Artículos
Publicados en el diario La Nación bajo el seudónimo
de Jorge Lacanna
Prólogo
Algunas
personas se preguntan, a veces: ¿pero, quién
es Jorge Lacanna? Puedo dar una respuesta fácil, tan
fácil que, como suele ocurrir, o no será entendida,
o semejará una humorada. Porque yo, al menos, debería
contestar: Jorge Lacanna soy yo.
¿Y
quién es usted?, seguiría un interrogador racionalista
y formal. Pues Luis Jorge Zanotti. Acá está
mi cédula de identidad, mi DNI, con fotografía,
impresiones digitales y sellos. Hijo de fulano y de mengana,
nacido en tal lugar y fecha. Bien documentado, pues. Entonces,
el interrogador podría decir, algo molesto: ¿y
por qué no firma Ud. con su nombre y apellido verdaderos
y nos quita de dudas, y da la cara en cambio de inventarse
nombres y seudónimos?
Tate,
tate, andemos con tiento, como diría –supongo–
algún escritor clásico en nuestro buen español
ya un tanto olvidado por las plumas habituales. Porque, si
me apuran, yo diría que hay otro interrogante mayor,
previo, y esencial. La pregunta de fondo, la gran cuestión,
debería ser, o podría ser, creo, otra. Nada
menos que esta: ¿y quién es Luis Jorge Zanotti?
Porque los documentos, los "papeles", los artilugios
abundantes y superpuestos con los cuales las burocracias nacionales
e internacionales me fichan, me identifican, me controlan
y me coartan, sirven, de verdad, sólo para eso, no
para decirme, ni a mí ni al prójimo, quién
soy de verdad.
O
como diría Unamuno, el altísimo removedor de
conciencias, de la fe y de la existencia, el maestro sin par
del existencialismo, el filósofo audaz, el lingüista
genial, lo que importa es saber quién soy yo "de
verdad y no de mentirijillas", porque por ese que soy
de verdad, y por ese, sobre todo, que "quiero ser"
de verdad y no de mentirijillas, Dios me salvará o
me condenará por toda la eternidad.
Ahora
podemos empezar de nuevo. Este Jorge Lacanna no es sino un
seudónimo como en el mundo han sido tantos y tan famosos,
como no lo será el mío, claro está.
¿Y
por qué usa seudónimos un escritor? Vaya uno
a saber. Porque sí, por ocultarse, por encontrarlo
gracioso, por eufonía literaria... la lista de las
razones es inacabable.
En
más de un caso, empero, la decisión responde
al deseo, comúnmente inconfeso, más bien soterrado
en la intimidad del ánimo que ni a la almohada quiere
confesarse, de hacer algo distinto de o que un destino ya
más o menos inmodificable, parece haber señalado
como camino y como máscara con la cual –como
en el teatro griego de la Antigüedad– debemos circular
por el teatro de la vida. Y vaya esto de teatro en todos los
sentidos que quiera el lector darle...
Entonces,
un médico con algún relieve en una especialidad
del arte de curar quiere escribir cuentos policiales o páginas
de humor, o un abogado ilustre siente la comezón adolescente
de hacer poesías, o el filósofo quiere divertirse
haciendo una obrilla de teatro, y una especie de recato o
de pudor lo lleva a escindir su nombre en dos y si tiene la
oportunidad de publicar los frutos de estas escapadas furtivas
del oficio al cual está consagrado y en el cual es
conocido, busca un seudónimo que señale la línea
divisoria y evite confusiones o provoque, quizás, comentarios
o apreciaciones que podrían ser equívocos.
Los
ejemplos abundan en el mundo de las letras, y en la Argentina
no faltan. Un caso muy poco conocido –en realidad, prácticamente
desconocido con excepción de un puñado de estudiosos–
es el del que sin duda fue el mayor pedagogo argentino del
primer tercio del siglo XX: Víctor Mercante. Fue una
figura de prestigio internacional; dejó una serie de
obras de Metodología que por décadas sirvieron
como textos de cabecera de innúmeras promociones de
maestros normales en todo el país y obras de investigación
de psicología pedagógica de un nivel científico
como nunca se habían conocido, antes, entre nosotros.
A él recurrió Joaquín V. González
para fundar y organizar la Facultad de Ciencias de la Educación
–la primera de este carácter en América
latina, hoy Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación–
en la Universidad Nacional de La Plata.
Este
hombre escribió, relativamente joven, una obra deliciosa,
con una pluma notable, en un español de riquísima
contextura, que es algo así como una "Juvenilia"
de sus años en la Escuela Normal del Paraná,
de la que fue uno de sus más famosos egresados, y que
abarca los años del rectorado de José María
Torres.
A
nuestro juicio –perdón por la heterodoxia–
es superior a la obra de Miguel Cané. El libro se llama
"Los estudiantes" y durante muchísimos años
no se supo que el autor era Mercante: lo firmó con
el seudónimo de Federico Scanavecchia. La certeza –actualmente
indiscutida– de que Scanavecchia y Mercante fueron la
misma persona, se alcanzó mediante investigaciones
y probanzas ulteriores.
La
obra –a la que con motivo del centenario de la Escuela
del Paraná dedicamos un ensayo– muestra un hombre
muy diferente de la imagen que la vida y la obra pedagógica
de Víctor Mercante ofrecen. Contiene rasgos de humor
que toman el pelo sin excesiva caridad a los que aplicaban
las normas metodológicas del normalismo positivista
con rigor de creyentes y terminaban enredados en ellas, para
desesperación de los profesores de práctica
de la enseñanza.
¿Quién
es, pues, el hombre "de verdad"? ¿Quién
es el más real? ¿Mercante o Scanavecchia? ¿El
severo pedagogo, el autor de la "Metodología"
que nutrió a generaciones de normalistas? ¿O
el romántico joven que cuenta sus enamoramientos casi
adolescentes en la ciudad de Paraná mientras asistía
desde afuera a los saraos en las mejores casas de familia?
¿O el sabroso humorista capaz de bromear con las ciencias
y las letras? ¿O el jovencísimo diputado provincial
en San Juan? ¿O, finalmente, el conmovido amigo de
Pablo Beruti, el músico frustrado en una capital de
provincia? ¿O el autor de óperas en italiano
sobre temas americanos?
¿Quién
eres? podrían haberle preguntado. El agnóstico
que murió, en 1938, simpatizante del socialismo, amigo
de José Ingenieros y confesado admirador del positivismo
cuyo maestro principal fue para él Pedro Scalabrini,
en Paraná, seguramente no hubiera respondido: Yo soy
yo y mi circunstancia, ni, mucho menos, yo soy el que quiero
ser o el que Dios querrá que sea. Pero Unamuno no le
hubiera admitido que escapara por la tangente. Lo hubiera
arrinconado, y desnudándole la conciencia lo hubiera
puesto ante la interrogación esencial de la muerte
y la inmortalidad y lo hubiera llevado –como Sócrates,
bien que con modos menos amables que el ateniense– a
reconocer que si bien en cada uno de nosotros hay muchos yo,
estamos compelidos, por imperio superior, a encontrar un yo
"de verdad y no de mentirijillas", que, por cierto,
nada tiene que ver con el yo de nuestros documentos y papeles
burocrático, ni con fotos o impresiones digitales ni
con sellos multiplicados ad infinitum, y muy poco que ver
–además– con el yo que los demás
nos asignan, porque por razones de comodidad y hasta de tranquilidad
necesitan que seamos uno, de una vez y para siempre, y no
los confundamos con imágenes y máscaras de personajes
diferentes.
En
un hermoso artículo –rescatado por la memoria
y la admiración de mi mujer por el autor– escrito
con la maestría con que siempre lo hizo, Eduardo Mallea,
el 23 de julio de 1970, decía en las páginas
de La Nación, debajo de un título suficientemente
explícito: "Las no vividas vidas": "Hemos
podido ser tal cosa o tal otra, tal existencia o bien aquella,
ignota, quizás imaginables, quizás imaginada...
¿Y si hubiéramos adivinado a tiempo eso otro?...
Lo más adverso o vanamente cruel de la vida no es que
concluya. Es que no haya sido más que ella..."
En
todo ser humano surge, en algún momento de su existencia,
el afán por hacer algo más de lo que
siempre se hizo, por ser algo más, o diferente, mejor
dicho, de lo que siempre se fue. Yo soy yo y mis otros yo:
esos yo soterrados en lo profundo de mi intimidad, ocultos
ya por una existencia en marcha, que entre otras singularidades,
ostenta la de no ser desandable. El camino recorrido no se
desanda. Pero es posible, quizás, elegir otros caminos
nuevos. ¿Y cuál de esos será el mío
de verdad, el auténtico, el único? Probablemente,
ninguno. Sólo al cabo del caminar, cuando ya no quede
tiempo para dar otro paso, todas las sendas serán una
y el Señor sabrá quién he sido, o quién
soy, de verdad y no de mentirijillas.
Porque
"las no vividas vidas" son, o fueron, o serán,
también mías, lo sepa mi prójimo o no.
Sólo
añadiría algunas muy pocas consideraciones.
Una es que Jorge Lacanna está formado, simplemente,
por mi segundo nombre y mi segundo apellido. (Y si los aficionados
al psicoanálisis dijeran que Luis Jorge Zanotti, firma
del especialista en educación, me identifico con la
figura paterna, por tantos motivos respetables, y con Jorge
Lacanna con la materna, por tantos motivos admirada, sólo
diré que la tesis no se puede probar, pero tampoco
invalidar, y que, en última instancia, no me molesta).
Otra
consideración es que escribir es un hermoso menester.
Amo el ejercicio de hilvanar palabras; envidio a los escritores
de bien merecidos lauros y encuentro gozo en manejar la lengua
mediante el instrumento maravilloso del alfabeto. Y que si
por mí fuera, y si tuviera tiempo, fuerzas y ¡ay!
algún genio, me encantaría usar más de
un seudónimo para escribir sobre asuntos diversos y
desbarrar a gusto sobre temas de toda clase.
Y
por fin: cada ser humano es más que uno. Creo, con
Unamuno, que importa mucho, que es decisivo, en efecto, procurar
"saber quién soy" –ya lo dijo Sócrates:
conócete a ti mismo– y que importa mucho más
"querer ser uno". Pero tengo una pequeña
reserva, aunque probablemente espigando a fondo en el pensamiento
del rector de Salamanca no se encontrarían discrepancias
en este punto: si bien Dios ha de salvarme por lo que yo haya
querido ser de verdad y de mentirijillas, el único
que sabe de verdad quién soy es, precisamente, Dios.
No
preguntemos, pues, a nuestro prójimo: ¿quién
eres? La respuesta no es de este mundo.
Luis
Jorge Zanotti
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Nosotros,
los responsables
Publicado
el 21 de agosto de 1979
Nuestros hijos entraron a las empresas con la computadora
funcionando. Nuestros padres se jubilaron sin conocerla. Nosotros
tuvimos que introducirla y hacer el cambio de sistema.
Nuestros
hijos se formaron con clases de educación sexual desde
el jardín de infantes y aprendieron a hablar explicando
cómo las semillitas del papá fecundan a mamá.
Antes de terminar la escuela primaria explicaban en la mesa
hogareña la anatomía de los órganos reproductores
masculinos y femeninos, atreviéndose hasta a nombrar
a los espermatozoides. Nuestros padres pasaron a mejor vida
sin mencionar en alta voz esos temas, y las operaciones quirúrgicas
correspondientes se nombraban con suaves eufemismos o circunloquios.
A
nosotros nos educaron nuestros padres en esa mentalidad, pero
debimos ubicarnos en la de nuestros hijos para formarlos en
la realidad contemporánea.
Nuestras
madres nos dieron a luz en sus propios hogares y con el primer
vagido sus brazos nos arrullaban en el lecho conyugal y nos
arropaban junto con los mimos de abuelas, hermanos, parientes
y servidores. Nuestros hijos nacieron en asépticas
instituciones hospitalarias y nos los arrebataron, en nombre
de la higiene sacrosanta, para custodiarlos en todavía
más asépticas “nurseries”, de donde
sólo los extraían unos minutos cada tantas horas
para ponerlos al pecho de la madre, bajo la mirada vigilante
de una enfermera especializada y sin la presencia contaminante
ni perturbadora de parientes o allegados.
Nuestros
nietos, aunque sigan naciendo en la clínica, volverán,
a la usanza antigua, a ser entregados a la madre apenas respiren,
para evitarles los horribles traumas derivados del alejamiento
brusco del seno materno, porque según ahora nos enteramos
nada menos que el latir del corazón de mamá
los tranquiliza psicológicamente.
Nosotros
debimos convencer a los abuelos para que toleraran la disciplina
de la “nurserie” y ahora debemos convencernos,
abuelos a nuestro turno, de que la higiene apenas si importa
frente a las exigencias del desenvolvimiento psicológico
de los días iniciales de la vida.
Usos
y costumbres
Nuestros padres hicieron su noviazgo ante la mirada vigilante
de los mayores y nuestros hijos en medio de la libertad absoluta
de comportamientos, salidas, retornos y expresiones afectuosas.
Nosotros seguimos sin saber cuál de las dos conductas
era o es peor.
Nuestras
madres no estudiaban –salvo excepciones– en las
universidades y nuestras hijas miran con desdén a la
mamá que no es licenciada. Pero nosotros posibilitamos
el cambio.
En
las reuniones familiares arreglamos los asuntos de tal forma
que nuestros hijos adolescentes no escandalicen a nuestros
padres, sus abuelos. Pero en las mismas reuniones pedimos
a nuestros padres que no cargoseen a nuestros hijos –sus
nietos– con querellas por comportamientos contemporáneos.
Nuestros
padres llegaron casi a la vejez sin saber de inflación
ni de depreciación monetaria. Creyeron, y creen, todavía,
en el ahorro. Nuestros hijos jamás lo creerán
porque nacieron con la inflación en marcha y no pueden
admitir que valga la pena evitar un gasto. Nosotros, tuvimos
que adaptarnos a las dos situaciones.
Nosotros
vivimos el cambio de la liturgia, la desaparición del
latín en la misa y el reemplazo del órgano y
la música gregoriana por la guitarra y el folklore.
Debimos entender y aceptar que se puede pasar de la sotana
al jean por aquello de que hábito no hace al monje.
Y sin embargo, nosotros –los hombres y las mujeres que
andamos entre los cuarenta largos y pasamos los cincuenta–
somos la generación que sobrellevó el cambio,
que paso del tranvía y el transatlántico al
avión de reacción y que habiendo conocido los
aparatos de radiofonía antiguos vio al hombre poner
el pie en la Luna; que aprendió a manejar la presencia
de la TV en el hogar y se adaptó a la era del turismo
masivo; que comprendió y comprende a los abuelos y
a los hijos; que del grito enérgico o la palmada rotunda
supo pasar a la colaboración con la maestra reeducadora
o a las lecciones de psicología infantil.
Un
cierto respeto
Nosotros confortamos a quienes nos antecedieron y a quienes
nos siguen. Al fin, probablemente, no sea gran cosa lo que
hemos hecho. Pero en medio de los derechos de los niños
y de la atención y el respeto a la tercera edad y entre
el ayer y el hoy y el mañana, y entre el corte a la
americana, símbolo de higiene y decoro de los hombres
del 40, y las melenas aceptadas en el 70, haber sabido pasar
sin excesivos traumas ni complicaciones del chaleco obligatorio
a la chomba para toda ocasión, y aún mantener
la serenidad y el equilibrio para mirar cuanto ocurre con
un mínimo de humor y hasta de ironía bienintencionada,
no parece baladí ni demasiado poco.
Nosotros,
también, merecemos cierto respeto y nos hemos ganado
nuestro lugarcito en la historia. Al menos en la “petit
historie”, la de cada día de la vida corriente.
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Hubo
una vez una Edad de Oro
Publicado
el 26 de agosto de 1979
Hubo una vez una Edad de Oro en la cual los hombres apenas
si disponían de los alimentos necesarios para sobrevivir,
de los abrigos rústicos indispensables para no morir
de frío, de viviendas elementales para protegerse de
las inclemencias, de utensilios y útiles que con duro
esfuerzo corporal les permitían arrancar de la Naturaleza
frutos sin abundancia. En sus chozas o en sus casas no conocían
el vidrio, y los ventanuscos se abrían dejando pasar
el viento y a veces la lluvia o se cerraban ahogando a sus
moradores con el humo de los hogares enclavados en la habitación
común.
La
vida de los campesinos era dura y las mujeres reemplazaban
en ocasiones a las bestias de carga arrastrando los arados.
Un reducidísimo número de grandes señores
se atiborraba, en castillos o mansiones, y eso no siempre,
con festines en los cuales se comía hasta el hartazgo,
pues ni aún esos grandes señores se sentían
seguros de disponer de tales mercedes al día siguiente.
Las ciudades, desde la Roma imperial, no eran por cierto dechados
estéticos y los hedores de los residuos y los efluvios
de los desechos de hombres y animales solían convertirlas
en sitios malsanos y desagradables.
Desde
los orígenes de la presencia del hombre sobre la Tierra,
el espectro de la peste y del hambre rondó sobre su
existencia, como hoy todavía en algunos países.
Entre los siglos XV y XVII, en salones bien protegidos del
calor y del frío, iluminados por cientos de velas que
innumerables criados habían encendido, unos pocos hombres
y mujeres de la realeza y de las cortes podían deleitarse
oyendo la mágica belleza de los claves, de las violas
y de las flautas que los maestros de capilla componían
para ellos, mientras a la intemperie los cocheros procuraban
ponerse a buenas con los criados para recibir algo de la pitanza
palaciega o acogerse al fuego de las cocinas señoriales.
Gutemberg llego con sus tipos móviles y sólo
entonces tuvo algún sentido pensar en enseñar
a leer a las masas, pues hasta el XVIII o el XIX el analfabetismo
era la regla para la inmensa mayoría de la humanidad.
El
fin de aquellos buenos tiempos
Esta Edad de Oro –sería mejor decir estas edades
doradas– esta bienandanza de la humanidad en medio de
la escasez, del hambre, del frío y el rigor de los
duros trabajos en los cuales la fuerza de las bestias era
la sola ayuda para el músculo de los hombres, aquellas
viviendas elementales, aquellas masas de analfabetos ¡ay!
se han ido.
Un
demonio inteligente, una ráfaga de locura irrazonable,
un despertar de descubrimientos en la ciencia y en la técnica,
llevó a la humanidad a la insensatez de la Revolución
Industrial y de ahí en más los países
que la siguieron fielmente comenzaron a atiborrar de proteínas
y de grasas a sus habitantes, mientras prolongaban sus vidas
y sus condiciones sanitarias hasta llevarlos a vivir generalizadamente
más de cincuenta, de sesenta, de setenta años,
hasta llegar al punto de tener que alertarlos sobre los riesgos
de los lípidos y de las grasas y evitarles los fantasmas
de la hipertensión, que nunca llegaron a preocupar
a sus antecesores, pues merced a la escasez y a la severidad
de los elementos de la Naturaleza dejaban este valle de lágrimas
a edad mucho más temprana, cuando ni la hipertensión
ni la arteriosclerosis tienen oportunidad de manifestarse.
Se
ha perdido aquella Edad Dorada y ahora en los países
que siguieron los dictados de este seductor demonio del industrialismo
y de la tecnología una inmensa mayoría de sus
habitantes leen y escriben, consumen libros de bolsillo y
cantidades increíbles de diarios y revistas, mientras
el vidrio es un elemento al alcance de todas las viviendas
y la energía eléctrica provee de comodidades
sin fin.
Ha
concluido aquella conmovedora edad en la cual grupos reducidísimos
de nobles cortesanos escuchaban a Haydn, a Bach y a Mozart
para dar paso a una sociedad masificada en la cual los discos
que encierran tanta belleza se venden como simples mercaderías
que permiten luego, a millones de hombres de todas las condiciones
sociales, disfrutarla en la intimidad de sus hogares mediante
aparatos reproductores de fidelidad extraordinaria. Los grandes
artistas viajan en estas conquistas perversas que son los
aviones de chorro y desparraman su arte ante teatros repletos
que estimulan a nuevos cultores de la música y del
arte y hasta la cinematografía –¡horror!–
emplea su técnica para poner el ballet y la ópera
y el concierto en manos de las masas, por pocas monedas, a
cualquier hora, en cualquier barrio en cualquier ciudad.
No
hay vueltas. Hemos de resignarnos. La dorada edad de la escasez
ha sido derrotada por la sociedad de consumo.
Los
grandes profetas
Cuando los primeros síntomas se advirtieron, unas pocas
mentes clarividentes lanzaron su voz de alarma. Frente al
capitalismo que ponía en marcha la industria y la técnica
de Occidente, clamaron para convencer a los hombres de la
necesidad de oponerse y los advirtieron cómo por ese
cambio habría cada vez más pobres y cada vez
más ricos que se encerrarían a disfrutar de
sus fortunas logradas a expensas de aquellos. Hicieron para
demostrarlo un experimento gigantesco y volcaron un inmenso
país por la ruta contraria del socialismo.
Sesenta
años después, todas las predicciones les fallaron.
En
ese país han logrado, empero, mantener en pie la felicidad
de la escasez. En los que se entregaron al canto de sirena
de la técnica los hombres fueron atrapados por la sociedad
de consumo y además de comer, de vestirse, de colmar
las aulas de las escuelas medias y de las universidades, escuchan
música, leen y ahora hasta llenan los aviones y los
hoteles y han transformado la élite del turismo en
una masa compacta de hombres y mujeres de clases medias y
bajas que viaja descubriendo un mundo que se brinda a su alcance.
Una
esperanza
Las mentes clarividentes nos lo habían advertido: habría
cada vez más ricos y más pobres. Salió
mal la profecía, pero no importa. Puesto que el socialismo
ha mantenido la escasez y el capitalismo ha traído
la abundancia, todo consiste en condenar la sociedad de esa
abundancia y mientras desmitificamos a esta mitificamos la
escasez. Empero, todo parece indicar que esta historia cambiará,
quizá, muy pronto. Unos cuantos hombres con poder para
jaquear el nefasto capitalismo industrial de Occidente están
haciendo cuanto pueden para que la “edad” dorada
de la escasez vuelva a sentar sus reales sobre la Tierra.
Quienes se esforzaron hasta hoy sin mucho éxito contra
el consumismo alienante han encontrado ya en Irán un
aliado que les garantiza que por lo menos en ese país
el disco dejará de ser un factor de alienación
de la juventud.
Si
tenemos suerte, para el siglo XXI la sociedad de consumo habrá
dejado de ser este mal sueño que vivimos ahora y la
escasez volverá a dorar la vida de los hombres sobre
la Tierra. Se la habrán ganado en buena ley.
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“Entrar,
permanecer, transitar y salir...”
Publicado
el 8 de septiembre de 1979
La libertad es un concepto cuya comprensión cabal suele
escapársenos. Es probablemente, excesivo el esfuerzo
que impone a nuestro intelecto. Por eso, a menudo, las invocaciones
a la libertad rinden frutos escasos a los hombres públicos
pues los hombres comunes prefieren rendirse a quienes les
proponen bienes más tangibles y más inmediatamente
a la mano. Pero el problema nace cuando una pequeña
libertad nos es negada, cuando un derecho concreto nos es
retaceado, cuando nos encontramos con que se nos prohíbe
o se nos impone lo que no queremos. Es que el hombre común,
aquel que no comprende bien qué quiere decir libertad,
entiende en cambio, y muy bien, cuáles son y qué
significan “las libertades” concretas y quizá
pequeñas, esas de cuyo goce está hecha la vida
cotidiana del hombre libre.
Véase,
por ejemplo, cómo es fácil comprender –y
sin embargo cuántos seres humanos se empeñan
en no hacerlo o en olvidarlo– la profunda significación
de una de esas que llamamos por razones discursivas “pequeñas
libertades. Nuestra Constitución la expresa en síntesis
magistral: “entrar, permanecer, transitar y salir del
territorio argentino” ¿Se quiere algo más
decisivo, más definitivo, en fin, para sentirse el
hombre en verdad libre que el ejercicio de esta concreta libertad?
Obsérvese
la suprema generosidad de la ideología liberal de la
Constitución legada por los hombres del 53. El ciudadano
y aún el simple habitante de la República tienen
obligaciones con su patria, con su tierra natal o adoptada.
Debe armarse en su defensa, debe cumplir sus leyes, honrar
su bandera, y por imperio de otras leyes derivadas de la Carta
Magna, pagar los tributos, prestar servicios obligatorios
como carga pública, votar y hasta amar a su patria.
Pero es libre de entrar, permanecer, transitar y salir de
su tierra, de su patria.
Libertad
suprema: salir. No es un prisionero, no está sujeto
a condicionamiento alguno. Puede elegir otra tierra, puede
renunciar a la suya, puede radicarse definitivamente, si quiere,
en otro lado.
Sus
compatriotas serán, luego, libres también para
evaluar su acción, para juzgarlo en la intimidad de
su conciencia. Se puede decir lo que se quiera del compatriota
que abandona la tierra natal para radicarse en otro país
y allí trabajar, vivir, constituir su hogar o pasar
largas temporadas. Pero la ley no puede prohibírselo.
Su acción pertenece al sagrado recinto al cual no llega
la autoridad de los magistrados y, según la fórmula
nobilísima del artículo 19, pertenece al dominio
privado y como tal está reservada sólo a Dios.
En
los países libres, los hombres libres pueden salir
de su tierra cuando quieren; pueden retornar a ella; pueden
transitar por su territorio y permanecer dentro de él,
donde prefieran.
La
diferencia esencial
Si se quiere una diferencia esencial con los despotismos y
los totalitarismos de todos los signos, en este punto se la
hallará. Apenas se instala el régimen marxista,
por ejemplo, en un país cualquiera, la libertad de
salir queda suprimida. Todos sus habitantes se han convertido,
de pronto, en prisioneros. Las barreras burocráticas
y materiales se alzan eficaces e insalvables.
Siempre
la dirección en la cual se interpone el obstáculo
es la misma. Esa dirección va de Alemania Oriental
hacia la República Federal, no a la inversa. Desde
Cuba hacia Miami, no al revés. Desde la Unión
Soviética hacia los países de este lado de la
cortina, no hacia el otro. Siempre desde allá hacia
aquí, jamás al revés.
Cuantos
quieran pasar de la República Federal a la Alemania
Oriental pueden hacerlo. Nadie les disparará si cruzan
el muro en esa dirección. Pero da la casualidad que
casi nadie lo intenta. En cambio se cuentan por miles quienes
arriesgan la vida para franquearlo en dirección opuesta.
Estados
Unidos debe defenderse, mediante complicados controles burocráticos,
de una especie de invasión pacífica de mejicanos
que quieren penetrar en su territorio y de hombres de todas
las latitudes que prefieren vivir en su suelo, haciendo de
Nueva York, por ejemplo, una Babel de idiomas, de costumbres
y de problemas sin cuento. Pero de Cuba no se puede salir.
Salir
a pesar de todo
Ya he conversado en Miami con un cubano joven, ingeniero graduado
en Estados Unidos, que dejó su tierra alrededor de
tres lustros atrás, cuando Castro permitía salir,
con un denigrante régimen de cuotas, a grupos familiares
que debían declarar previamente su intención
y luego, cuando se los llamara, partir “con lo puesto”.
Esto no es una frase. Este joven me contó sus recuerdos
del niño que era entonces, cuando salió con
sus dos padres y su hermana llevando exclusivamente una sola
y pequeña valija con algo así como una muda
de ropa interior para cada uno y nada más. Es fácil
decirlo y difícil imaginarlo: nada más. Todo
debió quedar: los milicianos revisaban la valija y
a cada uno de ellos. Ni dinero para vivir al menos unos días
a su llegada a Miami, ni joyas, por supuesto, ni recuerdos
personales. En la casa todo había sido inventariado
y debía quedar: muebles, objetos, vajillas, ropas,
mantelería, libros, adornos. Quienes querían
irse debían dejar absolutamente todo y saber que no
volverían ni volverían a ver a los seres queridos.
Y en esas condiciones las listas de espera eran interminables
porque eran tantos los que querían irse a pesar de
todo que las demoras eran de meses. Aún con ese régimen,
Castro debió cerrar la puerta definitivamente. Ahora,
ni así se sale de Cuba. Entonces, la gente arriesga
la vida y se larga en botes. Igual que en Alemania Oriental
se cruza, de cualquier modo, y casi siempre hacia la muerta,
el muro de la vergüenza y de la humillación.
Yo
he conversado con un funcionario de un organismo internacional
que se casó con una joven natural de un país
detrás de la cortina de hierro. Consiguió tras
arduos trámites y demoras que le permitieran “salir”
para casarse con él. Tuvieron hijos y la madre de su
mujer consiguió permiso –¿se va advirtiendo
la tragedia inmensa de obtener permisos para esto?–
para conocer a sus nietos y pasar una temporada con ellos.
Pero, naturalmente, el esposo de la abuela quedó en
el país respectivo. Era, en buen romance, el rehén
para asegurar el regreso. Y he aquí el drama: los padres
de la chica quisieran, ahora en la ancianidad, radicarse en
el nuevo país de su hija, hija única, y vivir
los últimos años con ellos y sus nietos. No
pueden. La abuela sabe que si se queda con su hija no verá
nunca más a su esposo. Si vuelve no verá nunca
más a su hija ni a sus nietos. Salir, entrar, permanecer,
transitar...
Un
bailarín más ha desertado de las filas del Bolshoi
y ha decidido radicarse fuera de su patria. La Unión
Soviética debe medir con extremo cuidado a quienes
permite salir de la tierra para hacer una gira por el extranjero.
Debe arbitrar recursos cuidadosos para conservar, de este
lado, algún rehén: madre, esposa, hijos. Este
hombre ha cometido la herejía de los países
donde el Estado es omnipotente y dueño de la vida y
de la muerte de sus súbditos: ha salido de su patria.
Sabe que no podrá volver. En un país libre esto
carecería de sentido: ni exilio ni drama ni problemas.
Salir, entrar, permanecer, transitar...
El
fascismo y el nazismo hacían lo mismo. El hombre era
criatura del Estado. Tenía una patria y a ella estaba
sometido. Como en el marxismo, no se era libre siquiera para
amar a la patria ni para permanecer en ella, pues sólo
permanezco libremente en mi patria, cuando tengo libertad
para dejarla.
La
libertad es un concepto excesivamente grande como para que
el hombre común pueda comprenderlo en su plenitud.
Pero el hombre común comprende enseguida cuando su
libertad de movimiento queda restringida.
Recordemos,
argentinos, la grandeza del pensamiento que en 1853 estampó
de una vez para siempre en la Constitución conceptos
de esta altura moral: nosotros podemos entrar, permanecer,
transitar y salir del territorio argentino. La Constitución
prohíbe al Estado convertirse en juez de los actos
privados de los hombres. Júzgueme, si quiere, con su
palabra condenatoria mi vecino o mi amigo; laméntese
mi pariente. El Estado debe detenerse, en cambio, ante mi
sagrada libertad de salir, de transitar, de permanecer o de
retornar.
La
diferencia es clara. Podemos salir de un país libre
para entrar a otro totalitario. Pero de allá no se
retorna. Por eso, los dramas de estas deserciones o las tragedias
de los que huyen, llevan siempre la misma dirección.
Un hecho tan elemental, tan contundente como argumento, no
parece bastar a quienes quieren, todavía, para sí
y para sus hijos, instalar el paraíso marxista, ese
del cual no se sale. |
Las
acciones privadas de los hombres...
Publicado
el 29 de septiembre de 1979
Alguien dijo alguna vez, en un artículo de valor excepcional
que he perdido: cuando el Estado habla de mi felicidad, tiemblo.
Porque mi felicidad es cosa mía, es un asunto propio
de mi vida privada. Asegúreme el Estado, si quiere
y si puede –lo primero es discutible por muchísimas
razones y lo segundo se advierte difícil a la luz de
los ensayos harto repetidos de nuestro siglo–, vivienda,
salud, comida, vestido, recreación. De allí
a la felicidad hay un trecho, no se sabe nunca si corto o
largo, pero indiscutiblemente de fondo. Y ese trecho debo
recorrerlo por mí mismo. Se trata de mi vida privada.
De esa vida de la cual las tendencias políticas y sociales
–y hasta pedagógicas– contemporáneas
parecen estar olvidándose en exceso. Empero, cuánta
riqueza política, cuánta sabiduría acerca
del hombre, cuánta profundidad religiosa encierra el
notable enunciado del artículo 19 de la Constitución
Nacional: “Las acciones privadas de los hombres que
de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública,
ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas
a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”.
Parece simple. No lo es. Se trata de la esencia última
de una filosofía política basada en la libertad
del hombre y respetuosa de la persona no como abstracción
semántica sino como realidad individual, irrepetible,
concreta, de carne y hueso.
El
hombre y el grupo
Entendámonos. El hombre es un ser social. Ya lo dijo
Aristóteles y desde entonces lo aceptamos y lo comprendemos.
Nace y vive en una sociedad y de ella se nutre para ser hombre.
Pero en Occidente, desde la misma civilización griega
que engendró a Aristóteles, sabemos además
que es un hombre libre dentro de su grupo familiar, social,
político. Por eso, tiene vida privada. La suya, la
propia, la intransferible, la irrepetible, la que lo hace
un ser único en la historia. Sus dolores y sus alegrías,
sus amores, sus odios, sus afectos, sus pasiones, sus tristezas,
sus triunfos, sus derrotas, su nacimiento, su vida y su muerte
son actos y episodios únicos e irrepetibles de un ser
único e irrepetible, que jamás tendrá
un igual absoluto y que –esto duele, pero es así–
jamás podrá abrirse del todo, absolutamente
del todo, a otro. Porque en el fondo último de mi ser,
en la hondura final de mis entrañas, en el rincón
decisivo de mi alma, estoy solo conmigo y alo sumo con Dios
que me aguarda. Este sufrimiento, que a veces puede ser insoportable,
es la condición de mi dignidad suprema: tengo vida
privada.
Esa
privacidad la transmito, en ondas expansivas y compartidas,
a mi grupo primero y esencialmente mío: mi familia.
Tengo –tenemos– familia y esto quiere decir privacidad.
Tengo hogar, es decir el rincón ante el cual se detiene,
como ante un sagrario, el poder del Estado o de cualquier
otro grupo de la sociedad. Tengo mi casa, mi asiento, mi soledad
en todo caso. Tengo derecho a ello y es mi responsabilidad
indeclinable ser de tal modo feliz o desdichado.
Los
ataques a la privacidad
El artículo 19 de la Constitución Nacional merece
el respeto del mundo por la claridad de su texto y la excelencia
de la norma que ha consagrado. Con unos pocos más,
es suficiente para consagrar a la Carta del 53 y del 60 como
alto monumento político de la civilización occidental.
Lástima que los argentinos nos hemos empeñado
en olvidarlo o en desdeñarlo. Lástima, también,
que los constituyentes no hayan podido ir más allá
en la redacción. Porque, como es natural, este artículo
es uno de aquellos ejemplarmente necesitados de la reglamentación
de las leyes y de la interpretación de los hombres.
En ese terreno hemos retrocedido, llevados de la mano por
todas las doctrinas totalitarias del siglo XX, enemigas juradas
de la vida privada de los hombres y amigas de su subordinación
al grupo. Es muy difícil, claro está, trazar
los límites precisos y justos en cada caso para distinguir
cuándo una acción personal o familiar puede
afectar o no a la moral pública –pues este mismo
concepto no es fácil de precisar– o cuándo
de algún modo perjudica a un tercero. Los casos extremos,
solamente, pueden quedar claros. Pero en el medio está
el problema.
Sin
embargo, es fácil advertir cómo las doctrinas
mencionadas se fundan maliciosamente en exégesis interesadas
y se las arreglan para que mediante espaciosas argumentaciones
o traslaciones de efectos causales aparentemente bien fundados
no quede al fin acción privada alguna que no sea susceptible
de ser vigilada, reglamentada o supervisada por el Estado
o por algún otro grupo social intermedio.
Pues,
por supuesto, si llevamos el razonamiento hasta el último
extremo, no hay acción posible de individuo alguno
que de un modo u otro no afecte a la sociedad y no tenga algún
efecto sobre ella, y por ello tanto siempre será pasible
de perjudicar o de beneficiar a terceros. Es sencillo, de
tal modo, avanzar sobre el campo de las acciones privadas
y comenzando por vigilarlas o por exigir cuenta de ellas –aún
con el más inocente propósito de compilación
de datos o de vigilancia fiscal– terminar con reglamentaciones
mediante las cuales no queda ninguna acción privada
“exenta de la autoridad de los magistrados”.
En
ese instante, la libertad del hombre está liquidada
y la vigencia formal de las instituciones es apenas una pantalla
apta para enmascarar una realidad cruda y dolorosísima.
Llega
entonces el momento en el cual nos damos cuenta –tarde–
de que en aras de un grupo omnipotente o del Estado representativo
de todos los grupos posibles debo subordinar mis decisiones
personales en materia de afectos, de constituir o no una familia
y cuándo, de tener o no hijos y en qué número,
de trabajar en una u otra actividad, de residir en uno u otro
lugar, de participar o no de actividades comunitarias, de
quedarme en casa el fin de semana o de leer el libro de mi
preferencia, de emplear mi tiempo libre de un modo u otro,
de emplear mis recursos económicos y, en fin, de disponer
de mi vida a mi antojo, a cuanto me sea dictado por otras
instancias superiores para ser un buen miembro del grupo,
del partido, del Estado.
El pecado mortal
Sí, estimado lector. No hemos caído en un exceso
verbal por inadvertencia. Hemos decidido concientemente, a
sabiendas de todos los riesgos asumidos, cometer el tremendo
pecado mortal de la hora presente. Hemos dicho la frase horrenda:
disponer de mi vida a mi antojo. Sí, estimado lector.
Defendamos este valor olvidado de Occidente: queremos que
el hombre sea libre para disponer de su vida. Puede equivocarse,
puede andar por mal camino, puede derrocharla por vías
lamentables, puede malgastar dotes y recursos. Pero mientras
no afecte la moral pública ni perjudique a terceros,
queremos, con toda el alma, que sea libre de equivocarse,
de malgastarla, de aburrirse, de condenarse. Lo queremos así
porque en verdad queremos que no lo haga de tal modo, pero
sabemos que sólo tendrá valor su conducta si
es libre y de otro modo apenas obtendremos un súbdito,
un esclavo o un irresponsable, y a ese precio ningún
servicio es válido.
Comprendemos
que el Estado debe vigilar mis ingresos para cobrarme los
impuestos respectivos y que no puede ni debo quemar mi casa
si con ello arriesgo el incendio del vecindario, ni dejar
de vacunarme si con ello puedo desatar una epidemia. Pero
no quiero que a partir de ahí se avance al punto de
que mi vida privada quede reducida a la nada y ninguno de
mis actos esté exento de la autoridad de los magistrados.
No
quiero, estimado lector, el horror insuperable de los comités
de vigilancia revolucionaria o patriótica de los regímenes
marxistas que emplean los delegados de manzana o de cuadra
para observar si concurro al acto cotidiano o semanal del
grupo. Quiero que en cada fin de semana se respete mi derecho
a mi vida privada y pueda aprovecharlo o dilapidarlo según
la ley suprema de mi antojo.
Temo
los procedimientos de enseñanza por grupos, que en
sí mismos no son malos ni propiedad de una ideología
determinada, pero que a menudo son la trampa para encerrar
a las mentes y a los corazones en la subordinación
absoluta al equipo estudiantil y conducirlos después
a la subordinación absoluta al Estado.
Es
penoso que el hombre, que cada hombre, no actúe siempre
de la mejor manera posible y que sus acciones sean a veces
malas o equivocadas. Pero esa libertad es el precio de ser
hombre. Cuidado con las tentaciones grupales o estatistas,
que comienzan por fundamentar su derecho a inmiscuirse en
mi hogar para cobrarme el impuesto a las ganancias y pueden
terminar por destruir mi vida familiar privada; que con el
entusiasmo por la moralidad pública terminan vigilando
la conducta individual de cada hombre y mujer en sus relaciones
privadas y que con el afán aparentemente perfeccionista
de planificar los recursos humanos del futuro terminan indicando
a cada habitante qué debe estudiar y en qué
debe trabajar.
Conviene
releer el artículo 19 de la Constitución Nacional.
Y evitar que, en su necesaria interpretación y reglamentación
por medio de todas las leyes que han de dictarse para organizar
la vida de la República, el péndulo se incline
tanto hacia un lado que termine por ser letra muerta. El artículo
19 es el custodio principal de la libertad. Y al fin, no hay
acción que más afecte a la moral pública
y que más perjudique directamente a terceros que atentar
contra la vida privada de los hombres.
Deténgase
el Estado ante la puerta de mi hogar y ante la puerta de mi
alma. La Constitución lo dice sabiamente: déjenme
allí a solas con Dios. |
Los
amigos sinceros
Publicado
el 14 de diciembre de 1979
Los amigos sinceros constituyen uno de los grandes riesgos
de la existencia. Nada como ellos para evitarnos los males
que nos acechan a cada paso, pero nada como ellos, también,
para dejarnos en medio de las mayores desazones del ánimo.
Los amigos sinceros son quienes, con toda sinceridad y sin
tapujos ni medias tintas –para algo nos quieren y son
nuestros amigos sinceros– nos advierten que la corbata
que nos hemos puesto nova, en modo alguno, con el traje ni
con la camisa. Los amigos sinceros son quienes nos abren los
ojos para alertarnos sobre algunos defectos estéticos
de la amiguita con la cual estábamos saliendo contentísimos,
y a quien veíamos como un dechado de belleza y elegancia.
Nos advierten sobre muchas otras cosas. Por ejemplo, que estamos
empezando a engordar nuevamente. Que debemos cuidarnos de
fulanito porque –nos lo confían con la buena
intención propia de un amigo sincero y para que estemos
advertidos– ha estado hablando regular de nosotros.
Que debemos estar atentos en el trabajo porque parece que
el gerente no mira con satisfacción nuestro rendimiento.
Lo cual nos lo advierte porque nos aprecia y desea que sepamos
cómo conducirnos o cómo maniobrar para evitar
la amenaza latente.
Con
los amigos sinceros no es posible enojarse. Tienen tanta buena
voluntad, se preocupan con tanto empeño por nuestra
salud cuando nos ven comer o beber con algún exceso;
atienden con tanto interés nuestros estados de ánimo
si en alguna ocasión gritamos de más o nos enfadamos
de menos, que no pueden sino merecer nuestro agradecimiento.
Han hecho de la sinceridad su estilo de vida. Son incapaces
de mentirnos. Nada de adularnos. Cuando nos presentamos ante
sus ojos con un traje recién estrenado, su inquebrantable
línea de conducta les impide ocultar o siquiera disimular
la severidad del juicio y no se permiten la alabanza pueril
–que en el fondo de nuestro corazón de niño-hombre
esperamos ansiosamente– sino que explican con corrección,
pues por algo nos quieren, el error de haber elegido ese color,
ese modelo, esa tela. Disculpame, suelen añadir, sabes
que a vos no puedo engañarte.
La
sinceridad es un arma terrible. Esgrimida a toda costa y en
todo momento, celosamente sostenida y claramente expresada,
no distingue de matices. Olvida que los hombres no piden siempre
la verdad y confunden el deber del sabio con la dulzura del
amigo. La amistad no debe ser nunca sincera enteramente, sino
amistosa, lo cual es muy diferente. Al amigo no le pedimos
la verdad sino el consuelo y el afecto. Al amigo acudimos
cuando estamos inseguros para que nos dé una mano para
afirmarnos, por supuesto a costa de la pequeña mentira
que estamos buscando para contraponer a la angustia pequeñita
o grande que cuidadosamente ocultamos. Del amigo pedimos la
frase de aliento. Esperamos que nos diga que se nos ve mucho
mejor cuando tememos por el diagnóstico reciente; que
nos elogie la mujer amada si en algún resquicio de
nuestra intimidad sabemos que no es del todo hermosa; que
nos tranquilice en el día en que todo parece haber
salido mal en el trabajo.
Yo
he aprendido a huir de los amigos sinceros y a refugiarme
en los otros, en aquellos que me quieren menos y me consuelan
más.
|
La
inversión del tema
Publicado
el 16 de diciembre de 1979
Es necesario confesarlo: estamos intimados. Un temor nos detiene
en el momento de sentarnos a escribir estas cuartillas acerca
del tema que hemos elegido. Pues se trata de algo así
como de salir a enmendar la plana a una especie de universalidad
de criterios firmemente unidos, a lo largo y a lo ancho del
mundo contemporáneo, para condenar sin atenuantes a
uno de los presuntos flagelos de nuestro tiempo: la sociedad
de consumo.
A
pesar de todo, hemos de decirlo: no nos satisface la tesis
casi unánimemente aceptada y expresada en casi todas
las tribunas, por casi todas las grandes personalidades y
por casi todas las instituciones sociales, religiosas o políticas.
Permítasenos, pues, recurrir a la idea –y válganos
como excusa– sagazmente explicada por Ortega en uno
de sus ensayos: “La querella entre el hombre y el mono”.
Habla
allí el pensador español de lo útil que
resulta, cuando una idea se ha convertido en tesis dominante
o “canónica”, es decir, válida y
aceptada sin discusiones, invertirla y proponer la opuesta.
Como ejercicio mental, sostiene, es inmejorable y suele dar
resultados fecundos.
Arriésguese
el lector entonces y antes de enojarse por anticipado, o al
menos como juego de imaginación, como ensayo hipotético,
admita por un momento la tesis contraria: suponga que la sociedad
de consumo no es tan mala como la pintan y que la sociedad
de escasez puede ser en cambio mucho más perniciosa
para la salud moral de la humanidad.
De
causas y efectos
Porque en verdad y para empezar, ha de admitirse que como
opuesto a la sociedad de consumo –lo cual significa
de la abundancia– no hay sino la sociedad de escasez
¿Es esto lo que se quiere? Sin duda, no. Los enérgicos
críticos nos dicen entonces que de lo que se trata
es de condenar el ánimo egoísta del ser humano
dispuesto a consumir de todo y en cualquier forma, sin distinguir
entre lo bueno y lo malo, entre lo conveniente y lo superfluo,
entre lo necesario y lo dañoso, y sin reparar, siquiera,
en las necesidades ajenas para brindar a quien le falta algo
de cuanto a otro le sobra.
Más
me parece que la historia prueba abundantemente –diríamos
que prueba con la certeza que dan las experiencias repetidas
a lo largo de los siglos– que el egoísmo y el
afán de goce indiscriminado por los placeres sensuales
no son fruto particular de esta hora sino que anidan en el
alma de los hombres desde muy atrás en el tiempo. La
diferencia, quizá –y he aquí, en todo
caso, uno de los argumentos esenciales a favor de esta hora–
es que quienes tenían oportunidad de ser tentados por
el consumo desenfrenado o innecesario, de hartarse, en fin,
de bienes y de goces, eran en otros siglos unos pocos y hoy
son muchos. Quienes corrían el riesgo de la condenación
por el pecado de la gula eran antaño sólo los
grandes señores de la tierra y hoy pueden serlo las
masas de los países afectados por la sociedad de consumo,
y esto es un enorme bien, porque quiere decir que la hartura
está a la mano de inmensas mayorías y que la
virtud de la sobriedad o de continencia será auténtica
para quienes sepan practicarla desde el fondo de una verdadera
libertad.
¿O
habríamos de llamar virtud al hambre forzada del siervo
que en el siglo X desfallecía desnutrido y moría,
ya senil, a los treinta años, mientras su señor
en el castillo se hartaba de carne y de vino? Yo llamaría
virtuoso, en cambio, a quien limita su comida a lo necesario
porque voluntaria y libremente sabe distinguir lo conveniente
de lo dañoso ante una vidriera repleta al alcance de
su bolsillo, y para que ello sea posible, para tener la ocasión
de ser virtuoso, primero debe existir una sociedad de abundancia.
Posters,
discos, libros y cassettes
Esta sociedad de abundancia ofrece mercaderías de todo
tipo. Baratijas a granel, es verdad. Pero ¿se ha reflexionado
acaso que el hombre que compra baratijas lo hace porque tiene
su estómago satisfecho? ¿Se ha reflexionado
en la increíble conquista que ha logrado la humanidad
en esos pueblos donde masas enormes pueden comprar baratijas
después de haber satisfecho sus necesidades elementales
frente a otros pueblos donde masas enormes mueren diariamente
por las calles después de haber padecido una insuficiencia
crónica de calorías durante una corta y tristísima
vida casi animal?
¿Estamos
tan seguros, por otra parte, que esas baratijas son siempre
tan despreciables, tan indignas, tan impropias de la condición
humana? Infinidad de hogares modestísimos se adornan
con cortinitas de plástico, con cuadritos de tres por
cinco, con carpetitas de cualquier clase, con adornos, con
decorados, con repisitas cubiertas de objetos insignificantes.
¿Estamos absolutamente seguros de que todo eso es despreciable
e indigno, o innecesario o directamente condenable desde el
punto de vista moral? ¿No podrá significar un
cierto afán de logro espiritual por parte de esas grandes
masas que apenas cien años atrás sólo
disponían de lo absolutamente necesario para sobrevivir
o sólo podían comprar lo indispensable para
satisfacer su apetito animal primario y jamás podían
poner su mirada en otra cosa? ¿No podrá ser
que por estas baratijas comience un afán hacia un estilo
de vida que supere la satisfacción elemental de las
necesidades primarias?
Las
calles de la ciudad –de la nuestra, de las de todo el
país, de las ciudades de las grandes naciones desarrolladas
de la Tierra– están repletas de comercios que
exhiben cuatro productos, generalmente sobre la línea
de edificación, como quien dice al alcance la mano:
libros, posters, discos y cassettes. La juventud, especialmente,
gira en torno de esos objetos. Los posters ofrecen imágenes
diversas y a menudo textos literarios, poesías, con
frecuencia.
Discos
y cassettes contienen, ya se sabe, música envasada.
Es cierto: en su mayoría, lo que se vende es de calidad
mediocre. Pero –aparte el hecho indiscutible de que
hoy se escucha y se conoce a los grandes músicos por
doquier y en todos los ambientes sociales– de todos
modos estos afanes consumistas de discos, cassettes, posters
y libros, sean cuales fueren sus calidades, representan un
avance cultural y espiritual de las masas. Esa juventud marcha
hacia algo superior. La sociedad de abundancia ha satisfecho
sus estómagos y ahora está protegido del frío,
de la lluvia, de la escasez. Ahora marcha hacia otros rumbos.
Quizás no parecen los mejores, pero debemos darle tiempo.
La
elección obligatoria
Entre la sociedad de abundancia y la de escasez es necesario
optar. Me defino por la primera. Porque no me interesa la
sobriedad del mendigo miserable que a la puerta del convento
medieval esperaba tiritando la sopa de los pobres y el mendrugo
de la caridad, sino la virtud auténtica de los hombres
que ante la vidriera colmada eligen el ayuno o la sencillez
alimentaria libremente y por motivos bien fundados. Quiero
la sociedad de la abundancia porque prefiero que las masas
tengan a la mano la posibilidad de satisfacer sus necesidades
elementales y en esa forma la libertad de elegir sus caminos
de superación espiritual.
Entre
el hambre en las calles y los discos y los posters y las baratijas
a la mano me quedo con la segunda posibilidad. Cuidado con
las condenas fáciles a la sociedad de consumo: la poción
no es tan sencilla. Defendamos la supervivencia de esa sociedad,
porque volver a la escasez será infamante para la humanidad
y no la hará virtuosa, sino hambrienta. El hombre salvará
su alma si ha elegido bien sobre la base de su libertad de
opción y no porque haya padecido obligatoriamente la
escasez. |
La
mentalidad del ama de casa
Publicado
el 3 de mayo de 1980
Existen, como una especie de convenciones universal y tácitamente
aceptadas, algunos latiguillos expresivos. En ocasiones constituyen
verdaderos latiguillos mentales, formas de pensar aceptadas
como principios inamovibles sobre los cuales los hombres se
ponen de acuerdo para comodidad del discurso. La mentalidad
del ama de casa es uno de estos recursos ¿Quién
no lo ha visto alguna vez usado en ensayos o artículos
de naturaleza diversa para señalar criterios de escaso
vuelo, concepciones de corto alcance, entendederas menguadas?
La cuestión viene de antaño y la injusticia,
sin duda, también. Pero antaño tenía
en cierta forma mayor sentido, una pizca de explicación.
Porque los menesteres hogareños propiamente dichos,
no aquellos vinculados a la educación de los hijos
o al papel de la mujer como apoyo conyugal o como verdadera
alma mater hogareña, sino los cotidianos quehaceres
de cada día para mantener la vida doméstica
en funcionamiento, estaban efectivamente caracterizados por
una rutina sin mayores exigencias intelectuales. Para esos
quehaceres –y por algo en los círculos de mayor
holgura económica se los reservaba para auxiliares
reclutados entre las capas más humildes social y culturalmente–
las exigencias intelectuales o de capacitación eran
harto escasas y en cambio necesarias una buena resistencia
corporal ante la fatiga y una actitud mental dispuesta a la
repetición.
Los
viejos moldes mentales
Todo ha cambiado, en corto tiempo y de manera intensa. Ahora,
quienes siguen usando la expresión despectiva referida
a la mentalidad del ama de casa no advierten que pecan, precisamente,
por cortedad mental y por incomprensión de la nueva
realidad del mundo contemporáneo. Hablar, en los grandes
países desarrollados de esta segunda mitad del siglo
XX, de los quehaceres domésticos en términos
parecidos a los que se usaban sólo unas cuantas décadas
atrás, es síntoma de cerrazón para entender
las circunstancias de nuestro tiempo. El ama de casa de estos
días que corren afronta una realidad compleja, hecha
de mil y un pequeños –o grandes– detalles
que apenas si se relacionan con los que sus madres o abuelas
debían atender.
Las
necesidades básicas del hogar son, en parte, las mismas.
Pero hay otras absolutamente diferentes. Y aún aquellas
que no han cambiado –digamos, por ejemplo, las referidas
a la alimentación, la limpieza, la organización
doméstica en sus menores problemas– exigen modalidades
de acción que apenas tienen que ver con las de un ayer,
sin embargo, muy cercano.
La casa, hoy
Un hogar moderno –dentro de un panorama urbano, en una
sociedad de mediano desarrollo, como puede serlo en una ciudad
como Buenos Aires y sus alrededores o en cualquiera de las
ciudades grandes y medianas de nuestro país–
configura un núcleo humano cuyas formas de vida cotidiana
han cambiado radicalmente con respecto a unas décadas
atrás. Ha cambiado toda la organización social
en la cual está inmerso, y por supuesto ha cambiado
en grado muy amplio toda la estructura social enderezada a
satisfacer las necesidades alimentarias, higiénicas
y educacionales de los seres que conforman ese núcleo.
El
ama de casa típica sigue, en nuestros días como
ayer, siendo la responsable de la alimentación del
grupo familiar. Pero su responsabilidad incluye hoy estar
atenta a cuestiones vinculadas, por ejemplo, a la calidad
y al tipo de los envases de los alimentos que lleva a su hogar,
a fechas de vencimiento, a procesos de conservación
a indicaciones cuidadosamente especificadas por autoridades
sanitarias, a distinciones entre contenidos caracterizados
con mucha especificidad.
La
tecnología alimentaria contemporánea ha logrado
avances gigantescos pero requiere del consumidor –el
consumidor primero es quien hace las compras– una capacidad
de análisis y de discernimiento, fundada en una no
sencilla información y en una refinada sagacidad para
elaborar rápidamente los datos correspondientes.
¿Es
necesario señalar las diferencias de las modalidades
introducidas en un hogar de hoy para limpieza y la higiene
cotidianas en punto a pisos, vajillas y ropa?
Pero
hay algo más, a lo cual casi nunca se alude. Un hogar,
hoy, exige una pequeña organización contable
y financiera, con no sencillos problemas administrativos.
Comencemos
por lo más elemental: el régimen actual para
hacer los pagos de los servicios esenciales –electricidad,
teléfono, gas, etc.– o de los impuestos. Se leen
a diario cartas de lectores que presentan las dificultades
o los inconvenientes consiguientes. Pocos meditan cuán
grande es la proporción de hogares en los cuales quien
corre con esa compleja responsabilidad es la mujer.
El
inocente acto de pagar un alquiler mensual –lo cual
requería, antes, el simplísimo ritual de tener
a mano en la fecha prevista una cantidad de dinero siempre
invariable– puede ser hoy, de hecho lo es en la mayor
parte de los casos, una compleja operación que exige
vigilar recibos, comprender difíciles mecanismos de
indexaciones, quizá descontar impuestos a las ganancias
para formalizar en su oportunidad los depósitos pertinentes
y en no pocas ocasiones discutir con los locadores que sobre
unas y otras cuestiones pueden plantear interpretaciones dispares
o quizá carecer a su vez de la capacidad mental suficiente
para conducirse acertadamente en estos tortuosos vericuetos
reglamentaristas y contables.
En
un hogar de nuestros días se debe contar con seguros
que es necesario actualizar. Si se vive en un departamento
en propiedad horizontal hay que abonar expensas, concurrir
a reuniones de copropietarios, entender, discutir y decidir
en torno de múltiples cuestiones técnicas, legales,
laborales, municipales o que simplemente requieren una buena
dosis de aquel famoso sentido común del cual se ha
dicho con tanto acierto que es más bien escaso.
Enviar
a los hijos a la escuela es también mucho menos simple
que antaño. Se debe atender indicaciones de maestros,
profesores y directores, compaginar compras de materiales
escolares y horarios diversos, a menudo ocuparse de tareas
complementarias referidas a idiomas o artes o expresiones
corporales. Es necesario comprender un nuevo lenguaje pedagógico
y psicológico no siempre acertadamente usado por los
docentes de nuestro tiempo, discutir sobre la conveniencia
o la necesidad de tratamientos especializados apenas los chicos
presentan alguna dificultad.
La
salud no es, como en los buenos viejos tiempos, un problema
reducido al momento en que la enfermedad golpea a las puertas
del hogar. Los chicos de hoy, apenas nacen, exigen un cuidadoso
cronograma de vacunaciones y luego tratamientos o vigilancias
permanentes sobre su desarrollo corporal, dental, óseo
y hasta psicosomático.
Y
por si hiciera falta algo más, bastaría recordar
que un hogar de nuestros días, en esta Argentina de
los años que nos toca vivir, impone también
al núcleo hogareño una cuidadosa administración
de bienes que ya no consiste en una simple caja de ahorros
sino que debe entender de inversiones a plazo fijo, divisas
extranjeras y –por los menos– un uso relativamente
frecuente de cuentas corrientes, tarjetas de crédito
y control de efectivos para las necesidades cotidianas.
El
ama de casa y su mentalidad
Toda generalización lleva el riesgo de ser falsa. En
cada hogar, la balanza se inclina más hacia un lado
o hacia otro en esta distribución de tareas y responsabilidades.
Pero en una buena proporción, la mayor parte de esas
tareas suele estar en manos del ama de casa. Muchas mujeres
que “no trabajan” son, hoy, quienes corren con
toda la organización de los pagos de facturas y expensas,
quienes concurren a las reuniones de copropietarios, quienes
transitan por los bancos a renovar inversiones, quienes asisten
a las reuniones de padres a escuchar e interpretar las últimas
novedades psicopedagógicas que el colegio pone en marcha.
El
ama de casa de nuestros días suele conducir el automóvil
familiar y atender a su mantenimiento, y discute de igual
a igual la renovación del seguro. Hace las compras,
como antaño pero no igual que antaño, porque
distingue envases, contenidos, durabilidad de contenidos,
procesos de esterilización y aprende sistemas de conservación
que la convierten en la última responsable de procesos
científico-tecnológicos iniciados cuando la
materia prima se recoge y continúa después en
fábricas o camiones de distribución y termina
en la estantería-refrigeradora de un supermercado desde
donde el ama de casa la toma para pasarla a la cocina hogareña,
cada vez más parecida a una moderna planta procesadora.
Además,
a todo esto, suele agregarle, como antaño y ahora igual
que antaño, amor por lo que hace, sintiéndose
servidora de los suyos en un altísimo menester. Sigue
siendo, nada menos, madre y esposa.
¿Mentalidad
de ama de casa? Sí, por cierto. Podemos seguir repitiendo
el latiguillo. Sólo que si no queremos merecerlo en
el viejo y equivocado sentido, debemos aprender a usarlo con
admiración y respeto, como sinónimo de buena
y alta capacidad mental. |
Ideas
disparatadas
Publicado
el 9 de mayo de 1980
Tengo un amigo que se caracteriza por dar ideas disparatadas.
No sé si lo hace por simple afán de llamar la
atención sobre sí mismo o si, por el contrario,
cree de verdad en esas ideas. De todos modos, suele tornarse
pesado. Es muy buena persona, y en todo sentido es un hombre
de bien. En un amplio círculo de relaciones es estimado
y respetado, como lo es también en su vida profesional.
Pero, cada tanto, sale con alguna iniciativa peregrina y a
veces se pone cargoso, ante la mirada paciente de amigos como
yo o simples conocidos, que generalmente prefieren escucharlo
en silencio y suelen desviar al fin la conversación
por rumbos diferentes para no herirlo con réplicas
contundentes. Pero hace poco perdí la paciencia y terminé
contestándole mal. Véase si no estaba yo justificado.
La
charla en el grupo derivó hacia uno de los temas permanentemente
llevados y traídos por los habitantes de Buenos Aires
en especial y por los viandantes de las rutas del país
en particular. Y razón que tenemos los argentinos para
ocuparnos del asunto.
Se
trata del problema planteado por la forma de conducir de los
choferes de colectivos y por los camioneros, en general, en
las rutas. Ya se sabe cuál es la situación en
las calles capitalinas. Fallos recientes de la Justicia han
señalado la extrema gravedad de los hechos y es imposible
encontrar persona alguna que no tenga referencias de conocidos,
familiares o amigos que en ocasiones no hayan sufrido accidentes
o hayan estado a punto de sufrirlos.
Capítulo
aparte es el referido a las agresiones verbales mutuas entre
pasajeros y conductores o, simplemente, las modalidades de
un desplazamiento hecho de arranques y frenadas continuadas
y violentas, mientras en el interior de los coches los pasajeros
de pie procuran sostenerse de modos inverosímiles.
En la rueda, surgieron después sucedidos verdaderamente
inadmisibles protagonizados por enormes camiones en las rutas
que a menudo obligan a los automovilistas a maniobras imprevistas
y delicadas o provocan riesgos gravísimos. Las coincidencias
fueron unánimes en la solución: penas más
graves, controles más rigurosos.
Y
acá terció, como suele hacerlo cada tanto, mi
amigo. Hasta entonces permanecía en silencio, casi
sin participar de la charla animada, como si el tema no le
interesara. Y cuando la mayoría había dado por
agotado el asunto, cuando ya insensiblemente se estaba en
esos momentos en los cuales sin que nadie necesite ponerse
de acuerdo existía unanimidad sobre las soluciones
dadas y nos deslizábamos hacia cualquier otro tópico
propicio a la conversación de circunstancias, tomó
la palabra y dijo, más o menos, lo siguiente:
“Creo
que este asunto no se arregla solamente con penas más
rigurosas ni con controles más abundantes, aunque ello
siempre vendrá bien. Lo fundamental –prosiguió–
es evitar que los riesgos se presenten, que las infracciones
se multipliquen. Prevenir, en una palabra, no curar solamente.
Hacen falta muchas cosas. Entre otras, yo creo (cuando mi
amigo usa la primera persona es terrible) que para conceder
registros de conductores profesionales, especialmente para
transporte público de pasajeros y para los grandes
camiones, debería exigirse certificado de escolaridad
media, o por lo menos del ciclo básico cumplido”.
Las
miradas de asombro fueron generales en el grupo. De asombro
y de desaprobación ¿Se imaginan ustedes que
para ser colectivero o camionero sea necesario ir hasta tercer
año de la escuela media?
Todavía
lo dejamos hablar un poco más. Explicó más
su idea.
“No
se trata –sostuvo– de que para conducir un colectivo
o un camión sea necesario saber ciencias o letras o
historia o matemática, ni tener una cultura general.
De lo que se trata es de contar con una capacidad mental desarrollada
suficientemente como para comprender las responsabilidades
civiles, penales, técnicas y aún morales que
asume quien está al volante de un pesado vehículo
o de un servicio público de pasajeros. Se trata de
contar con una persona con un grado mínimo de inteligencia
y de desarrollo mental como para poder asimilar nociones básicas
de carácter jurídico, entre otras. Además,
para conceder los registros respectivos, deberían ser
obligatorios cursos previos de seis meses a un año
de duración que no solamente incluyeran los aspectos
de la conducción propiamente dichos, sino los complementarios
de tipo legal.
“Porque
no es cuestión de aprender más o menos las reglamentaciones
de tránsito. Un chofer de colectivo debe conocer e
interpretar qué quiere decir homicidio culposo, por
ejemplo, y distinguir con claridad cuáles son las responsabilidades
penales en que puede incurrir. Por otra parte con esta exigencia
quedarían descartados muchísimos jóvenes
cuyo solo aspecto está denunciando a ojos vistas una
formación mental y cultural que apenas les permite
en realidad menesteres de bajísimo nivel. En una palabra:
conducir un colectivo o un enorme camión debe ser entendido
como una función social de un nivel distinto del que
estamos acostumbrados”.
Pero
ya las respuestas lo acallaron. La mayoría de los contertulios
de la hasta entonces plácida rueda le hizo saber, de
un modo u otro, que semejantes ocurrencias estaban fuera de
lugar ¡Enseñanza media para manejar un colectivo
o para ser camionero! Mi amigo intentó aún ejemplificar
con algún país extranjero –Estados Unidos,
la Unión Soviética– donde, por algo, dijo,
la enseñanza media era obligatoria universalmente.
La rueda se disgregó lenta pero ostensiblemente.
Nos
quedamos solos. Lo miré para señalarle no sólo
mi discrepancia sino para insinuarle su falta de tacto. Y
cuando pretendió insistir y añadir argumentos
perdí la paciencia. ¡No digas disparates! fue
mi respuesta. Y me fui. Lo lamenté, luego, porque,
repito, es una excelente persona. Pero cada tanto se le ocurren
cosas así.
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Juegos
de niños
Publicado
el 12 de enero de 1981
En mi niñez existían los zaguanes. Eran refugios
ideales para que los chicos jugáramos. En los días
de lluvia resultaban irremplazables y en las siestas del verano
guardaban algún fresco entre sus paredes a menudo decoradas
con mayólicas y mármoles, entre la puerta de
calle y la cancel. Quienes hemos vivido en algunos barrios
–Caballito, Flores– en épocas en las cuales
las vacaciones y los veranos estaban menos ocupados en playas
o clubes, jugábamos en los zaguanes y a veces remendábamos
barcos, con capitanes, marineros y motines. A veces, “La
Batalla”, con Charles Boyer, nos inspiraba. En otras
ocasiones, jugábamos al ajedrez, y también,
por qué no confesarlo, a las cartas. Al siete y medio,
al póquer, al monte criollo, al truco. De aquellos
amigos, ninguno salió jugador. Como ninguno de los
bravucones que mataban a todo el mundo se hizo pistolero.
Pero dejemos ese tema a pedagogos y analistas. Queríamos
ocuparnos de otra cosa.
El
póquer lo aprendimos al filo de los doce o trece años.
Para mejor situarnos diremos que corría 1940. Usábamos
porotos, los mismos que para el truco. De pronto, algún
miembro del grupo traía de su casa, a hurtadillas o
con permiso concedido a regañadientes, y siempre con
recomendaciones tremendas sobre el cuidado indispensable,
¡una caja de fichas! De las de verdad, de las que usaban
los mayores. Eran de colores y formas diversas, con cifras
impresas o no. Entonces el juego cobraba proporciones impresionantes.
Aclaremos, aclaremos. Jamás invertimos un centavo verdadero.
Pero la ficción era mejor.
Comenzábamos
por cifras acordes con las modestias de los presupuestos con
los que por entonces, y en los barrios, nos manejábamos:
correspondían a un helado, bolitas, caramelos, el boleto
de tranvía, la porción de pizza, la entrada
de cine.
Así,
pues, el juego se iniciaba por centavos. Las fichas mayores
–elegíamos unas de forma romboidal, no recuerdo
de qué color– eran de un peso. Y jugábamos
un rato. Nuestra seriedad no duraba mucho. En verdad, creo
que no teníamos pasta de jugadores y nos aburríamos.
Para añadir excitación, invariablemente decidíamos
cambiar el valor de las fichas. Lo aumentábamos considerablemente.
Lo duplicábamos, triplicábamos, quintuplicábamos.
Al cabo de otro rato, alguien proponía ideas disparatadas
y decía que las fichas más grandes serían,
en adelante, de mil pesos, por ejemplo. Alguno protestaba
pero accedíamos. De pronto, otro, ya harto de póquer
y quizá con ganas de armar pendencia o de hacer otra
cosa, proponía cifras mayores. Diez mil, cien mil...
un millón de pesos, decíamos con cara seria.
Te gané doscientos mil. Me voy con un millón
de ganancia. Todo cobraba la forma del absurdo y no faltaba,
en ocasiones, si es que no abandonábamos todo definitivamente,
la decisión de volver a la normalidad.
Y
entonces reducíamos las cifras otra vez. Volvíamos
al peso inicial, y a los centavos. Uno, dos, cinco, diez centavos.
Y nos manejábamos nuevamente en la realidad con la
cual convivíamos.
Eran,
en fin, juegos de niños. ¿Juegos de niños?
Pasaron,
claro, muchos años. No volvía jugar al póquer.
No tengo cajas de fichas de formas y colores diversos. Pero
alguien, un día, decidió que en la Argentina
todos seríamos menos pobres y menos ricos. Y nos concedió
aumentos y prometió riquezas para todos. Y un día
las cifras de todos los días se duplicaron, y se triplicaron,
se quintuplicaron, se decuplicaron...
Y
llegó un instante en que las cifras parecieron alocadas,
y sentimos que estábamos en un absurdo, y alguien dijo
que debíamos volver a la normalidad de las cifras.
Y de pronto, hace ya más de una década, volvimos
a manejar como respetable la cifra de un peso y cuando mi
hijo mayor comenzó a tomar el colectivo para iniciar
la escuela media pagaba con centavos, como en los buenos viejos
tiempos.
En
el zaguán de mi infancia, si después de la reducción
alguien volvía a proponer aumentar las cifras, ya nadie
lo atendía y dejábamos todo, hartos. Pero las
cifras han vuelto a aumentar en la realidad después
de aquella reducción. Y volvieron a duplicarse, a quintuplicarse,
a decuplicarse. Comenzamos a manejar fichas –¡bah!,
billetes– que un día eran de cien, después
de mil, de cien mil, de un millón.
Parece
que tendremos que reducirlas, porque así ya no se puede.
Empiezo a estar aterrado ¿Y después las volverán
a aumentar?
De
aquellos zaguanes podía irme cuando quería,
si mis compañeros se enloquecían en exceso.
Siento que de este otro zaguán más amplio en
el que estoy metido no puedo salir. Y se me ha ocurrido pensar
en mis juegos de niños ¿De niños?
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Así
empezó todo
Publicado
el 16 de septiembre de 1981
La historia comenzó así, a la española,
entre rezos e imprecaciones. Entre ahorcados y aventureros.
Entre señores y soldados. Entre indios y arcabuceros.
Entre Don Pedro, el Adelantado, y el hambre y la peste. Todo
comenzó y terminó a las orillas del río.
De un río de aguas marrones, ancho como el mar pero
de sabor dulce, que lamía orillas barrosas y cambiantes,
con un paisaje desolado. Estas tierras no ofrecieron cómo
vivir a quienes llegaron a ellas por la vez primera.
Y
en sus orillas murieron con la peor de las muertes y dejaron
la mayor de las esperanzas. Buenos Aires nació, es
verdad, sobre este río cuya presencia los argentinos
y en especial los porteños hemos dado en ignorar cada
vez más.
Hemos
dejado también atrás la historia verdadera y
auténtica, que, extrañamente, es más
la que nos cuenta la imaginación de poetas y escritores
que la narrada en los textos de la escuela primaria, casi
la única que recuerdan muchos argentinos para quienes
los orígenes de esta tierra conservan un saborcillo
de puerilidad y de próceres empolvados.
Y
también hubo, después, los esclavos. Porque
la trata infame estuvo también entre nosotros y si
es verdad que en la benemérita ciudad y puerto de Nuestra
Señora de los Buenos Aires no se vieron las atrocidades
que en otras latitudes se vivieron y se sufrieron, y si es
cierto que la naturaleza del clima y del trabajo y las costumbres
hicieron más llevadera la vida de los negros que lo
que fue en el resto de América la de muchos indígenas,
es también cierto que los esclavos existieron en estas
playas y llegaron a estas orillas, siempre por ese río,
siempre mojándose los cuerpos para desembarcar y siempre
encontrando como primer atisbo concreto de la nueva comarca
el contacto físico con esas aguas marrones y esas costas
barrosas.
La
conjunción de un escritor y del arte del cine pueden
ser un feliz punto de partida para recordar la historia que
olvidamos. No importa que los hechos sean imaginados. Lo que
vale es el despertar de los sucesos dejados al margen de los
textos. Y la visión de un río y de unas orillas
sobre las cuales comenzó todo.
“Misteriosa
Buenos Aires”, de Manuel Mujica Lainez, en la versión
cinematográfica que acaba de estrenarse, exige una
doble visión. Una es la del filme y la de la crítica
respectiva. Otra es la de su alcance como sacudida anímica
para los hijos de esta ciudad, olvidados de sus orígenes.
De esos orígenes a la española, entre imprecauciones
y rezos, adelantados y aventureros. El drama del hambre del
capítulo inicial es la contrapartida de la llegada
de los españoles a las tierras feraces del trópico,
a las islas rebosantes de pájaros, frutos y calor de
la América Central. Es la otra cara de la visión
de Pizarro ante el oro de los incas. Es, apenas, el encuentro
con un río de aguas turbias, de bancos mudables, de
costas cenagosas, de paisajes desolados. Así empezó
lo nuestro. Con los primeros conquistadores vencidos por el
hambre y por el fracaso de los ensueños. Un siglo después
llegaban los traficantes de esclavos, y los negros y sus duelos.
Y la historia –seguramente cierta aunque ningún
documento lo pruebe– del inglés ciego, seguidor
de la esclava con su pulsera de cascabeles vengada ferozmente.
Por
último, la ciudad olvidada renace otra vez. Desde fines
del siglo anterior han pasado muy pocos años, pero
insistimos en negar nuestros recuerdos. El salón dorado
del ayer renace, en el último episodio, también
en una visión descarnada, en una ambición loca
de mantener un esplendor extinguido.
En
otros países, este aprovechamiento de las grandes obras
literarias fundadas en el pasado para recrearlas mediante
los poderes mágicos del cine es mucho más frecuente
que entre nosotros. Quizá por eso la historia y sus
personajes, en aquellos países, son una realidad vital
más auténtica y menos escolar, menos aniñada.
Esta “Misteriosa Buenos Aires” que las pantallas
ofrecen en estos días no es, seguramente, una lección
de historia para los noños ni para los estudiantes.
Es un encuentro con un pasado irremediablemente nuestro, y
más allá de sus méritos o deméritos
como obra cinematográfica, es un hermoso ejemplo de
cuanto se puede hacer mediante las letras y la esplendidez
del cine de nuestro tiempo para que los argentinos recobremos
la conciencia de orígenes y de ayeres.
Y
para que nos asomemos, cada tanto, a las aguas del río
que ciñe a la ciudad con otros ojos.
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Bajo
consumo y familia numerosa
Publicado
el 8 de octubre de 1981
El Estado protector, paternalista... o socialista tiene trabajo
abundante y dificultades crecientes. Las buenas intenciones
no son sencillas de traducir en actos. Y a veces ocurre que
algunos actos, fruto de intenciones nobilísimas, determinan
contradicciones con otras intenciones tan plausibles como
las primeras. Proteger los bajos consumos domésticos
de energía eléctrica y de gas es una de aquellas
intenciones nobilísimas. Proteger la familia numerosa
es otra, tan inobjetable como la primera. Lamentablemente,
de pronto la buena voluntad en pro de una situación
ocasiona graves problemas con respecto a la segunda. Y el
Estado paternalista, al cual todos acudimos buscando soluciones,
se enreda en nuevas fórmulas proteccionistas y “sociales”
que día tras día complican más el panorama.
Aunque, debe reconocerse, de tal manera se multiplican también
las fuentes de trabajo para la administración pública
encargada de manejar el inmenso juego de papeles y expedientes
necesarios en la normativa reglamentarista y proteccionista
derivada.
Un
ejemplo
Estamos, en estos días, ante un ejemplo claro de la
situación descripta. Acaban de “congelarse”
las tarifas de los servicios de energía eléctrica
y de gas para los “bajos consumos”. Quienes no
emplean más de 200 kw de la primera y de 60 metros
cúbicos del segundo por cada período facturado
no sufrirán aumentos de tarifas hasta el último
día de este año.
Todos
sentimos la tentación de aplaudir. La buena intención
es inobjetable. El Estado –decimos– hace bien
en “proteger” a los sectores sociales de menores
recursos, a los más necesitados. Que paguen más,
en cambio, quienes tienen más. He aquí un hermoso
ejemplo de solidaridad social. En una palabra: que los ricos
ayuden a los pobres. Un pequeño recargo en las tarifas
de quienes tienen altos consumos emparejará las finanzas
de las empresas respectivas y todos seremos felices.
Los
aguafiestas
Pero, he aquí que aparece, de pronto, otro argumento.
Es inútil: nunca falta un aguafiestas. Y en esta ocasión,
al eterno descontento, uno de esos personajes que siempre
encuentran todo mal, se le ocurre acordarse de las familias
numerosas. Los altos consumos –argumenta– pueden
corresponderse a menudo, es cierto, con sectores sociales
de alto nivel económico que habitan mansiones o departamentos
amplios, que pueden darse el lujo de iluminaciones generosas,
de aparatos de aire acondicionado para el confort de veranos
y de inviernos, que no sienten la preocupación por
apagar luces decorativas. Más, también, algunos
–muchos– “altos” consumos, quizás
apenas superiores a la cifra fatídica arbitrariamente
fijada, pueden corresponder, y de hecho corresponden, a ese
otro sector de la sociedad que ha dado en llamarse “familia
numerosa” y que por razones varias absolutamente inobjetables
es también merecedor de la protección del Estado
y de la solidaridad social.
Imaginemos
una familia de cinco, seis, siete u ocho hijos. Aplausos,
aplausos. Grandes valores morales, religiosos y políticos
están en juego y merecen el estímulo y el interés
de la sociedad. Pero este número de hijos, salvo casos
de miseria extremada, provoca, necesariamente, mayores consumos
de energía eléctrica y de gas. El calefón
debe calentar el agua para la higiene de todos y la cocina
satisfacer las necesidades del núcleo completo. Ocurre
que el conjunto de los hijos no puede hacer sus tareas escolares
con la luz de una sola lámpara y, también, simplemente,
que hacen falta algunas habitaciones más y quizás
alguna estufa eléctrica o de gas más y quizás
mayor funcionamiento del lavarropas y de la plancha... Pero
esta familia se cataloga entre los “altos consumos”
y deberá pagar tarifas mayores.
Hay
otros casos. Se trata de las familias de recursos moderados
que al casarse alguno de los hijos unifican sus esfuerzos
económicos y viven todos juntos: la familia mayor,
quizá con una abuela y los hijos solteros, y la flamante
pareja, a la cual quizá pronto se le sume un nuevo
descendiente. Y ya tenemos la familia de seis, siete u ocho
personas en un hogar común, quizá con dos televisores,
porque en realidad son dos núcleos generacionales con
ritmos de vida, horarios e intereses diferenciados; quizá
necesitados de dos heladeras o una grande y otra pequeña,
pero que consume energía eléctrica como la primera.
Mientras que una familia de buenos recursos económicos
quizá pudo facilitar a la flamante pareja su ubicación
en un pequeño departamentito independiente, y cada
núcleo ahora, puede pasar a ser, o uno de los dos,
de “bajo consumo”.
Casos
y más casos
¿Hablaremos también de la posibilidad del matrimonio
sin hijos o cuyos hijos ya han formado su propio hogar y con
tareas bien remuneradas ambos cónyuges, que están
ausentes de su casa casi todo el día, que prefieren
comer afuera porque disponen de lo necesario para esa comodidad,
que salen frecuentemente el fin de semana y que por lo tanto
apenas si consumen gas y electricidad? Pues se benefician
con el congelamiento de tarifas a expensas de alguna de aquellas
familias numerosas.
Concluyamos.
Seguramente, si se pudiera analizar todos los casos –tarea
imposible– una mayoría de hogares de “bajos
consumos” corresponderá a sectores sociales modestos
y necesitados. Pero habrá también situaciones
diferentes. Y habrá que pensar qué hacemos,
dentro de la política protectora y paternalista del
Estado, por las familias numerosas. Con lo cual proseguiremos
multiplicando reglamentos, leyes, solidaridades, burocráticamente
anudadas y distribuyendo, al azar, justicia e injusticia. |
El
difícil arte de prohibir
Publicado
el 27 de octubre de 1981
Prohibir o no prohibir. Esa es la cuestión. El dilema
no es fácil para los gobernantes. Las prohibiciones
duelen. La falta de prohibiciones puede provocar problemas,
quejas, inconvenientes. No existe régimen político
o teoría política que afirme la posibilidad
de la vida social sin algún tipo de limitación
a la libertad absoluta de los miembros de la comunidad. No
existe tampoco régimen o teoría que haya logrado
definir los límites precisos, y para cada caso, de
la facultad normativa de la autoridad política, es
decir, del Gobierno.
Toda
ley –en su más amplio sentido de norma de cualquier
naturaleza– es, en última instancia, un mandato
que obliga a algo o que prohíbe algo. Hágase
o no se haga: he ahí, finalmente, la esencia de ese
conjunto inmenso que es la normativa completa de la vida social.
Las leyes no escritas son la costumbre, el uso, la moda, los
hábitos, las maneras corrientes de actuar y de pensar,
el qué dirán. El resto va desde la Constitución
hasta la más modesta norma dictada por la más
pequeña autoridad, que puede ser el edicto de policía
o la resolución municipal o la orden verbal del agente
de facción o la imposición de formar fila de
a dos en fondo del jefe de la oficina del Registro Civil.
El
problema está en el límite
Nadie objeta la obligación de que los automotores crucen
la esquina cuando el semáforo tiene luz verde: es la
obligación de hacer algo de una manera determinada.
Nadie objeta la prohibición de cruzar con luz roja.
Pero, ¿tiene razón el jefe de la oficina del
Registro Civil que pretende que forme fila de a dos en fondo
o el agente que me dice que circule, circule? Esa es la cuestión,
¿Dónde está el límite de lo razonable
y de lo arbitrario; de lo aceptable en una democracia y de
lo que caracteriza al despotismo, al autoritarismo o la peor
de las tiranías?
“Cambalache”,
o de la música y las canciones
Pero hay momento y ocasiones en que este difícil arte
de prohibir o de no prohibir se pone verdaderamente difícil.
Porque resulta que dentro de esta preocupación normativa
en la que los gobiernos se han metido casi sin darse cuenta,
descubrimos que las letras de las canciones populares pueden
quizá, merecer prohibiciones o autorizaciones. Y entonces
el gobierno advierte que se ha internado en un terreno que
se parece mucho al de los cangrejales en los cuales se metió
un día, en los pagos de Magdalena, el protagonista
de Don Segundo Sombra. Allí el caballo no hacía
pie. El terreno se abría a medida que avanzaba y a
duras penas consiguió zafarse y retrocedieron temblando
hombre y caballo. Es que en este campo es difícil hacer
pie. Si el límite es siempre difícil, aquí,
entre música y canciones, es casi inhallable.
Apenas
comenzamos a prohibir, hoy por esto, mañana por aquello,
la tarea, en cambio de achicarse, se agiganta. La política,
la religión, la economía, la familia, las instituciones,
los próceres, los chicos, los ancianos, el buen gusto,
las palabras fuertes, las de doble intención, el amor
y el sexo, el humor negro o el humor grosero, la jerga popular,
el lunfardo y la germanía, la gramática de la
Academia, las tradiciones, los símbolos... Es tanto
lo que hay que cuidar. Las listas de prohibiciones, o de autorizaciones,
o de recomendaciones, o de insinuaciones, o de solicitaciones,
pueden alargarse, acortarse, variarse. Porque al fin los gobiernos
están hechos de hombres, falibles, diferentes, renovables.
Y la historia cambia cada día y los dichos y las letras
modifican su sentido según sean las circunstancias
de cada momento.
Volvamos
al principio
¿No sería posible ensayar, siquiera un instante,
el retorno a la libertad? De pronto podría ocurrir
que sin listas de prohibiciones ni de insinuaciones los argentinos
encontráramos una sensata capacidad de convivencia.
La
tarea de legislar sobre el arte, sobre las letras de canciones
populares y sobre su corrección gramatical, estilística,
moral o simplemente sobre el buen o mal gusto que puede atribuírseles
termina por ser una obra imposible. Está destinada
necesariamente, a terminar en el disparate o, lo que puede
ser peor y es más frecuente, en el ridículo.
Pero
la sociedad, se dirá, no puede quedar inerme, a merced
de los cultores de la pornografía o de los explotadores
de los peores sentimientos o de los que utilizan el arte con
fines de subversión ideológica. Es verdad. La
sociedad no tiene por qué quedar inerme. Sólo
que la mejor defensa contra esos riesgos no es el dictado
de una inacabable lista de prescripciones legales. La sociedad
–he aquí el punto clave de todo el razonamiento–
no se agota en el Gobierno, en el Estado. El Estado y sus
funcionarios son parte de la sociedad, no al revés.
La sociedad tiene sus propias defensas al margen de la normativa
escrita y de las prescripciones de los funcionarios. Dejemos
que sea capaz de actuar por sí misma. Nadie está
obligado a comprar las canciones que no quiera oír
ni llevar a su hogar un disco subversivo ni hacer escuchar
a sus hijos letras groseras.
La
sociedad debe encontrar por sí misma las defensas convenientes.
La libertad para ofrecer productos innobles se encuentra compensada
con la libertad de rechazarlos. Alguna vez dijimos, en un
artículo que se batía contra los argumentos
corrientes en contra de la sociedad de consumo, que la virtud
no consiste en ser sobrio obligadamente, porque los alimentos
estén racionados o simplemente no estén al alcance
de la población por su precio o su escasez. No son
virtuosos los polacos que consumen unos pocos gramos de manteca
o de azúcar porque viven en un régimen que los
condena al sub-consumo. La virtud consiste en ser sobrio ante
una vidriera repleta de manjares y con dinero en el bolsillo
suficiente para hartarse. No cuidemos la virtud de los pueblos
prohibiéndoles el consumo. Dejemos que la libertad
de cada uno marque su camino y su elección y entonces
alabaremos sus virtudes. No pretendamos que los argentinos
seamos virtuosos sobre la base de cuidadosas protecciones
armadas por ignotos funcionarios que evitan a nuestros oídos
escuchar letras pecaminosas. Dejemos que la libertad de cada
uno y de todos haga su propia elección. Y si la elección
es errada, será llegada la hora de lanzarnos a la lucha
–nosotros, la sociedad, no los gobiernos– por
elevar la calidad moral e intelectual de nuestros compatriotas
para que sepan elegir mejor.
En
última instancia, ya Sarmiento lo había dicho:
un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas. La cuestión
no está en prohibir a Rosas, sino en que el pueblo
deje de ser ignorante. El problema, entonces, no se resuelve
con una lista de canciones prohibidas, sino en ver qué
elige el pueblo, la sociedad, cuando tenga todo a su disposición.
Si creemos que elige mal, o equivocadamente, entonces, usando
de la libertad, saldremos –la sociedad, la prensa, los
educadores, no los funcionarios– a batallar para difundir
lo que creamos bueno, noble, sensato. |
Piedad
para Salieri
Publicado
el 5 de agosto de 1983
En “Amadeus”, la obra de Peter Schaffer que con
singular éxito se da actualmente en Buenos Aires, hay
un personaje que ocupa todo el desarrollo del drama, desde
el instante inicial hasta el último. No tiene rostro
ni forma humana: es Dios. Todo el texto es un diálogo
con Dios. Las criaturas dialogan con su creador. Como en los
textos del Antiguo Testamento, la relación es personal
y directa. Los hombres ruegan a Dios; imploran su favor, pero
también lo increpan. Y llegan al horror de querer luchar
contra él. Se rebelan, se alzan contra su voluntad.
Hay
una constante: el ansia de inmortalidad. El hombre no quiere
morir, y para impedirlo procura sobrevivir con sus obras.
Mozart lo logrará, por gracia de Dios, con su música.
El mundo lo recordará siempre. Estará siempre
en el mundo: su música será él mismo.
Entonces, si no puede ser inmortal con su música, don
que Dios le ha negado, Salieri será inmortal junto
a Mozart. Estará en el mundo a su lado, eternamente,
como su enemigo, como su asesino. Pero sobrevivirá
a la muerte.
La
envidia como protagonista
Y hay un protagonista: no es Mozart, ni Salieri. Es un pecado.
Porque los pecados existen. El hombre de nuestros días
suele creer que ya no hay pecado. En todo caso, ya no están
de moda. Que es como si no existieran. En “Amadeus”,
el protagonista es la envidia.
Por
eso debemos tener piedad de Salieri. El envidioso merece el
ejercicio de la caridad. El pecador requiere del amor.
En
la obra de Schaffer, Mozart sufre terriblemente. Su padre
lo abandona y cuando en el último acto, clama “papá,
papá...”, hay razón para estremecerse.
Su mujer lo deja, hastiada, luego de conductas no impecables
y de una miseria material espantosa. Sólo tiene su
música y Dios, que está con él aunque
él no lo sepa. Salieri triunfa en el mundo. Lo tiene
todo. Pero se ha quedado sin Dios, se ha rebelado contra Él.
La envidia lo ha tomado por entero. Por envidia, odia. Primero,
a Mozart; luego, a Dios. Odia a lo largo de todo el resto
de su existencia. Desde que ha escuchado la primera música
de Mozart. Desde que ha comprendido que Dios escribe por la
mano de Mozart. Desde que ha comprendido que nunca podrá
componer música semejante. En medio de la mediocridad
que los rodea, sólo ellos dos, Mozart y Salieri, saben
de la grandeza de la música que el joven Amadeus compone.
El emperador formula comentarios despectivos sobre la ópera
cuyo estreno acaba de escuchar, y toda la corte, todos los
cortesanos, prefieren coincidir con el emperador. Salieri
es el único que comprende que acaba de escuchar una
creación maravillosa. Y por eso odia.
El
Abel Sánchez de Unamuno
Para odiar de esta manera es necesario, quizás, amar.
Salieri y Mozart se han amado. Sólo así puede
explicarse tanto odio. Y sólo así puede explicarse
la enfermiza voluntad final de Salieri de acusarse del asesinato
de Mozart, al concluir su propia vida, con tal de permanecer
inmortal junto con Amadeus en la memoria de los hombres. El
pecado de la envidia es el más despiadado, porque hace
sufrir al envidioso de una forma atroz. Piedad para Salieri,
porque ha sufrido como ninguno.
En
“Abel Sánchez, una historia de pasión”,
Miguel de Unamuno relata, la envidia de Joaquín con
Abel, que le ha arrebatado todo: desde los honores y las simpatías
en la escuela de niño, hasta la novia en la juventud
y la gloria en la madurez. El odio de Joaquín es atroz
y por envidia quiere sustraerle el afecto del hijo varón
de Abel, de Abelín, y hacerlo suyo. Y se une para siempre
con Abel por medio de la carne de su hija con Abelín.
Joaquín merece la caridad del hombre y de Dios, porque
sufre la peor de las miserias: la envidia. ¿Pero es
que ama, quizás, a Abel?
“El
director de orquesta”
En “El director de orquesta”, la película
que el año anterior despertó también
entre nosotros un notable éxito de público,
un director joven, de ciudad de provincia, de un país
sin libertad y encerrado detrás de la cortina de hierro,
sometido a la burocracia oficial, lucha con su orquesta para
hacer una labor digna. Lo alcanza a medias. Su mujer ha podido
viajar a los Estados Unidos. Le escribe desde allá
y le cuenta de su admiración por el famoso y ya viejo
director compatriota, que ha partido de la patria común
mucho tiempo antes y es uno de los grandes, de los admirados.
Algo de celos, algo de envidia, nace en el director de provincia,
que no ha salido de su país, que no conquista los aplausos
de las grandes salas universales, que no despierta el amor
de los ejecutantes de su orquesta, a los que maltrata quizá
con rudeza. Y cuando ese viejo director vuelve a dirigir su
orquesta, y esta se entrega y el director alcanza con ella
las alturas musicales ambicionadas, el joven director siente
que el rencor se abre paso en su alma, y cuando vuelve a dirigir
la orquesta la maltrata mucho más, hasta romper con
ella y fracasar del todo. Piedad, piedad, para el joven director.
El
envidioso necesita contar con una parte de genio: lo suficiente
para comprender el genio ajeno. El mediocre no puede envidiar:
no advierte la grandeza de la creación del prójimo.
Por eso a Mozart no lo envidiaban los cortesanos que se marchaban
satisfechos a la vera del emperador. El envidioso necesita
primero admirar, comprender, gozar del arte o de la inteligencia
o de la belleza del prójimo. Y sentir luego su impotencia.
Y por eso se rebela contra Dios y a la envidia añade
el odio contra Dios. Merece piedad.
En
“Abel Sánchez...”, la novela de la envidia,
Unamuno intenta salvar al envidioso. Lo pone frente a sí
mismo y a Dios y lo hace morir confesando el pecado. Lo compadece.
Cuando
el público deja la sala al concluir “El director
de orquesta”, se equivoca si deja correr sus sentimientos
sólo hacia el viejo director que ha muerto, en medio
de la gloria y del amor de sus semejantes, y olvida al envidioso,
al joven celoso, que lo ha comprendido como ninguno, que ha
advertido su genio y que en el fondo de su corazón
ha increpado a Dios por las oportunidades que nunca tuvo.
Es el pecador el que merece nuestra oración, porque
él necesita salvarse.
Por
qué Salieri asesinó
Al concluir “Amadeus”, el protagonista clama a
Dios. Mozart ha muerto en la más tremenda soledad en
la miseria material absoluta, en medio de tremendos dolores
físicos. Fue una pobre vida, pero Dios no lo dejó
nunca y le permitió crear. ¿Lo supo Amadeus?
Salieri lo sobrevivió muchos años. El odio y
la envidia lo empujaron a unir su muerte con el nombre de
aquel a quien admiró como a nadie en la Tierra. Quiso
hacerse inmortal como asesino de Mozart. Cuando el público
sale del teatro, gran parte tiene las huellas de la emoción
en las caras. Pero quienes sólo acompañan con
su corazón a Mozart no han entendido lo más
hondo de las vidas que se han desplegado en el escenario.
Si sólo compadecen a Mozart, no han captado la hondura
del drama que tienen tres personajes: Amadeus, Salieri y Dios.
Todos
los seres humanos sufren y merecen piedad. Pero suele olvidarse
que quienes odian son, probablemente, los que más sufren.
Por eso quizá, sea conveniente decir, cuando baja el
telón: piedad, piedad para Salieri. |
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