Artículos Publicados en el diario La Nación bajo el seudónimo de Jorge Lacanna

Oración del pequeño burgués

Publicado el 18 de noviembre de 1983


Te ruego que me perdones, Señor: soy solamente un buen burgués. Lo admito; no me queda otro camino. Cada vez que leo las críticas que en tantos artículos, en tantos libros, en tantas poesías se han hecho o se hacen al buen burgués, me encuentro a mí mismo. Cada descripción de la pequeña burguesía es la descripción de mi vida. Hace mucho, cuando era casi un chico, encontraba esas críticas, a veces feroces, siempre mordaces, a menudo irónicas, en los libros de los grandes críticos sociales del siglo pasado y en la literatura de izquierda. Luego abundaron por doquier. Me gustaba leer; me sigue gustando. Temo que es el único punto en que no me ajusto del todo. Pero no, tampoco: también me gusta la literatura romántica, sentimental, la poesía con buen sentido, pequeño burgués, en fin.

Ahora, llegando a la alta edad, no me queda otro camino sino admitir de una vez que fui siempre un pequeño burgués. Y te pido perdón, Señor, porque soy culpable.

Me conformé con pequeñeces: tuve familia, una novia y me casé con ella. Y fuimos felices. En fin: lo que pueden ser felices dos pequeños burgueses. Nos quisimos a nuestro modo. Resolvíamos los pequeños problemas del día. Tuvimos hijos; los quisimos. Y nos ocupó todo lo que ocupa la vida del buen burgués: criarlos, y quererlos, y mimarlos de chicos, y pelearnos un poco con ellos cuando fueron creciendo, y acompañarlos después cuando tuvieron hijos que fueron nuestros nietos.

Yo admití como verdaderas muchas cosas. De moral, de seriedad, de buena palabra dada, de deber. Yo creí que la vida tiene una parte que es deber. Me lo dijeron; lo creí; lo practiqué; lo viví. Perdóname, Señor, porque no me arrepiento.

Debo reconocer mis faltas: preocupaciones de esas que dicen metafísicas o existenciales no tuve en exceso. Pero me preocupé por ellas. Sentí en mi conciencia la injusticia y cada vez que pude la combatí.

Debes perdonarme, Señor, porque reconozco que las cosas pequeñas de cada día me ocuparon más. Creí que eran buenas. Es terrible, pero lo sigo creyendo. Me gustaban las mañanas frescas y ser cortés con los vecinos y ceder el paso a los mayores y ayudar a un chico que iba a la escuela. Me emocionaba con cosas simples, aunque no entendía mucho de las grandes obras de arte. Era un buen burgués, nada más. Quise vivir dignamente, nada más. Como ambición es tan poquita, lo reconozco.

Los libros y los artículos periodísticos, en general, y los grandes artistas, y los grandes personajes, y los conferencistas –a veces escucho algunos– y los políticos, convocan a grandes cosas. Yo no las he hecho. Mi mujer, tampoco. Todo fue digno, bueno, limpio, honesto, pero tan simple, Señor. Jamás merecíamos formar parte de una novela; jamás serviríamos para un reportaje. Debes perdonarnos, Señor. Así de simples, de vulgares, somos.

El buen burgués que pasea con su mujer en un día feriado y además se atreve a sentirse bien: eso somos. Y por eso debo humillarme ante Ti.

Ser un buen burgués es tremendo. Ser un pequeño burgués es espantoso. Todos lo dicen. Deben tener razón, Señor. Pero quizá me escuches igual: por nosotros te ruego, por los buenos pequeños burgueses que no tenemos autores que nos defiendan, que no tenemos poetas que nos canten, que no tenemos artistas que nos exalten, que estamos en el tremendo punto medio entre los ricos y los miserables, entre los poderosos y los oprimidos, entre los grandes de la tierra y los desposeídos de todo. Por nosotros te ruego, porque no somos ni los grandes pecadores ni los virtuosos, porque hasta nuestros pecados –es horrible, Señor– han sido pecados pequeños, y nuestras virtudes sólo pequeñoburguesas.

Por nosotros te ruego, que hemos vivido esa simplicidad de la virtud pequeña repetida día tras día durante todos los años de la vida que nos dieron; porque hemos sufrido esas pequeñas angustias y esas pequeñas alegrías sin aflojar en la tarea pequeña de mantener limpia la casa y tener a mano el pan de los nuestros cada día. Por nosotros te ruego, porque rara vez escucho rogar por los pequeños burgueses por boca de tus pastores en las iglesias, lo cual señala a las claras que somos culpables. Escucha mi oración, Señor. Y hazme un lugar, a pesar de todo. Porque, debo confesarte, para concluir, que ni siquiera mi fe es muy grande, ni es heroica, y seguramente no sabría morir por ti. Es, también, una fe pequeña, un temor pequeño, un amor pequeño burgués, apenas parecido al que tengo por los míos, y por el vecino que saludo cada mañana. Escucha mi oración, Señor, porque no he encontrado jamás una oración para los míos. Por eso se me ocurrió hablarte. Perdóname por esta audacia. No la repetiré. Porque, si me atreviera, dejaría de ser un pequeño burgués. Y, debo admitirlo, eso es lo único que no resistiría. Lo confieso, Señor. Perdón.


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El mito de Robin Hood

Publicado el 26 de diciembre de 1983


Robin Hood le quitaba a los ricos para darle a los pobres. La vieja leyenda ha hecho largo camino en la mente de los hombres, pero, lamentablemente, ha despertado ilusiones falsas que siguen haciendo mal a la humanidad.

Repetidas veces, en muchas partes del mundo –nuestro país no ha sido, ni es, una excepción–, la sociedad fue víctima de apelaciones demagógicas según las cuales los problemas y las dificultades económicas podrían resolverse mediante aquel simple expediente de quitar algo, si no todo, de la riqueza de los que más tienen para distribuirla entre los que afrontan más necesidades o dificultades. Así planteados los términos, dentro de esa simplicidad grata a quienes buscan soluciones fáciles y rápidas, siempre rinden fruto de carácter político inmediato, pero nunca logran resultados duraderos, con lo cual los pueblos caen una y otra vez en el desencanto. No parecen aprender, sin embargo.

Un bienestar de corta duración

El problema es mucho más hondo, aunque conceptualmente es también simple. Si se quita la riqueza a los pocos que la disponen y se la distribuye enseguida, se logra, indudablemente, una sensación de justicia y de bienestar generalizado. Pero de corta duración. Porque una vez agotada aquella riqueza todos estarán, nuevamente, pobres. Se prometió distribuir riqueza y, quizá, se lo hizo por un momento. Más lo que se distribuye a largo plazo, y entonces de manera permanente, es pobreza. He aquí resumido el proceso de los gobiernos socialistas que han logrado mantenerse en el poder durante varias generaciones. La única diferencia es que finalmente termina apareciendo un grupo social, muy pequeño, e integrado exclusivamente por los dueños del poder político, que dispone de riquezas otra vez, aunque no en forma de propiedad privada pero sí de privilegios y disponibilidades exclusivas. Si se quiere ver en este cuadro la descripción de lo ocurrido en la Unión Soviética o en Cuba, se estará en lo cierto. Pero también es lo que ha sucedido parcialmente, aunque sin los ominosos caracteres de despotismos y de privilegios de la burocracia oficial, en otros países socialistas de Europa que, después de muchas décadas de experiencia, están comenzando a advertir los resultados finales, o sea, mayor generalización de la mediocridad económica en vez de mayor extensión de la riqueza.

Para distribuir riqueza –es decir, para brindar de verdad a la población mayores oportunidades en todos los órdenes: educación, alimentación, vivienda, salud, recreación, seguridad, confort, etcétera– la sociedad debe alcanzar previamente mayores inversiones de capital productivo, en el cual se incluye obviamente la tecnología, a fin de lograr una explotación más racional y mejor organizada de los bienes naturales de que disponga.

La pobreza progresiva

Si bien sería un tanto apresurado juzgar ya la filosofía política subyacente en las propuestas económicas recientemente elevadas al Congreso por el Poder Ejecutivo, algunas de esas disposiciones y ciertas expresiones del presidente de la República permiten sospechar la presencia de concepciones que a largo plazo no traerán los resultados que el país espera. Lo que la Argentina requiere no es una ingenua presión impositiva sobre "los que más tienen" para favorecer a "los más necesitados". Si se conciben así las cosas no se hará sino recaer en el mito de Robin Hood y al fin sólo se distribuirá pobreza.

La realidad es contundente: siempre cae políticamente bien decir que quien tiene tres automóviles debe pagar un impuesto más alto por cada unidad que aquel que tiene solamente uno. Pero, andando los años, esos criterios terminan en lo que ya saben bien muchos países que comenzaron esa experiencia con anterioridad: quien tenía tres automóviles pasa a conformarse con dos o con uno; quien aspiraba, modestamente, a comprar su primer automóvil, advierte cómo su esperanza se aleja cada vez más de sus posibilidades. Multiplíquese el ejemplo en orden a vivienda, salud, educación, recreación y confort en general y se habrá completado el panorama.

La Argentina, después de muchas décadas de experimentos populistas y demagógicos, de paternalismo de Estado y de gobiernos autoritarios, sin regímenes republicanos respetuosos de la Constitución en el fondo y la forma, ha retrocedido sensiblemente, desde el punto de vista comparativo, en su desarrollo material y en sus perspectivas culturales. Debe hacer un esfuerzo grande y de largo alcance para ponerse nuevamente en marcha y recuperar, aún parcialmente, el tiempo perdido. Si las cargas impositivas que la totalidad de la población debe soportar, e incluso las que se conciban transitoriamente con sentido progresivo para los patrimonios más altos, sirven para el objetivo esencial de contar con mayores capitales aplicados a tecnologías modernas de producción, con el tiempo se lograrán resultados efectivos. Pero si esas renovadas cargas impositivas se limitan a criterios distributivos sólo en apariencia socialmente útiles, y se invierten en seguir sosteniendo un Estado ineficiente y un gasto público desproporcionado, en muy poco tiempo se advertirá que sólo se estará distribuyendo pobreza, también en forma progresiva.


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Para bien ser

Publicado el 26 de abril de 1984


Manuel acaba de llegar a casa. Trae un botiquín que forma parte de los viejos artefactos de los baños de mi viejo y noble departamento. Le habíamos encargado que procurara ajustar y arreglar unos listones de madera rajados. Queremos a estos artefactos que lucen armónicos con el estilo del edificio. Pero hoy es muy difícil, casi imposible, encontrar quien los repare. Nadie arregla las fallebas de las inmensas ventanas, ni las canillas de antiguo estilo, ni encuentra repuestos, ni, en fin, tiene paciencia ni ganas para hacerlo.

Manuel es el único que lo hace. Manuel es el portero del edificio. Es gallego, naturalmente. Es inteligente y empecinado. Si él nos ha dicho que lo arreglará, no hay más que hablar. Lo arregla. Mientras los pintores siguen con su oficio en los baños, en medio del desorden habitual de las casas en esos instantes, escucho a mi mujer alabanzas en homenaje a Manuel. Me asomo al mundo de la cocina mientras suspendo mi arreglo personal, listo casi para salir a las obligaciones del día y un poco demagógicamente, debo reconocerlo, me sumo a las alabanzas. Le digo: es inútil, sólo Manuel puede hacer estas cosas.

Manuel deniega, con falsa modestia, pero halagado y convencido de que tengo razón. Dice: es cuestión de paciencia. Y añade: ahora, antes de pintarlo, hay que sacar estos herrajes, para dar bien el enduido y para que le quede bien parejito. Entonces soy yo el que deniega: no Manuel, quien se me va a poner en estos trabajos, hoy en día. El pintor no lo va a hacer.

Pero Manuel no ceja. Mueve la cabeza y dice estas palabras: pues para bien ser, tiene que sacarle los herrajes. Y yo: imposible, Manuel, nadie se toma estos trabajos hoy en día. Ya estoy muy conforme con este arreglo que Ud. hizo. Dejémoslo así.

Pero Manuel no se va a ir –yo empiezo a ponerme nervioso, porque se hace tarde, estoy atrasándome, no quiero dejarlo con la palabra en la boca– sin insistir: pues para bien ser tienen que desarmarlo. Bien, bien, transigimos mi mujer y yo. Le pediremos al pintor que le saque los herrajes. Gracias, gracias, Manuel. Y Manuel se va.

Y yo vuelvo apresurado a terminar el arreglo cotidiano: falta la corbata, asegurarme que no olvidé nada en el portafolios, que llevo los documentos, las llaves. Me voy.

Pero mientras espero el ascensor, y mientras camino al subte, y mientras viajo, algo ha seguido resonando en mi interior. Para bien ser, ha dicho Manuel. Esas tres palabras, con el acento gallego arraigado e inconfundible, me dejan pensando. Lo que Manuel nos decía era un mensaje simple: para hacer bien las cosas, hay que hacerlas así y no de otro modo. E insistía: pues hay que hacerlas bien, no mal. Y usó para ese mensaje simple pero de inmenso contenido ético, sólo tres palabras de nuestra maravillosa lengua: para bien ser.

No se trata, pues, de "hacer" bien algo. Se trata del "ser" de las cosas, del ser de uno mismo. Se trata de esencias, no de apariencias. Se trata nada más y nada menos que de ser.

¿De qué honduras del idioma ha sacado Manuel estas tres palabras tan maravillosamente armadas y tan excelentemente aplicadas a la ocasión? ¿De dónde ha sacado Manuel esta lección dicha con elocuencia clásica, de resonancia castellana, de estirpe aristotélica? ¿De qué rincones de su Galicia jamás olvidada le viene dado a Manuel este tesoro de idioma y de virtud que nos ha entregado en medio del apuro intrascendente de mi atuendo cotidiano, de los trajines domésticos de la casa, del embarullado y seguramente no muy perfecto quehacer de los pintores?

Yo sigo pensando. Qué bueno fuera que todos cumpliéramos nuestras tareas con este empecinamiento, con esta tozudez de Manuel para bien ser. Imaginemos a cada habitante de este suelo, en cada una de sus tareas, la más humilde o la más encumbrada, desde la del oficio más sencillo hasta la del funcionario o la del magistrado, cumplida día a día, instante tras instante, con esta voluntad de bien ser, de no hacer nada a medias, de no dejar nada terminado más o menos, de querer, empecinadamente, que todo tenga un buen "ser", desde el expediente oficinesco a la ley, desde el producto artesanal a la porción del trabajo industrial, desde el arreglo hogareño a la educación de nuestros hijos.

Y no sé que agradecer más: si el mensaje de virtud y de fe que Manuel me ha dejado, o esta lección de buen idioma castellano que pareciéramos todos dispuestos a olvidar y a dejar de lado. No sé, en verdad, qué me ha emocionado más: si el empeño por el bien ser o si el acento que he advertido como surgido de las entrañas mismas de la lengua heredada y que cada día dejamos perderse un poco más en medio de jeringozas empobrecidas.

Al día siguiente, como quien no quiere la cosa, disimuladamente, le he preguntado a Manuel de qué lugar de Galicia proviene. Y me ha contestado, orgulloso: del más lindo valle de la provincia de Lugo, de San Salvador de Moreda, en el ayuntamiento de Monforte de Lemos. Nos hemos saludado, y cada uno ha seguido a lo suyo. Manuel, ya lo sé ahora, empecinado en que cada cosa sea hecha para bien ser. Y yo he aprendido que conviene dejar atrás los títulos universitarios y los cursos de ética presuntuosos, y tener presente estas voces que llegan desde el fondo de los siglos, con tres palabras de un buen y sonoro castellano, y dedicarnos a bien ser.

Algún día, Manuel, si el destino me lleva a tus tierras, buscaré el ayuntamiento de Monforte de Lemos, iré a la aldea de San Salvador de Moreda, y respiraré con el aire de los pinos que seguramente quedarán, entre las piedras y los arroyos, en medio de las casas y las calles, el sabor de estas palabras y el acento con que las he escuchado.


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La virtud y el pecado en el dogma fiscalista

Publicado el 19 de julio de 1984


Brindar ayuda al prójimo necesitado es una norma moral de vigencia absoluta. Dar algo de lo que se posee en exceso a quien le falta es virtud indiscutible. Pero trasladar estas verdades, propias de la conducta personal y libre –sin libertad no hay virtud–, al orden público, y convertirlas en la metodología adecuada para los problemas económicos de un país o para las dificultades financieras del Estado es un grave error conceptual o una actitud con fines diferentes de los que se proclaman.

Creer que con el incremento de las cargas impositivas de "los que más tienen" se podrá mejorar la maltrecha situación económica argentina carece de sentido. Como es difícil admitir que las autoridades nacionales cometan a sabiendas un error tan profundo, cabe analizar otras motivaciones. La más probable apuntaría a disimular una simple vuelta del torniquete impositivo que desde hace ya decenios empobrece cada día más –sin prisa y sin pausa, como en la repetida cita de Goethe, pero inexorablemente– a la sociedad argentina. En cambio de anunciar llanamente que no hay más remedio que aumentar la presión impositiva global, se acude a presentar la ingrata nueva bajo la especie de un impuesto especial a "la riqueza". Que paguen los ricos dirán los anuncios oficiales y repetirá, quizá, entusiasmado, el necesitado, el que nada tiene, o el que apenas goza del festín de la vida –como diría Sarmiento– o el que ansía tener más pero no tuvo todavía la posibilidad de realizar sus sueños. Y un halo enternecedor, una imagen paternal de buen Estado o de buen gobierno protector, de buen padre de familia que quiere servir a sus hijos porciones igualitarias de la fuente hogareña en la mesa solidaria, se habrá desparramado inicialmente.

Luego llegarán los impuestos, que volverán a profundizar la pobreza argentina. No se darán cuenta, aquellos que en el primer instante batieron palmas, de que el resultado final, a cambio de las migajas del primer instante –y eso en el mejor de los casos– será ver alejarse un poco más, todavía, los sueños antiguos, la pequeña casita propia o el modesto hogar alquilado, la honrada satisfacción de las necesidades familiares y hasta, quizá, una porción de sencillo confort, de merecido bienestar.
De nuevo –como no hace mucho lo dijimos– el mito de Robin Hood habrá servido a los gobiernos para ocultar la realidad.

Los que más tienen

Se trata después de averiguar quién es el que más tiene. Qué son manifestaciones ostensibles de riqueza. Qué es una riqueza "conspicua". A los ojos de Juan, Pedro, que tiene un pequeño automóvil en el cual saca a su familia a pasear un domingo de sol por los bosques de Ezeiza, es alguien que tiene, sin duda, más que él mismo, que debe resignarse a ver a sus hijos corretear en la misma vereda del barrio también el domingo. Para Pedro, el que más tiene está representado por el copropietario del segundo piso, que se compró un departamento en Mar de Ajó, veranea allá todo enero y lo alquila en febrero.

¿Serán éstas las manifestaciones ostensibles de riqueza? El Gobierno está aclarando algo: afirma que serán las grandes quintas, ¿o serán las casas de fin de semana en los countries?, y serán los yates, los automóviles importados, que ya no vienen, o, en todo caso, los de último modelo y "de lujo".

Bien, bien, dirá con cierta satisfacción, a esta altura, una masa considerable que conduce sus autos sin mucha esperanza de cambiar el viejo modelo o de pasar de su quintita en un barrio alejado al gran lote con pileta, estos, que paguen.

Y así, en progresión sucesiva, cada uno verá la "ostensible manifestación de riqueza" en quien ocupa, simplemente, el escalón siguiente. Pero la realidad, en muy poco tiempo, se hace presente. Todos seguirán en un orden de escalones más o menos parecido. La movilidad social no se alterará gran cosa. La única diferencia concreta es que todos, inexorablemente, estarán un poco más abajo. La conclusión es segura: la pirámide se hará más baja, los últimos escalones estarán más cerca del suelo y cada vez habrá más gente en la base.

El buen papá de afanes igualitarios tendrá, cada día, una fuente más chica y no podrá sino distribuir porciones cada vez menores.

Educación popular de nuevo cuño

Algo, empero, habrá cambiado. O ya está cambiando. Un proceso de educación popular se habrá puesto en marcha. Lenta, pero firmemente –siempre como la estrella– los éxitos verificables por algún tipo de bienestar mayor, de confort, de posesión económica, comienzan a ser mal vistos. Son sospechosos. Así que este señor se pudo comprar un chalet en Pinamar. Así que cambió el coche. Así que ahora vive en un departamento nuevo en un barrio hermoso. Veamos, veamos. Primero habrá que cobrarle impuestos muy fuertes. Después, quién sabe. La justicia distributiva puede llevar muy lejos.

Mas entonces –meditarán todos– cuidado con las manifestaciones ostensibles de riqueza. Disfrutemos lo ganado pero no invirtamos. Sobre todo, no invirtamos en el país. O gastamos, o guardamos fuera de las fronteras. Quienes invirtieron sus ahorros y los tienen aquí, declarados y "ostensibles", no pueden ver el porvenir sino con ojos preocupados.

Los afanes de progreso personal disminuirán. Progresar no será bien visto. Un proceso –que una vez iniciado es indetenible– de mezquindad social, se pondrá en marcha. Quien triunfa es un sospechoso. Lograr éxitos no será bien mirado. Dejar un patrimonio a la familia no será ya una virtud. Una posición desahogada será pasible de severos castigos impositivos.

Una hipótesis posible

Siempre han pagado más los que más tienen. Ninguna propiedad deja de pagar impuestos, y esos impuestos, siempre, han sido proporcionales a las valuaciones respectivas establecidas por organismos oficiales. Siempre han pagado patentes más altas los automóviles de mayor costo. Desde hace medio siglo impera fieramente el impuesto a las ganancias, con escalas progresivas a veces confiscatorias. Rigen los tributos a los grandes patrimonios, también con escalas progresivas.

Lo que se anuncia ahora es que esa progresividad se intensificará, o sea que todos pagarán más.

Esa política impositiva puede, claro está, incrementarse. Las cargas tributarias pueden ser cada vez más altas para quienes, dicho en buen español, todavía pueden pagar algo. Pero estos disminuirán porque todos procurarán defenderse. Quienes antes dudaron, seguirán los consejos otrora desoídos y tratarán de invertir fuera del país. Otros preferirán no mejorar sus condiciones de vida y seguir con sus autos de modelo anterior o su departamento actual o su pequeña quintita o dejarán de aspirar a tener su fin de semana o su departamento en la playa. Algunos venderán.

Entonces, el proceso educativo abierto proseguirá haciendo camino. Pues como aún habrá quienes ocupen escalones más altos, habrá que seguir recortando altura a la pirámide. O llevar la voluntad distribucionista del buen papá hasta sus últimas consecuencias.

Entrever el horizonte final no es difícil. El paraíso socialista espera a la vuelta de la esquina. No habrá, allá, manifestaciones "ostensibles" ni "conspicuas" de riqueza, no habrá quienes "tienen más" porque por definición nadie tendrá nada. Quizá algunos disfruten, por sus méritos, un lindo chalet con pileta y quincho en un buen barrio, lo que en otras latitudes se llama dacha. Y también los méritos –ciertos méritos, se entiende– permitirán acceder a un buen departamento con los dormitorios suficientes y hasta con escritorio y un par de baños. Papá habrá distribuido y nadie osará negar la justicia de su brazo omnipotente.

Que paguen más los que más tienen es, o puede ser, una frase inocente. La frase que se acuña para un mal momento del país y de un gobierno. Puede conmover fibras de personas sensibles y confundirse con virtudes morales que nadie puede negar. Puede encubrir, también, intenciones de otro tipo.

Como método para solucionar la situación económica argentina actual no sirve. Como proceso de educación popular para alcanzar otros fines es excelente. No debe suponerse que el Gobierno la haya lanzado con esa segunda intención. Pero sirve para ello.


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Más bajo, poetas, más bajo

Publicado el 22 de septiembre de 1984


Lo ha dicho León Felipe: "Más bajo, poetas, / más bajo; / hablad más bajo / no gritéis tanto, / no lloréis tan alto; / si para quejaros acercáis la bocina a vuestros labios / parecerá vuestro llanto como el de las plañideras, / mercenario".

Se ha convertido en moda eso de escribir gritando. Se ha hecho costumbre gritar cuando se canta, o cuando se dice que se canta. La fuerza del grito busca servir a la fuerza del argumento. Se grita en el teatro, en el cine, en la televisión y en la radio. La destemplanza de la voz pretende ser tragedia. Pero lo verdaderamente chocante es el grito de la palabra escrita.

La letra, vamos, es claro, no puede gritar. No tiene voz en el sentido literal. La letra es muda. Pero ya sabemos que es la voz que resuena en el lector. Que se convierte en sonido interior y que se traslada al mensaje que se dice con la palabra oral. Mas la palabra escrita es argumento puro y el sentimiento surge de la entraña del argumento, no al revés.

La palabra escrita es la razón que discurre. Es también la pasión lo que la mueve. Pero no grita: ofrece su argumento y cuando por la vía de la razón el argumento penetra en el alma entera –pasión y razón– estalla en el interior del lector la conmoción profunda y duradera. Entonces, el hombre se levanta para la acción. O se enternece y se dobla para adentro, se repliega y medita.

La palabra escrita no necesita gritar, no debe gritar. No es necesario usar el idioma como un látigo y los adjetivos como piedras y los giros de la lengua como trompas anunciadoras de cataclismos justicieros o vengadores.

La palabra escrita del poeta y del escritor auténtico lleva sordina. Es contenida. No blasfema, no cierra los puños, no golpea, no amedrenta. Los sacudones llegan cuando el lector la ha comprendido. La belleza se alcanza sólo por el juego del equilibrio y la verdad.

El escritor y el poeta, por eso, no llaman en su auxilio a las cloacas del lenguaje para pintar o combatir los más tristes hondones de la maldad o del vicio; para contar el dolor o el pecado. El poeta y el escritor tienen caridad; las palabrotas, no.

Mal cantor es el que grita; mal poeta, el que alza la voz en exceso; mal escritor, el que reclama el alarido para completar el argumento.

También la vida política de nuestra Argentina de hoy sufre del griterío de dirigentes, hombres públicos y entidades, que en las manifestaciones callejeras, en las solicitadas, en las declaraciones, en los actos de gobierno, muestran creer que el grito vale más que las razones fundamentadoras.

Por eso muchas consignas, muchas declaraciones, muchas visiones esquemáticas, permiten sospechar que se trata de llantos mercenarios.

Autores, actores, cantantes y locutores, a veces también políticos, compiten por el grito más alto, no importa cómo sufra el idioma ni qué disparate lógico o sintáctico quede dicho. El valor se confunde con el gesto airado del compadrito que amenaza o del matón bien pagado. Pero el coraje es callado.

El escritor y el poeta, si lo son de verdad, son medidos. Saben del idioma y conocen sus secretos. Transmiten su mensaje con la riqueza y con la fuerza que dan la verdad y la belleza. Que les alcanza para ocuparse de lo más triste, de lo más feo, de lo más horrible, de lo que debe ser condenado.

Basta. Para argumentación, es suficiente repetir –nunca será bastante para el gozo que produce– el precepto inmejorable de León Felipe. Leedlo de nuevo, poetas, escritores, actores, cantores, locutores: "Más bajo, poetas; / más bajo; / hablad más bajo / no gritéis tanto, / no lloréis tan alto; / si para quejaros acercáis la bocina a vuestros labios / parecerá vuestro llanto como el de las plañideras, / mercenario".


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Viva la diferencia

Publicado el 28 de noviembre de 1984


El cuento es conocido y ha dado la vuelta al mundo. En el transcurso de una conferencia feminista, la disertante resumió su pensamiento sobre la igualdad entre ambos sexos afirmando que, al fin, entre el hombre y la mujer sólo hay una pequeña diferencia, lo que provocó el impulso, un tanto incoherente con la ocasión, de una asistente que desde el fondo del salón no pudo evitar gritar: ¡viva la diferencia!

Svetlana Alliluieva, la hija de Stalin, acaba de regresar a la tierra natal desde su exilio voluntario en los Estados Unidos. Según informaciones procedentes de la URSS, ha comprendido los aspectos negativos de la sociedad occidental capitalista y ha preferido volver con los suyos. Extraña historia la de esta mujer, que si asombró al mundo cuando abandonó el suelo donde fue hija del amo todopoderoso, más lo asombra ahora, pues en ninguna de ambas ocasiones quedan del todo en claro las motivaciones últimas y verdaderas.

Svetlana ha declarado que el mundo capitalista está pleno de contradicciones y que no la satisface como se vive en él, y que la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos ha estado manipulándola constantemente. En fin: tuvo ocasión de comprender que no es oro todo lo que reluce y que la vida en su tierra es mejor que en el paraíso occidental. Visto lo cual decidió abandonarlo. Y se fue. Así de simple.

Como en el cuento famoso, he ahí, en todo caso, y más allá de cualquier debate o discusión, la pequeña diferencia. De un mundo se puede salir cuando se lo desea; del otro, no. Miles y miles de compatriotas de la hija de Stalin quieren salir de la Unión Soviética, por un motivo o por otro, con razón o sin ella. No pueden hacerlo sin el permiso del Estado, y rara vez lo obtienen. El riesgo de solicitarlo es ya suficientemente grande. Muchos han terminado, por eso sólo, confinados de por vida en lugares inhóspitos o recluidos en manicomios. Siempre, en el mejor de los casos, los permisos para dejar el país se conceden con cuentagotas y luego de gestiones larguísimas y agotadoras.

¿Es necesario recordar lo que significa el Muro de Berlín y el testimonio dramático de quienes dejaron la ida en el intento de trasponerlo? ¿Es necesario recordar la historia de Cuba, de quienes para salir debieron dejar la totalidad –pero la totalidad– de sus pertenencias y partir, apenas, con la ropa puesta, aunque también eso cesó y la isla de Martí terminó por ser una cárcel gigantesca en medio del océano?

El mundo occidental y capitalista, particularmente los Estados Unidos, según se denuncia constantemente, está plagado de explotaciones inhumanas, de injusticias y desigualdades. Pero por cuanto se ve, con el paraíso soviético tiene, al fin, una pequeña diferencia: se puede salir cuando se quiera. No hay que pedirle permiso al Gobierno. Aún admitiendo que esta fuera toda la diferencia, permítasenos que, como aquella dama que no resistió a las voces del corazón, gritemos también: viva la diferencia. Y esto es, lamentablemente, algo más que un cuento y que un chiste bien logrado.


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Hacer los deberes

Publicado el 14 de febrero de 1985


Entre las tradiciones de la escuela primaria se cuentan los deberes. Exorcizados como herejías pedagógicas por muchos educadores y elevados a la santidad de los dogmas intocables por generaciones de maestros, los deberes forman parte, de todos modos, de una realidad que subsiste más allá de cualquier discusión.

Lo que no se sabe si perdura es la severidad de los ritos hogareños que exigían hacer los deberes. Porque en la vida doméstica de los infantes de antaño regía, con un carácter bastante cercano a los mandamientos mosaicos, la inflexibilidad de los mayores, generalmente la madre, también el padre, y hasta los auxiliares cercanos en forma de hermanos mayores, tías solteras, abuelas o abuelos y hasta servidores que se ocupaban de no dejar incumplidos los encargos escolares.

Los ambientes de mayor desahogo económico podían contribuir con docentes particulares que aliviaban a la familia de atender esta labor capital y a veces lo hacían con tanto empeño que los deberes adquirían una rara perfección. Los maestros avisados descubrían la trampa con facilidad. Hacer entonces la vista gorda o transmitir al niño y a la familia un adecuado sermón sobre los riesgos del engaño como método de aprendizaje quedaba a cargo de la conciencia pedagógica respectiva, aunque en general el espíritu normalista solía alzarse decidido contra el fraude.

En el trasfondo de la memoria de la infancia queda, en casi toda persona adulta, el recuerdo de voces implacables que interrumpieron juegos, ocios deliciosos, proyectos de tarde de cine, partidos de fútbol callejeros o simplemente lecturas de revistas fascinantes llenas de historietas. Los más jóvenes añadirán, ciertamente, la memoria de los esfuerzos por sacarlos del éxtasis ante la pantalla del televisor, aunque, según testimonios universales, en ese empeño los adultos parecen fracasar mucho más que antes.

Después de la escuela

La vida no se acaba con la escuela, claro está. Y los hombres terminan por descubrir que siempre hay que hacer los deberes. Que siempre hay que interrumpir o postergar u olvidar definitivamente gustos o intereses personales, placeres o caprichos, si se quiere, porque primero está el deber.

Cuando esto ocurre, cuando esto se descubre, queremos decir, pueden suceder varias cosas. Una es que el hombre se rebele y decida no cumplir con sus deberes, algo así como cuando el chico decía ferozmente "no quiero" y tiraba el cuaderno al suelo y hasta era capaz de ensuciarlo y arrugarlo y decidía que no iba a hacer los deberes de ese día y de ningún día. Se da, se da, a veces.

También puede ocurrir que el hombre cumpla con sus deberes pero sintiendo en cada instante, que es víctima de la opresión. Que vaya a su trabajo, no falte y ni siquiera llegue tarde, pero sienta en su interior que algo o alguien lo hace víctima de una extorsión injusta. Sentirá entonces lo mismo que el niño al que le prohibían ir al cine o salir a jugar o leer las historietas antes de haber hechos los deberes. Y descubrirá a menudo, a la hora en que vuelve de su trabajo diario, cuando llega a su casa, cuando ha terminado los deberes de la vida del adulto dómine que no alcanza a precisar, que está entonces tan cansado que ya no tiene ganas de ir al cine ni de salir a jugar. Son el hombre o la mujer que cuando llegan a los años altos de la vida se interrogan sobre lo que han hecho y se encuentran sin entenderlo muy bien. Han cumplido sus deberes, han criado sus hijos, han atendido sus necesidades, han levantado un hogar, han sido honrados, no han engañado a nadie, han satisfecho sus obligaciones ciudadanas, han cancelado sus deudas, han pagado sus impuestos, son abuelos honestos y padres dignos, pero en el fondo de sus almas sienten que la voz que los llamaba a hacer los deberes les debe todavía una explicación, que alguna rabona debieron haberse permitido y que al fin no están seguros de que haya valido la pena haber sido alumnos tan cumplidores.

Algo diferente

Puede pasar, también, algo diferente. Y es hacer los deberes con satisfacción, con alegría, sin sentir que nos roban tiempo para otra cosa porque son esos deberes los que queremos hacer entrañablemente. Puede ocurrir, por fin, que el viejo llamado maternal a hacer los deberes se internalice de tal modo que el hombre o la mujer sean capaces de cumplir su deber en la vida, en el trabajo, con los hijos, con sus vecinos, con su conciencia moral, tan alegremente que no les pese, que sientan aquella voz como propia hasta el punto de que se les haga necesaria.

Hay, nadie lo dude, algunos seres que son felices cuando hacen los deberes. En la voz del maestro que los encargaba han encontrado la propia voz interior que los hace ser ellos mismos, no otros, no extraños, cuando llegan a hora a sus obligaciones, cuando se esfuerzan por dejar su porción de trabajo bien hecha, por atender y cuidar a sus hijos, por ser honrados con el prójimo y honrados con el vecino, por visitar a un enfermo, por ayudar a un necesitado.

Mucho de lo que se ha aprendido en la escuela, más allá de las primeras letras, puede olvidarse sin gran problema. Pero si se ha guardado intacto el sentido moral del deber (aquella voz del maestro que reforzaban los padres en el hogar mandando a hacer los deberes), algo esencial habrá ganado el hombre. A la hora del balance, no son más felices los que eligieron el camino del capricho y tiraron al suelo el cuaderno y lo mancharon de tinta o lo pisotearon. Los que hacen sus deberes tienen, por añadidura, la dicha de sentirse maestros de sí mismos. Así de simple: el deber está dentro de ellos. Digámoslo de otra manera y estamos en el terreno de la ética: son dueños de sí mismos.


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Las aventuras de la libertad

Publicado el 9 de junio de 1985


El pensamiento, la tarea intelectual, la investigación científica, la capacidad creadora ya sea en el arte o en la elaboración de hipótesis, requieren de la libertad como la vida del aire. En un medio privado de libertad el pensamiento se agosta como las plantas faltas de luz o los animales privados de oxígeno. El hombre sin libertad no está en condiciones de dar cauce a su pensamiento. Así de simple es la cuestión.

Pero esto no se advierte tan sencillamente. El hombre sin libertad puede aparentar que piensa, que sigue en su camino forjador de teorías, que crea. Porque las manifestaciones propias de la tarea intelectual no enmudecen, necesariamente, cuando la criatura humana carece de libertad. Se puede seguir hablando, es posible expresarse en voz alta o por escrito, y esto parece como la expresión del pensamiento.

En realidad, lo más que puede hacer el hombre sin libertad es repetir. Puede repetirse a sí mismo, o a los otros. Puede trasvasar a nuevas formas retóricas o a nuevos moldes artísticos lo que otros han creado ya o puede envolver con nuevos ropajes lo que él mismo hizo antaño. Pero la creación auténtica es imposible sin libertad, por la sencilla razón de que el pensamiento en libertad avanza por senderos desconocidos aún para quien los está transitando, y es imposible saber, de antemano, cuál será el final, adónde se arribará, cuál será la poesía lograda o la hipótesis científica o política que resultará propuesta.

El pensamiento en libertad es una aventura. Es la aventura más apasionante que el hombre puede vivir. Representa el riesgo en su dimensión más intensa, y compromete la voluntad y la conciencia hasta exigir, si es necesario, la entrega de la libertad, de la seguridad, de la vida. Los ejemplos en la historia no faltan, pero algunos son mojones capitales: Sócrates, Spinoza, Galileo. No hay aventureros mayores que esos buceadores de la verdad, que se largaron a explorar mundos por nadie conocidos, sin mapas orientadores y sin más brújula ni luces que su razón.

Dos cruzados de nuestro tiempo

Las aventuras de la libertad no se dan solamente contra las dictaduras o los dictadores, ni contra los gobiernos de ayer o de hoy, o contra las instituciones religiosas o políticas que encierran a los hombres en dogmas inconmovibles. En algunas ocasiones, las más difíciles aventuras de la libertad son las que el hombre libra consigo mismo, primero, cuando es capaz de advertir el error de una hipótesis por la que antes había combatido sin tregua o la falsedad de una postura por la cual se había apasionado; segundo, cuando esto lo lleva a pelear contra censuras o represiones mucho más sutiles que las de las dictaduras o las instituciones, porque son las que están hechas de un entretejido de buenas intenciones declamadas en nombre de aquella misma libertad que niegan y de la justicia que prometen falsamente.

Octavio Paz y Mario Vargas Llosa acaban de revelar en Buenos Aires, durante los días en que estuvieron entre nosotros convocados por La Nación, que corren, actualmente, y están dispuestos a seguir corriendo la más grande de las aventuras, el mayor de los riesgos: pensar en libertad.

Por supuesto, esto conduce a luchar contra esos fantasmas casi inasibles de los que antes hablábamos. Es una red envolvente de silencio, que de pronto determina que ciertos círculos prefieran no seguir contándolos entre los invitados privilegiados, o ciertos funcionarios o gobernantes pierdan de un día para el otro interés en recibirlos y en fotografiarse con ellos, que para algunos críticos ya no sean tan buenos hombres de letras como hasta hoy fueron.

El pecado sin perdón

Todo surge de un pecado contra el cual casi no hay absolución en esta tierra: dejar que el pensamiento siga explorando el mundo por caminos desconocidos, elaborando hipótesis o dando a luz nuevas creaciones sin preguntar a nadie previamente. El riesgo es grande, pero es la única manera de que el pensamiento, de verdad, exista. El resto es fraude intelectual.

Mario Vargas Llosa dejó testimonio de su vocación irrefrenable por la aventura del pensamiento al explicar su oficio de novelista, al confesar cómo se gesta en su espíritu ese movimiento del ánimo que sólo conocen los creadores y que lo empuja a la elaboración de personajes y de obras. Octavio Paz prefirió refugiarse, con un dejo de timidez, detrás de su poesía, obra de libertad esencial como ninguna, y elaboró sus reflexiones desde una óptica de mayor refinamiento analítico, pero siempre, uno y otro, mostrando que la libertad es el aire sin el cual ese pensamiento no existe y el intelectual, nada más que un imitador.

La semana cultural de La Nación fue, gracias a estos dos hombres de nuestro continente, un momento de sacudimiento espiritual en la ciudad y en el país. Reveló la necesidad de no dejarse arrastrar por las ideologías o por las teorías canonizadas por quienes hasta ayer parecían haber llegado a ser vestales custodias de la justicia y de la libertad del hombre y no son sino opresores.

Por eso faltaron a su lado, en esa semana, ciertas, compañías que antaño no hubieran perdido la oportunidad de figurar junto con ellos. Son las compañías que no faltarán, en la primera ocasión en que lleguen a Buenos Aires, a los representantes ortodoxos de la libertad de los pueblos y de las justicias sociales distributivas, esos campeones proclamados de las luchas contra las dictaduras hasta que se instalan cómodamente a gozar de las propias.

Roguemos, entretanto, para que estos dos cruzados del pensamiento libre prosigan su labor. Y sean ejemplo de una voluntad decidida a afrontar los riesgos necesarios antes que limitarse a repetir consignas y frases hechas. Que sigan adelante por los caminos que llevan a correr las aventuras de la libertad.


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Hacer exactamente lo que se quiere hacer

Publicado el 16 de julio de 1985


Hay un maravilloso libro de Evelyn Waugh –"La nueva Neutralia"– tan poco conocido entre nosotros que sólo muy pocos, de los no muy abundantes lectores de este autor inglés, saben de su existencia. Llegó a mis manos en una librería de viejo, en una sencilla pero hermosa publicación de Ediciones Criterio, de 1953. Narra las desventuras de un profesor de lenguas clásicas del colegio de la Universidad de Grandchester (probablemente institución imaginaria) durante su estada en un exótico país, con motivo de un homenaje a un helenista de varios siglos atrás, prácticamente ignorado por casi todos los helenistas del mundo, pero admirado por nuestro protagonista.

Scott-King es el nombre elegido por Evelyn Waugh para este profesor de lenguas clásicas, del cual dice que "oscuro" es el epíteto más adecuado para caracterizarlo. Dejaremos el relato de las aventuras de Scott-King en el Estado de Neutralia. Nos bastará decir que difícilmente se pueda encontrar una narración más hermosa, desde el punto de vista de la factura literaria, de las alusiones perfectamente logradas a fenómenos políticos de nuestros días, y que sean mejor reflejo de un estilo de vida y de un carácter como el del pueblo británico en algunos de sus sectores sociales y profesionales. Todo en una lectura apasionante que se devora en corto tiempo, pues apenas son un ciento de páginas de formato reducido.

Queremos detenernos, en cambio, en el desenlace. Scott-King ha regresado, por fin, después de peripecias que pusieron en riesgo constante su vida y lo sometieron a penosas situaciones de todo tipo. Naturalmente, sus respuestas a las preguntas de los colegas sobre sus vacaciones son de sobriedad extrema y nadie podría darse cuenta por ellas de lo ocurrido. La vida cotidiana se reanuda en el colegio, dentro de la escasez y la modestia que en alimentos o en calefacción impone la posguerra en Gran Bretaña.

Entonces, el rector llama a Scott-King y se registra este diálogo inolvidable: "¿Sabe que este año empezamos con quince alumnos menos que el año pasado en la especialidad clásica...? Los padres ya no se interesan en conseguir "hombres completos" como antes. Uno no puede reprochárselo, ¿no?"

La respuesta de Scott-King es clara: "Oh sí; yo puedo y lo hago". Pero, naturalmente, el rector no lo ha llamado para atender sus respuestas y sigue sin haberlo escuchado: "¿No pensó alguna vez que puede llegar un momento en que no haya ningún alumno en la especialidad clásica?" "Oh, sí. A menudo". Y el rector prosigue, totalmente sordo a cualquier respuesta: "Lo que quería sugerirle era esto: si no le parecería mal hacerse cargo de alguna otra materia, además de las lenguas clásicas. Historia, por ejemplo; preferentemente historia económica". "Sí, señor rector, me parecería mal". Aquí el rector parece comprender algo. "Pero usted sabe que el porvenir puede depararnos una crisis". "Sí, señor rector". "Y entonces, ¿qué piensa hacer?"

Nos permitimos solicitar al lector que se detenga en la respuesta de Scott-King, que la saboree. "Si me permite, señor rector, seguiré dando mi materia como hasta ahora, mientras haya un solo alumno que quiera estudiar lenguas clásicas. Me parece que sería realmente una perversidad hacer algo para preparar a un muchacho para el mundo moderno". "Es un punto de vista un poco estrecho, Scott-King". "En ese sentido, señor rector, con el respeto que usted me merece, disiento profundamente. Me parece que es el punto de vista más amplio que puede pedirse".

No intento abrir el debate sobre la enseñanza de las lenguas clásicas, ni sobre las virtudes o las perversidades del mundo moderno, ni mucho menos sobre la importancia de la historia económica. Intento solamente mostrar la ejemplaridad del hombre que cree en una causa, que cree en lo que hace, que cree en el valor de un contenido cultural que trata de mostrar a otros hombres. En una palabra, que ama su oficio y tiene suficiente caridad como para intentar enseñar a los jóvenes la belleza y la dignidad de lo que ama.

Scott-King es un testimonio de eticidad y de libertad. Está dispuesto a seguir enseñando lenguas clásicas, nada más. Quiere hacer, bien, sólo lo que quiere hacer, aquello que para él tiene valor. El oscuro Scott-King que fue a Neutralia y corrió los peores riesgos para honrar a un poeta helenista más oscuro aún, Bellorius, desconocido aún entre los mejores helenistas, no cree haber perdido el tiempo, ni cree que lo perderá cuando enseñe lenguas clásicas a un solo alumno.

Hay hombres así, capaces de seguir adelante con su fe y su obra en medio de una sociedad que no los entiende. Son seres anónimos capaces de hacer en la vida exactamente lo que quieren; capaces de enseñar lenguas clásicas o de escribir sobre el oscuro Scott-King, protagonista de una desconocida novela de un autor casi desconocido hoy en la Argentina. Vale la pena hacerlo mientras se confíe en que habrá quizás un solo lector para estas líneas.


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Azorín y la mudanza

Publicado el 6 de septiembre de 1986


He aquí que, por fin, se ha realizado la mudanza. No ha sido una mudanza integral, de aquellas que arrasan con cuanto había en la casa antigua para instalarse enteramente en otra.

Ha sido una mudanza de tono menor, de segunda clase: quince o dieciséis, no sé bien, quizá veinte canastos y tres o cuatro muebles y algunas estanterías impiadosamente trastrocadas de sus formas originales para darles cabida en la nueva morada.

Porque de lo que se trata, y el lector lo irá imaginando, es de la mudanza de la biblioteca, de los libros, que reposadamente se habían acumulado por décadas en la antigua casa familiar, luego casi desocupada de toda vida humana, y en la cual los volúmenes de todo tipo, y las colecciones, y las revistas, y las papelerías y las carpetas habían encontrado espacio generoso para instalarse cómodos, a reposar por años y a cumplir el destino conocido de acumular polvo y rumiar recuerdos o sabiduría.

Lo ocurrido era imaginable. Ahora, mientras las estanterías vacías luchan por encontrar ubicación decorosa, la conciencia objeta constantemente la fiera decisión de eliminar sin contemplaciones una parte sustancial de todo ese conjunto de letra impresa que jamás volverá a ser leída, y escucha la voz recogida que desde alguna hondonada del alma brega por ampararlo todo, todo, porque sí, para nada.

Los libros, los papeles, las carpetas, se han desparramado por el suelo de casi todas las habitaciones. Yo he intentado que haya un orden elemental. En el comedor, estos y estos otros. Aquellas colecciones en el hall. En el living, en un rincón, unas pilas que presumiblemente terminarán cuidadosamente encajonadas. En un pasillo, ciertos volúmenes de especial cuidado. Sobre el aparador, desplazando una sopera antigua y dos fuentes de plata –obsequios de casamiento, por supuesto– se lucen ahora casi quince preciosos libros de arte, que, pienso en silencio, bien podrían quedar ahí para siempre. Lo pienso pero no lo digo. La vida conyugal, al fin, tiene también su valor y hay que velar por ella.

El orden es sin embargo precario. Separar los canastos y moderar los ímpetus laborales de los peones que los llenaron y los vaciaron en lapsos insignificantes terminó por ser una labor incumplida y la realidad es que, de momento al menos, una honorable confusión ha ganado la batalla y reina indiscutida sobre estos objetos inanimados que hasta hoy habían sido sometidos a una disciplina maniática.

Algo tremendo empieza entonces a ocurrir. Gracias a la mudanza, descubro una cierta belleza del desorden, disfruto los placeres del descubrimiento inesperado, encuentro la fuente de gozos olvidados.

He descubierto que puede ser maravilloso comer al lado de este barullo de libros mezclados, confundidos, tambaleantes, tumbados.

De pronto, en medio de un almuerzo, veo por ahí una tapa rústica, unas hojas amarillentas. Algo presagia un libro leído hace mucho; algo revela una edición española.

No puedo soportar más la duda ni resistir la tentación. Me levanto, me acerco y vuelvo a la mesa con él. Era, es, claro está, Azorín. En una edición de 1914, he encontrado "Los Pueblos", y leo, mientras como*.

Entonces, comprendo que una mudanza así puede tener sus encantos. Imaginadlo: volver a leer a Azorín, y nada menos que "Los Pueblos".

Tener así, al alcance la mano, de los ojos, mientras llegan y van los platos de la comida diaria, en medio de la conversación familiar, estas páginas de estilo hoy no cultivado, esta prosa inimitable de giros únicos, esta lengua española de riqueza increíble.

Tener ahí, a un metro de distancia, a Azorín y sus descripciones y sus pretéritos perfectos. Saborear lentamente, sin el empeño adolescente de apurar la copa de la lectura, un párrafo u otro, salteándolos a veces. Abrir el libro en cualquier capítulo. Descubrir que un balcón puede tener persianas "inquietadoras" o que había en las casas manchegas "patizuelos", y descubrir, otra vez, que tenemos un idioma de rara belleza y de armazón perfecta.

Todo esto, gracias a la mudanza. Y a Azorín, que una musa pía ubicó a pasos de mis ojos, cabe la silla que ocupo a diario en el comedor de mi casa.

Entonces, yo he pensado: será bueno hablar de Azorín un poco. Yo me dicho: sería bueno que las gentes que hablamos español recordáramos a este Azorín que ahora parece que nadie lee. Porque dice mucho de bueno y de noble, pero sobre todo porque escribe bellamente en un buen y noble español que parece que vamos olvidando.

Y yo me he prometido: cuando vuelva a cumplir mi dura función de carcelero de libros y los vuelva a ordenar metódicamente en estantes prolijos, cuando les quite de esta hermosa y bien lograda confusión en que yacen revueltos merced a la obra y gracia de manos que por amarlos menos les han dado más libertad, cuando mi obra de maniático clasificador, a mi vera, cabe mi silla, a tiro de mis ojos.

Y cada tanto interrumpiré el almuerzo o la cena de cada día, y algún familiar –si es algún invitado mejor– aguantará que de pronto lea en voz alta una página, media página, unas líneas. Y luego volveremos a las cosas –profundas, baladíes, no importa– en que solemos enfrascarnos los hombres.

Yo he decidido que Azorín no volverá a perdérseme.

*Azorín: "Los Pueblos" (Ensayos sobre la vida provinciana). Tercera edición. Ed. Renacimiento, Madrid, San Marcos 42. Buenos Aires, Libertad 172, 1914. Imprenta Renacimiento. San Marcos 42. (204 pág.) (Un sello de goma dice: Cigarrería y Librería de Juan Garfunkel, Rivadavia 7661), Con un epílogo que el autor fecha en 1960, y traza un diálogo imaginario en el cual Azorín se adelanta a suponer que para esa fecha nadie se acordará de su obra ni de su nombre.


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"No, dijo William gravemente. Aquí, no"

Publicado el 23 de marzo de 1988


William Boot, protagonista de una de las novelas más famosas de Evelyn Waugh*, acaba de mantener un diálogo con Mr. Salger, quien, en nombre del influyente y muy poderoso lord Copper, ha logrado comprometerlo con un jugoso contrato que lo ligará durante dos años a The Beast, el órgano de prensa a través de cuyas páginas William ha asombrado al mundo con una primicia espectacular, sobrepasando a firmas hasta entonces imbatibles del periodismo de la época.

El argumento se basa –como suele ocurrir en las obras de Evelyn Waugh– en una sucesión de equívocos y malentendidos que llevaron al desdichado (¿o afortunado?) William a una posición que ni él ambicionaba ni nadie había pensado en ofrecerle. Otra suma de equívocos lo ponen, ya en funciones en un exótico destino, primero al borde del despido, luego, en la cumbre de la gloria. Por sobre todas estas circunstancias William transita sin terminar de entender qué está sucediendo en realidad, pero no sin extrañar el hogar perdido en la casa heredada, la vieja familia de señores del lugar, el dulce castillo inhóspito carente de la mayor parte de los adelantos del confort moderno, pero en el que todo se mueve ordenada y serenamente. La vida de William y de los suyos es de escasez, pero tan increíblemente aristocrática que cuando por primera vez lo tentaron con los placeres del mundo y le dijeron que dispondría de una cuenta de gastos libre para, por ejemplo, ir a los restaurantes que quisiera, contestó, sinceramente desorientado: "Pero yo no voy nunca a restaurantes. En mi casa la comida la sirven los criados, todos los días, a las horas indicadas, y nadie paga por ello".

El banquete

Pero es el caso que William salió de su castillo; viajó, triunfó, volvió. Mr. Salter tiene que asegurarse su contrato para The Beast por orden terminante de lord Copper. Lo ha logrado, aunque es dudoso que William vuelva a escribir jamás nada que valga la centésima parte de la suma que se ha asegurado. Lo que resta lograr es –supone Salter– nada, en comparación. Se trata, apenas, de comprometer la asistencia de William al banquete en el cual se lo recibirá públicamente en The Beast y en el cual, claro está, lord Copper dirá un discurso.

Pero William, inexplicablemente, se niega a hacerse presente en el banquete.

Salter no logra entenderlo. "No tiene usted que preocuparse respecto del discurso. Se lo escribirá el secretario social de lord Copper. Será muy sencillo. Cinco minutos, más o menos, de alabanza a lord Copper... El banquete será muy comentado. Quizá lo filmen..."

William afirma que se sentiría un asno. Salter perdía las fuerzas. Debió concedérselo. Alegó que, de todos modos, algo así ya había ocurrido. William expresó, entonces, que "aquí", "en mi casa", "quizá se enteren" y añadió: "Nannie Bloggs, Nannie Price... todo el mundo". Todo el mundo serían cinco o seis personas más, incluyendo los criados. Quizás alguien de la aldea, también.

Salter quiso telefonear. Imposible. "Allí", en la casa de William, no había teléfono; la oficina más cercana se encontraba a tres millas; no tenían automóvil y, finalmente, la oficina telefónica ya estaba cerrada.

Entonces, narra el autor, Mr. Salter ensayó el sarcasmo. "Esas damas que acaba usted de mencionarme, sin duda, dos personas respetables, pero deberá admitir, mi querido Boot, que lord Copper es un poco más importante. "Y sigue la respuesta: "No, dijo William gravemente. Aquí no".

Si la economía del lenguaje es una virtud del escritor, pocas dudas caben de que la respuesta de William es una obra maestra de la literatura de todos los tiempos. Podrían escribirse decenas de ensayos políticos, sociológicos, jurídicos e históricos para explicar la hondura, casi inefable, de esas seis palabras.

La libertad

"Aquí, no", dijo William gravemente. Aquí es la casa, el hogar, la familia; es la vida propia, única, irrepetible; es el templo amurallado por la argamasa de la civilización occidental en el que encuentra su asiento principal la libertad del hombre, del hombre concreto, de cada ser humano con su rostro, su cuerpo, su sangre... y su cuarto.

Ante ese templo se detienen los jerarcas del mundo y los poderes de cualquier clase. La autoridad de los soberanos concluye ante su puerta. De paredes adentro, la conciencia de cada hombre rinde cuentas sólo a Dios. ¿Quiénes son Nannie Bloggs, Nannie Price? No interesa demasiado explicarlo en detalle. Son la familia de William Boot, son su casa, su hogar heredado, su vida interior. Podrían ser su mujer, o sus hijas, o un par de tías viejas, o un cuarto con libros, o una sala con muebles queridos, o un jardín cultivado con sus manos. Son, en fin, el reducto del individuo transformado en persona, en un hombre libre que puede decir que no ante todos los poderes de este mundo.

Por eso la respuesta es inapelable y Mr. Salter debe retirarse. Nadie puede negar la importancia, el poder o la gloria de los grandes del mundo. Pero "aquí" dos viejecitas son más importantes. Porque una vez que traspongo la puerta de mi hogar, nada, absolutamente nada del mundo exterior puede ser suficientemente poderoso como para entrar en él y violentarlo.

Poco más o menos, he ahí la base de la cultura judeo-heleno-cristiana a la cual pertenecemos. El hombre es un ser en relación directa y personal con Dios; es un ser libre; es un ser cuya dignidad es suprema.

Algo de todo esto late en la fórmula del artículo 19 de la Constitución nacional, también un modelo de economía de lenguaje en el campo filosófico y político: "Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados".

Sepamos custodiar este legado de Occidente que es la libertad del individuo frente a los esfuerzos que los totalitarismos y los pretendidos socialismos benefactores, con excusas variadas, pretenden sepultar y ya han sepultado en muchos lugares de la tierra.

Porque, en última instancia, nada puede ser más importante. Y si de mi salvación eterna se trata, es un asunto que compete sólo a mí, de puertas adentro. Frente a cualquier solicitud que del mundo pueda llegarme, frente a cualquier reclamo que en nombre de los poderes de este mundo pueda hacérseme, no será malo acordarse de la respuesta de William Boot cuando se le alegó que un gran personaje era, sin duda, más importante que dos ancianas familiares de su propia casa: "No, dijo William gravemente. Aquí, no".

*"Primicia".


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Ese oficio de hilvanar palabras

Publicado el 10 de septiembre de 1989


Cabe, en ocasiones, preguntarse por qué el empeño de escribir. A menudo, cuando se concluye una lectura, puede pensarse –con razón o sin ella, y eso es otra historia– que el autor bien podía haberse ahorrado el esfuerzo.

No faltan argumentos, debe admitirse. A pesar de la avalancha inmedible de los medios orales de comunicación que invade el mundo, y de los temores de que la radio, el cine y la televisión empujen al desván del olvido a la palabra escrita, esta no sólo resiste el embate sino que, contrariando a los agoreros que presagiaban su extinción, reverdece, lozana, y cae bajo nuestros ojos en forma de libros, folletos, opúsculos, revistas, diarios, artículos, en materiales especializados o de divulgación general, manejando los grades temas y los valores más altos o los asuntos más triviales y frívolos, cuando no los más bajos y vulgares.

A paso de carga

Los escritores no ceden posiciones. Periodistas, ensayistas, filósofos, científicos, novelistas y poetas no sólo se empeñan en subsistir, quiero decir en escribir, sino que avanzan a paso de carga y ocupan posiciones. Escriben, ahora, los deportistas, ya sea como comentaristas o cuasi filósofos del deporte. Escriben los políticos, que –encarguen o no sus obras a "negros" bien pagados– nos hacen llegar seudo ensayos doctrinarios, propuestas de toda índole y, por fin, ya retirados, autobiografías casi siempre de rasgos paranoicos. Escriben los ayudas de cámara, los valets, los mucamos, los choferes, los cocineros, los peluqueros y los pedicuros de las grandes figuras, vendiendo a precio de oro las comidillas verdaderas o falsas que divierten a los buenos burgueses y alimentan los corrillos de las cortes de los poderosos.

Y escriben, como siempre, los escritores. Los que, simplemente, quieren escribir, porque sí, porque –según la imagen famosa y noble de un grande entre los escritores argentinos– un grillo es un grillo y canta, porque sí.*

Es que en esto de escribir se encierra uno de los más hondos gozos del hombre. Escribir es uno de los dones más preciados entregado por Dios. El primero, claro está, es la palabra. Sola, desnuda, hablada. Es el verbo, que era en un principio.
Gracias a la palabra, el hombre pudo acercarse a Dios y rezarle, y a su pareja y amarla, y tener hijos y llamarlos suyos. Por la palabra, pura, desnuda, hablada, el hombre pudo comunicarse y formar una comunidad. Pudo entenderse con el prójimo, esto es, conocerlo. Y descubrir que además de él mismo existe el otro.

El milagro mayor

Pero llegó luego un milagro mayor. La palabra hablada, que exige al otro (sin otro que me escuche, al menos que me oiga, mi voz no existe), se recogió en sí misma, se ensimismó, se transformó –contradicción suprema y misteriosa– en silencio. La palabra se encerró en los hondones del alma, allí, en la cima hasta cuyo fondo ningún prójimo puede llegar, y desde esa hondura entrañable salió transformada en letra escrita, en palabra para ser leída, no dicha.

El escritor nace desde el fondo de esa sima. Necesita, primero, alejarse de la comunicación cotidiana, del sonido de la voz, propia y ajena, y ensimismarse, recogerse en el silencio absoluto. Sólo entonces está en condiciones de encontrarse. Sólo entonces –en silencio, recogido, buscándose, con una pizca de dolor, en ocasiones muy duro– puede ir armando, una a una, las palabras de su discurso escrito, lentamente, calladamente, intuyendo, apenas, el rumor inaudible de la conciencia, mientras la razón le dicta su armazón. Las vuelca, luego, con una labor material, artesanal, que no ha cambiado nada desde la antigüedad más remota, sea cual fuere el medio del cual se valga.

Sólo entonces el escritor –novelista, ensayista, filósofo, historiador, crítico, periodista, o, cuando llega a la cumbre más alta, al don más sublime, poeta– está en condiciones de comenzar a hilvanar palabras en un discurso que la razón ordena y la gramática sujeta a las reglas de la lógica.

Las palabras en orden

En ese instante, el escritor –como todo artista– se encuentra a sí mismo en el momento en que su vida se justifica. El se descubre a sí mismo cuando va armando el discurso e hilvana las palabras una tras otra, en armonía, procurando que el sentido de lo que quiere decir aparezca a través de la forma estéticamente lograda. Si es poeta, puede sobrepasar a la gramática y hasta la lógica aparenta rendirse a su voluntad. Pero este de la poesía es un don que reciben pocos. Si es sólo escritor, se contenta con buscar la claridad, con evitar el desorden, con reprimir los desafueros del idioma. Se limita, es verdad, a poner palabras en orden, una detrás de la otra.

No ha de preguntársele por qué ese empeño. Casi nadie se interroga sobre los motivos por los cuales quiere, a pesar de todo, vivir. El, si es escritor, se contenta con este oficio humano de hilvanar palabras. A veces, además, pretende –el pecado de la soberbia también merece perdón– dejar algún mensaje. Pero la esencia de su oficio es sólo aquella de ordenar palabras, una detrás de la otra, en buena armazón.

Es, en todo caso, sólo un pecado venial y para castigo, sencillo y a la mano, bastará, lector, con leerlo.

*“Música porque sí, música vana / como la vana música del grillo / ... Qué sencillo / es a quien tiene corazón de grillo / interpretar la vida esta mañana”. Conrado Nalé Roxlo, “El grillo”, 1923.


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El vizconde partido por la mitad

Publicado el 10 de diciembre de 1989


El joven e inexperto vizconde Medardo di Terralba, en su primera batalla contra los turcos, en tierras de Bohemia, enfrentó temerariamente a la artillería enemiga y quedó partido al medio, dividido exactamente en dos mitades iguales, de arriba abajo, todo a lo largo, desde el cráneo. Pero una mitad sobrevivió y el vizconde –el medio vizconde– volvió a su castillo de Terralba, en el norte de Italia, convertido en una figura triste, sostenido con artificios y maderámenes en la silla de su cabalgadura, permanentemente recubierto por un gran manto negro.

Así lo narra, en un relato de estremecedora belleza literaria, en un italiano maravilloso, Italo Calvino, en su obra Il visconte dimezzato. Y no hay por qué dudar del realismo de sus descripciones. ¿Es acaso el hombre uno? Lo que vemos, lo que sabemos de cada prójimo, ¿es todo él o es sólo su mitad? ¿Y no será quizás cada hombre más de dos? ¿No podrá ser cada hombre varios que se confunden, o, más difícil todavía, que pugnan por imponerse sobre los otros que con él conviven?

Medardo di Terralba –la mitad superviviente– comenzó a hacer el mal. Los siervos de sus tierras, los servidores del castillo, los cazadores furtivos, los salteadores de caminos, las buenas gentes comunes –mujeres, niños, ancianos– hasta los leprosos de la leprosería cercana, se aterrorizaban apenas veían o presumían que la figura cubierta con el siniestro manto negro se acercaba. Su justicia era sádica; sus castigos, torturas crudelísimas. Y su pasión, cortar al medio animales, insectos, árboles, flores. Era el Malo.

Hasta que un día comenzó a cundir la confusión. Porque inexplicablemente Medardo di Terralba había sido gentil con un niño. Otra vez ayudó a un viejo. Y de pronto, sin que nadie pudiera entenderlo ni preverlo, hacía, alternativamente, el bien y el mal.
Pero en ambos casos, en forma extremada. Y nadie sabía cuándo Medardo haría el mal, tremendamente, y cuándo el bien, santamente. El Malo flagelaba y el Bueno curaba las llagas. Uno perseguía y el otro amparaba.

Hasta que los dos se enamoraron de una misma campesina, que, astuta, comenzó a entrever la verdad. En el día del matrimonio convocó a ambos y no les quedó sino batirse, gallardamente, a espada. Pero una mitad no se sostiene como para ser buen espadachín. Y tanto quisieron matarse uno al otro que se fueron uno encima del otro y las mitades se unieron otra vez y revivió el Medardo entero.

La metralla turca había dispersado las dos mitades y la que se supuso muerta fue salvada por unos ermitaños con ungüentos extraños. Y volvió también al castillo.

Pero una mitad era mala y otra buena. Una malísima, y otra buenísima. Una perversa inútilmente, la otra santa casi sin sentido de la realidad.

Cuando Medardo di Terralba volvió a ser uno, no fue malo enteramente; sólo un poco malo a veces. Y fue bueno muchas veces, pero no volvió a ser un santo varón.

En su interior, Medardo di Terralba –ya entero– quedó melancólico. Un cierto conflicto latía en él. Buscaba su unidad –ahora que, por fin, era uno– y no la encontraba. ¿Quién soy yo?, se preguntaba a veces. Cuando estaba "dimezzato", el Malo era el Malo y el Bueno era el Bueno. Pero ahora, ¿era malo o era bueno? ¿Cuál de las dos mitades era la más suya?

El hombre se sigue buscando a sí mismo hasta el día de su muerte. Sabe que él es más de uno. Que en su interioridad laten fantasmas de perversiones y de santidades, de miserias y de heroísmos. Cada día, cuando va y viene de su trabajo, sabe que él podría –que él hubiera querido– partir hacia las grandes aventuras. Sabe que es médico pero soñaba con ser poeta; sabe que es padre de familia pero soñaba con ser guerrero; sabe que es cobarde pero que podría ser temerario.

Los hombres y mujeres que vivían en torno de Medardo di Terralba –hasta los leprosos– se tranquilizaron cuando lo vieron uno.

La confusión y la duda habían concluido. No le es permitido al hombre mostrar rostros distintos. Yo sé que hay en mí más de uno. Pero en mi prójimo sólo veo uno y no quiero ver sino uno.

Que el otro siga buscando su propia identidad. Yo le adjudico una, para siempre. Y el otro hace lo mismo conmigo.

Unamuno, el gran Don Miguel, lo explicó más rudo. "¿Qué es lo más íntimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?", se pregunta en el prólogo de Tres novelas ejemplares. Y menciona entonces, la "ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes sobre los tres Juanes y los tres Tomases". "Y es que nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que son: el Juan real, conocido sólo por su Hacedor; el Juan ideal de Juan y el Juan ideal de Tomás" y lo mismo vale para Tomás. Es decir: está el Juan que es para Dios, el Juan que Juan cree ser y el Juan que los otros creen que es. Pero añade todavía implacable, el rector inmortal de Salamanca: "Y por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser".

Por su parte, Italo Calvino concluye haciendo hablar a un sobrino adolescente del vizconde: "Cosí mio zio si tornó uomo intero, né cattivo né buono, un miscuglio di cattiveria e bontá, cioé apparentemente non disimile da quello ch'era prima di esser dimezzato". (Así, mi tío volvió a ser un hombre entero, ni malo ni bueno, una cierta mezcla de bondad y de maldad, es decir, no distinto, aparentemente, de lo que era antes de haber sido partido por la mitad).

La vida de cada uno es una historia parecida. En la adolescencia buscamos una identidad, una única identidad. Queremos ser uno y sin embargo clamamos, angustiados, ante el prójimo: ¡no me entienden!, porque el prójimo se niega a admitir que yo soy más de uno.

Luego comprendemos que no debemos escandalizar tomamos la apariencia de una identidad, para tranquilidad de todos los que nos rodean. En el fondo de nuestra conciencia, las mitades de nuestro ser siguen agitándose y a menudo combatiéndose, en ocasiones con ferocidad, hasta que a veces, como en el caso del "visconde dimezzato", se abrazan y confunden sus nervios y su sangre.

En silencio, para no escandalizar al prójimo, dejamos que sigan agitándose hasta el fin de nuestros días los cuatro yo de que hablaba Unamuno –¿y por qué no podrán ser más?– con la secreta esperanza de que Dios me salve no por el yo que he sido, o por el que creí ser, o por el que el prójimo creyó que era, sino por el que quise ser. Así sea.


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El constitucionalismo nació para defender la libertad

Publicado el 21 de septiembre de 1990


Un error ampliamente difundido considera que los estatutos y constituciones sobre los cuales reposa la organización social y política de las naciones modernas tienen por finalidad principal promover o asegurar la grandeza de cada una de esas naciones y que, con ese propósito, deben estructurar una forma de gobierno apta para alcanzarla. Además, se entiende que el Estado debería ocuparse de la felicidad y el bienestar de los miembros componentes de la sociedad, y por lo tanto de la equidad en la distribución de la riqueza y de obtener modos de conducta universalizados fundados en la justicia y la solidaridad mutuas entre los hombres.

De esta concepción se derivan otros dos conceptos erróneos. Uno es el que preconiza las ventajas del régimen democrático, porque –se afirma– "es el menos malo" de todos los conocidos. Otro es el denominado corrientemente "constitucionalismo social", aparentemente la gran conquista de la segunda mitad de este siglo. Tendría por objetivo esencial garantizar, mediante la acción del Estado, aquellos ideales de equidad en los comportamientos, de justa distribución de las riquezas y de felicidad y bienestar personal de todos los seres humanos, desde su nacimiento hasta la muerte. Probablemente, un último resto de sentido común, un postrero escrúpulo racional o un temor subconsciente a dar el gran paso final de este llamado constitucionalismo social ha impedido añadir –hasta hoy, al menos, y en cuanto está en nuestro conocimiento– un artículo o declaración por la cual el Estado debería, también, garantizar la salvación del alma y un lugar en el Paraíso en la vida más allá del orden terrenal.

Los orígenes históricos

Todo esto parte de dejar de lado algo esencial. Los estatutos y las constituciones son un conjunto de disposiciones nacidas, en general, a fines del siglo XVIII, cuya finalidad primordial es lo que hoy parecería haberse olvidado en gran medida: garantizar la libertad de los hombres contra todos los despotismos posibles.

El ideal constitucionalista fue impedir la opresión de los individuos por parte de cualquier poder que pretendiera hacerlo, garantizar a los miembros de la sociedad derechos inalienables y el ejercicio de las funciones que, invirtiendo los términos tradicionales de la relación hombre-Estado, convirtieran al primero en el soberano y al segundo en el servidor.

Durante siglos, los Estados –emperadores, reyes, señores de cualquier tipo y, en parte, también, el clero– habían sido los soberanos. Disponían de la suerte y de la vida de los súbditos, en nombre de la nación o de causas de naturaleza diversa, política o religiosa. Guerras, hambres, persecuciones, opresión económica, exacciones impositivas, levas, prisiones: todo era válido en nombre del Estado soberano, de la nación o de la bandera o de la causa invocada y representada –por sí y ante sí, casi siempre con el refuerzo de los principios que invocaban el derecho divino– por monarcas y señores.

La gran conquista de los siglos XVIII y XIX fue la inversión de esa relación entre el Estado y el súbdito. El hombre pasó a ser libre. La libertad del individuo, la garantía de sus derechos fundamentales como persona –no nacidos de estatutos o constituciones, sino propios del derecho natural y de la esencia del cristianismo y reconocidos por aquellos– se convirtió en la finalidad capital del constitucionalismo.

Por eso, los estatutos y constituciones establecen los regímenes democráticos porque ellos son la sustancia misma de su espíritu y porque la democracia es el sistema que guarda coherencia absoluta con la finalidad perseguida. No aceptan la democracia como el "menos malo de los regímenes posibles", sino que la proclaman porque ese régimen es el que quieren lograr, porque es el único que puede garantizar la libertad y los derechos del hombre.

El nuevo papel del Estado

Obsérvese, entonces, qué es lo que comienzan por hacer los estatutos y las constituciones proclamados a partir del último tercio del siglo XVIII. Primero, ponen en manos del pueblo el ejercicio de la soberanía. Es la inversión copernicana de la vida política. Antes, la política giraba en torno del estado, del señor o del grupo que ocupaba el poder. Ahora, el Estado girará en torno del nuevo soberano, al cual sirve: el pueblo. Y segundo: fragmentan, dividen –es decir, debilitan– al Estado. La teoría de los tres poderes consiste, al fin, en fragmentar el poder. Nada ni nadie debe poseerlo entero, para evitar que se abuse del poder, que se avasalle la libertad, que se nieguen los derechos del hombre. "Divide ut imperas" era la vieja fórmula, que el constitucionalismo adopta en beneficio del pueblo y de los derechos del hombre.

Un sutil y complejo juego de pesos y contrapesos, de distribución del poder, de seguros y reaseguros contra las desviaciones y corrupciones posibles es la alquimia política que los grandes espíritus del XVIII y del XIX idearon para que el ejercicio último del poder esté en manos del pueblo y la libertad no sea conculcada.

Hemos olvidado la hondura de la revolución política que late, por ejemplo, en la sencillez extrema de la fórmula que dice que ningún miembro de la sociedad podrá ser detenido si no es por orden escrita de autoridad judicial competente. ¡Escándalo inaceptable para los antiguos dueños del poder absoluto, para emperadores, reyes, señores..., para el Estado anterior al constitucionalismo!

La libertad y la felicidad

Hemos olvidado, pues, que los estatutos y las constituciones nacen para garantizar la libertad de los hombres, de todos los hombres, de cada uno de los hombres, y para sostener sus derechos, los que cada persona trae consigo desde el momento en que es concebida como criatura divina, llamada a la salvación por la gracia, según defina Maritain.

Fueron dictados para evitar toda coacción contra esa libertad, impedir prisiones arbitrarias, confiscaciones de los bienes, exacciones impositivas, restricciones a la iniciativa personal. El Estado que esas constituciones estructuran no tiene como meta hacer grande y poderosa a una nación o una bandera. En todo caso, la nación y la bandera serán grandes y poderosas si los pueblos que las conforman –los ciudadanos libres que deciden su destino individual y su destino común– así lo quieren y son capaces de alcanzar esos fines. En cuyo caso dictarán las leyes que ellos –no el Estado– juzguen atinadas y buscarán ellos, y el Estado como su mandante, aquella grandeza y aquel poderío. Pero ningún gobernante o señor, líder o conductor, decidirá en su nombre, arbitrariamente, forjar un imperio o sacrificar una generación o muchas en aras de una ideología futura, emprender guerras, establecer cargas impositivas, confiscar los bienes personales o implantar una religión oficial.

El Estado tampoco tiene por finalidad –en esta concepción primigenia que parecería estar olvidándose– obtener la felicidad y el bienestar de los hombres en esta tierra.

Alcanzar ese bienestar en forma personal es, en última instancia, una cuestión propia de cada individuo. Y los estatutos y constituciones lo que procuraron es otorgar a todos, igualitariamente, las condiciones de libertad y de seguridad que le permitan hacerlo, pero por sí mismo, libremente.

Alcanzar el bienestar como un bien común, es, sin duda, un deber moral. Si el hombre no cumple ese deber de equidad, de justicia, de solidaridad, comete una falta moral. Pero, en todo caso, este no es un asunto judiciable. El comportamiento moral es asunto personal y se funda en la libertad. ¡Ay de los pueblos y las naciones que lo olvidan! Pero, igualmente, no es cuestión de la que el Estado pueda ocuparse ni, mucho menos, imponer un tal acatamiento a la equidad y a la solidaridad social. Si intenta hacerlo tirará a la criatura por el sumidero junto con el agua sucia de la bañera, pues para imponer la solidaridad social anula la libertad y, sin esta, aquella es imposible, ya que el término solidaridad sólo se explica racionalmente en función previa de la libertad. Y si el Estado intenta ocuparse de la felicidad de los hombres, entonces ha llegado la hora de la lucha contra el Estado. Porque la felicidad es asunto mío, propio, intransferible, y nada ni nadie –salvo Dios– puede ocuparse de brindármela.

El liberalismo

El resurgir del liberalismo como doctrina social y política en estos años finales del siglo XX debe comenzar por reconocer que la idea central sobre la que se apoya es, simplemente, la defensa de la libertad y de los derechos del hombre, y de la democracia como el único régimen apto para garantizar aquella y hacer posible el ejercicio de estos. No se trata del progreso material o económico de la sociedad, o de la grandeza o poderío de las naciones, y ni siquiera del bienestar común o de la felicidad de los hombres.

Aunque da la casualidad –¿casualidad?– de que es gracias a la vigencia plena de la libertad, de las garantías contra toda opresión, a la seguridad de la vida y los bienes, al ejercicio en plenitud de los derechos del hombre y a la ausencia de toda coacción que impida u obstaculice el despliegue de la voluntad e iniciativa creadora de los individuos que se alcanza de verdad el progreso material y económico del mayor número, la grandeza de las naciones y las condiciones que posibilitan a cada ser humano la búsqueda de la felicidad y de la salvación eterna.


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La hora de encontrarse a sí mismo

Publicado el 1 de agosto de 1991


Es una verdad conocida –tanto, que ha pasado a ser vulgar– que los seres humanos evolucionan. También es verdad: unos más, otros menos. Desde que nacen, los hombres van cambiando, dejando de ser exactamente lo que eran –o lo que fueron– para comenzar a ser otros. En algunos casos, las diferencias son mínimas, insignificantes: el hombre sigue pareciéndose a sí mismo. En ocasiones, los cambios son grandes, profundos. Aparece un ser casi del todo diferente. Aunque la transformación total no puede darse jamás.

Las etapas

Estudiosos de áreas múltiples –médicos, psicólogos, sociólogos, filósofos, religiosos– han dedicado al tema evolutivo buena parte de sus afanes. Textos y volúmenes de varada calidad y nivel han sido escritos en todos los idiomas y merecido análisis por las mentes más lúcidas, incluyendo poetas y novelistas de primera línea.

Pero, hasta hoy. la mayor parte de los estudios y de los tratados o enfoques sobre la evolución del ser humano se han centrado, de preferencia, sobre las etapas iniciales de la vida.

Por eso, la niñez y la adolescencia –y, en parte, la no bien delimitada juventud– han merecido una suma de estudios y de tratados. Por eso mismo, desde fines del siglo pasado hasta nuestros días, los docentes y los pedagogos han resultado quienes con mayor dedicación se han volcado al tema de la evolución del ser humano aunque en particular –se comprende– a las etapas primeras de la vida, propias, por otra parte, de los ámbitos escolares.

La etapa olvidada

Si bien los períodos ulteriores de la vida no están enteramente dejados de lado, es corriente un prejuicio sobre el cual se asienta la mayor parte de los análisis evolutivos. Es el que supone que la así llamada madurez, la entera madurez, sería una especie de etapa uniforme, que se extendería desde el final de una siempre mal delimitada juventud hasta entrar en la vejez propiamente dicha, que, además, tampoco puede ser definida o delimitada con precisión.

El tema de las muchas etapas que, en cambio, conforman la vida de cada persona a lo largo de sus años –de todos sus años– así como de las múltiples circunstancias que van marcando cambios y transformaciones en su personalidad es apasionante. También largo para considerar, y no es el punto central que ahora queremos considerar.

Lo que importa es hacer presente una etapa que, extrañamente, parecería haber sido olvidada. Y es que la etapa previa a la vejez propiamente dicha –anterior a la senectud, al momento en el cual los achaques físicos se acentúan y trastornan la capacidad espiritual y mental– esa etapa que es difícil nombrar porque toda denominación es riesgosa y chocante, representa nada menos que el momento de la vida en la cual el hombre se encuentra a sí mismo.

Debemos admitirlo

Es necesario admitirlo; es forzoso reconocerlo. A medida que los años avanzan, progresa, también, esa tarea esencial de cada ser humano que consiste en encontrarse a sí mismo, es decir, en identificarse, en descubrir quién es, quién ha llegado a ser.

En esta etapa más o menos final de la vida –final no en un sentido biológico, por cierto– es cuando cada persona comienza a hallar respuesta a unos cuantos interrogantes existenciales que resultan capitales para reconocer su identidad.

Por ejemplo, comienza a cobrar conciencia de un aspecto fundamental: saber quién ha sido. Qué hizo, qué fue, qué logró. Comienza la hora crucial del balance: frente a un plan de vida, frente a ambiciones en cualquier sentido, ahora, en esa etapa, el ser humano comienza lentamente a sacar conclusiones, a elaborar márgenes de éxitos y de fracasos, hasta que, a medida que los años avanzan, el balance se hace integral y, sobre todo, ineludible.

Saber quién es significa para cada persona saber qué quiso ser y quién fue. Y esto, esencialmente, representa la identidad verdadera, la más honda, la más propia.

Importa poco, casi nada, el juicio de valor que cada persona elabore sobre su identidad definitiva, que ha de descubrir en un instante siempre indeterminado pero que alguna vez ha de llegar. Ya no le queda sino asumir esa identidad. Lo cual es una muestra de sagacidad, de cordura, de inteligencia.

Sólo en esta etapa el hombre puede llegar a descubrir su identidad verdadera, a encontrarse a sí mismo. Si es sagaz, si es inteligente, se le abre una gran perspectiva. Es una de las más hermosas tareas existenciales que Dios le pone por delante. Porque –sospecho, con audacia teológica aunque con fe implorante– que en el día del Juicio Último el Señor, antes de preguntar a cada ser humano qué hizo le preguntará, simplemente: ¿Quién eres? Conviene estar preparado para dar una respuesta lo más cercana posible a la verdad.


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El amor al saber, en el reino de la Nueva España

Publicado el 19 de agosto de 1991


Pocas lecturas tan fructíferas hay, para americanos y europeos, como "Sor Juana Inés de la Cruz" o "Las trampas de la fe", del mexicano Octavio Paz.

Varias ideas de fondo trasmite Octavio Paz. La primera es la versación profunda que revela en el autor a un conocedor hondo del ayer y del presente de los pueblos del continente, y por eso mismo gran sabedor de la historia de Europa, es decir, de la riqueza cultural de Occidente entero.

América, la ignorada

La segunda muestra cómo América va dando aportes y riquezas –materiales y de las otras– a Europa. Los europeos, y los americanos con afanes de cultura, suelen caer en el error de olvidar, de no saber, cuánto debe Europa a América.

Se ignora que ambos continentes se fueron fundiendo en uno; que alcanzaron un maridaje carnal y tuvieron hijos de la sangre y del espíritu, y que al cabo de unos pocos años quedaron entrelazados de una vez para siempre. Pero para llegar a este saber hay que conocer primero, en hondura, como Octavio Paz, a la historia entera de América, de todas sus naciones, de sus razas, de sus mestizajes, de sus trasvasamientos culturales y de sus aportes a la producción y a la economía.

Octavio Paz no es el único hombre de nuestro siglo que ha alcanzado esta riqueza. También la han logrado Uslar Pietri, y en otro plano el gran novelista de nuestro siglo, Vargas Llosa. Pero quizás como nadie la representa –todavía, pasados sus noventa años– Germán Arciniegas, que deja una obra gigantesca detrás suyo para luchar contra el pecado de la soberbia de ignorar América, y una obrita maestra de menos de 400 páginas: "El revés de la historia" (Ed. Sudamericana, Bs. As., 1985), además de su otra gran obra maestra, entre cientos, miles de ensayos: "Amérigo y el nuevo mundo". Comienza "El revés de la historia": "En la historia de Occidente hay una aventura llamada América. La más grande aventura después del Cristianismo. Cuando América entra en la escena, la Tierra –plana y pequeña– se hace redonda y grande; ...el mundo se hace –todo el mundo– Nuevo".

Las claves del Nuevo Mundo

Octavio Paz, en "Sor Juana Inés de la Cruz", –la monja Juana de Asbaje– no propone nada parecido. Pero es lo que logra decir con una hondura conmovedora. No es sencillo descubrir todas las claves que va dejando caer. No se puede descifrarlas si se ignora, de manera absoluta, a los poetas desde Amado Nervo, Rubén Darío y Leopoldo Lugones o no se recuerda o se desconoce al Mio Cid. Pero de estas claves va surgiendo la unidad del Nuevo Mundo, porque, como dice Arciniegas, desde que los europeos ponen el pie en tierra americana, todo el mundo es nuevo: también Europa es otra en adelante.

Queda la última gran lección de Sor Juana Inés de la Cruz, lección conmovedora, que la enlaza con el espíritu esencial y definitorio de Occidente. Lo que quiere por sobre todo la monja mexicana es saber. Pero, dice Octavio Paz (pág. 122, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1982) "el saber es osadía, violencia..." "Esta conjunción no excluye a la libertad... el conocimiento es una transgresión cometida por un héroe solitario que luego será castigado" ¿No vemos resurgir la figura de Prometeo encadenado pagando el precio de haber descubierto el fuego?

Sor Juana ama la sabiduría. Por eso ama los libros. Lee y lee. Y escribe. Porque quien ama el saber, ama trasmitirlo. Como Sócrates en la plaza. Como Galileo en sus libros.

Sor Juana ha decidido consagrarse al saber ¿Traición a Dios? No. "Negación al matrimonio, amor al saber, masculinización, neutralización: todo esto se resuelve en una sola palabra no menos poderosa: soledad. Impuesta por el mundo, ella la transformó en destino aceptado y aún elegido... Si su destino aceptado y aún elegido... Si su destino eran las letras no podía ser ni letrada casada ni letrada soltera. En cambio, podía ser monja letrada".

Sigue Octavio Paz: "Con lucidez y melancolía, la poetisa encarece el ánimo que la hizo elegir un estado que no cesa sino al llegar la muerte. Pero le parece que hubiera sido más alto y heroico, incluso a riesgo de ser fulminada, coger por las riendas el carro del Sol y vivir a la intemperie". Y cita Octavio Paz los endecasílabos inmortales de Juana: "Si los riesgos del mar considerara / ninguno se embarcara; si antes viera / bien su peligro, nadie se atreviera / ni al bravo toro osado provocara / Si del fogoso bruto ponderara / la furia desbocada en la carrera / el jinete prudente, nunca hubiera / quien con discreta mano lo enfrenara. / Pero si hubiera alguno tan osado / que, no obstante el peligro, al mismo Apolo / quisiese gobernar con atrevida / mano el rápido carro en luz bañado, / todo lo hiciera, y no tomara solo / estado que ha de ser toda la vida".

Sor Juana Inés de la Cruz sabe, o intuye, o espera, el destino que la aguarda. Debe abjurar al final de sus días. Promete dejar las letras. Pero, ¿abjura? Todavía, después de su promesa, tiene algo que decir. Es que la fe en el saber es tan alta que comprende que no se opone a la fe. Las trampas no son tales, sino que aparentan serlo.

Sócrates, Juana, Galileo

El maravilloso librito, de apenas 70 páginas de pequeño formato, de Friedrich Dessasur, sobre "El caso Galileo y nosotros", finaliza con estas palabras: "Es verdad lo que dijeron Solón, Pablo, Agustín y Tomás: lo visible es sólo signo de aquello que no vemos. Es inefable vivencia para el investigador sumirse en esa profundidad y ser el primero en conocer algo nuevo para la humanidad".

Galileo se exaltó con esa dicha. Puede permanecerse frío –es la actitud de muchos– pero también es posible sentir estremecimiento "como si se hubiese tocado el mismo manto de Dios".

Este estremecimiento lo sintió Sócrates y debió beber la cicuta por ello. Lo sintió Galileo, y fue condenado al silencio y al ostracismo. Y, añade Octavio Paz, lo sintió a lo largo de su vida, en el Reino de la Nueva España, Juana de Asbaje, Sor Juana Inés de la Cruz, quien fue obligada a abjurar, aunque no sabemos si abjuró. Porque "Juana Inés –afirma Octavio Paz, (pág. 117, op. cit.) habita la casa del lenguaje. No poblada por hombres o mujeres sino por unas criaturas más reales, duraderas y consistentes que todas las realidades y que todos los seres de carne y hueso: las ideas. La casa de las ideas es estable, segura, sólida. En ese mundo cambiante y feroz, hay un lugar inexpugnable: la biblioteca".

Allí se refugia la monja mexicana. De allí la rescata Octavio Paz. La pone en su lugar, en Occidente, con Sócrates y con Galileo. Porque para quienes todavía no lo habían advertido, América y Europa son Occidente.

Octavio Paz, este hombre que escribe en un maravilloso español, como Arciniegas, Uslar Pietri o Vargas Llosa, nos lo recuerda. En el mundo de sus libros, sentimos también un "estremecimiento como si hubiésemos tocado el mismo manto de Dios".


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina