro de Evelyn Waugh –"La nueva
Neutralia"– tan poco conocido entre nosotros que
sólo muy pocos, de los no muy abundantes lectores de
este autor inglés, saben de su existencia. Llegó
a mis manos en una librería de viejo, en una sencilla
pero hermosa publicación de Ediciones Criterio, de
1953. Narra las desventuras de un profesor de lenguas clásicas
del colegio de la Universidad de Grandchester (probablemente
institución imaginaria) durante su estada en un exótico
país, con motivo de un homenaje a un helenista de varios
siglos atrás, prácticamente ignorado por casi
todos los helenistas del mundo, pero admirado por nuestro
protagonista.
Scott-King
es el nombre elegido por Evelyn Waugh para este profesor de
lenguas clásicas, del cual dice que "oscuro"
es el epíteto más adecuado para caracterizarlo.
Dejaremos el relato de las aventuras de Scott-King en el Estado
de Neutralia. Nos bastará decir que difícilmente
se pueda encontrar una narración más hermosa,
desde el punto de vista de la factura literaria, de las alusiones
perfectamente logradas a fenómenos políticos
de nuestros días, y que sean mejor reflejo de un estilo
de vida y de un carácter como el del pueblo británico
en algunos de sus sectores sociales y profesionales. Todo
en una lectura apasionante que se devora en corto tiempo,
pues apenas son un ciento de páginas de formato reducido.
Queremos
detenernos, en cambio, en el desenlace. Scott-King ha regresado,
por fin, después de peripecias que pusieron en riesgo
constante su vida y lo sometieron a penosas situaciones de
todo tipo. Naturalmente, sus respuestas a las preguntas de
los colegas sobre sus vacaciones son de sobriedad extrema
y nadie podría darse cuenta por ellas de lo ocurrido.
La vida cotidiana se reanuda en el colegio, dentro de la escasez
y la modestia que en alimentos o en calefacción impone
la posguerra en Gran Bretaña.
Entonces,
el rector llama a Scott-King y se registra este diálogo
inolvidable: "¿Sabe que este año empezamos
con quince alumnos menos que el año pasado en la especialidad
clásica...? Los padres ya no se interesan en conseguir
"hombres completos" como antes. Uno no puede reprochárselo,
¿no?"
La
respuesta de Scott-King es clara: "Oh sí; yo puedo
y lo hago". Pero, naturalmente, el rector no lo ha llamado
para atender sus respuestas y sigue sin haberlo escuchado:
"¿No pensó alguna vez que puede llegar
un momento en que no haya ningún alumno en la especialidad
clásica?" "Oh, sí. A menudo".
Y el rector prosigue, totalmente sordo a cualquier respuesta:
"Lo que quería sugerirle era esto: si no le parecería
mal hacerse cargo de alguna otra materia, además de
las lenguas clásicas. Historia, por ejemplo; preferentemente
historia económica". "Sí, señor
rector, me parecería mal". Aquí el rector
parece comprender algo. "Pero usted sabe que el porvenir
puede depararnos una crisis". "Sí, señor
rector". "Y entonces, ¿qué piensa
hacer?"
Nos
permitimos solicitar al lector que se detenga en la respuesta
de Scott-King, que la saboree. "Si me permite, señor
rector, seguiré dando mi materia como hasta ahora,
mientras haya un solo alumno que quiera estudiar lenguas clásicas.
Me parece que sería realmente una perversidad hacer
algo para preparar a un muchacho para el mundo moderno".
"Es un punto de vista un poco estrecho, Scott-King".
"En ese sentido, señor rector, con el respeto
que usted me merece, disiento profundamente. Me parece que
es el punto de vista más amplio que puede pedirse".
No
intento abrir el debate sobre la enseñanza de las lenguas
clásicas, ni sobre las virtudes o las perversidades
del mundo moderno, ni mucho menos sobre la importancia de
la historia económica. Intento solamente mostrar la
ejemplaridad del hombre que cree en una causa, que cree en
lo que hace, que cree en el valor de un contenido cultural
que trata de mostrar a otros hombres. En una palabra, que
ama su oficio y tiene suficiente caridad como para intentar
enseñar a los jóvenes la belleza y la dignidad
de lo que ama.
Scott-King
es un testimonio de eticidad y de libertad. Está dispuesto
a seguir enseñando lenguas clásicas, nada más.
Quiere hacer, bien, sólo lo que quiere hacer, aquello
que para él tiene valor. El oscuro Scott-King que fue
a Neutralia y corrió los peores riesgos para honrar
a un poeta helenista más oscuro aún, Bellorius,
desconocido aún entre los mejores helenistas, no cree
haber perdido el tiempo, ni cree que lo perderá cuando
enseñe lenguas clásicas a un solo alumno.
Hay
hombres así, capaces de seguir adelante con su fe y
su obra en medio de una sociedad que no los entiende. Son
seres anónimos capaces de hacer en la vida exactamente
lo que quieren; capaces de enseñar lenguas clásicas
o de escribir sobre el oscuro Scott-King, protagonista de
una desconocida novela de un autor casi desconocido hoy en
la Argentina. Vale la pena hacerlo mientras se confíe
en que habrá quizás un solo lector para estas
líneas.
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Azorín
y la mudanza
Publicado
el 6 de septiembre de 1986
He aquí que, por fin, se ha realizado la mudanza. No
ha sido una mudanza integral, de aquellas que arrasan con
cuanto había en la casa antigua para instalarse enteramente
en otra.
Ha
sido una mudanza de tono menor, de segunda clase: quince o
dieciséis, no sé bien, quizá veinte canastos
y tres o cuatro muebles y algunas estanterías impiadosamente
trastrocadas de sus formas originales para darles cabida en
la nueva morada.
Porque
de lo que se trata, y el lector lo irá imaginando,
es de la mudanza de la biblioteca, de los libros, que reposadamente
se habían acumulado por décadas en la antigua
casa familiar, luego casi desocupada de toda vida humana,
y en la cual los volúmenes de todo tipo, y las colecciones,
y las revistas, y las papelerías y las carpetas habían
encontrado espacio generoso para instalarse cómodos,
a reposar por años y a cumplir el destino conocido
de acumular polvo y rumiar recuerdos o sabiduría.
Lo
ocurrido era imaginable. Ahora, mientras las estanterías
vacías luchan por encontrar ubicación decorosa,
la conciencia objeta constantemente la fiera decisión
de eliminar sin contemplaciones una parte sustancial de todo
ese conjunto de letra impresa que jamás volverá
a ser leída, y escucha la voz recogida que desde alguna
hondonada del alma brega por ampararlo todo, todo, porque
sí, para nada.
Los
libros, los papeles, las carpetas, se han desparramado por
el suelo de casi todas las habitaciones. Yo he intentado que
haya un orden elemental. En el comedor, estos y estos otros.
Aquellas colecciones en el hall. En el living, en un rincón,
unas pilas que presumiblemente terminarán cuidadosamente
encajonadas. En un pasillo, ciertos volúmenes de especial
cuidado. Sobre el aparador, desplazando una sopera antigua
y dos fuentes de plata –obsequios de casamiento, por
supuesto– se lucen ahora casi quince preciosos libros
de arte, que, pienso en silencio, bien podrían quedar
ahí para siempre. Lo pienso pero no lo digo. La vida
conyugal, al fin, tiene también su valor y hay que
velar por ella.
El
orden es sin embargo precario. Separar los canastos y moderar
los ímpetus laborales de los peones que los llenaron
y los vaciaron en lapsos insignificantes terminó por
ser una labor incumplida y la realidad es que, de momento
al menos, una honorable confusión ha ganado la batalla
y reina indiscutida sobre estos objetos inanimados que hasta
hoy habían sido sometidos a una disciplina maniática.
Algo
tremendo empieza entonces a ocurrir. Gracias a la mudanza,
descubro una cierta belleza del desorden, disfruto los placeres
del descubrimiento inesperado, encuentro la fuente de gozos
olvidados.
He
descubierto que puede ser maravilloso comer al lado de este
barullo de libros mezclados, confundidos, tambaleantes, tumbados.
De
pronto, en medio de un almuerzo, veo por ahí una tapa
rústica, unas hojas amarillentas. Algo presagia un
libro leído hace mucho; algo revela una edición
española.
No
puedo soportar más la duda ni resistir la tentación.
Me levanto, me acerco y vuelvo a la mesa con él. Era,
es, claro está, Azorín. En una edición
de 1914, he encontrado "Los Pueblos", y leo, mientras
como*.
Entonces,
comprendo que una mudanza así puede tener sus encantos.
Imaginadlo: volver a leer a Azorín, y nada menos que
"Los Pueblos".
Tener
así, al alcance la mano, de los ojos, mientras llegan
y van los platos de la comida diaria, en medio de la conversación
familiar, estas páginas de estilo hoy no cultivado,
esta prosa inimitable de giros únicos, esta lengua
española de riqueza increíble.
Tener
ahí, a un metro de distancia, a Azorín y sus
descripciones y sus pretéritos perfectos. Saborear
lentamente, sin el empeño adolescente de apurar la
copa de la lectura, un párrafo u otro, salteándolos
a veces. Abrir el libro en cualquier capítulo. Descubrir
que un balcón puede tener persianas "inquietadoras"
o que había en las casas manchegas "patizuelos",
y descubrir, otra vez, que tenemos un idioma de rara belleza
y de armazón perfecta.
Todo
esto, gracias a la mudanza. Y a Azorín, que una musa
pía ubicó a pasos de mis ojos, cabe la silla
que ocupo a diario en el comedor de mi casa.
Entonces,
yo he pensado: será bueno hablar de Azorín un
poco. Yo me dicho: sería bueno que las gentes que hablamos
español recordáramos a este Azorín que
ahora parece que nadie lee. Porque dice mucho de bueno y de
noble, pero sobre todo porque escribe bellamente en un buen
y noble español que parece que vamos olvidando.
Y
yo me he prometido: cuando vuelva a cumplir mi dura función
de carcelero de libros y los vuelva a ordenar metódicamente
en estantes prolijos, cuando les quite de esta hermosa y bien
lograda confusión en que yacen revueltos merced a la
obra y gracia de manos que por amarlos menos les han dado
más libertad, cuando mi obra de maniático clasificador,
a mi vera, cabe mi silla, a tiro de mis ojos.
Y
cada tanto interrumpiré el almuerzo o la cena de cada
día, y algún familiar –si es algún
invitado mejor– aguantará que de pronto lea en
voz alta una página, media página, unas líneas.
Y luego volveremos a las cosas –profundas, baladíes,
no importa– en que solemos enfrascarnos los hombres.
Yo
he decidido que Azorín no volverá a perdérseme.
*Azorín:
"Los Pueblos" (Ensayos sobre la
vida provinciana). Tercera edición. Ed. Renacimiento,
Madrid, San Marcos 42. Buenos Aires, Libertad 172, 1914. Imprenta
Renacimiento. San Marcos 42. (204 pág.) (Un sello de
goma dice: Cigarrería y Librería de Juan Garfunkel,
Rivadavia 7661), Con un epílogo que el autor fecha
en 1960, y traza un diálogo imaginario en el cual Azorín
se adelanta a suponer que para esa fecha nadie se acordará
de su obra ni de su nombre.
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"No,
dijo William gravemente. Aquí, no"
Publicado
el 23 de marzo de 1988
William Boot, protagonista de una de las novelas más
famosas de Evelyn Waugh*, acaba de mantener
un diálogo con Mr. Salger, quien, en nombre del influyente
y muy poderoso lord Copper, ha logrado comprometerlo con un
jugoso contrato que lo ligará durante dos años
a The Beast, el órgano de prensa a través de
cuyas páginas William ha asombrado al mundo con una
primicia espectacular, sobrepasando a firmas hasta entonces
imbatibles del periodismo de la época.
El
argumento se basa –como suele ocurrir en las obras de
Evelyn Waugh– en una sucesión de equívocos
y malentendidos que llevaron al desdichado (¿o afortunado?)
William a una posición que ni él ambicionaba
ni nadie había pensado en ofrecerle. Otra suma de equívocos
lo ponen, ya en funciones en un exótico destino, primero
al borde del despido, luego, en la cumbre de la gloria. Por
sobre todas estas circunstancias William transita sin terminar
de entender qué está sucediendo en realidad,
pero no sin extrañar el hogar perdido en la casa heredada,
la vieja familia de señores del lugar, el dulce castillo
inhóspito carente de la mayor parte de los adelantos
del confort moderno, pero en el que todo se mueve ordenada
y serenamente. La vida de William y de los suyos es de escasez,
pero tan increíblemente aristocrática que cuando
por primera vez lo tentaron con los placeres del mundo y le
dijeron que dispondría de una cuenta de gastos libre
para, por ejemplo, ir a los restaurantes que quisiera, contestó,
sinceramente desorientado: "Pero yo no voy nunca a restaurantes.
En mi casa la comida la sirven los criados, todos los días,
a las horas indicadas, y nadie paga por ello".
El
banquete
Pero es el caso que William salió de su castillo; viajó,
triunfó, volvió. Mr. Salter tiene que asegurarse
su contrato para The Beast por orden terminante de lord Copper.
Lo ha logrado, aunque es dudoso que William vuelva a escribir
jamás nada que valga la centésima parte de la
suma que se ha asegurado. Lo que resta lograr es –supone
Salter– nada, en comparación. Se trata, apenas,
de comprometer la asistencia de William al banquete en el
cual se lo recibirá públicamente en The Beast
y en el cual, claro está, lord Copper dirá un
discurso.
Pero
William, inexplicablemente, se niega a hacerse presente en
el banquete.
Salter
no logra entenderlo. "No tiene usted que preocuparse
respecto del discurso. Se lo escribirá el secretario
social de lord Copper. Será muy sencillo. Cinco minutos,
más o menos, de alabanza a lord Copper... El banquete
será muy comentado. Quizá lo filmen..."
William
afirma que se sentiría un asno. Salter perdía
las fuerzas. Debió concedérselo. Alegó
que, de todos modos, algo así ya había ocurrido.
William expresó, entonces, que "aquí",
"en mi casa", "quizá se enteren"
y añadió: "Nannie Bloggs, Nannie Price...
todo el mundo". Todo el mundo serían cinco o seis
personas más, incluyendo los criados. Quizás
alguien de la aldea, también.
Salter
quiso telefonear. Imposible. "Allí", en la
casa de William, no había teléfono; la oficina
más cercana se encontraba a tres millas; no tenían
automóvil y, finalmente, la oficina telefónica
ya estaba cerrada.
Entonces,
narra el autor, Mr. Salter ensayó el sarcasmo. "Esas
damas que acaba usted de mencionarme, sin duda, dos personas
respetables, pero deberá admitir, mi querido Boot,
que lord Copper es un poco más importante. "Y
sigue la respuesta: "No, dijo William gravemente. Aquí
no".
Si
la economía del lenguaje es una virtud del escritor,
pocas dudas caben de que la respuesta de William es una obra
maestra de la literatura de todos los tiempos. Podrían
escribirse decenas de ensayos políticos, sociológicos,
jurídicos e históricos para explicar la hondura,
casi inefable, de esas seis palabras.
La
libertad
"Aquí, no", dijo William gravemente. Aquí
es la casa, el hogar, la familia; es la vida propia, única,
irrepetible; es el templo amurallado por la argamasa de la
civilización occidental en el que encuentra su asiento
principal la libertad del hombre, del hombre concreto, de
cada ser humano con su rostro, su cuerpo, su sangre... y su
cuarto.
Ante
ese templo se detienen los jerarcas del mundo y los poderes
de cualquier clase. La autoridad de los soberanos concluye
ante su puerta. De paredes adentro, la conciencia de cada
hombre rinde cuentas sólo a Dios. ¿Quiénes
son Nannie Bloggs, Nannie Price? No interesa demasiado explicarlo
en detalle. Son la familia de William Boot, son su casa, su
hogar heredado, su vida interior. Podrían ser su mujer,
o sus hijas, o un par de tías viejas, o un cuarto con
libros, o una sala con muebles queridos, o un jardín
cultivado con sus manos. Son, en fin, el reducto del individuo
transformado en persona, en un hombre libre que puede decir
que no ante todos los poderes de este mundo.
Por
eso la respuesta es inapelable y Mr. Salter debe retirarse.
Nadie puede negar la importancia, el poder o la gloria de
los grandes del mundo. Pero "aquí" dos viejecitas
son más importantes. Porque una vez que traspongo la
puerta de mi hogar, nada, absolutamente nada del mundo exterior
puede ser suficientemente poderoso como para entrar en él
y violentarlo.
Poco
más o menos, he ahí la base de la cultura judeo-heleno-cristiana
a la cual pertenecemos. El hombre es un ser en relación
directa y personal con Dios; es un ser libre; es un ser cuya
dignidad es suprema.
Algo
de todo esto late en la fórmula del artículo
19 de la Constitución nacional, también un modelo
de economía de lenguaje en el campo filosófico
y político: "Las acciones privadas de los hombres
que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública,
ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas
a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados".
Sepamos
custodiar este legado de Occidente que es la libertad del
individuo frente a los esfuerzos que los totalitarismos y
los pretendidos socialismos benefactores, con excusas variadas,
pretenden sepultar y ya han sepultado en muchos lugares de
la tierra.
Porque,
en última instancia, nada puede ser más importante.
Y si de mi salvación eterna se trata, es un asunto
que compete sólo a mí, de puertas adentro. Frente
a cualquier solicitud que del mundo pueda llegarme, frente
a cualquier reclamo que en nombre de los poderes de este mundo
pueda hacérseme, no será malo acordarse de la
respuesta de William Boot cuando se le alegó que un
gran personaje era, sin duda, más importante que dos
ancianas familiares de su propia casa: "No, dijo William
gravemente. Aquí, no".
*"Primicia". |
Ese
oficio de hilvanar palabras
Publicado
el 10 de septiembre de 1989
Cabe, en ocasiones, preguntarse por qué el empeño
de escribir. A menudo, cuando se concluye una lectura, puede
pensarse –con razón o sin ella, y eso es otra
historia– que el autor bien podía haberse ahorrado
el esfuerzo.
No
faltan argumentos, debe admitirse. A pesar de la avalancha
inmedible de los medios orales de comunicación que
invade el mundo, y de los temores de que la radio, el cine
y la televisión empujen al desván del olvido
a la palabra escrita, esta no sólo resiste el embate
sino que, contrariando a los agoreros que presagiaban su extinción,
reverdece, lozana, y cae bajo nuestros ojos en forma de libros,
folletos, opúsculos, revistas, diarios, artículos,
en materiales especializados o de divulgación general,
manejando los grades temas y los valores más altos
o los asuntos más triviales y frívolos, cuando
no los más bajos y vulgares.
A
paso de carga
Los escritores no ceden posiciones. Periodistas, ensayistas,
filósofos, científicos, novelistas y poetas
no sólo se empeñan en subsistir, quiero decir
en escribir, sino que avanzan a paso de carga y ocupan posiciones.
Escriben, ahora, los deportistas, ya sea como comentaristas
o cuasi filósofos del deporte. Escriben los políticos,
que –encarguen o no sus obras a "negros" bien
pagados– nos hacen llegar seudo ensayos doctrinarios,
propuestas de toda índole y, por fin, ya retirados,
autobiografías casi siempre de rasgos paranoicos. Escriben
los ayudas de cámara, los valets, los mucamos, los
choferes, los cocineros, los peluqueros y los pedicuros de
las grandes figuras, vendiendo a precio de oro las comidillas
verdaderas o falsas que divierten a los buenos burgueses y
alimentan los corrillos de las cortes de los poderosos.
Y
escriben, como siempre, los escritores. Los que, simplemente,
quieren escribir, porque sí, porque –según
la imagen famosa y noble de un grande entre los escritores
argentinos– un grillo es un grillo y canta, porque sí.*
Es
que en esto de escribir se encierra uno de los más
hondos gozos del hombre. Escribir es uno de los dones más
preciados entregado por Dios. El primero, claro está,
es la palabra. Sola, desnuda, hablada. Es el verbo, que era
en un principio.
Gracias
a la palabra, el hombre pudo acercarse a Dios y rezarle, y
a su pareja y amarla, y tener hijos y llamarlos suyos. Por
la palabra, pura, desnuda, hablada, el hombre pudo comunicarse
y formar una comunidad. Pudo entenderse con el prójimo,
esto es, conocerlo. Y descubrir que además de él
mismo existe el otro.
El
milagro mayor
Pero llegó luego un milagro mayor. La palabra hablada,
que exige al otro (sin otro que me escuche, al menos que me
oiga, mi voz no existe), se recogió en sí misma,
se ensimismó, se transformó –contradicción
suprema y misteriosa– en silencio. La palabra se encerró
en los hondones del alma, allí, en la cima hasta cuyo
fondo ningún prójimo puede llegar, y desde esa
hondura entrañable salió transformada en letra
escrita, en palabra para ser leída, no dicha.
El
escritor nace desde el fondo de esa sima. Necesita, primero,
alejarse de la comunicación cotidiana, del sonido de
la voz, propia y ajena, y ensimismarse, recogerse en el silencio
absoluto. Sólo entonces está en condiciones
de encontrarse. Sólo entonces –en silencio, recogido,
buscándose, con una pizca de dolor, en ocasiones muy
duro– puede ir armando, una a una, las palabras de su
discurso escrito, lentamente, calladamente, intuyendo, apenas,
el rumor inaudible de la conciencia, mientras la razón
le dicta su armazón. Las vuelca, luego, con una labor
material, artesanal, que no ha cambiado nada desde la antigüedad
más remota, sea cual fuere el medio del cual se valga.
Sólo
entonces el escritor –novelista, ensayista, filósofo,
historiador, crítico, periodista, o, cuando llega a
la cumbre más alta, al don más sublime, poeta–
está en condiciones de comenzar a hilvanar palabras
en un discurso que la razón ordena y la gramática
sujeta a las reglas de la lógica.
Las
palabras en orden
En ese instante, el escritor –como todo artista–
se encuentra a sí mismo en el momento en que su vida
se justifica. El se descubre a sí mismo cuando va armando
el discurso e hilvana las palabras una tras otra, en armonía,
procurando que el sentido de lo que quiere decir aparezca
a través de la forma estéticamente lograda.
Si es poeta, puede sobrepasar a la gramática y hasta
la lógica aparenta rendirse a su voluntad. Pero este
de la poesía es un don que reciben pocos. Si es sólo
escritor, se contenta con buscar la claridad, con evitar el
desorden, con reprimir los desafueros del idioma. Se limita,
es verdad, a poner palabras en orden, una detrás de
la otra.
No
ha de preguntársele por qué ese empeño.
Casi nadie se interroga sobre los motivos por los cuales quiere,
a pesar de todo, vivir. El, si es escritor, se contenta con
este oficio humano de hilvanar palabras. A veces, además,
pretende –el pecado de la soberbia también merece
perdón– dejar algún mensaje. Pero la esencia
de su oficio es sólo aquella de ordenar palabras, una
detrás de la otra, en buena armazón.
Es,
en todo caso, sólo un pecado venial y para castigo,
sencillo y a la mano, bastará, lector, con leerlo.
*“Música
porque sí, música vana / como la vana música
del grillo / ... Qué sencillo / es a quien tiene corazón
de grillo / interpretar la vida esta mañana”.
Conrado Nalé Roxlo, “El grillo”,
1923. |
El
vizconde partido por la mitad
Publicado
el 10 de diciembre de 1989
El joven e inexperto vizconde Medardo di Terralba, en su primera
batalla contra los turcos, en tierras de Bohemia, enfrentó
temerariamente a la artillería enemiga y quedó
partido al medio, dividido exactamente en dos mitades iguales,
de arriba abajo, todo a lo largo, desde el cráneo.
Pero una mitad sobrevivió y el vizconde –el medio
vizconde– volvió a su castillo de Terralba, en
el norte de Italia, convertido en una figura triste, sostenido
con artificios y maderámenes en la silla de su cabalgadura,
permanentemente recubierto por un gran manto negro.
Así
lo narra, en un relato de estremecedora belleza literaria,
en un italiano maravilloso, Italo Calvino, en su obra Il visconte
dimezzato. Y no hay por qué dudar del realismo de sus
descripciones. ¿Es acaso el hombre uno? Lo que vemos,
lo que sabemos de cada prójimo, ¿es todo él
o es sólo su mitad? ¿Y no será quizás
cada hombre más de dos? ¿No podrá ser
cada hombre varios que se confunden, o, más difícil
todavía, que pugnan por imponerse sobre los otros que
con él conviven?
Medardo
di Terralba –la mitad superviviente– comenzó
a hacer el mal. Los siervos de sus tierras, los servidores
del castillo, los cazadores furtivos, los salteadores de caminos,
las buenas gentes comunes –mujeres, niños, ancianos–
hasta los leprosos de la leprosería cercana, se aterrorizaban
apenas veían o presumían que la figura cubierta
con el siniestro manto negro se acercaba. Su justicia era
sádica; sus castigos, torturas crudelísimas.
Y su pasión, cortar al medio animales, insectos, árboles,
flores. Era el Malo.
Hasta
que un día comenzó a cundir la confusión.
Porque inexplicablemente Medardo di Terralba había
sido gentil con un niño. Otra vez ayudó a un
viejo. Y de pronto, sin que nadie pudiera entenderlo ni preverlo,
hacía, alternativamente, el bien y el mal.
Pero en ambos casos, en forma extremada. Y nadie sabía
cuándo Medardo haría el mal, tremendamente,
y cuándo el bien, santamente. El Malo flagelaba y el
Bueno curaba las llagas. Uno perseguía y el otro amparaba.
Hasta
que los dos se enamoraron de una misma campesina, que, astuta,
comenzó a entrever la verdad. En el día del
matrimonio convocó a ambos y no les quedó sino
batirse, gallardamente, a espada. Pero una mitad no se sostiene
como para ser buen espadachín. Y tanto quisieron matarse
uno al otro que se fueron uno encima del otro y las mitades
se unieron otra vez y revivió el Medardo entero.
La
metralla turca había dispersado las dos mitades y la
que se supuso muerta fue salvada por unos ermitaños
con ungüentos extraños. Y volvió también
al castillo.
Pero
una mitad era mala y otra buena. Una malísima, y otra
buenísima. Una perversa inútilmente, la otra
santa casi sin sentido de la realidad.
Cuando
Medardo di Terralba volvió a ser uno, no fue malo enteramente;
sólo un poco malo a veces. Y fue bueno muchas veces,
pero no volvió a ser un santo varón.
En
su interior, Medardo di Terralba –ya entero– quedó
melancólico. Un cierto conflicto latía en él.
Buscaba su unidad –ahora que, por fin, era uno–
y no la encontraba. ¿Quién soy yo?, se preguntaba
a veces. Cuando estaba "dimezzato", el Malo era
el Malo y el Bueno era el Bueno. Pero ahora, ¿era malo
o era bueno? ¿Cuál de las dos mitades era la
más suya?
El
hombre se sigue buscando a sí mismo hasta el día
de su muerte. Sabe que él es más de uno. Que
en su interioridad laten fantasmas de perversiones y de santidades,
de miserias y de heroísmos. Cada día, cuando
va y viene de su trabajo, sabe que él podría
–que él hubiera querido– partir hacia las
grandes aventuras. Sabe que es médico pero soñaba
con ser poeta; sabe que es padre de familia pero soñaba
con ser guerrero; sabe que es cobarde pero que podría
ser temerario.
Los
hombres y mujeres que vivían en torno de Medardo di
Terralba –hasta los leprosos– se tranquilizaron
cuando lo vieron uno.
La
confusión y la duda habían concluido. No le
es permitido al hombre mostrar rostros distintos. Yo sé
que hay en mí más de uno. Pero en mi prójimo
sólo veo uno y no quiero ver sino uno.
Que
el otro siga buscando su propia identidad. Yo le adjudico
una, para siempre. Y el otro hace lo mismo conmigo.
Unamuno,
el gran Don Miguel, lo explicó más rudo. "¿Qué
es lo más íntimo, lo más creativo, lo
más real de un hombre?", se pregunta en el prólogo
de Tres novelas ejemplares. Y menciona entonces, la "ingeniosísima
teoría de Oliver Wendell Holmes sobre los tres Juanes
y los tres Tomases". "Y es que nos dice que cuando
conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación,
que son: el Juan real, conocido sólo por su Hacedor;
el Juan ideal de Juan y el Juan ideal de Tomás"
y lo mismo vale para Tomás. Es decir: está el
Juan que es para Dios, el Juan que Juan cree ser y el Juan
que los otros creen que es. Pero añade todavía
implacable, el rector inmortal de Salamanca: "Y por el
que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos
o perderemos. Dios le premiará o castigará a
uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser".
Por
su parte, Italo Calvino concluye haciendo hablar a un sobrino
adolescente del vizconde: "Cosí mio zio si tornó
uomo intero, né cattivo né buono, un miscuglio
di cattiveria e bontá, cioé apparentemente non
disimile da quello ch'era prima di esser dimezzato".
(Así, mi tío volvió a ser un hombre entero,
ni malo ni bueno, una cierta mezcla de bondad y de maldad,
es decir, no distinto, aparentemente, de lo que era antes
de haber sido partido por la mitad).
La
vida de cada uno es una historia parecida. En la adolescencia
buscamos una identidad, una única identidad. Queremos
ser uno y sin embargo clamamos, angustiados, ante el prójimo:
¡no me entienden!, porque el prójimo se niega
a admitir que yo soy más de uno.
Luego
comprendemos que no debemos escandalizar tomamos la apariencia
de una identidad, para tranquilidad de todos los que nos rodean.
En el fondo de nuestra conciencia, las mitades de nuestro
ser siguen agitándose y a menudo combatiéndose,
en ocasiones con ferocidad, hasta que a veces, como en el
caso del "visconde dimezzato", se abrazan y confunden
sus nervios y su sangre.
En
silencio, para no escandalizar al prójimo, dejamos
que sigan agitándose hasta el fin de nuestros días
los cuatro yo de que hablaba Unamuno –¿y por
qué no podrán ser más?– con la
secreta esperanza de que Dios me salve no por el yo que he
sido, o por el que creí ser, o por el que el prójimo
creyó que era, sino por el que quise ser. Así
sea.
|
El
constitucionalismo nació para defender la libertad
Publicado
el 21 de septiembre de 1990
Un error ampliamente difundido considera que los estatutos
y constituciones sobre los cuales reposa la organización
social y política de las naciones modernas tienen por
finalidad principal promover o asegurar la grandeza de cada
una de esas naciones y que, con ese propósito, deben
estructurar una forma de gobierno apta para alcanzarla. Además,
se entiende que el Estado debería ocuparse de la felicidad
y el bienestar de los miembros componentes de la sociedad,
y por lo tanto de la equidad en la distribución de
la riqueza y de obtener modos de conducta universalizados
fundados en la justicia y la solidaridad mutuas entre los
hombres.
De
esta concepción se derivan otros dos conceptos erróneos.
Uno es el que preconiza las ventajas del régimen democrático,
porque –se afirma– "es el menos malo"
de todos los conocidos. Otro es el denominado corrientemente
"constitucionalismo social", aparentemente la gran
conquista de la segunda mitad de este siglo. Tendría
por objetivo esencial garantizar, mediante la acción
del Estado, aquellos ideales de equidad en los comportamientos,
de justa distribución de las riquezas y de felicidad
y bienestar personal de todos los seres humanos, desde su
nacimiento hasta la muerte. Probablemente, un último
resto de sentido común, un postrero escrúpulo
racional o un temor subconsciente a dar el gran paso final
de este llamado constitucionalismo social ha impedido añadir
–hasta hoy, al menos, y en cuanto está en nuestro
conocimiento– un artículo o declaración
por la cual el Estado debería, también, garantizar
la salvación del alma y un lugar en el Paraíso
en la vida más allá del orden terrenal.
Los
orígenes históricos
Todo esto parte de dejar de lado algo esencial. Los estatutos
y las constituciones son un conjunto de disposiciones nacidas,
en general, a fines del siglo XVIII, cuya finalidad primordial
es lo que hoy parecería haberse olvidado en gran medida:
garantizar la libertad de los hombres contra todos los despotismos
posibles.
El
ideal constitucionalista fue impedir la opresión de
los individuos por parte de cualquier poder que pretendiera
hacerlo, garantizar a los miembros de la sociedad derechos
inalienables y el ejercicio de las funciones que, invirtiendo
los términos tradicionales de la relación hombre-Estado,
convirtieran al primero en el soberano y al segundo en el
servidor.
Durante
siglos, los Estados –emperadores, reyes, señores
de cualquier tipo y, en parte, también, el clero–
habían sido los soberanos. Disponían de la suerte
y de la vida de los súbditos, en nombre de la nación
o de causas de naturaleza diversa, política o religiosa.
Guerras, hambres, persecuciones, opresión económica,
exacciones impositivas, levas, prisiones: todo era válido
en nombre del Estado soberano, de la nación o de la
bandera o de la causa invocada y representada –por sí
y ante sí, casi siempre con el refuerzo de los principios
que invocaban el derecho divino– por monarcas y señores.
La
gran conquista de los siglos XVIII y XIX fue la inversión
de esa relación entre el Estado y el súbdito.
El hombre pasó a ser libre. La libertad del individuo,
la garantía de sus derechos fundamentales como persona
–no nacidos de estatutos o constituciones, sino propios
del derecho natural y de la esencia del cristianismo y reconocidos
por aquellos– se convirtió en la finalidad capital
del constitucionalismo.
Por
eso, los estatutos y constituciones establecen los regímenes
democráticos porque ellos son la sustancia misma de
su espíritu y porque la democracia es el sistema que
guarda coherencia absoluta con la finalidad perseguida. No
aceptan la democracia como el "menos malo de los regímenes
posibles", sino que la proclaman porque ese régimen
es el que quieren lograr, porque es el único que puede
garantizar la libertad y los derechos del hombre.
El
nuevo papel del Estado
Obsérvese, entonces, qué es lo que comienzan
por hacer los estatutos y las constituciones proclamados a
partir del último tercio del siglo XVIII. Primero,
ponen en manos del pueblo el ejercicio de la soberanía.
Es la inversión copernicana de la vida política.
Antes, la política giraba en torno del estado, del
señor o del grupo que ocupaba el poder. Ahora, el Estado
girará en torno del nuevo soberano, al cual sirve:
el pueblo. Y segundo: fragmentan, dividen –es decir,
debilitan– al Estado. La teoría de los tres poderes
consiste, al fin, en fragmentar el poder. Nada ni nadie debe
poseerlo entero, para evitar que se abuse del poder, que se
avasalle la libertad, que se nieguen los derechos del hombre.
"Divide ut imperas" era la vieja fórmula,
que el constitucionalismo adopta en beneficio del pueblo y
de los derechos del hombre.
Un
sutil y complejo juego de pesos y contrapesos, de distribución
del poder, de seguros y reaseguros contra las desviaciones
y corrupciones posibles es la alquimia política que
los grandes espíritus del XVIII y del XIX idearon para
que el ejercicio último del poder esté en manos
del pueblo y la libertad no sea conculcada.
Hemos
olvidado la hondura de la revolución política
que late, por ejemplo, en la sencillez extrema de la fórmula
que dice que ningún miembro de la sociedad podrá
ser detenido si no es por orden escrita de autoridad judicial
competente. ¡Escándalo inaceptable para los antiguos
dueños del poder absoluto, para emperadores, reyes,
señores..., para el Estado anterior al constitucionalismo!
La
libertad y la felicidad
Hemos olvidado, pues, que los estatutos y las constituciones
nacen para garantizar la libertad de los hombres, de todos
los hombres, de cada uno de los hombres, y para sostener sus
derechos, los que cada persona trae consigo desde el momento
en que es concebida como criatura divina, llamada a la salvación
por la gracia, según defina Maritain.
Fueron
dictados para evitar toda coacción contra esa libertad,
impedir prisiones arbitrarias, confiscaciones de los bienes,
exacciones impositivas, restricciones a la iniciativa personal.
El Estado que esas constituciones estructuran no tiene como
meta hacer grande y poderosa a una nación o una bandera.
En todo caso, la nación y la bandera serán grandes
y poderosas si los pueblos que las conforman –los ciudadanos
libres que deciden su destino individual y su destino común–
así lo quieren y son capaces de alcanzar esos fines.
En cuyo caso dictarán las leyes que ellos –no
el Estado– juzguen atinadas y buscarán ellos,
y el Estado como su mandante, aquella grandeza y aquel poderío.
Pero ningún gobernante o señor, líder
o conductor, decidirá en su nombre, arbitrariamente,
forjar un imperio o sacrificar una generación o muchas
en aras de una ideología futura, emprender guerras,
establecer cargas impositivas, confiscar los bienes personales
o implantar una religión oficial.
El
Estado tampoco tiene por finalidad –en esta concepción
primigenia que parecería estar olvidándose–
obtener la felicidad y el bienestar de los hombres en esta
tierra.
Alcanzar
ese bienestar en forma personal es, en última instancia,
una cuestión propia de cada individuo. Y los estatutos
y constituciones lo que procuraron es otorgar a todos, igualitariamente,
las condiciones de libertad y de seguridad que le permitan
hacerlo, pero por sí mismo, libremente.
Alcanzar
el bienestar como un bien común, es, sin duda, un deber
moral. Si el hombre no cumple ese deber de equidad, de justicia,
de solidaridad, comete una falta moral. Pero, en todo caso,
este no es un asunto judiciable. El comportamiento moral es
asunto personal y se funda en la libertad. ¡Ay de los
pueblos y las naciones que lo olvidan! Pero, igualmente, no
es cuestión de la que el Estado pueda ocuparse ni,
mucho menos, imponer un tal acatamiento a la equidad y a la
solidaridad social. Si intenta hacerlo tirará a la
criatura por el sumidero junto con el agua sucia de la bañera,
pues para imponer la solidaridad social anula la libertad
y, sin esta, aquella es imposible, ya que el término
solidaridad sólo se explica racionalmente en función
previa de la libertad. Y si el Estado intenta ocuparse de
la felicidad de los hombres, entonces ha llegado la hora de
la lucha contra el Estado. Porque la felicidad es asunto mío,
propio, intransferible, y nada ni nadie –salvo Dios–
puede ocuparse de brindármela.
El
liberalismo
El resurgir del liberalismo como doctrina social y política
en estos años finales del siglo XX debe comenzar por
reconocer que la idea central sobre la que se apoya es, simplemente,
la defensa de la libertad y de los derechos del hombre, y
de la democracia como el único régimen apto
para garantizar aquella y hacer posible el ejercicio de estos.
No se trata del progreso material o económico de la
sociedad, o de la grandeza o poderío de las naciones,
y ni siquiera del bienestar común o de la felicidad
de los hombres.
Aunque
da la casualidad –¿casualidad?– de que
es gracias a la vigencia plena de la libertad, de las garantías
contra toda opresión, a la seguridad de la vida y los
bienes, al ejercicio en plenitud de los derechos del hombre
y a la ausencia de toda coacción que impida u obstaculice
el despliegue de la voluntad e iniciativa creadora de los
individuos que se alcanza de verdad el progreso material y
económico del mayor número, la grandeza de las
naciones y las condiciones que posibilitan a cada ser humano
la búsqueda de la felicidad y de la salvación
eterna.
|
La
hora de encontrarse a sí mismo
Publicado
el 1 de agosto de 1991
Es una verdad conocida –tanto, que ha pasado a ser vulgar–
que los seres humanos evolucionan. También es verdad:
unos más, otros menos. Desde que nacen, los hombres
van cambiando, dejando de ser exactamente lo que eran –o
lo que fueron– para comenzar a ser otros. En algunos
casos, las diferencias son mínimas, insignificantes:
el hombre sigue pareciéndose a sí mismo. En
ocasiones, los cambios son grandes, profundos. Aparece un
ser casi del todo diferente. Aunque la transformación
total no puede darse jamás.
Las
etapas
Estudiosos de áreas múltiples –médicos,
psicólogos, sociólogos, filósofos, religiosos–
han dedicado al tema evolutivo buena parte de sus afanes.
Textos y volúmenes de varada calidad y nivel han sido
escritos en todos los idiomas y merecido análisis por
las mentes más lúcidas, incluyendo poetas y
novelistas de primera línea.
Pero,
hasta hoy. la mayor parte de los estudios y de los tratados
o enfoques sobre la evolución del ser humano se han
centrado, de preferencia, sobre las etapas iniciales de la
vida.
Por
eso, la niñez y la adolescencia –y, en parte,
la no bien delimitada juventud– han merecido una suma
de estudios y de tratados. Por eso mismo, desde fines del
siglo pasado hasta nuestros días, los docentes y los
pedagogos han resultado quienes con mayor dedicación
se han volcado al tema de la evolución del ser humano
aunque en particular –se comprende– a las etapas
primeras de la vida, propias, por otra parte, de los ámbitos
escolares.
La
etapa olvidada
Si bien los períodos ulteriores de la vida no están
enteramente dejados de lado, es corriente un prejuicio sobre
el cual se asienta la mayor parte de los análisis evolutivos.
Es el que supone que la así llamada madurez, la entera
madurez, sería una especie de etapa uniforme, que se
extendería desde el final de una siempre mal delimitada
juventud hasta entrar en la vejez propiamente dicha, que,
además, tampoco puede ser definida o delimitada con
precisión.
El
tema de las muchas etapas que, en cambio, conforman la vida
de cada persona a lo largo de sus años –de todos
sus años– así como de las múltiples
circunstancias que van marcando cambios y transformaciones
en su personalidad es apasionante. También largo para
considerar, y no es el punto central que ahora queremos considerar.
Lo
que importa es hacer presente una etapa que, extrañamente,
parecería haber sido olvidada. Y es que la etapa previa
a la vejez propiamente dicha –anterior a la senectud,
al momento en el cual los achaques físicos se acentúan
y trastornan la capacidad espiritual y mental– esa etapa
que es difícil nombrar porque toda denominación
es riesgosa y chocante, representa nada menos que el momento
de la vida en la cual el hombre se encuentra a sí mismo.
Debemos
admitirlo
Es necesario admitirlo; es forzoso reconocerlo. A medida que
los años avanzan, progresa, también, esa tarea
esencial de cada ser humano que consiste en encontrarse a
sí mismo, es decir, en identificarse, en descubrir
quién es, quién ha llegado a ser.
En
esta etapa más o menos final de la vida –final
no en un sentido biológico, por cierto– es cuando
cada persona comienza a hallar respuesta a unos cuantos interrogantes
existenciales que resultan capitales para reconocer su identidad.
Por
ejemplo, comienza a cobrar conciencia de un aspecto fundamental:
saber quién ha sido. Qué hizo, qué fue,
qué logró. Comienza la hora crucial del balance:
frente a un plan de vida, frente a ambiciones en cualquier
sentido, ahora, en esa etapa, el ser humano comienza lentamente
a sacar conclusiones, a elaborar márgenes de éxitos
y de fracasos, hasta que, a medida que los años avanzan,
el balance se hace integral y, sobre todo, ineludible.
Saber
quién es significa para cada persona saber qué
quiso ser y quién fue. Y esto, esencialmente, representa
la identidad verdadera, la más honda, la más
propia.
Importa
poco, casi nada, el juicio de valor que cada persona elabore
sobre su identidad definitiva, que ha de descubrir en un instante
siempre indeterminado pero que alguna vez ha de llegar. Ya
no le queda sino asumir esa identidad. Lo cual es una muestra
de sagacidad, de cordura, de inteligencia.
Sólo
en esta etapa el hombre puede llegar a descubrir su identidad
verdadera, a encontrarse a sí mismo. Si es sagaz, si
es inteligente, se le abre una gran perspectiva. Es una de
las más hermosas tareas existenciales que Dios le pone
por delante. Porque –sospecho, con audacia teológica
aunque con fe implorante– que en el día del Juicio
Último el Señor, antes de preguntar a cada ser
humano qué hizo le preguntará, simplemente:
¿Quién eres? Conviene estar preparado para dar
una respuesta lo más cercana posible a la verdad. |
El
amor al saber, en el reino de la Nueva España
Publicado
el 19 de agosto de 1991
Pocas lecturas tan fructíferas hay, para americanos
y europeos, como "Sor Juana Inés de la Cruz"
o "Las trampas de la fe", del mexicano Octavio Paz.
Varias
ideas de fondo trasmite Octavio Paz. La primera es la versación
profunda que revela en el autor a un conocedor hondo del ayer
y del presente de los pueblos del continente, y por eso mismo
gran sabedor de la historia de Europa, es decir, de la riqueza
cultural de Occidente entero.
América,
la ignorada
La segunda muestra cómo América va dando aportes
y riquezas –materiales y de las otras– a Europa.
Los europeos, y los americanos con afanes de cultura, suelen
caer en el error de olvidar, de no saber, cuánto debe
Europa a América.
Se
ignora que ambos continentes se fueron fundiendo en uno; que
alcanzaron un maridaje carnal y tuvieron hijos de la sangre
y del espíritu, y que al cabo de unos pocos años
quedaron entrelazados de una vez para siempre. Pero para llegar
a este saber hay que conocer primero, en hondura, como Octavio
Paz, a la historia entera de América, de todas sus
naciones, de sus razas, de sus mestizajes, de sus trasvasamientos
culturales y de sus aportes a la producción y a la
economía.
Octavio
Paz no es el único hombre de nuestro siglo que ha alcanzado
esta riqueza. También la han logrado Uslar Pietri,
y en otro plano el gran novelista de nuestro siglo, Vargas
Llosa. Pero quizás como nadie la representa –todavía,
pasados sus noventa años– Germán Arciniegas,
que deja una obra gigantesca detrás suyo para luchar
contra el pecado de la soberbia de ignorar América,
y una obrita maestra de menos de 400 páginas: "El
revés de la historia" (Ed. Sudamericana, Bs. As.,
1985), además de su otra gran obra maestra, entre cientos,
miles de ensayos: "Amérigo y el nuevo mundo".
Comienza "El revés de la historia": "En
la historia de Occidente hay una aventura llamada América.
La más grande aventura después del Cristianismo.
Cuando América entra en la escena, la Tierra –plana
y pequeña– se hace redonda y grande; ...el mundo
se hace –todo el mundo– Nuevo".
Las
claves del Nuevo Mundo
Octavio Paz, en "Sor Juana Inés de la Cruz",
–la monja Juana de Asbaje– no propone nada parecido.
Pero es lo que logra decir con una hondura conmovedora. No
es sencillo descubrir todas las claves que va dejando caer.
No se puede descifrarlas si se ignora, de manera absoluta,
a los poetas desde Amado Nervo, Rubén Darío
y Leopoldo Lugones o no se recuerda o se desconoce al Mio
Cid. Pero de estas claves va surgiendo la unidad del Nuevo
Mundo, porque, como dice Arciniegas, desde que los europeos
ponen el pie en tierra americana, todo el mundo es nuevo:
también Europa es otra en adelante.
Queda
la última gran lección de Sor Juana Inés
de la Cruz, lección conmovedora, que la enlaza con
el espíritu esencial y definitorio de Occidente. Lo
que quiere por sobre todo la monja mexicana es saber. Pero,
dice Octavio Paz (pág. 122, Ed. Fondo de Cultura Económica,
México, 1982) "el saber es osadía, violencia..."
"Esta conjunción no excluye a la libertad... el
conocimiento es una transgresión cometida por un héroe
solitario que luego será castigado" ¿No
vemos resurgir la figura de Prometeo encadenado pagando el
precio de haber descubierto el fuego?
Sor
Juana ama la sabiduría. Por eso ama los libros. Lee
y lee. Y escribe. Porque quien ama el saber, ama trasmitirlo.
Como Sócrates en la plaza. Como Galileo en sus libros.
Sor
Juana ha decidido consagrarse al saber ¿Traición
a Dios? No. "Negación al matrimonio, amor al saber,
masculinización, neutralización: todo esto se
resuelve en una sola palabra no menos poderosa: soledad. Impuesta
por el mundo, ella la transformó en destino aceptado
y aún elegido... Si su destino aceptado y aún
elegido... Si su destino eran las letras no podía ser
ni letrada casada ni letrada soltera. En cambio, podía
ser monja letrada".
Sigue
Octavio Paz: "Con lucidez y melancolía, la poetisa
encarece el ánimo que la hizo elegir un estado que
no cesa sino al llegar la muerte. Pero le parece que hubiera
sido más alto y heroico, incluso a riesgo de ser fulminada,
coger por las riendas el carro del Sol y vivir a la intemperie".
Y cita Octavio Paz los endecasílabos inmortales de
Juana: "Si los riesgos del mar considerara / ninguno
se embarcara; si antes viera / bien su peligro, nadie se atreviera
/ ni al bravo toro osado provocara / Si del fogoso bruto ponderara
/ la furia desbocada en la carrera / el jinete prudente, nunca
hubiera / quien con discreta mano lo enfrenara. / Pero si
hubiera alguno tan osado / que, no obstante el peligro, al
mismo Apolo / quisiese gobernar con atrevida / mano el rápido
carro en luz bañado, / todo lo hiciera, y no tomara
solo / estado que ha de ser toda la vida".
Sor
Juana Inés de la Cruz sabe, o intuye, o espera, el
destino que la aguarda. Debe abjurar al final de sus días.
Promete dejar las letras. Pero, ¿abjura? Todavía,
después de su promesa, tiene algo que decir. Es que
la fe en el saber es tan alta que comprende que no se opone
a la fe. Las trampas no son tales, sino que aparentan serlo.
Sócrates,
Juana, Galileo
El maravilloso librito, de apenas 70 páginas de pequeño
formato, de Friedrich Dessasur, sobre "El caso Galileo
y nosotros", finaliza con estas palabras: "Es verdad
lo que dijeron Solón, Pablo, Agustín y Tomás:
lo visible es sólo signo de aquello que no vemos. Es
inefable vivencia para el investigador sumirse en esa profundidad
y ser el primero en conocer algo nuevo para la humanidad".
Galileo
se exaltó con esa dicha. Puede permanecerse frío
–es la actitud de muchos– pero también
es posible sentir estremecimiento "como si se hubiese
tocado el mismo manto de Dios".
Este
estremecimiento lo sintió Sócrates y debió
beber la cicuta por ello. Lo sintió Galileo, y fue
condenado al silencio y al ostracismo. Y, añade Octavio
Paz, lo sintió a lo largo de su vida, en el Reino de
la Nueva España, Juana de Asbaje, Sor Juana Inés
de la Cruz, quien fue obligada a abjurar, aunque no sabemos
si abjuró. Porque "Juana Inés –afirma
Octavio Paz, (pág. 117, op. cit.) habita la casa del
lenguaje. No poblada por hombres o mujeres sino por unas criaturas
más reales, duraderas y consistentes que todas las
realidades y que todos los seres de carne y hueso: las ideas.
La casa de las ideas es estable, segura, sólida. En
ese mundo cambiante y feroz, hay un lugar inexpugnable: la
biblioteca".
Allí
se refugia la monja mexicana. De allí la rescata Octavio
Paz. La pone en su lugar, en Occidente, con Sócrates
y con Galileo. Porque para quienes todavía no lo habían
advertido, América y Europa son Occidente.
Octavio
Paz, este hombre que escribe en un maravilloso español,
como Arciniegas, Uslar Pietri o Vargas Llosa, nos lo recuerda.
En el mundo de sus libros, sentimos también un "estremecimiento
como si hubiésemos tocado el mismo manto de Dios". |
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