Artículos Publicados en la Revista del Instituto de Investigaciones Educativas

Las transformaciones intrínsecas de la Universidad y
su cambio funcional en el sistema educativo*

Publicado en el Nº 24, noviembre de 1979.

Hasta principios del siglo XIX las universidades constituían el único sistema educativo escolar formal que tenía una amplia difusión en el mundo entero. Se podría agregar a ello que el sistema de enseñanza preparatorio no era sino una modalidad al servicio de los estudios universitarios. Es decir, hasta principios del siglo XIX no existía nada parecido a lo que hoy llamamos el Sistema educativo, que incluye todos los grados de la enseñanza. Existía enseñanza de primeras letras, con algunas características de organización, muy primitivas, pero nada parecido al sistema actual de instrucción pública, de nivel elemental. A principios del siglo XIX se escuchaban las propuestas de los grandes pensadores en el sentido de montar un sistema de instrucción pública elemental de carácter universal. Como sistema educacional formal, la Universidad estaba sola.

El siglo XIX nos presenta la gran novedad de la instrucción elemental para la cual se montó un sistema educativo, con sus caracteres propios y una organización, pues de lo contrario no sería un sistema. En Europa y América Latina la enseñanza elemental se redujo a la alfabetización, con ciclos de 3, 5 y a veces más años. En Estados Unidos ese objetivo tomó características de mayor duración. Desde un principio hubo de seis a ocho años de educación elemental. El siglo XIX nos muestra la aparición de un sistema de enseñanza elemental desvinculado del mundo universitario.

En este siglo se advierte que no existe ninguna mezcla entre este sistema de enseñanza obligatoria, universal y el mundo universitario. Quizás el caso de Francia, con la reforma napoleónica de 1808 marque una centralizada. Si bien este hecho señala una impronta que lo caracteriza hasta el día de hoy, la enseñanza elemental y la vida universitaria siguen existiendo sin una correlación estrecha.

En el siglo XX nos encontramos con otra novedad y es que promediado el siglo, aparece, en los países americano y europeos un sistema educativo estructurado en grados escolares o niveles, dentro del cual la Universidad queda integrada. Yo quisiera que no se me entendiera mal, porque hablo con personas especializadas. Los niveles escolares siempre tuvieron una suerte de escalonamiento sucesivo, pero no estaban estructurados en la forma en que ahora se presentan ¿Era necesario ir a la escuela primaria para poder pasar después a la media? Relativamente lo era antes de promediado el siglo XX. Se podía ingresar en la escuela media antes de haber concluido un ciclo formal de enseñanza elemental. La prueba la tenemos con la creación del Colegio Nacional de Buenos Aires, piedra fundamental del sistema de enseñanza secundaria tradicional de nuestro país. El decreto de creación señala la posibilidad de ingresar sin mencionar para nada la obligación de haber concurrido a la escuela primaria.

La necesidad de haber completado un ciclo para poder ingresar al otro empezó a manifestarse andando el siglo XX. Francia es –repito– un ejemplo que escapa a esta generalización. En la Argentina –si no me equivoco– el primer instrumento legal que ordena tener el ciclo secundario completo para poder ingresar a la Universidad, es la ley 17.245 de 1967. En esa ley aparece la exigencia terminante de la escuela media. Antes se aplicaba esa exigencia, pero porque la Universidad la había impuesto. Esta autonomía para resolver la aceptación o la no aceptación nos muestra que la situación histórica tenía antecedentes.

De todos modos, promediado el siglo XX, los países encuentran lo que se puede llamar el sistema educativo formal, con sus grados y escalonamientos sucesivos. La Universidad queda integrada en el sistema, pero casi sin darse cuenta, a veces a su pesar y a veces pese a ella. Ahora bien, en la segunda mitad del siglo XX, después de la terminación de la Guerra Mundial aparecen dos fenómenos: uno es el de la educación superior que incluye a la Universidad, pero que no se limita a ella. Los estudios superiores eran, por tradición, los universitarios. Ahora aparecen otros. ¿Qué son estos estudios? Solemos hablar de estudios superiores, pero esta palabra tiene un sentido relativo intrínseco. Hablamos, en este momento, de estudios terciarios, para referirnos a todos los que se realizan después de la terminación de la escuela media.

Los estudios terciarios tienen antecedentes. Las escuelas politécnicas y las escuelas normales de Francia, los College americanos, el Instituto del Profesorado argentino son ejemplos de instituciones de este tipo. Este último caso es un ejemplo de instituciones de clasificación difícil, con respecto al lugar que le corresponde en el sistema total. Es en esta segunda mitad del siglo XX cuando los institutos de educación terciaria no universitaria, comienzan a tomar una extensión, una magnitud extraordinaria. De tal manera que quiérase o no y al margen de cualquier juicio de valor, la extensión del campo de los estudios de nivel terciario –llamémoslo así– es una realidad incuestionable. Encontramos hoy, después de los estudios secundarios, un marco amplísimo de carreras entre las cuales la Universidad es una de ellas. La Universidad no es única y ni siquiera principal, desde el punto de vista cuantitativo.

Aparece también otro fenómeno, que todos conocemos muy bien y que es el tema de moda en cualquier lid pedagógica: la educación permanente, con todas sus características. La educación permanente es el otro marco en el cual la Universidad queda incluida. Sobre educación permanente no quiero hacer una disertación, porque es, como queda dicho el tema de moda y el público presente lo maneja a la perfección, pero no hay ninguna duda de que resulta uno de los cambios esenciales en este momento educativo. Yo entiendo que la educación permanente tiene una doble dimensión: una horizontal y otra vertical. Quiero decir lo siguiente: desde el punto de vista horizontal significa la expansión de la educación por medio de todos los recursos modernos de comunicación. Los medios masivos irrumpen en la vida del educando con su gran fuerza educadora, formativa, etc. En el orden vertical implica la prolongación, a lo largo de toda la vida, de sistemas recurrentes de formación, actualización, etc., con características cada vez más formalizadas. Asume diversas formas: cursos de postgrado, reválidas de títulos profesionales o académicos, etc. Esto incluye otra novedad muy importante: la superación de la idea de producto acabado. La Universidad manejó mucho el concepto –que de algún modo está en el subconciente universitario– de que el egresado es un producto acabado, al cual, a lo sumo, se le puede prestar un “service”, como quien toma un producto industrial y de vez en cuando cuida de su estado de funcionamiento hasta que se lo saca del uso, por jubilación, retiro, etc. Ese concepto desaparece con la idea de educación permanente. Hoy tiene mayor validez la idea de producto semiterminado que puede ser usado para diversas funciones.

El producto universitario puede ser, según el criterio moderno, actualizado, acondicionado, pulido, etc. para las necesidades cambiantes de la actividad actual. Esto implica otra novedad: la relativización de los títulos formales que entrega la Universidad. En el futuro tendrán poca significación los que hoy llamamos títulos máximos. Esa denominación es uno de los síntomas de esos conceptos con los cuales se manejaba la Universidad. Después del título máximo: nada más. Y ello adquiere escaso sentido dentro de la idea de educación permanente. En síntesis: la idea de educación permanente quiere decir cada vez más escuela, porque el hombre está toda su vida en algún tipo de escuela y la sociedad es toda un poco escuela. Lo cual, paradójicamente, reduce un poco la importancia de la escuela, como institución pura, porque el hombre está toda su vida en algo que de algún modo es escuela. Por eso importa menos es exigencia tremenda de que en un momento dado, lo único que hay que hacer es escuela. El hombre no debe estar absorbido por la idea de una actividad, la escolar, a la cual se dedican X años. En todo el resto de su vida deberá estar en instituciones que, de un modo u otro, son escuelas.

Observemos, entonces, que desde los orígenes, encontramos una institución que nace en estado de soledad institucional, hasta llegar a esta otra circunstancia actual en la cual está introducida en un marco tan amplio y complejo. Esto ha ocurrido en gran medida pese a la Universidad y sin que la Universidad se dé cuenta. Para expresarlo con mayor claridad, me voy a permitir una imagen que empleé, hace algunos años, en una mesa redonda de profesionales. Para mí la Universidad es como un viejo castillo construido en la Edad Media, en una vasta campiña, con sus almenas, con sus fosos, con sus puentes levadizos, etc. A su alrededor, una vasta extensión desocupada. Las gentes, en su interior, quedaron encerradas, dedicadas a sus labores. Hoy, las cosas han cambiado. La campiña no está más: hay una gran ciudad, con edificios, incluso más grandes que el castillo. El castillo es el mismo, pero las circunstancias son diferentes: por encima de él pasa un elevado, por debajo, un subterráneo. Todo eso equivale al sistema educativo actual, a partir de la segunda mitad del siglo XX. La Universidad es, de algún modo, la misma, pero el mundo ha cambiado.

Al encontrarse en otra circunstancia, la función de la Universidad, quiérase o no, no es la misma. Cumple otra función, de hecho. Para ello, requiere cambios en su estructura. Sigue teniendo puentes levadizos, pero hay por ejemplo, una autopista que entra al castillo y una vieja almena sirve de helipuerto. Pero sus moradores siguen actuando como si esto no ocurriera. Dicho de otro modo, la Universidad tiene cambios intrínsecos, funcionales, que no siempre detecta. ¿Cuáles son los cambios funcionales? En primer lugar: la Universidad no es, hoy, el centro de culminación del saber. En un tiempo lo fue. Se podrá decir que en un tiempo algunos grandes intelectos pudieron formarse fuera de la Universidad. De acuerdo, pero en conjunto hoy la Universidad no es el punto de culminación del saber. Los títulos universitarios han tenido la pretensión, hasta el presente, de ser ese punto de culminación. Yo no sé si hoy tiene sentido la expedición de títulos que impliquen el punto final de una especialidad. Podrá valer, tal vez, para algunas personalidades de excepción, pero no para la generalidad.

Todo esto nos lleva hacia otro problema, que a las autoridades de nuestro país preocupa vivamente: los cursos de postgrado y su vinculación con la enseñanza permanente. La Universidad, ya tiene, para estos cursos de postgrado, para la actualización, para las reválidas, etc., planes que en algunos casos están en marcha. Creo que la legislación española actual prevé la reválida cada diez años, aunque no sé cómo se está aplicando. La Universidad, ¿tiene en esta materia un papel propio, exclusivo, o quizá deberá cederlo a otra organización? Por ejemplo, la Universidad podría compartir ciertas funciones con otras instituciones: los colegios de graduados, las Academias. También podría ocurrir que el Estado tomara la tarea de otorgar títulos y trasladara esta atribución a ningún otro organismo. La Universidad podría dar sus títulos y desentenderse del resto del problema o tal vez compartir esas funciones. Tal vez podría reivindicar su derecho a continuar con exclusividad su poder tradicional. Pero lo que se ve es que la Universidad debe atender un cambio funcional y no parece saber cómo hacerlo. Da la impresión de que en ningún país del mundo se han encontrado soluciones adecuadas.

Queda el problema de saber si la Universidad debe tener algunos centros que cumplan el papel de “centros de excelencia del saber”, si a la Universidad le sigue compitiendo la función de ser el lugar donde determinados niveles del saber lleguen a su máximo grado. Por ejemplo, en nuestro país, cuando se planteó el problema del acierto o desacierto de la fundación de universidades nuevas, en el período de 1972 a 1974, se manejó la idea de que algunas universidades deberían tener ciertos “centros de excelencia”, mientras otras, no. En España se crearon institutos universitarios, dejando para otros la formación de los máximos niveles. Pero allí hay también una discusión abierta: si le corresponde a la Universidad o no atender estos centros de excelencia en la formación superior, lo cual viene ligado a otro problema que está planteado hoy con características muy difíciles: la Labor de la Universidad en lo que se refiere a la investigación. El tema de la Universidad y la investigación fue planteado –como todos sabemos– por Ortega y Gasset, hace bastante tiempo, en un ensayo inolvidable. Desde entonces está siempre en discusión abierta. ¿Cuál es el papel que le corresponde a la Universidad en la Labor creadora propiamente dicha?

Finalmente, entre todas estas funciones, aparece en el mundo la idea de la “Open University”, La Universidad Abierta, llamada también la Universidad a distancia, como ha sido establecida en Gran Bretaña. Cabe la pregunta: ¿estamos frente a un nuevo modelo de organización educativa, al cual llamamos universidad porque no tenemos un nombre más apropiado o porque nos conviene denominarlo así? ¿O lo que ocurre es quizás que vemos la necesidad de una nueva función educativa, para la cual hace falta un nuevo modelo organizativo? Lo que pasa, naturalmente, es que son nuevas funciones que vienen apareciendo en el ámbito universitario. Queda este pequeño problema: la aceptación de sus alumnos, lo mismo que la selección de sus docentes es una problemática especial, propia de la Universidad. La Universidad reivindicará siempre el derecho de decidir a quiénes iba a recibir en su seno. En nuestro país esta era una competencia, no ya de la Universidad, sino de cada Facultad, que decidía a quiénes recibía. La situación ha cambiado y la Universidad cada vez tiene menos libertad en este campo. Olvidémonos un poco de lo que pasa en nuestro país en estos años porque tiene particulares características coyunturales. De todos modos veremos que la Universidad se ha visto obligada a aceptar su incorporación dentro de reglamentaciones generales para la aceptación de alumnos. Esto, por un lado, fue el resultado de la integración de la Universidad en un sistema más amplio, pero por otro, en un marco de renovación intensa de funciones de la vida universitaria, puede ser uno de los problemas más graves que afronta la Universidad.

En síntesis: creo que como consecuencia de todo lo señalado se puede formular una visión prospectiva que me permito hacer con la exclusiva finalidad de disponer de un material más completo para trabajar. No me gusta jugar a la profecía y pienso que la prospectiva, si no se la practica con mucha seriedad, puede caer en una actividad de muy escaso nivel académico. En función de todas estas tendencias que hemos visto obrar y de las circunstancias que estamos viviendo, entiendo que no es arriesgado decir lo siguiente: La Universidad está cambiando sus estructuras organizativas porque está empezando a cumplir otra función, parecida a la que ha cumplido hasta el presente, pero que no es la misma. Me pregunto entonces: ¿cuál es esa nueva función o conjunto de funciones que deberá cumplir la Universidad? Entiendo que son: 1) la preparación de gran número de profesionales para carreras cortas o intermedias, profesiones y oficios de nivel superior o postsecundario, pero que no es lo mismo que la preparación para esas carreras que hasta hoy llamábamos de nivel máximo; 2) el reclutamiento de minorías para los cursos académicos que anteriormente llamábamos de máximo nivel y que serán los cursos superiores correspondientes a las carreras cortas.

Yo entiendo que la Universidad se encuentra ante una problemática antes desconocida. Tiene que incorporar a su seno a una masa mucho mayor de estudiantes para hacer dos cosas: por un lado preparar a un número considerable para las llamadas carreras cortas o intermedias y simultáneamente actuar pedagógicamente para reclutar los elementos más aptos para los niveles de mayor nivel. Entiendo que la Universidad tiene la misión de colaborar con otras instituciones en la tarea de la educación permanente. Ya he dicho que la Universidad es como un castillo medieval, aislado, cuya colaboración con el resto del mundo es realmente difícil. En el mundo entero la Universidad encuentra dificultades para actuar, a la par, con otras instituciones. En el fondo de su corazón la Universidad añora la campiña solitaria que la rodeaba y verse formando parte de un sistema más amplio, es algo que no la contenta.

Pienso que la Universidad tiene, en el orden de la educación permanente, una función de colaboración con otras instituciones, pero no exclusiva.

En cuarto término con lo que algunos estudiosos llaman la capacidad educadora ociosa de la sociedad, siguiendo la terminología que se aplica en ciertos sectores de la industria y de las actividades económicas en general. Hay un ejemplo de uso de esa capacidad ociosa por parte de la Universidad y es el de las escuelas de Medicina, que utilizan la estructura hospitalaria y de los servicios de salud para cumplir con su función educadora. Estimo que este ejemplo debería multiplicarse, porque la Universidad no se encuentra ya en condiciones de montar las estructuras gigantescas que necesitaría para cumplir sus funciones. Entiendo que dentro del concepto de educación permanente esto es conveniente aunque la Universidad no lo necesitara por los otros motivos. No sólo conveniente, sino indispensable.

Creo también, que entre las funciones de la Universidad estará el reclutamiento de talentos no salidos de los escalones anteriores del sistema educativo. Esto implica su independencia para el reclutamiento de sus recursos humanos entre los mejores elementos de la sociedad, al margen de sus titulaciones formales. La Universidad, al incorporarse al sistema, ha ido perdiendo la posibilidad de admitir los talentos de excepción o los elementos de excelencia, aún al margen de sus estudios dentro del sistema.

Por último –y he aquí lo más difícil– la Universidad deberá abandonar sus actuales privilegios monopólicos en la emisión de títulos certificados y diplomas. Podrá pensarse que esta formulación es digna de la ciencia ficción, pero entiendo que la Universidad deberá dejar sus actuales esquemas exclusivistas. Pido para la Universidad una mayor libertad académica, pero al mismo tiempo entiendo que deberán restringirse sus actuales poderes en lo que atañe a la entrega de títulos, que deberá estar a cargo de otros organismos del Estado, que controlarán el producto que realmente se busca, el resultado que se procura y no la tarea que realiza.

Entiendo que estas dos exigencias, la libertad académica y el condicionamiento en la entrega de títulos deben marchar parejas. De lo contrario, la Universidad tendría un privilegio inconcebible o una sujeción a las leyes y ordenamientos que la ahogarían como institución.

Concluyo diciendo que todos estos problemas de la Universidad solamente se podrán resolver dejando las cuestiones coyunturales y enfocando el problema del largo plazo. Necesitamos una cierta perspectiva histórica.

Entiendo que estos problemas son de carácter universal, aunque en nuestro país tienen características especiales, porque se han dado una serie de circunstancias particulares. Pienso que la concepción de estos problemas con un enfoque universal e historicista es necesaria para salir de la coyuntura de momento y poder actuar con un sentido de largo plazo.

*Conferencia pronunciada el día 22 de agosto de 1978, en las Primeras Jornadas sobre Modernización del Sistema Universitario en el Mundo Contemporáneo realizadas, en Bs. As., organizadas por el Departamento de Ciencias de la Educación. Facultad de Ciencias de la Educación. Facultad de Filosofía y Letras-UBA, la Agencia de Comunicación internacional de los EE.UU. y el IIE organismo de la Fundación para el Avance de la Educación.


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Los sistemas educativos y el desafío del siglo XXI*

Publicado en el N° 33, septiembre de 1981.

El alfabeto y la escuela son fenómenos culturales de aparición simultánea, entendiendo por escuela cualquier tipo de organización de tareas destinada esencialmente a la transmisión cultural. Es fácil comprender por qué ello es así y por nuestra parte lo hemos explicado con cierto detalle en otras oportunidades*1.

Una parte fundamental de los procesos de culturalización y socialización de las nuevas generaciones es la transmisión de saberes, de datos, de conocimientos. Esto lleva consigo capacitar a las nuevas generaciones para otras tres tareas vinculadas con ese caudal de sabiduría transmitido: primera, estar en condiciones, a su vez, de proseguir con la tarea de transmisión cultural a las generaciones sucesivas; segunda, estar capacitada para buscar y encontrar por sí misma los datos o los conocimientos que le sean necesarios en cada oportunidad y que no dominen, capacidad que incluye el conocimiento de los lugares o ámbitos en que el saber acumulado, ordenado, catalogado o simplemente archivado; y tercera, por lo menos para una minoría, la capacitación para continuar el proceso social histórico de descubrimiento de nuevos saberes, conocimientos, técnicos, etc., lo cual significa capacidad para la investigación, el descubrimiento y el pensamiento original.

En los estadios históricos prealfabéticos, toda esta tarea se cumplía exclusivamente mediante el lenguaje oral y la memoria. El proceso integral de la educación se daba, pues, en medio de la vida misma, sin necesidad de organizaciones o instituciones específicas, salvo formalidades o modalidades organizadas muy elementales, de corta duración en el tiempo y siempre, de todos modos, estrechamente vinculadas con la vida misma de la comunidad.

Pero al aparecer el alfabeto, y poco a poco en la evolución histórica, el saber de mayor significación, los conocimientos de mayor jerarquía, fueron acumulándose en repositorios culturales: tablas de la ley, codificaciones, cronologías, textos científicos, libros sagrados, bibliotecas. Entonces, fue necesario también que una parte de la población –sólo una parte, y muy pequeña, por cierto– estuviera en condiciones de manejarse adecuadamente con esta nueva tecnología de almacenamiento y transmisión cultural. Para obtener este resultado –que una pequeña porción de la población dominase la nueva tecnología, o sea, fuese alfabetizada– debió crearse una función y montarse una organización especializada. Esto dio origen a los más antiguos y simples sistemas escolares, a menudo –por no decir siempre– unidos a los ámbitos religiosos que inicialmente fueron los custodios, repositores y transmisores de aquellos bienes culturales de más alta significación.

Es sencillo, también, comprender por qué esta tarea de alfabetización sólo resultaba indispensable para una pequeña parte de la población, que traducida a términos porcentuales alcanzaba cifras bajísimas. Para la inmensa mayoría de los miembros de cada comunidad era suficiente el manejo de los datos culturales accesibles mediante los esquemas de transmisión oral y de conservación memorística. Por otra parte, hubiera sido útil capacitar a más gente en el dominio de la nueva tecnología de la comunicación, es decir, alfabetizar a mayor número de personas, cuando no se disponía de los elementos materiales concretos que permitieran hacer uso de este saber, puesto que esos elementos materiales en los cuales se hallaban los textos escritos correspondientes (piedras, mármoles, tablillas de cera o madera, rollos y más adelante, muy adelante en la historia, libros manuscritos) eran escasos, costosos, de difícil transporte y manejo, exigían ámbitos especiales y a su vez costosos, difícil construcción para ser guardados y conservados. Sin embargo, llegó un instante en la historia del mundo occidental en el cual esas circunstancias comenzaron a cambiar. En la Edad Moderna, varios fenómenos culturales se desencadenaron simultáneamente. Nuevos inventos y descubrimientos y un notable incremento del saber comenzaron a exigir a las pequeñas minorías ilustradas de antaño niveles de instrucción más altos. Mientras, aquellos mismos niveles elementales de ilustración comenzaron a ser útiles y necesarios para sectores más amplios de la población, y a esto se añadió la posición de la iglesia reformada o protestante que pedía que cada fiel tuviese la posibilidad de acceder por sí mismo a la lectura e interpretación de los textos sagrados.

Simultáneamente, la imprenta de tipos móviles y el papel barato determinaron la aparición de un fenómeno cultural francamente revolucionario: los elementos materiales en los cuales se incribían los textos escritos comenzaron a estar al alcance y a la disposición de más personas. La era del libro como producto masivo había comenzado.

La alfabetización universal

Todo este proceso se aceleró desde la Revolución Industrial en adelante, hasta que el siglo XIX se vio enfrentado al gran desafío que los más perspicaces talentos del XVIII ya habían adelantado: era indispensable capacitar a toda la población en el dominio de esta tecnología del almacenamiento y transmisión cultural que es el alfabeto. La tarea que entre los chinos, los egipcios, los griegos, los romanos y hasta los siglos XII, XIII y XIV de nuestra era, debió cumplirse sólo para muy pequeños sectores de la población, ahora debía cumplirse de manera universal.

El desafío, en verdad era tremendo. La alfabetización universal fue una de las mayores empresas de la civilización occidental y que los países más adelantados de Europa y de América la hayan logrado hasta los niveles relativos a que cada uno llegó, en menos de cincuenta años, es una obra prodigiosa, comparable a las grandes construcciones culturales que desde el siglo V antes de Cristo esta civilización occidental viene alcanzando.

Sólo por el acostumbramiento determinado por el hecho de haber nacido en medio de ese logro, es que el hombre de nuestros días no advierte las dificultades inmensas y el costo gigantesco que tal empresa ha demandado y demanda. Y así como el hombre contemporáneo de las comunidades más o menos desarrolladas en Europa y de América considera hoy elemental y casi insignificante el disfrute de ciertos servicios y comodidades de sus vida cotidiana (energía eléctrica, agua corriente fría y caliente, calefacción, conservación de alimentos, higiene, etc.) sin comprender la suma extraordinaria de esfuerzos y de organización tecnológica e institucional que todo ello requiere, ha terminado, igualmente, por admitir como sencillo y natural que todos sepan por lo menos leer y escribir, sin comprender que esto también ha exigido y exige un gigantesco esfuerzo de la sociedad y que es una de las conquistas más grandes del espíritu humano desde el principio de los tiempos.

La evolución hasta hoy ha quedado, pues, en claro. Primero fue la transmisión oral la única vía de la acción educadora integral y la memoria la única posibilidad de almacenamiento de la información y del patrimonio cultural. Luego, apareció la escritura y la alfabetización resultó una necesidad para pequeñísimas minorías. Sólo después del Renacimiento, en particular después de la Revolución Industrial y definitivamente en el siglo XIX, surge la necesidad de la alfabetización universal, que con el libro y el periódico como elementos de consumo masivo cobra sentido funcional. En realidad, hay que esperar al siglo XX para que este desafío formidable logre hacerse realidad, y esto aún parcialmente, en los países más adelantados de Europa y América.

Los sistemas educativos que se estructuraron dentro de sus lineamientos esenciales también en el siglo pasado, son la respuesta a ese desafío. Por eso, la alfabetización, el libro, las bibliotecas y la escuela primaria universal, son sus correlatos culturales propios y hasta hoy lo siguen acompañando hasta haber alcanzado categoría de correlatos de valor casi religioso.

La tercera tecnología de la comunicación

Hemos llegado al final del siglo XX. Ha pasado algo y los sistemas educativos no se han dado cuenta. Los dirigentes políticos, y los especialistas en educación quizá se han dado cuenta de ese “algo” que ha pasado, pero no de su relación con los sistemas educativos.

Sin embargo, todo no es sencillo*2.

La primera tecnología de almacenamiento y de transmisión de los patrimonios culturales propios de cada comunidad históricamente tipificada fue, como queda dicho reiteradamente, la memoria y la palabra oral. Por lo tanto, toda la población debía ser capacitada en el dominio de esta tecnología de la comunicación, y algunos, en particular, eran especialmente entrenado para la acumulación cultural memorística, a fin de que sirvieran como repositorios y transmisores vivientes de ciertas grandes sumas culturales que era imposible almacenar todos los miembros de la sociedad.

Luego apareció la segunda tecnología en materia de almacenamiento y transmisión cultural: el alfabeto, con sus correlatos materiales ya enunciados. Inicialmente unos muy pocos miembros de cada comunidad debieron ser capacitados en el dominio de esta tecnología y más tarde (siglos XIX y XX) todos debieron acceder al dominio de esa nueva tecnología.

Hace alrededor de cincuenta años, apenas, apareció la tercera tecnología de almacenamiento y transmisión de la información, del saber y, en general, de patrimonios culturales (los diez mandamientos, los evangelios, los códigos, el relato documentado de la historia del hombre, los archivos documentales, los registros civiles, la literatura universal, la ciencia en todas sus ramas, grados y aplicaciones técnicas, etc.). Esta nueva tecnología de las comunicaciones es la cibernética, la computadora, la memoria electrónica, los lenguajes programados.

El proceso es idéntico al que ocurrió desde la aparición del alfabeto hasta el siglo XX, sólo que ahora su evolución se ha completado en menos de cien años. Observemos lo sucedido. Como cuando apareció el alfabeto, inicialmente sólo muy pocas personas –en términos conceptuales minorías insignificantes– debieron ser capacitadas en el dominio de la nueva tecnología de las comunicaciones. Pero a poco andar, el número de personas que debían alcanzar el dominio de esta tecnología se fue incrementando. Igual había ocurrido con el alfabeto, pero mientras ese proceso de extensión cuantitativa se hizo visible en tres o cuatro décadas, ya actualmente la cantidad de gente que domina, o se ve empujada a dominar estas nuevas tecnologías (en síntesis, que debe arreglárselas con computadoras, terminales y sistemas computarizados) es cada día mayor en todos los campos: son los médicos en los laboratorios, quirófanos y consultorios; son los abogados y juristas; es la administración en las empresas y en el Estado; son los periodistas, los archivistas y los bibliotecólogos; son los estudiosos en general; son los registros civiles y los sistemas impositivos o contables; son las líneas aéreas para controlar sus tráficos; son los sistemas de ventas y de reservas de pasajes o de hoteles; serán dentro de muy poco las terminales hogareñas para obtener datos de uso doméstico que se buscan dificultosamente en guías o listas telefónicas, diarios, revistas, catálogos, remitos de saldos bancarios, vencimientos de cuotas, pagos de servicios o seguros, etc.

Igual que ocurrió con los correlatos materiales del alfabeto, o sea las tablas, los mármoles, los rollos y finalmente los libros y los periódicos, también con esta nueva tecnología de las comunicaciones se produjo –sólo que en un proceso de rapidez alucinante– el mismo proceso de abaratamiento y difusión de los correlatos materiales respectivos: las computadoras, las terminales, los bancos de datos, en fin. La computadora comienza y a ser un elemento de consumo masivo y en pocos años más lo serán las terminales hogareñas. El tamaño material de estos elementos se ha reducido ya a niveles increíbles y su costo ha bajado igualmente. Lo que ocurre es que esto ha pasado tan rápido que la inmensa mayoría no se ha dado cuenta. Las computadoras están entre nosotros y no lo advertimos: el reloj con múltiples funciones “programables” que la industria nos ofrece a precios modestísimos es una computadora en miniatura y maravillosa. pero su usuario es, en un altísimo porcentaje, un “analfabeto” con respecto a esta nueva tecnología y lo único que sabe hacer con esa computadora es mirar la hora, o a lo sumo la fecha, como con cualquier viejo reloj. Sólo una pequeñísima minoría esta en condiciones de “programarlo” para usar efectivamente sus múltiples funciones.

La modesta calculadora de bolsillo o doméstica que forma parte hoy de los objetos de uso cotidiano en la mayor parte de los hogares de mínimos recursos en los países adelantados en Europa o América, ofrece un amplísimo margen operatorio que sólo una minoría sabe aprovechar. La mayoría se limita a las cuatro operaciones con enteros, a veces con decimales y, sólo de vez en cuando, a obtener porcentajes, casi siempre con operatorias más complicadas de lo necesario.

La nueva “alfabetización” universal

Todo esto, y las perspectivas de un porvenir que inexorablemente será presente antes de que el siglo XX concluya, lleva a una conclusión fundamental. El siglo XXI enfrentará este desafío formidable: la capacitación universal (quiere decir, de toda la población de cada sociedad tecnológicamente desarrollada) para el dominio de esta tercera tecnología de las comunicaciones. Es decir: hay que comenzar ya mismo a trabajar (como el siglo XIX lo hizo a partri de 1870, aproximadamente, con la alfabetización universal) para que la totalidad de la población domine estas tecnologías y sea capaz de manejar inteligentemente, extrayendo la mayor parte de sus frutos potenciales, las computadoras y las terminales. De esta manera, el hombre del siglo XXI estará en condiciones de desenvolverse en el marco cultural correspondiente y podrá ser capacitado para las tres tareas básicas que en la primera parte de este artículo señalamos como esenciales en todo proceso educativo o de transmisión cultural y de socialización, a saber: proseguir con esa labor educativa con respecto a las nuevas generaciones sucesivas, averiguar, buscar y encontrar por sí mismo los datos o las informaciones que le sean necesarios y, por último, al menos para una minoría, capacitarse para proseguir la obra constante de la investigación y la creación o renovación cultural.

Los sistemas educativos

Los sistemas educativos deben estructurarse, ya, en 1980, para responder a este desafío. La escuela primaria de hoy debe capacitar a la totalidad de la población en el dominio de esta nueva tecnología de las comunicaciones, porque quien no las domine será, en el siglo XXI, el equivalente de los analfabetos en el siglo XX: personas desubicadas y minusválidas culturalmente hablando, algo así como lisiados culturales que requieren ayudas, sostenes y apoyos culturales, económicos, sociales en fin, de instituciones especializadas.

Una persona incapaz de entenderse con una terminal, de solicitar un dato a una terminal conectada con una memoria computadorizada, de obtener información en una computadora en un laboratorio o un banco de datos de cualquier especie será, a partir del 2000 –y no más allá– una persona tan atrasada culturalmente como la que hoy entra a una biblioteca y hay que buscarle la obra que pide en el ficher porque ella es incapaz de manejarlo o como la que hoy es incapaz de llenar un formulario ni de entender las instrucciones que se le dan para hacerlo por escrito.

Para obtener hoy un dato en una guía telefónica necesitamos estar alfabetizados, o sea saber leer y escribir, y además conocer una técnica que es el ordenamiento alfabético, pues sin ello estamos absolutamente perdidos frente a la inmensidad de datos que –para quien no sospecha que existe un orden alfabético– conforman un caos imposible de entender. Y por último, necesitamos una capacidad para interpretar instrucciones escritas que la misma guía incluye para su manejo, y para decodificar códigos especiales (abreviaturas, signos, ordenamientos atípicos dentro del gran ordenamiento alfabético, etc.).

Pues bien: cuando para obtener un número telefónico debamos recurrir a la terminal hogareña (que opdrá estar conectada a un banco de datos que nos podrá dar los números telefónicos de cualquier abonado de todo el país o del mundo, además de otra enorme cantidad de datos posibles: domicilio, o nombre conociendo el teléfono y el domicilio, o profesión, o en fin cualquier cosa que se quiera y que resulte rentable para la empresa proveedora; deseable para el consumidor y permitda según las leyes) también tendremos que dominar ciertas técnicas propias de la programación, de la computadorización y de los lenguajes cibernéticos. Tendremos que manejar una tecnología de las comunicaciones con sus propios códigos, ser capaces de buscar los datos, de pedirlos y en fin usar este maravilloso elemento que el espíritu humano ha puesto a nuestra disposición.

Ni qué decir, por supuesto, de la capacitación necesaria para cualquier técnico o profesional o empleado de nivel superior o medio y, por supuesto, de la gran cantidad de personas que deberán ser especialistas o entendidos –en diferentes niveles y ramas– en computación o cibernética mismas, para programas, construir, reparar, administrar, vender, perfeccionar y organizar todo el vasto campo de la ciencia, la técnica y la empresa destinado al mundo de la cibernética.

El nuevo desafío y sus obstáculos

Hemos hecho un larguísimo, reiterativo y a menudo insorportable discurso (por un tono didáctico exagerado, lo admitimos) para llegar a un enunciado que, en realidad, apenas debería ser dicho en pocas palabras para obtener asentimiento universal. Esa conclusión, ya lo dijimos, es la siguiente: los sistemas escolares actuales deben responder al gran desafío cultural del siglo, o sea, la universalización del lenguaje cibernético y la universalización del uso de las terminales y las computadoras, como un instrumento cultural común para la totalidad de la población.

El siglo XIX aceptó el reto de la necesidad de la alfabetización universal. El XX debe aceptar este otro desfío.

Esto impone añadir unas pocas consideraciones más. En primer lugar, carece de sentido suponer que la alfabetización propiamente dicha, o sea el dominio de la lengua escrita tal como hoy lo conocemos, resultará innecesaria en el futuro. El papel de la lengua oral y de la memoria no desapareció por la aparición del alfabeto y ni siquiera por su difusión universal. Tampoco ahora la computadora o la memoria electrónica hará desaparecer el lenguaje escrito tradicional. Es probable que se lo deje de usar para ciertos fines o que el libro y los periódicos y las bibliotecas sufran ciertas modificaciones en su utilización, como ha variado el uso y el papel de la memoria y de la transmisión oral del saber, pero es innimaginable la desaparición de la lengua escrita.

Como alguna vez dijimos, la historia no resta, suma.

Cuando el hombre incorporó a su formación cultural una lengua oral ampliamente elaborada, quedó condenado –si se permite la expresión– a lograr la transmisión de ese maravilloso instrumento a las nuevas generaciones, y a su dominio y perfeccionamiento constantes. Cuando incorporó el alfabeto, también resultó esclavo de su creación y ya no pudo jamás liberarse de esta nueva necesidad cultural, que finalmente debió poner en manos de la totalidad de la población. Ahora incorpora a su marco cultural una nueva tecnología de almacenamiento y transmisión del patrimonio cultural y la historia se repite. En adelante deberá proveer a la totalidad de la población, en las comunidades respectivas, del dominio integral de las tres tecnologías de la comunicación: la oral, la escrita y la electrónica. El hombre no tiene escapatoria. No puede retroceder, so pena de catástrofe, concretamente de muerte física o de extinción de cada comunidad históricamente tipificada. Las sociedades primitivas debían proveer a todos sus miembros del pleno dominio del lenguaje o exponerse a la catástrofe y a la extinción. Los pueblos del mundo occidental deben agregar, desde hace cien años, el dominio universal de la lengua escrita. Y las sociedades que ya han incorporado la cibernética a su marco cultural deben añadir, ahora, el pleno dominio de la tecnología correspondiente. No es una alternativa: es un imperativo*3.

En segundo lugar: cuando se advierte cuál es el gran desafío que afrontan hoy los sistemas educativos, se advierte cómo, en nuestro país al menos aunque también en muchos otros, se está perdiendo el tiempo en cuestiones insignificantes y sin ningún sentido.

Los ámbitos pedagógicos y escolares en general prosiguen ignorando este desafío, que es el gran problema pedagógico y de los sistemas educativos contemporáneos y prosiguen debates sobre asuntos irrelevantes. Se continúa preparando docentes para una organización escolar que no puede perdurar ya mucho tiempo más y que ya no sirve a la sociedad, antes bien, es un obstáculo para la sociedad y para las necesidades que dejamos dichas. La mayor parte de los maestros y los profesores de la enseñanza primaria y media y el personal directivo y de supervisión así como los funcionarios de máximo nivel correspondientes, mantienen una actitud hostil y negativista frente al uso de las computadoras por la sencilla razón de que ignoran todo cuanto se refiere a ellas, no saben usarlas y tienen verdadero terror a quedar desubicados profesional o socialmente. Simplemente, se niegan a admitir la tesis que hemos expuesto porque temen quedarse sin trabajo, temen quedar en descubierto por su incapacidad para adaptarse y para aprender.

El sistema escolar se defiende y pretende seguir haciendo lo mismo que hace desde principios de siglo. Prosigue discusiones bizantinas y absurdas en torno de cuestiones que en realidad no importan a nadie y obliga a sus víctimas –los niños y jóvenes de 6 a 18 años de edad– a consumir lastimosamente años irrepetibles y horas que jamás volverán a disponer en estudios innecesarios e inútiles, en cursos obligatorios, en lecciones estériles, haciendo de muchos de ellos futuros lisiados culturales que ya no podrán capacitarse para vivir plenamente incorporados al marco cultural que les espera en el siglo XXI.

Una triste escuela media consume los años preciosos de la adolescencia, inutiliza talentos en cantidades increíbles y genera rebeldías y rechazos culturales a veces irreversibles. Pero el cuerpo docente mantiene sus fuentes de trabajo y prosigue, año tras año, indiferente a todo el daño que provoca.

Los profesores, rectores, supervisores y funcionarios de la escuela media han obligado –gracias a leyes que hoy no son otra cosa que protectoras de ellos mismos– a toda la población del país entre 12 y 17 años concurrente a esa escuela media a pasar horas y horas en las aulas y a perder la mayor parte de ese precioso tiempo en lecciones inútiles, mediante la complicidad de reglamentos coercitivos y de naturaleza totalitaria, que –único caso en la vida institucional– no dan margen a la apelación ante la Justicia. Pero cuando aquellos docentes y funcionarios salen del aula y van a un laboratorio a hacerse una tomografía computada, o van a pedir una reserva de pasajes, o concurren a hacer sus trámites jubilatorios, o cobran sus sueldos mediante procesos computadorizados, o escuchan de la existencia de bancos de datos que permiten obtener informaciones de cualquier parte del mundo en segundos, o hablan por teléfono vía satélite a cualquier continente pro sumas modestísimas, a ninguno se le ocurre pensar quénes operan esos sistemas, quiénes los han creado y perfeccionado, quiénes los reparan y, sobre todo, quiénes lo harán en el futuro a media que su uso se extienda más y más. No se les ocurre pensa en sus alumnos de 17 ó 18 años que ya al término de su más rica etapa vital de aprendizaje se incorporan a un marco cultural en el cual serán algo así como los analfabetos a principios de este siglo, salvo que mediante esfuerzo, tiempo y dinero logren suplir posteriormente esas carencias fundamentales.

El sistema escola contemporáneo prosigue empecinadamente, sordo a todos los reclamos, sin siquiera dar respuesta a uno solo, haciendo lo que quiere, amparado en leyes monopólicas y absolutas. Lénase los frondosos y absurdos programas de la escolaridad primaria y se advertirá cómo el sistema educativo contemporáneo ignora los últimos cincuenta años de la historia del mundo occidental, pues, lo mismo que ocurre en la escuela media, la más fabulosa revolución cultural imaginalbe, esta de la nueva tecnología en los medios de comunicación, no es tenida en cuenta para nada.

Planes, programas, metodologías, horarios, reglamentos, exigencias, fiestitas, formaciones y comportamientos siguen idénticos a sí mismos, imperturbables a todo cuanto ocurre en derredor. Los alumnos de la escuela primaria siguen aprendiendo –¡aprendiendo!– a hacer cuentitas y problemitas y las maestras siguen abomiando de las inocentes calculadoras de bolsillo porque en realidad temen a un mundo que ya las desborda, pero que luego debe manejar la empleada del mercado donde hacen sus compras. Siguen gastando horas y horas en clases inútiles sobre cuestiones impropias de la escuela y gastando siete años de cinco hora diarias para obtener resultados que podrían lograrse en muchísimo menos tiempo.

En las escuelas medias de comercio no se conocen todavía, en general, la máquinas de escribir eléctricas y hablar de terminales y computadoras es como mencionar la lámpara de Aladino. No importa: se siguen dando clases, poniendo notas, tomando exámenes, echando alumnos, distribuyendo diplomas y ofreciendo al mundo del siglo XX legiones de jovencitos y jovencitas que tendrán que arreglarse como puedan –ellos, sus padres y la sociedad– para ubicarse en el marco cultural que les aguarda. No importa: el sistema sigue en pie.

Los chicos debieran saber escribir en máquinas eléctricas a los doce años y digitar a la perfección en terminales a los quince y saber de lenguajes programados a los diecisiete. Al sistema educativo esto no le interesa: le importa mantener su estructura actual, que garantiza la fuente de trabajo para todos. Las autoridades educativas, entretanto, ignoran también esta realidad y se limitan a declamaciones irrelevantes sobre el papel de la escuela como forjadora de las juventudes del futuro.

Entretanto, en el país, aproximadamente a partir de 1970 y hasta 1976, el sistema educativo fue copado por grupos que integraron, con fortuna variable según mil y una circunstancia, usarlo exclusivamente con fines de catequización ideológica de la adolescencia y la juventud universitaria, sin desdeñar, por cierto, la catequización ideológica de los niños de la escuela primaria, de los adultos en la enseñanza respectiva, y por supuesto, de los docentes en general. Esos grupos no han desaparecido y mantienen su voluntad de reeditar ese empeño apenas tengan nuevas oportunidades.

Las autoridades militares que rigen los destinos del país desde 1976, llevadas, naturalmente, por su reacción contra aquellos grupos subversivos y aquella catequización ideológica en los ámbitos educativos, no supieron ni saben ver otra cosa. (Como tampoco supieron verlo, al fin, los responsables más altos del período de gobierno militar de 1966 a 1973). En consecuencia, desde 1976 el sistema educativo, por cuanto hace a su conducción política, está inmovilizado en el mantenimiento del orden formal y en el cuidado de toda penetración ideológica subversiva. Es inútil hablar, por lo tanto, de planteos de cualquier otra naturaleza.

En resumen: el sistema educativo en sí mismo permanece encerrado e ignorante de todo avance en el marco cultural del siglo como actitud de defensa propia y de sus fuentes de trabgajo. Los grupos ideologizados que penetraron fuertemente en ese sistema a partir de 1970, aunque su labor de copamiento había empezado en realidad en 1955, sólo esperan la oportunidad para volver a intentar el copamiento. Las autoridades nacionales que retienen el poder político desde 1976 a hoy no ven sino ese problema y para ellas el problema del sistema educativo queda reducido a esa perspectiva.

Frente a este panorama, un enfoque como el que hemos expuesto en esta artículo tiene, naturalmente, muy escasas posibilidades de ser escuchado, entendido y, much menos, aceptado.

Creemos, empero, que es correcto. Sentimos que es nuestro deber sostenerlo. Entendemos que su desconocimiento generalizado forma parte, además, junto con situaciones similares en el orden político económico y social en general, de la gran tragedia argentina de estos años.

Este artículo, pues, con “El cuestionamiento de las instituciones escolares” (I.I.E. Nº 1, págs. 11 a 33), “Los estudios pedagógicos superiores y su importancia en el perfeccinamiento del sistema educativo” (I.I.E., Nº 8, págs. 3 a 18) y “La desinstitucionalización del sistema educativo” (I.I.E., Nº 26, págs. 3 a 18), constituyen un conjunto de reflexiones de política educativa propiamente dicha que hemos expuesto como un deber de conciencia académica y ciudadana.

Conservamos la esperanza de que al menos los docentes más jóvenes y los actuales estudiantes de las carreras pedagógicas y docentes comprendan el sentido de nuestro mensaje y puedan hacer algo para que antes de terminar el siglo los sistemas educativos estén en condiciones de responder al gran desafío planteado*4.

*El desarrollo de este artículo se fundamenta en una realidad visible a todo observador atento de la realidad cultural de nuestro tiempo, en posiciones que hemos sostenido con anterioridad en otros trabajos y por último, pero esencialmente, en la magnífica exposición de Giovanni Gozzer sobre la tres tecnologías de comunicación del pensamiento tal como los lectores de la Revista del I.I.E. tuvieron ocasión de leer en “La educación intelectual y las nuevas tecnologías” (Educando, Nº 1, pág. 6). Quiero reconocer expresamente esta deuda intelectual con el brillante maestro Gozzer y dejar sentado que a él debo el punto de partida del enfoque presente.

*1La misión de la Pedagogía (Ed. Columba, 1976), cap. II: “Concepto de educación y de escuela”.

*2¡Ay!, para comprender algo la dificultad mayor no es que se trate de algo sencillo o difícil. La dificultad está en que nuestra voluntad se mueva, apriorísticamente, en sentido positivo o negativo. Es decir, que queramos entenderlo o no. Lo que le sucede a la mayor parte de los educadores y a buena parte de la población –por muchos motivos que ahora no analizaremos– es que no quieren entenderlo.

*3La lengua escrita y la oral cumplen, además otro papel cultural: la identificación histórica de cada pueblo o grupo social, lo cual significa, también, la distinción de cada uno con respecto a los “otros”. Probablemente, el lenguaje de la cibernética será universal, aunque su uso requerirá siempre de los lenguajes actuales.

*4Después de haber concluído este artículo, y ya casi listas las pruebas para la impresión de la Revista, llegaron a mis manos dos publicaciones en las que aparecen conceptos o informaciones tan coincidentes y ajustadas a su espíritu, que no quise dejar de señalarlas. En “Consudec”, N° 430, firgura en la pág. 546 un aviso en el cual se comunica que el mismo Consejo Superior de Educación Católica organiza Cursos de Computación Electrónica, cuyo primer nivel está destinado a profesores, directivos y administradores, y su objetivo queda así definido: “permite aplicaciones en la enseñanza y la administración y contabilidad de las instituciones (escolares)”. El contenido se resume con estas palabras: “Introducción y capacitación intensiva en operación y programación de microcomputadoras”. Por otro lado, acaba de aparecer un excelente volumen de Luis A. Santaló, titulado “Enseñanza de la Matemática en la escuela media” (Ed. Docencia). En su capítulo inicial se sostienen conceptos que coinciden totalmente con los sostenidos en nuestro artículo, por ejemplo: “El mundo ya está embarcado en una corriente de gran predominio tecnológico del cual, guste o no guste, no nos podemos apartar y que debe conocerse y adquirir habilidades para dominarlo, para no quedar marginado, tanto individualmente dentro de cada país, como colectivamente dentro del concierto de naciones” (pág. 8). Más adelante destina una parte sustancial (págs. 23 a 26) del capítulo siguiente al tema de “Las calculadoras de bolsillo”. Recomendamos su lectura a quienes todavía se dejan llevar por argumentos insostenibles referidos a sus pretendidos efectos negativos. El párrafo sobre la presencia de estas calculadoras en la vida cotidiana es tan similar a mis propias expresiones que me obliga a advertir que cuando las escribí no había leído aún este libro, porque podría aún pensarse en un vulgar plagio. No hay tal: es simplemente la presencia de una realidad que se hace visible a todo aquel que no tenga –voluntaria o involuntariamente– cerrados los ojos. Como los tiene nuestro sistema educativo, en parte involuntaria, en parte voluntariamente.
Concluyo, para no hacer la post-data más larga que la carta. Reproduzco, nada más, el texto siguiente del libro de Santaló: “Nuestra portada. La portada es la fotografía de una calculadora de bolsillo. La introducción de estos elementos electrónicos, en todos los niveles de la enseñanza, ha de ser la característica principal de la Educación Matemática en la década de los años 80”.


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Educación y vejez cultural

Publicado en el N° 35, abril de 1982.

La Argentina, como cuerpo social, como mentalidad colectiva –hasta donde se pueda hablar de esta realidad– padece de un grave mal. Podría definírselo como vejez cultural. A pesar de las fáciles declamaciones retóricas de los discursos, de los comentarios periodísticos y de los textos y lecciones escolares, la Argentina está muy lejos de ser un país joven. Por el contrario: culturalmente hablando –que es el único marco de referencia para hablar de una nación– en nuestro país se respira un aire de antigüedad en las ideas. Con una especie de morosa delectación, los argentinos nos acunamos en la nostalgia de las edades doradas del pasado, toleramos el presente duro y complicado e ignoramos la presencia del porvenir. Nuestra incapacidad para mirar hacia el mañana es un síntoma tan peligroso que de no modificarse puede llegar a constituir una enfermedad mortal desde el punto de vista de la entidad política que se llama una nación.

Lo nuestro se parece notablemente a la actitud de la gran familia venida a menos, en lo social y en lo económico, que prefiere recordar su pasado, sobrevenir, simplemente, en el presente y no pensar en el mañana.

Los ejemplos que podrían demostrar las afirmaciones anteriores abundan en todos los campos. No entraremos en su descripción porque nos interesa solamente detenernos en el orden educacional y pedagógico, que es el terreno propio de nuestra labor. Pero lo dicho ha sido indispensable porque este orden de pensamientos es incomprensible desgajado de la realidad política que vive en la Argentina en este instante de su historia y porque desde el primer momento de su existencia, el Instituto de Investigaciones Educativas y la Fundación para el Avance de la Educación quisieron, y así lo afirmaron, señalar su vinculación con esa realidad política y social.

La vejez del sistema educativo y de los estudios pedagógicos

La Argentina rompió su ordenamiento político-institucional en 1930 y desde entonces no supo recrear otro que lo sustituyera. Vive en la nostalgia de la edad dorada del orden constitucional, de la generación de la Organización Nacional y de la grandeza y poderío económico alcanzados al filo de 1940. Política y económicamente procura ahora sobrevivir, pero no se atreve a pensar en el porvenir ni a enfrentarlo. Nunca más pudo construir otro teatro Colón desde principios de este siglo. Ni subterráneos desde 1938, luego de haber sido la primera ciudad de América Latina en contar con ellos y ahora nos admiramos cuando somos capaces de remodelar, limpiar o repintar una estación. No hemos levantado un nuevo edificio para un colegio nacional en la Capital Federal desde 1930. Algo así como con la música ciudadana: la nostalgia por el tango de la década del 40, sus cantores y sus orquestas, es la nostalgia por algo que concluyó y que no se reemplaza. El interior mantuvo un modesto impulso creador en obras y en construcciones hasta el 60, y de ahí en más ese impulso se detuvo también.

No nos extrañemos que seamos, pues, incapaces de superar la nostalgia por la ley 1420, el Consejo Nacional de Educación, la vieja escuela normal, los maestros de antes y los ministros de antes. Doramos los años del ayer con colores hermosos, olvidamos realidades a veces crueles y preferimos rescatar de ese pasado sus grande glorias auténticas, sus grandes figuras, sus realizaciones sin duda notables para la época y mientras sobrevivimos como podemos en el presente de un sistema educativo sin rumbo y sin recursos, casi sin docentes y sin figuras pedagógicas, ignoramos el mañana que, sin embargo, llega inexorablemente.

La vejez cultural de la Argentina afecta también a los estudios pedagógicos. La mayor parte de sus cátedras y de las pocas expresiones escritas atienden a cuestiones cuya importancia es insignificante.

Desde el punto de vista del gobierno del sistema, lo que importa son unos pocos pero esenciales asuntos: las atribuciones y competencias entre las jurisdicciones nacional, provincial y municipal y el papel de la iniciativa privada. A esto debe agregarse urgentemente cómo reconocer los logros en materia de capacitación y aprendizaje adquiridos al margen de los sistemas formales.

La enseñanza instrumental o de primeras letras debe dejar de lado sus esquemas rígidos de gradualidad estricta y de cohortes de alumnos obligados a marchar juntos por razones sólo cronológicas, para lo cual todo el esquema organizativo actual se revela inútil.

Las etapas formativas de la pubertad y la adolescencia no encuentran de ningún modo cabida en los esquemas actuales de una escuela media de ineptitud asombrosa.

Los estudios superiores deben encararse necesariamente sobre la idea de no pretender “productos acabados” sino sobre el principio de la educación contínua y combinando títulos intermedios y carreras cortas con ciclos básicos y oportunidades de formaciones ulteriores, unificadas con el mundo del trabajo.

Todo el escalonamiento rígido de los sistemas educativos –niveles y ciclos– debe dar paso a posibilidades diferentes de enlaces y aún desaparecer como tales niveles o ciclos así rígidamente definidos.

Nos aqueja una preocupación grande por la deserción escolar pero nadie demuestra la conveniencia de que los alumnos prosigan en la escuela media o en ciclos universitarios ni nadie se preocupa por la calidad de las tareas escolares. Nos interesa que concluyan séptimo grado pero no encontramos el camino para el aprovechamiento de esos siete años de vida y de escuela. Las universidades del país se multiplicaron en número pero las mayores de ellas siguen cerrando sus puertas con la excusa de la calidad aunque en verdad lo hacen sólo por la angustia derivada de la flata de recursos para albergar a los estudiantes. Se intentan planificaciones de recursos humanos para ocultar las carencias de vacantes. Los estudios pedagógicos dan la espalda a los nuevos lenguajes de la computación como los sistemas educativos prefieren seguir refugiados en el régimen de monopolio de reconocimiento de logros gracias al cual la totalidad de los talentos del país está obligada a transitar por sus aulas bajo pena de no ser admitidos en el libre juego del mercado del saber y de las profesiones.

No se dispone de recursos económicos pero no se admiten cálculos de costos ni de optimización de criterios de organización y de administración. Los medios tecnológicos y los medios de comunicación electrónicos son un mundo desconocido por los docentes y por los estudios pedagógicos del momento argentino actual a pesar de su presencia innegable en todos los órdenes de la vida.

Las cátedras, los textos, las jornadas y los cursos de perfeccionamiento sobre cuestiones psicopedagógicas y didácticas y de planificación escolar (a nivel de escuela o de año o de contenido o de clase...) pueden ser muy valiosos en sí mismos, pero están viciados de nulidad –permítasenos la expresión jurídica porque atienden a una organización educativa, a un mundo pedagógico, que ya no interesa. Una vez más, daremos un ejemplo que tememos repetir. Todo es algo aís como si un hábil e inteligente operario, o un estudioso, un ingeniero, un teórico sagaz, estuviese consagrado a mejorar el funcionamiento de un antiguo coche de caballos o a buscar un mejor mateiral para las riendas o los ejes o las varas o a perfeccionar las razas de sus troncos. Mas todo ese ingenio, esa laboriosidad y esos méritos serían inútiles si entretanto ya hubieran dejado de usarse los coches de caballo y circularan a su lado modernos automóviles, o estuvieran ya por comenzar a circular.

Nuestros docentes y nuestros pedagogos actuales, al menos muchos de ellos, son como ese hábil, sagaz, inteligente operario o ingeniero: sus estudios, sus artículos, sus cursos, sus trabajos, son a menudo muy buenos en sí mismos, pero se ocupan de algo que ya no importa. Piensan en retornar a un pasado dorado y no comprenden que deben avizorar el mañana. No es la escuela ya lo que importa. Es la educación. No es el plan de estudios o el programa o el boletín de calificaciones con más o menos casilleros: es el chico de hoy que será hombre en el año 2000 y pico y deberá comprender y manejar las computadoras que tendrá en su hogar. No importa ya, por Dios, la cantidad de horas de clase de una materia u otra en no importa ya qué tipo de escuela secundaria, sino cómo formaremos en el siglo XXI a los adolescentes para que siempre puedan seguir apreciando la belleza de una poesía y recreando la poesía y además, y simultáneamente, pueden encontrar el dato que necesitan sobre Platón o García Lorca o sobre un fenómeno químico para formular un diagnóstico médico, en la memoria electrónica del banco de datos sobre el cual trabajarán a diario. Digámoslo con pena y con nostalgia, pero ni la maestra de albo guardapolvo ni el gran maestro universitario de la cátedra solemne volverán en esa forma y con esas figuras. Sobrevivirán siempre, el educador, aunque no sabemos bajo cuáles formas u organizaciones. Porque lo eterno es la educación y no las formas escolares. Así como son eternos los grandes valores sobre los cuales asentamos nuestra civilización y no, necesariamente, las estructuras políticas de cada instante.

La Argentina debe dejar de lado la nostalgia del ayer y buscar, como lo hizo en el 60 y en el 80 del siglo pasado, un porvenir de grandeza. Igual que en política, en educación. A esa misión deben consagrarse, con el rigor que siempre merecen las obras del intelecto, los estudios pedagógicos superiores y los docentes que no se conformen con sobrevivir y pretendan, al menos, dejar un mensaje a quienes les sigan.


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Política y educación

Publicado en el N° 43, noviembre de 1983.

La relación entre la política y la educación es uno de los atolladeros en los cuales naufragan académicamente los catedráticos y configura uno de los temas generadores de la mayor suma de contradicciones conceptuales.

Los problemas surgen, esencialmente, por dos motivos: el primero es la falta de acuerdo, de precisiones o de rigor con respecto al uso de los dos vocablos en cuestión, política y educación. El segundo es la falta de sinceridad o de claridad para decir lo que se quiere decir.

Las palabras

Política y educación son dos términos con significados múltiples. Sin entrar ahora en precisiones de fondo, ni en análisis etimológicos o académicos, nos limitaremos a señalar que cada uno de ellos tiene, por lo menos, en el lenguaje corriente, dos sentidos que, empero, casi nunca se distinguen.

Política se usa, indistintamente, como la obra o la acción de gobierno de un país, de una empresa o de una institución, casi siempre con el afán –explícito o implícito– de contraposición con el orden de las decisiones técnicas o fundadas en criterios puramente científicos. No es raro oír decir que “técnicamente” la decisión A es mejor que la B, pero que la decisión “política” obligó a seguir la B.

Se habla de “política empresaria” para señalar el gobierno de una empresa, generalmente reservado al Directorio o al propietario, y que se funda en los criterios técnicos que los funcionarios –línea gerencial– explayan en el orden de la producción, del mercado, de la economía, de las finanzas, etc.

Pero la palabra “política” tiene un grado más alto de significación, aplicado a la conducción o gobierno de un país. Significa la decisión suprema que elige una forma de vida, casi una concepción, filosóficamente hablando, de la vida humana y sobre todo de la sociedad. La decisión por la cual se sanciona una Constitución –un Estado de Derecho– y se elige una forma de vida fundada en la libertad, que garantiza derechos esenciales, que dispone como forma de gobierno la democracia representativa y como estructura de la Nación a la forma federa, es un ejemplo del grado más alto –más alto como valor y como jerarquía ordenadora de actos y decisiones– de la Política.

Hasta aquí el primer sentido básico de la palabra política como gobierno de la sociedad y en sus dos grados esenciales. El segundo sentido suele ser el más extendido en los niveles de más modesta formación cultural. Es el concepto de la “política partidaria”, es decir, la acción de los partidos políticos por conquistar el poder o por mantenerlo, o su acción en los cuerpos colegiados.

La educación es concebida, entre tanto, como el proceso formativo (culturalizador, socializador) sufrido por el individuo y realizado por la sociedad en general a través de toda la vida de una persona y por intermedio de una acción integral, no sistematizada, de todo el cuerpo social. Pero mucho más a menudo, la educación es entendida por la inmensa mayoría de las personas, en todos los países del mundo occidental, sólo como la tarea que se realiza en las instituciones escolares. En este sentido la palabra educación se emplea prácticamente como sinónimo de escuela.

Confusión combinatoria

Es fácil advertir que el sentido último de lo que se quiera decir por política y educación ha de variar notablemente según se usen los vocablos en una u otra acepción. Precisamente por no hacer las correspondientes distinciones, ya por simple confusión mental o inadvertencia intelectiva, o, lo que no es poco habitual, por una intención ideológica bien definida, se han producido en nuestro país tantos equívocos y tantas distorsiones.

Concretemos con algunos ejemplos de la vida argentina de los últimos cien años, aproximadamente.

La escuela argentina –hablamos ahora de educación como referida a escuela, pues– no fue neutra políticamente hablando. La política educativa de la Organización Nacional dio a la escuela un sentido político. ¿Pero en qué sentido de la palabra política? En el primero de los anteriormente analizados y dentro de ese sentido en el grado más alto, o sea el referido a las grandes decisiones políticas, esas, precisamente, que configuraron a sus ojos –a los ojos de los hombres de la Organización Nacional el proyecto político de Nación absolutamente irrenunciable.

Por eso, con toda claridad y honestidad, la Constitución Nacional fue el único libro común obligatorio en todas las escuelas del país, y la Instrucción Cívica de la escuela media era, nada más, pero nada menos, que el tratado de la Constitución. Es el papel que cumplió, magistralmente, el libro de Joaquín V. González que todavía no ha perdido actualidad.

En cambio, desde la época de la Organización Nacional hasta 1946, no hubo política educativa propiamente dicha más allá de la escolar. No se avanzó hacia el concepto de educación en su sentido amplio, extendido hacia la acción difusa de la sociedad en su conjunto. Y mucho menos hacia el orden partidario, hacia el sentido de la política como intereses, o apetencias de los partidos políticos. La Constitución Nacional sí: era el acuerdo mínimo común de todas las voluntades. O, al menos, lo que se exigía como acuerdo mínimo común, La Argentina –esta es la gran exigencia política de la cual no se permite descreer– es un país que se funda en la democracia, en la libertad, en el respeto del hombre, en los derechos de los ciudadanos y de los habitantes, en el régimen representativo, republicano, federal. Esto llega a la escuela. Hasta ahí, se dijo implícitamente, el Estado llega con su política a la escuela. Pero no más allá.

Política, pues, como la acción pública en su grado y su valor más alto. Educación, como sinónimo de escuela. (El Ministerio respectivo se llamaba de “Instrucción Pública”).

Con el régimen peronista la situación fue diferente. La ideología del fascismo –vertiente original del líder del movimiento, ya fuertemente arraigada en sectores intelectuales, capas dirigentes y hombres de las fuerzas armadas desde la década del 30 en adelante por obra y gracia de los movimientos llamados nacionalistas– se fundó, al respecto, en dos novedades esenciales con respecto a esta relación entre política y educación que caracterizó a la Argentina desde la época de la Organización Nacional. La primera se refiere al concepto de la política que puede aplicarse o dirigirse al orden escolar. La identificación del partido gobernante con la Nación, de la Nación con el Estado, la subordinación de la persona al Estado y a la Nación, la negación de los derechos y la libertad individuales como prejuicios burgueses –contexto, por otra parte, idéntico en esencia a la doctrina del marxismo-leninismo soviético en vigor desde 1917 en la Rusia de los zares y en los países por ella conquistados– llevó, naturalmente, a implantar en las escuelas la doctrina del “partido” como la ideología política nacional y obligatoria. Cuando, en nuestro país, la plataforma del partido peronista se convirtió por ley en la Doctrina Nacional, aquella posición política quedó tipificada definitivamente.

Por eso, en las escuelas, primero lenta y disimuladamente y luego sin disimulo alguno, la política del partido gobernante se instaló enteramente: fue la Doctrina Nacional, fue dl Día de la Lealtad, fue el Plan Quinquenal, fue, en fin “La Razón de mi Vida” como texto de lectura obligatorio y fueron las figuras de los dos líderes partidarios las que adornaron aulas y textos.
Pero hubo algo más. Hubo otro avance de importancia enorme y que, hasta hoy, al menos según entendemos, no ha sido analizado académicamente, como problema en ciencia política. El régimen instaurado a partir de 1946 fue más allá del concepto de educación concedido como fenómeno escolar. (No es por azar que el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública se dividiera en dos y pasaran a llamarse de Justicia uno y de “Educación” el otro).

El régimen –también en esto excelente discípulo de sus maestros– comprendió que la educación es algo más que la escuela y usó de todos los recursos sociales para una acción de política educativa a través de esos recursos. Obsérvese pues, lo sucedido: el concepto de política se achicó: del grado más alto y valioso –como acuerdo prácticamente universal en torno de principios esenciales– se pasó a la identificación con el partido transitoriamente en el poder. Y de ahí, todavía, avanzó más e identificó a la política no sólo con el partido gobernante sino aún con el líder del partido.

El concepto de educación, en cambio, se extendió: de la escuela pasó a la sociedad integralmente considerada. Todo, entonces, estuvo al servicio de esa relación de Política y Educación: los medios de comunicación (la radiofonía, primero; la prensa escrita, después, con excepciones escasas que el régimen o anuló o limitó notablemente; la televisión, por fin); los actos públicos; las concentraciones patrióticas y cívicas (recuérdese la inigualable utilización político-educativa del Día del Reservista, la colecta para la reconstrucción de San Juan o el velatorio y el sepelio de Eva Perón) y, por último, el toque maestro, la inspiración genial de Mussolini con la Carta del Lavoro: los sindicatos, los gremios, las corporaciones profesionales, el mundo del trabajo, en fin. Los funcionarios y los empleados públicos eran parte de esa labor de educación política, con sus distintivos en las solapas –so pena de perder el puesto o de correr el riesgo de perderlo o, por lo menos, de ser trasladados a puestos sin jerarquía y con la seguridad de no ascender jamás– y lo eran, sobre todo, los dirigentes sindicales, y los hospitales y los hoteles de turismo, donde la atención médica y los servicios recreativos debían ser acompañados por las marchas partidarias, las consignas y los retratos.

Todos estos fenómenos han sido difundidos, comentados y, a menudo, por supuesto, condenados enérgicamente. Pero, creo, nunca se entendió que este proceso fue parte de una extraordinaria labor de política educativa llevada a cabo con más inteligencia y capacidad –se debe reconocer– que la que nunca supieron hacer sus opositores.

A partir de 1955, las nuevas autoridades procuraron volver las cosas a su quicio, pero ya el país había entrado en un período de confusión del cual todavía no ha salido.

El concepto de educación se redujo nuevamente al orden escolar. Este error capital no se ha superado hasta hoy y en particular los gobiernos militares de 1966 al 73 y de 1976 al 83 fueron incapaces, intelectivamente, de entender que educación es mucho más que escuela. “Educación democrática” fue la materia que se introdujo en los programas escolares a partir de 1956 en reemplazo de “Cultura ciudadana”, pero no pasó de ser eso, una materia más. Desde ese entonces hemos sostenido, por nuestra parte, que formar democráticamente –o religiosamente– a los niños y a los adolescentes con lecciones que se califican con notas para eximirse de un examen final es un disparate pedagógico. Ni los gobernantes ni los funcionarios educativos supieron ni quisieron nunca entenderlo. Los resultados están a la vista.

Una vez más, el desafío de la política y la educación

En estos años, y en particular a partir de ahora, el país se agita con respecto al lugar de la política en la educación, o viceversa, de la educación en la política. Pero no se llegará a conclusiones válidas si no se precisan los términos.

Desde nuestro punto de vista –y es el que hemos sostenido públicamente desde la cátedra de Política Educacional, entre 1955 y 1977 en el Instituto Nacional Superior del Profesorado Joaquín V. González y entre 1967 y 1982 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires– la política tiene un lugar propio en el campo educativo, tanto desde el punto de vista de la educación escolar como en el sentido más amplio de la acción educadora general de la sociedad. En el segundo caso debe quedar abierta a la libertad de los individuos y de las instituciones y de los medios de comunicación, los que harán muy mal en olvidar sus obligaciones al respecto. No debe dejar de mencionarse que las doctrinas totalitarias, y en especial las de naturaleza marxista, comprenden perfectamente ese deber y lo cumplen exitosamente, mientras que los partidarios de la libertad y la democracia suelen ser incapaces de unirse voluntariamente para predicar su verdad.

Desde el punto de vista escolar –y dentro de lineamientos actuales de ordenamiento de los sistemas educativos formales, que no entramos ahora a discutir ni a valorar– entendemos que el Estado puede y debe volver a aquella relación político-educativa que caracterizó la vida argentina hasta la primera mitad del siglo. Es decir: la escuela no es nuestra políticamente hablando. Debe adoctrinar en aquellos principios esenciales de la Constitución Nacional de 1853/60. Es ilegítimo, y justificaría el alzamiento contra las autoridades en los términos en que lo entendieron desde Santo Tomás a Suárez, y así como los ideólogos liberales de las revoluciones americana y francesa, llevar a las aulas y, en general, a la educación en su sentido más amplio, la doctrina, los principios, los proyectos y, mucho menos, las figuras personales concretas de los partidos en el poder, o identificar las leyes o las decisiones aprobadas por el gobierno –aunque sean fruto legítimo de los cuerpos constitucionales respectivos– con doctrinas o ideologías que deban ser reverenciadas y espiritualmente acatadas por la totalidad de la población. Esa línea política no puede comprometer a la escuela ni a la educación.

La escuela debe enseñar a los alumnos que las normas legítimamente sancionadas son de cumplimiento obligatorio, aunque no nos gusten y en tanto no resulten, por supuesto, inconstitucionales o atentatorias contra el derecho natural o el orden sobrenatural. Pero nadie puede obligarnos a que nos gusten. Y sobre todo, nadie puede obligarnos a no manifestar nuestra opinión contraria a esas leyes. Ni impedirnos actuar, dentro de la ley, para procurar derogarlas o cambiarlas.

Esta es la lección política que cabe en la escuela, desde el primer grado hasta la Universidad.

En este sentido, todo maestro, todo educador, puede y debe hacer política. Pero apenas da un paso más allá, y adoctrina para favorecer a un gobierno, a un partido a una idea, está traicionando un mandato moral que nace de la esencia de su profesión.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina