Artículos
Publicados en la Revista del Instituto de Investigaciones Educativas
Las
transformaciones intrínsecas de la Universidad y
su cambio funcional en el sistema educativo*
Publicado
en el Nº 24, noviembre de 1979.
Hasta principios del siglo XIX las universidades constituían
el único sistema educativo escolar formal que tenía
una amplia difusión en el mundo entero. Se podría
agregar a ello que el sistema de enseñanza preparatorio
no era sino una modalidad al servicio de los estudios universitarios.
Es decir, hasta principios del siglo XIX no existía
nada parecido a lo que hoy llamamos el Sistema educativo,
que incluye todos los grados de la enseñanza. Existía
enseñanza de primeras letras, con algunas características
de organización, muy primitivas, pero nada parecido
al sistema actual de instrucción pública, de
nivel elemental. A principios del siglo XIX se escuchaban
las propuestas de los grandes pensadores en el sentido de
montar un sistema de instrucción pública elemental
de carácter universal. Como sistema educacional formal,
la Universidad estaba sola.
El
siglo XIX nos presenta la gran novedad de la instrucción
elemental para la cual se montó un sistema educativo,
con sus caracteres propios y una organización, pues
de lo contrario no sería un sistema. En Europa y América
Latina la enseñanza elemental se redujo a la alfabetización,
con ciclos de 3, 5 y a veces más años. En Estados
Unidos ese objetivo tomó características de
mayor duración. Desde un principio hubo de seis a ocho
años de educación elemental. El siglo XIX nos
muestra la aparición de un sistema de enseñanza
elemental desvinculado del mundo universitario.
En
este siglo se advierte que no existe ninguna mezcla entre
este sistema de enseñanza obligatoria, universal y
el mundo universitario. Quizás el caso de Francia,
con la reforma napoleónica de 1808 marque una centralizada.
Si bien este hecho señala una impronta que lo caracteriza
hasta el día de hoy, la enseñanza elemental
y la vida universitaria siguen existiendo sin una correlación
estrecha.
En
el siglo XX nos encontramos con otra novedad y es que promediado
el siglo, aparece, en los países americano y europeos
un sistema educativo estructurado en grados escolares o niveles,
dentro del cual la Universidad queda integrada. Yo quisiera
que no se me entendiera mal, porque hablo con personas especializadas.
Los niveles escolares siempre tuvieron una suerte de escalonamiento
sucesivo, pero no estaban estructurados en la forma en que
ahora se presentan ¿Era necesario ir a la escuela primaria
para poder pasar después a la media? Relativamente
lo era antes de promediado el siglo XX. Se podía ingresar
en la escuela media antes de haber concluido un ciclo formal
de enseñanza elemental. La prueba la tenemos con la
creación del Colegio Nacional de Buenos Aires, piedra
fundamental del sistema de enseñanza secundaria tradicional
de nuestro país. El decreto de creación señala
la posibilidad de ingresar sin mencionar para nada la obligación
de haber concurrido a la escuela primaria.
La
necesidad de haber completado un ciclo para poder ingresar
al otro empezó a manifestarse andando el siglo XX.
Francia es –repito– un ejemplo que escapa a esta
generalización. En la Argentina –si no me equivoco–
el primer instrumento legal que ordena tener el ciclo secundario
completo para poder ingresar a la Universidad, es la ley 17.245
de 1967. En esa ley aparece la exigencia terminante de la
escuela media. Antes se aplicaba esa exigencia, pero porque
la Universidad la había impuesto. Esta autonomía
para resolver la aceptación o la no aceptación
nos muestra que la situación histórica tenía
antecedentes.
De
todos modos, promediado el siglo XX, los países encuentran
lo que se puede llamar el sistema educativo formal, con sus
grados y escalonamientos sucesivos. La Universidad queda integrada
en el sistema, pero casi sin darse cuenta, a veces a su pesar
y a veces pese a ella. Ahora bien, en la segunda mitad del
siglo XX, después de la terminación de la Guerra
Mundial aparecen dos fenómenos: uno es el de la educación
superior que incluye a la Universidad, pero que no se limita
a ella. Los estudios superiores eran, por tradición,
los universitarios. Ahora aparecen otros. ¿Qué
son estos estudios? Solemos hablar de estudios superiores,
pero esta palabra tiene un sentido relativo intrínseco.
Hablamos, en este momento, de estudios terciarios, para referirnos
a todos los que se realizan después de la terminación
de la escuela media.
Los
estudios terciarios tienen antecedentes. Las escuelas politécnicas
y las escuelas normales de Francia, los College americanos,
el Instituto del Profesorado argentino son ejemplos de instituciones
de este tipo. Este último caso es un ejemplo de instituciones
de clasificación difícil, con respecto al lugar
que le corresponde en el sistema total. Es en esta segunda
mitad del siglo XX cuando los institutos de educación
terciaria no universitaria, comienzan a tomar una extensión,
una magnitud extraordinaria. De tal manera que quiérase
o no y al margen de cualquier juicio de valor, la extensión
del campo de los estudios de nivel terciario –llamémoslo
así– es una realidad incuestionable. Encontramos
hoy, después de los estudios secundarios, un marco
amplísimo de carreras entre las cuales la Universidad
es una de ellas. La Universidad no es única y ni siquiera
principal, desde el punto de vista cuantitativo.
Aparece
también otro fenómeno, que todos conocemos muy
bien y que es el tema de moda en cualquier lid pedagógica:
la educación permanente, con todas sus características.
La educación permanente es el otro marco en el cual
la Universidad queda incluida. Sobre educación permanente
no quiero hacer una disertación, porque es, como queda
dicho el tema de moda y el público presente lo maneja
a la perfección, pero no hay ninguna duda de que resulta
uno de los cambios esenciales en este momento educativo. Yo
entiendo que la educación permanente tiene una doble
dimensión: una horizontal y otra vertical. Quiero decir
lo siguiente: desde el punto de vista horizontal significa
la expansión de la educación por medio de todos
los recursos modernos de comunicación. Los medios masivos
irrumpen en la vida del educando con su gran fuerza educadora,
formativa, etc. En el orden vertical implica la prolongación,
a lo largo de toda la vida, de sistemas recurrentes de formación,
actualización, etc., con características cada
vez más formalizadas. Asume diversas formas: cursos
de postgrado, reválidas de títulos profesionales
o académicos, etc. Esto incluye otra novedad muy importante:
la superación de la idea de producto acabado. La Universidad
manejó mucho el concepto –que de algún
modo está en el subconciente universitario– de
que el egresado es un producto acabado, al cual, a lo sumo,
se le puede prestar un “service”, como quien toma
un producto industrial y de vez en cuando cuida de su estado
de funcionamiento hasta que se lo saca del uso, por jubilación,
retiro, etc. Ese concepto desaparece con la idea de educación
permanente. Hoy tiene mayor validez la idea de producto semiterminado
que puede ser usado para diversas funciones.
El
producto universitario puede ser, según el criterio
moderno, actualizado, acondicionado, pulido, etc. para las
necesidades cambiantes de la actividad actual. Esto implica
otra novedad: la relativización de los títulos
formales que entrega la Universidad. En el futuro tendrán
poca significación los que hoy llamamos títulos
máximos. Esa denominación es uno de los síntomas
de esos conceptos con los cuales se manejaba la Universidad.
Después del título máximo: nada más.
Y ello adquiere escaso sentido dentro de la idea de educación
permanente. En síntesis: la idea de educación
permanente quiere decir cada vez más escuela, porque
el hombre está toda su vida en algún tipo de
escuela y la sociedad es toda un poco escuela. Lo cual, paradójicamente,
reduce un poco la importancia de la escuela, como institución
pura, porque el hombre está toda su vida en algo que
de algún modo es escuela. Por eso importa menos es
exigencia tremenda de que en un momento dado, lo único
que hay que hacer es escuela. El hombre no debe estar absorbido
por la idea de una actividad, la escolar, a la cual se dedican
X años. En todo el resto de su vida deberá estar
en instituciones que, de un modo u otro, son escuelas.
Observemos,
entonces, que desde los orígenes, encontramos una institución
que nace en estado de soledad institucional, hasta llegar
a esta otra circunstancia actual en la cual está introducida
en un marco tan amplio y complejo. Esto ha ocurrido en gran
medida pese a la Universidad y sin que la Universidad se dé
cuenta. Para expresarlo con mayor claridad, me voy a permitir
una imagen que empleé, hace algunos años, en
una mesa redonda de profesionales. Para mí la Universidad
es como un viejo castillo construido en la Edad Media, en
una vasta campiña, con sus almenas, con sus fosos,
con sus puentes levadizos, etc. A su alrededor, una vasta
extensión desocupada. Las gentes, en su interior, quedaron
encerradas, dedicadas a sus labores. Hoy, las cosas han cambiado.
La campiña no está más: hay una gran
ciudad, con edificios, incluso más grandes que el castillo.
El castillo es el mismo, pero las circunstancias son diferentes:
por encima de él pasa un elevado, por debajo, un subterráneo.
Todo eso equivale al sistema educativo actual, a partir de
la segunda mitad del siglo XX. La Universidad es, de algún
modo, la misma, pero el mundo ha cambiado.
Al
encontrarse en otra circunstancia, la función de la
Universidad, quiérase o no, no es la misma. Cumple
otra función, de hecho. Para ello, requiere cambios
en su estructura. Sigue teniendo puentes levadizos, pero hay
por ejemplo, una autopista que entra al castillo y una vieja
almena sirve de helipuerto. Pero sus moradores siguen actuando
como si esto no ocurriera. Dicho de otro modo, la Universidad
tiene cambios intrínsecos, funcionales, que no siempre
detecta. ¿Cuáles son los cambios funcionales?
En primer lugar: la Universidad no es, hoy, el centro de culminación
del saber. En un tiempo lo fue. Se podrá decir que
en un tiempo algunos grandes intelectos pudieron formarse
fuera de la Universidad. De acuerdo, pero en conjunto hoy
la Universidad no es el punto de culminación del saber.
Los títulos universitarios han tenido la pretensión,
hasta el presente, de ser ese punto de culminación.
Yo no sé si hoy tiene sentido la expedición
de títulos que impliquen el punto final de una especialidad.
Podrá valer, tal vez, para algunas personalidades de
excepción, pero no para la generalidad.
Todo
esto nos lleva hacia otro problema, que a las autoridades
de nuestro país preocupa vivamente: los cursos de postgrado
y su vinculación con la enseñanza permanente.
La Universidad, ya tiene, para estos cursos de postgrado,
para la actualización, para las reválidas, etc.,
planes que en algunos casos están en marcha. Creo que
la legislación española actual prevé
la reválida cada diez años, aunque no sé
cómo se está aplicando. La Universidad, ¿tiene
en esta materia un papel propio, exclusivo, o quizá
deberá cederlo a otra organización? Por ejemplo,
la Universidad podría compartir ciertas funciones con
otras instituciones: los colegios de graduados, las Academias.
También podría ocurrir que el Estado tomara
la tarea de otorgar títulos y trasladara esta atribución
a ningún otro organismo. La Universidad podría
dar sus títulos y desentenderse del resto del problema
o tal vez compartir esas funciones. Tal vez podría
reivindicar su derecho a continuar con exclusividad su poder
tradicional. Pero lo que se ve es que la Universidad debe
atender un cambio funcional y no parece saber cómo
hacerlo. Da la impresión de que en ningún país
del mundo se han encontrado soluciones adecuadas.
Queda
el problema de saber si la Universidad debe tener algunos
centros que cumplan el papel de “centros de excelencia
del saber”, si a la Universidad le sigue compitiendo
la función de ser el lugar donde determinados niveles
del saber lleguen a su máximo grado. Por ejemplo, en
nuestro país, cuando se planteó el problema
del acierto o desacierto de la fundación de universidades
nuevas, en el período de 1972 a 1974, se manejó
la idea de que algunas universidades deberían tener
ciertos “centros de excelencia”, mientras otras,
no. En España se crearon institutos universitarios,
dejando para otros la formación de los máximos
niveles. Pero allí hay también una discusión
abierta: si le corresponde a la Universidad o no atender estos
centros de excelencia en la formación superior, lo
cual viene ligado a otro problema que está planteado
hoy con características muy difíciles: la Labor
de la Universidad en lo que se refiere a la investigación.
El tema de la Universidad y la investigación fue planteado
–como todos sabemos– por Ortega y Gasset, hace
bastante tiempo, en un ensayo inolvidable. Desde entonces
está siempre en discusión abierta. ¿Cuál
es el papel que le corresponde a la Universidad en la Labor
creadora propiamente dicha?
Finalmente,
entre todas estas funciones, aparece en el mundo la idea de
la “Open University”, La Universidad Abierta,
llamada también la Universidad a distancia, como ha
sido establecida en Gran Bretaña. Cabe la pregunta:
¿estamos frente a un nuevo modelo de organización
educativa, al cual llamamos universidad porque no tenemos
un nombre más apropiado o porque nos conviene denominarlo
así? ¿O lo que ocurre es quizás que vemos
la necesidad de una nueva función educativa, para la
cual hace falta un nuevo modelo organizativo? Lo que pasa,
naturalmente, es que son nuevas funciones que vienen apareciendo
en el ámbito universitario. Queda este pequeño
problema: la aceptación de sus alumnos, lo mismo que
la selección de sus docentes es una problemática
especial, propia de la Universidad. La Universidad reivindicará
siempre el derecho de decidir a quiénes iba a recibir
en su seno. En nuestro país esta era una competencia,
no ya de la Universidad, sino de cada Facultad, que decidía
a quiénes recibía. La situación ha cambiado
y la Universidad cada vez tiene menos libertad en este campo.
Olvidémonos un poco de lo que pasa en nuestro país
en estos años porque tiene particulares características
coyunturales. De todos modos veremos que la Universidad se
ha visto obligada a aceptar su incorporación dentro
de reglamentaciones generales para la aceptación de
alumnos. Esto, por un lado, fue el resultado de la integración
de la Universidad en un sistema más amplio, pero por
otro, en un marco de renovación intensa de funciones
de la vida universitaria, puede ser uno de los problemas más
graves que afronta la Universidad.
En
síntesis: creo que como consecuencia de todo lo señalado
se puede formular una visión prospectiva que me permito
hacer con la exclusiva finalidad de disponer de un material
más completo para trabajar. No me gusta jugar a la
profecía y pienso que la prospectiva, si no se la practica
con mucha seriedad, puede caer en una actividad de muy escaso
nivel académico. En función de todas estas tendencias
que hemos visto obrar y de las circunstancias que estamos
viviendo, entiendo que no es arriesgado decir lo siguiente:
La Universidad está cambiando sus estructuras organizativas
porque está empezando a cumplir otra función,
parecida a la que ha cumplido hasta el presente, pero que
no es la misma. Me pregunto entonces: ¿cuál
es esa nueva función o conjunto de funciones que deberá
cumplir la Universidad? Entiendo que son: 1) la preparación
de gran número de profesionales para carreras cortas
o intermedias, profesiones y oficios de nivel superior o postsecundario,
pero que no es lo mismo que la preparación para esas
carreras que hasta hoy llamábamos de nivel máximo;
2) el reclutamiento de minorías para los cursos académicos
que anteriormente llamábamos de máximo nivel
y que serán los cursos superiores correspondientes
a las carreras cortas.
Yo
entiendo que la Universidad se encuentra ante una problemática
antes desconocida. Tiene que incorporar a su seno a una masa
mucho mayor de estudiantes para hacer dos cosas: por un lado
preparar a un número considerable para las llamadas
carreras cortas o intermedias y simultáneamente actuar
pedagógicamente para reclutar los elementos más
aptos para los niveles de mayor nivel. Entiendo que la Universidad
tiene la misión de colaborar con otras instituciones
en la tarea de la educación permanente. Ya he dicho
que la Universidad es como un castillo medieval, aislado,
cuya colaboración con el resto del mundo es realmente
difícil. En el mundo entero la Universidad encuentra
dificultades para actuar, a la par, con otras instituciones.
En el fondo de su corazón la Universidad añora
la campiña solitaria que la rodeaba y verse formando
parte de un sistema más amplio, es algo que no la contenta.
Pienso
que la Universidad tiene, en el orden de la educación
permanente, una función de colaboración con
otras instituciones, pero no exclusiva.
En
cuarto término con lo que algunos estudiosos llaman
la capacidad educadora ociosa de la sociedad, siguiendo la
terminología que se aplica en ciertos sectores de la
industria y de las actividades económicas en general.
Hay un ejemplo de uso de esa capacidad ociosa por parte de
la Universidad y es el de las escuelas de Medicina, que utilizan
la estructura hospitalaria y de los servicios de salud para
cumplir con su función educadora. Estimo que este ejemplo
debería multiplicarse, porque la Universidad no se
encuentra ya en condiciones de montar las estructuras gigantescas
que necesitaría para cumplir sus funciones. Entiendo
que dentro del concepto de educación permanente esto
es conveniente aunque la Universidad no lo necesitara por
los otros motivos. No sólo conveniente, sino indispensable.
Creo
también, que entre las funciones de la Universidad
estará el reclutamiento de talentos no salidos de los
escalones anteriores del sistema educativo. Esto implica su
independencia para el reclutamiento de sus recursos humanos
entre los mejores elementos de la sociedad, al margen de sus
titulaciones formales. La Universidad, al incorporarse al
sistema, ha ido perdiendo la posibilidad de admitir los talentos
de excepción o los elementos de excelencia, aún
al margen de sus estudios dentro del sistema.
Por
último –y he aquí lo más difícil–
la Universidad deberá abandonar sus actuales privilegios
monopólicos en la emisión de títulos
certificados y diplomas. Podrá pensarse que esta formulación
es digna de la ciencia ficción, pero entiendo que la
Universidad deberá dejar sus actuales esquemas exclusivistas.
Pido para la Universidad una mayor libertad académica,
pero al mismo tiempo entiendo que deberán restringirse
sus actuales poderes en lo que atañe a la entrega de
títulos, que deberá estar a cargo de otros organismos
del Estado, que controlarán el producto que realmente
se busca, el resultado que se procura y no la tarea que realiza.
Entiendo
que estas dos exigencias, la libertad académica y el
condicionamiento en la entrega de títulos deben marchar
parejas. De lo contrario, la Universidad tendría un
privilegio inconcebible o una sujeción a las leyes
y ordenamientos que la ahogarían como institución.
Concluyo
diciendo que todos estos problemas de la Universidad solamente
se podrán resolver dejando las cuestiones coyunturales
y enfocando el problema del largo plazo. Necesitamos una cierta
perspectiva histórica.
Entiendo
que estos problemas son de carácter universal, aunque
en nuestro país tienen características especiales,
porque se han dado una serie de circunstancias particulares.
Pienso que la concepción de estos problemas con un
enfoque universal e historicista es necesaria para salir de
la coyuntura de momento y poder actuar con un sentido de largo
plazo.
*Conferencia
pronunciada el día 22 de agosto de 1978, en las Primeras
Jornadas sobre Modernización del Sistema Universitario
en el Mundo Contemporáneo realizadas, en Bs. As., organizadas
por el Departamento de Ciencias de la Educación. Facultad
de Ciencias de la Educación. Facultad de Filosofía
y Letras-UBA, la Agencia de Comunicación internacional
de los EE.UU. y el IIE organismo de la Fundación para
el Avance de la Educación.
|
Los
sistemas educativos y el desafío del siglo XXI*
Publicado
en el N° 33, septiembre de 1981.
El
alfabeto y la escuela son fenómenos culturales de aparición
simultánea, entendiendo por escuela cualquier tipo
de organización de tareas destinada esencialmente a
la transmisión cultural. Es fácil comprender
por qué ello es así y por nuestra parte lo hemos
explicado con cierto detalle en otras oportunidades*1.
Una
parte fundamental de los procesos de culturalización
y socialización de las nuevas generaciones es la transmisión
de saberes, de datos, de conocimientos. Esto lleva consigo
capacitar a las nuevas generaciones para otras tres tareas
vinculadas con ese caudal de sabiduría transmitido:
primera, estar en condiciones, a su vez, de proseguir con
la tarea de transmisión cultural a las generaciones
sucesivas; segunda, estar capacitada para buscar y encontrar
por sí misma los datos o los conocimientos que le sean
necesarios en cada oportunidad y que no dominen, capacidad
que incluye el conocimiento de los lugares o ámbitos
en que el saber acumulado, ordenado, catalogado o simplemente
archivado; y tercera, por lo menos para una minoría,
la capacitación para continuar el proceso social histórico
de descubrimiento de nuevos saberes, conocimientos, técnicos,
etc., lo cual significa capacidad para la investigación,
el descubrimiento y el pensamiento original.
En
los estadios históricos prealfabéticos, toda
esta tarea se cumplía exclusivamente mediante el lenguaje
oral y la memoria. El proceso integral de la educación
se daba, pues, en medio de la vida misma, sin necesidad de
organizaciones o instituciones específicas, salvo formalidades
o modalidades organizadas muy elementales, de corta duración
en el tiempo y siempre, de todos modos, estrechamente vinculadas
con la vida misma de la comunidad.
Pero
al aparecer el alfabeto, y poco a poco en la evolución
histórica, el saber de mayor significación,
los conocimientos de mayor jerarquía, fueron acumulándose
en repositorios culturales: tablas de la ley, codificaciones,
cronologías, textos científicos, libros sagrados,
bibliotecas. Entonces, fue necesario también que una
parte de la población –sólo una parte,
y muy pequeña, por cierto– estuviera en condiciones
de manejarse adecuadamente con esta nueva tecnología
de almacenamiento y transmisión cultural. Para obtener
este resultado –que una pequeña porción
de la población dominase la nueva tecnología,
o sea, fuese alfabetizada– debió crearse una
función y montarse una organización especializada.
Esto dio origen a los más antiguos y simples sistemas
escolares, a menudo –por no decir siempre– unidos
a los ámbitos religiosos que inicialmente fueron los
custodios, repositores y transmisores de aquellos bienes culturales
de más alta significación.
Es
sencillo, también, comprender por qué esta tarea
de alfabetización sólo resultaba indispensable
para una pequeña parte de la población, que
traducida a términos porcentuales alcanzaba cifras
bajísimas. Para la inmensa mayoría de los miembros
de cada comunidad era suficiente el manejo de los datos culturales
accesibles mediante los esquemas de transmisión oral
y de conservación memorística. Por otra parte,
hubiera sido útil capacitar a más gente en el
dominio de la nueva tecnología de la comunicación,
es decir, alfabetizar a mayor número de personas, cuando
no se disponía de los elementos materiales concretos
que permitieran hacer uso de este saber, puesto que esos elementos
materiales en los cuales se hallaban los textos escritos correspondientes
(piedras, mármoles, tablillas de cera o madera, rollos
y más adelante, muy adelante en la historia, libros
manuscritos) eran escasos, costosos, de difícil transporte
y manejo, exigían ámbitos especiales y a su
vez costosos, difícil construcción para ser
guardados y conservados. Sin embargo, llegó un instante
en la historia del mundo occidental en el cual esas circunstancias
comenzaron a cambiar. En la Edad Moderna, varios fenómenos
culturales se desencadenaron simultáneamente. Nuevos
inventos y descubrimientos y un notable incremento del saber
comenzaron a exigir a las pequeñas minorías
ilustradas de antaño niveles de instrucción
más altos. Mientras, aquellos mismos niveles elementales
de ilustración comenzaron a ser útiles y necesarios
para sectores más amplios de la población, y
a esto se añadió la posición de la iglesia
reformada o protestante que pedía que cada fiel tuviese
la posibilidad de acceder por sí mismo a la lectura
e interpretación de los textos sagrados.
Simultáneamente,
la imprenta de tipos móviles y el papel barato determinaron
la aparición de un fenómeno cultural francamente
revolucionario: los elementos materiales en los cuales se
incribían los textos escritos comenzaron a estar al
alcance y a la disposición de más personas.
La era del libro como producto masivo había comenzado.
La
alfabetización universal
Todo este proceso se aceleró desde la Revolución
Industrial en adelante, hasta que el siglo XIX se vio enfrentado
al gran desafío que los más perspicaces talentos
del XVIII ya habían adelantado: era indispensable capacitar
a toda la población en el dominio de esta tecnología
del almacenamiento y transmisión cultural que es el
alfabeto. La tarea que entre los chinos, los egipcios, los
griegos, los romanos y hasta los siglos XII, XIII y XIV de
nuestra era, debió cumplirse sólo para muy pequeños
sectores de la población, ahora debía cumplirse
de manera universal.
El
desafío, en verdad era tremendo. La alfabetización
universal fue una de las mayores empresas de la civilización
occidental y que los países más adelantados
de Europa y de América la hayan logrado hasta los niveles
relativos a que cada uno llegó, en menos de cincuenta
años, es una obra prodigiosa, comparable a las grandes
construcciones culturales que desde el siglo V antes de Cristo
esta civilización occidental viene alcanzando.
Sólo
por el acostumbramiento determinado por el hecho de haber
nacido en medio de ese logro, es que el hombre de nuestros
días no advierte las dificultades inmensas y el costo
gigantesco que tal empresa ha demandado y demanda. Y así
como el hombre contemporáneo de las comunidades más
o menos desarrolladas en Europa y de América considera
hoy elemental y casi insignificante el disfrute de ciertos
servicios y comodidades de sus vida cotidiana (energía
eléctrica, agua corriente fría y caliente, calefacción,
conservación de alimentos, higiene, etc.) sin comprender
la suma extraordinaria de esfuerzos y de organización
tecnológica e institucional que todo ello requiere,
ha terminado, igualmente, por admitir como sencillo y natural
que todos sepan por lo menos leer y escribir, sin comprender
que esto también ha exigido y exige un gigantesco esfuerzo
de la sociedad y que es una de las conquistas más grandes
del espíritu humano desde el principio de los tiempos.
La
evolución hasta hoy ha quedado, pues, en claro. Primero
fue la transmisión oral la única vía
de la acción educadora integral y la memoria la única
posibilidad de almacenamiento de la información y del
patrimonio cultural. Luego, apareció la escritura y
la alfabetización resultó una necesidad para
pequeñísimas minorías. Sólo después
del Renacimiento, en particular después de la Revolución
Industrial y definitivamente en el siglo XIX, surge la necesidad
de la alfabetización universal, que con el libro y
el periódico como elementos de consumo masivo cobra
sentido funcional. En realidad, hay que esperar al siglo XX
para que este desafío formidable logre hacerse realidad,
y esto aún parcialmente, en los países más
adelantados de Europa y América.
Los
sistemas educativos que se estructuraron dentro de sus lineamientos
esenciales también en el siglo pasado, son la respuesta
a ese desafío. Por eso, la alfabetización, el
libro, las bibliotecas y la escuela primaria universal, son
sus correlatos culturales propios y hasta hoy lo siguen acompañando
hasta haber alcanzado categoría de correlatos de valor
casi religioso.
La
tercera tecnología de la comunicación
Hemos llegado al final del siglo XX. Ha pasado algo y los
sistemas educativos no se han dado cuenta. Los dirigentes
políticos, y los especialistas en educación
quizá se han dado cuenta de ese “algo”
que ha pasado, pero no de su relación con los sistemas
educativos.
Sin
embargo, todo no es sencillo*2.
La
primera tecnología de almacenamiento y de transmisión
de los patrimonios culturales propios de cada comunidad históricamente
tipificada fue, como queda dicho reiteradamente, la memoria
y la palabra oral. Por lo tanto, toda la población
debía ser capacitada en el dominio de esta tecnología
de la comunicación, y algunos, en particular, eran
especialmente entrenado para la acumulación cultural
memorística, a fin de que sirvieran como repositorios
y transmisores vivientes de ciertas grandes sumas culturales
que era imposible almacenar todos los miembros de la sociedad.
Luego
apareció la segunda tecnología en materia de
almacenamiento y transmisión cultural: el alfabeto,
con sus correlatos materiales ya enunciados. Inicialmente
unos muy pocos miembros de cada comunidad debieron ser capacitados
en el dominio de esta tecnología y más tarde
(siglos XIX y XX) todos debieron acceder al dominio de esa
nueva tecnología.
Hace
alrededor de cincuenta años, apenas, apareció
la tercera tecnología de almacenamiento y transmisión
de la información, del saber y, en general, de patrimonios
culturales (los diez mandamientos, los evangelios, los códigos,
el relato documentado de la historia del hombre, los archivos
documentales, los registros civiles, la literatura universal,
la ciencia en todas sus ramas, grados y aplicaciones técnicas,
etc.). Esta nueva tecnología de las comunicaciones
es la cibernética, la computadora, la memoria electrónica,
los lenguajes programados.
El
proceso es idéntico al que ocurrió desde la
aparición del alfabeto hasta el siglo XX, sólo
que ahora su evolución se ha completado en menos de
cien años. Observemos lo sucedido. Como cuando apareció
el alfabeto, inicialmente sólo muy pocas personas –en
términos conceptuales minorías insignificantes–
debieron ser capacitadas en el dominio de la nueva tecnología
de las comunicaciones. Pero a poco andar, el número
de personas que debían alcanzar el dominio de esta
tecnología se fue incrementando. Igual había
ocurrido con el alfabeto, pero mientras ese proceso de extensión
cuantitativa se hizo visible en tres o cuatro décadas,
ya actualmente la cantidad de gente que domina, o se ve empujada
a dominar estas nuevas tecnologías (en síntesis,
que debe arreglárselas con computadoras, terminales
y sistemas computarizados) es cada día mayor en todos
los campos: son los médicos en los laboratorios, quirófanos
y consultorios; son los abogados y juristas; es la administración
en las empresas y en el Estado; son los periodistas, los archivistas
y los bibliotecólogos; son los estudiosos en general;
son los registros civiles y los sistemas impositivos o contables;
son las líneas aéreas para controlar sus tráficos;
son los sistemas de ventas y de reservas de pasajes o de hoteles;
serán dentro de muy poco las terminales hogareñas
para obtener datos de uso doméstico que se buscan dificultosamente
en guías o listas telefónicas, diarios, revistas,
catálogos, remitos de saldos bancarios, vencimientos
de cuotas, pagos de servicios o seguros, etc.
Igual
que ocurrió con los correlatos materiales del alfabeto,
o sea las tablas, los mármoles, los rollos y finalmente
los libros y los periódicos, también con esta
nueva tecnología de las comunicaciones se produjo –sólo
que en un proceso de rapidez alucinante– el mismo proceso
de abaratamiento y difusión de los correlatos materiales
respectivos: las computadoras, las terminales, los bancos
de datos, en fin. La computadora comienza y a ser un elemento
de consumo masivo y en pocos años más lo serán
las terminales hogareñas. El tamaño material
de estos elementos se ha reducido ya a niveles increíbles
y su costo ha bajado igualmente. Lo que ocurre es que esto
ha pasado tan rápido que la inmensa mayoría
no se ha dado cuenta. Las computadoras están entre
nosotros y no lo advertimos: el reloj con múltiples
funciones “programables” que la industria nos
ofrece a precios modestísimos es una computadora en
miniatura y maravillosa. pero su usuario es, en un altísimo
porcentaje, un “analfabeto” con respecto a esta
nueva tecnología y lo único que sabe hacer con
esa computadora es mirar la hora, o a lo sumo la fecha, como
con cualquier viejo reloj. Sólo una pequeñísima
minoría esta en condiciones de “programarlo”
para usar efectivamente sus múltiples funciones.
La
modesta calculadora de bolsillo o doméstica que forma
parte hoy de los objetos de uso cotidiano en la mayor parte
de los hogares de mínimos recursos en los países
adelantados en Europa o América, ofrece un amplísimo
margen operatorio que sólo una minoría sabe
aprovechar. La mayoría se limita a las cuatro operaciones
con enteros, a veces con decimales y, sólo de vez en
cuando, a obtener porcentajes, casi siempre con operatorias
más complicadas de lo necesario.
La
nueva “alfabetización” universal
Todo esto, y las perspectivas de un porvenir que inexorablemente
será presente antes de que el siglo XX concluya, lleva
a una conclusión fundamental. El siglo XXI enfrentará
este desafío formidable: la capacitación universal
(quiere decir, de toda la población de cada sociedad
tecnológicamente desarrollada) para el dominio de esta
tercera tecnología de las comunicaciones. Es decir:
hay que comenzar ya mismo a trabajar (como el siglo XIX lo
hizo a partri de 1870, aproximadamente, con la alfabetización
universal) para que la totalidad de la población domine
estas tecnologías y sea capaz de manejar inteligentemente,
extrayendo la mayor parte de sus frutos potenciales, las computadoras
y las terminales. De esta manera, el hombre del siglo XXI
estará en condiciones de desenvolverse en el marco
cultural correspondiente y podrá ser capacitado para
las tres tareas básicas que en la primera parte de
este artículo señalamos como esenciales en todo
proceso educativo o de transmisión cultural y de socialización,
a saber: proseguir con esa labor educativa con respecto a
las nuevas generaciones sucesivas, averiguar, buscar y encontrar
por sí mismo los datos o las informaciones que le sean
necesarios y, por último, al menos para una minoría,
capacitarse para proseguir la obra constante de la investigación
y la creación o renovación cultural.
Los
sistemas educativos
Los sistemas educativos deben estructurarse, ya, en 1980,
para responder a este desafío. La escuela primaria
de hoy debe capacitar a la totalidad de la población
en el dominio de esta nueva tecnología de las comunicaciones,
porque quien no las domine será, en el siglo XXI, el
equivalente de los analfabetos en el siglo XX: personas desubicadas
y minusválidas culturalmente hablando, algo así
como lisiados culturales que requieren ayudas, sostenes y
apoyos culturales, económicos, sociales en fin, de
instituciones especializadas.
Una
persona incapaz de entenderse con una terminal, de solicitar
un dato a una terminal conectada con una memoria computadorizada,
de obtener información en una computadora en un laboratorio
o un banco de datos de cualquier especie será, a partir
del 2000 –y no más allá– una persona
tan atrasada culturalmente como la que hoy entra a una biblioteca
y hay que buscarle la obra que pide en el ficher porque ella
es incapaz de manejarlo o como la que hoy es incapaz de llenar
un formulario ni de entender las instrucciones que se le dan
para hacerlo por escrito.
Para
obtener hoy un dato en una guía telefónica necesitamos
estar alfabetizados, o sea saber leer y escribir, y además
conocer una técnica que es el ordenamiento alfabético,
pues sin ello estamos absolutamente perdidos frente a la inmensidad
de datos que –para quien no sospecha que existe un orden
alfabético– conforman un caos imposible de entender.
Y por último, necesitamos una capacidad para interpretar
instrucciones escritas que la misma guía incluye para
su manejo, y para decodificar códigos especiales (abreviaturas,
signos, ordenamientos atípicos dentro del gran ordenamiento
alfabético, etc.).
Pues
bien: cuando para obtener un número telefónico
debamos recurrir a la terminal hogareña (que opdrá
estar conectada a un banco de datos que nos podrá dar
los números telefónicos de cualquier abonado
de todo el país o del mundo, además de otra
enorme cantidad de datos posibles: domicilio, o nombre conociendo
el teléfono y el domicilio, o profesión, o en
fin cualquier cosa que se quiera y que resulte rentable para
la empresa proveedora; deseable para el consumidor y permitda
según las leyes) también tendremos que dominar
ciertas técnicas propias de la programación,
de la computadorización y de los lenguajes cibernéticos.
Tendremos que manejar una tecnología de las comunicaciones
con sus propios códigos, ser capaces de buscar los
datos, de pedirlos y en fin usar este maravilloso elemento
que el espíritu humano ha puesto a nuestra disposición.
Ni
qué decir, por supuesto, de la capacitación
necesaria para cualquier técnico o profesional o empleado
de nivel superior o medio y, por supuesto, de la gran cantidad
de personas que deberán ser especialistas o entendidos
–en diferentes niveles y ramas– en computación
o cibernética mismas, para programas, construir, reparar,
administrar, vender, perfeccionar y organizar todo el vasto
campo de la ciencia, la técnica y la empresa destinado
al mundo de la cibernética.
El
nuevo desafío y sus obstáculos
Hemos hecho un larguísimo, reiterativo y a menudo insorportable
discurso (por un tono didáctico exagerado, lo admitimos)
para llegar a un enunciado que, en realidad, apenas debería
ser dicho en pocas palabras para obtener asentimiento universal.
Esa conclusión, ya lo dijimos, es la siguiente: los
sistemas escolares actuales deben responder al gran desafío
cultural del siglo, o sea, la universalización del
lenguaje cibernético y la universalización del
uso de las terminales y las computadoras, como un instrumento
cultural común para la totalidad de la población.
El
siglo XIX aceptó el reto de la necesidad de la alfabetización
universal. El XX debe aceptar este otro desfío.
Esto
impone añadir unas pocas consideraciones más.
En primer lugar, carece de sentido suponer que la alfabetización
propiamente dicha, o sea el dominio de la lengua escrita tal
como hoy lo conocemos, resultará innecesaria en el
futuro. El papel de la lengua oral y de la memoria no desapareció
por la aparición del alfabeto y ni siquiera por su
difusión universal. Tampoco ahora la computadora o
la memoria electrónica hará desaparecer el lenguaje
escrito tradicional. Es probable que se lo deje de usar para
ciertos fines o que el libro y los periódicos y las
bibliotecas sufran ciertas modificaciones en su utilización,
como ha variado el uso y el papel de la memoria y de la transmisión
oral del saber, pero es innimaginable la desaparición
de la lengua escrita.
Como
alguna vez dijimos, la historia no resta, suma.
Cuando
el hombre incorporó a su formación cultural
una lengua oral ampliamente elaborada, quedó condenado
–si se permite la expresión– a lograr la
transmisión de ese maravilloso instrumento a las nuevas
generaciones, y a su dominio y perfeccionamiento constantes.
Cuando incorporó el alfabeto, también resultó
esclavo de su creación y ya no pudo jamás liberarse
de esta nueva necesidad cultural, que finalmente debió
poner en manos de la totalidad de la población. Ahora
incorpora a su marco cultural una nueva tecnología
de almacenamiento y transmisión del patrimonio cultural
y la historia se repite. En adelante deberá proveer
a la totalidad de la población, en las comunidades
respectivas, del dominio integral de las tres tecnologías
de la comunicación: la oral, la escrita y la electrónica.
El hombre no tiene escapatoria. No puede retroceder, so pena
de catástrofe, concretamente de muerte física
o de extinción de cada comunidad históricamente
tipificada. Las sociedades primitivas debían proveer
a todos sus miembros del pleno dominio del lenguaje o exponerse
a la catástrofe y a la extinción. Los pueblos
del mundo occidental deben agregar, desde hace cien años,
el dominio universal de la lengua escrita. Y las sociedades
que ya han incorporado la cibernética a su marco cultural
deben añadir, ahora, el pleno dominio de la tecnología
correspondiente. No es una alternativa: es un imperativo*3.
En
segundo lugar: cuando se advierte cuál es el gran desafío
que afrontan hoy los sistemas educativos, se advierte cómo,
en nuestro país al menos aunque también en muchos
otros, se está perdiendo el tiempo en cuestiones insignificantes
y sin ningún sentido.
Los
ámbitos pedagógicos y escolares en general prosiguen
ignorando este desafío, que es el gran problema pedagógico
y de los sistemas educativos contemporáneos y prosiguen
debates sobre asuntos irrelevantes. Se continúa preparando
docentes para una organización escolar que no puede
perdurar ya mucho tiempo más y que ya no sirve a la
sociedad, antes bien, es un obstáculo para la sociedad
y para las necesidades que dejamos dichas. La mayor parte
de los maestros y los profesores de la enseñanza primaria
y media y el personal directivo y de supervisión así
como los funcionarios de máximo nivel correspondientes,
mantienen una actitud hostil y negativista frente al uso de
las computadoras por la sencilla razón de que ignoran
todo cuanto se refiere a ellas, no saben usarlas y tienen
verdadero terror a quedar desubicados profesional o socialmente.
Simplemente, se niegan a admitir la tesis que hemos expuesto
porque temen quedarse sin trabajo, temen quedar en descubierto
por su incapacidad para adaptarse y para aprender.
El
sistema escolar se defiende y pretende seguir haciendo lo
mismo que hace desde principios de siglo. Prosigue discusiones
bizantinas y absurdas en torno de cuestiones que en realidad
no importan a nadie y obliga a sus víctimas –los
niños y jóvenes de 6 a 18 años de edad–
a consumir lastimosamente años irrepetibles y horas
que jamás volverán a disponer en estudios innecesarios
e inútiles, en cursos obligatorios, en lecciones estériles,
haciendo de muchos de ellos futuros lisiados culturales que
ya no podrán capacitarse para vivir plenamente incorporados
al marco cultural que les espera en el siglo XXI.
Una
triste escuela media consume los años preciosos de
la adolescencia, inutiliza talentos en cantidades increíbles
y genera rebeldías y rechazos culturales a veces irreversibles.
Pero el cuerpo docente mantiene sus fuentes de trabajo y prosigue,
año tras año, indiferente a todo el daño
que provoca.
Los
profesores, rectores, supervisores y funcionarios de la escuela
media han obligado –gracias a leyes que hoy no son otra
cosa que protectoras de ellos mismos– a toda la población
del país entre 12 y 17 años concurrente a esa
escuela media a pasar horas y horas en las aulas y a perder
la mayor parte de ese precioso tiempo en lecciones inútiles,
mediante la complicidad de reglamentos coercitivos y de naturaleza
totalitaria, que –único caso en la vida institucional–
no dan margen a la apelación ante la Justicia. Pero
cuando aquellos docentes y funcionarios salen del aula y van
a un laboratorio a hacerse una tomografía computada,
o van a pedir una reserva de pasajes, o concurren a hacer
sus trámites jubilatorios, o cobran sus sueldos mediante
procesos computadorizados, o escuchan de la existencia de
bancos de datos que permiten obtener informaciones de cualquier
parte del mundo en segundos, o hablan por teléfono
vía satélite a cualquier continente pro sumas
modestísimas, a ninguno se le ocurre pensar quénes
operan esos sistemas, quiénes los han creado y perfeccionado,
quiénes los reparan y, sobre todo, quiénes lo
harán en el futuro a media que su uso se extienda más
y más. No se les ocurre pensa en sus alumnos de 17
ó 18 años que ya al término de su más
rica etapa vital de aprendizaje se incorporan a un marco cultural
en el cual serán algo así como los analfabetos
a principios de este siglo, salvo que mediante esfuerzo, tiempo
y dinero logren suplir posteriormente esas carencias fundamentales.
El
sistema escola contemporáneo prosigue empecinadamente,
sordo a todos los reclamos, sin siquiera dar respuesta a uno
solo, haciendo lo que quiere, amparado en leyes monopólicas
y absolutas. Lénase los frondosos y absurdos programas
de la escolaridad primaria y se advertirá cómo
el sistema educativo contemporáneo ignora los últimos
cincuenta años de la historia del mundo occidental,
pues, lo mismo que ocurre en la escuela media, la más
fabulosa revolución cultural imaginalbe, esta de la
nueva tecnología en los medios de comunicación,
no es tenida en cuenta para nada.
Planes,
programas, metodologías, horarios, reglamentos, exigencias,
fiestitas, formaciones y comportamientos siguen idénticos
a sí mismos, imperturbables a todo cuanto ocurre en
derredor. Los alumnos de la escuela primaria siguen aprendiendo
–¡aprendiendo!– a hacer cuentitas y problemitas
y las maestras siguen abomiando de las inocentes calculadoras
de bolsillo porque en realidad temen a un mundo que ya las
desborda, pero que luego debe manejar la empleada del mercado
donde hacen sus compras. Siguen gastando horas y horas en
clases inútiles sobre cuestiones impropias de la escuela
y gastando siete años de cinco hora diarias para obtener
resultados que podrían lograrse en muchísimo
menos tiempo.
En
las escuelas medias de comercio no se conocen todavía,
en general, la máquinas de escribir eléctricas
y hablar de terminales y computadoras es como mencionar la
lámpara de Aladino. No importa: se siguen dando clases,
poniendo notas, tomando exámenes, echando alumnos,
distribuyendo diplomas y ofreciendo al mundo del siglo XX
legiones de jovencitos y jovencitas que tendrán que
arreglarse como puedan –ellos, sus padres y la sociedad–
para ubicarse en el marco cultural que les aguarda. No importa:
el sistema sigue en pie.
Los
chicos debieran saber escribir en máquinas eléctricas
a los doce años y digitar a la perfección en
terminales a los quince y saber de lenguajes programados a
los diecisiete. Al sistema educativo esto no le interesa:
le importa mantener su estructura actual, que garantiza la
fuente de trabajo para todos. Las autoridades educativas,
entretanto, ignoran también esta realidad y se limitan
a declamaciones irrelevantes sobre el papel de la escuela
como forjadora de las juventudes del futuro.
Entretanto,
en el país, aproximadamente a partir de 1970 y hasta
1976, el sistema educativo fue copado por grupos que integraron,
con fortuna variable según mil y una circunstancia,
usarlo exclusivamente con fines de catequización ideológica
de la adolescencia y la juventud universitaria, sin desdeñar,
por cierto, la catequización ideológica de los
niños de la escuela primaria, de los adultos en la
enseñanza respectiva, y por supuesto, de los docentes
en general. Esos grupos no han desaparecido y mantienen su
voluntad de reeditar ese empeño apenas tengan nuevas
oportunidades.
Las
autoridades militares que rigen los destinos del país
desde 1976, llevadas, naturalmente, por su reacción
contra aquellos grupos subversivos y aquella catequización
ideológica en los ámbitos educativos, no supieron
ni saben ver otra cosa. (Como tampoco supieron verlo, al fin,
los responsables más altos del período de gobierno
militar de 1966 a 1973). En consecuencia, desde 1976 el sistema
educativo, por cuanto hace a su conducción política,
está inmovilizado en el mantenimiento del orden formal
y en el cuidado de toda penetración ideológica
subversiva. Es inútil hablar, por lo tanto, de planteos
de cualquier otra naturaleza.
En
resumen: el sistema educativo en sí mismo permanece
encerrado e ignorante de todo avance en el marco cultural
del siglo como actitud de defensa propia y de sus fuentes
de trabgajo. Los grupos ideologizados que penetraron fuertemente
en ese sistema a partir de 1970, aunque su labor de copamiento
había empezado en realidad en 1955, sólo esperan
la oportunidad para volver a intentar el copamiento. Las autoridades
nacionales que retienen el poder político desde 1976
a hoy no ven sino ese problema y para ellas el problema del
sistema educativo queda reducido a esa perspectiva.
Frente
a este panorama, un enfoque como el que hemos expuesto en
esta artículo tiene, naturalmente, muy escasas posibilidades
de ser escuchado, entendido y, much menos, aceptado.
Creemos,
empero, que es correcto. Sentimos que es nuestro deber sostenerlo.
Entendemos que su desconocimiento generalizado forma parte,
además, junto con situaciones similares en el orden
político económico y social en general, de la
gran tragedia argentina de estos años.
Este
artículo, pues, con “El cuestionamiento de las
instituciones escolares” (I.I.E. Nº 1, págs.
11 a 33), “Los estudios pedagógicos superiores
y su importancia en el perfeccinamiento del sistema educativo”
(I.I.E., Nº 8, págs. 3 a 18) y “La desinstitucionalización
del sistema educativo” (I.I.E., Nº 26, págs.
3 a 18), constituyen un conjunto de reflexiones de política
educativa propiamente dicha que hemos expuesto como un deber
de conciencia académica y ciudadana.
Conservamos
la esperanza de que al menos los docentes más jóvenes
y los actuales estudiantes de las carreras pedagógicas
y docentes comprendan el sentido de nuestro mensaje y puedan
hacer algo para que antes de terminar el siglo los sistemas
educativos estén en condiciones de responder al gran
desafío planteado*4.
*El
desarrollo de este artículo se fundamenta en una realidad
visible a todo observador atento de la realidad cultural de
nuestro tiempo, en posiciones que hemos sostenido con anterioridad
en otros trabajos y por último, pero esencialmente,
en la magnífica exposición de Giovanni Gozzer
sobre la tres tecnologías de comunicación del
pensamiento tal como los lectores de la Revista del I.I.E.
tuvieron ocasión de leer en “La educación
intelectual y las nuevas tecnologías” (Educando,
Nº 1, pág. 6). Quiero reconocer expresamente esta
deuda intelectual con el brillante maestro Gozzer y dejar
sentado que a él debo el punto de partida del enfoque
presente.
*1La
misión de la Pedagogía (Ed. Columba, 1976),
cap. II: “Concepto de educación y de escuela”.
*2¡Ay!,
para comprender algo la dificultad mayor no es que se trate
de algo sencillo o difícil. La dificultad está
en que nuestra voluntad se mueva, apriorísticamente,
en sentido positivo o negativo. Es decir, que queramos entenderlo
o no. Lo que le sucede a la mayor parte de los educadores
y a buena parte de la población –por muchos motivos
que ahora no analizaremos– es que no quieren entenderlo.
*3La
lengua escrita y la oral cumplen, además otro papel
cultural: la identificación histórica de cada
pueblo o grupo social, lo cual significa, también,
la distinción de cada uno con respecto a los “otros”.
Probablemente, el lenguaje de la cibernética será
universal, aunque su uso requerirá siempre de los lenguajes
actuales.
*4Después
de haber concluído este artículo, y ya casi
listas las pruebas para la impresión de la Revista,
llegaron a mis manos dos publicaciones en las que aparecen
conceptos o informaciones tan coincidentes y ajustadas a su
espíritu, que no quise dejar de señalarlas.
En “Consudec”, N° 430, firgura en la pág.
546 un aviso en el cual se comunica que el mismo Consejo Superior
de Educación Católica organiza Cursos de Computación
Electrónica, cuyo primer nivel está destinado
a profesores, directivos y administradores, y su objetivo
queda así definido: “permite aplicaciones en
la enseñanza y la administración y contabilidad
de las instituciones (escolares)”. El contenido se resume
con estas palabras: “Introducción y capacitación
intensiva en operación y programación de microcomputadoras”.
Por otro lado, acaba de aparecer un excelente volumen de Luis
A. Santaló, titulado “Enseñanza de la
Matemática en la escuela media” (Ed. Docencia).
En su capítulo inicial se sostienen conceptos que coinciden
totalmente con los sostenidos en nuestro artículo,
por ejemplo: “El mundo ya está embarcado en una
corriente de gran predominio tecnológico del cual,
guste o no guste, no nos podemos apartar y que debe conocerse
y adquirir habilidades para dominarlo, para no quedar marginado,
tanto individualmente dentro de cada país, como colectivamente
dentro del concierto de naciones” (pág. 8). Más
adelante destina una parte sustancial (págs. 23 a 26)
del capítulo siguiente al tema de “Las calculadoras
de bolsillo”. Recomendamos su lectura a quienes todavía
se dejan llevar por argumentos insostenibles referidos a sus
pretendidos efectos negativos. El párrafo sobre la
presencia de estas calculadoras en la vida cotidiana es tan
similar a mis propias expresiones que me obliga a advertir
que cuando las escribí no había leído
aún este libro, porque podría aún pensarse
en un vulgar plagio. No hay tal: es simplemente la presencia
de una realidad que se hace visible a todo aquel que no tenga
–voluntaria o involuntariamente– cerrados los
ojos. Como los tiene nuestro sistema educativo, en parte involuntaria,
en parte voluntariamente.
Concluyo, para no hacer la post-data más larga que
la carta. Reproduzco, nada más, el texto siguiente
del libro de Santaló: “Nuestra portada. La portada
es la fotografía de una calculadora de bolsillo. La
introducción de estos elementos electrónicos,
en todos los niveles de la enseñanza, ha de ser la
característica principal de la Educación Matemática
en la década de los años 80”.
|
Educación
y vejez cultural
Publicado
en el N° 35, abril de 1982.
La
Argentina, como cuerpo social, como mentalidad colectiva –hasta
donde se pueda hablar de esta realidad– padece de un
grave mal. Podría definírselo como vejez cultural.
A pesar de las fáciles declamaciones retóricas
de los discursos, de los comentarios periodísticos
y de los textos y lecciones escolares, la Argentina está
muy lejos de ser un país joven. Por el contrario: culturalmente
hablando –que es el único marco de referencia
para hablar de una nación– en nuestro país
se respira un aire de antigüedad en las ideas. Con una
especie de morosa delectación, los argentinos nos acunamos
en la nostalgia de las edades doradas del pasado, toleramos
el presente duro y complicado e ignoramos la presencia del
porvenir. Nuestra incapacidad para mirar hacia el mañana
es un síntoma tan peligroso que de no modificarse puede
llegar a constituir una enfermedad mortal desde el punto de
vista de la entidad política que se llama una nación.
Lo
nuestro se parece notablemente a la actitud de la gran familia
venida a menos, en lo social y en lo económico, que
prefiere recordar su pasado, sobrevenir, simplemente, en el
presente y no pensar en el mañana.
Los
ejemplos que podrían demostrar las afirmaciones anteriores
abundan en todos los campos. No entraremos en su descripción
porque nos interesa solamente detenernos en el orden educacional
y pedagógico, que es el terreno propio de nuestra labor.
Pero lo dicho ha sido indispensable porque este orden de pensamientos
es incomprensible desgajado de la realidad política
que vive en la Argentina en este instante de su historia y
porque desde el primer momento de su existencia, el Instituto
de Investigaciones Educativas y la Fundación para el
Avance de la Educación quisieron, y así lo afirmaron,
señalar su vinculación con esa realidad política
y social.
La
vejez del sistema educativo y de los estudios pedagógicos
La Argentina rompió su ordenamiento político-institucional
en 1930 y desde entonces no supo recrear otro que lo sustituyera.
Vive en la nostalgia de la edad dorada del orden constitucional,
de la generación de la Organización Nacional
y de la grandeza y poderío económico alcanzados
al filo de 1940. Política y económicamente procura
ahora sobrevivir, pero no se atreve a pensar en el porvenir
ni a enfrentarlo. Nunca más pudo construir otro teatro
Colón desde principios de este siglo. Ni subterráneos
desde 1938, luego de haber sido la primera ciudad de América
Latina en contar con ellos y ahora nos admiramos cuando somos
capaces de remodelar, limpiar o repintar una estación.
No hemos levantado un nuevo edificio para un colegio nacional
en la Capital Federal desde 1930. Algo así como con
la música ciudadana: la nostalgia por el tango de la
década del 40, sus cantores y sus orquestas, es la
nostalgia por algo que concluyó y que no se reemplaza.
El interior mantuvo un modesto impulso creador en obras y
en construcciones hasta el 60, y de ahí en más
ese impulso se detuvo también.
No
nos extrañemos que seamos, pues, incapaces de superar
la nostalgia por la ley 1420, el Consejo Nacional de Educación,
la vieja escuela normal, los maestros de antes y los ministros
de antes. Doramos los años del ayer con colores hermosos,
olvidamos realidades a veces crueles y preferimos rescatar
de ese pasado sus grande glorias auténticas, sus grandes
figuras, sus realizaciones sin duda notables para la época
y mientras sobrevivimos como podemos en el presente de un
sistema educativo sin rumbo y sin recursos, casi sin docentes
y sin figuras pedagógicas, ignoramos el mañana
que, sin embargo, llega inexorablemente.
La
vejez cultural de la Argentina afecta también a los
estudios pedagógicos. La mayor parte de sus cátedras
y de las pocas expresiones escritas atienden a cuestiones
cuya importancia es insignificante.
Desde
el punto de vista del gobierno del sistema, lo que importa
son unos pocos pero esenciales asuntos: las atribuciones y
competencias entre las jurisdicciones nacional, provincial
y municipal y el papel de la iniciativa privada. A esto debe
agregarse urgentemente cómo reconocer los logros en
materia de capacitación y aprendizaje adquiridos al
margen de los sistemas formales.
La
enseñanza instrumental o de primeras letras debe dejar
de lado sus esquemas rígidos de gradualidad estricta
y de cohortes de alumnos obligados a marchar juntos por razones
sólo cronológicas, para lo cual todo el esquema
organizativo actual se revela inútil.
Las
etapas formativas de la pubertad y la adolescencia no encuentran
de ningún modo cabida en los esquemas actuales de una
escuela media de ineptitud asombrosa.
Los
estudios superiores deben encararse necesariamente sobre la
idea de no pretender “productos acabados” sino
sobre el principio de la educación contínua
y combinando títulos intermedios y carreras cortas
con ciclos básicos y oportunidades de formaciones ulteriores,
unificadas con el mundo del trabajo.
Todo
el escalonamiento rígido de los sistemas educativos
–niveles y ciclos– debe dar paso a posibilidades
diferentes de enlaces y aún desaparecer como tales
niveles o ciclos así rígidamente definidos.
Nos
aqueja una preocupación grande por la deserción
escolar pero nadie demuestra la conveniencia de que los alumnos
prosigan en la escuela media o en ciclos universitarios ni
nadie se preocupa por la calidad de las tareas escolares.
Nos interesa que concluyan séptimo grado pero no encontramos
el camino para el aprovechamiento de esos siete años
de vida y de escuela. Las universidades del país se
multiplicaron en número pero las mayores de ellas siguen
cerrando sus puertas con la excusa de la calidad aunque en
verdad lo hacen sólo por la angustia derivada de la
flata de recursos para albergar a los estudiantes. Se intentan
planificaciones de recursos humanos para ocultar las carencias
de vacantes. Los estudios pedagógicos dan la espalda
a los nuevos lenguajes de la computación como los sistemas
educativos prefieren seguir refugiados en el régimen
de monopolio de reconocimiento de logros gracias al cual la
totalidad de los talentos del país está obligada
a transitar por sus aulas bajo pena de no ser admitidos en
el libre juego del mercado del saber y de las profesiones.
No
se dispone de recursos económicos pero no se admiten
cálculos de costos ni de optimización de criterios
de organización y de administración. Los medios
tecnológicos y los medios de comunicación electrónicos
son un mundo desconocido por los docentes y por los estudios
pedagógicos del momento argentino actual a pesar de
su presencia innegable en todos los órdenes de la vida.
Las
cátedras, los textos, las jornadas y los cursos de
perfeccionamiento sobre cuestiones psicopedagógicas
y didácticas y de planificación escolar (a nivel
de escuela o de año o de contenido o de clase...) pueden
ser muy valiosos en sí mismos, pero están viciados
de nulidad –permítasenos la expresión
jurídica porque atienden a una organización
educativa, a un mundo pedagógico, que ya no interesa.
Una vez más, daremos un ejemplo que tememos repetir.
Todo es algo aís como si un hábil e inteligente
operario, o un estudioso, un ingeniero, un teórico
sagaz, estuviese consagrado a mejorar el funcionamiento de
un antiguo coche de caballos o a buscar un mejor mateiral
para las riendas o los ejes o las varas o a perfeccionar las
razas de sus troncos. Mas todo ese ingenio, esa laboriosidad
y esos méritos serían inútiles si entretanto
ya hubieran dejado de usarse los coches de caballo y circularan
a su lado modernos automóviles, o estuvieran ya por
comenzar a circular.
Nuestros
docentes y nuestros pedagogos actuales, al menos muchos de
ellos, son como ese hábil, sagaz, inteligente operario
o ingeniero: sus estudios, sus artículos, sus cursos,
sus trabajos, son a menudo muy buenos en sí mismos,
pero se ocupan de algo que ya no importa. Piensan en retornar
a un pasado dorado y no comprenden que deben avizorar el mañana.
No es la escuela ya lo que importa. Es la educación.
No es el plan de estudios o el programa o el boletín
de calificaciones con más o menos casilleros: es el
chico de hoy que será hombre en el año 2000
y pico y deberá comprender y manejar las computadoras
que tendrá en su hogar. No importa ya, por Dios, la
cantidad de horas de clase de una materia u otra en no importa
ya qué tipo de escuela secundaria, sino cómo
formaremos en el siglo XXI a los adolescentes para que siempre
puedan seguir apreciando la belleza de una poesía y
recreando la poesía y además, y simultáneamente,
pueden encontrar el dato que necesitan sobre Platón
o García Lorca o sobre un fenómeno químico
para formular un diagnóstico médico, en la memoria
electrónica del banco de datos sobre el cual trabajarán
a diario. Digámoslo con pena y con nostalgia, pero
ni la maestra de albo guardapolvo ni el gran maestro universitario
de la cátedra solemne volverán en esa forma
y con esas figuras. Sobrevivirán siempre, el educador,
aunque no sabemos bajo cuáles formas u organizaciones.
Porque lo eterno es la educación y no las formas escolares.
Así como son eternos los grandes valores sobre los
cuales asentamos nuestra civilización y no, necesariamente,
las estructuras políticas de cada instante.
La
Argentina debe dejar de lado la nostalgia del ayer y buscar,
como lo hizo en el 60 y en el 80 del siglo pasado, un porvenir
de grandeza. Igual que en política, en educación.
A esa misión deben consagrarse, con el rigor que siempre
merecen las obras del intelecto, los estudios pedagógicos
superiores y los docentes que no se conformen con sobrevivir
y pretendan, al menos, dejar un mensaje a quienes les sigan.
|
Política
y educación
Publicado
en el N° 43, noviembre de 1983.
La
relación entre la política y la educación
es uno de los atolladeros en los cuales naufragan académicamente
los catedráticos y configura uno de los temas generadores
de la mayor suma de contradicciones conceptuales.
Los
problemas surgen, esencialmente, por dos motivos: el primero
es la falta de acuerdo, de precisiones o de rigor con respecto
al uso de los dos vocablos en cuestión, política
y educación. El segundo es la falta de sinceridad o
de claridad para decir lo que se quiere decir.
Las
palabras
Política y educación son dos términos
con significados múltiples. Sin entrar ahora en precisiones
de fondo, ni en análisis etimológicos o académicos,
nos limitaremos a señalar que cada uno de ellos tiene,
por lo menos, en el lenguaje corriente, dos sentidos que,
empero, casi nunca se distinguen.
Política
se usa, indistintamente, como la obra o la acción de
gobierno de un país, de una empresa o de una institución,
casi siempre con el afán –explícito o
implícito– de contraposición con el orden
de las decisiones técnicas o fundadas en criterios
puramente científicos. No es raro oír decir
que “técnicamente” la decisión A
es mejor que la B, pero que la decisión “política”
obligó a seguir la B.
Se
habla de “política empresaria” para señalar
el gobierno de una empresa, generalmente reservado al Directorio
o al propietario, y que se funda en los criterios técnicos
que los funcionarios –línea gerencial–
explayan en el orden de la producción, del mercado,
de la economía, de las finanzas, etc.
Pero
la palabra “política” tiene un grado más
alto de significación, aplicado a la conducción
o gobierno de un país. Significa la decisión
suprema que elige una forma de vida, casi una concepción,
filosóficamente hablando, de la vida humana y sobre
todo de la sociedad. La decisión por la cual se sanciona
una Constitución –un Estado de Derecho–
y se elige una forma de vida fundada en la libertad, que garantiza
derechos esenciales, que dispone como forma de gobierno la
democracia representativa y como estructura de la Nación
a la forma federa, es un ejemplo del grado más alto
–más alto como valor y como jerarquía
ordenadora de actos y decisiones– de la Política.
Hasta
aquí el primer sentido básico de la palabra
política como gobierno de la sociedad y en sus dos
grados esenciales. El segundo sentido suele ser el más
extendido en los niveles de más modesta formación
cultural. Es el concepto de la “política partidaria”,
es decir, la acción de los partidos políticos
por conquistar el poder o por mantenerlo, o su acción
en los cuerpos colegiados.
La
educación es concebida, entre tanto, como el proceso
formativo (culturalizador, socializador) sufrido por el individuo
y realizado por la sociedad en general a través de
toda la vida de una persona y por intermedio de una acción
integral, no sistematizada, de todo el cuerpo social. Pero
mucho más a menudo, la educación es entendida
por la inmensa mayoría de las personas, en todos los
países del mundo occidental, sólo como la tarea
que se realiza en las instituciones escolares. En este sentido
la palabra educación se emplea prácticamente
como sinónimo de escuela.
Confusión
combinatoria
Es fácil advertir que el sentido último de lo
que se quiera decir por política y educación
ha de variar notablemente según se usen los vocablos
en una u otra acepción. Precisamente por no hacer las
correspondientes distinciones, ya por simple confusión
mental o inadvertencia intelectiva, o, lo que no es poco habitual,
por una intención ideológica bien definida,
se han producido en nuestro país tantos equívocos
y tantas distorsiones.
Concretemos
con algunos ejemplos de la vida argentina de los últimos
cien años, aproximadamente.
La
escuela argentina –hablamos ahora de educación
como referida a escuela, pues– no fue neutra políticamente
hablando. La política educativa de la Organización
Nacional dio a la escuela un sentido político. ¿Pero
en qué sentido de la palabra política? En el
primero de los anteriormente analizados y dentro de ese sentido
en el grado más alto, o sea el referido a las grandes
decisiones políticas, esas, precisamente, que configuraron
a sus ojos –a los ojos de los hombres de la Organización
Nacional el proyecto político de Nación absolutamente
irrenunciable.
Por
eso, con toda claridad y honestidad, la Constitución
Nacional fue el único libro común obligatorio
en todas las escuelas del país, y la Instrucción
Cívica de la escuela media era, nada más, pero
nada menos, que el tratado de la Constitución. Es el
papel que cumplió, magistralmente, el libro de Joaquín
V. González que todavía no ha perdido actualidad.
En
cambio, desde la época de la Organización Nacional
hasta 1946, no hubo política educativa propiamente
dicha más allá de la escolar. No se avanzó
hacia el concepto de educación en su sentido amplio,
extendido hacia la acción difusa de la sociedad en
su conjunto. Y mucho menos hacia el orden partidario, hacia
el sentido de la política como intereses, o apetencias
de los partidos políticos. La Constitución Nacional
sí: era el acuerdo mínimo común de todas
las voluntades. O, al menos, lo que se exigía como
acuerdo mínimo común, La Argentina –esta
es la gran exigencia política de la cual no se permite
descreer– es un país que se funda en la democracia,
en la libertad, en el respeto del hombre, en los derechos
de los ciudadanos y de los habitantes, en el régimen
representativo, republicano, federal. Esto llega a la escuela.
Hasta ahí, se dijo implícitamente, el Estado
llega con su política a la escuela. Pero no más
allá.
Política,
pues, como la acción pública en su grado y su
valor más alto. Educación, como sinónimo
de escuela. (El Ministerio respectivo se llamaba de “Instrucción
Pública”).
Con
el régimen peronista la situación fue diferente.
La ideología del fascismo –vertiente original
del líder del movimiento, ya fuertemente arraigada
en sectores intelectuales, capas dirigentes y hombres de las
fuerzas armadas desde la década del 30 en adelante
por obra y gracia de los movimientos llamados nacionalistas–
se fundó, al respecto, en dos novedades esenciales
con respecto a esta relación entre política
y educación que caracterizó a la Argentina desde
la época de la Organización Nacional. La primera
se refiere al concepto de la política que puede aplicarse
o dirigirse al orden escolar. La identificación del
partido gobernante con la Nación, de la Nación
con el Estado, la subordinación de la persona al Estado
y a la Nación, la negación de los derechos y
la libertad individuales como prejuicios burgueses –contexto,
por otra parte, idéntico en esencia a la doctrina del
marxismo-leninismo soviético en vigor desde 1917 en
la Rusia de los zares y en los países por ella conquistados–
llevó, naturalmente, a implantar en las escuelas la
doctrina del “partido” como la ideología
política nacional y obligatoria. Cuando, en nuestro
país, la plataforma del partido peronista se convirtió
por ley en la Doctrina Nacional, aquella posición política
quedó tipificada definitivamente.
Por
eso, en las escuelas, primero lenta y disimuladamente y luego
sin disimulo alguno, la política del partido gobernante
se instaló enteramente: fue la Doctrina Nacional, fue
dl Día de la Lealtad, fue el Plan Quinquenal, fue,
en fin “La Razón de mi Vida” como texto
de lectura obligatorio y fueron las figuras de los dos líderes
partidarios las que adornaron aulas y textos.
Pero hubo algo más. Hubo otro avance de importancia
enorme y que, hasta hoy, al menos según entendemos,
no ha sido analizado académicamente, como problema
en ciencia política. El régimen instaurado a
partir de 1946 fue más allá del concepto de
educación concedido como fenómeno escolar. (No
es por azar que el Ministerio de Justicia e Instrucción
Pública se dividiera en dos y pasaran a llamarse de
Justicia uno y de “Educación” el otro).
El
régimen –también en esto excelente discípulo
de sus maestros– comprendió que la educación
es algo más que la escuela y usó de todos los
recursos sociales para una acción de política
educativa a través de esos recursos. Obsérvese
pues, lo sucedido: el concepto de política se achicó:
del grado más alto y valioso –como acuerdo prácticamente
universal en torno de principios esenciales– se pasó
a la identificación con el partido transitoriamente
en el poder. Y de ahí, todavía, avanzó
más e identificó a la política no sólo
con el partido gobernante sino aún con el líder
del partido.
El
concepto de educación, en cambio, se extendió:
de la escuela pasó a la sociedad integralmente considerada.
Todo, entonces, estuvo al servicio de esa relación
de Política y Educación: los medios de comunicación
(la radiofonía, primero; la prensa escrita, después,
con excepciones escasas que el régimen o anuló
o limitó notablemente; la televisión, por fin);
los actos públicos; las concentraciones patrióticas
y cívicas (recuérdese la inigualable utilización
político-educativa del Día del Reservista, la
colecta para la reconstrucción de San Juan o el velatorio
y el sepelio de Eva Perón) y, por último, el
toque maestro, la inspiración genial de Mussolini con
la Carta del Lavoro: los sindicatos, los gremios, las corporaciones
profesionales, el mundo del trabajo, en fin. Los funcionarios
y los empleados públicos eran parte de esa labor de
educación política, con sus distintivos en las
solapas –so pena de perder el puesto o de correr el
riesgo de perderlo o, por lo menos, de ser trasladados a puestos
sin jerarquía y con la seguridad de no ascender jamás–
y lo eran, sobre todo, los dirigentes sindicales, y los hospitales
y los hoteles de turismo, donde la atención médica
y los servicios recreativos debían ser acompañados
por las marchas partidarias, las consignas y los retratos.
Todos
estos fenómenos han sido difundidos, comentados y,
a menudo, por supuesto, condenados enérgicamente. Pero,
creo, nunca se entendió que este proceso fue parte
de una extraordinaria labor de política educativa llevada
a cabo con más inteligencia y capacidad –se debe
reconocer– que la que nunca supieron hacer sus opositores.
A
partir de 1955, las nuevas autoridades procuraron volver las
cosas a su quicio, pero ya el país había entrado
en un período de confusión del cual todavía
no ha salido.
El
concepto de educación se redujo nuevamente al orden
escolar. Este error capital no se ha superado hasta hoy y
en particular los gobiernos militares de 1966 al 73 y de 1976
al 83 fueron incapaces, intelectivamente, de entender que
educación es mucho más que escuela. “Educación
democrática” fue la materia que se introdujo
en los programas escolares a partir de 1956 en reemplazo de
“Cultura ciudadana”, pero no pasó de ser
eso, una materia más. Desde ese entonces hemos sostenido,
por nuestra parte, que formar democráticamente –o
religiosamente– a los niños y a los adolescentes
con lecciones que se califican con notas para eximirse de
un examen final es un disparate pedagógico. Ni los
gobernantes ni los funcionarios educativos supieron ni quisieron
nunca entenderlo. Los resultados están a la vista.
Una
vez más, el desafío de la política y
la educación
En estos años, y en particular a partir de ahora, el
país se agita con respecto al lugar de la política
en la educación, o viceversa, de la educación
en la política. Pero no se llegará a conclusiones
válidas si no se precisan los términos.
Desde
nuestro punto de vista –y es el que hemos sostenido
públicamente desde la cátedra de Política
Educacional, entre 1955 y 1977 en el Instituto Nacional Superior
del Profesorado Joaquín V. González y entre
1967 y 1982 en la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Buenos Aires– la política tiene
un lugar propio en el campo educativo, tanto desde el punto
de vista de la educación escolar como en el sentido
más amplio de la acción educadora general de
la sociedad. En el segundo caso debe quedar abierta a la libertad
de los individuos y de las instituciones y de los medios de
comunicación, los que harán muy mal en olvidar
sus obligaciones al respecto. No debe dejar de mencionarse
que las doctrinas totalitarias, y en especial las de naturaleza
marxista, comprenden perfectamente ese deber y lo cumplen
exitosamente, mientras que los partidarios de la libertad
y la democracia suelen ser incapaces de unirse voluntariamente
para predicar su verdad.
Desde
el punto de vista escolar –y dentro de lineamientos
actuales de ordenamiento de los sistemas educativos formales,
que no entramos ahora a discutir ni a valorar– entendemos
que el Estado puede y debe volver a aquella relación
político-educativa que caracterizó la vida argentina
hasta la primera mitad del siglo. Es decir: la escuela no
es nuestra políticamente hablando. Debe adoctrinar
en aquellos principios esenciales de la Constitución
Nacional de 1853/60. Es ilegítimo, y justificaría
el alzamiento contra las autoridades en los términos
en que lo entendieron desde Santo Tomás a Suárez,
y así como los ideólogos liberales de las revoluciones
americana y francesa, llevar a las aulas y, en general, a
la educación en su sentido más amplio, la doctrina,
los principios, los proyectos y, mucho menos, las figuras
personales concretas de los partidos en el poder, o identificar
las leyes o las decisiones aprobadas por el gobierno –aunque
sean fruto legítimo de los cuerpos constitucionales
respectivos– con doctrinas o ideologías que deban
ser reverenciadas y espiritualmente acatadas por la totalidad
de la población. Esa línea política no
puede comprometer a la escuela ni a la educación.
La
escuela debe enseñar a los alumnos que las normas legítimamente
sancionadas son de cumplimiento obligatorio, aunque no nos
gusten y en tanto no resulten, por supuesto, inconstitucionales
o atentatorias contra el derecho natural o el orden sobrenatural.
Pero nadie puede obligarnos a que nos gusten. Y sobre todo,
nadie puede obligarnos a no manifestar nuestra opinión
contraria a esas leyes. Ni impedirnos actuar, dentro de la
ley, para procurar derogarlas o cambiarlas.
Esta
es la lección política que cabe en la escuela,
desde el primer grado hasta la Universidad.
En
este sentido, todo maestro, todo educador, puede y debe hacer
política. Pero apenas da un paso más allá,
y adoctrina para favorecer a un gobierno, a un partido a una
idea, está traicionando un mandato moral que nace de
la esencia de su profesión. |
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